Contrato de matrimonio - Allison Leigh - E-Book

Contrato de matrimonio E-Book

ALLISON LEIGH

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Beschreibung

Sexto de la serie. Para salvar la clínica de su familia, Lisa Armstrong había accedido a tener un bebé del arrogante inversor Rourke Devlin. Pero primero tendría que convertirse en su esposa... Rourke era un hombre tradicional y quería formar una familia. En un principio había concebido aquel matrimonio sólo como un medio que les daría a los dos lo que querían, pero durante su fugaz luna de miel surgió algo mucho más profundo...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

CONTRATO DE MATRIMONIO, N.º 54 - junio 2011

Título original: The Billionaire’s Baby Plan

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ es marca registrada por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-397-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Inhalt

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Promoción

Prólogo

BUENAS noticias.

Lisa Armstrong cruzó el umbral de la casa de su hermano Paul, en Beacon Hill, enarbolando un periódico en alto, como si fuera una bandera, y entró en el salón.

—El haberle hecho la rosca al editor durante los últimos meses por fin empieza a dar resultados. El periódico va a publicar, durante doce semanas, un publirreportaje sobre parejas que buscan métodos alternativos de concepción, y el Instituto Armstrong va a recibir mucha publicidad gracias a esto.

Su brillante sonrisa se tornó algo mustia al ver la expresión seria de su hermano.

—Son buenas noticias —repitió, antes de mirar a Ramona, la prometida de Paul—. Serán historias de interés humano, y es buena publicidad para la clínica.

Sin embargo, Ramona, que además de ser la prometida de su hermano era la jefa de prensa del Instituto Armstrong, no parecía entusiasmada. Y debería estarlo; sobre todo después de todo lo que se había esforzado por mejorar la imagen de la clínica.

Lisa dejó el periódico sobre la mesita del salón. Había llegado un poco tarde a aquella reunión en petit comité que Paul había convocado, y había pensado que sería para anunciar que por fin habían fijado una fecha para su boda, pero no había ni un ápice de alegría en los rostros de los allí reunidos.

Miró a Paul.

—¿Qué ha ocurrido?

—Derek ha dimitido de su cargo —respondió su hermano.

—¡¿Qué?! ¿Por qué?

—La auditoría que Harvey Nordinger llevó a cabo ha dejado al descubierto serias irregularidades en la contabilidad de la clínica.

—Razón de más para que Derek, como director financiero, se encargara de investigarlo —replicó ella al instante.

Paul torció el gesto.

—He sido yo quien le he pedido que dimitiera.

Lisa se sintió como si la hubieran golpeado en el pecho, dejándola sin aire en los pulmones. Se dejó caer sobre el brazo del sofá, y se quedó mirando a su hermano.

—Pero Derek es parte de la familia.

Y quien decía la familia, decía la clínica. Había sido su padre, Gerald, quien la había fundado hacía más de dos décadas, y la clínica, que ya en sus raíces había sido una apuesta innovadora, había ido creciendo hasta convertirse en uno de los centros más importantes del mundo en biotecnología, investigación genética y técnicas contra la infertilidad.

Paul, el mayor de sus hijos, era el director de la clínica. Paul, su gemelo, había ejercido hasta entonces de director financiero, y ella, la menor, era la gerente administrativa. Únicamente Olivia, su otra hermana, se había mantenido al margen del negocio familiar.

Paul exhaló un pesado suspiro, se pasó una mano por el cabello y cruzó una mirada con Ramona.

—Si Derek no fuera parte de la familia, lo habríamos llevado a juicio por esto.

Lisa parpadeó.

—¿Cómo?

—Ha estado desviando fondos de la clínica. Harvey lo ha demostrado.

Ella se rió con incredulidad.

—Harvey se equivoca. Ya sé que tú te fías de él, Paul, pero se equivoca.

Paseó la vista a su alrededor, mirando a cada uno de los presentes. Estaban Ted Bonner y Chance Demetrios, los jóvenes y brillantes científicos que Paul había traído de San Francisco para ponerlos al frente del departamento de investigación y desarrollo de la clínica. Y también Sara Beth, que no sólo era la enfermera jefe de la clínica, sino también su mejor amiga y esposa de Ted. Todos, incluidos Ramona y Paul, estaban mirándola casi con lástima.

