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NI INGENUA, NI DOGMÁTICA. SOBERANA ILUSTRADA Durante siglos, María Teresa I de Austria ha sido vista como una soberana rígida y madre prolífica, gobernando solo por herencia y deber. Pero esta biografía revela a una mujer muy distinta: una estratega que sostuvo un imperio en crisis y lo transformó con inteligencia y determinación. En un mundo que no concebía a una mujer en el trono, María Teresa aprendió a gobernar entre la diplomacia y la guerra, reformando la educación, la administración y la justicia con una energía implacable que sorprendió incluso a sus adversarios. Una historia apasionante que desmonta mitos y muestra a la emperatriz que no heredó un trono, sino que lo conquistó día a día, afirmando su autoridad en un imperio que solo entendía la fuerza masculina.
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Seitenzahl: 197
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
NI INGENUA, NI DOGMÁTICA. SOBERANA ILUSTRADA
I. LA FORJA DE UNA HEREDERA
II. UN CETRO Y DOS CORONAS
III. PODER ABSOLUTO
IV. PRUDENCIA Y FIRMEZA
V. LA MADRE DE AUSTRIA
VISIONES DE MARÍA TERESA
LA VISIÓN DE LA HISTORIA
NUESTRA VISIÓN
CRONOLOGÍA
© Mercedes Giuffré por el texto
© Cristina Serrat por la ilustración de cubierta
© 2021, RBA Coleccionables, S.A.U.
Diseño cubierta y portadillas de volumen: Luz de la Mora
Diseño interior: tactilestudio
Realización: Editec Ediciones
Asesoría narrativa: Ariadna Castellarnau Arfelis
Asesoría histórica: María de los Ángeles Pérez Samper
Equipo de coloristas: Elisa Ancori y Albert Vila
Fotografías: Wikimedia Commons: 159, 160, 161.
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Fecha primera publicación en México: noviembre 2021
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ISBN: 978-607-556-130-1 (Obra completa)
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Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025
REF.: OBDO872
ISBN: 978-84-1098-766-1
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Amenudo se ha presentado a María Teresa I de Austria como un modelo de esposa y madre, pues trajo al mundo nada menos que a dieciséis hijos. Su fertilidad y su fortaleza física la hicieron blanco posterior de una tergiversada admiración por parte del nazismo. Esto no contribuyó a la divulgación cabal de su figura histórica. De hecho, silenció los aspectos relevantes que explican la magnitud de su reinado y la importancia que tuvo como estadista y política del siglo XVIII. Lo cierto es que María Teresa fue mucho más que lo que atañe a su destino doméstico, aunque también en este debió batallar. Adelantada para la época, concilió la maternidad con el trabajo y la exposición pública. Recibió en herencia un reino que encontró en franca decadencia, lo que le supuso una entrega completa, aportando su lucidez y fuerza de carácter, así como una gran perseverancia frente a la adversidad. Ningún logro le fue fácil y debió superar notables obstáculos en todos los órdenes.
María Teresa fue la primera y única mujer que reinó por derecho propio en Austria y los territorios hereditarios de los Habsburgo, ascendiendo como archiduquesa tras la muerte de su padre, Carlos VI. Fue reina de Hungría y de Bohemia, emperatriz consorte del Sacro Imperio Romano Germánico y duquesa de Milán. Durante su reinado llevó a cabo reformas cruciales que le granjearon un lugar entre los monarcas del llamado despotismo ilustrado, junto con su hijo y sucesor, José II, Catalina la Grande de Rusia y su gran enemigo, el prusiano Federico II.
Nacida en 1717, tras la muerte de su único hermano varón, recibió instrucción de los jesuitas en materia de lenguas, oratoria, ciencia y arte, pero su padre la mantuvo al margen de los asuntos militares y de Estado. La capacidad de observación y una curiosidad insaciable por conocer los hechos de la vida política y bélica llevaron a María Teresa a tomar temprana consciencia de la responsabilidad que cargaría algún día sobre sus hombros. Cuando el emperador falleció, en 1740, asumió el poder sin la menor preparación y en medio de revueltas callejeras que abogaban por su derrocamiento. Hubo de enfrentarse a un consejo de asesores ancianos y prejuiciosos que sospechaban de su idoneidad por ser mujer. En palabras de su Testamento político: «Me encontré sin dinero, sin crédito, sin ejército, sin experiencia ni conocimiento de mi condición y, finalmente, sin nadie para aconsejarme, pues todos esperaban ver cómo iban a evolucionar las cosas».
