Promesas del corazón - En brazos del deseo - Allison Leigh - E-Book

Promesas del corazón - En brazos del deseo E-Book

ALLISON LEIGH

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Beschreibung

Ómnibus Julia 456 Promesas del corazón Allison Leigh Tenía que curar las heridas de una mujer hermosa, y empezaría por las del corazón… Cuando Isabella Lockhart dejó Nueva York y se fue a vivir a Weaver, Wyoming, tenía una promesa que mantener: darle un hogar al hijo de su difunto prometido, lejos de los peligros de la gran ciudad. Pero "peligro" era el segundo nombre del pequeño Murphy y sus locuras no tardarían en meterla en un delicioso aprieto con el apuesto Erik Clay. Sin embargo, el auténtico problema para Erik iba a ser esa atracción instantánea que sentía por la misteriosa forastera... En brazos del deseo Marilyn Pappano Una parte de él quería perdonarla… y seducirla. Aunque Jamie Munroe había ayudado a la avariciosa de su ex mujer a quitarle la mitad de su fortuna, Russ no podía olvidar la química que había existido entre ellos cuando estudiaban en la Facultad de Derecho. Aunque Russ Calloway le había roto el corazón unos años antes, aceptar su protección le resultó de lo más natural a Jamie. Sobre todo, cuando las amenazas del hombre que la estaba acosando empezaron a ser más serias. ¿Dónde iba a sentirse más segura que en los brazos de su enemigo?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación

de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción

prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 456 - mayo 2023

© 2013 Allison Lee Johnson

Promesas del corazón

Título original: A Weaver Vow

© 2008 Marilyn Pappano

En brazos del deseo

Título original: Intimate Enemy

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014 y 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto

de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con

personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o

situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de

Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales,

utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina

Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos

los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1141-756-3

Table of Content

Créditos

Promesas del corazón

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

En brazos del deseo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Publicidad

Capítulo 1

Fueron los gritos lo que llamó su atención.

Murphy. Era tan fácil reconocer su voz... sobre todo cuando gritaba para reventar tímpanos.

Isabella Lockhart sintió que el estómago se le caía a los pies, como una pesada losa. Dejó el trapo de limpiar sobre la barra del Ruby’s Café y corrió hacia la puerta.

Cerrada.

¿Cómo no iba a estarlo? La había cerrado ella misma treinta minutos antes. Regresó para buscar las llaves que le había dejado Tabby Taggart. Estaban sobre la mesa de acero inoxidable de la cocina, donde las había dejado tras haber cerrado la puerta de atrás.

Regresó corriendo a la entrada principal y tras pelearse con el cerrojo durante unos segundos, finalmente logró salir. Los gritos seguían, y sonaban cada vez más estridentes.

Todo estaba ocurriendo en mitad de Main Street, justo delante del café. Había una camioneta azul enorme aparcada junto a la acera.

«Murphy, por favor, no te metas en más líos».

La súplica silenciosa ya empezaba a repetirse demasiado. Se suponía que todo iba a cambiar en Weaver.

Corrió hacia la camioneta, hacia el sitio de donde provenían los gritos. Un chico muy delgado le plantaba cara a un tipo alto y grandullón.

Lo que más le preocupaba, no obstante, era el bate de béisbol que Murphy asía con fuerza. Tenía los nudillos blancos.

—¡Claro que sabías lo que estabas haciendo! —la voz del hombre sonaba violenta, amenazante.

—¡Fue un accidente! —gritó Murphy—. ¡Te lo he dicho mil veces!

—¡Murphy! —Isabella se interpuso entre los dos hombres.

Agarró el bate en el momento en que Murphy lo alzaba en el aire. Tenía solo once años, pero ya medía más de un metro cincuenta. Aún le sacaba unos centímetros, pero solo porque llevaba cuñas. Tiró del bate con fuerza, apretando la mano contra su pecho. El niño, sin embargo, no lo soltaba.

—¡Suelta!

Sus ojos marrones, irreverentes, iguales que los de su padre, la atravesaron. Los nudillos se ponían cada vez más blancos alrededor de la madera.

—¡No!

Oyó mascullar algo al hombre que tenía detrás y entonces sintió una mano enorme que se cerraba sobre la suya.

—Dame eso antes de que le hagas daño a alguien —dijo el individuo, quitándoles el bate de golpe.

Lo echó dentro de la camioneta y cerró la puerta.

Murphy comenzó a decir palabrotas que la avergonzaban.

—¡Tío! Es mi bate. ¡No puedes llevarte mi bate!

—Pues acabo de hacerlo, tío —agarró al chico del hombro y lo apartó de Isabella—. Quédate quieto —añadió.

Isabella le miró con atención por primera vez. Llevaba una gorra marrón muy vieja y unas gafas de aviador que escondían sus ojos.

—¡Quítale las manos de encima!

Independientemente de lo que hubiera pasado, ese hombre no tenía derecho a ponerle las manos encima.

—¿Quién se cree que es?

—El hombre al que su hijo ha estado a punto de dar con una pelota de béisbol —su mandíbula afilada estaba escondida bajo una barba de un par de días.

—¡Yo no he hecho eso! —le gritó Murphy al oído.

Isabella hizo una mueca y le fulminó con la mirada.

—Ve y siéntate —señaló el banco de madera que estaba en la acera, delante del café. La cabeza le iba a estallar.

¿Cómo se le había ocurrido pensar que podía ejercer de madre con Murphy? El chico necesitaba algo más que una mujer a la que no soportaba. Necesitaba a una figura masculina, a su padre, pero solo se tenían el uno al otro.

—Vete.

Furioso y rebelde, Murphy se soltó del hombre con un movimiento brusco y fue hacia el banco.

Isabella miró al hombre.

—No sé qué ha pasado aquí...

—Pero... ¿cómo se le ha ocurrido meterse delante de él cuando tenía ese bate en las manos?

Isabella se tragó el temperamento. No era buena idea dejarse llevar por el calor del momento.

—Murphy no me hubiera hecho daño —respiró hondo y se volvió hacia la brisa, ese viento que acariciaba y que nunca parecía acabarse en Weaver, Wyoming—. Soy Isabella Lockhart.

—Sé quién es.

