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La obra presenta una selección de cien biografías de relevantes científicos cubanos ya fallecidos que vivieron en la Isla o dedicaron su vida a investigaciones realizadas en nuestro territorio. Contempla desde los orígenes de la ciencia en Cuba hasta el año 2000.
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Seitenzahl: 725
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Primera edición impresa, 2002
Segunda edición impresa, 2016
Edición: Sergio Bello Canto
Diseño de colección: Yadira Rodríguez Gómez
Realización de cubierta: Yoiser Pacheco Corzo
Diseño interior: Julio Víctor Duarte Carmona
Corrección: Natacha Fajardo Álvarez
Emplane computarizado: Irina Borrero Kindelán
Conversión a ebook: Yasser Vázquez
© Rolando García Blanco, 2002
© Sobre la presente edición:
Editorial Científico-Técnica, 2017
ISBN: 978-959- 05-0990-2
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
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RUTH CASA EDITORIAL
Calle 38 y ave. Cuba, Edif. Los Cristales, oficina no. 6 Apartado 2235, zona 9A, Panamá
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Nota preliminar
El presente libro ofrece al lector una selección de cien biografías breves de científicos relevantes, ya fallecidos, que nacieron en la Isla o dedicaron su vida a investigaciones realizadas en nuestro territorio, de ahí que constituya un primer aporte en el camino por lograr la realización de un futuro diccionario de la ciencia cubana.
La obra estuvo bajo la dirección y redacción general de su autor principal, el doctor Rolando García Blanco, quien a la vez elaboró el ensayo introductorio, localizó y procesó el material gráfico utilizado, confeccionó los pies de figuras, seleccionó algunas de las principales fuentes bibliográficas y documentales que existen en el país para el estudio de las personalidades científicas, compuso los índices onomástico, de entidades y temático, así como tuvo a su cargo el proceso de cambios y arreglos que conllevó esta nueva edición. El colectivo de trabajo estuvo integrado por 20 coautores, cuyas iniciales aparecen al final de las biografías elaboradas por cada uno en particular.
Se agradece especialmente la valiosa colaboración brindada por la Dirección del periódico Trabajadores, y en particular por María de los Ángeles Alsina Maestre, atendiendo a su constante y decisivo apoyo en todo el proceso de elaboración de la obra, así como por Joaquín Hernández Mena, quien realizó una meticulosa labor en la captación y el procesamiento digital de las imágenes utilizadas. De igual forma, se reconoce la colaboración brindada por Magaly Miranda Martínez, de la Fototeca de la revista Bohemia, quien localizó y digitalizó numerosas imágenes utilizadas en el texto del libro, y a Hortensia Quesada Arviol, del Instituto de Literatura y Lingüística, al coordinar el apoyo del colectivo de esta institución, mediante el cual se logró el acceso a valiosas fuentes documentales, a cuadros y a fotos de científicos que allí se conservan.
Por otra parte, debe resaltarse el esfuerzo desplegado por las distintas áreas del por entonces Museo Nacional de Historia de las Ciencias Carlos J. Finlay, cuyos investigadores y técnicos formaron parte del colectivo de autores, y apoyaron la amplia labor de digitalización de cientos de imágenes de figuras que ocupan lugares destacados en la historia de la ciencia y la tecnología en nuestro país, así como el trabajo de la licenciada Amarylis Piñero Breto, en lo concerniente a la introducción y el procesamiento en soporte electrónico de los textos elaborados, y la impresión de las diferentes versiones del material.
Sirva el presente esfuerzo como un digno homenaje a los héroes de la ciencia, quienes con su tesonera labor a lo largo de los siglos plasmaron en Cuba los resultados de su creación, así como los avances mundiales en este importante sector del desarrollo social. De igual forma, llegue nuestro más sincero reconocimiento a todos aquellos investigadores que han contribuido con sus valiosos resultados, durante estas últimas cinco décadas, a reflejar en sus obras la historia del progreso de la ciencia en Cuba, sin las cuales sería imposible comprender la realidad actual de nuestra patria.
