El baile del amor - Una proposición romántica - Cenicienta enamorada - Allison Leigh - E-Book

El baile del amor - Una proposición romántica - Cenicienta enamorada E-Book

ALLISON LEIGH

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Beschreibung

Ómnibus Julia 460 El baile del amor Allison LeighLa bailarina Lucy Buchanan había regresado al rancho de su familia con la idea de recuperarse de una lesión de rodilla. Sin embargo, empezaba a tener ideas románticas sobre su vecino, un ranchero muy sexy. Ni siquiera los malos modales de Beck evitaron que ella se comportara como una vecina amable. En pocas semanas, la bailarina había cambiado la vida de Beck. Incluso antes de tomarla entre sus brazos en la pista de baile, supo que Lucy era una mujer especial. ¿Habría llegado el momento de apostar por un futuro con la mujer que lo había cautivado con su magia y había conseguido llegar hasta su corazón? Una proposición romántica Mira Lyn Kelly Hacía años que Payton no veía a Nate Evans, hasta que ambos coincidieron como invitados en una boda, en la que el famoso millonario le hizo una proposición salvaje: ¡una irresistible, sensual y romántica aventura! Se trataba únicamente de una treta para distraer a la prensa de otro escándalo mucho más importante. Pero ni Payton ni él contaban con que su aventura pública resultara ser tan ardiente en privado… ni que tuviera unas consecuencias tan imborrables. Cenicienta enamorada Teresa Southwick Nathan Steele no buscaba un romance de cuento de hadas, pero en un acto de recaudación de fondos, conoció a una mujer que le resultaba misteriosamente familiar y que se marchó corriendo dejándose atrás un zapato con el tacón roto… y dejándolo a él decidido a descubrir todo sobre ella. Cindy Elliot, empleada del departamento de limpieza del hospital, se negaba a enamorarse de un médico rico que parecía demasiado encantador como para ser real. Sin embargo, un beso despertó una pasión que ninguno de los dos esperaba…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformaciónde esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepciónprevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 460 - septiembre 2023

 

© 2011 Allison Lee Johnson

El baile del amor

Título original: The Rancher’s Dance

 

© 2009 Ally Blake

Jugando con fuego

Título original: Getting Red-Hot with the Rogue

 

© 2011 Teresa Southwick

Cenicienta enamorada

Título original: Cindy’s Doctor Charming

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011, 2012 y 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1180-049-5

Prólogo

TREINTA y tres años. Lucy Buchanan se miró en el espejo del camerino del teatro Northeast Ballet.

La habitación no era especialmente llamativa debido a su pequeño tamaño pero, puesto que era la bailarina principal de la compañía, era para su uso exclusivo.

O al menos, lo había sido.

Posó la mirada sobre las fotografías que estaban colocadas sobre el borde del espejo. Muchas de ellas era de amigas del teatro Northeast Ballet, compañeras actuando o ensayando, pero muchas otras eran de otras personas que nada tenían que ver con el teatro.

Sus padres. Su hermano pequeño, aunque a los veintiún años Caleb no era nada pequeño. Sus primos.

Las familias de sus primos.

Maridos. Bebés. Hijos.

Todas esas cosas que, por haberse centrado en su carrera profesional, Lucy todavía no tenía.

Ella evitó mirar el reflejo de sus ojos azules en el espejo mientras arrancaba los trocitos de celo que sujetaban las fotos en su sitio. Retiró las fotografías una por una, guardándolas con cuidado en el sobre que había dejado encima de una de las cajas donde había guardado todas las cosas personales que tenía en el camerino que había ocupado durante gran parte de los últimos diez años.

Colocó las cajas una sobre la otra y suspiró antes de salir del camerino. No había nadie en el pasillo y se dirigió hacia la entrada de la parte trasera del escenario.

La temporada había finalizado. Las paredes que habitualmente estaban llenas de papeles donde se mostraban los avisos y los horarios de ensayo estaban vacías. Las tres salas de ensayo, en silencio. El resto de la compañía estaría de vacaciones, o representando el espectáculo del verano, o haciendo el resto de cosas que los bailarines hacían para ganar un dinero extra. Pero el local no cerraba nunca. Se alquilaba a otras escuelas o a otras compañías.

Dobló la esquina y percibió la luz del día en la distancia.

Hughes, el guarda de seguridad, levantó la vista del libro que estaba leyendo.

—Señorita Lucy —no debería llevar nada de peso.

Él se dispuso a agarrarle las cajas, pero ella lo esquivó.

—El médico me ha dicho que el ejercicio me servirá para fortalecer la rodilla, Hughes.

Así que la fortalecería. Y quizá todavía tuviera oportunidad de volver a bailar.

Pero no se lo mencionó a Hughes. Miró el título del libro que él había dejado sobre el escritorio.

—¿Little Women?

Todos los veranos el hombre leía los libros que figuraban en la lista de lectura del curso escolar que empezaría su única hija. Algo que el padre de Lucy podía haber hecho mientras la criaba a solas, tal y como Hughes estaba haciendo con su hija, Jennifer. Sólo por eso, Lucy pensó que echaría de menos a Hughes.

Lo miró y le sonrió con melancolía.

—¿Qué te parece?

El guarda sonrió y se encogió de hombros.

—Que Jo es auténtica. Espero que se junte con el profesor, pero creo que se está poniendo la zancadilla a sí misma al centrarse tanto en otras cosas cuando se trata de amor.

—Es cierto —ella tuvo que forzar una sonrisa para no perder la compostura. Jo no era la única que hacía ese tipo de cosas.

Hughes abrió la puerta y el sol de las calles de Nueva York cegó la vista de Lucy por un instante. Ella recordó la primera vez que había subido a un escenario y cómo la luz de los focos le impedía ver más allá. También recordaba la emoción que…

—¿Regresarás en el otoño, verdad? —a pesar de su protesta, Hughes le retiró las cajas de las manos y la acompañó al exterior—. ¿Serás la bailarina de honor del nuevo ballet?

Ella forzó aún más la sonrisa. Se dirigió hacia el coche que estaba aparcado en el área reservada del edificio y apretó el mando que colgaba del llavero que le había entregado la compañía de alquiler el día antes. El coche pitó y el maletero se abrió al instante.

—Ése es el plan —dijo ella, con más entusiasmo del que sentía.

Bailarina de honor. Era el puesto que se asignaba a las bailarinas que eran demasiado mayores o que ya no podían bailar.

Hughes echó a un lado la maleta que ocupaba casi todo el maletero y colocó las cajas. —Es una maleta enorme para unas pocas semanas de vacaciones —comentó él.

Lucy se encogió de hombros. No quería admitir que todas las pertenencias que tenía en el apartamento que había compartido con Lars cabían en una maleta grande y en una mochila normal.

—Ya sabes, las mujeres y la ropa.

Él sonrió y le sujetó la puerta del coche.

—Perdone mi atrevimiento, señorita Lucy, pero esa tal Natalia no podrá sustituirla.

Lucy pestañeó con fuerza y abrazó al hombre.

—Las bailarinas siempre son sustituidas por otras, Hughes —dijo ella. Tanto en el escenario como en cualquier otro sitio—. Así es —le dio un golpecito en el hombro y se metió en el coche—. Disfruta del resto de Little Women.

Él asintió y se apartó al ver que ella arrancaba el motor. Lucy salió despacio del aparcamiento, con la imagen de Hughes y de la puerta de entrada al escenario en el retrovisor.