Isabella guardó silencio un momento. Solo llevaba unas semanas en Weaver, pero sí debía de ser un pueblo pequeño si la gente la conocía, aunque ella no los conociera a ellos. Lucy se lo había dicho. Se lo había advertido. Weaver no tenía nada que ver con Nueva York, y era ahí donde residía su esperanza con respecto a Murphy. A lo mejor esa era la solución para sus problemas, siempre y cuando fuera capaz de meterle en cintura.

Se fijó en el rostro del individuo, en lo que podía ver por debajo de la gorra y de las gafas.

—Seguro que podemos resolver lo que ha pasado, sea lo que sea —dijo, en ese tono que solía usar con primeras bailarinas furiosas—. Pero ¿podríamos hablar en un sitio que no sea Main Street, señor...?

—Erik Clay. No hay tráfico, así que no sé qué le preocupa. Pero sí que siento mucha curiosidad por conocer la forma en que vamos a resolver esto.

Normalmente era un hombre tranquilo, pero teniendo en cuenta todo lo que había pasado, Erik tenía ganas de agarrar el bate y destrozar unas cuantas cosas con él.

Fijarse en la mujer que tenía delante era mucho más seguro que mirar a ese demonio de pelo negro espatarrado en el banco. De repente se sujetó un mechón de pelo, tan rubio que casi era blanco, detrás de la oreja. Debía de aclarárselo. Esos ojos marrón oscuro, casi negros, no parecían casar de forma natural con un pelo tan claro. La forastera de Weaver no dejaba indiferente.

—Lo siento —le estaba diciendo ella—. Sea lo que sea lo que ha pasado, seguro que puedo compensarle.

—¿En serio? —extendió el brazo en dirección a la parte de atrás de la camioneta, invitándola a mirar—. ¿Cómo?

Ella le miró con ojos inquietos. Su incomodidad era evidente. Fue hacia el vehículo y miró detrás.

—Oh... Dios —susurró.

Erik recogió una pelota de béisbol de entre el montón de cristales de colores, rotos en mil pedazos. La iglesia de Weaver se había quedado sin su vidriera.

—Su chico ha tirado la pelota a propósito.

—¡Yo no he hecho eso! —gritó Murphy, cargando contra Erik de nuevo—. Y no soy su... —masculló una palabrota que salía de su boca con facilidad.

Erik levantó una mano y apartó a Isabella del camino. El chico se paró en seco.

—¡Murphy! —Isabella se soltó con violencia y agarró al niño del brazo. Le llevó de vuelta al banco a regañadientes—. Te he dicho que te sientes —se inclinó hacia él y le susurró algo que Erik no pudo oír.

El mensaje surtió efecto, no obstante. El chico se calmó de inmediato. Cruzó los brazos y se puso a la defensiva.

Isabella se alisó la falda rosa del uniforme de camarera y se puso erguida. Dio media vuelta y echó a andar hacia Erik. Este recorrió la curva de su trasero con la mirada y siguió subiendo.

—Parece que era algo muy valioso —dijo ella, mirando la vidriera rota una vez más.

La vidriera con un paisaje de Weaver pintado era un regalo, inesperado y no deseado. Y seguramente estaba mal por su parte, pero para él el valor de la pieza no se podía calcular en dólares, sobre todo porque la artista que lo había pintado era una mujer a la que ya no veía, alguien que seguramente le daría con la puerta en las narices cuando le pidiera una réplica. Pero no le quedaba más remedio que hacerlo. Exhibir la obra en un viejo rancho no tenía mucho sentido, así que la había donado a la iglesia y ya contaban con ella.

—Lo era.

La mujer suspiró. Sus pechos subieron y bajaron, apretándose contra la tela del uniforme durante una fracción de segundo.

—Si me dice cuánto dinero ha perdido, puedo pagárselo.

Erik apartó la vista de esos ojos casi negros llenos de sinceridad. La rabia empezaba a remitir.

—No fue usted quien tiró la pelota. Fue él —señaló al chico—. En mis tiempos, cuando hacíamos una de esas, terminábamos en la comisaría con el sheriff.

La mujer se quedó blanca como la leche. Casi sin darse cuenta de lo que hacía, le agarró del brazo, como si creyera que iba a ir a la comisaría directamente.

—Por favor, no vaya a la policía.

—¿Y por qué no?

—No quería causar ningún daño.

Erik resopló. Era una pena que unos ojos tan bonitos mostraran tanto pánico.

—¿En serio? Levantó el bate y apuntó directamente hacia mi camioneta. Lo vi con mis propios ojos.

—Solo es un chico. ¿Nunca cometió ningún error cuando era niño?

Erik sintió un calor que le subía por el brazo. Comenzaba justo donde ella le clavaba los dedos.

—Tranquila —miró al chico.

El muchacho le devolvió la mirada con rebeldía.

—Él puede trabajar para reparar el daño.

A lo mejor esa iba a ser su cruz. Le había roto el corazón a una buena mujer que le había endosado una vidriera que nunca había querido, y a cambio tendría que cargar con un pequeño demonio.

—En mi casa.

Isabella no mostró signo alguno de relajación.

—¿En su casa? ¿En qué está pensando exactamente?

—Cielo, esto no es una gran ciudad llena de pervertidos. Tengo un rancho. El Rocking-C. El chico puede trabajar para mí.

—El chico tiene nombre.

—Murphy puede echar el abono, cargar alpacas de heno, limpiar los establos. Podría venir todos los sábados por la mañana hasta el final del verano.

—Ni hablar —Murphy se puso en pie—. No voy a malgastar el sábado para ir a ayudarle.

Isabella estaba perdiendo la paciencia.

—Siéntate, Murphy. Lo digo en serio —esperó a que le obedeciera y entonces miró al hombre de nuevo—. Señor Clay, yo...

—No hay necesidad de tanto formalismo, cielo. Llámame Erik.

—Muy bien.

Era evidente que llamaba «cielo» a todas las mujeres con las que se encontraba, e Isabella quería sacarle el lado vejatorio al apelativo, sobre todo porque nunca le había gustado que la llamaran «nena», aunque hubiera amado al hombre que la llamaba así. Sin embargo...

—Te agradezco tu buena disposición. De verdad que sí.

El tal señor Clay no sabía lo importante que era que Murphy no tuviera más problemas con la ley.