Debió aprender rápido a elegir a sus ministros y consejeros, así como a seguir su propio instinto. El primer gran desafío, apenas asumir el poder, fue conducir una guerra defensiva no deseada, ante la inesperada invasión de Silesia por los prusianos, a la que pronto se sumaron los embates de una coalición de Estados que pusieron en cuestión la sucesión austríaca y atacaron sus dominios desde diversos frentes. María Teresa comprendió que era necesaria una reforma profunda del ejército y la modernización de sus dominios para sostenerlos y defenderlos. Al mismo tiempo, ambicionaba la paz que le permitiera lograr el bienestar de sus súbditos. Su papel es fundamental en la historia de Occidente, pues hizo de eslabón entre el mundo barroco de sus antepasados y los ideales de la Ilustración que continuaría su hijo.
María Teresa se casó por amor con Francisco Esteban de Lorena, en 1736, y una vez que asumió el mando, impuso su voluntad para que él formara parte del Consejo de asesores. Sin embargo, tuvo que marcar con claridad los límites a la injerencia de su esposo, pues las decisiones finales le correspondían a ella con exclusividad, lo que ocasionó no pocos roces en la pareja. ¿Habría sido más sencillo para la reina delegar en él por completo su responsabilidad? Sin duda. La mayoría de sus contemporáneas vivían de ese modo. Sin embargo, no era propio de la heredera de los Habsburgo renunciar a su destino, como tampoco lo era para su carácter esquivar los obstáculos. En cambio, defendió una y otra vez su posición y siguió cuanto le marcaba la conciencia, a pesar de los descontentos de Francisco y de sus acusaciones de ser temperamental y rígida, así como de dedicar más tiempo al gobierno que a la familia. Lo cierto es que ella movió cielo y tierra para que él fuera elegido emperador del Sacro Imperio y lo logró, aunque durante sus casi treinta años de matrimonio constató que Francisco no siempre le era fiel y lo vio alejarse poco a poco. Cuenta la leyenda que incluso hubo de enfrentar a la más célebre de las amantes de su esposo, la princesa Guillermina von Auersperg, en el funeral de este, y que salió airosa haciendo gala de magnanimidad al consolar a la rival.
En la intimidad, María Teresa sufría las incomodidades físicas de los embarazos y padecía celos, pero nunca dejó de trabajar ni de cumplir con sus responsabilidades de gobierno por ello; pronto comprendió que Austria era su devoción y que a ella se debía. Se levantaba con el alba y, después de oír misa, desayunaba con la familia y se retiraba a su gabinete, donde leía con atención cuanto firmaba, informándose antes de cada asunto de Estado. Luego se reunía con sus ministros, asesores y militares. Con el tiempo, aprendió a escoger y rodearse de los más adecuados funcionarios, entre los que destacó el astuto e incorruptible canciller Kaunitz, gracias a cuyos consejos Austria logró convertir la eterna rivalidad con los Borbones en una nueva alianza.
María Teresa recorrió sus extensos dominios en varias ocasiones y conoció los pormenores de cada región. Pero no por ello descuidó la educación de sus hijos, en cuyos programas de estudio se involucró personalmente. Más tarde se ocupó de posicionarlos con enlaces matrimoniales que fueran estratégicos para el Imperio. La nutrida correspondencia con María Carolina y María Antonieta atestigua sus preocupaciones, así como el cariño maternal que sentía por ellas.
En sus cuarenta años como monarca, llevó a cabo reformas en todos los órdenes, centralizó el poder en su persona, reorganizó el ejército, la administración lenta y costosa, los impuestos mal distribuidos y redujo cuanto pudo los privilegios de la nobleza, comprendiendo que la burguesía se había transformado en la fuerza impulsora de sus reinos. Reformó también la justicia, unificando criterios en todo el territorio, aunque respetó la autonomía de Hungría. No abolió el vasallaje, pero mitigó las condiciones del mismo y al final de su vida liberó a los siervos de los territorios que dependían de ella con exclusividad, ante la negativa de su hijo José, que por entonces ejercía el cogobierno. A fin de recaudar más dinero para las arcas vacías del Estado, promulgó impuestos sobre las fortunas y obligó al clero y a los militares a cumplir con un diezmo. La industria y el comercio florecieron durante su reinado, y aunque combatió el derroche de la corte, el gusto de los vieneses por el lujo y el buen vestir disparó la producción de sedería, bordados, velos, perlas y otros productos incluso durante las guerras.
