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Esta obra es una biografía de José Martí. Al decir de algunos prestigiosos pensadores, es la más actualizada, completa, apasionante y lúcida que se ha escrito sobre el apóstol cubano. En Cesto de llamas, el autor nos entrega la humanidad y la pureza de Martí, pero también a un ser real.
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Seitenzahl: 411
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Primera edición, 1996
Segunda edición, 2000
Tercera edición, 2005
Primera reimpresión, 2011
Cuarta edición, 2012
Quinta edición, 2021
Otras ediciones en español: Editorial Pueblo y Educación, La Habana, 1998; Ediciones Alfar, Sevilla, 1998; Casa de Nuestra América José Martí, Caracas, 2006; Editorial Patria Inc., San Juan, Puerto Rico, 2014, 1.a reimpresión, 2018.
Ediciones en otras lenguas: en inglés, Basket of Flames. A Biography of José Martí, traducción de Pamela Barnett-Idahosa, Editorial José Martí, La Habana, 2002; en chino, Ji quíng sì huŏ, traducción de Huang Zhiliang, Editorial Mundo Contemporáneo, Beijing, 2003.
Edición: Natalia Labzovskaya
Corrección: Ricardo Luis Hernández Otero
Diseño de cubierta: Seidel González Vázquez (6del)
Diseño interior: Pilar Sa Leal
Ilustraciones interiores: Cortesía de la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado de la República de Cuba.
Emplane: Madeline Martí del Sol
© Luis Toledo Sande, 1996
© Sobre la presente edición:
Editorial de Ciencias Sociales, 2021
ISBN 9789590623875
Estimado lector, le estaremos muy agradecidos si nos hace llegar su opinión, por escrito, acerca de este libro y de nuestras ediciones. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.
INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO
Editorial de Ciencias Sociales
Calle 14 no. 4104, entre 41 y 43, Playa, La Habana, Cuba
www.nuevomilenio.cult.cu
A Carmen, y a Laura y Claudia: por un mundo en que Martí camine
Con María Luisa Laviana Cuetos, que también es cubana.
Esta biografía se me encargó inicialmente para estudiantes —universitarios en particular— de otro país latinoamericano. Lo primero no me representaba por sí mismo una dificultad sobresaliente, pues no ignoro la importancia que tienen las especificidades de los distintos sectores del público, pero tampoco las magnifico. Lo que aspire a servir solamente a un sector, tal vez ni a ese le sirva; y si para uno viene de veras bien, puede esperarse que satisfaga a varios. En este caso no lo afirmo como certidumbre, sino como aspiración. Con respecto a la finalidad editorial del texto —finalidad cuyo cumplimiento no depende de mí—, ni puedo ni quiero callar que me honraría verlo publicado en cualquiera de las tierras de nuestra América, y también fuera de ellas. Pero menos aún ocultaré que desde el mismo instante en que acepté el reto de escribirlo me animó igualmente la ilusión —el propósito— de que se imprimiera y circulara en Cuba para los lectores cubanos. Al pedazo de mundo en que Martí nació no le corresponde el derecho de considerarlo patrimonio exclusivo suyo, pero sí una especial responsabilidad en la conservación, la divulgación y la puesta en práctica de sus ideales: en él tiene y tendrá al mayor de sus hijos, a su Apóstol. Por lo demás, aunque sin desconocer las particularidades correspondientes, lo dicho con respecto a los sectores del público vale asimismo, de alguna manera, para la diversidad de países a los cuales quepa remitir una obra, máxime si aborda la vida de un ser extraordinario hasta por el ámbito geográfico, histórico y cultural de su formación, su sabiduría, su tránsito por la tierra y su destino. Esa verdad estremece siempre, y con especial viveza cuando se le recuerda en Dos Ríos, donde escribo estas líneas, «con todo el sol sobre el papel» —y en el entorno, y dentro—, el 19 de mayo de 1995.
L. T. S.
Este «Pórtico» no tiene por qué mortificar a lectores poco amigos de las páginas preambulares, y sí, por el contrario, aspira a complacer a quienes gustan de ellas o las estiman útiles. Los primeros pueden evadirlo; los segundos, hallar en él tanto información de su interés como reconocimientos que el autor considera de elemental justicia.
Que sea verdad no ha de bastar para olvidarlo, sino para tenerlo bien en cuenta: una biografía no es una vida, aunque desde la Antigüedad se le haya dado también ese nombre, acaso como declaración de propósito. Una biografía intentará,y no es poco, reflejar en lo posible una vida. Pero semejante aspiración, aun dicha como jugando, es siempre un reto difícil, particularmente si la existencia tratada es la de un ser humano excepcional, de quien hasta los que no lo conocen, o no pasan de intuirlo, llegan a tener una imagen: para ellos al menos, la imagen. ¿Qué hacer si la vida es la de José Martí? Con su imagen, múltiple e indivisible, pueden aquí o allá chocar, aun cuando los rija la mayor seriedad, los intentos de retratarlo por escrito en su peripecia distintiva, en su condición de trabajador —que suele pasarse por alto—, en su quehacer político, en su obra literaria, en sus ideas, en sus esperanzas y angustias de amor.
Una biografía —es decir, toda biografía que se respete— quizás abrace la ilusión, declarada o secreta, de poder ser leída como una (buena) novela, y debe tener para ello «mañas» nobles. Pero en las páginas que siguen no ha de buscarse la «novela» inventada para atraer lectores, o eso que el propio Martí —con tono y en contexto que revelan aprensión— llamó «la maña de la biografía», sino el empeño de representar una vida real que basta y sobra para asombrar y conmover por sí misma. El autor ha tenido una guía: la honradez, y confía en que los lectores la perciban hasta cuando no coincidan con él. Además, no ha trabajado de preferencia para los conocedores de Martí, sino para quienes desean conocerlo. Si esta biografía fuera capaz de invitar a unión con el héroe —unión que incluye la lectura de sus luminosos textos, pero no se agota en ella—, si consiguiera dar una idea de los placeres que su legado proporciona a nuestro espíritu y esclarecer por qué lo necesitamos, quien la escribió se sentiría feliz: creerá que algo ha hecho bien. Aspira a que los lectores descubran, sin mucho esfuerzo, el cuidadoso desvelo que puso en ella, y aprecien que no buscó la soltura expositiva como un ardid para mostrarse dueño de la información. Frases de diverso corte, guiños a veces, remiten sin escamoteos a una labor de acopio que en más de una centuria han enriquecido incontables estudiosos, incluyendo al autor de estas páginas, quien se ha privado igualmente de hacer referencia a sus contribuciones: todo lo modestas que se quiera, pero suyas.