—Pero es que no te conocemos de nada. Me da igual si es gente de ciudad o de pueblo. No puedo mandar a Murphy a la casa de un perfecto descono...

—Habla con Lucy —le sugirió él. No parecía molesto, pero su tono de voz tampoco era amistoso.

Su rostro se había relajado un poco, no obstante. Isabella se fijó en el hoyuelo que se le formaba en la barbilla.

—Ella te dará buenas referencias.

—¿Lucy Ventura? —Isabella cruzó los brazos y le miró con ojos pensativos.

Era alto, más alto que Jimmy, que medía más de un metro ochenta. Tenía las espaldas muy anchas, pero tampoco tenía por qué fijarse en esas cosas. Solo habían pasado nueve meses desde...

—¿La conoces?

—Digamos que sí. Es mi prima.

—Oh —Isabella bajó los brazos y se apartó el pelo de la cara. Saber que era pariente de Lucy abría un nuevo camino esperanzador. El problema se podría solucionar.

Lucy y ella habían trabajado juntas en Nueva York y habían compartido piso. Pero todo eso había sido antes de que Jimmy Bartholomew apareciera en su vida.

—Toma —Erik le dio la pelota sucia.

Claramente era de Murphy. Reconocía el garabato de su firma. Había escrito su nombre en ella cuando Jimmy se la había regalado. Quería hacerse el importante ante sus amigos gamberros.

Isabella tomó la pelota y deslizó la yema del pulgar sobre las costuras. Recordaba muy bien el día en que Jimmy se la había dado. Era como si hubiera sido el día anterior.

Una oleada de desesperación amenazó con engullirla.

Para ella Jimmy había sido un vendaval. La había hecho perder el juicio con todos esos ramos de flores y excentricidades románticas. Se le había declarado delante de todo el retén de bomberos, pero la boda nunca había llegado a celebrarse.

Tres meses más tarde estaba muerto.

Miró a Murphy. Con la muerte de su padre, se había quedado huérfano. Y solo la tenía a ella. Le habían concedido la tutela provisionalmente.

—Gracias —susurró. Levantó la pelota de béisbol—. Esta pelota significa mucho para Murphy.

—Entonces no debería tirarla contra los coches que pasan.

También podía echarse la culpa por eso. Había sido ella quien había mandado fuera a Murphy, pensando que así terminaría de cerrar el restaurante más rápido, sin tener que soportar sus quejas continuas y su impaciencia por irse a casa.

Quería creer que no lo había hecho a propósito, pero la experiencia le decía otra cosa. Miró a lo largo de la calle. Había muchos coches aparcados junto a la acera, delante de los muchos negocios que había en Main Street. Pero no había pasado ni un solo vehículo desde que había salido fuera. Quería un sitio distinto a la ciudad, y lo tenía. En Weaver no había esas cafeterías modernas que sirven en vasos de papel, sino cafés acogedores y tradicionales, como Ruby’s.

Señaló la puerta de entrada.

—¿Quieres pasar dentro? Podemos concretar los detalles. Lo menos que puedo hacer es ofrecerte una taza de café —logró esbozar una sonrisa, aunque lo que realmente quería hacer era esconder la cabeza entre las piernas y llorar.

—Bueno, me tomaría un trozo de tarta, si tienes —él rodeó la camioneta y se dirigió hacia la puerta del conductor—. Y hablamos. Pero primero tengo que quitar el coche de en medio de la calle.

Murphy se levantó del banco cuando arrancó.

—¿Y qué pasa con mi bate?

Isabella le mandó callar.

—No te preocupes por tu bate —se guardó la pelota en el bolsillo y le agarró de los hombros. Le hizo girar hacia la puerta de entrada de la cafetería—. Tienes suerte de que no llame a la policía.

Una vez dentro, señaló la mesa donde estaban sus libros del colegio.

—Siéntate y haz los deberes.

Al profesor de sexto, el señor Rasmussen, le encantaban los deberes. Murphy llevaba muchos a casa cada día.

—Ya he terminado con los deberes, ¿recuerdas? —Murphy puso los ojos en blanco y se fue hacia un rincón.

¿Cómo iba a olvidarlo? Era por eso por lo que quería irse a casa. Pero ella todavía tenía cosas que hacer en el café, y no podía dejarle solo.

—Entonces hazlos de nuevo —le dijo. Nunca se había sentido tan cansada en toda su vida—. Siéntate ahí y estate tranquilo mientras intento arreglar todo este desorden.

—No estaba haciendo nada malo.

—¿En serio? —Isabella le fulminó con la mirada—. ¿Y tampoco estabas haciendo nada malo cuando te pillaron con las manos en la masa, destrozando una casa del vecindario?

Murphy se sentó, ignorándola.

Isabella suspiró y se metió detrás de la barra para poner en marcha la cafetera. Después fue a la nevera y sacó la tarta de manzana. Cortó un trozo grande y lo metió en el microondas para calentarlo un poco. Si iba a intentar sobornarle con un trozo de tarta y un café, era mejor no escatimar. Justo cuando iba a ponerle una enorme bola de helado de vainilla encima de la tarta, Erik entró por la puerta. Era tan grande que durante una fracción de segundo tapó el sol de la mañana. Se quitó la gorra y se pasó una mano por la cabeza.

Tenía el pelo rubio, oscuro y copioso. Lo llevaba muy corto. Isabella tragó en seco, bajó la vista y siguió con lo que estaba haciendo.

—¿Puedo tomar un trozo de eso? —le preguntó Murphy cuando la vio poner el plato encima de la barra.

Isabella asintió y se volvió hacia la nevera.

—Por favor —al oír la voz grave de Erik se detuvo y miró atrás.

Pero él no la estaba mirando a ella. Estaba mirando a Murphy.

—Por favor —repitió.

Murphy hizo una mueca.

—No eres mi padre —masculló.

—Vaya —dijo Erik sin más—. Si lo fuera, utilizarías las palabras «por favor» cuando debes usarlas, y no dirías palabrotas delante de una señorita.

Se hizo el silencio durante unos segundos. Isabella estaba a punto de decir algo, pero Murphy tiró la toalla.

—Por favor, ¿puedo tomarme un trozo de tarta? —dijo. Su tono de voz era sarcástico.

Isabella empujó el plato que había preparado para Erik.

