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LIBRE PARA AMAR, LIBRE PARA GOBERNAR A Catalina la Grande se la ha tachado de inmoral por su apetito insaciable por los hombres y su falta de escrúpulos. Descubre a la zarina ilustrada que se esconde detrás. Ella llevo al imperio ruso a su esplendor.
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Seitenzahl: 194
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
LIBRE PARA AMAR, LIBRE PARA GOBERNAR
I. SU LUGAR EN LA CORTE
II. TOMAR EL PODER
III. UNA ILUSTRADA EN EL TRONO
IV. LA GRAN EMPERATRIZ
V. EL VIAJE FINAL
VISIONES DE CATALINA LA GRANDE
LA VISIÓN DE LA HISTORIA
NUESTRA VISIÓN
CRONOLOGÍA
© Mercedes Giuffré por el texto
© Cristina Serrat por la ilustración de cubierta
© 2020, RBA Coleccionables, S.A.U.
Diseño cubierta y portadillas de volumen: Luz de la Mora
Diseño interior: tactilestudio
Realización: EDITEC
Asesoría narrativa: Ariadna Castellarnau Arfelis
Asesoría histórica: María de los Ángeles Pérez Samper
Equipo de coloristas: Elisa Ancori y Albert Vila
Fotografías: Album: 159; Album / Fine Art Images: 160; Library of Congress: 161.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: septiembre de 2025
REF.: OBDO788
ISBN: 978-84-1098-746-3
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
Catalina II, apodada la Grande, fue la última mujer que ocupó el trono de Rusia. De origen prusiano,
llegó al poder mediante un golpe de Estado que destronó a su esposo, Pedro III. Durante los treinta y cuatro años en los que gobernó un territorio vasto y de población heterogénea, se dedicó a expandir las fronteras del Imperio ruso y modernizó el país, además de impulsar y apoyar el desarrollo del arte y la ciencia. La leyenda negra, sin embargo, la presentó durante más de dos siglos como una ninfómana, devoradora de hombres y asesina. Caricaturas políticas y comentarios malintencionados de sus contemporáneos y de autores posteriores imprimieron prejuicios misóginos que relacionaron su figura con la desmesura y el deseo insaciable, el placer morboso y la promiscuidad. En el siglo XX, se habló incluso del descubrimiento de una «habitación sexual» en el palacio de Tsárskoye Seló, durante la Segunda Guerra Mundial, en la que el mobiliario de madera tenía tallados falos erectos, senos y vulvas, y conservaba objetos eróticos de uso personal de la emperatriz. La propaganda soviética abonó la leyenda agregando que su muerte se había debido a la penetración de un caballo durante una práctica de zoofilia. Amigos y enemigos la pintaron verbalmente como la «Semíramis del norte» (Diderot), la «Minerva rusa» (Voltaire), un «Tartufo con corona y faldas» (Pushkin) o «la más grande entre las reinas y las putas» (lord Byron). ¿Cuánto hay de cierto y de falso en esta leyenda?