«Treinta y tres años», pensó de nuevo, y suspiró.

También podrían ser ciento tres.

Capítulo 1

EL no esperaba que ella fuera tan pequeña. Beckett Ventura miró de reojo a la mujer mientras terminaba de abrocharse el cinturón de herramientas. Y a pesar de su pequeña estatura, ella era una mujer con silueta de mujer.

El hecho de que se hubiera fijado en cualquiera de las dos cosas, tanto en su estatura como en que fuera una mujer, lo irritaba.

Él no había ido a Lazy-B durante el amanecer de una mañana de julio para fijarse únicamente en la hija de su vecino.

Además, se suponía que ella no iba a estar allí.

Era bailarina y vivía en Nueva York desde hacía años. O eso había oído él.

Sacó la caja de herramientas de la parte trasera de la camioneta y se dirigió al lateral de la casa.

Eso significaba que también se estaba dirigiendo hacia ella porque ella estaba sentada en uno de los escalones de la entrada del porche con una taza entre las manos.

Claro que parecía menuda. Prácticamente formaba una bolita.

Él apretó los dientes. Cage Buchanan, su vecino y propietario del rancho, lo había contratado para aquel trabajo en concreto y lo había llamado la noche anterior. Supuestamente quería que revisara su proyecto para construir un añadido en la parte trasera de la casa de dos plantas que pertenecía a la familia Buchanan. Pero Beck sospechaba también que el vecino quería que se enterara de que su hija se disponía a pasar allí el resto del verano.

Quizá Cage pensaba que ella necesitaba que alguien la cuidara, aunque no se lo había dicho a él directamente. Sin embargo, sí le había comentado que ella estaba recuperándose de una lesión de rodilla.

Lo último que Beck necesitaba era tener que cuidar de alguien.

Ya estaba bastante ocupado teniendo que cuidar de su hija Shelby. Sólo tenía seis años y era tan tímida que hablaba susurrando, incluso con su propio padre.

Era muy diferente a su hermano Nick. El hijo de Beck estaba a punto de cumplir veintiún años y estaba estudiando fuera, pero él recordaba muy bien cómo había sido de pequeño. Mientras que Shelby era tímida y delicada, Nick había sido muy activo y charlatán.

Pero pensar en sus hijos no hizo que la mujer del porche desapareciera. Beck no podía dirigirse a la parte trasera de la casa sin decirle nada.

Por un lado, era de mala educación.

Él nunca había sido muy formal en las relaciones sociales, pero Harmony, su fallecida esposa, siempre había evitado que se desmarcara demasiado del camino de la buena educación.

Atravesó el camino de gravilla que rodeaba la casa y se dirigió hacia ella.

Era rubia.

Y tenía los ojos tan claros como un aguamarina, rodeados por unas pestañas oscuras.

Vestía una blusa de tirantes de color rosa y unos pantalones anchos con corazones de color rosa y flores rojas. También un pañuelo alrededor de los hombros.

En el rostro lucía una pequeña sonrisa. En los hombros, parecía que los huesos iban a atravesarle la piel fina. Llevaba el cabello recogido y algunos mechones caían sobre su cuello.

No había ningún motivo para pensar que era deslumbrante.

Pero lo era.

¿Y por qué él no era capaz de reconocerlo con la frialdad con la que cualquier persona reconocería algo bello?

¿Por qué diablos tenía que sentir un fuerte calor en su interior si, desde que había perdido a Harmony, lo único que había sentido era un fuerte vacío?

Asintió levemente y dijo:

—Beckett Ventura.

—El señor Ventura. Lo suponía —ella dejó la taza a un lado y se puso en pie para darle la mano—. Soy Lucy. Mis padres me han hablado del trabajo que está haciendo para ellos. Me alegro de conocerlo.

La piel de su mano era tan pálida como la de sus hombros, su palma estrecha, sus dedos finos y largos.

—Llámame Beck —tuvo que hacer un esfuerzo para estrecharle la mano, ya que en su cabeza permanecía la imagen de su fallecida esposa agitando su cabello rojizo y diciéndole, adelante.

—Intentaré no molestarte demasiado —dijo él.

Ella ladeó la cabeza y lo miró con sus ojos claros. Él había crecido en un rancho de Montana, pero a lo largo de la vida había aprendido todo lo que las mujeres pueden hacer con el maquillaje. Él estaba lo bastante cerca de Lucy Buchanan como para ver que no llevaba nada artificial en el rostro. Las pestañas negras que contrastaban con su cabello rubio eran naturales.

—¿Molestarme? ¿Bromeas? —sonrió y se le formó un hoyuelo en la mejilla derecha—. Estoy tan contenta de que mis padres se hayan decidido a ampliar la casa que ni siquiera me importaría que hicieras tanto ruido que tuviéramos que ponernos tapones —no parecía percatarse de que a él no le apetecía hablar—. Yo crecí aquí. Mi hermano Caleb y yo teníamos nuestro propio dormitorio, pero ninguna zona de la casa era especialmente amplia —lo miró y se colocó el pañuelo sobre los hombros—. La construyeron mis abuelos y supongo que era suficientemente grande para ellos —bajó el último peldaño.

Sí, era una mujer menuda. Su cabeza ni siquiera llegaba a la altura de los hombros de Beck. Los pantalones que llevaba se apoyaban en su cadera mostrando la piel del vientre que quedaba por debajo de la blusa, y resaltando su cintura.

Una cintura que él podría rodear con las manos sin problema.

Apretó los dientes y dio un paso atrás, pasándose la caja de herramientas de una mano a otra. Se había fijado en que, al levantarse, ella había cargado más peso sobre una pierna que sobre la otra.

—Mis padres me contaron que habías comprado la casa de al lado. Él se preguntaba si también le habrían contado que era un viudo antisocial.

—Sí.

—Es una propiedad muy bonita.

—Supongo —sólo necesitaba un terreno donde poder vivir con lo que le quedaba de familia, ya que permanecer en Denver con todos los recuerdos le había resultado insoportable. Además, había elegido mudarse a Weaver porque allí era donde había nacido Harmony.

Su padre, Stan, le había comentado más de una vez durante los dieciocho meses que llevaban viviendo en la casa que Beck había construido que aquel cambio no era un avance en su vida.

Y en esos dieciocho meses Beck había conseguido mantener al mínimo las relaciones sociales con todos aquéllos que no fueran su familia.

El único motivo por el que había aceptado trabajar para Cage y Belle Buchanan había sido porque era el mes de julio y Beck sabía que lo mejor era mantenerse muy ocupado en esas fechas. El trabajo en el rancho no era suficiente.

Y perder el tiempo fijándose en la belleza de la hija de su vecino tampoco era estar ocupado.

—Será mejor que me ponga a trabajar.

Ella se agachó para recoger la taza de café.

—Dímelo si necesitas algo

Él sonrió y se alejó.

Esperó hasta doblar la esquina para suspirar.

—Lo único que necesitaba murió hace tres años —murmuró. Hacía dos años, once meses y dieciséis días, para ser exactos.

Lucy se sentó de nuevo en los escalones del porche y sujetó la taza entre sus manos mientras observaba alejarse al vecino de sus padres.

Eran las seis de la mañana y el calor de la taza no era suficiente para contrarrestar el aire fresco. Y tampoco para contrarrestar la gélida mirada de Beck Ventura.

Ella no sabía mucho acerca de aquel hombre excepto por los detalles que sus padres le habían contado. Que era su vecino más cercano, que no socializaba demasiado y que les estaba ampliando la casa.