—El helado se está derritiendo —le puso una servilleta de papel y cubiertos y entonces le sirvió una taza de café—. ¿Azúcar o crema?

—Nada. Gracias —miró a Murphy por última vez y se sentó en el taburete—. Así está bien. Gracias.

Abrió la servilleta y se la puso sobre el regazo.

Tenía la gorra manchada y parecía tener lodo en los vaqueros. Su camisa de manga corta estaba empapada en sudor, y olía a heno. O eso le pareció a ella...

Isabella cortó un trozo de tarta para Murphy, lo calentó unos segundos y añadió el helado. Ni siquiera consideró la posibilidad de decirle que fuera a por ella. No quería que se acercara mucho a Erik, así que se la llevó a la mesa, junto con un vaso de leche.

—Tienes que comerte la cena.

Murphy no contestó, pero sí la miró un instante.

—Gracias —murmuró y comenzó a comer.

Isabella metió la mano en el bolsillo del uniforme y empezó a juguetear con la pelota de béisbol. El vestido rosa de camarera era sencillo y estaba limpio. Estaba contenta de llevarlo porque tenía trabajo. Con eso y con las clases que daba en el estudio de baile de Lucy mantenía un techo, aunque a duras penas, sobre sus cabezas.

—De nada —volvió a ponerse detrás de la barra.

Era más seguro tenerle al otro lado.

—Muy bien —añadió con un suspiro—. ¿De cuántos sábados y de cuántas horas estamos hablando exactamente?

A Murphy aún le quedaban algunos meses de colegio antes de las vacaciones de verano, y si sus notas seguían siendo tan malas tendría que ir a clases de apoyo en el verano, si las había. De lo contrario, no le quedaría más remedio que pagarle un profesor particular. Y también tenía que ver a la psicóloga todos los meses. Esa había sido la condición que le habían impuesto los tribunales antes de darle la tutela. Pero todo eso podía acabar siete semanas después, cuando la agente de los Servicios Sociales hiciera su evaluación final.

Isabella bloqueó ese pensamiento. Lo último que necesitaba en ese momento era otra preocupación más.

—Bueno, es una pregunta justa —Erik golpeó la superficie del plato con el tenedor un par de veces y dejó de comer.

Se quitó las gafas de sol lentamente y la miró a los ojos.

Violeta. Tenía los ojos de color violeta, violeta como Elizabeth Taylor.

—Lo traes el próximo sábado —dijo—. Esta semana no. Estoy moviendo muebles con mi tío. Pero la semana que viene empezamos. Cuatro horas. Veremos qué tal va la cosa. Si trabaja duro, a lo mejor no tendrá que deleitarme con su agradable presencia durante toda la primavera y el verano. A lo mejor podemos dejarlo dentro de unos pocos meses. Si no... —se encogió de hombros y agarró el tenedor de nuevo.

Isabella se mordió el labio por dentro. Estaban a finales de marzo. Solo podía esperar que Murphy siguiera a su lado al final del verano.

—Pero, si trabaja duro, ¿darás por saldada la deuda? ¿Incluso al final del curso?

Él no dejó de mirarla ni un segundo.

—No voy a llamar al sheriff, si eso es lo que te preocupa.

—Sí. Es eso —quería apartar la mirada de él, pero no podía.

—¿Tienes un bolígrafo?

Isabella se sacó un bolígrafo del bolsillo y se lo dio de forma automática. Él se inclinó sobre la barra y sacó una servilleta. Sin pestañear ni una vez, volvió a sentarse en el taburete y escribió algo.

Sintiendo un escalofrío, Isabella se dio la vuelta y fingió estar ocupada con la cafetera. Rehuyendo su mirada, agarró el trapo de limpiar y comenzó a pasarlo sobre los asientos de vinilo de los taburetes. Cuando llegó al de Erik se detuvo y leyó lo que había escrito.

Cuatro horas todos los sábados hasta el final del curso o del verano por haber roto una vidriera.

Lo había firmado y le había puesto la fecha.

—¿Quieres que lo firme yo también?

Él sacudió la cabeza y señaló a Murphy con el bolígrafo.

—Pero él sí.

Capítulo 2

Te has dejado engatusar por unos ojos bonitos y un cuerpazo, ¿no? —Casey, el primo de Erik, le miró con unos ojos que hablaban por sí solos.

Apuntó con el palo de billar y todas las bolas salieron rodando. Dos de ellas entraron. Se puso erguido y rodeó la mesa, estudiando las distintas opciones.

—De lo contrario, le habrías llevado el niño a Max directamente.

Max era el marido de su prima Sarah. Y también era el sheriff de la zona.

—Se me pasó por la cabeza —admitió Erik. Tomó la tiza del borde de la mesa.

Era viernes por la noche. Había pasado casi toda la semana moviendo ganado del Double-C con su tío Matthew.

Esa noche jugaban en su casa porque Case llevaba un tiempo sin querer ir al bar donde solían jugar habitualmente. Colbys tenía muchas mesas de billar, y también tenían una cerveza y unas hamburguesas muy ricas, pero arrastrar a Case hasta allí se había convertido en una misión imposible. Prefería conducir durante cuarenta minutos para llegar a casa de Erik.

El asunto era todo un misterio sin resolver, pero Erik tenía otras prioridades en ese momento. Pensó en su encuentro con esa mujer que se apellidaba Lockhart.

—Ni siquiera me fijé en sus ojos, ni en ninguna otra cosa. Me acordé de todas las veces en que podría haber terminado en la oficina del sheriff por una trastada —empolvó el taco aunque no fuera a jugar inmediatamente. Case parecía estar en racha—. Igual que tú.

Case sonrió.

—Sí, pero entonces era Sawyer el sheriff. No hubiera tenido mucha mano dura con nosotros.

Erik resopló.

Sawyer era su tío, un Clay de los pies a la cabeza para el que la familia era lo primero, excepto ante la ley.

—Nos hubiera arrancado la piel a tiras solo para darnos una lección.

—O a lo mejor nos hubiera entregado a Squire —Case seguía sonriendo—. Para que el viejo nos diera alguna lección que otra.

Squire era su abuelo. Y la cabezonería la habían sacado de él.

—Papá me dijo el otro día que se está ablandando con la edad.

Al oír eso, Case falló el tiro.

—Ya. Y tú no te fijaste en los ojos de la señorita Lockhart.