Catalina llegó a Rusia con catorce años para casarse con Pedro Ulrico de Holstein, el heredero y sobrino de la emperatriz Isabel Petrovna, hija de Pedro el Grande. El matrimonio fue para ella una decepción y pronto se encontró, al decir de Aleksándr Herzen en la introducción a sus Memorias, prisionera en el palacio, donde no podía hacer nada sin permiso. Imposibilitada en sus movimientos, espiada a todas horas y atrapada en una relación en la que, lejos de ser amada o respetada, era objeto de desprecio y agravios e, incluso, de violencia, se refugió en el estudio. Los rumores acerca de la impotencia de su esposo hicieron que la corte mirara hacia otro lado cuando tomó el primero de sus amantes, un noble ayuda de cámara llamado Serguéi Saltykov que la introdujo en los placeres carnales. A partir de entonces, sus amantes se fueron sucediendo, y, a excepción de los que conoció mientras estaba casada, Catalina jamás trató de ocultar a los demás su existencia. Al contrario: presentaba a sus conquistas sin temor a los rumores que estas pudieran levantar. Sus favoritos no solo la acompañaban a eventos públicos, sino que pronto recibían una posición en la corte rusa, que observaba con sorpresa y recelo la libertad con la que la zarina disfrutaba del amor y del sexo. Con algunos de sus amantes llegó a convivir durante años, en una condición casi matrimonial. Tal es el caso de Grigori Orlov, con quien tuvo a su tercer hijo, el conde Bobrinski, y con quien compartió la vida durante una década. Muerto Pedro III, Orlov anhelaba casarse con Catalina, pero la nobleza rusa se opuso, a causa de su origen plebeyo. La emperatriz supo entonces que jamás podría dar ese paso de manera pública sin la aprobación del Senado y de los súbditos que la sostenían en el poder. Cuando la relación con Orlov se terminó y apareció en escena Grigori Potiomkin, Catalina sostuvo con él una unión tan intensa en todos los órdenes, incluyendo el político, que no resultaría nada extraño que el hipotético matrimonio en secreto de la pareja —del que no se conserva ninguna prueba— se hubiera llevado a cabo.
La supuesta condición de devoradora de hombres tampoco se ajusta con la generosidad que la emperatriz mostró hacia todos sus amantes. Al dar por terminada cada relación, ya fuera de meses o de años, solía ser extremadamente dadivosa con ellos, otorgándoles una posición, propiedades, cuando no títulos (a Orlov y a Potiomkin los convirtió en príncipes). En realidad, lo que perseguía la emperatriz era una relación de pareja en la que pudiera compartir la vida, no solo el sexo o el poder; un compañero que le brindara el apoyo y la contención que su altísimo cargo demandaba. Gozaba del sexo y sentía predilección por los jóvenes, es cierto, pero no ocultaba a sus favoritos ni vivía las relaciones en la clandestinidad. ¿Puede decirse lo mismo de los varones contemporáneos que ostentaban cargos similares?
Lo único verdaderamente legendario en la vida de Catalina la Grande, y no en un sentido negativo, sino por lo que tiene de prodigioso, es el modo en el que logró abrirse paso en una corte hostil y extranjera para terminar gobernando sobre el mayor imperio del siglo XVIII. ¿Y cómo llegó una adolescente sin una gota de sangre rusa a convertirse en la emperatriz que todos los rusos necesitaban? La respuesta es sencilla: con inteligencia y pasión. Mientras Pedro, su marido, despreciaba todo lo ruso, ella abrazó su país de adopción. Cambió su nombre alemán por Catalina, aprendió el idioma, se convirtió a la fe ortodoxa y procuró comprender a fondo las tradiciones, los estamentos y la historia de Rusia.También leyó a los filósofos de la Ilustración con el afán de nutrirse de las nuevas corrientes filosóficas y de las ideas de progreso que bullían en Europa, y supo transmitir todo esto a su mandato, llevando al Imperio ruso a sus mayores cotas de esplendor. Gran lectora, llegó a escribir poesía y obras teatrales, aunque el mayor de sus trabajos intelectuales fue el nakaz o edicto para reformar las leyes rusas, conocido como las Instrucciones, que se convirtió en modelo del arte de gobierno de los monarcas ilustrados. Tanto Voltaire como Diderot, Grimm y otros pensadores de la época que se escribían con ella la reconocieron intelectualmente y difundieron sus escritos en los salones parisinos.
Convertida en zarina, Catalina se abocó a gobernar un vasto imperio que encontró quebrado y dividido, a punto siempre de una revuelta. Su capacidad, su método y su disciplina asombraron desde el inicio a senadores y ministros. Sabía escoger a sus colaboradores, se involucraba de lleno en todos los asuntos de gobierno y no delegaba sino lo que correspondía, pasando más de ocho horas diarias en su despacho, entre papeles. Todo lo aprendía, investigaba o preguntaba, antes de decidir. Se levantaba con el alba y trabajaba casi sin descanso hasta la noche. Muy pronto, las mejoras y los logros fueron evidentes. La nueva emperatriz acabó con el derroche y la frivolidad de la corte rusa y le imprimió disciplina y cordialidad a su círculo íntimo.
