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Este volumen presenta una innovadora exploración de las principales revoluciones (francesa, rusa, china, vietnamita, cubana, iraní y sudafricana). Estudia también las revoluciones árabes más recientes, y proporciona una demostración rigurosa y exhaustiva de cómo implican algo más que el mero colapso y la reconstrucción de un Estado. Para ello, Mehran Kamrava examina numerosos casos históricos, y presenta la variedad y profundidad de las emociones y motivaciones humanas, tan frecuentes en las revoluciones: desde el compromiso personal hasta el sacrificio, la determinación, la capacidad de liderazgo, el carisma, el oportunismo y la avaricia.
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Seitenzahl: 386
Veröffentlichungsjahr: 2021
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MEHRAN KAMRAVA
BREVE HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN
EDICIONES RIALP
MADRID
Título original: A Concise History of Revolution
© 2019 by Cambridge University Press
© 2021 de la edición española traducida por JOSÉ MARÍA CARABANTE
by EDICIONES RIALP, S. A.,
Manuel Uribe, 13-15, 28033 Madrid
(www.rialp.com)
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Realización eBook: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-5968-8
ISBN (versión digital): 978-84-321-5969-5
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
ESTUDIO PRELIMINAR. UNA APROXIMACIÓN FILOSÓFICO-POLÍTICA AL CONCEPTO DE REVOLUCIÓN
1. INTRODUCCIÓN
El argumento central
Plan del libro
2. DE LA REBELIÓN A LA REVOLUCIÓN
Nacionalismo
La figura del líder
La vanguardia del partido
Lucha armada
La infantería revolucionaria
Conclusión
3. DEL MOVIMIENTO SOCIAL A LA REVOLUCIÓN
Vulnerabilidad y colapso del Estado
Movimientos sociales
Conclusión
4. ESTADOS REVOLUCIONARIOS
Liderazgo posrevolucionario
Institucionalización
La economía
Conclusión
5. POLÍTICAS REVOLUCIONARIAS
Las sociedades posrevolucionarias
Cultura política
Disenso y oposición
Conclusión
6. CONCLUSIÓN
CRONOLOGÍA DE LAS REVOLUCIONES
AGRADECIMIENTOS
BIBLIOGRAFÍA
AUTOR
COLECCIÓN HISTORIA
ESTUDIO PRELIMINAR.UNA APROXIMACIÓN FILOSÓFICO-POLÍTICA AL CONCEPTO DE REVOLUCIÓN
QUIZÁ HAYA SIDO HEMINGWAY el que mejor ha reflejado la arremetida de una revolución, cuando en Por quién doblan las campanas recuerda el ajuste de cuentas que acontece en la plaza de un pueblo la mañana posterior a un levantamiento. Las masas mesiánicas aguardan a los caciques, con la ansiedad del público frente a los toriles, para ajusticiarlos. Y al final, después del proceso popular, al igual que el albero tras la faena, el empedrado de los soportales queda sanguinolento, enlodado, como un testigo mudo y horrorizado ante la venganza de la historia.
Es indudable que, en el mundo posmoderno, donde el transcurso del tiempo toma una velocidad de crucero y tiene algo de vaporoso, la revolución ha perdido su faz implacable. Sea como fuere, y pese a que el mayo del 68 nos enseñó que todos somos, en nuestro interior, revolucionarios en potencia[1], todavía predominan en el inconsciente colectivo los símbolos tumultuosos y ensordecedores de la Revolución francesa —la revolución por antonomasia—, por culpa de la cual nos imaginamos los levantamientos populares como torrentes o avalanchas irrefrenables.
El primero que se percató de que las revoluciones eran sucesos cósmicos, algo así como meteoritos plagados de posibilidades preparándose para chocar con la línea de flotación de un régimen caduco, fue el duque de La Rochefoucauld-Liancourt. Luis XVI, sin mucha preocupación, le interrogaba sobre la Toma de la Bastilla, preguntándole sosegadamente si era una revuelta. «No, majestad —cuentan que respondió—. Es una revolución». Agudeza le sobraba.
Pero la revolución no ha sido solo el principal acontecimiento político del mundo moderno[2], sino también del nuestro. Porque no podríamos comprendernos sin tomar conciencia de que somos una secuela de esa concepción histórica y pseudomística que concibe el progreso social como un fruto maduro al alcance de la mano. Así lo vio, ciertamente, Marx, a quien Engels, en su entierro, no le recordó por sus contribuciones a la economía política, sino por ser un auténtico revolucionario.
Ahora bien, reflexionar sobre la revolución no es una tarea que solo incumba a quienes se sienten amenazados en el trono o con riesgos de ser arrastrados al cadalso. Ni siquiera es un tema exclusivo de especialistas. Por el contrario, cualquiera que anhele comprender dónde se gestó nuestro presente haría bien, primero, en comparar lo que ocurrió en América —o en Inglaterra, un siglo antes— con lo sucedido en Francia a finales del XVIII, en ese preciso momento en que la historia política se bifurca. Además, hay pocas cosas tan terapéuticas para contrarrestar nuestra peligrosa y enfermiza querencia por la utopía como rememorar Boston o, lo que es igual, desmitificar París, para lo cual este ensayo que presentamos es un buen compañero de viaje.
En efecto, su autor, Mehra Kamrava, nos recuerda que las revoluciones no tienen por qué ser violentas, pero sobre todo que nuestro juicio sobre ellas ha de posponerse casi indefinidamente hasta que el tiempo revele sus corolarios. Una revolución es, siempre y en todo caso, una promesa y eso, después de lo sucedido en el Edén, tendría que hacernos sospechar. En la mirada retrospectiva que ofrece, Kamrava se siente cómodo y muy seguro al diagnosticar el rumbo desgraciado y liberticida tomado por Francia, Rusia, China, Vietnam e incluso Cuba o su Irán natal, pero confiesa sus dudas sobre lo ocurrido hace unos años en el mundo árabe, lo cual muestra su inteligencia y prudencia política. En la historia todo es cuestión de perspectiva. De tiempo.