Erik ignoró el comentario y se dispuso a jugar.

—¿Entonces va a traer al chico aquí mañana?

—Sí —coló una bola y se movió hacia el final de la mesa para apuntar de nuevo.

—¿Y qué le vas a poner a hacer?

—Va a mover estiércol con la pala durante unas horas. Maldita sea... No lo sé. Recoger las piedras en esa parcela que todavía no he limpiado.

Pensar en ello le hizo fallar el tiro.

Case sonrió.

—Ya puedes saldar tu deuda —le dijo Case, disponiéndose a tirar.

Erik hizo una mueca y puso un billete de diez dólaressobre el borde de la mesa. Colocó el palo en el enganche de la pared y se fue a la barra que había construido un par de veranos antes, con la ayuda de Case y de su padre. Sacó un botellín de cerveza de la nevera que estaba debajo.

Case recogió la mesa de billar en un momento.

—Quiero una cerveza de verdad, y no eso que bebes tú.

Erik sacó una botella de tercio y la hizo deslizarse sobre la barra.

—No te burles de mi cerveza sin alcohol. Esta la pedí por Internet y viene de alguna parte de Colorado —levantó el botellín, de color marrón oscuro, y sonrió—. Está hecha en casa y es suave como el terciopelo. La señora que la prepara es tan vieja como Squire. Si no fuera por eso creo que me enamoraría de ella.

Case puso los ojos en blanco. Agarró su cerveza y empezó a subir las escaleras. Erik fue tras él. Terminaron en la cocina. El chili se estaba haciendo al fuego. No era un gran cocinero, pero un hombre de treinta y un años de edad que conducía durante cuarenta minutos para llegar al restaurante más próximo tenía que saber preparar unas cuantas cosas. Con eso y con la comida congelada que le llevaban su madre, sus tías y sus primas, nunca le faltaba de nada.

Se sirvieron dos boles y fueron a sentarse en el porche.

—¿Vas a echar abajo ese viejo granero de una vez? —preguntó Case después de comerse casi todo el chili.

Se recostaron en las sillas y apoyaron los tacones de las botas en el la barandilla del porche.

—A lo mejor lo hago este verano.

El granero era lo único que quedaba de cuando Erik había comprado la finca, cuatro años antes.

Podría haberse quedado ayudando a Matt en el Double-C. El rancho de la familia Clay era el más grande del estado, pero él quería tener algo propio.

—Es que me he acostumbrado a verlo ahí.

O a lo mejor se estaba volviendo perezoso... Siempre tenía muchas otras cosas que hacer en el rancho, y las vaquillas estaban empezando a tener crías. En cuestión de semanas tendría nuevos terneros de los que ocuparse. Además, quería empezar con la ampliación de la casa.

El trabajo parecía no tener fin, pero esa era la vida que había escogido, la vida que amaba.

Casey bostezó y se escurrió un poco en la silla.

—¿Qué vas a hacer con la vidriera entonces?

Erik hizo una mueca.

—Todavía no lo he decidido.

—Jessica te haría otra.

—Pensaba que me iba a declarar —le recordó Erik.

Todavía estaba tratando de hacerse a la idea. Ni siquiera estaban saliendo en serio, o por lo menos eso creía él.

—El mes pasado, después del incidente de la vidriera, me mandó a paseo.

La vidriera había sido un regalo sentimental, destinado a preparar el terreno de cara a un futuro en común. A Erik no le había quedado más remedio que hablarle con toda sinceridad, y ella no se lo había tomado muy bien. Le había dicho muchas cosas, pero lo que más le había dolido habían sido las lágrimas que había visto en sus ojos. No le gustaba hacerles daño a las mujeres, pero la idea del matrimonio no entraba en sus planes.

Había intentado devolverle la vidriera, pero ella se había negado rotundamente, y como no quería tenerla en casa, se había puesto en contacto con la iglesia.

—Las mujeres piensan en casarse todo el tiempo, al parecer.

La imagen de Isabella Lockhart no hacía más que colarse entre sus pensamientos. Le había dicho a Jess que no estaba interesado en casarse, pero tampoco quería tener novia. Además, salir un par de veces con una mujer que tenía a un gamberro como el tal Murphy a su cargo, no parecía lo más correcto, por muy bonita que fuera.

Miró a su primo al oírle bostezar de nuevo.

—Te estoy aburriendo.

—No. Llevo toda la semana acostándome tarde porque estoy trabajando en un proyecto.

Su primo trabajaba para su padre, Tristan, en Cee-Vid. La empresa diseñaba y fabricaba videojuegos y había convertido al padre de Erik en uno de los hombres más ricos del país. Sin embargo, Erik había crecido sabiendo la verdad. La empresa no era más que una tapadera para su padre, algo que servía para ocultar su verdadera identidad como agente secreto, experto en inteligencia. Y aunque nunca hablara de ello con su primo, los proyectos a los que se refería Case seguramente no tendrían nada que ver con los videojuegos.

—Me alegro de que Jessica esté viviendo en Gillette —dijo Case—. No te la vas a encontrar a menos que quieras —se puso en pie—. Me ha encantado verte, primo, pero me voy a casa.

—No olvides fregar tu plato. Me encanta que vengas a verme, pero no voy a fregar para ti.

Case sonrió de oreja a oreja y entró en la casa. Unos minutos más tarde, Erik oyó el golpe de la puerta de la cocina al cerrarse y el rugido de la vieja camioneta de su primo.

Le saludó con la mano cuando pasó por delante y después contempló sus tierras. El sol seguía siendo una gran bola ardiente que colgaba de las nubes en el horizonte. Podía caer nieve en esa época del año, pero los campos ya empezaban a verdear y los caballos pastaban.

La noche debería haber sido tranquila y agradable, pero no podía evitar pensar en ese demonio que iba a visitarle a la mañana siguiente. Se inclinó hacia delante y se quitó las botas. Isabella tendría que llevarle hasta allí en coche. En Weaver no había servicio de autobús. Le había dado instrucciones para que supiera cómo llegar y le había dicho lo de los baches de la carretera.

Le gustaban esos baches. Los vendedores se lo pensaban dos veces antes de emprender la excursión. Si alguien llegaba hasta el Rocking-C, significaba que realmente quería llegar.