Su formación intelectual la llevó a interesarse por los avances científicos y a patrocinar las artes, promover la circulación de revistas literarias, fundar la Academia Rusa, inspirada en la francesa, y a ordenar la creación de una gramática de la lengua del país, así como varias escuelas. Entre ellas, la de señoritas que se conocería como Instituto Smolny, donde se formarían generaciones de muchachas de la nobleza y algunas burguesas, abriendo de ese modo el camino a la educación sistemática de la mujer. Algo por lo que autoras feministas como la británica Mary Wollstonecraft abogaron poco después, en el mismo siglo XVIII, en obras como su Vindicación de los derechos de la mujer (1792).
Catalina desarrolló un interés particular por el coleccionismo de piezas de arte y adquirió a lo largo de su reinado una cantidad importante de pinturas y esculturas que originaron la colección del Hermitage, hoy uno de los más importantes museos de arte europeo del mundo, cuya construcción se llevó a cabo a instancias suyas. También patrocinó como mecenas a artistas extranjeros para que se trasladasen a Rusia y trabajaran allí, asiló a los padres jesuitas expulsados de América y Europa, compró la biblioteca personal del filósofo Denis Diderot, a quien rescató económicamente; y al fallecer Voltaire, hizo lo propio, trasladando sus papeles, libros y correspondencia a San Petersburgo.
Refundó asimismo la Academia de Ciencias y se dejó inocular la primera vacuna contra la viruela, a falta de otros voluntarios. Era una persona abierta a los avances científicos, incluso más que otros monarcas contemporáneos. A la vez, sabía respetar las tradiciones y ejercía la astucia para reformar y modernizar, sin confrontar, un país que se aferraba a ellas a fin de mantener los privilegios de algunos sectores. Si bien no abolió la servidumbre de los campesinos llamados muzhiks, mejoró algunas de sus condiciones de vida. Por otro lado, inspirada en las ideas del filósofo italiano Cesare Beccaria, ordenó el cese de la tortura en los interrogatorios policiales, en tanto convocó a la formación de una Gran Comisión, con representación de las distintas regiones, para conocer la opinión del pueblo ruso acerca de las reformas que proponía en su mencionado tratado.
Catalina admiraba a Pedro el Grande y soñaba con completar su obra de expansión territorial, algo que logró primero con las particiones de Polonia tras los tratados con Prusia y Austria, que proveyeron a su país adoptivo de nuevas tierras en aquel país, en Bielorrusia y en Lituania. Luego, también, con la anexión de Crimea y la salida al mar Negro, ganadas en las guerras contra los otomanos.
Al igual que Federico II, María Teresa de Austria y su hijo José II, Catalina la Grande representa al llamado absolutismo ilustrado, que, por un lado, buscó modernizar los Estados poniendo en práctica algunas de las ideas filosóficas en boga, pero, por el otro, tendió a reforzar su poder como monarcas absolutos. A este respecto, Catalina II no estuvo exenta de contradicciones y acabó su vida oponiéndose y temiendo a la expansión de la Revolución francesa que esas mismas ideas habían propiciado. Sin embargo, su legado es incuestionable. A su muerte, acaecida en 1796, la sucedió su hijo, Pablo I, quien trató de borrar la huella de su madre. No lo consiguió. Ni él, ni los bolcheviques, ni todos aquellos que trataron de desprestigiar el talento de una mujer tan culta como implacable, que supo hacer de Rusia el epicentro político y cultural de toda Europa.
El apoyo del pueblo ruso estaba bien,
pero no era suficiente. Catalina tendría que
labrarse un lugar nuevo en la corte y dar pelea.