También que era viudo y que vivía con su padre y con su hija pequeña.

Después de conocerlo sabía que era alto, delgado y de anchas espaldas. Sus ojos verdes tenían una mirada fría y dolorosa y Lucy sabía que sólo había hablado con ella por obligación.

Se recolocó el pañuelo sobre los hombros y bebió un sorbo de café antes de mirar hacia el terreno que rodeaba la casa.

Al menos el hombre había elegido un buen sitio para criar a su hija. Lucy se había acostumbrado a vivir en la Costa Este, pero se alegraba de haberse criado en el Lazy-B. El rancho de ganado pertenecía a la familia desde que su padre era niño, pero la mitad de los animales que pastaban en el Lazy-B llevaban la marca de Double-C, una de las ganaderías más importantes de Wyoming. Pertenecía a la familia Clay. Y también eran familia de Lucy gracias a que su abuela Gloria se había casado con el señor Clay, el patriarca de la familia del rancho.

Lucy consideraba que su padre había sido inteligente al casarse con Belle, la hija de Gloria. No porque Belle fuera rica y perteneciera a la familia de Clay, sino porque ella hacía feliz a su padre. Belle había ido al Lazy-B un verano para ayudar a Lucy a recuperarse de una lesión de rodilla que provocó que tuviera que ir en silla de ruedas durante meses, y terminó convirtiéndose en la única madre que le importaba.

Lucy se arremangó la pernera del pantalón del pijama y se miró la rodilla que se había lesionado otra vez.

Estaba cubierta de las cicatrices que se había hecho durante el paso de los años, pero su lesión de rodilla no le había dejado una cicatriz visible. La tenía hinchada y durante las últimas semanas había adquirido un tono amarillo verdoso.

Una camioneta que entraba en el rancho llamó su atención. Lucy se bajó la pernera del pantalón y observó que se detenía junto a la camioneta azul oscuro de Beck Ventura.

Dejó la taza de café a un lado y se puso en pie.

—¡Caleb!

Su hermano bajó del vehículo con aspecto malhumorado pero se dirigió hacia ella con una sonrisa.

—Hola —dijo con voz grave. Se parecía mucho a su padre, pero tenía el cabello más oscuro, cortesía de Belle—. ¿Cuándo diablos has llegado?

—Anoche. ¿Y desde cuándo eres lo bastante mayor como para estar fuera toda la noche? —preguntó ella mientras él la abrazaba.

—¿Vas a chivarte a nuestros padres?

—No he interrumpido las vacaciones de mamá y papá para decirles que iba a venir hasta que llegué, así que no pienso interrumpirlos para contarle tus travesuras. ¿Has estado con Kelly? —Kelly Rasmusson había sido la novia de Caleb desde el instituto, y cuando él se marchó a la universidad ella se quedó esperándolo en Weaver.

Caleb puso una mueca.

—Esta vez no —se agachó para agarrar la taza de Lucy y bebió un trago—. ¿Has venido desde Nueva York en ese coche de alquiler? —señaló con la cabeza hacia el utilitario que estaba aparcado junto a las dos camionetas.

Ella asintió.

—Tengo que devolverlo esta semana. Hay una oficina en Braden —el pueblo estaba cerca de Weaver y, aunque ambos lugares eran pequeños, entre las dos localidades ofrecían todo lo que los habitantes necesitaban.

—Esta tarde tengo que ocuparme de unos asuntos. Puedo llevarlo si quieres.

Ella no pensaba rechazar la oferta.

—¿Y cómo volverás si dejas el coche allí?

Su hermano se encogió de hombros.

—Le pediré a alguien que me traiga —dijo, al mismo tiempo que empezó a oírse el sonido de una herramienta—. Beck ha empezado muy temprano.

—¿Cuándo suele empezar?

Su hermano se encogió de hombros.

—Depende —miró la hierba que estaba pisando y puso una mueca—. Tenía que haberla cortado hace una semana.

—¿Y por qué no lo has hecho? —lo golpeó en las costillas con un dedo, provocando que él saltara hacia un lado—. Que tengas vacaciones en la universidad no significa que puedas dejar las tareas de lado.

—Hablas como papá, Luce —con la taza en la mano, subió los escalones del porche—. Suponía que habrías cambiado después de todos esos años en Nueva York.

—Y tú parece que no has espabilado tanto como deberías después de pasar tres años en la universidad —lo siguió al interior de la casa y cerró la puerta. El ruido de la herramienta disminuyó—. ¿Cuánto te falta para terminar?

Estaba estudiando los cursos preparatorios de Medicina.

Caleb se dirigió hacia la cocina y dejó las llaves sobre la encimera de granito.

—Un montón de tiempo —se terminó el café de Lucy y dejó la taza vacía junto a las llaves, antes de abrir la nevera de acero inoxidable.

Al igual que la encimera, era diferente a la que ella recordaba de la infancia. Sus padres no habían ampliado la casa hasta entonces, pero sí que habían hecho mejoras.

Lucy pasó la mano por la encimera y miró por la ventana que había encima del fregadero. Podía ver el cabello castaño de Beck Ventura, pero no el resto de su cuerpo.

Atravesó la habitación.

Desde allí pudo ver cómo cortaba un trozo de madera después de medirla y memorizó el movimiento de sus músculos bajo la camiseta blanca que llevaba.

Entonces, él volvió la cabeza y la miró a través de la ventana, como si supiera que había estado observándolo.

Lucy notó que se le aceleraba una pizca el corazón, sonrió y lo saludó con la mano antes de darse la vuelta con naturalidad.

Caleb estaba mirándola mientras se comía, sin calentarlas, las sobras de la carne que había cenado ella la noche anterior.

—Y, en realidad, ¿a qué has venido, Luce?

—A dar una vuelta.

Él no parecía convencido por sus palabras y su duda ayudó a aliviar el sentimiento de culpabilidad que tenía Lucy por no haberle contado a sus padres todos los detalles de su repentino viaje desde Nueva

York a Wyoming.

Si no conseguía convencer a su hermano pequeño de que todo iba bien, no podría convencer a sus padres.

Belle y el padre de Lucy habían emprendido las vacaciones de su vida dos semanas antes y Lucy había evitado contarles la gravedad de su lesión para que no retrasaran el viaje.

Tampoco les había contado cuál había sido el motivo que había provocado la caída con la que se había lesionado.

¿Qué habría ganado contándoles que había pillado a Lars, el hombre con el que vivía, trabajaba y creía que amaba, con Natalia, una nueva bailarina, en la cama?

Conociendo a su padre, habría querido matar al hombre con el que su hija había estado viviendo dos años.

Tampoco le había contado a su madre que la caída que había provocado que tuviera que llevar una férula en la rodilla durante tres semanas, que no pudiera realizar la gira de verano y que se había cargado su reputación en NEBT, había ocurrido tras descubrir el incidente. Por supuesto, había omitido también el hecho de que desde entonces se había quedado en casa de su amiga Isabella, que era la encargada de vestuario de la compañía.

Sacó una taza limpia y se sirvió otro café.

¿Se sentía culpable por ocultar esos detalles a sus padres? Sí. ¿Tenía algún sentido que se lo contara? No. Ellos habrían insistido en cancelar el viaje de seis semanas por Europa que tenían planeado desde hacía años.

Cage Buchanan no solía alejarse del rancho con el que se ganaba la vida y Lucy no quería arruinarles el viaje.