La filosofía clásica no prestó atención a la revolución porque su interés residía en la permanencia y en la estabilidad de los regímenes políticos. Por su parte, la filosofía moderna, que ha sacralizado el cambio, no puede abordar su origen, desarrollo y conclusión. Lo más próximo que Platón y Aristóteles estuvieron de llegar a lo revolucionario fue cuando hablaron de la stasis, aunque este término tiene más en común con los desequilibrios internos de la polis que con la conciencia popular de echar un órdago al poder. Por paradójico que pueda parecer, la metáfora de las revoluciones proviene de la astronomía, un campo en el que el término hacía referencia a una recurrencia cíclica. Revolucionario, además, no pierde el significado de restauración hasta finales del siglo XVIII[3], cuando adquiere esa aura adánica que vincula la revolución a la creación de un universo nuevo y prístino.
Kamrava presenta una pertinente aproximación histórico-sociológica al fenómeno, aunque debemos reconocer que en ocasiones el libro se aleja de esas disciplinas para encumbrarse a cotas más elevadas. De ese modo, resulta enriquecedor su enfoque, pues contribuye a superar concepciones acerca de la revolución más limitadas, aunque muy influyentes; unas, empeñadas en observar los eventos sociales como si fueran simples hechos naturales y el especialista requiriera acomodar la lente del microscopio; y otras, interpretándolos como epifenómenos definidos por estructuras más profundas, anónimas, que operan de espaldas al hombre. Su Breve historia de la revolución nos invita a considerar que la historia es un drama porque su urdimbre es la libertad.
Sin restar mérito a esta aproximación, el relato de Kamrava, tan útil para desentrañar las interacciones que abren la espita subversiva, carece de una gramática filosófica que explique el significado último de cualquier sublevación. A tenor de este, por ejemplo, cabría proponer una clasificación de las revoluciones diferente y de mayor calado a la ofrecida por el profesor de Georgetown. Arendt lo intentó, con innegable base histórica, distinguiendo entre las revoluciones que tienen como objetivo la constitución de la libertad, y aquellas de índole más social, que buscaban liberar al hombre de los imperativos de la necesidad o la pobreza.
A la pensadora alemana no le faltaba razón al traducir el excesivo peso concedido a la Revolución francesa como un alejamiento de lo que, en esencia, es constitutivo de la política. Creemos que esta consiste en el ejercicio del poder, que su función reside en gestionar las demandas de una ciudadanía anónima, cuando, en verdad, está relacionada con la posibilidad de una vida comunitaria y la participación del hombre en un proyecto conjunto. Necesitamos Estados del bienestar que ayuden a los menos pudientes, pero también un marco de libertad en el que dilucidar nuestros valores. La diferencia entre una revolución y otra llevó a Arendt a realizar una afirmación que hoy, imbuidos como estamos por el mito de la revuelta gala, puede sonar escandalosa. Y es que la «libertad ha sido mejor preservada en aquellos lugares donde no se ha dado la revolución»[4].
Bajo un enfoque filosófico, la revolución se nos presenta como una suerte de secularización racionalista del más allá. En efecto, en su narrativa el hombre se encarga de engendrar el futuro. Ni siquiera Marx, que tuvo el atrevimiento de concebir la violencia como la partera de una historia tan inexorable como la naturaleza, negó el papel radical que desempeña el ser humano cuando se trata de anticipar, a golpe de rebelión, el paraíso.
Pero si, como indicábamos, podemos emplear como sinónimo del mundo moderno la palabra revolución es porque la dualidad ideológica, tan interminable como fecunda, que enfrenta a los partidarios del progreso con los de la tradición, arranca en 1789. La diferencia entre los revolucionarios y quienes no lo son toma, de ese modo, un cariz antropológico. ¿Somos eslabones de una cadena o, por el contrario, cada generación surge en la más completa orfandad, arrostrando la titánica encomienda de crear de nuevo todas las cosas? Los conservadores, con Burke a la cabeza, no tienen ínfulas prometeicas, y si rechazan la revolución no es por miedo al cambio, sino casi siempre porque siguen ese innato sentido de la política que les conmina antes que nada a conservar y a reformar, no a destruir[5]. No hay que llevarse a engaño y pensar que el incondicional del progreso suscribe una antropología más optimista, como suele decirse. En realidad, quien vive pletórico de ilusión es el conservador, que no es tan ciego ni tan insensible como para pasar por alto el valor de todo aquello que merece ser preservado.
Los principales acontecimientos de los dos últimos siglos han estado vinculados, sin embargo, con el punto de vista más proclive a la algarada. Es decir, con el marxismo. El caso de Rusia, Cuba, China o el sudeste asiático sirven solo para atestiguarlo. En agosto de 1917, Lenin, a punto de convertirse en el timonel de la historia, firmaba un texto en el que vituperaba lo que entendía que era una manifestación de oportunismo político —el reformismo socialdemócrata—. Aprovechaba el momento, además, para abrir camino a la Revolución de Octubre, sosteniendo que la violencia era el instrumento para acabar con la democracia mutilada de su país. Para el camarada no había duda: la meta de la revolución era la destrucción completa del Estado y de la política[6]. Y es esta última posibilidad —la de un eclipse definitivo de la política— el principal riesgo del totalitarismo, puesto que el gulag y el campo de concentración solo pueden emerger una vez que la ciudad ha languidecido o expirado.
Por todo ello, la clasificación más importante de las revoluciones no es la que ofrece Kamrava en este libro, sino aquella que sitúa las “monstruosas comedias” revolucionarias de las que hablaba Burke junto a los sanos arrebatos por instaurar un régimen fundado en la libertad cívica. Las primeras son fantasmagorías ideológicas urdidas o por los revolucionarios profesionales o por los intelectuales interesados en cumplir con el papel de Mefistófeles de la política. Las segundas, que cuestionan el despotismo, no se identifican con una determinada opción política, sino con eso tan sano y perentorio que es la causa del hombre libre.