La luz de la mañana atravesaba en haces el cristal de la ventana, dejando ver las diminutas motas de polvo que flotaban en el aire. Aquella era una alcoba demasiado austera para la esposa del gran duque, había señalado en ocasiones madame Vladislava, la dama de confianza de Catalina: una cama con su dosel, la alfombra, la mesa en la que reposaban el aguamanil, la jofaina y el cepillo de mango nacarado que la duquesa había traído de su país natal cuando todavía era Sofía de Anhalt-Zerbst, poco más que una niña. También había una toalla con el escudo de la casa imperial rusa bordado en hilo de seda, y un icono de la Teotokos, la virgen bizantina. Enfrentado, el espejo de pie y marco dorado en el que Catalina se miraba sin reconocerse. Sus ojos, de un azul profundo, habían perdido la vivacidad, aureolados por el cansancio de innumerables desvelos. Su talle se recobraba poco a poco, observó, luego de varias semanas de dar a luz al heredero de los Románov.
Pensar en el niño, Pablo, le produjo una punzada de zozobra. Había venido al mundo en la madrugada del 20 de septiembre de ese año, 1754, a fuerza de horas y horas de dolor, y la emperatriz, Isabel Petrovna, que había estado presente con otros testigos, se lo había apropiado cuando apenas acababan de limpiarlo. Catalina no había vuelto a contemplar a su hijo más que unos minutos en la cuna, envuelto en una manta de piel. Luego, una segunda vez, durante la celebración del bautismo en la capilla imperial, mientras afuera estallaban los fuegos de artificio y las salvas. Para todos, la gran duquesa había cumplido con su deber y nada más se esperaba de ella, excepto que siguiera participando de los eventos públicos y las recepciones, con mero carácter ornamental.
Tomó el cepillo, afectada todavía por el recuerdo, y se desató los cabellos oscuros, que cayeron en cascada sobre sus hombros. ¡Cuántas veces Serguéi Saltykov se había complacido en la sedosidad de esos rulos mientras los acariciaba, susurrándole al oído palabras que ella había creído con fe ciega! Sin embargo, también él había desertado de su compañía apenas enterarse de que estaba encinta; al poco, la había evadido, y cuando coincidían en los bailes o en las cabalgatas, antes de que la preñez se notara en demasía, se había dirigido a ella con frialdad. Catalina sospechaba que la zarina lo había amenazado, o acaso lo había comprado, pues conocía por sus espías que él podía ser el verdadero padre de la criatura, en lugar del pusilánime de su sobrino, Pedro Ulrico, marido de Catalina y el sucesor al trono.
Después de años de aquel infausto matrimonio en los que la gran duquesa había permanecido virgen, había sido preciso recurrir a los servicios del cirujano de la misma emperatriz para que circuncidara al gran duque y le quitara la obstrucción que impedía la consumación del acto sexual. Aun así, los esposos se repugnaban mutuamente y si se habían sometido a sesiones de aquella gimnasia bochornosa había sido por deber, para justificar al heredero que, ¿lo sabía él?, ya se desarrollaba en el vientre de Catalina. A fin de cuentas, Saltykov era su chambelán. ¿Era posible que Pedro Ulrico ignorase cuanto sucedía?
Apenas existían sobre la tierra dos almas tan disímiles como la de Catalina y su esposo. Si bien ambos eran prusianos, él, afecto a la bebida, a los juegos infantiles y a las apuestas, despreciaba al pueblo ruso, su religión y su lengua, mientras que ella, ávida lectora y estudiosa, había renunciado a todo para rusificarse. La memoria repentina del itinerario de despojamientos que se había iniciado con su partida de la casa paterna la invadió como el mar invade la costa al amanecer. Y mientras cepillaba sus cabellos negros y observaba en el espejo a la mujer en la que se había convertido a fuerza de humillaciones, postergaciones y sacrificios, pensó que era el momento de tomar una decisión drástica en su vida.