Este libro no nació de una investigación realizada con la finalidad de escribirlo, sino de más de veinte años de lectura y meditación, durante los cuales al autor no se le ocurrió sumarse a la nómina de quienes, durante décadas, habían venido aportando biografías de Martí. La cifra de las más significativas entre ellas —según conozco— anda cerca de la treintena, y continuará creciendo y diversificándose, pues sitio bajo el sol hay para todas las que existen, y para muchas más: un ser humano de su trascendencia no cesa de suscitar acercamientos y reinterpretaciones. Además, surgida tanto de la ponderación como —entre otras pasiones— del sano e incumplible deseo de hallar un texto a la altura del magno tema, la insatisfacción con lo logrado en ese empeño ha sido frecuente, a pesar de las virtudes que distinguen a los mejores frutos cosechados dentro y fuera de Cuba. Se ha dicho y se ha escrito que no son muchos los avances alcanzados en comparación con el más difundido, prestigioso y discutido de ellos: Martí, el Apóstol (1933), obra de Jorge Mañach contra la que pesa, entre otros elementos, el tiempo transcurrido desde su escritura (En el prólogo a su edición habanera de 1990 —retomado para la de 2001— abundo en la valoración de esa importante obra).
Cuando se me sorprendió con el encargo de lo que acabaría siendo Cesto de llamas —tarea que cumplí contra reloj— me había formado una imagen de Martí: es la que procuré trasladar a las páginas que siguen. Sin saber que lo eran, había incluido adelantos parciales de esa imagen en diversos estudios, algunos de ellos reunidos en libros, aunque en todos había predominado el sesgo ensayístico, no el biográfico. Naturalmente, una vez montado en el relámpago del cual surgió esta biografía, acudí sobre la marcha a textos previamente leídos o consultados. En lo concerniente a estudios acercade Martí, no me limité al saldo de lo que ya había digerido —valga la socorrida «metáfora» fisiológica— y sedimentado —para no excluir la físico-química—, sino que, desde luego que sin amarrarme a ellas ni renunciar a la vigilia crítico-selectiva, volví a visitar contribuciones como el Atlas histórico-biográfico José Martí (1983), del Instituto Cubano de Geodesia y Cartografía y el Centro de Estudios Martianos; y, en especial, otra fuente básica para estudiar la vida deeste cimero miembro de la especie: José Martí. Cronología 1853-1895 (1993, con otras ediciones), de Ibrahim Hidalgo Paz. Sus aciertos se deben, en gran medida, a que el autor supo apreciar el valor documental que caracteriza a los escritos del propio Martí: por su honradez y por su carácter confesional, expresado en mensajes y señales que con frecuencia es necesario descifrar en los pasajes más insospechados a lo largo de una obra de proporciones monumentales.
La más reciente y abarcadora edición de sus Obras completas la integran veintisiete volúmenes impresos entre 1963 y 1966, y reproducidos —sin el veintiocho, que se añadió en 1973— en 1975 y en 1991, y, en soporte digital —con el título Obras y con vías para localizaciones textuales—, a partir de 2001. Aparte de lo agrupado en aquellos veintiocho tomos, su producción abarca numerosas páginas más: a menudo aparecen textos dispersos (inéditos o no) que suelen divulgarse en publicaciones seriadas, particularmente en el Anuario del Centro de Estudios Martianos, y en volúmenes eventuales: por ejemplo, Nuevas cartas de Nueva York (1980 y, con el título Otras crónicas de Nueva York, 1983), la segunda edición (1992) de Obras escogidas en tres tomos, y algunos de los que se mencionarán más adelante.
Con respecto a las Obras completas vigentes podrán detectarse, en varias de las citas usadas en Cesto de llamas, diferencias que (¡vade retro,demonio de las erratas!) se explican por la introducción de soluciones tipográficas diversas —como el recomendable completamiento de ciertas abreviaturas, o alguna corrección indispensable— y, sobre todo, por el empleo de ediciones revisadas, facsimilares, críticas o crítico-facsimilares de no pocos textos martianos. Sin que la relación pase de las más directamente útiles para el nacimiento del presente libro, cabe recordar La Edad de Oro (1979 y 1989), el Manifiesto de Montecristi (1985), los Diarios finales —el de Montecristi a Cabo Haitiano y el de Cabo Haitiano a Dos Ríos (1985, el segundo; juntos ambos, en 1996 [i.e.: 1997])—, Nuestra América (1991), Versos sencillos (1992), la Revista Venezolana (1993) y el Epistolario (1993). Mención aparte merecen los tomos iniciales del más importante proyecto investigativo del Centro de Estudios Martianos: Obras completas. Edición crítica, y los dos de Poesía completa. Edición crítica, feliz anticipo de esas esperadísimas Obras, donde ya se les asignó lugar.
Los esclarecimientos y aportes que los volúmenes citados brindan para una mejor lectura de los escritos de Martí, reiteradamente dañados por erratas y transcripciones defectuosas, corroboran que urge terminar la serie aludida (algunas decenas de tomos) de Obras completas. Edición crítica,seguramente imperfecta y mejorable, como toda empresa humana, pero muy superior a las otras ediciones de que hasta ahora se ha dispuesto, y ciertamente menos incompleta: ¿cuánto permanecerá ignorado aún, o estará definitivamente perdido? Sin embargo, nada impedirá que a las Obras completas precedentes, desactualizadas y a veces caóticas, les agradezcamos el conocimiento que ellas hicieron posible tener de un tesoro creativo cuya grandeza ha sido capaz de sobreponerse a numerosas y a menudo violentas alteraciones textuales (ni hablar de otras calamidades). Martí mismo, en momentos risueños de cartas de junio de 1889 a su amigo mexicano Manuel Mercado, se burlaba-dolía de las «extrañezas» que las vicisitudes del trabajo editorial solían introducir en sus colaboraciones periodísticas, tan relevantes en su producción literaria: «¿Por qué, corrector, te cebas / En mí, si el Sumo Hacedor / Hizo hermanos, al autor / Y al que corrige las pruebas?», escribió en una de aquellas cartas. En la otra le pidió al destinatario, quien le servía de vínculo con un periódico del que él era corresponsal en Nueva York: «Al noble corrector mi hermano invite / A que nada le ponga ni le quite».