Bajo su tutela, se reunió una comisión de juristas y filósofos que redactó el Codex Teresianus, con el cual se modernizaron las leyes civiles, suavizándose la práctica de la tortura en los interrogatorios y mitigando las formas de aplicación de la pena de muerte. Como monarca ilustrada, María Teresa desestimó la superstición y la creencia en los vampiros, que en algunos de sus dominios húngaros había llevado a desenterrar cadáveres y clavarles estacas, en plena histeria colectiva. Acabó también con la caza de brujas y el castigo en la hoguera para las supuestas infractoras, víctimas de la misoginia imperante.
Debido a su propia experiencia y condición, la reina comprendió que las mujeres de la época se encontraban en desigualdad de condiciones frente a los hombres. También que la educación era la herramienta para todo cambio, por lo que mandó construir cientos de escuelas en los rincones más recónditos del territorio e impulsó una reforma educativa que supuso la obligatoriedad de la educación primaria para todos sus habitantes. Desde niña había sabido rodearse de mujeres y formó lazos de complicidad con ellas: su hermana María Ana, su madre y su querida aya. Más tarde, estableció canales de conexión y de acción con las zarinas de Rusia y con madame de Pompadour, quien desde un segundo plano ejercía el poder en Francia. Ella misma despertó la admiración de sus contemporáneas, como atestigua la solidaridad de un grupo de nobles inglesas que le ofreció su apoyo económico y moral en los momentos más difíciles. María Teresa fundó una escuela de equitación femenina que también presidió, en la que las jinetes vestían de pantalón y montaban a horcajadas.
Católica en sus creencias religiosas, puso límite a la injerencia de la Iglesia en los asuntos del Estado y centralizó el poder también en ese aspecto. Amante de la música y del arte, fue mecenas y en su corte era habitual escuchar a los grandes compositores de la época como Pietro Metastasio, Christoph Willibald Gluck o el prodigioso niño Wolfgang Amadeus Mozart. Los bailes, el teatro y la ópera eran para ella un bálsamo al que se entregaba con deleite, después del rigor de los asuntos de Estado. La ciudad de Viena conoció el esplendor durante su reinado, tanto en lo arquitectónico como en lo cultural, la iluminación y la organización de la vida pública. Pero, sin duda, el mayor desafío que enfrentó la reina y emperatriz fue la enemistad de Federico II, ante quien no se acobardó y cuyo respeto acabó por ganarse a fuerza de perseverancia, derrotas dignas y victorias imponentes.
María Teresa I cumplió con su destino y dejó a su sucesor un Imperio moderno y pujante. Logró conciliar el matrimonio y la maternidad con las más altas obligaciones del Estado y el ejercicio del poder. No exenta de contradicciones, fue cariñosa, firme y temperamental, pero también fría a la hora de tomar decisiones cruciales y no rendirse cuando todos la abandonaron. Los enlaces estratégicos de sus descendientes con los herederos de otras monarquías la convirtieron en la «abuela de Europa». Su legado perdura en los austríacos, que la recuerdan todavía hoy con monumentos y calles, siendo un equivalente para ellos de lo que la reina Victoria es para los ingleses, o lo que Isabel la Católica es para los españoles. En la ciudad de Viena perviven todavía las huellas arquitectónicas y artísticas de su época. María Teresa fue una autodidacta del poder que no se acobardó ante la adversidad, sino que tuvo el valor de afrontarla y salir airosa de sus muchas pruebas.
Algún día ella sería quien reinara
y debía prepararse por su cuenta,
no tenía otra opción.
Anochecía en la ciudad de Viena. Se adivinaban en el cielo los primeros resplandores de la luna. Era domingo y en las callejuelas aledañas de la Josefsplatz se encendían los faroles de los que pendían graciosas guirnaldas de carnaval. Docenas de carruajes desfilaban ante la iglesia de los Agustinos, ostentando los blasones de sus nobles propietarios ante una multitud de curiosos que se agolpaba tras el cordón de la guardia para observar a quienes ingresaban en el templo. El frío transformaba sus exhalaciones en un fugaz vapor blanco. Se esperaba de un momento a otro la llegada del cortejo nupcial. La capital se había cubierto de gala, con sus casas empavesadas y las bandas de músicos que tocaban en las esquinas en honor a la novia, María Teresa, la hija mayor del emperador Carlos VI.