—Mi rodilla va muy bien —le dijo a su hermano—. Pero me apetecía venir a casa —lo miró—. Sabes a qué me refiero, por eso pasas aquí todas tus vacaciones de verano. Puesto que no estoy trabajando, ¿por qué no iba a complacer mis deseos?

—Supongo. ¿Has hablado con alguien desde que llegaste?

Ella negó con la cabeza.

—Más tarde llamaré a Leandra y al resto —Leandra Taggart era una de sus primas y vivía en Weaver.

—Si no te llaman a ti primero —dijo Caleb, porque eso era lo que sucedería cuando se corriera la voz de que había regresado a casa. Miró por la ventana y añadió—: Parece que Beck va a terminar la estructura hoy.

Ella no sabía a qué se refería, pero asintió.

—Parece simpático.

—Al menos trabaja bien —Caleb abrió de nuevo la nevera y curioseó su contenido—. Solía trabajar en Denver como arquitecto.

Sorprendida, ella miró de nuevo por la ventana.

—No recuerdo que ningún arquitecto haya montado nunca un estudio en Weaver. ¿Tiene ganado en su rancho?

—No creo que haya montado un estudio —dijo Caleb—. Sólo hace algún proyecto de vez en cuando. Y sí, tiene algunos animales. Suficientes como para mantenerse ocupado cuando no está construyendo nada —cerró la nevera y la miró—. Supongo que no habrás recibido ninguna clase de cocina últimamente, ¿verdad?

—¿Es una forma sutil de preguntarme si he aprendido a cocinar mejor porque crees que voy a encargarme de llenarte el estómago?

—Eso esperaba. Lo único que has cocinado alguna vez son brownies y algún desayuno ocasional.

—Ja-ja —empujó hacia Caleb el pan de molde que estaba en una esquina de la encimera—. Toma. Mantequilla de cacahuete y mermelada —le sugirió—. Solía funcionar cuando tenías diez años — dejó su pañuelo sobre una de las sillas de la cocina y, con la taza de café en la mano, salió de la habitación.

—Maldita sea, Luce. Caminas como una lisiada.

—Vaya manera de hablar con un paciente, doctor Buchanan. Él puso una mueca. —No me había dado cuenta de lo mucho que cojeas. Dijiste que era un esguince moderado.

—Por las mañanas me duele más —mintió—. En un mes más, probablemente para cuando regresen papá y mamá, ya estaré bien.

Eso esperaba.

Por que si no, todo lo que tenía en la vida, su carrera profesional, habría terminado.

Trató de no pensar en ello.

—Puesto que eres muy simpático y vas a ocuparte de devolver el coche de alquiler, esta tarde cortaré la hierba por ti —le dijo a su hermano mientras salía de la cocina. Conducir el cortacésped no empeoraría su rodilla y, de paso, haría alguna actividad al aire libre—. Pero todavía puedes limpiar el estiércol de los establos —le gritó por encima del hombro y sonrió, sabiendo que era una tarea que a su hermano no le gustaba nada.

—Sólo por que seas mucho mayor que yo no significa que puedas darme órdenes —dijo Caleb.

Ella dejó de sonreír al llegar a la escalera que llevaba hasta su dormitorio en la segunda planta. Caleb estaba bromeando y ella lo sabía. Pero eso no sirvió para que la realidad fuera menos dolorosa.

Treinta y tres años.

Lucy puso una mueca y subió las escaleras despacio.

Cada peldaño era una agonía.

A mitad de tarde, el sol pegaba con fuerza. Lucy estaba sentada en el cortacésped, con unos pantalones cortos y una camiseta, recorriendo el terreno de hierba que se extendía delante de la casa.

Gotas de sudor le caían por la espalda y sentía calor en los músculos de su cuerpo. Era lo más parecido a entrenar que había sentido en las últimas tres semanas.

Llegó al borde del césped y se volvió para cortar la última franja de hierba que quedaba delante de la casa. Echó la cabeza hacia atrás, levantando el ala del sombrero, y entornó los ojos al sentir el brillo del sol.

Olía a hierba recién cortada, a aire fresco y a verano. En esos momentos, tenía la sensación de que el principio de la temporada de ballet quedaba a años de distancia y cualquier cosa le parecía posible.

«¿Incluso bailar?», susurró una vocecita en su cabeza.

Ignorando la voz, miró de nuevo hacia delante y se colocó el sombrero para cubrirse los ojos del sol antes de dirigirse hacia el lateral de la casa.

Cuando había bajado un rato antes, después de hablar por teléfono con su abuela y la mayoría de sus primas, Caleb no estaba por ningún sitio. Su hermano había sacado el cortacésped del cobertizo y lo había llevado junto a la casa y también había llevado la camioneta hasta el granero.

Por fortuna, algunas cosas no cambiaban nunca.

Para su hermano Caleb, caminar no tenía ningún sentido siempre que pudiera moverse de otra manera. Puesto que no había rastro de su coche alquilado, Lucy supuso que ya estaría de camino a Braden.

Algo que tampoco había cambiado eran los macizos de flores que su madre tenía alrededor de la casa. Lucy repasó los bordes con el cortacésped.

Y eso también le resultó agradable.

El sol. El sudor. Los pequeños detalles de su vida que permanecían igual a pesar de que ella lo había cambiado mucho tiempo atrás por las barras de ballet, los ensayos y el calor de las luces del escenario.

Llegó a la parte trasera de la casa.

Allí, había algo que no era una constante.

El hombre que estaba de espaldas a ella, golpeando aquí y allá con una maza pesada. Después agarró una pistola de clavos y empezó a utilizarla a toda velocidad.

Ella no era la única que estaba sudando.

Podía ver el sudor en su nuca y en la parte trasera de su camiseta de algodón, provocando que la tela se ciñera aún más a su espalda musculosa.

Mientras lo observaba, él se pasó el antebrazo por el rostro y se volvió para mirarla.

Lucy notó que se le secaba la boca.

—¿Necesitas algo? —preguntó él, gritando para que la oyera a pesar del ruido del cortacésped.

Ella negó con la cabeza. Debía ser ella quien se lo preguntara. Estaba trabajando mucho más que ella. Quizá necesitaba agua o algo.

Pero Lucy no consiguió pronunciar palabra. Él frunció el ceño al ver que el silencio se alargaba y ella tragó saliva.

—Tiene buen aspecto —dijo al fin, y se alegró de que él no pudiera saber con seguridad si el color de su rostro se debía al sol o a la vergüenza.

Él tenía buen aspecto. Era alto y musculoso. Sin duda, era muy atractivo, y eso que ella estaba acostumbrada a estar rodeada de hombres en plena forma. Incluso Lars, el cerdo canalla, tenía un cuerpo escultural.

Por supuesto ninguno de esos especímenes llevaba un cinturón de herramientas pesado ni habría sabido qué hacer con cualquiera de los útiles que contenía.

Casi le resultaba vergonzosa su manera de reaccionar ante toda esa virilidad. Y sobre todo cuando todavía estaba dolida por la infidelidad del cerdo canalla.

A la luz del sol pudo ver que los ojos de Beck no eran de color verde oscuro, sino una mezcla de verde y dorado. Y, al ver que él volvía a centrarse en el tema de la construcción, se sintió aliviada.

—Va saliendo.

Era un hombre de pocas palabras. Ya lo había comprobado aquella mañana, cuando él la saludó de mala gana.