Todos los títulos, más bien motivos episódicos o estéticos, utilizados en Cesto de llamas son citas de poemas de Martí, con la ostensible excepción de la «Nota» inicial. Para las sucesivas salidas he revisado, actualizado cuando ha sido posible y menester, y corregido con no pocas modificaciones, el texto que por primera vez publicó la Editorial de Ciencias Sociales en 1996. Son formales en su mayoría, aunque también (especialmente en las dos ediciones de 1998: la de Pueblo y Educación, en La Habana, y la de Alfar, en Sevilla; y aún más en la presente) las hay de contenido, entre ellas algunos aumentos, pues felizmente los frutos de la investigación y las publicaciones no cesan. Pero en ningún caso he intentado quitarle su corte original, propio de los libros escritos en un rapto. Huelga decir que el hecho de que no pretenda ni en rigor pueda ser exhaustiva —¿dónde está la que lo haya logrado, o estará la que lo consiga?— no exime a esta biografía de la aspiración de dar, en los tamaños y en el perfil a que está llamada, una imagen fiel y lo más orgánica posible de Martí. Y si no intenta pelearle a ninguna otra su lugar, sí regocijaría al autor que, más allá de la actualización probable de datos, se apreciara lo que en sus páginas haya de diferente, y aun de nuevo. Pero eso correrá por cuenta de quienes la lean, con lo que ya merecerán holgadamente la gratitud del biógrafo, que en el «Pórtico» de 1996 —el mismo, en lo fundamental, de las ediciones posteriores, y de la presente— dio constancia de la que le merecían y continuarán mereciéndole quienes directamente lo apoyaron y estimularon en el empeño. Ya entonces la nómina era extensa, y ahora lo sería más, para dar cabida a quienes han seguido dando su aporte, siquiera sea indirectamente, a la difusión y al mejoramiento de una obra que desea ser útil.
En el Manifiesto de Montecristi, fechado 25 de marzo de 1895, a un mes de iniciada la contienda en que habría de morir, José Martí escribió: «La revolución de independencia, iniciada en Yara después de preparación gloriosa y cruenta, ha entrado en Cuba en un nuevo período de guerra». No estamos solo ante una definición del proceso histórico seguido por Cuba, sino también ante claves esenciales para entender en particular el camino de Martí, cuyos primeros quince años de vida coincidieron con los últimos de la etapa de forja que antecedió al 10 de octubre de 1868. En esa fecha Carlos Manuel de Céspedes, quien pasaría a la historia con el merecido apelativo de Padre de la Patria, dio en el ingenio azucarero de su propiedad —Demajagua, situado en las inmediaciones de la actual ciudad de Manzanillo— el Grito de Independencia, y —según Martí— fue aún más grande cuando en esa misma ocasión otorgó la libertad a quienes habían sido sus esclavos y los llamó, como a hermanos, a la lucha contra el coloniaje español.
Al día siguiente las tropas libertadoras tuvieron su bautismo de fuego en el poblado de Yara, cerca de aquel ingenio. La acción fue militarmente desfavorable para los independentistas, pero estos la reclamaron como símbolo de resolución combativa, encarnada en el lema Patria y Libertad.
Martí no se sentía heredero únicamente de esa gesta, sino también de su «preparación gloriosa y cruenta», y quiso hacerlo saber desde el inicio del Manifiesto, que escribió cuando ya era el guía político más eminente de su pueblo. En esa preparación vivió su infancia y en especial su adolescencia, marcada por un brusco tránsito a la madurez. Creció en medio del fervor y los valores cultivados para la patria —de distintos modos y desde diferentes perspectivas— por maestros, conspiradores y poetas, que a menudo se daban en una misma persona, y en la estela dejada por el proceso de independencia continental, del que pasarían a su obra como símbolos guiadores sus «Tres héroes» de La Edad de Oro: Bolívar, Hidalgo y San Martín, entre otros pilares de lo que para él fue nuestra América.
Para la formación de Martí todo ello se encauzó en él por las complejas exigencias nacionales y planetarias que marcaron su rumbo en la segunda mitad del siglo xix, desde la cual —afincado en el núcleo antillano de su origen y de sus propósitos— abrió para nuestros pueblos los reclamos del siglo xx, y de un futuro que apenas comienza.
Al final de su vida, el sabio argentino Ezequiel Martínez Estrada se deslumbró —es una manera de decir que se alumbró aún más— con él. Lo consideró «el Hombre por antonomasia», y, desde una poesía arraigada en la terrenalidad de la pampa, lo llamó «figura numinosa», «un dios en el destierro, un peregrino en tierra de herejes», aparte de compararlo con «una fuerza social que representa la omnipotencia incontrastable de una divinidad». Si alguien creyera que tales juicios son mera expresión de un respetuoso delirio —que ya sería altamente significativo, por venir de quien viene—, cabría recordarle palabras —ideas— sostenidas unos cuarenta años antes, en 1926, por el joven peleador Julio Antonio Mella. Este beligerante materialista confesó que, al hablar de Martí, sentía «la misma emoción, el mismo temor que se siente ante las cosas sobrenaturales».