Más allá de las categorizaciones que sugiere y de su labor desmitificadora, este ensayo recuerda que las revoluciones nunca son la causa, sino siempre la consecuencia, de una crisis política. Dicho de otro modo: que la oportunidad de un levantamiento irrumpe en Estados debilitados, a punto de desintegrarse o exánimes de legitimidad[7]. No sabemos si en el futuro habrá más revoluciones, pero sí cabe aventurar que, teniendo en cuenta el progreso y la proximidad política de un mundo globalizado, las que se han producido seguirán repercutiendo en la forma de entender los principios de nuestra vida en común. Aunque solo sea por eso, revisar las pasadas merece la pena.
JOSÉ MARÍA CARABANTE
[1] J. Carabante, Mayo del 68. Claves filosóficas de una revuelta posmoderna (Madrid, Rialp, 2018).
[2] H. Arendt, Sobre la revolución (Madrid, Alianza, 2013), p. 42.
[3] Un intelectual como Thomas Paine, cuyo radicalismo no puede ponerse en duda, sugería, por ejemplo, llamar a los levantamientos “contrarrevoluciones”.
[4]H. Arendt, o. c., p. 182.
[5] E. Burke, Reflexiones sobre la Revoluciónfrancesa (Madrid, Rialp, 2020).
[6] V. I. Lenin, El Estado y la Revolución (Madrid, Alianza, 2012), passim.
[7] J. Dunn, Revoluciones modernas. Introducción al análisis de un fenómeno político (Madrid, Tecnos, 2014), p. 64-65.
1. Introducción
ESTE ES UN LIBRO SOBRE REVOLUCIONES, cuyo estudio es tan antiguo como el de los sistemas políticos despóticos. Cómo caen los estados, la manera en que los rebeldes normalmente movilizan a la población y combaten, las formas en que quienes lideran el movimiento organizan el poder y aplastan a los opositores… todo ello ha sido objeto de análisis por parte de generaciones y generaciones de académicos. Por tanto, este ensayo recorre una senda ya transitada. De hecho, muchos de los temas que aborda han sido tratados con anterioridad por diversos teóricos de la política y reputados sociólogos. Mi propósito no es cuestionar lo que se sabe sobre el modo en que se producen las revoluciones o por qué se llevan a cabo. Pretendo, por el contrario, presentar un marco que nos permita ubicar y clasificar las distintas categorías de revolución según sus causas y procesos. A mi juicio, la originalidad de este enfoque estriba en diferenciar tres tipos ideales de ellas: revoluciones planificadas, revoluciones espontáneas y, por último, revoluciones negociadas.
Antes de examinar detalladamente cada una de estas categorías, es importante ofrecer una definición de revolución común a todas. Zoltan Barany aporta una muy útil, de corte minimalista, según la cual se entiende por revolución «cualquier desafío popular dirigido de abajo hacia arriba, es decir, de las masas al régimen político establecido y o sus gobernantes»[1]. De modo parecido, yo creo que las revoluciones provocan cambios importantes en tres dimensiones políticas fundamentales: en el Estado, es decir, en el cuadro de líderes, sus instituciones y sus funciones; en segundo lugar, en la naturaleza y alcance de las relaciones entre el Estado y la sociedad, así como en sus respectivas interacciones. Y, por último, en la política imperante, o, por decirlo de otro modo, en la manera en que la sociedad concibe la política, las instituciones y los principios políticos, así como a sus líderes.
Por norma general, las revoluciones son sucesos de enorme magnitud protagonizados por las masas sociales, llevados a cabo gracias a la movilización de la población y con objetivos políticos concretos. A menudo, aunque no siempre, van acompañadas de grandes dosis de violencia, ya sea antes de la toma del poder, ya sea tras conquistarlo o bien, como es habitual, en ambos casos. Pero, contrariamente a lo que se supone, no siempre ni necesariamente implican medios violentos o son seguidas de periodos de terror. Por ejemplo, a finales de la década de los ochenta del pasado siglo, estallaron numerosas revoluciones en Europa del Este que, en comparación con otras épocas, no fueron especialmente violentas.
Dentro del léxico político, hay pocos términos de los que los políticos profesionales o aspirantes a ejercer el poder hayan abusado tanto como el de revolución. Son muy pocos los políticos u opositores que no se consideran revolucionarios o entienden que lo es su agenda o la forma en que ejercen el poder. Sin embargo, las revoluciones son eventos históricos bastante inusuales. De algún modo, ponen el mundo político boca abajo, transforman las bases de la cultura política y alteran los principios por los que se rige la acción política. En este sentido, se puede afirmar que toda revolución es indiscutiblemente un evento político, aunque para que se produzcan han de concurrir un conjunto de factores no solo de esta índole, sino también sociales y culturales[2]. Por tanto, insistimos en que, a pesar de lo usual del término, las auténticas revoluciones constituyen sucesos históricos raros. Hay razones que explican por qué. Como veremos a continuación, todas exigen la aparición simultánea de, al menos, tres factores: en primer lugar, instituciones estatales vulnerables y débiles; en segundo término, grupos y activistas capaces de aprovecharse de la situación política y, por último, una población receptiva y dispuesta a movilizarse para derrocar a quienes detentan el poder. Se trata de condiciones que no son frecuentes y que incluso pocas veces se presentan de forma aislada; mucho más infrecuente es su coincidencia. Para empezar, los dictadores rara vez renuncian al poder sin oponer resistencia y, de hecho, lo más habitual es que cuiden de que no surjan movimientos opositores. También es extraño que gobiernen solo a base de violencia. La mayoría de las veces crean a su alrededor una élite o un grupo de oligarcas que se juegan mucho con el mantenimiento del statu quo, puesto que ocupan puestos estratégicos en las instituciones y en el sector económico. Pero, lo que es más importante, los dictadores además idean medios diversos para mantener una guardia pretoriana y vigilan atentamente a las fuerzas armadas. Incluso cuando las instituciones civiles del Estado pierden gran parte de su eficacia y dejan de funcionar correctamente, los servicios de seguridad cumplen normalmente con su cometido y sofocan enérgicamente la disidencia. Buscar el respaldo de países poderosos en la escena internacional es igual de importante.