—Tiene que serlo —insistió ella.

Derek era el gemelo de Paul, pero era ella quien siempre se había sentido más unida a él, y todos lo sabían.

Un profundo desasosiego la invadió. Derek tenía sus defectos, desde luego, pero como todos ellos. Y muchas de esas faltas estribaban en el férreo compromiso que todos tenían con la clínica.

—Derek no robaría a su propia familia.

—Lo siento, Lisa. Derek... —Paul se quedó callado y apretó la mandíbula. Ramona posó su delicada mano en el hombro de él, y las facciones de Paul se distendieron. Luego, puso su mano sobre la de ella, y añadió—: Él mismo lo ha reconocido.

Sus palabras cayeron como una pesada losa sobre el ánimo de Lisa. Se le hizo un nudo en la garganta. Habría querido replicar, convencerlo de que, de algún modo, aquello tenía que ser un tremendo error. ¿Pero cómo podría hacerlo? La expresión de Paul no dejaba lugar a dudas.

Su hermano carraspeó.

—La razón por la que quería que nos reuniéramos aquí, en vez de en la clínica, es porque quería asegurarme de que esto no saldrá de aquí. Nadie más debe saberlo: ni el personal, ni los pacientes, y mucho menos los medios de comunicación ni tampoco...

—Nuestro padre —terminó ella por él con voz ronca. La clínica lo había sido todo para Gerald Armstrong hasta que su salud empezase a declinar y se viese obligado a jubilarse—. No puede enterarse; eso lo mataría.

—Exacto. Lo cual nos lleva al siguiente punto —aunque Lisa no lo habría creído posible, la expresión de Paul se tornó aún más grave—; el de las finanzas. Apenas nos queda el suficiente capital operativo como para mantener la clínica abierta en lo que resta de trimestre. Tal y como están las cosas, tendremos que recortar nuestros presupuestos al límite. Si despedimos...

—¡No! —Lisa se puso en pie como un resorte, rodeándose la cintura con los brazos—. En cuanto se corra la voz de que están produciéndose despidos en la clínica, tendremos a los reporteros sobre nosotros como buitres —sacudió la cabeza—. Sólo que esta vez sí que encontrarán carroña. Tiene que haber otra manera de recortar gastos. No sé vosotros, pero yo estoy dispuesta a renunciar a mi sueldo y...

—Lisa...

Ella lo ignoró.

—...y podríamos preparar un informe de finanzas y pedir un préstamo.

—Ningún banco querrá nada con nosotros en la situación en la que estamos, y sería imposible que nuestro padre no se enterase.

—Bueno, pues entonces recurramos a inversores privados —replicó Lisa, empezando a desesperarse.

Quizá ella no hubiera heredado de su padre el gen de la brillantez, como Paul, pero se consideraba una buena gerente administrativa y, sin embargo, a pesar de su eficiencia, no se había dado cuenta de lo que Derek había estado haciendo.

—Nunca hemos tenido inversores —dijo Paul.

—Eso es porque nunca los habíais necesitado —intervino Ted. Soltó la mano de Sara Beth, entrelazada con la suya, y se puso de pie—, pero se me ocurre una idea...

Capítulo 1

LISA se bajó del taxi, y se quedó plantada en la acera, mirando la estrecha entrada de Fare, con su portero de uniforme. ¿Por qué un restaurante? No era la primera vez que se había hecho esa pregunta desde que se subiera al avión que la había llevado de Boston a Nueva York. Se suponía que era una reunión de negocios, no una cita.

El portero le abrió la puerta, y mientras pasaba al interior del local se desabrochó el botón que cerraba la chaqueta del traje.

No había nadie en el área de recepción, pero prefirió esperar allí a que la atendieran; no tenía la menor prisa. Estaba acostumbrada a reunirse con representantes de fundaciones benéficas o científicas para conseguir fondos de investigación, pero aquello era algo completamente distinto. Y aunque había sido suya la idea de recurrir a inversores privados para resolver la situación por la que atravesaba la clínica, nunca habría pensado que un día almorzaría con aquel hombre.