La devoción, el sobrecogimiento ante su figura no es un gesto «profesional», sino goce y responsabilidad que se dan sin parcelamiento al género humano. Un padre y una madre no olvidarán la vez que llevaron a sus dos pequeñas hijas a visitar la casa donde nació Martí: la casita de Martí,como dicen los niños. La mayor de aquellas niñas, entonces de apenas cuatro o cinco años, lo observaba todo atentamente, y cuando vio que se acababa el recorrido por aquel Museo, les dijo a sus padres: «Pero yo quiero ir a la casa donde Martí camina». Para ella no era cuestión de reliquias, sino de vida. Pocos días más tarde, con la insondable sinceridad de que es capaz una criatura de sus años, les confesó que estaba triste: porque «el hombre tan bueno» con quien quería casarse «cuando fuera grande, estaba muerto».
¿Con qué palabras hubieran sido capaces los padres de explicarle que el casamiento debía ser de otra índole, y que era posible, porque aquel hombre vivía? ¿Quién puede estar más vivo que un héroe que cerca de noventa años después de su muerte es capaz de estremecer así a una niña? Y el verbo casarse, ¿no viene de compartir, en íntima unión, la casa? Ahí están las iluminaciones de la poesía mística, de sus cantos a las bodas del alma con Dios. Cuando ya es centenaria la «caída» de Martí en combate, aquella expresión infantil vale por sí sola para hacernos pensar en los siglos en que a la siembra hecha por el Apóstol le ha de ser dado germinar inagotablemente, y a la humanidad abrazarlo como esperanza de salvación.
Las circunstancias en que él nació y se desarrolló hallaron respuesta en su carácter y en su sensibilidad de poeta en actos y en versos, en su sabiduría, en el sentido misional que lo caracterizó. Él fue la medida suprema en la recepción de realidades habituales en su entorno, incluido su ambiente familiar. Desde su experiencia desbordó lo meramente factográfico al declarar en 1884: «¡Se viene de padres de Valencia y madres de Canarias, y se siente correr por las venas la sangre enardecida de Tamanaco y Paramaconi, y se ve como propia la que vertieron por las breñas del cerro del Calvario, pecho a pecho con los gonzalos de férrea armadura, los desnudos y heroicos caracas!».
Él mismo situó en su infancia —«en los albores de mi vida»— las primeras señales que percibió de lo que sería su trayectoria. En un apunte ubicable hacia finales de los años 80, consignó lo que recordaba como sus «primerísimas impresiones», con palabras donde el calificativo primerísimas fija el saldo de un orden cronológico a la vez que una selección cualitativa. El recuento comienza por una imagen de signo político: «mi padre en la calle del Refugio: Porque a mí no me extrañaría verte defendiendo mañana las libertades de tu tierra». La siguiente concierne al terreno social, a partir de hechos sobre los que también será necesario volver: «El boca abajo en el campo, en la Hanábana».
Ambas «impresiones» han solido tenerse en cuenta a la hora de considerar la precocidad y el destino del héroe; pero se pasa por alto el resto del apunte, que continúa con esta referencia: «la primera lámina, los sajones de la Historia de Roma, de [Oliver] Goldsmith, desnudos en el agua, armados de macana contra los romanos de casco &».
Esa imagen visual —que en 1889 se asoció a sus concepciones historicistas en La Edad de Oro— pudo sugerirle nada menos que el carácter planetario y suprarracial, y las viejas raíces, de males y contradicciones como aquellos que lo rodeaban en su ámbito más próximo. Al cabo de los años puede sobredimensionarse un recuerdo de la infancia, pero —tratándose de una mente lúcida y capaz de ponderación, como proverbialmente fue la que nos ocupa— no se magnifica sino aquello que lo merece: es decir, lo que ha tenido relevancia en sí mismo o por su poder de asociación o sugerencia.
Lo que acaso para un alumno común pase sin mayor meditación, puede marcar o enriquecer apreciablemente la inteligencia del más despierto. Agréguese la extraordinaria voluntad que Martí puso en su fragua: el carácter de reclamo y deber de aplicarlas que veía en las capacidades propias. Refiriéndose a un poeta que no en todos los órdenes le mereció buen aprecio —entre otras razones, «porque nació para mártir, y no fue ni siquiera hombre»—, afirmó reflejando su propia resolución personal: «No basta con nacer:—es preciso hacerse».
José Martí nació en La Habana el 28 de enero de 1853. Es entrañable sitio de visita, de verdadera peregrinación espiritual, la casa donde ocurrió: entonces con el número 41, hoy 314, en la calle de Paula, actualmente Leonor Pérez en homenaje a la madre del Apóstol venido allí al mundo. Alguna vez se ha dicho que nació en la enfermería de la fortaleza de La Cabaña. Pero ninguna prueba incontestable avala tal afirmación, y, aunque esta se documentase, su casa natal seguiría siendo la que su propia madre reconoció que lo era, con lo que han coincidido serias investigaciones.
Fue el primogénito del matrimonio contraído el 7 de febrero del año anterior por Mariano de los Santos Martí y Navarro, natural de Valencia, España; y Leonor Antonia de la Concepción Micaela Pérez y Cabrera, de Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias. Para mayor facilidad del recién nacido, no se impuso la profusión nominal de la madre, y días después de su nacimiento, el 12 de febrero, fue bautizado como José Julián: él se encargaría de utilizar nada más el primero de esos nombres y su primer apellido, y a veces solo este último, que para muchos se convirtió en el nombre que lo identificaba.
Desde el bautizo su destino parece haber querido asociarlo con la celebridad, pues se llevó a cabo en la iglesia del Santo Ángel Custodio, situada en la Loma del Ángel, al inicio de la calle Compostela. Frente a esa iglesia sucedieron hechos incorporados por Cirilo Villaverde a Cecilia Valdés,obra que, más que una novela importante, es un monumento literario y un verdadero mito de la cultura cubana.
Los padres de Martí pertenecían a los muchos inmigrantes llegados a la Isla desde España y otros dominios de esta. La madre lo hizo como parte de una de las familias canarias que se trasladaban entonces a Cuba en busca de mejor fortuna; el padre, con carácter de funcionario militar. Integraba el Real Cuerpo de Artillería como sargento primero, al nacer su primogénito; desde abril del año siguiente, como sargento de brigada del Regimiento de Artillería destacado en la fortaleza habanera de La Cabaña; y, ya en abril de 1855, como subteniente de infantería.