Isabella Lockhart era de Nueva York. No era bailarina. Lucy se lo había dicho. Pero se ocupaba del vestuario de la compañía de danza en la que Lucy era la bailarina principal. Había cenado en casa de Beck y de Lucy unas semanas antes, y recordaba haberla visto muy entusiasmada con la inminente llegada de su amiga. No obstante, no le había prestado mucha atención en aquel momento. Estaba más interesado en los planos que Beck le había dibujado para el salón que quería construir.

De repente deseaba haber escuchado más a su prima, pero no podía llamarla para sacarle información. Lucy empezaría a sospechar.

Sin embargo, no podía evitar preguntarse si la forastera tendría fuerza suficiente para aguantar la vida en Weaver y salvar a su irreverente hijastro. A lo mejor se hartaba rápidamente y regresaba a Nueva York...

No sería la primera si lo hacía.

—Tienes que estar de broma —dijo Murphy, contemplando la casa de dos plantas a través del polvoriento parabrisas.

La edificación había aparecido ante ellos tras haber ascendido una pronunciada pendiente de la carretera. Pero «carretera» era un término muy generoso en ese caso. El camino no era más que un sendero de dos sentidos, sin asfaltar.

—Esto es una locura, Iz. Es como una de esas pelis de terror con paletos psicópatas.

—Eres demasiado joven para ver esas películas de Serie B.

Murphy se recostó en el asiento y le dedicó una mirada altiva.

—Las veía cuando papá me llevaba al parque de bomberos.

—Ya oíste a Lucy cuando hablamos con ella ayer. El señor Clay vive en un rancho con ganado. Estarás fuera, al aire libre, donde más te gusta estar.

—Sí, claro. Me gusta estar al aire libre, con mis amigos, no con «la vaca que ríe» —hizo una mueca—. No soporto este lugar.

—Pues a mí tampoco me hizo gracia verte en esa celda después de haber roto las ventanas del señor Goldstein —le miró con ojos serios durante una fracción de segundo, tiempo suficiente para perder el control del vehículo. El volante casi se le fue de las manos—. Estaremos aquí hasta que los jueces digan otra cosa, Murph. No lo olvides.

—¿Y cuál es la diferencia entre una casa de acogida y otra? —el niño se encogió de hombros como si no le importara, pero Isabella podía oír dolor en su voz.

O por lo menos esperaba oírlo. Saber que a él no le era indiferente estar con ella o no era lo único que le permitía lidiar con su propia tristeza. Llevaba ocho meses a su lado, pero lo que le pasaba por la cabeza seguía siendo un misterio.

—Hay una diferencia muy grande. Créeme. Sé lo que se siente cuando no perteneces a ningún sitio. Vi lo grande que era esa vidriera, Murphy. Tienes suerte de que te haya ofrecido la posibilidad de trabajar para pagar la deuda.

Murphy miró por la ventanilla y guardó silencio.

Todo el coche temblaba al deslizarse sobre el abrupto terreno. Ni Jimmy ni ella tenían coche en la ciudad. Había tenido que comprar el sedan de cuatro puertas en un concesionario de Cheyenne, nada más llegar a Wyoming.

Poco a poco el suelo se fue suavizando a medida que se acercaban. La casa era de chilla blanca y tenía persianas verde oscuro. El porche era amplio y estaba situado a un lado. No había ningún sitio donde aparcar, así que se detuvo cerca de la puerta de entrada. Apagó el motor, pero dejó las llaves puestas.

—Vamos.

Murphy masculló una palabrota y bajó del vehículo.

—¿Recuerdas lo que hemos hablado?

El chico hizo una mueca.

—Sé educado. Sigue las instrucciones. No armes lío.

También le había dicho que no dijera palabrotas, pero tampoco quería ponerse quisquillosa.

—Muy bien —cerró la puerta.

La vegetación, silenciosa y quieta, se tragó el ruido del portazo.

—¿Dónde está? —preguntó Murphy.

Sus zapatos crujían sobre la gravilla.

—Aquí.

Clay apareció como por arte de magia. Llevaba una camiseta blanca muy ceñida que realzaba unas espaldas anchas. Los vaqueros estaban tan llenos de barro como los que llevaba el día del incidente. También llevaba un sombrero vaquero y guantes de cuero.

—Me preguntaba si llegaríais.

—Ha sido culpa mía —se apresuró a decir Isabella—. No pensé que me llevaría tanto tiempo llegar —trataba de no mirarle con indiscreción, pero mirarle a la cara era igual de turbador—. Cuando dijiste que la carretera estaba un poco mal, no pensé que... La próxima vez me organizaré mejor.

—Bueno, ahora que estáis aquí, os enseñaré la finca.

De pronto, Isabella sintió unas ganas extrañas de quedarse y visitar el lugar.

—No puedo. Tengo que volver a Weaver. Tengo clase.

Erik se echó el sombrero hacia atrás.

—¿Qué estás estudiando?

—Enseñando. Trabajo para Lucy, dando clases en el estudio.

—¿En serio?

No pareció importarle que Murphy se alejara de ellos. Iba hacia el porche.

—Creía que no eras bailarina como Lucy.

Isabella movió las manos.

—Créeme. No lo soy.

Lucy había sido una de las bailarinas principales del Northeast Ballet Theater, pero una lesión había truncado su carrera.

—Era la supervisora de vestuario en NEBT. Pero tengo suficientes conocimientos como para enseñarles lo básico a las niñas que empiezan.

También iba a enseñarles algunas cosas a las alumnas más avanzadas a lo largo de la semana, pero un macho purasangre como Erik Clay no estaría interesado en el yoga.

—Entonces ¿por eso vas vestida así?

Isabella creía que había dejado de sonrojarse a la edad de quince años, pero era evidente que se equivocaba. Cuando la miró de arriba abajo, sintió ese calor inconfundible en las mejillas.

—Eh, sí.

Normalmente no salía a la calle con mallas y camisetas elásticas ceñidas. Ojalá se hubiera subido la cremallera de la sudadera.

—Tengo los zapatos de claqué en el coche.

—¿Claqué?

Isabella asintió. Una de las madres de acogida que había tenido bailaba y a ella le encantaba acompañarla, porque así no tenía que quedarse con los otros seis chicos que vivían en la casa. Años más tarde, después de emanciparse, se había pagado unas clases.