Nerviosa, se pasó una mano por el ancho cinturón que llevaba y volvió a abrocharse el botón de la chaqueta. Luego se cambió de mano el portafolios de cuero.

—¿Es la señorita Armstrong?

Aquella voz la sacó de sus pensamientos. Lisa parpadeó y se volvió hacia la empleada del restaurante que había pronunciado su nombre, una mujer joven.

—Sí.

—El señor Devlin está esperándola —le dijo la chica con una sonrisa, y le indicó con un ademán que pasara al comedor.

Lisa volvió a desabrocharse el botón de la chaqueta, apretó el asa del portafolios con la mano sudosa, y se adentró en el comedor. Vio a Rourke Devlin enseguida.

Era amigo de Ted Bonner, y aunque le parecía encomiable la generosidad que había mostrado con Sara Beth y con él, no podía imaginarse que de aquel almuerzo de negocios pudiera salir algo productivo.

Rourke Devlin era un hombre oscuro, poderoso, arrogante, tan rico como el rey Midas. Y le tenía tanto miedo como al mismísimo diablo.

Devlin ni siquiera se levantó al verla acercarse a la mesa en la que estaba sentado, en el centro del comedor. Sin embargo, sus ojos negros la miraban fijamente.

Se sentía como un cordero al que hubieran mandado al matadero, y volvió a maldecir a Derek para sus adentros.

Le había prometido a Paul que, a pesar de sus reticencias, echaría toda la carne en el asador en esa reunión —y en la otra media docena que había fijado para la semana siguiente—, pero si no fuera por lo que había hecho Derek, nada de aquello habría sido necesario.

Un camarero apareció de repente como por arte de magia para retirarle la silla. Lisa le dio las gracias y tomó asiento, dejando el portafolios a su lado en el suelo. Había muchas otras mesas a su alrededor, pero ninguna de ellas estaba ocupada. Sólo la de Devlin, sentado allí, en el centro del comedor como un rey en el salón del trono.

—He leído alguna crítica gastronómica sobre este restaurante —comentó Lisa—. Según dicen, la comida es excelente.

—Sí, lo es.

Aunque Ted le había asegurado que Devlin había mostrado buena disposición a reunirse con ella, Lisa no pudo evitar recordar el encuentro que había tenido con él meses atrás en el Baile del Fundador, una fiesta para recaudar fondos que el Instituto Armstrong celebraba cada año. Había bailado con él, sólo una vez, y le había dado la impresión de que no tenía una opinión muy favorable del Instituto.

—Y la vista es preciosa —añadió.

Él ni siquiera volvió la cabeza hacia el ventanal, que se asomaba a un estanque rodeado de árboles.

—Sí.

Lisa apretó los puños sobre su regazo, debajo del mantel. Hora de dejarse de cortesías e ir al grano.

—Le agradezco que haya accedido a reunirse conmigo.

Él enarcó una ceja, sarcástico.

—¿Ah, sí?

Lisa lo miró preguntándose, y no por primera vez, qué tenía aquel hombre que lo hacía tan distinto a los demás.

Había muchos hombres tan fornidos como él. Muchos hombres de facciones esculpidas y cabello oscuro y fuerte. Y para llevar una ropa tan cara como si nada, igual que él, no hacía falta más que tener dinero. Tenía desabrochado el primer botón de la camisa, dejando al descubierto la piel morena de su cuello, y la chaqueta de su traje colgaba del respaldo del asiento.

Rezumaba confianza en sí mismo. Y poder. Y la miraba como si supiese cosas sobre ella que ni ella misma sabía.

Se humedeció los labios, y se dio cuenta de que acababa de delatar su nerviosismo; sobre todo cuando vio que los ojos de él se posaron un instante en su boca.

—Sé que su tiempo es valioso.

Según parecía, Devlin ya había pedido lo que iban a beber, porque en ese momento se acercó un camarero con una botella de vino. Se la mostró ceremoniosamente, Devlin asintió y el camarero llenó hasta la mitad las copas de ambos.

Lisa habría preferido un vaso de agua con hielo porque el vino siempre se le subía a la cabeza y quería tener la cabeza despejada para aquella reunión, pero no se atrevió a decir nada.