Ella tampoco estaba interesada en charlar. Ni siquiera con la única persona que había conocido capaz de provocar que se le secara la boca, aparte del director artístico de la primera compañía de ballet que le había ofrecido un papel. En aquel entonces, ella tenía diecinueve años y vivía para el ballet como si no hubiera nada más en la vida.

Se colocó el sombrero y llevó la mano al acelerador. Al ver que él la miraba de nuevo, dudó un instante.

—¿Deberías estar haciendo eso? —preguntó él—. ¿Montando ese trasto?

—¿Por qué no? —preguntó ella a la defensiva.

Él la miró de arriba abajo y ella tuvo que contenerse para no taparse las cicatrices de la rodilla. Algo que nunca había sentido necesidad de ocultarle a nadie.

—Soy perfectamente capaz de utilizar el cortacésped. Llevo haciéndolo desde que era una niña.

Él arqueó las cejas como si no la creyera.

—Ya he cortado la parte delantera.

—No quería decir que fueras incapaz. Sólo que pareces demasiado…

—¿Débil? Puedo hacer todo lo que hacía antes de hacerme el esguince de rodilla.

Estiró el pie como si llevara las zapatillas de ballet en lugar de unas deportivas sucias y estiró la pierna hacia la nariz de Beck.

No sabía si él frunció el ceño porque estaba sorprendido o porque le disgustaba el color de su rodilla, pero ella no se dejó llevar por el calificativo débil y apretó el acelerador. Con el cortacésped en marcha pasó junto a la pila de madera y herramientas y cortó la hierba que se extendía hasta la valla del picadero donde había montado a caballo por primera vez cuando era una niña.

Sólo cuando llegó a la valla y dio la vuelta bajó la pierna que llevaba extendida. Levantó el sombrero para saludar a Beck, se lo puso de nuevo y continuó cortando la hierba.

Por desgracia, el dolor que sentía en la pierna le indicaba que pagaría por el gesto de chulería que había mostrado ante Beckett Ventura.

Como siempre, su orgullo había influido en su caída. Y esa vez, por culpa de un atractivo desconocido que llevaba una alianza en la mano y una mirada de vacío en los ojos.

Capítulo 2

EL calor de la tarde se había vuelto abrasador. Beck aparcó la camioneta frente a su casa poco antes de la hora de cenar. Le apetecía darse una ducha de agua fría, tomarse una cerveza y ver la programación deportiva.

Aunque estaba muy cansado, guardó las herramientas bajo llave antes de entrar en su casa. Sus vecinos más cercanos eran los Buchanan y estaban a unos ocho kilómetros de distancia.

Pero era difícil perder las viejas costumbres.

En Denver, si un hombre quería perder sus herramientas, o cualquier cosa que apreciara, lo único que tenía que hacer era dejarlas fuera durante la noche.

Se dirigió a la entrada lateral de la casa, pasando por delante del porche y de la puerta principal que apenas había utilizado desde que se mudó allí.

Beck habría prescindido de todas las pertenencias que tenía en Denver si hubiera podido evitar la pérdida de lo que más le había importado en la vida.

Su esposa.

Cuando entró en la casa, su padre, que tenía sesenta años, levantó la vista del fogón. Stan llevaba una toalla enrollada en la cintura y removía el contenido de una olla con una cuchara de madera.

Era una imagen a la que Beck todavía le costaba acostumbrarse porque, desde que era pequeño, si Stan estaba en casa lo único que podía crear eran problemas. Problemas alimentados por el alcohol.

—Shelby está en el comedor —dijo el padre—. Estaba esperando a que regresaras como si fuera un pajarillo para enseñarte lo que ha hecho hoy en el campamento de verano.

Beck trató de ignorar el sentimiento de culpa que experimentaba al hablar de su hija. Era algo que sentía cada vez que se separaba de su pequeña desde que su madre falleció. Daba igual que tuviera un buen motivo para hacerlo. Que supiera que ella se quedaba contenta al cuidado de Stan, que resultó ser mucho mejor abuelo que padre, o en el colegio o en el campamento de verano.

Shelby y Nick eran lo único que le quedaba de Harmony. Su hija merecía criarse con un padre y una madre, tal y como Beck y Harmony habían planeado desde que se emparejaron en el instituto. Ella merecía lo que Nick, su hijo, había tenido. El amor de una madre.

«Maldita sea».

Beck odiaba el mes de julio.

El resto del año podía arreglárselas sin ahogarse en el dolor que no conseguía superar.

Pero ese mes de julio ni siquiera la idea de que Nick regresara a casa el fin de semana para celebrar su veintiún cumpleaños era suficiente para hacerlo más soportable.

—¿Qué hay en la olla?

—Salsa marinara. El otro día vi la receta en el canal de cocina. He decidido probarla. La serviré con pasta.

—Suena bien.

—Ya lo veremos —dijo Stan—. Ya sabemos que si no está rica Nick me lo dirá claramente cuando llegue mañana por la noche —gesticuló con la cuchara y manchó la encimera de granito con la salsa—. No te olvides de Shelby.

Como si pudiera hacerlo. Beck se dirigió al comedor.

Su hija estaba sentada en una silla con dos guías de teléfono bajo el trasero para poder llegar mejor a la mesa. Tenía la cabeza agachada sobre unos papeles y, al oír los pasos de Beck, volvió la cabeza para mirarlo. Beck percibió timidez en sus ojos.

—Hola, cariño. ¿Qué estás dibujando?

—Dibujos —se inclinó hacia la mesa como si quisiera esconder lo que había querido enseñarle.

Desde el momento en que perdió a Harmony, Beck había echado de menos a su esposa. Pero cuando más la echaba de menos era cuando despertaba por la mañana y pensaba, durante un segundo, que su vida seguía completa y que al volver la cabeza la encontraría a su lado. Y en momentos como aquél, cuando estaba con Shelby y deseaba que Harmony estuviera allí para ayudarlo a ser el tipo de padre que su hija merecía tener.

—¿Qué tipo de dibujos? —preguntó mientras se sentaba a su lado.

Ella se encogió de hombros. Llevaba una blusa de color rosa con flores y, durante un instante, la imagen de Lucy Buchanan apareció en su cabeza.

Lucy también iba vestida de rosa aquella mañana.

Y aquella tarde, cuando conducía el maldito cortacésped.

—¿Puedo verlos? —tocó la esquina de uno de los dibujos.

—Supongo —dijo Shelby con un susurro. Era algo que no sólo hacía con él. El año anterior la profesora del colegio le había dicho que estaban intentando que Shelby hablara más alto en clase.

—¿Eres tú? —señaló la figura que estaba en el centro de la página y que tenía el cabello castaño y un vestido rosa muy grande. Detrás había una casa y, en la esquina, un sol enorme.

—Ajá —mostrando un poco más de entusiasmo, Shelby apoyó los codos en la mesa y se echó hacia delante.

—Teníamos que dibujar lo que queremos ser cuando seamos mayores —contó—. Annie Pope sólo hizo un dibujo, pero yo dibujé tres.

Annie era la amiga de Shelby del jardín de infancia. Y había sido la madre de Annie la que sugirió que a Shelby fuera al campamento de verano.

—¿Por qué tres?

—Porque todavía no sé lo que quiero ser.

—Me parece normal —dijo él. Podría mirar cientos de dibujos al día si con eso conseguía que su hija le hablara—. ¿Y en este dibujo qué eres?