Cuando hoy se visita el Museo Casa Natal de José Martí, puede tenerse una idea exagerada del poder adquisitivo de don Mariano y doña Leonor, si no se sabe que ellos únicamente ocupaban como inquilinos la reducida planta alta de la vivienda en que se fundó el Museo, extendido hoy a otros dos locales próximos. La planta baja la habitaba otro matrimonio, con el cual estaban emparentados. Sin embargo, las estrecheces económicas de los recién casados no eran entonces tan agudas como lo serían años después, cuando entre 1854 y 1865 les nacieron siete niñas y ningún otro varón —circunstancia nada ventajosa en la época— y don Mariano afrontó contratiempos y despidos como consecuencia, incluso, de una honradez difícil de mantener en un régimen caracterizado por la corrupción y el favoritismo. Para colmo, el hijo que seguramente la familia esperó y en todo caso necesitaba que se dedicara a ocupaciones pragmáticas de beneficio inmediato, mostró vocación por los estudios y, sobre todo, por la lucha revolucionaria opuesta al poder que el padre estaba obligado a representar.
Por el rápido crecimiento de la familia, por requerimientos del cambiante desempeño de don Mariano, y quizás también alguna vez por imperativos económicos, ya a más tardar en 1856 la familia comenzó a mudar frecuentemente de domicilio, aparte del viaje a España que veremos y de las salidas de Martí con su padre fuera de La Habana. O sea, para él comenzó muy temprano la trashumancia característica de su vida, como anticipo de sus múltiples desplazamientos asociados al quehacer revolucionario.
A inicios de 1857 murió en La Habana el padre de doña Leonor, Antonio Pérez Monzón, y, estimulado quizás por lo que ella recibió en herencia, el matrimonio se trasladó ese año a España, en lo que para Martí fue su primera estancia en la Metrópoli. En mayo don Mariano logró la liberación del cargo de celador, y, hacia septiembre, ya la familia se encontraba en Valencia, donde nació la tercera niña —María del Carmen, la Valenciana—, y permanecieron hasta mediados de 1859.
Se ha conjeturado que el niño pudo acaso aprender sus primeras letras allí —donde entonces sería forzoso que las recibiera en castellano, si ocurrió en ambiente escolar—, y no es una idea descartable, aunque años después el propio Martí recordaría, como suya tal vez, la vivencia de los niños cubanos que aprendieron a leer en la Isla por los libros del maestro vernáculo Eusebio Guiteras. Tampoco es improbable que el futuro conspirador conociera determinadas expresiones de rechazo —públicas o privadas— de hijos de Valencia al dominio que en esa región imponía la misma Corona, opresora y decadente, que «unificaba» a España y ejercía el poder colonial sobre Cuba.
Ya sea porque no les salieran bien las cosas, incluso por contradicciones familiares, o por cualquier otra razón, los Martí-Pérez regresaron a La Habana, con una escala en Tenerife, según parece confirmar un documento que, hallado hace poco tiempo, no niega la conjetura hecha antes, de acuerdo con la cual también pudieron haber pasado por aquella ciudad canaria en el recorrido hacia Valencia. En la capital cubana se encontraban a mediados de 1859. En julio don Mariano volvió al cargo de celador, ahora en el barrio de Santa Clara, en el segundo distrito de La Habana. Al otro año fue temporalmente cesanteado por presuntos errores en su tarea, y el niño comenzó a estudiar en el colegio San Anacleto, dirigido por Rafael Sixto Casado, sobresaliente pedagogo cubano cuya labor está por estudiarse. En ese plantel conoció Martí a Fermín Valdés Domínguez, y entre ambos nació pronto una amistad que crecería ininterrumpidamente, arraigada en la vocación de libertad y justicia.
En abril de 1862 don Mariano fue destinado al cargo, quizás poco codiciado, de capitán juez pedáneo en el partido territorial de Hanábana —con denominación y lindes que hoy no se conservan—, en la actual provincia de Matanzas. Para el niño este hecho tuvo consecuencias relevantes: acompañó a su padre en lo que de hecho fue su primera experiencia laboral —auxilió allí a don Mariano como amanuense—, y, sobre todo, conoció en su violento rostro rural el crimen de la esclavitud, que hasta entonces solo habría podido ver en la modalidad doméstica urbana, más benigna, o menos terrorífica.
La responsabilidad básica de don Mariano incluía precisamente velar por que no hubiera tráfico de esclavos. Ya para entonces la Corona española había contraído con la británica el compromiso de frenar la trata, como un paso hacia la abolición de la esclavitud. Los intereses mercantiles generados en torno a la industrialización habían logrado más que el altruismo de quienes desde antes se habían opuesto al monstruoso crimen.
Durante su estancia en Caimito del Sur —o Caimito de la Hanábana, o del Hanábana— Martí apreció la inutilidad de los esfuerzos de su padre por impedir nuevos desembarcos de esclavos en aquella región, pues los negocios en juego tenían más fuerza y recursos de toda índole que el humilde funcionario. El niño, por su parte, presenció hechos como el desembarco de un alijo de esclavos y la bestialidad del bocabajo. Poéticamente parece haber identificado este último con la muerte —«un esclavo muerto, / Colgado a un seibo del monte»— cuando veintiocho años más tarde, al escribir Versos sencillos, rememoró los acontecimientos. Frente a ellos se hizo su primer juramento revolucionario de que tengamos noticia: «Lavar con su vida el crimen» de la esclavitud.
La estancia en la zona de Hanábana fue útil para la formación de Martí, hasta desde el punto de vista físico. Le dio ocasión de regodearse en el ambiente natural que tanta fascinación y tanto reto le proporcionaría durante sus días en la guerra. Por una carta que le dirigió a la madre —un texto en el cual asombra hasta el equilibrio de los trazos— sabemos que allí el niño de nueve años se aplicaba a tareas como esta: «Ya todo mi cuidado se pone en cuidar mucho mi caballo y engordarlo como un puerco cebón, ahora lo estoy enseñando a caminar enfrenado para que marche bonito, todas las tardes lo monto y paseo en él, cada día cría más bríos».