Se limitó a sonreír, levantó su copa y tomó un sorbo del frío Chardonnay.

—Le he dicho al camarero que no hacía falta que nos trajeran la carta, que tomaremos lo que recomiende el chef —le dijo Devlin—. Raoul nunca decepciona.

—Ah. Estupendo.

Lisa se encontró deseando una vez más que aquella reunión hubiese tenido lugar en un despacho y no en un restaurante. Aquel ambiente resultaba demasiado íntimo. Si al menos hubiera más gente allí aparte de ellos...

—Creía que este restaurante abría al público a la hora del almuerzo —comentó.

Ya pasaban de las doce, y en las críticas que había leído se decía que hacía falta reservar con meses de antelación.

—Normalmente sí.

Lisa volvió a levantar su copa, y le pareció vislumbrar brevemente en sus labios una sonrisa divertida. Fue entonces cuando comprendió por qué estaban en un restaurante y no en su oficina.

Porque Devlin sabía que citándola allí conseguiría ponerla nerviosa. Dejó su copa sobre la mesa y se agachó para sacar una carpeta de su portafolios.

—Le he traído un informe en el que podrá ver las ventajas y las oportunidades que supondría para usted invertir en el Instituto Armstrong.

Iba a tenderle la carpeta, pero se detuvo al verlo levantar la mano, como desdeñando aquel informe de finanzas que con tanto esfuerzo habían elaborado en un tiempo récord.

Claro que eso él no podía saberlo. Dudaba que Ted le hubiese dicho la situación tan desesperada en la que se encontraban. Aunque fuesen amigos, el doctor Ted Bonner era parte de la clínica, y a él tampoco le interesaba que se difundiera el motivo por el que se habían decidido a buscar inversores privados. Si se supiera, su reputación quedaría dañada irremediablemente.

Los pacientes no querrían que sus nombres, y algunos de ellos eran muy conocidos, se asociasen con la clínica. Y sin pacientes no sólo tendrían que despedir a muchos de sus empleados, sino que tendrían que acabar cerrando. «Maldito seas, Derek».

Lisa dejó la carpeta sobre el mantel, junto a la cesta del pan que les había dejado el camarero, con toda una selección de delicatessen untables.

—Guárdelo —le dijo Devlin—. No me gusta hablar de negocios cuando como.

—¿Y entonces por qué me ha citado aquí?

Era evidente que estaba jugando con ella. Dejó la carpeta donde estaba, como un recordatorio de por qué estaban allí, aunque él se empeñara en ignorarlo.

Devlin sacó la botella de Chardonnay de la cubitera que el camarero había colocado junto a la mesa, y le sirvió más vino a Lisa, aunque apenas había vaciado su copa.

—Pruebe uno de esos bollos de pan —le dijo—. Los hace Gina, la esposa de Raoul, el chef.

—No acostumbro a tomar pan —contestó ella con aspereza. ¿Por qué fingir cordialidad?—. ¿Está interesado en discutir una posible inversión en la clínica, o no?

Si no lo estaba, y era lo que había intentado decirle a Paul y a los demás, estaba perdiendo el tiempo, un tiempo que podría dedicar a otros posibles inversores que sí lo estuvieran.

—Pues no le iría mal comer un poco más —dijo él. Sus ojos la recorrieron, como diseccionándola—. Ha perdido peso desde la última vez que la vi.

Lisa se quedó mirándolo boquiabierta de indignación, pero dejó que la ofensa se diluyese antes de contestar.

—Nunca se está lo bastante delgada —le respondió con frialdad, volviendo a tomar su copa.

Ya que él no parecía dispuesto a tomarse en serio la reunión, al menos disfrutaría del vino. Sin duda Devlin había accedido a aquello sólo para que Ted lo dejara tranquilo.

—Ésa es una afirmación ridícula que sólo las mujeres se creen —replicó él—. En la cama la mayoría de los hombres prefieren a una mujer con curvas a una que le clave los huesos.

—Bueno —dijo ella tomando un sorbo de vino—, eso es algo por lo que usted y yo no tendremos que preocuparnos.