Las campanas anunciaron las seis en punto cuando arribaban los ministros de la corte austríaca, seguidos de los funcionarios imperiales y los caballeros loreneses de la pequeña comitiva del novio. La muchedumbre no les guardó a estos últimos respeto y dejó oír algún que otro abucheo: «¡Taberneros!». Seguidamente, los miembros del consejo privado del emperador descendieron de sus carruajes, ataviados a la española con capas, jubones y zapatos rojos. Los siguieron los de la Orden del Toisón y detrás, aplaudido por la gente que lo apreciaba, el príncipe Eugenio de Saboya con sus condecoraciones militares prendidas en el pecho. A continuación, el mismísimo Carlos VI, de gran peluca empolvada, las manos anilladas, escarpines con lazos y el ruidoso taconeo de sus zapatos al andar. El gentío se prosternó. Aquel hombre de apariencia barroca, que llevaba cinco décadas y un año en el mundo, no solo era la cabeza electa del Sacro Imperio Romano Germánico y el archiduque de Austria, sino también el rey de Hungría y de Bohemia. Se lo notaba cansado, agobiado por las circunstancias de no haberle dado al reino un heredero varón tras la muerte de su primogénito. Llegó después el novio, Francisco Esteban de Lorena, vestido de blanco de la cabeza a los pies.Y finalmente, de la última carroza dorada, tirada por magníficos corceles, descendió la novia, franqueada por su madre, la emperatriz Isabel Cristina, y por su tía abuela Amalia. Detrás, su hermana menor, la duquesa Ana. Las voces no se hicieron rogar: «¡Viva María Teresa! ¡Viva María Teresa!». La imagen de aquella muchacha hermosa y delgada de largos cabellos rubios, empolvados y enjoyados con los diamantes de los Habsburgo resultaba encantadora. Su rostro de porcelana se ruborizó. El embajador de Gran Bretaña la había definido en su correspondencia como una joven que conseguía siempre lo que se proponía, cuya amabilidad inalterable no se oponía a un carácter firme y resuelto. Las manos enguantadas de la joven sostenían un ramo de flores y un rosario de cristal de roca. De su largo vestido plateado con incrustaciones de piedras preciosas y corpiño de brocado, se desprendía una larga cola que la condesa Fuchs, emergida de las sombras con diligencia, se apresuró a sostener. Los ojos de ambas se encontraron un instante. Los de la novia, azules y vivaces, se veían decididos. Los de su dama, cómplices. Del interior del templo llegó la música de un órgano que anunciaba el inicio de la ceremonia. Era posible adivinar el aroma del incienso en el aire, entremezclado con el perfume de las cientos de flores que adornaban el marco del pórtico y, sin duda, el interior de la iglesia. Inició entonces su marcha la heredera hacia el altar de la capilla de Loreto, aquel 12 de febrero de 1736, acompañada por las mujeres que más amaba en el mundo.
Una vez acabada la ceremonia, se dio inicio al primero de los banquetes en el palacio de Hofburg, organizado por la madre de la novia. Luego se ofreció a los asistentes una ópera, compuesta para la ocasión por Pietro Metastasio, y finalmente un baile. Los invitados no eran tantos ni venían de muy lejos, con excepción de los de Lorena y los embajadores. La corte austríaca no estaba para grandes gastos. Así lo susurraban las lenguas maliciosas, al cuestionar la fecha del enlace, dos días antes del inicio de la Cuaresma. Fuera del palacio y en toda la ciudad, los vieneses festejaban sin reparos. Se bailaba, se cantaba, se comía y se bebía en las calles y en las tabernas, al compás de las orquestas improvisadas, queriendo olvidar la guerra y sus desmanes. Los vendedores ambulantes no cesaban de entregar pasteles calientes y jarras de sidra a cambio de monedas. Los puestos de la plaza, iluminados por farolillos, ofrecían bajo sus toldos retratos de los novios y todo tipo de recuerdos.