Corría el año de 1744. Sofía y su madre, Juana de Holstein-Gottorp, viajaban hacía semanas, primero en una berlina incómoda y fría, luego, al pisar suelo ruso, en un trineo espacioso y provisto de muebles, mantas y almohadones de damasco. El convoy avanzaba custodiado por la guardia de los granaderos imperiales. Sofía los observaba, montados en sus corceles, con los sables curvos envainados, los gorros de piel y los uniformes relucientes. Notaba con sorpresa el contraste entre la austeridad de la corte prusiana y la fastuosidad de la Rusia zarista, en la que todo eran homenajes y recepciones, brocado y plata, suntuosos banquetes y galantería.
Por entonces, el rey Federico II llevaba poco tiempo en el trono de Prusia, tras la muerte de su padre. Su reino estaba rodeado de enemigos, y entre estos, Austria y Rusia eran los que más le quitaban el sueño, pues de aliarse ellas nuevamente supondrían una verdadera amenaza para él. Consciente del problema, Federico II había trabajado moviendo los hilos mediante sus emisarios de modo que la emperatriz rusa, que buscaba una esposa para su sobrino y heredero, eligiera a una princesa prusiana. Cuando Sofía había sabido que ella sería la afortunada para desposarse con el futuro zar de Rusia, no había dado crédito a la noticia. Pero la decisión era el resultado de una reflexión elaborada: la familia de Sofía era noble, pero sin influencia. El trato, además, era provechoso para ambos países, ya que Federico II no había querido entregar a su hermana, reservándola para otro enlace, e Isabel Petrovna consideraba que una princesa de bajo perfil sería más dócil e influenciable.
Sin embargo, los intereses que pudieran tener Federico II e Isabel Petrovna en el futuro matrimonio poco importaban a Sofía cuando la joven llegó a Rusia. Los nobles que no estaban en Moscú con la emperatriz en aquel momento se turnaban para recibir a Sofía y a su madre en las residencias por las que pasaba el convoy, brindándoles todo tipo de comodidades. Ellas carecían de prendas adecuadas para el compromiso que se avecinaba, pero Isabel Petrovna había previsto aquel detalle y ordenado que la guardia condujese a las princesas a San Petersburgo para proveerlas de un guardarropa acorde y también para que se aclimataran a la realidad local, antes de entrar triunfales en la corte de Moscú. Allí las aguardaban la emperatriz y su sobrino, Pedro Ulrico, el gran duque y heredero al trono de los zares.
Atrás había quedado el padre de Sofía, Cristian Augusto de Anhalt-Zerbst, un mayor general del Ejército prusiano, luterano convencido y austero, que no había sido invitado a acompañar a las princesas. Sofía lo amaba. Él la llamaba cariñosamente Figchen y, aunque no fuera demostrativo y se complaciera en que la familia viviese una vida casi monacal, sostenida por la devoción al deber y al soberano, había tomado cartas en el asunto para que la joven recibiera una educación esmerada, al cuidado de una institutriz francesa.
En sus memorias, recordaría Sofía, ya devenida en Catalina: «La fortuna no es tan ciega como la gente cree. Sus movimientos a menudo son el resultado de acciones precisas, bien planificadas, que escapan a la percepción de las mentes comunes… Las cualidades y el carácter de una persona cuentan incluso más que su conducta». Y Babet Cardel, aquella institutriz severa pero afectuosa, había sabido reconocer en la pequeña Figchen la perseverancia en sus objetivos y la avidez infinita de conocimiento, más allá del temperamento apasionado y revoltoso que le achacaba Juana de Holstein en sus constantes amonestaciones.