Él volvió a mirarla divertido antes de girar la cabeza hacia el ventanal. Tenía un perfil abrupto, tan frío y definido como un bloque esculpido de granito, y llevaba el cabello negro peinado hacia atrás.

—Es verdad que la vista es bonita —dijo—. Me alegra que Raoul siguiera mi sugerencia y escogiera este local. En un principio tenía pensado poner el restaurante en la última planta de un rascacielos.

—No sabía que invirtiera en restaurantes. ¿No es un negocio arriesgado? —señaló las mesas vacías a su alrededor con la palma de la mano.

—Es lo que tiene el invertir capital: se corren riesgos —Devlin escogió un bollo de pan de la cesta y lo abrió para untar una de sus mitades con una mantequilla con hierbas—. Riesgos calculados, por supuesto. Pero debo decir que, en los cinco años que lleva funcionando el restaurante, no he tenido ningún motivo para lamentar el haber invertido en él —le tendió a Lisa el pan untado—. Pruébelo.

Lisa notó que el vino se le estaba subiendo a la cabeza. Claro que hacía horas desde que había desayunado. Un momento... el desayuno se lo había saltado para atender una llamada de larga distancia. Lo cual significaba que había cometido una gran estupidez al probar siquiera el vino con el estómago vacío.

Con la cabeza embotada como la tenía, lo último que le apetecía era ponerse a discutir, así que tomó el pan, y al hacerlo sus dedos se rozaron con los de él. Una ola de calor recorrió su mano, pero se esforzó por ignorarla y se llevó el pan a la boca.

—¿Le gusta? —inquirió él.

Ella asintió mientras masticaba. Tomó otro sorbo de vino y se inclinó hacia delante.

—Delicioso —respondió—. Aunque supongo que un pan y un vino excelentes no bastan para asegurar el éxito de un restaurante; sino, hoy no cabría un alfiler aquí.

—Raoul ha cerrado hasta la noche.

Ella parpadeó y se echó hacia atrás.

—¿Por qué?

—Porque se lo pedí.

—Pero... ¿para qué...?

—Porque quería tenerla sólo para mí.

Lisa resopló.

—Pero si ni siquiera le caigo bien...

Rourke tomó su copa y estudió la expresión de incredulidad en el rostro de la mujer sentada frente a él.

—Tal vez no —concedió.

Lisa Armstrong le había parecido una princesa de hielo la primera vez que la había visto, hacía más de seis meses, en un abarrotado pub de Cambridge llamado Shots, donde había ido a reunirse con Ted Bonner y Chance Demetrios.

Y desde entonces, en las contadas ocasiones en las que había vuelto a verla, nada había hecho que cambiara su opinión sobre ella.

—Pero la deseo —añadió con voz acariciadora, observando el repentino destello en los ojos castaños de ella—. Y usted me desea a mí.

Lo había notado durante aquel único y breve baile que habían compartido meses atrás.

Ella arqueó las cejas y entreabrió los labios. Se preguntó si su color, un rosa pálido, sería de pintalabios o no. La cuestión era que en todo ese tiempo no había podido sacarse esos labios de la cabeza.

Lisa cerró la boca y sus cejas, algo más oscuras que su cabello dorado, se distendieron. Al erguirse, un mechón escapó de su moño, cayendo sobre su elegante cuello.

—Tiene usted un ego del tamaño de una casa, señor Devlin.

Eso le habían dicho. Tanto su familia como sus amigos y sus enemigos. Apartó la vista del mechón que acariciaba su blanca piel.

—No creo que reconocer un hecho tenga nada que ver con un exceso de ego. Y me parece que deberíamos tutearnos.

—¿Por qué? —le espetó ella—. ¿Es que vamos a hacer negocios juntos después de todo?

El primer impulso de Rourke había sido decir que no, pero tenía buenas razones para asegurarse de que su amigo Ted y su compañero Chance Demetrios pudieran continuar con sus labores de investigación en la clínica. Invertir en cualquier cosa en la que Ted se involucrara era una apuesta segura.

Claro que... algo relacionado con el Instituto Armstrong... le repugnaba la sola idea. Quizá fuese mezquino por su parte, pero aún no estaba dispuesto a liberar a Lisa Armstrong del anzuelo. Estaba disfrutando, quizá demasiado, teniendo a la princesa de hielo a su merced. Sonrió divertido para sus adentros.