En diciembre volvieron padre e hijo a La Habana, porque el primero fue injustamente depuesto. En 1863 marchó a Honduras Británica (hoy Belice), es de suponer que en busca de mejores horizontes, y nuevamente lo acompañó el hijo. Se carece de información sobre este viaje, que pasa a ser una de las etapas requeridas de luz en la biografía de Martí. Posiblemente el regreso a La Habana haya ocurrido en el mismo año.
Su inteligencia salvó al niño del fracaso escolar a que pudo haberlo condenado una vida tan itinerante, y, en 1864, con once años, finalizó la enseñanza primaria elemental en el Colegio San Anacleto. Quizás haya sido en este curso cuando ganó —posiblemente por Aplicación y buena conducta— la medalla que luce en la más antigua de sus fotos conocidas, aunque esta se ha considerado como de 1862.
Nueve años tenía Martí cuando escribió esta carta a la madre.
En marzo del año siguiente ocurrió algo de fértiles consecuencias en su formación: comenzó a estudiar en la Escuela de Instrucción Primaria Superior Municipal de Varones, en la calle Prado 88. En el mismo inmueble se hallaba la vivienda del director, el poeta y maestro Rafael María de Mendive, quien devendría figura tutelar para el adolescente, ávido de conocimientos. En abril él y otros condiscípulos hicieron algo que habla del ambiente que existía en aquella institución escolar: llevaron brazalete de luto durante una semana por la muerte de Abraham Lincoln, a quien años después Martí llamará «el leñador de ojos piadosos».
En noviembre del mismo 1865, con escasos días de diferencia, nació su séptima y última hermana, Dolores Eustaquia (Lolita), y falleció María del Pilar, a quien le faltaban dos días para cumplir seis años: tal vez en 1889 Martí la recordó conscientemente en la Pilar de «Los zapaticos de rosa», uno de los grandes poemas de La Edad de Oro. Aquel prematuro deceso fue el primero entre sus hermanas, que por lo general murieron jóvenes o relativamente jóvenes. Solo una de ellas, Amelia, sobrevivió a la madre.
En agosto de 1866 Mendive solicitó al director del Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana que señalara la fecha para que José Martí se sometiera al examen de admisión. Ya antes, impresionado por sus excelencias —y posiblemente preocupado por la situación económica y explicables incomprensiones de su familia—, había logrado el consentimiento de don Mariano para costearle al muchacho los estudios, hasta el grado de bachiller inclusive.
En septiembre el alumno aprobó el examen de admisión para cursar la segunda enseñanza, y se incorporó al Instituto, sito en una parte del Convento de Santo Domingo, en Obispo 8, no en la actual sede, que hace años lleva su nombre y se localiza en la calle Agramonte (Zulueta, en la tradición oral) número 407.
De su afición de entonces al teatro él mismo recordaría más tarde que comenzó a traducir Hamlet, pero dejó esa traducción inconclusa y emprendió la de A Mistery, de Byron, porque le pareció indigno de un genio como Shakespeare la referencia a ratones incluida en una de las escenas de aquella obra. Para poder asistir a representaciones teatrales aunque no fuera más que entre bambalinas, prestaba algunos servicios de mensajería a un peluquero que hacía trabajos para actores.
En 1867 el estudiante siguió dando muestras de su talento, con calificaciones de sobresaliente y otros triunfos en distintas asignaturas. Alcanzó premios con su desarrollo de los temas La teoría del quebrado, El verbo sum nos da la teoría de la conjugación de todos los verbos latinos y Teoría y clasificación de las figuras de dicción [...].
Es seguro que ya desde entonces se afianzaba en él la actitud de quien sabía combinar la voluntad del crecimiento multilateral, la conciencia del valer de sí y la honrada voluntad de no lastimar a nadie con el mérito propio. En carta de mayo de 1901, cuando todavía la aureola de leyenda en torno al excepcional héroe no había llegado a la elevación a que justicieramente llegaría —y continuará llegando—, un excondiscípulo suyo lo recordaba en términos que hacen pensar en el rostro que muestra su retrato de alumno premiado. Ese retrato es anterior, en cerca de un lustro, al momento rememorado por el autor de la carta, quien alude a sucesos como los del teatro Villanueva, que aún hemos de retomar:
fui condiscípulo de Martí en el colegio San Pablo de Rafael María de Mendive [...] Martí era externo; pero, por lo correctísimo que fue siempre y su carácter dulce y afable, era muy apreciado de Mendive y de su familia, y se pasaba el día en la casa particular de este, situada en la planta baja del edificio. // Además le servía de amanuense para su correspondencia y poesías, y como era formal, [el maestro] le comisionaba para sus diligencias en la calle.— // Los recuerdos que aún tengo me representan a Martí como un niño de catorce a dieciséis años de estatura propia de esta edad, aunque un poco alto, frente ancha, fruncía algo las cejas, ojos muy vivos y un carácter dulce y apacible, y más que alegría demostraba cierta tristeza, como si siempre le preocupara algo, y a los chistes y bromas de sus compañeros, contestaba siempre, con su sonrisa dulce que infundía respetuoso cariño hasta a los de mayor edad.— Ya en esa edad componía versos, que se los corregía Mendive.— // Dejé de verlo [...] cuando lo de Villanueva.
Sus inquietudes artísticas lo llevaron a ingresar, el 15 de septiembre, en la clase de dibujo elemental en la Escuela Profesional de Pintura y Escultura de San Alejandro, de La Habana. El 31 de octubre ya la había abandonado, pero se mantendrá siempre fiel a su aprecio por las artes plásticas, de las que llegaría a ser un crítico extraordinario, con una permanente atención que mantendrá hasta las proximidades de su muerte; y, sobre todo, en su gran capacidad para «pintar con la palabra».