María Teresa llegó al salón de baile acompañada de sus damas. Divisó a Francisco entre los concurrentes y aguardó a que él se acercara. Se dio inicio a la primera pieza. El cansancio de tantas horas en vilo se desvaneció para ella al sentir la mano de su esposo sosteniéndole el talle. También él parecía satisfecho, pensó. El sentimiento de culpa no había amainado del todo en su corazón. Las cosas no habían sido fáciles para ninguno y en un momento dado, había temido perderlo. Por un instante, mientras se dejaba llevar por la música y aspiraba la fragancia que manaba de las perfumadas prendas de Francisco, mezcla de tabaco y de rapé, recordó que su padre había estado a punto de comprometerla con el hijo del elector de Baviera e, incluso, con Federico, el heredero de Prusia. En cambio, todo había resultado como ella lo deseaba. El salón giraba a su alrededor, alternando el dorado de las molduras, el cristal de las arañas, una sucesión de espejos venecianos y retratos, los rostros que les sonreían y las manos que aplaudían. Miró a su esposo y él le devolvió el gesto, aunque insondable. También parecía feliz, se repitió ella. Era tan apuesto y gentil… Pero el precio por aquella unión había sido demasiado alto para él. Una prueba de amor. Un sacrificio. ¿Se lo echaría en cara algún día?
Fue su aya, la condesa Fuchs, la primera en informarle que su padre buscaba para ella un marido adecuado. Mi pequeña Reserl, le había dicho al entrar en la habitación donde la niña recibía lecciones de canto, idiomas, historia y religión, el emperador evalúa los posibles candidatos. María Teresa se asombró ante aquellas palabras inesperadas. ¡Si todavía no había cumplido los doce años! ¿Ya se pensaba en casarla? La condesa descorrió las cortinas para que entrase la luz del exterior. Los libros en los estantes y la pizarra dispuesta sobre un caballete contrastaban con el lujo de la estancia de paredes molduradas y techo cincelado. El pianoforte, en cambio, le devolvía al ambiente un poco de sofisticación. El palacio de Hofburg estaba siendo remodelado desde hacía años y era frecuente ver en sus corredores y salones las escalerillas de los albañiles. La duquesita Ana, un año menor que su hermana, se había retirado porque el pintor de la corte solicitaba su presencia en el estudio donde diagramaba, por partes, el retrato de la familia real. La cabeza blonda y enrulada de Reserl se movía al compás de su risa contenida. El aya la observó con ternura. Algún día su querida pupila debería casarse y aquella unión tendría una gran importancia para todo el país, así como para los vecinos reinos de Bohemia y Hungría.
María Teresa era consciente de su lugar en la línea de sucesión. Había nacido el 13 de mayo de 1717, un año después del fallecimiento de su único hermano varón. Y aunque todos esperaban un nuevo heredero, después del parto de su segunda hija, la emperatriz consorte ya no había logrado volver a concebir. Las lenguas viperinas de la corte señalaban su origen protestante como la causa del mal. María Teresa sería algún día, entonces, la primera mujer Habsburgo en ascender al trono. Por eso su padre se abocaba con obstinación, valiéndose de sus diplomáticos, para que las potencias europeas firmaran la Pragmática Sanción, documento por el que se disponía la línea sucesoria en favor de sus descendientes mujeres. Claro que las hijas de su difunto hermano podrían reclamar ese privilegio. Sin embargo, habían estampado su firma años antes, creyendo que la emperatriz era estéril. (Tiempo habían tenido para arrepentirse.)
Pero había más, le confió la condesa Fuchs a su pequeña princesa. María Teresa le indicó que tomase asiento a su lado y el aya así lo hizo. Después, le transmitió lo que había averiguado gracias a las damas de la corte, que eran los ojos y oídos que pasaban desapercibidos al emperador y a sus ministros de cabezas calvas: el elector de Baviera, casado con una de las primas Habsburgo, reclamaba el derecho de sucesión de su esposa, renegando de la Pragmática Sanción. Por eso el señor Bartenstein, el secretario de Estado, insistía en que prometieran a María Teresa con el hijo de ambos. Los ojos azules de la niña se abrieron con sorpresa. Sin embargo, agregó la condesa, había otros candidatos. El heredero de España, tan querido por el emperador, había quedado descartado a instancias del rey francés, que no permitiría que su país quedara otra vez en medio de ambos territorios. Pero se hablaba mucho del heredero de Lorena, remató la condesa. La niña exhaló un suspiro, pensativa, lo que provocó una sonrisa en el aya. No hacía falta preocuparse, la consoló. Mucho faltaba, en todo caso, para cualquier enlace. Debía estudiar y prepararse para su futuro, sentenció. Ser amable con todos (y a todos observar).