En ese momento se acercó Tonio, el camarero e hijo menor de Raoul, con una bandeja.

—Ah, ya están aquí nuestras ensaladas —dijo Rourke, y al mirar a Lisa vio relumbrar la ira en sus ojos.

Sin embargo, se controló enseguida y le sonrió como si nada mientras Tonio les servía. Rourke se preguntó si aquello sería sólo una fachada y le habría dado un puntapié si hubiera podido, o si sería tan fría como aparentaba. Sería interesante descubrirlo. Tomó su tenedor. Aquella reunión le había abierto el apetito, y en más de un sentido.

—Come —le dijo al ver que no parecía que fuera siquiera a probar la ensalada.

No había exagerado al decir que estaba más delgada. En el Baile del Fundador, mientras bailaba con ella, le había parecido tremendamente frágil, y en ese momento, a pesar de la gruesa chaqueta de lana y de los pantalones amplios que llevaba, saltaba a la vista que había perdido peso.

Ted le había dicho que se tomaba muy en serio su trabajo, lo cual era más que evidente, que a menudo llegaba a la clínica antes que nadie y que solía ser la última en marcharse. La había tildado incluso de «adicta al trabajo». Algo que tenían en común.

Lisa se puso a remover la ensalada de tomate con su tenedor, y lo alegró verla llevarse un poco a la boca.

—¿Cuánto hace que sois amigos Ted y tú?

A Rourke le sorprendió agradablemente ver que era capaz de adaptarse a las circunstancias. Después de haberse negado a tratar del asunto por el que la había hecho viajar a Nueva York, había esperado que lo castigaría con un silencio gélido durante el resto del almuerzo.

—Desde que éramos chiquillos.

Ella lo miró largamente.

—Me cuesta imaginar que una vez fuiste niño. ¿Fuisteis juntos al colegio?

Él casi se rió. Ted había crecido en el seno de una familia rica, con todo tipo de privilegios. Sus tres hermanas y él podrían haber disfrutado de una infancia similar si su padre no los hubiese abandonado. El clan Devlin había pasado de una situación acomodada a una situación... complicada. Se habían encontrado en la calle sin más, y por aquel entonces él no había tenido más que doce años.

Durante un tiempo, su madre había hecho lo posible por que no tuvieran que marcharse de Boston: los había cambiado a sus hermanas y a él de su colegio privado a uno público, y se habían ido de alquiler a un pequeño apartamento, algo muy distinto a la vida a la que habían estado acostumbrados.

Sin embargo, al cabo de unos años, a Nina Devlin no le había quedado otro remedio más que darse por vencida, y se habían mudado a Nueva York, a un apartamento minúsculo encima del restaurante italiano que regentaban sus abuelos.

Su padre había acabado en California, con una esposa florero con implantes de silicona en el pecho y apenas diez años mayor que Rourke.

Rourke sólo los había visto una vez, a los veintitrés años, tras haber obtenido su primer millón de dólares con su primer negocio. A la esposa florero, al enterarse, le había parecido un bocado apetecible, y se le había insinuado. Su padre, lejos de molestarse, se había jactado diciendo que había salido a él. Después de aquello no había vuelto a verlos.

—Ted y yo estábamos en el mismo grupo de scouts —le explicó a Lisa, anticipando la sorpresa que ella no pudo ocultar.

Antes de que abandonaran Boston, su madre se había asegurado de que siguiera tomando parte en las actividades del grupo de scouts en el que le había metido su padre. Rourke lo había detestado hasta que Ted y él, a pesar de ser muy distintos, se habían hecho amigos.

—¿Fuiste boy scout?

—Leal, amable, de confianza, servicial... —Rourke interrumpió su letanía de las cualidades de un scout cuando ella resopló por la nariz, como conteniendo la risa.

—Perdona —se disculpó ella. Pero a excepción del ligero rubor que cubría sus marcados pómulos, no parecía que lo sintiera de verdad—. Es que estaba imaginándote con unos pantalones cortos de color caqui y medallas en tu camisa —añadió. Se rió suavemente y sacudió la cabeza—. En fin, nada que ver con tu forma de vestir habitual.