En vísperas del estallido del 10 de octubre de 1868, virtualmente vivía en casa de su maestro Mendive, lo que le propiciaba un ambiente favorable para sus ideas, y, es de presumir, cierta merma del control ejercido por sus padres. Estos, en uno de sus numerosos cambios de domicilio, habían pasado a residir en Marianao, a relativa distancia. Hacia finales del mismo año se mudaron para una dirección mucho más cercana —San José entre Gervasio y Escobar—, pero don Mariano se desempeñaba entonces como celador de policía para el reconocimiento de buques en el puerto de Batabanó, en la costa sur habanera, ycuando a inicios de 1869 fue nombrado celador del barrio de la Cruz Verde, en Guanabacoa, la familia se estableció en esa villa.
Por grandes que hayan sido las precauciones de don Mariano, y el deseo de doña Leonor de secundarlas, es fácil suponer que las responsabilidades oficiales del primero y las familiares de la segunda le dieron oportunidad de movimiento al inquieto varón, ya en edad crucial: los finales de su adolescencia, en los extremos de la tensión política del país.
Para sus coetáneos habaneros, máxime para quienes tenían una particular sensibilidad patriótica y gozaban de la cercanía y la confianza de adultos como Mendive, esa tensión marcó el ambiente estudiantil, dividido en facciones hostiles: los adeptos al régimen colonial, bautizados como gorriones, acaso por cierto parecido del uniforme del Ejército español con esa avecilla, estaban de un lado; del otro, los patriotas, que en su versión más radical abrazaban el independentismo y se identificaban con la bijirita, pequeña ave cubana.
La más antigua fotografía de Martí que se conoce. La medalla que muestra es una distinción escolar, posiblemente por Aplicación y buena conducta.
El 10 de octubre de 1868 Martí era alumno del Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana. Aquel día marcó definitivamente el rumbo de la historia de Cuba, y de la vida del joven estudiante. El levantamiento de Carlos Manuel de Céspedes y sus seguidores en la zona oriental del país llegó a La Habana como ratificación del espíritu de los independentistas, y también como clara señal de alarma para los representantes del poder colonial. La polarización de fuerzas creció por caminos cada vez más visibles, incluida una mayor violencia. La preparación gloriosa y cruenta desembocaba en la guerra, y esta, a partir de entonces, afrontaría vicisitudes, treguas, estancamientos y reveses para la causa de la independencia. Pero sería ya irreversible.
Que Martí había crecido en íntima sintonía con aquella preparación, y que el estallido bélico no fue cosa que lo sorprendiera, lo muestra el modo como él respondió a las circunstancias. Con el propósito de aquietar los ánimos opuestos, las autoridades españolas decretaron el 9 de enero de 1869 una frágil libertad de imprenta, que duró apenas treinta y cuatro días. El remedio no funcionó como ellas esperaban: casi de un tirón se imprimieron numerosos periódicos, que por lo general no pasaron de una o dos entregas, pero confirmaron el espíritu que ardía en la Isla.
De Martí se había editado el 26 de abril de 1868, en El Álbum, de Guanabacoa, uno de sus primeros poemas conocidos —«A Micaela», dedicado a la esposa de Mendive con motivo de la muerte de un hijo de ambos, Miguel Ángel—, pero inició la etapa ya decisiva de su vida pública en la fogosa prensa de aquellos días. Textos suyos aparecieron en El Diablo Cojuelo y en La Patria Libre, de los que se imprimió nada más que el primer número, reproducido en los dos casos para el lector de hoy en ediciones facsimilares. Otra publicación —un periodiquito estudiantil manuscrito, del cual no se conservan ejemplares— incluyó un soneto de precoz madurez y que seguramente el propio Martí contribuyó a salvar.
Una alusión en ese poema a la lucha en la sierra del Escambray, en el centro de la Isla, ha hecho suponer que debió circular hacia febrero de 1869, cuando ya la contienda se extendía a esa región; pero tal crecimiento se deseaba e intentaba desde los inicios —estaba quizás en el ambiente—, y sabemos lo breve que fue la libertad de prensa. Naturalmente, un periódico manuscrito pudo ser clandestino, como convenía además a la incitante aprobación —desde el exclamativo título «¡10 de Octubre!»— del acto insurreccional:
No es un sueño, es verdad: grito de guerra
Lanza el cubano pueblo, enfurecido;
El pueblo que tres siglos ha sufrido
Cuanto de negro la opresión encierra.
Del ancho Cauto a la Escambraica sierra,
Ruge el cañón, y al bélico estampido,
El bárbaro opresor, estremecido,
Gime, solloza, y tímido se aterra.
De su fuerza y heroica valentía
Tumbas los campos son, y su grandeza
Degrada y mancha horrible cobardía.
Gracias a Dios que ¡al fin con entereza
Rompe Cuba el dogal que la oprimía
Y altiva y libre yergue su cabeza!
Llama la atención, junto al carácter vertical del abrazo a la guerra independentista, la seguridad de la expresión. El poema se sitúa en la tradición de eso que, a propósito de José María Heredia, el gran cantor de las palmas cubanas y de las Cataratas del Niágara, Martí llamó años después lo herédico. Por lo demás, su toma de partido en favor de la beligerancia independentista la hizo pública en el artículo de fondo de El Diablo Cojuelo. Allí, aparte de expresar cuál era la actitud que él tomaba sin vacilación en el dilema esencial de los cubanos, «O Yara o Madrid», se opuso —en clara alusión a quienes preferían estancarse en afanes reformistas para no poner en riesgo sus riquezas materiales— a los «sensatos patricios». Con tales términos encaraba a los opulentos que se consumían en peroraciones y juntas cuya inutilidad la Metrópoli había confirmado una vez más al hacer fracasar, en 1867, la gestión de los representantes de la Isla ante las Cortes.
El Diablo Cojuelo —que nació para mostrar a los estudiantes habaneros la corrupción impuesta por el régimen colonial en Cuba, como el personaje que le da título había hecho con respecto a la propia Metrópoli mientras guiaba por ella a un estudiante en la novela homónima de Luis Vélez de Guevara— apareció con fecha 19 de enero de 1869.
Cuatro días después circuló La Patria Libre, cuyo subtítulo —Semanario Democrático-Cosmopolita— refleja el ambiente en que Martí se movía. A diferencia de El Diablo Cojuelo, que fue gestado por el propio Martí y otros condiscípulos —entre ellos Fermín Valdés Domínguez—, La Patria Libre tiene hasta materialmente un corte distinto, y parece lógico suponer que en sus auspicios intervinieron adultos, como el maestro Mendive, según se ha dicho.