Ella lo miró extrañada, como si él tuviera que haberlo averiguado. —Una mamá —señaló el dibujo—. Tengo un bebé en brazos. ¿No lo ves?

—Ah, claro —su hija no sabía el dolor que le producían sus palabras. Ella apenas tenía tres años cuando Harmony falleció—. Ahora sí lo veo.

La niña retiró el papel. —Annie ha dibujado un caballo —dijo en voz baja—. No puede ser un caballo de mayor —se rió. Beck sonrió y le acarició el cabello. Miró otro de los dibujos y preguntó: —¿Y éste otro? —aparecía la misma figura rodeada de varias más pequeñas.

—Una profesora.

—Ah, claro.

Movió la cabeza para ver el tercer dibujo. Por algún motivo, enseguida supo lo que era.

Quizá por la diadema que llevaba o por la forma en que estiraba los brazos por encima de la cabeza. O quizá porque a Shelby siempre le gustaba jugar a que era bailarina.

—Una bailarina —murmuró él.

—Ajá —Shelby se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla sobre sus manos, en la mesa—. Este dibujo es el mejor. El abuelo dice que los pondremos en la nevera para que Nick los vea cuando venga.

—Es un buen plan —Beck le alborotó el cabello. Se preguntaba qué pensaría Shelby si se enterase de que en el rancho vecino había una bailarina de verdad. Shelby se quedaría fascinada y, tarde o temprano, la bailarina tendría que regresar a su vida normal. Lo último que su hija necesitaba era que otra persona la abandonara.

—El abuelo tendrá la cena preparada enseguida. Ve a lavarte las manos.

—Vale —se bajó de la silla, agarró a Gertrude, el conejito de punto que le había hecho su madre antes de nacer, y salió de la habitación.

Él se pasó la mano por el rostro y miró de nuevo el dibujo de la bailarina.

No quería recordar a Lucy Buchanan.

Ella lo estaba pasando mal.

Se notaba por su rodilla hinchada y las cicatrices.

Se frotó los ojos tratando de borrar la imagen de su cabeza.

Pero no consiguió olvidar el dolor que ella sufría.

Se dio una ducha de agua fría, se vistió y se sentó en la cama. Agarró la foto de Harmony que tenía en la mesilla y la miró. Su esposa siempre había sacado lo mejor de la gente. Incluso cuando no había muchas cosas buenas que sacar. Él era un claro ejemplo de ello. Harmony tampoco se habría dado media vuelta ante el sufrimiento de alguien aunque hubiese querido.

Se habían conocido a los dieciséis años. Él era el hijo del borracho del pueblo y prefería meterse en peleas que hacer amigos, o no ir a clase por el placer de despreciar el esfuerzo de sus profesores.

Ella era la chica nueva del colegio y no lo miraba con cara de lástima. Cuando se sentó a su lado en el comedor, ignorando su cara de advertencia, y le sonrió, él fue hombre muerto. Dos años más tarde, nada más terminar el instituto, ella se quedó embarazada de Nick y se fugaron juntos.

Beck acarició la fotografía intentando sentir el tacto de su cabello.

Pero lo único que sentía era el frío del cristal.

Había perdido a su esposa y con ella la armonía que ella había instaurado en su vida. Y por mucho que lo intentara, ni siquiera podía recordar cómo era el tacto de su cabello.

Dejó la foto sobre la mesilla y se dirigió al piso de abajo. Shelby y su padre estaban sentados en la barra de bar que había en la cocina y la cena estaba servida.

Comieron espaguetis y Beck observó a Shelby mientras los absorbía entre los labios y se reía al ver que su abuelo estaba haciendo lo mismo.

Otra noche más en casa de los Ventura.

No había ningún motivo, excepto el inminente aniversario de la muerte de su esposa, por el que Beck pudiera sentirse como si se le quedara pequeña la piel.

Pero así era.

Y antes de que su padre y su hija terminaran de comer, se levantó del taburete y dijo:

—¿Crees que ha sobrado suficiente comida, teniendo en cuenta que Nick vendrá muerto de hambre? —se acercó a los fogones para mirar dentro de la olla y comprobó que su padre había cocinado una gran cantidad.

—Sí —dijo Stan, mientras absorbía otro espagueti.

Beck los dejó con su juego particular y sacó un recipiente de plástico. Lo llenó de comida, lo tapó y se dirigió a la puerta.

—¿Vas a darles de comer a los pobres? —preguntó Stan.

—A los heridos —miró a su padre—. Volveré antes de que sea la hora de acostar a Shelby —su hija bajó la vista para que no viera que lo estaba mirando y él se contuvo para no suspirar antes de salir.

Su padre lo alcanzó antes de que pudiera subirse a la camioneta.

—¿Dónde vas?

Beck dejó el recipiente con comida a su lado en el asiento.

—Me he olvidado algo en casa de los Buchanan.

Stan arqueó las cejas.

—¿Desde cuándo te olvidas de las cosas?

Desde que no podía recordar el tacto del cabello de su esposa.

Beck arrancó el motor. Volvía a llevarse bien con su padre, gracias a los esfuerzos de Harmony, porque reconocía que Stan era un buen abuelo. Sin duda, ayudaba el hecho de que Stan había dejado de beber cuando Nick era un niño y no había probado una gota desde entonces. Y en el momento en que Beck se quedó solo, con su dolor y una hija de tres años a la que criar, Stan pasó a formar parte activa de su vida cuando se ofreció ayudarlo.

—Hasta hoy —dijo Beck—. No tardaré mucho.

Stan se retiró a un lado y cerró la puerta del coche.

—Supongo que has conocido a la hija.

—¿Qué?

—Cuando fui a recoger a Shelby del campamento, oí que ha regresado. Todo el mundo hablaba de que anoche la vieron en Colbys antes de cerrar. Decían que entró prácticamente arrastrándose y que pidió que le sirvieran lo que tuvieran caliente en la cocina.

—¿Ah, sí? —preguntó Beck—. La he visto de pasada. —¿Y vas a llevarle comida? —añadió Stan, como si no pudiera creer lo que veía.

—A lo mejor es que no quiero comer pasta durante los próximos cuatro días —contestó Beck—. Has preparado comida para un regimiento.

—No tiene sentido cocinar para una sola comida cuando cuesta el mismo trabajo cocinar para dos.

Beck negó con la cabeza.

—No te olvides de colgar los dibujos de Shelby en la nevera —dijo él, y se puso en marcha antes de que su padre pudiera decir nada más.

Oscureció durante el trayecto al Lazy-B, pero Beck había recorrido el camino suficientes veces como para conocer cada bache y cada agujero. Veinte minutos más tarde, Beck detuvo la camioneta frente al rancho de los Buchanan.

De pronto, empezó a preguntarse qué diablos estaba haciendo allí.

Los Buchanan eran parientes de la familia Clay y, por muy antisocial que él fuera, sabía que había muchos por la zona. Si ella necesitaba que alguien la cuidara, tendría algún familiar que pudiera hacerlo.

Se pellizcó el puente de la nariz.

La bailarina había dejado la puerta abierta, probablemente para que entrara el aire del anochecer, y él podía ver la cocina a través de la mosquitera.

Blasfemó en voz baja. Ya que estaba allí le parecía ridículo darse la vuelta y marcharse. Así que agarró los espaguetis y se dirigió a la puerta.

Cuando se disponía a llamar vio la pierna de Lucy estirada en la escalera.