Era pleno carnaval y nevaba cuando el convoy entró en San Petersburgo, la ciudad que Pedro el Grande había mandado construir para convertirla en la capital de su Imperio, un puente político, económico y cultural con Europa. Para ello, aquel zar había convocado a varios artistas europeos y en particular a los arquitectos más renombrados de Italia. Por esto último y por el entramado de canales que el propio Pedro había proyectado, se conocía a la ciudad como la Venecia del norte, sede de la primera escuela rusa de ballet y de una importante Academia de Ciencias.
Sofía había tomado la decisión de estudiar la lengua rusa, tarea en la que se había iniciado durante el trayecto mismo, provista de una gramática y un diccionario, a pesar de las quejas de Juana. Todo lo preguntaba a sus acompañantes nobles: los nombres de cada cosa que veía, los lugares por los que pasaban o los atuendos de los campesinos que observaban a la comitiva con curiosidad. Apenas tenía catorce años, pero la princesa comprendía que era inadmisible que los gobernantes y las personas de poder se comunicaran en francés y en alemán, desconociendo por completo el idioma del pueblo. Su madre, en cambio, ambicionaba una posición de honor en la corte, a la que se creía con derecho por ser la hermana del heredero al trono de Suecia, y porque la emperatriz, Isabel Petrovna, había estado comprometida con otro de sus hermanos, muerto a causa de una viruela mal tratada.
Una vez en el palacio, ambas se deslumbraron con el lujo del edificio de la antigua emperatriz Catalina I, y también con los vestidos de seda, brocado y terciopelo de diseños rococó dispuestos para ellas. Sin embargo, fue la hija quien pidió que la llevasen a conocer la iglesia de la Anunciación, la Academia de Ciencias, las salas de conciertos y el río Nevá, junto al que se adivinaban los jardines escarchados. Para entonces, el cielo desplegaba ya la gama de rosas y anaranjados del atardecer. El príncipe Naryshkin y otros nobles de la comitiva de recepción se esmeraban en cumplir las órdenes de la emperatriz. Dos días después, volvió a formarse el convoy escoltado por la guardia imperial y madre e hija dejaron San Petersburgo. Había cesado de nevar y, aunque accidentado, el camino se abría en espera del final del viaje.
Así, el 9 de febrero, a las ocho en punto de la noche, los trineos se detuvieron ante el Kremlin, en Moscú. Sofía estaba nerviosa, pues sabía que pronto conocería a su nueva familia y porque la fastuosidad de aquel lugar la amedrentaba, haciéndola sentir pequeña como las veces que había visitado alguna catedral medieval. La vista de la ciudad, en cambio, con sus edificios señoriales, las cúpulas en forma de cebollas iluminadas por la luna, los carruajes que iban y venían y la gente que se agolpaba tras los guardias para observar la caravana, la había ilusionado. Aquel era un lugar vivo del que tenía mucho que aprender, pensó. Y lo haría. Pero primero debía entrevistarse con su futuro prometido. Lo había conocido de manera breve en la infancia y no lo recordaba bien. Se había disciplinado para no esperar nada que después la desilusionase, aunque ninguna prevención la preparó para lo que a los pocos minutos de entrar en la residencia imperial, con apenas la oportunidad de refrescarse y cambiar de atuendo, sucedería. El gran duque Pedro en persona, un muchacho de su misma edad, se presentó sin la menor cortesía, demandando verla y pasando con prepotencia sobre la intimidad de la princesa y de su madre.
La impresión ante el rostro alargado de mirada bovina y el cuerpo desgarbado de aquel extraño produjo en Sofía un impulso de rechazo que la falta de modales de este ya le había adelantado. El futuro heredero se había convertido en un adolescente de aspecto desagradable. Aun así, Sofía logró dominarse, ante la mirada reprobadora de Juana, e hizo la inclinación de rigor en muestra de respeto a su persona y a su posición, pues razonó que debía darse una oportunidad de conocerlo mejor. El gran duque la observaba, a su vez, entre curioso y decepcionado. Él hablaba en alemán, su lengua nativa, un idioma que consideraba superior a los demás, y se sorprendió al escuchar que ella tenía intención de dominar el ruso.