Pero el estudiante Martí, sin haber cumplido aún dieciséis años, dotó al periódico del texto que más perdurable lo haría: el poema dramático «Abdala», encabezado con una anotación en que la tipografía aportaba una elocuente ambigüedad. La frase escrito expresamente para la patria, impresa en mayúsculas y sin comillas ni otro signo que destacara la patria como título de la publicación, propiciaba que la pieza teatral se recibiera como destinada al periódico en que aparecía o —lo más seguro— a Cuba.
El detalle es significativo: impedido el autor de convocar abiertamente a la rebelión patriótica, el texto recreó la decisión de un joven príncipe africano —de Nubia, topónimo que acústicamente marca una ostensible similitud con Cuba— de defender a su tierra contra el invasor extranjero, y morir en esa lucha si era necesario, a pesar de los ruegos de la madre, que pretende salvarle la vida. Con razón se ha visto en el héroe, Abdala, un alter ego de Martí y una prefiguración de su destino.
La soltura que los independentistas se permitían en la prensa era parte de la efervescencia patriótica y, naturalmente, desencadenaba la respuesta de las autoridades y sus servidores locales. En los días en que circulaban El Diablo Cojuelo y La Patria Libre ocurrieron hechos de particular relevancia en ese ambiente. El 22, por ejemplo, llegaron a punto de clímax las expresiones subversivas que se habían venido sucediendo en el teatro Villanueva, propiedad de familiares de Mendive y posiblemente comunicado con la vivienda de este. Se ha escrito que en la noche, mientras tenía lugar la función, hubo manifestaciones de explícita o indirecta pero clara simpatía con la gesta patriótica, y no se hizo esperar la reacción preparada por los Voluntarios, tropas de españoles y cubanos que prestaban servicios policiales y militares a la Metrópoli.
Los acontecimientos envolvieron de algún modo a Martí, cuya madre salió sola de su casa para ir a buscarlo en la residencia de Mendive. A la crueldad de la represión colonialista y a la entereza de doña Leonor se referiría el poeta en Versos sencillos, más de veinte años después:
El enemigo brutal
Nos pone fuego a la casa:
El sable la calle arrasa,
A la luna tropical.
Pocos salieron ilesos
Del sable del español:
La calle, al salir el sol,
Era un reguero de sesos.
Pasa entre balas, un coche:
Entran, llorando, a una muerta:
Llama una mano a la puerta
En lo negro de la noche.
No hay bala que no taladre
El portón: y la mujer
Que llama, me ha dado el ser:
Me viene a buscar mi madre.
A la boca de la muerte,
Los valientes habaneros
Se quitaron los sombreros
Ante la matrona fuerte.
Y después que nos besamos
Como dos locos, me dijo:
«Vamos pronto, vamos, hijo:
La niña está sola: vamos!»
Mendive, aunque no es seguro que estuviera esa noche en el Villanueva —lo cual tampoco puede afirmarse de Martí—, fue arrestado seis días más tarde, bajo acusación de vínculos con los insurrectos, e incluido en el expediente de aquellos sucesos: eran tan conocidas sus relaciones con dicho teatrocomo sus ideas independentistas. De la cárcel habanera se le trasladó al Castillo del Príncipe, también en La Habana, y allí lo visitó el más eminente de sus discípulos.
El 25 de abril Mendive fue condenado por un Consejo de Guerra a cuatro años de confinamiento en España, hacia donde se le embarcó pocos días después. Pronto logrará escapar a Francia, y de allí pasó a Nueva York. Martí perdió, desde el arresto del maestro, un apoyo y una protección que le resultaban providenciales: si volvió a verlo, solo pudo ser entre 1878 y 1879. (En el primero de esos años el educador y el ya crecido e independiente discípulo regresaron a Cuba tras sus respectivos destierros. Martí se estableció en La Habana, y Mendive pasó a dirigir el Diario de Matanzas, que se publicaba en esa ciudad, separada de la capital de la Isla por unos cien kilómetros: es difícil imaginar que no se hayan encontrado en una o en otra, ¿o en ambas?).
Mientras Martí se quedaba sin el apoyo de Mendive, es de suponer que en el convulso 1869 al funcionario policial donMariano le llegarían algo más que advertencias acerca de los pasos en que andaba el joven patriota, y es natural que, además de «cumplir con su deber», quisiera, sobre todo, salvar de la cárcel o la muerte al hijo. Quizás por ello, aún más que por apremios económicos también ciertos, el adusto valenciano intentó sacarlo del ambiente conspirativo en que se había introducido con plena voluntad. Desde abril Martí laboraba como dependiente de diligencias en la oficina del comerciante Felipe Gálvez Fatio, situada en Virtudes 10.
Era inevitable que en tales circunstancias crecieran sus contradicciones con el padre. Por aquellos meses, establecido Mendive temporalmente en París, el discípulo escribió a su maestro una carta que desborda angustia:
Trabajo de seis de la mañana a 8 de la noche y gano 4 onzas y media que entrego a mi padre. Este me hace sufrir cada día más, y me ha llegado a lastimar tanto que confieso a Ud. con toda la franqueza ruda que Ud. me conoce que solo la esperanza de volver a verle, me ha impedido matarme. La carta de Ud. de ayer me ha salvado. Algún día verá Ud. mi Diario, y en él, que no era un arrebato de chiquillo, sino una resolución pesada y medida.
Hechos como ese —al cual el joven testimonia haberse referido en un diario que no sabemos adónde habrá ido a parar— han contribuido a fomentar una leyenda negra en torno a don Mariano, propalada a veces por un modo equivocado e innecesario de defender a su excepcional hijo. Hay quienes han creído adecuado, para subrayar la altura de su carácter, de su persona, menoscabar la de cuantos le rodearon: padres, esposa, hijo. Para colmo, contrarían con ello la delicadeza de espíritu que siempre lo distinguió. En lo que toca a don Mariano, el propio hijo se encargará de hacer notar su bondad y su honradez.