En lugar de llamar, abrió la puerta y entró corriendo, tratando de recordar lo que recordaba sobre primeros auxilios.

Pero en lugar de encontrarse una mujer herida, se encontró con que Lucy lo miraba desde el escalón en que estaba sentada.

—¡Beck! —se alisó el batín que llevaba y se agarró a la barandilla que le quedaba a la altura de la cabeza—. ¿Qué diablos estás haciendo?

—Pensaba que te habías hecho daño.

Ella se quedó paralizada durante un instante.

—Gracias por preocuparte pero, como verás, no he hecho nada nuevo —agarrándose a la barandilla tiró de sí misma para ponerse en pie con un suave movimiento que disimulaba su lesión de rodilla.

Pero Beck había visto que sus nudillos se ponían blancos a causa de la fuerza que tenía que hacer para desplazarse una pizca.

Dejó los espaguetis sobre la mesita que había contra la pared y se acercó al pie de la escalera.

Ella separó los labios un poco y enseguida se puso seria.

—No estoy tan mal. Y mi habitación está arriba.

Él se acercó a ella y la tomó en brazos para llevarla hasta el salón. —No me gusta que me lleven en brazos —murmuró cuando la dejó sobre el sofá.

Él todavía podía sentir el tacto de la tela del batín de seda sobre la piel de su mano, pero puso una mirada neutra.

—Eres bailarina profesional. ¿No te llevan en brazos todo el rato?

—No es lo mismo —se apretó el cinturón del batín y se cubrió las piernas con la tela, llegando a taparse los pies.

Él se fijó en que los tenía estrechos, con el arco pronunciado y las uñas pintadas de color rosa claro. Se enfadó consigo mismo.

No podían interesarle los pies de nadie.

—Me las estaba arreglando muy bien —dijo ella.

—Eso era evidente —dijo él, mientras cruzaba el salón para buscar los espaguetis—. ¿Dónde está tu hermano?

No había visto la camioneta de Caleb aparcada junto al granero. Aunque era cierto que Caleb no había pasado mucho tiempo en el rancho durante las semanas que Beck había estado allí trabajando.

—Ha ido a devolver mi coche de alquiler y después se ha ido al pueblo.

—¿Va a regresar?

—Es un hombre adulto. Estoy seguro de que sabrá volver a casa cuando quiera —levantó la mano—. Y no he venido a casa buscando que me ayudara, ni él ni nadie de mi familia que quisiera asignarse el puesto de niñera.

—A lo mejor deberías haberlo hecho —dijo él—, ya que no puedes subir y bajar por las escaleras — le mostró el recipiente con comida—. Mi padre te envía la cena —era más fácil mentir que decir la verdad.

Aunque ni siquiera él sabía por qué había ido al Lazy-B aquella tarde.

—Sí que puedo subir las escaleras —se defendió—. Y tu padre es muy amable, pero no era necesario.

Él se encogió de hombros y se dirigió a la cocina.

—Sólo es un gesto de buenos vecinos. Y no has visto que mi padre ha cocinado para todo un regimiento —dijo de camino. Había estado en casa de los Buchanan más de una vez. Sobre todo porque no había encontrado manera de rechazar las invitaciones de Belle para que se tomara un café o se quedara a comer. Aun así tuvo que abrir más de un armario para encontrar los platos. Sirvió una ración de espaguetis en uno de ellos y guardó el recipiente de plástico en la nevera. Buscó unos cubiertos y regresó al salón.

Le entregó el plato a Lucy.

—Herirás su sentimiento si no te lo comes — otra mentira.

Ella agarró el plato y dijo:

—Repito que es un detalle por su parte, pero puedo cuidar de mí misma.

—De acuerdo —él se agachó para retirarle el plato.

Ella soltó una carcajada y se lo impidió.

—No soy tan tonta como para rechazar un plato de comida cuando está delante de mis narices — sonrió—. Y menos si no he tenido que cocinarlo — lo miró un instante—. ¿Vas a quedarte ahí mirando mientras como o te vas a sentar?

Ya había hecho lo que había ido a hacer. Entregarle la comida y olvidar la preocupación constante que se había instalado en su cabeza desde que la había visto en el cortacésped ese día.

El dolor de su rostro había sido tan evidente como el blanco de sus nudillos en el momento de levantarse en la escalera.

Su hermano no estaba allí para cuidar de ella, pero al menos ya tenía comida entre las manos y un sofá bajo el trasero. Beck se había fijado en que tenía el teléfono móvil en la mesa, a su alcance. Y eso significaba que podría localizar a su familia con facilidad.

No había motivos para quedarse allí.

Pero sus pies no se movían hacia la puerta.

De pronto, se encontró sentado a su lado en el sofá.

Y deseó haber tenido el sentido común de sentarse en la silla que estaba junto al sofá.

Apartó la vista del pedazo de piel que quedaba al descubierto en donde se cruzaba el batín a la altura del escote.

Se llevó la mano al cuello al sentir la presión de la camiseta y cerró el puño.

Era el mes de julio. El aniversario de la muerte de su esposa se cernía sobre él como un espectro cada vez que respiraba.

¿Qué diablos hacía fijándose en los atributos de la hija del vecino?

Se disponía a levantarse del sofá cuando ella estiró la mano y le agarró el brazo.

—Espera.

¿Cuándo había sido la última vez que lo había tocado una mujer?

Nada más pensar en ello, Lucy retiró la mano para sujetar el plato que se balanceaba en su regazo.

—Lo siento —miró el tenedor lleno de espaguetis—. Es un rollo comer sola.

—Supongo. No he comido solo desde hace mucho tiempo.

Ella lo miró un instante.

—¿Vives con tu padre y con tu hija? —se metió el bocado en la boca.

Él se percató de que la estaba mirando. La bailarina tenía buen apetito.

—Sí —contestó él—. Solemos estar juntos a la hora de la comida —deseaba haber tenido tanto cuidado en ese aspecto cuando su mujer estaba viva.

Lucy tragó y se lamió la comisura de los labios.

Beck sintió un potente impulso de escapar. La puerta abierta no era suficiente para enfriar el ambiente. Se puso en pie.

—Necesitas algo de beber.

—No hace falta que esperes a que acabe.

Pero él ya se había marchado a la cocina.

Sacó un vaso del armario y abrió el grifo. Miró hacia atrás a través de la puerta.

Sólo podía ver la parte trasera de su cabello rubio. Llevaba la melena suelta y su color era tan pálido como la luz de la luna.

Al sentir que el agua se derramaba sobre su mano, cerró el grifo, se secó en la camiseta y llevó el vaso al salón. Lo dejó sobre la mesa de café y se sentó en la silla que estaba junto al sofá.

Lucy jugueteó con el tenedor, intentando no mirar a Beck con demasiada atención. Temía que, si lo hacía, lo asustaría. Y aunque no estaba segura de querer compañía, y menos cuando le dolía tanto la rodilla que se sentía enferma y deseaba tomarse las pastillas que estaban en la habitación del piso de arriba, no quería hacer nada que provocara que se fuera.

—Tu padre es un buen cocinero —se llevó un bocado a la boca. —A veces —Beck esbozó una sonrisa—. Pero lo hace mejor que yo, así que estamos contentos.

Lucy se echó hacia delante para recoger el vaso de agua y notó que él la miraba. En ese mismo instante, ella notó que se le abría un poco el batín a la altura del escote.

Ella no era una exhibicionista.

Así que no tenía motivo para sentarse más despacio de lo que debía. Ningún motivo.