—Bueno... —señaló a Murphy—. ¿Te parece bien si me voy ahora y le dejo aquí contigo?

Erik sonrió un poco.

—No contaba con disfrutar de tu presencia todo el tiempo, por mucho que me guste la idea.

Isabella se sonrojó violentamente. Se frotó los muslos con las palmas de las manos. El diamante del anillo de compromiso que llevaba en el dedo anular emitió un destello.

—¿A qué hora le recojo?

—¿A qué hora terminas en la academia de Lucy?

—Solo doy dos horas de clase.

Hasta ese momento. Si el negocio seguía creciendo, podría llegar a tener más clases.

—Ven cuando quieras entonces —su tono de voz era relajado—. Si no hemos terminado todavía, puedes sentarte en el porche un rato a descansar.

—Gracias. Te lo agradezco. Pero ahora tengo que irme, porque voy a llegar tarde. ¿Murphy? No olvides todo lo que hemos hablado.

—Sí. Sí —el chico hundió el tacón en la gravilla.

Conteniendo un suspiro, Isabella le dedicó una mirada de disculpa a Erik.

—Gracias de nuevo por habernos dado esta oportunidad.

—No os la he dado a los dos —señaló a Murphy con un gesto—. Se la he dado a él. Fue él quien me rompió la vidriera, no tú.

—Sí, claro. Pero es mi responsabilidad. Y te doy las gracias por eso —empezó a retroceder hacia el coche—. Te veo pronto, Murphy.

Consciente de la mirada de Erik en todo momento, fue hacia el coche rápidamente. Al arrancar, miró por el espejo retrovisor. Ni Murphy ni Erik se habían movido.

—Por favor, que vaya bien —susurró.

Una vez perdió de vista al vehículo rojo, Erik miró al chico. Llevaba una sudadera negra con capucha y unos vaqueros con un agujero en la rodilla. Seguía inclinado sobre la barandilla, clavando el zapato en la tierra.

—Muy bien —dijo Erik—. Tu madre te ha traído...

—No es mi madre —Murphy dio una patada contra el suelo. Varias piedrecitas salieron volando—. Nunca se casó con mi pa... Es mi tutora legal.

Erik se dio cuenta de que debería haber escuchado a Lucy con más atención.

—¿Dónde están tus padres?

—Mi padre está muerto.

Erik se tragó una palabrota.

—Lo siento. No lo sabía —miró al chico y se preguntó dónde estaba su madre—. ¿Cuánto hace de eso?

—Nueve meses —levantó un hombro con indiferencia. Parecía que estaba muy delgado—. No es para tanto, tío. ¿Voy a recoger mierda de vaca o qué?

Erik señaló el viejo granero.

—Vas a ayudarme a echar abajo ese viejo granero.

—¿Y entonces me darás mi bate?

—No. Vamos.

—¿Adónde?

—A buscar herramientas que no sean un bate de béisbol.

Unos segundos más tarde oyó unos pasos que le seguían muy de cerca. Por lo menos era un comienzo.

—Tengo a doce mujeres apuntadas para una segunda clase de yoga —Lucy Ventura se sentó en el borde del escritorio con su bebé en los brazos.

Isabella se frotó la nuca con su toallita. La clase de baile con las niñas principiantes era agotadora.

—No me puedo creer que haya dos docenas de mujeres en Weaver interesadas en hacer yoga.

Lucy sonrió.

—Te sorprenderías, Iz.

Se oyó un pequeño eructo.

—Mi niña, tan sutil como siempre.

Le dio la vuelta al bebé hasta sentarla sobre su regazo, de cara a Isabella. Lucy era rubia, pero su hija era morena. La pequeña llevaba el pelo recogido en la coronilla, sujeto con una brillante cinta roja.

Antes de conocer a Jimmy, jamás había pensado en ser madre.

Le dio un dedo a Sunny. El bebé se agarró a él y empezó a tirar.

—Es preciosa, Luce. No me puedo creer que la vida nos haya cambiado tanto.

Lucy sonrió.

—Weaver es un buen sitio para curar las heridas, Iz.

—Eso espero. Murphy tiene muchas heridas que curar. Adoraba a Jimmy.

—También hablaba de ti.

—Yo soy una chica grande —se encogió de hombros—. Sobreviviré, como siempre.

—Sobrevivir no es lo mismo que vivir.

Lucy se había pasado por el estudio para ver cómo iban las clases. Llevaba puesto ese vestido que le había hecho Isabella tantos años antes.

—Aprendí esa lección cuando conocí a Beck —añadió.

—Parece un buen tipo.

—Oh, sí que lo es —los ojos de Lucy parecían bailar—. Pero, bueno, ¿qué te pareció el Rocking-C? La finca de Erik —añadió cuando vio que Isabella la miraba con ojos de incomprensión.

—No vi mucho. La carretera es terrible —no quería pensar en él—. Solo espero que las cosas vayan bien entre Murphy y él.

—Si de Erik depende, todo va a ir bien. Ya te lo dije. Es de los buenos.

Isabella fue hacia la ventana desde la que se veía todo el estudio de baile.

—No quiero que Murphy olvide que su padre también era uno de los buenos —tocó el anillo de compromiso.

—Le echas de menos.

—A veces me parece que no he tenido tiempo suficiente para echarle de menos —soltó el aire—. Le amaba, pero a veces quiero gritar, reprocharle que fuera tan poco previsor. El seguro de vida, el cuerpo de bomberos... Hasta su muerte no me enteré de que nunca había actualizado el beneficiario. Seguía siendo la madre de Murphy.

Lucy hizo una mueca.

—A lo mejor no tuvo tiempo, teniendo en cuenta lo rápido que fue todo. ¿Sabe alguien dónde está ella?

Isabella sacudió la cabeza.

—No hemos sabido nada de ella desde que salió de la cárcel. Jimmy no sabía adónde había ido después. Es horrible tener que pensar en todo en términos de dinero, pero ese dinero nos hubiera venido muy bien para pagar las facturas médicas.

—Y también para pagar las trastadas de Murphy.

Isabella no podía negarlo. No había sido nombrada beneficiaria de la póliza de vida, pero sí era responsable de lo que quedaba del patrimonio de Jimmy y había tenido que venderlo casi todo para pagar las deudas que le había dejado.