Pero, además de los obstáculos derivados de la vigilancia y capacidad represiva del Estado frente a los disidentes, hay otros igual de relevantes cuando se trata de organizar un levantamiento revolucionario coordinado. En cualquier rebelión, existen formas y niveles diversos de participación: por un lado, se en encuentran los integrantes principales del movimiento (la comunidad objetiva o la base social), por otro, los simpatizantes, los miembros reales, los activistas o militantes. Todo rebelde tiene un dilema, puesto que, para quienes participan, no implicarse es la opción más racional: los costes del compromiso pueden ser muy elevados o, en muchos casos, desconocidos, mientras que los beneficios de no hacerlo son los mismos se logre la victoria o no. Por lo tanto, «la disensión colectiva generalizada es improbable» y «la mayoría de los rebeldes en realidad no se rebelan»[3]. Según Mark Lichbach, «solo una pequeña minoría de activistas destaca en el amplio espectro de la disidencia». De acuerdo con el mismo autor, los datos empíricos muestran la existencia de una regla, la del 5 %, de modo que cabe decir que este es el porcentaje que se rebela en el seno de las organizaciones vecinales en los conflictos comunitarios, en las rebeliones urbanas, en las revueltas estudiantiles, los sindicatos, las guerras de guerrillas y los movimientos populistas rurales. Los rebeldes, además, son una pequeña minoría en todos los casos importantes de disensión colectiva. El criterio es válido para el caso de las revoluciones estadounidense, rusa, argelina y cubana, y para los movimientos fascistas.
Los rebeldes pueden paliar las dificultades provocadas por la baja participación recurriendo a diversos medios; en concreto, elevando los beneficios del compromiso y reduciendo sus costes. También aumentando sus recursos, mejorando la eficacia de las tácticas, incremento la probabilidad de la victoria y dificultando abandonar la lucha de los que se han integrado en ella[4]. Pero ninguna de estas opciones es fácil y todas tienen su precio.
A pesar de las dificultades, lo cierto es que en muchas ocasiones tiene lugar revoluciones. En este libro me propongo analizar sus causas, sus consecuencias y, lo que es igual de trascendental, sus diversas categorías.
EL ARGUMENTO CENTRAL
En este ensayo lo que sostengo es que, de los tres elementos clave que deben concurrir para que se produzca una revolución —la crisis del Estado, la aparición de líderes que encabecen el movimiento y la movilización social—, su aparición sigue un patrón distinto dependiendo de la categoría de revolución. Así, en primer lugar, hay revoluciones que cabe calificar de espontáneas, como la francesa de 1789, la rusa de febrero de 1917, la que tuvo lugar en 1978 en Irán o las de Túnez y Egipto entre 2011 y 2012. En estos casos, por norma general, lo primero que aparecen son grietas y debilidades en el Estado autoritario. Eso crea un clima de apertura política que proporciona el espacio para que se conforme el movimiento social. Más tarde, eso provoca la movilización masiva de la sociedad liderada por los sujetos surgidos del seno del movimiento, provocando al final el colapso del Estado. Este tipo de revoluciones no tienen una finalidad clara más allá del derrocamiento del viejo orden y, por lo tanto, sus líderes, su ideología y la concepción posterior solo aparecen paulatinamente, es decir, a medida que se van desarrollando. Incluso tras su triunfo, es muy poco probable que la primera generación de líderes sea la que venza. Únicamente quienes tienen acceso a las instituciones pueden liquidar su carácter espontáneo y planificar el movimiento para lograr sus propios fines.
Pero no en todas las revoluciones son las masas las que llevan a cabo el derrocamiento del régimen. De hecho, hay casos en que las clases sociales con más poder o determinados actores estatales alcanzan una especie de equilibrio negativo. Esto ocurre cuando cuentan con suficiente poder como para desafiar al Estado, pero no para derrocarlo, o cuando quienes tienen el control político todavía no lo han perdido por completo. En esas circunstancias, a veces la única salida es la negociación y que los dos bandos llegan a un acuerdo de principios para construir un nuevo sistema político. Podemos llamar a esta clase de revoluciones, en las que la movilización de la sociedad debilita al Estado, revoluciones negociadas.
Lo que determina que una revolución sea negociada o no es el modo en que el poder se transfiere a los nuevos líderes. Si, como consecuencia de la movilización de la población, el Estado se tambalea y, por ejemplo, se producen deserciones masivas en las filas del ejército o determinados actores dejan la primera línea política, la ola de la revolución arrasa con todo y quienes lideran el movimiento se adueñan decidida y vigorosamente del poder. Esto fue lo que sucedió en las revoluciones espontáneas de Francia en 1789 e Irán en 1979. Pero cuando las instituciones estatales permanecen más o menos intactas, las deserciones no son muy numerosas y aunque erosionan el poder gubernamental no lo socavan del todo, los dos bandos se avienen a negociar porque ven el acuerdo como la salida más viable y, con frecuencia, más segura para ambos. Ahora bien, las transiciones negociadas pueden tener resultados igualmente revolucionarios, como demuestra el caso de Europa Central y del Este a finales de los ochenta o el ejemplo de Sudáfrica en la década de los noventa[5].