Él apartó con dificultad la vista de sus labios sonrientes, pero quedó atrapado por el brillo travieso de sus ojos. No la había visto sonreír así, de verdad, desde su primer encuentro, en Shots, charlando y riendo con su amiga Sara Beth.

Tonio se acercó a retirar sus ensaladas, y cuando se hubo marchado, Rourke tomó la carpetilla.

—El Instituto Armstrong ha recibido muy mala prensa en los últimos meses —dijo, rompiendo la norma inventada de que no hablaba de negocios mientras comía—: protocolos de investigación cuestionables, estadísticas abultadas...

—Ésas dos acusaciones eran falsas. Y lo ha demostrado tu compañero scout, Ted.

—Sí, pero el regusto amargo de esas acusaciones, aunque falsas, no se ha disipado del todo.

El brillo de los ojos de Lisa se apagó, y se quedó mirándolo de un modo inexpresivo.

—Eso es como culpar a la víctima, ¿no crees? El Instituto Armstrong siempre se ha distinguido por regirse por el principio de la integridad, igual que su personal, pero nuestra reputación se ha visto dañada por las mentiras de otros y ahora tenemos que cargar con esa cruz, ¿no es eso?

—Integridad —repitió él, observándola mientras Tonio regresaba con el plato principal, un risotto de langosta—. Es interesante que hayas usado esa palabra.

Ella no apartó la vista, y volvió a tomar su copa.

—¿Ah, sí? No alcanzo a imaginar por qué.

Sería una buena jugadora de póquer, pensó él. No todo el mundo podía mentir así, sin parpadear siquiera. Diría que mentía incluso mejor que su ex mujer. Sin embargo, decidió dejar el tema por el momento.

—Tómate el risotto. Es tan bueno como el de mi madre.

Lisa tomó el tenedor y probó un poco.

—Yo creo que una inversión en el Instituto Armstrong estaría en la línea de otros proyectos similares de Devlin Ventures. Has tenido mucho éxito con las inversiones que has hecho en empresas relacionadas con la medicina.

—Ninguna de ellas estaba controlada por una familia —respondió él—. Nunca invierto en negocios familiares.

—Pero si has invertido en este restaurante.

—Soy socio de este restaurante —puntualizó él.

Lisa bajó la vista, pero no fue lo bastante rápida como para disimular la decepción que cruzó por su mirada. Dejó el tenedor con cuidado en el plato. Se limpió las comisuras de los labios con la servilleta y la dejó sobre la mesa.

—Creo que ya te he hecho perder bastante tiempo. Es evidente que accediste a esta reunión sólo por tu amistad con Ted —empujó la silla hacia atrás y se inclinó para recoger el portafolios del suelo antes de levantarse. Posó un instante su mirada sobre él—. Por favor, dile a Raoul que no me marcho porque no me guste su comida; está todo delicioso.

Se giró, y se iba a alejar ya cuando oyó la voz de Rourke detrás de ella que decía:

—Me sorprende que te des por vencida tan pronto; con tanta facilidad. Creía que tu deber para con la clínica estaba por encima de todo.

Rourke vio como se tensaban sus hombros bajo la elegante chaqueta. Lisa se volvió lentamente, y asió el asa de su portafolios frente a ella con las dos manos.

—Y así es. Pero ese sentido del deber me dice que es mejor que dedique mi tiempo a inversores que sí puedan estar interesados, no que lo pierda almorzando con un hombre cuyos intereses son distintos, sean cuales sean.

Él no tenía ningún interés en la clínica. A excepción de aquella inesperada atracción que sentía hacia ella, la idea de tener cualquier trato con la familia Armstrong se le antojaba peor que beber bilis.

—El Instituto Armstrong está al borde de la quiebra —dijo—. Y no tengo por costumbre tirar el dinero.

—Eso no es cierto. Estamos teniendo algunos problemas financieros —contestó ella muy calmada—, pero no es nada de lo que no podamos recuperarnos. Y si no fuera porque parece que tuvieras una china clavándosete en la planta del pie, estoy segura de que tú también lo verías así.