—Siempre pensó que moriría en acto de servicio y no...

Sintió un nudo en la garganta. Sacudió la cabeza. Una simple infección por estafilococos se lo había llevado de la noche a la mañana...

—Bueno —dijo Lucy un momento después—. Dale una oportunidad a Weaver para que obre su magia, en ti y en Murphy.

Capítulo 3

Erik oyó el sonido del coche al acercarse mucho antes de verlo. Miró a Murphy, que en ese momento sacaba clavos de unas tablas con entusiasmo.

—Tu... Isabella está aquí.

Murphy soltó el pesado martillo que tenía en la mano.

—Ya era hora.

Erik decidió ignorar el comentario.

—El sitio del martillo es la pared del granero, junto a las otras herramientas.

El chico le lanzó una mirada de reojo. Ya habían tenido unos seis de esos momentos que Erik consideraba instructivos. El primero de ellos había sido a causa de las gafas protectoras. Murphy no quería ponérselas, así que no perdió la oportunidad de deleitarle con uno de sus discursos llenos de palabrotas. Erik no tuvo más remedio que soportarlo con estoicismo, pero le amenazó con arrojarle al tanque de agua y finalmente se vio obligado a cumplir la amenaza.

Refunfuñando, Murphy recogió el martillo y lo llevó al nuevo granero.

Erik soltó el aliento. Dejó el acotillo apoyado contra el granero semiderruido y echó a andar hacia la casa. Isabella acababa de parar y estaba bajando del coche.

Caminando hacia ella, empezó a quitarse los guantes de cuero. Hubiera tenido que estar muerto para no mirarla. El padre de Murphy y ella no estaban casados, y sin embargo llevaba un anillo de compromiso.

—Métete los ojos en la cabeza, tío —masculló Murphy, adelantándole.

Fue directamente hacia el coche. Abrió la puerta y subió, sin decir «hola» siquiera.

Isabella siguió andando hacia Erik.

—¿Ha ido lo bastante bien como para seguir la semana que viene?

—Sí. ¿Qué tal las clases de baile?

Isabella miró hacia el coche de nuevo y entonces le sonrió. Se le formaban unos pequeños hoyuelos en las mejillas en los que no se había fijado antes.

—Muy bien. No hay nada mejor que estar en el estudio de baile con un montón de niñas que llevan sus zapatos de claqué.

—Tendré que fiarme de tu palabra.

Ella se rio.

—Confía en mí. Hay formas peores de ganarse la vida.

Erik se acordó de la cara que había puesto Murphy cuando le había tirado al tanque de agua.

—Seguro que sí. El próximo día haz que traiga un sombrero. No quería uno de los míos, pero el sol es cada vez más fuerte y va a pasar fuera la mayor parte del tiempo.

—Me aseguraré de que traiga uno.

Seguramente tendría una docena de gorras de béisbol. La mayoría era regalo de Jimmy, cosas de las que jamás se desprendería.

—Bueno, ¿qué ha hecho Murphy?

—Estamos derribando ese viejo granero de ahí —señaló con el dedo.

—Parece un trabajo muy grande. Si se porta mal me lo dirás, ¿no?

—Te lo diré si ocurre algo serio. Es evidente que echa de menos a su padre.

Isabella no pudo evitar mirar a Erik a los ojos. Su mirada era sutil por debajo de ese enorme sombrero vaquero.

—Los dos le echamos de menos —dio un paso hacia el coche—. Entonces, ¿hacemos lo mismo la semana que viene?

—En realidad...

Isabella sintió un nudo en el estómago.

—No tienes que esperar hasta el sábado. Si no tiene mucho que hacer durante la semana, después del colegio, puede venir aquí y trabajar conmigo.

—¿Quieres que venga más a menudo?

Erik se encogió de hombros.

—Así terminará de pagar la vidriera mucho más rápido.

Si Murphy estaba ocupado después del colegio, no tendría que preocuparse por él durante unas horas, pero el tiempo que empleaba en llevarle hasta allí y el dinero para la gasolina eran dos factores a tener en cuenta.

—¿Te importa si me lo pienso? Murphy todavía se está adaptando al nuevo colegio y...

—Piénsalo todo lo que quieras. Ya sabes dónde estoy si quieres traerle. De lo contrario, te veo la semana que viene. A lo mejor te gustaría quedarte un rato, si estás interesada en ver cómo va a emplear el tiempo.

Sí que estaba interesada, y no solo por Murphy. Asintió.

—Sí, claro —miró a Murphy y vio que había apoyado los pies sobre la puerta abierta del coche. Era la hora de comer y debía de tener hambre—. Muchas gracias por todo de nuevo —dijo, dando media vuelta.

—Todo va a salir bien, Isabella.

Ella se detuvo.

—¿Disculpa?

—Murph y tú. Vais a estar bien.

Murph... Le había llamado Murph... Así le llamaba Jimmy.

Isabella asintió con torpeza y se apresuró hacia el coche, casi tan rápido como lo había hecho Murphy.

—Quiero ir a McDonald’s —le dijo el chico en cuanto subió al coche.

—En Weaver no hay. Te prepararé una hamburguesa en casa.

Murphy masculló algo indeterminado.

—Este sitio es un asco, sobre todo ese carcelero de ahí.

—El señor Clay no es un carcelero. Y todo va a continuar siendo un asco, si sigues pensando de esa manera. Baja los pies y cierra la puerta. Ponte el cinturón.

El chico obedeció, pero dio un portazo.

Isabella era demasiado consciente de la presencia de Erik Clay. Estaba parado ahí fuera, donde le había dejado, observándolo todo.

Arrancó el coche.

—Te has portado bien con el señor Clay, ¿no?

Murphy le lanzó una mirada seria.

—¿Por qué me lo preguntas? Seguro que ya me ha delatado.

Isabella hizo girar el coche y trató de no mirar a Erik por el espejo retrovisor.

—¿Delatarte por qué? —al mirarle bien, frunció el ceño—. ¿Tienes la ropa mojada?

El chico hizo una mueca y cruzó los brazos.

Isabella reprimió un suspiro y mantuvo la vista al frente. No quería saber si Erik Clay seguía observándoles, pero no pudo evitar mirar fugazmente por el espejo retrovisor.

No había nadie delante de la casa.