Pero hay algunas revoluciones que se planifican. En ellas, lo primero que aparecen son los líderes, que tienen la misión de recabar el apoyo de la sociedad para poner fin a la dictadura vigente. En este caso, existe un plan detallado para hacerse con el poder, se disponen de medios para inculcar su ideología y ganar simpatías entre la población, así como una concepción sobre el futuro Estado. Parte de su proyecto, en realidad la más importante, es derrotar militarmente al régimen en el poder. Ello exige lanzar campañas militares desde las zonas rurales, donde apenas llega el control y la autoridad del Estado. Solo si y cuando este colapsa, se logra movilizar a la población de un modo significativo gracias a los líderes del nuevo Estado, así como utilizarla para consolidar los logros de la revolución.
Estas categorías son tipos ideales, por lo que lo importante es si en el caso concreto predomina la planificación o las acciones deliberadas, la espontaneidad o si hay una salida negociada o no a la crisis que provocan. En su mayor parte, lo cierto es que todas las revoluciones son una mezcla en gran medida de las tres. El factor clave que nos permite distinguirlas está relacionado con el momento en que se percibe la debilidad del Estado y la aparición tanto grupos organizados de opositores como de individuos que se consideran los líderes del movimiento revolucionario y son también así vistos por la mayoría de los casos por la población.
En las revoluciones de carácter espontáneo, lo primero que aparece es siempre la debilidad del Estado, gracias a la cual la oposición encuentra espacio para expresarse. Así, poco a poco, emerge un grupo que se destaca sobre los demás para liderar el movimiento. En las planificadas, en la primera fase surgen grupos que pretenden derrocar al Estado y hacerse con el poder y, si tienen éxito, utilizar su autoridad para movilizar a la población. En uno y en otro caso, la derrota militar del Estado prerrevolucionario, o la deserción en las filas militares, es lo que determina el éxito de la insurrección. En este sentido, aunque el régimen no caiga por completo, no puede recuperar el poder, ahora en manos de la sociedad, esa situación normalmente da paso a una serie de conversaciones, así como, finalmente, al traspaso negociado del gobierno.
Como hemos señalado, lo normal es que concurran diversos factores en el desarrollo de la revolución, que nunca tiene rasgos exclusivos de una sola categoría. En Rusia, por ejemplo, los activistas antiestatales habían estado urdiendo el derrocamiento del poder zarista mucho tiempo antes de que estallaran los disturbios de febrero y octubre de 1917. Pero fueron en gran parte las heridas que el Estado se autoinfligió, comenzando por la humillante derrota ante Japón en 1905, lo que allanó el camino para la revolución, en gran parte espontánea, de febrero de 1917. Quienes asumieron el poder entonces tuvieron que afrontar las dificultades derivadas de una situación económica e institucional disfuncional, lo que, unido a su incompetencia, no pudo refrenar a las fuerzas bolcheviques, organizadas con el fin de tomar el poder. En resumen, en Rusia se produjo una revolución espontanea en febrero, seguida de una planificada en octubre.
A la hora de estudiar los principales rasgos de las revoluciones planificadas, tomo en gran medida como ejemplo las revoluciones rusa, china, vietnamita y cubana, así como la aventura fallida del Che Guevara en Bolivia. La revolución de 1979 en Nicaragua también fue planificada en su mayor parte por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), aunque, además de la guerra de guerrillas y la insurrección urbana, en ella hubo una serie de huelgas generales. En este último caso, la insurrección dependió de la alianza política entre obreros y campesinos y contó con el apoyo de otros sectores importantes, como la burguesía, los intelectuales y la iglesia[6]. En Sudáfrica, el Congreso Nacional Africano urdió planes para iniciar una revolución cuando su líder, Nelson Mandela, se encontraba preso. Pero el estancamiento del país provocó que se sentaran a negociar el CNA y el Partido Nacional, que gobernaba y que estaba bajo observación de las potencias internacionales. Fue eso lo que abrió una nueva época en el país.
Al igual que en Sudáfrica, las revoluciones que derrocaron los regímenes comunistas en Europa del Este, entre 1989 y 1991, fueron posibles y triunfaron en gran parte gracias a las transiciones negociadas. A esta clase de revoluciones, algunos expertos las han denominado “revoluciones antirrevolucionarias”, porque en ellas apenas se produjeron episodios violentos y, además, su objetivo no era tanto tomar el poder como reclamar la apertura del espacio público y ciertas libertades, como la libertad de opinión y de reunión[7]. Pero los hechos acaecidos en países como Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Bulgaria, Rumanía y Alemania Oriental cumplen con todos los requisitos de las revoluciones y puede decirse que sí lo fueron, ya que no es necesaria la violencia para que un movimiento revolucionario triunfe.
Ahora bien, determinar si una revolución espontánea ha tenido éxito o no es mucho más difícil porque en ellas casi nunca se aclaran en un primer momento los objetivos y, además, los grupos que luchan por derrocar al Estado tienen cada uno sus propias metas e intereses, así como sus propias ideas acerca del régimen a instaurar tras la victoria. A ello se añade que, al menos en un primer momento, no hay nadie que ejerza claramente el liderazgo. No hay, propiamente hablando, ninguna “revolución”, ni se cuenta con ni planeamientos ideológicos claros ni planes sobre el futuro régimen. Las diferencias existentes en el seno de la coalición que adopta cada vez más rasgos revolucionarios se acaban resolviendo únicamente cuando uno de los grupos se impone al resto y se hace finalmente con el poder.
En las revoluciones espontáneas es natural que existan diversas sensibilidades o concepciones en liza, pero tras la revolución solo hay espacio para una. La naturaleza intrínsecamente imprecisa de las revoluciones espontáneas es lo que explica que el sociólogo Asef Bayat se haya preguntado si los levantamientos durante la llamada Primavera Árabe fueron o no auténticas revoluciones. Según Bayat, «carecieron de un marco intelectual» y no tenían «un conjunto de ideas, conceptos y filosofías» que informaran «el subconsciente teórico de los rebeldes, influyeran en su visión o en la elección de estrategias y el tipo de líderes escogidos». Además, señala, carecían, en términos políticos y económicos, de radicalismo[8]. Por lo tanto, lo que ocurrió en Túnez, Egipto y Yemen no fue ni una revolución ni una reforma, sino lo que llama una “refolución”, es decir, un «movimiento revolucionario que surgió para conminar al Estado a hacer determinados cambios y poner en marcha reformas importantes en nombre de la revolución»[9]. «Por la movilización parecían revolucionarios, pero desde el punto de vista de lo que proponían, era movimientos de reforma», precisa[10].