—De modo que de verdad te crees lo que acabas de decirme —murmuró Rourke.

Lo cual resultaba difícil de comprender. Las pérdidas que había sufrido la clínica eran prácticamente insalvables.

Lisa alzó la barbilla. Estaba muy delgada, y se la veía tensa, pero no podía negar que era hermosa, y que estaba muy entregada a la causa.

—De acuerdo; tendremos una reunión mañana por la mañana.

Ella enarcó una ceja.

—¿Dónde? ¿En tu cafetería preferida para desayunar? Él casi sonrió. La princesa de hielo sabía cuándo sacar las uñas.

—En mi oficina. A las nueve en punto.

Los ojos de Lisa relumbraron y asintió.

—Muy bien.

—Y no llegues tarde. Mañana tengo el día muy ajetreado y sólo podré hacerte un hueco.

—Yo nunca llego tarde —le aseguró ella, y esbozó una leve sonrisa antes de girarse sobre los talones y alejarse.

Él la observó mientras se marchaba, preguntándose si se volvería para mirarlo.

Y lo hizo, pero casi cuando iba a salir por la puerta. Rourke le sostuvo la mirada, las mejillas de ella se tiñeron de rubor y salió con paso apresurado del restaurante.

¿Hasta dónde estaría dispuesta a llegar para cumplir con su deber? Rourke tomó su copa y se sonrió. Sería divertido intentar descubrirlo.

Capítulo 2

PUES claro que va a invertir —la voz de Sara Beth, al otro lado de la línea, sonaba alegre y confiada a través del móvil de Lisa, que estaba puesto en modo «manos libres»—. ¿Para qué iba entonces a citarte esta mañana en su oficina?

—No lo sé —Lisa sacudió la cabeza en dirección al teléfono sobre el tocador, y alzó la vista hacia su reflejo en el espejo. Ya se le había corrido el rímel una vez y había tenido que desmaquillarse y volver a empezar. No quería llegar tarde a su cita con Rourke—. Ya sé que es un viejo amigo de tu flamante marido, pero no hace más que jugar conmigo; no sé qué es lo que quiere.

—Ted dice que es un hombre de principios.

—El que Rourke fuera un boy scout hace tiempo no significa que aún lo sea.

—¿Y qué dice Paul? —inquirió Sara Beth.

Lisa decidió que el rímel no había quedado mal y cerró el tubo con una mano mientras con la otra alcanzaba el pintalabios.

—Lo mismo que tú. Él también está seguro de que podré convencer a Rourke de que suba a bordo —se aplicó un poco de carmín rosa en los labios—. El problema es que Paul no se da cuenta de que su fe ciega en mí sólo consigue que me sienta aún más presionada.

—No es fe ciega —replicó Sara Beth—; es confianza. Vamos, Lisa, ¿no irás a empezar a dudar de ti ahora? Puedes hacerlo.

—¿Cuándo has cambiado tu uniforme de enfermera por el de animadora?

—Umm... —murmuró Sara Beth divertida—. Me pregunto cómo reaccionaría Ted si me viera con una faldita corta de ésas y unos pompones.

Lisa gimió.

—Recién casados... —farfulló—. Escucha, tengo que irme corriendo. Mi vuelo de regreso sale sobre las tres, así que probablemente nos veamos en la clínica antes de que te vayas.

—Estupendo.

—¿Para qué están las amigas? —Lisa colgó con una sonrisa en los labios.

Se pasó una mano por el cabello y guardó el móvil en el bolsillo de su portafolios. Como había ido a Nueva York sólo con la intención de estar allí un par de horas, no se había llevado nada de ropa, y había tenido que ir a comprarse algo para la reunión de esa mañana. No iba a presentarse en el despacho de Rourke con la misma ropa del día anterior.

Como ya se había gastado una fortuna en el conjunto de Armani que había escogido para el fiasco del día anterior, su presupuesto se había resentido, pero la falda negra y la chaqueta marrón que había comprado combinaban bien con la camiseta de punto negra que había traído de Boston, y le daban un aire serio y profesional. Se calzó sus zapatos de tacón negros, tomó su portafolios, y abandonó la habitación del hotel.