Pero fue lo que hizo.

Se sentó despacio, y se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. No sabía cuánta piel estaba mostrando, pero el no saber la excitaba tanto como la mirada atenta de Beck.

Nada más sentarse, él posó la mirada en su rostro sin mirarla a los ojos. Ella respiraba de manera entrecortada y el roce de la tela contra su piel desnuda le pareció tremendamente erótico.

Bebió un sorbo de agua, y notó que sus pezones se endurecían hasta provocarle dolor. El tipo de dolor que sólo podía calmar las caricias de un hombre.

Las caricias de Beck.

Él se fijó en los dedos largos de Lucy y, al verlo, ella se sonrojó.

Levantó el vaso de agua y se lo bebió de golpe.

—¿Cuánto tiempo llevas viviendo en Weaver?

—Año y medio.

—¿Caleb me dijo que eres arquitecto? ¿Trabajabas en Denver?

Él asintió.

No continuó la conversación.

Lucy no estaba acostumbrada a sentirse cohibida. Solía sentirse cómoda entre la gente y siempre encontraba algo de qué hablar.

Miró a Beck Ventura, que todavía llevaba la alianza de matrimonio a pesar de su viudedad, y sólo se le ocurrieron preguntas que no se atrevía a realizar. Además, percibía que la atracción que sentía era mutua.

Se humedeció los labios.

—¿Qué te trajo de Denver a nuestro pequeño Weaver?

Su mirada se oscureció un instante. Beck miró hacia la puerta como si deseara salir de allí tanto como ella había deseado ir a buscar los calmantes que odiaba tener que tomar, antes de que su rodilla fallara mientras estaba subiendo por las escaleras.

—Mi esposa nació aquí —contestó con brusquedad y se puso en pie—. Tengo que irme —se dirigió hacia la puerta y le preguntó—: ¿Necesitas algo?

Ella pensó en el frasco de calmantes que había intentado subir a buscar al ver que la dosis habitual no le había hecho ningún efecto.

—Estoy bien —dijo con sinceridad. Finalmente había descubierto qué era lo que se ocultaba tras la solemnidad de su mirada.

¿Y qué era una lesión de rodilla comparado con un corazón roto?

Capítulo 3

LUCY sabía que el resto de su familia no tardaría mucho en ir a verla. Por un lado, era como si hubiese anunciado su llegada por megáfono en el centro del pueblo, ya que la noche de su llegada había pasado por Colbys Bar & Grill.

Y aunque había hablado con la mayor parte de su familia por teléfono para asegurarles que se las arreglaba bien sola, pronto empezaron a llegar visitas.

Primero sus abuelos para llevarle café y bollos de canela que habían comprado en el trayecto desde el Double-C.

Gloria y Squire Clay no era los abuelos de Lucy. Lucy los recordaba casados desde siempre, pero sabía que antes de su matrimonio Squire ya había criado a cinco hijos y Gloria había criado a Belle y a Nikki, su hermana gemela. Y Belle era la madrastra de Lucy. Pero ese tipo de detalles nunca habían importado a la familia de la mujer con la que su padre se había casado.

Para los Clay, la familia era la familia. Y el amor, el amor.

Así de sencillo.

Así que Lucy se calló y no protestó cuando Gloria, que era una enfermera retirada, hizo comentarios acerca de su rodilla, ni tampoco cuando Squire, la acusó de haberse comido un bollo entero.

Espaguetis la noche anterior.

Y un bollo de canela esa mañana.

Tendría que entrenar durante horas para calmar su conciencia.

Después, antes de que Gloria y Squire se marcharan, Sarah Scalise, una de las primas de Lucy, apareció con sus tres hijos.

La casa se fue llenando de gente a medida que avanzaba la mañana.

Y aunque Lucy se alegraba de verlos a todos, no podía evitar echar de menos el ruido de las herramientas que Beck había estado utilizando el día anterior.

Esa mañana no había pasado por allí.

¿Debido a cómo habían reaccionado cuando él le llevó los espaguetis? ¿O por algo que no tenía nada que ver con ella?

—Entonces nos veremos mañana por la noche en el Colbys? —dijo Sarah desde la puerta, mientras vigilaba a Eli y a Megan, sus hijas de trece años, que estaban en el jardín cuidando de su hermano Ben, que sólo tenía cuatro—. Una noche de chicas —ya había quedado con el resto de sus primas para verse en el pueblo—. Nos pondremos al día de todo y beberemos hasta que nos tengan que llevar a casa. ¿Os parece bien?

—Estupendo —Lucy contestó con una sonrisa a la vez que miraba hacia el camino en busca de una camioneta de color azul oscuro.

—¿Estás segura de que no quieres que vengamos a buscarte?

—He venido conduciendo desde Nueva York — le recordó Lucy—. Creo que podré llegar al pueblo desde aquí.

—Y no puedo creer que hayas alquilado un coche para venir —contestó Sarah—. Habría sido más rápido venir conduciendo.

Lucy se encogió de hombros.

—Me gusta conducir —no era que no le gustara volar, pero había pensado que le sentaría bien conducir durante horas para poder pensar y olvidarse de lo que dejaba atrás.

Por un lado, había tenido éxito.

Ya era capaz de pensar en el cerdo canalla sin desear romper algo. Su cara, por ejemplo.

Por otro lado, no había conseguido nada.

Porque seguía sin saber qué iba a hacer con su vida si no podía continuar siendo bailarina.

—Nos veremos mañana por la noche —contestó Sarah, negando con la cabeza como si no pudiera comprender la decisión de Lucy.

Lucy asintió, esperó a que metiera a los niños en el coche y los despidió con la mano. Después, permaneció un rato mirando a ver si aparecía Beck.

Al cabo de un rato decidió que aquello era ridículo y se marchó de allí. Por la mañana se había vestido con la ropa de entrenar. Después de pasar la noche en el sofá con la rodilla en alto se encontraba mucho mejor y había sido capaz de subir por las escaleras sin casi dificultad.

Llenó una botella de agua, agarró el teléfono móvil y se dirigió al granero que estaba cerca de la casa.

Allí era donde su padre había montado un pequeño gimnasio para que hiciera la rehabilitación cuando tenía doce años y ni siquiera podía caminar. Todo el equipo seguía allí, junto a la pista de baile portátil que había instalado ella diez años antes.

Había un equipo de música viejo, mantas y toallas. Al sacar una, Lucy percibió que olían a limpio, lo que probablemente significaba que Belle seguía utilizando aquel espacio como lugar de entrenamiento.

Encendió el equipo de música, metió un CD de los que había en la estantería y estiró una manta frente al espejo que cubría la pared.

Entonces, se puso a trabajar con música new age.

Era la música lo que llamó su atención. En concreto, fue lo que llamó la atención de Shelby y Beck no pudo ignorarla porque suponía que algo tenía que ver con la bailarina.

De algún modo dudaba que Caleb Buchanan fuera el que estaba escuchando música clásica.

Había tenido una mañana muy ocupada y, además, la monitora del campamento de verano al que asistía Lucy se había puesto enferma y había cancelado las actividades. Stan tenía una reunión en Alcohólicos Anónimos en Braden y después tenía que ir a Cheyenne a recoger a Nick que llegaba en avión desde Princeton.

En cuanto Beck paró la camioneta junto a la casa, Shelby salió con Gertrude, el conejo, en la mano. —¿Qué es eso? —preguntó girando la cabeza en dirección a la música.