No se equivoca Bayat al preguntarse si lo ocurrido en el mundo árabe fue una revolución o algo diferente, es decir, situaciones de caos o inestabilidad, guerras civiles alimentadas por conflictos regionales preexistentes, maniobras de terceros países, etc. Es cierto que, solo teniendo en cuenta el factor temporal, los levantamientos árabes carecieron del alcance y duración de la revolución francesa o iraní. Pero la ausencia de “conceptos y filosofías” caracteriza a todas las revoluciones espontáneas y el supuesto secuestro de la revolución por parte de otros grupos es una habitual cuando unos obtienen el poder frente a colectivos que también lo desean. De la misma manera que los opositores laicos al régimen del Sha en Irán sintieron que el ayatolá Jomeini y sus secuaces se habían adueñado de la revolución, los activistas y miembros de los Hermanos Musulmanes y las fuerzas armadas egipcias se acusaron recíprocamente de hacerlo en la “Revolución del 25 de enero”. Fue ese día fatídico el momento culminante de lo que muy rápidamente se convirtió una revolución de enorme relevancia histórica. Pero el golpe de Estado de julio de 2013 por parte del general Abdelfatah El-Sisi restauró los antiguos principios que regían las relaciones entre el Estado y la sociedad, revocando las primeras reformas. En otros lugares, como Libia, Siria y Yemen, a las fracturas existentes entre la élite se añadió la intervención extranjera, lo que sumió al país en una guerra civil. Hablar en esos casos de revolución, tal y como empleamos aquí el término, no tiene mucho sentido. Solo en Túnez se puede decir que se llevó a cabo una transición con poca violencia, en términos comparativos, y se inició un proceso de negociación. El resultado, al menos por ahora, no se puede decir que haya sido menos revolucionario.
La tesis de este ensayo se basa en los trabajos y análisis sobre la revolución ofrecidos por cuatro generaciones de investigadores, tal y como las clasificó en su momento George Lawson. Este ultimo diferenciaba cuatro etapas en los estudios sobre la cuestión, no necesariamente distintas[11]. La primera generación, aparecida antes de la Segunda Guerra Mundial, y representada por los trabajos de Crane Brinton, adoptó en sus contribuciones el punto de vista de la “historia natural”, centrándose en el estudio de los síntomas de la decadencia política y desequilibrio social producidos en los momentos precedentes y posteriores a la revolución. La segunda generación, tras la Guerra, se centró en los vínculos causales entre los procesos de modernización y los levantamientos, examinando o bien lo que se ha dado en llamar el fenómeno de la desincronización (Chalmers Johnson), bien el de las expectativas incumplidas (James Davies), o bien el de la degradación relativa (Ted Robert Gurr). Los análisis estructuralistas se popularizaron entre los años sesenta y ochenta, conformando la tercera generación de estudiosos. En ellos, se prestaba atención a la función de las estructuras nacionales e internacionales —por ejemplo, Estados mecenas más poderosos, clases nacionales como el campesinado y la burguesía, guerras, etc.—, como reflejan las obras pioneras de Barrington Moore, Theda Skocpol y Jack Goldstone. Una cuarta generación, a la que supongo que pertenece este libro, se dedica a analizar las complejas interacciones entre el ámbito de las relaciones internacionales, las crisis políticas y los desarrollos sociales que provocan el estallido revolucionario y, al mismo tiempo, dan forma a sus resultados y consecuencias.
En concreto, lo que pretendo en estos capítulos es llamar precisamente la atención sobre la concurrencia de cuatro factores en todas las clases de revolución, ya sean planificadas, espontáneas o negociadas. Al elaborar una teoría sobre la revolución, esos cuatro factores constituyen los pilares fundamentales del marco analítico. Se hace referencia, así, a la dimensión institucional, a la internacional, al liderazgo y la agencia y, finalmente, a la economía. Cualquier análisis sobre la revolución debe tenerlos en cuenta. Al mismo tiempo, se trata de factores interconectados y ninguno de ellos se puede separar del resto. Así, las instituciones determinan o influyen en las relaciones de poder, dentro del Estado, entre el Estado y la sociedad, y entre los actores sociales y quienes aspiran a adueñarse del control político. Pero estas relaciones institucionales tienen lugar en un contexto más amplio, como es el internacional, en el que se decide también la fortaleza o debilidad del Estado y los recursos con que cuenta. Estos y, más ampliamente, la economía, son también importantes, ya que la capacidad de las instituciones está en función de ellos, pero también, como veremos que sucedió en Europa del Este a finales de los ochenta, las prioridades de la sociedad y la dirección que ha de tomar el Estado tras las revueltas. Todo ello muestra la relevancia de lo que denominamos “agencia”, es decir, de la capacidad de los individuos para tomar sus propias decisiones. Especialmente en el caso de las revoluciones planificadas y en las coyunturas críticas que aparecen como consecuencia de la toma revolucionaria del poder, las decisiones adoptadas por los líderes pueden tener consecuencias duraderas y de vasto alcance[12]. Por decirlo lisa y llanamente, mientras que Nelson Mandela poseía convicciones democráticas, este no era el caso de Lenin, Mao, Ho Chi Minh, Castro o Jomeini. Y aunque estos no fueron las únicas figuras revolucionarias, sus ideas personales fueron las decisivas para el resultado y configuración institucional del Estado.
PLAN DEL LIBRO
Los siguientes capítulos presentan un marco teórico para el estudio de las causas, los procesos y los resultados de las tres categorías de revolución: las planificadas, las espontáneas y las negociadas. Los capítulos 2 y 3 se centran, respectivamente, en el estudio de las planificadas y las espontáneas. El capítulo 2 analiza tanto los medios como los métodos empleados por quienes aspiran a liderar la revolución, además de examinar los esfuerzos destinados a la toma del poder. Se concluye que, independientemente de su ideología, todas están motivadas por sentimientos nacionalistas hondamente arraigados, definen roles importantes para el liderazgo del grupo y del partido de vanguardia, y se canalizan mediante la lucha armada, la movilización de guerrilleros y la formación de un ejército de infantería revolucionario.
El capítulo 3 se dedica al examen de las revoluciones espontáneas, teniendo en cuenta especialmente la vulnerabilidad y el colapso del Estado, una situación que ofrecen la posibilidad para la aparición, primero, de acciones dispersas y desorganizadas de protesta y oposición. Después se conforma un movimiento social que, con el efecto bola de nieve, da lugar a la movilización revolucionaria de la población. En ese proceso, con el tiempo y aprovechando las oportunidades que surgen, se decanta quiénes asumirán el liderazgo en el orden posrevolucionario. Una vez triunfa la revolución, el nuevo Estado no solo es diferente al anterior, sino que también adopta un papel y un perfil distinto tanto a nivel nacional como internacional.
El capítulo 4 se centra en la estructura institucional y las prioridades del Estado después de la victoria. En concreto, veremos cómo los nuevos diseñan el aparato institucional para ejercer el gobierno y afrontar los desafíos tanto políticos como económicos que se presentan. La sociedad también cambia tras la revolución, adoptando una serie de características que no son solo resultado de su experiencia revolucionaria, sino fruto de las acciones y prioridades establecidas por el nuevo orden. El capítulo 5 analiza las relaciones entre el Estado y la sociedad después de la victoria. Las revoluciones liberan tensiones de sociedades sumidas durante mucho tiempo a regímenes dictatoriales y despóticos. La reacción más natural es aferrarse a los logros y libertades recién adquiridas, pero esto último no siempre casa bien con los intereses de quienes han heredado el poder. Lo que se produce no es siempre un tira y afloja entre el Estado y la sociedad, aunque es frecuente, sino entre esta y la pretensión del Estado de crear una nueva concepción de la ciudadanía acorde con los nuevos intereses políticos. En ese marco, el disenso y la oposición adoptan también rasgos muy concretos.
Al resaltar la importancia de los temas y factores que se discuten aquí, hago referencias y extraigo, en todo momento, ejemplos de diversos sucesos históricos. Al final del libro ofrezco una breve cronología de las revoluciones a las que aludo, precedida por el capítulo 6, que recoge las principales conclusiones. Además de resumir los principales hallazgos, el apartado final analiza algunas de las formas más eficaces con que los Estados del siglo XXI intentan evitar los movimientos revolucionarios, las cuales han contribuido a fortalecer a los regímenes autoritarios y a alargar su existencia. Pero mientras haya dictadores, siempre será posible que estalle en el futuro una revolución.
[1]Zoltan Barany, How Armies Respond to Revolutions and Why (Princeton, NJ: Princeton University Press, 2016), p. 7. El subrayado es original. Para un análisis del concepto de revolución, se puede consultar James Farr, “Historical Concepts in Political Science: The Case of Revolution”, American Journal of Political Science, Vol. 26, n.º 4 (Noviembre, 1982), pp. 688–708; y John Dunn, “Revolution”, en Political Innovation and Conceptual Change, Terence Ball, James Farr y Russell Hanson, eds. (Cambridge: Cambridge University Press, 1988).
[2]John Dunn, Modern Revolutions: An Introduction to the Analysis of a Political Phenomenon (Cambridge: Cambridge University Press, 1989), p. XVI.
[3]Mark Irving Lichbach, The Rebel’s Dilemma (Ann Arbor, MI: University of Michigan Press, 1998), pp. 16-17.
[4]Ibid., pp. 22-25.
[5]George Lawson, “Negotiated Revolutions: The Prospects for Radical Change in Contemporary World Politics”, Review of International Studies, Vol. 31 (2005), p. 481.
[6] Devora Grynspan, “Nicaragua: A New Model for Popular Revolution in Latin America”, en Revolutions of the Late Twentieth Century, Jack A. Goldstone, Ted Robert Gurr, y Farrokh Moshiri, eds. (Boulder, CO: Westview, 1991), p. 97.
[7]Harald Wydra, “Revolution and Democracy: The European Experience”, en Revolution in the Making of the Modern World: Social Identities, Globalization and Modernity, John Foran, David Lane, y Andreja Zivkovic, eds. (London: Routledge, 2008), p. 43.
[8]Asef Bayat, Revolution without Revolutionaries: Making Sense of the Arab Spring (Stanford, CA: Stanford University Press, 2017), p. 11.
[9] Ibid., p. 17.
[10] Ibid., p. 18. Bayat explica que «el excepcionalismo geopolítico de Oriente Medio se explica por el petróleo y la presencia de Israel» (p.16).
[11]George Lawson, Negotiated Revolutions: The Czech Republic, South Africa and Chile (Burlington, VT: Ashgate, 2005), pp. 47-70.
[12] Podemos definir las coyunturas críticas como «períodos de tiempo relativamente cortos durante los cuales existe una alta probabilidad de que las decisiones de los agentes influyan o determinen el resultado». Concretamente, «se caracterizan por ser situaciones en las que las circunstancias estructurales (económicas, culturales, ideológicas, organizativas) que determinan la acción política pierden su influencia durante un breve espacio de tiempo, lo que tiene dos consecuencias: en primer lugar, se amplían de un modo importante las opciones con que cuentan los actores políticos y los efectos de sus decisiones, en segundo lugar, son potencialmente mayores. Por decirlo de otro modo, las contingencias se vuelven importantes». Giovanni Capoccia y R. Daniel Kelemen, “The Study of Critical Junctures: Theory, Narrative, and Counterfactuals in Historical Institutionalism”, World Politics, Vol. 59, n.º 3 (Abril, 2007), pp. 343, 348.
2. De la rebelión a la revolución
¿QUÉ INSPIRA A LOS REVOLUCIONARIOS? Es evidente que no existe una única respuesta. Los revolucionarios pueden inspirarse en las promesas que les hacen sus camaradas, en su carisma o en el deseo de un futuro político mejor, libre de injusticias y por el que vale la pena luchar. A diferencia de lo que sucede en las revoluciones de carácter espontáneo, en las que quienes participan casi sin querer, por decirlo así, se ven inmersos en circunstancias revolucionarias, en el caso de las planificadas, los revolucionarios, conscientes de su misión, han de crearlas. Requieren, pues, de ciertos medios e implican bosquejar un proyecto, así como contar con un conjunto de estrategias. De todo ello hablaremos en este capítulo.
Mientras que las revoluciones espontáneas surgen por azar y son consecuencia de los estallidos de ira y frustración de las masas, las organizadas parten de rebeliones orquestadas y premeditadas. El objetivo de este capítulo es detallar los factores principales de esta clase de revoluciones y las interrelaciones que se establecen entre ellos. En primer lugar, y con independencia de su postura ideológica, todos y cada uno de revolucionarios son nacionalistas. Además, sienten siempre un profundo deseo por mejorar las condiciones en que se halla su país y la calidad de vida de sus conciudadanos. Incluso en los casos en que suscriben ideologías propiamente antinacionalistas, como el comunismo, su decisión de iniciar la revolución no parte de la voluntad de hacerse con el poder, sino de mejorar la vida a su alrededor y transformar lo que ocurre en su vecindario, en su ciudad y en su país.
Otros de los componentes de toda revolución planificada son el liderazgo y la existencia de un partido. Esta clase de eventos revolucionarios no pueden tener lugar si un conjunto de individuos fuertemente comprometidos no decide planificar, organizar y liderar la toma del poder. Como es lógico, al principio conforman una célula secreta, pero esta es el origen del partido político o guerrilla que surge más tarde para encabezar la revolución. Normalmente uno de los integrantes de esa vanguardia asume el papel principal porque tiene mayor ambición que el resto, porque posee mejores dotes organizativas o porque sabe aprovechar las oportunidades que se le presentan. O, simplemente, por casualidad. Aunque ninguna revolución planificada puede tener éxito sin el apoyo de un partido revolucionario organizado, quien lidera la estructura de este último se convierte en el rostro de la revolución y, si triunfa, acaba siendo el líder del país.
Solo los individuos comprometidos, que muchas veces se muestran impelidos a realizar cambios drásticos y de amplio alcance en el cuerpo político, pueden iniciar y llevar a cabo revoluciones planificadas. Una vez que deciden abrazar la causa revolucionaria, se entregan a ella en cuerpo y alma, buscando con todas sus fuerzas acabar con el régimen y erigir uno nuevo. Por esta razón, desatiendan otras dimensiones de su vida y pasan por alto todo lo que no guarda relación con la lucha.
La revolución no tendrá éxito si los revolucionarios no consiguen derrotar militarmente a las fuerzas gubernamentales y poner de rodillas al Estado. Para ello es necesario recurrir a la lucha armada, otro de los elementos de todas las revoluciones planificadas. Los revolucionarios dedican gran parte de sus esfuerzos iniciales a reflexionar sobre la mejor manera de combatir y lograr la victoria contra las milicias del régimen. Su objetivo estratégico es derrotar al Estado y hacerse con el poder político, lo que implica el uso de la violencia e incluso la guerra.
Un líder necesita un partido y un partido, estrategias y tácticas. También es importante contar con lo que se puede llamar un cuerpo de infantería orgánico que respalde los objetivos e ideales de la organización. Para ello, es preciso una vanguardia de soldados dispuestos a participar activamente en la revolución y, si es necesario, a emplear armas. Casi todas las revoluciones se libran en nombre de los oprimidos y los desposeídos: los pobres de las ciudades, la clase trabajadora, el campesinado. Pero hay que reconocer que muy pocos de los que las ponen en marcha pertenecen a estos grupos: en su mayoría son jóvenes idealistas y formados que viven zonas urbanas y disfrutan de un elevado nivel adquisitivo. Con independencia de su clase, sin ellos, o sin un número suficiente, la revolución está condenada a fracasar. Como veremos, esa fue la difícil lección que aprendió de un modo dramático el Che.
A continuación, examinaremos separadamente cada uno de los factores de las revoluciones planificadas: nacionalismo, liderazgo, vanguardia de partido, lucha armada y soldados de infantería. Lo haremos refiriéndonos al ejemplo de la revolución rusa de octubre de 1917, la china, la vietnamita y la cubana. En cada caso, nos centraremos en la revolución que mejor refleja cada fenómeno, aunque tendremos en cuenta otros ejemplos que pueden resultar esclarecedores.
NACIONALISMO
Con independencia de las convicciones ideológicas de los revolucionarios, lo que principalmente les motiva es una creencia inquebrantable: están convencidos de que la revolución mejorará la vida de sus conciudadanos y será beneficiosa para todo el país. Probablemente, alguien con la forma de pensar de Lenin rechazaría rotundamente ser considerado nacionalista. Pero su fe en el progreso de Rusia y su empeño por cambiar las condiciones del país eran sus principales preocupaciones ya antes de 1917. Puede que, rigurosamente hablando, no fuera nacionalista, aunque indudablemente lo era su voluntad decidida por mejorar la vida de los rusos y la propia Rusia. Por otro lado, la demagógica defensa del nacionalismo que hizo no mermó su voluntad de transformar el país.
En Vietnam es donde mejor se refleja la fuerza del nacionalismo y su relación con los movimientos revolucionarios. En este sentido, se puede decir que el objetivo de Ho Chi Minh fue armonizar comunismo y nacionalismo[1]