Sociedad Cubana de Historia de la Ciencia y la Tecnología
Prólogo
La compilación biográfica que se ofrece en la presente obra, viene a llenar el lamentable vacío existente en la disponibilidad de fuentes accesibles al lector interesado, y especialmente a las más jóvenes generaciones, sobre las personalidades y hechos que han forjado nuestra tradición científica nacional. Al así afirmarlo no olvido meritorios esfuerzos precedentes, como Momentos y figuras de la ciencia en Cuba, de tan favorable acogida por el público y cuyas dos ediciones están hace tiempo agotadas, ni el más reciente y también agotado Y sin embargo ciencia, este último con la característica de presentar a figuras contemporáneas mediante hábiles entrevistas de corte periodístico.
La aparición de un libro del alcance del que ahora disponemos constituye a todas luces un esfuerzo encomiable, que ha de ser celebrado por su contribución a la mejor comprensión de la cultura nacional cubana. En sus páginas podemos emprender un apasionante recorrido, a través del prisma vital de cien personalidades, por los diferentes estadíos que atravesó la actividad científica en Cuba, desde sus albores a fines del siglo xviii hasta bien avanzado el siglo xx. A esa visión de conjunto contribuye el panorámico ensayo preparado por Rolando García Blanco, que precede a la sección propiamente biográfica.
Introducir una obra como esta entraña para el prologuista la necesidad de hacer una imprescindible salvedad, como prevención al lector. Es preciso advertir, sin que ello reste al libro su valor, que la selección de personalidades realizada, aunque sin duda representativa, no es la única posible, y cada uno de nosotros pudiera evocar otros nombres y circunstancias que bien pudieran haber formado parte de ella. A lo anterior hay que añadir que el espacio temporal que cubren los biografiados termina en pleno auge del más intenso y fructífero período de la ciencia en Cuba: el correspondiente al desarrollo impulsado por la Revolución Cubana y por su máximo conductor, Fidel Castro Ruz, a partir del triunfo del 1ro. de Enero de 1959. Esta circunstancia explica que personalidades de relieve indudable en nuestra ciencia, fallecidas algunas en años muy recientes u otras felizmente en la cúspide de su actividad, no aparezcan tampoco en esta selección.
Al evocarse figuras de la ciencia, el lector menos experto podría preguntarse por el alcance de dicho vocablo, y su validez en el caso de un pequeño y joven país como Cuba. De cierto, con el término ciencia se alude en el lenguaje diario a varios conceptos relacionados pero no equivalentes. Vayamos por partes.
Una primera y quizá más connotada acepción del término se refiere al conjunto de elementos descriptivos y de instrumentos interpretativos de la realidad circundante, acumulado por la especie humana desde muy remotos momentos de su evolución biológica y cultural, lo que normalmente se denomina también conocimiento científico.
Una segunda e igualmente correcta acepción del término ciencia nos remite a un renglón diferenciado de la actividad humana, a una ocupación específica dentro de la división social del trabajo. En ese sentido, ciencia es a lo que se dedican quienes ocupan su tiempo y energías en investigar e interpretar los múltiples aspectos aún no bien conocidos ni comprendidos del mundo natural, de la sociedad y del propio ser humano, o en aplicar el conocimiento ya disponible a la creación de nuevos bienes materiales y espirituales o a la modificación de procesos naturales y sociales. Sería entonces, en este caso, algo así como la profesión científica.
Un tercer enfoque del término ciencia nos relaciona con una determinada forma de la conciencia social, entendida como el apego al fundamento racional de la existencia humana en su relación con la naturaleza y la sociedad.
Las personalidades cuyos elementos biográficos se presentan en la presente obra no siempre encajan por igual en las tres acepciones que hemos comentado y es conveniente comprender el porqué de estas relativas desproporciones.
De una parte, la profesión científica como tal, referida a la dedicación exclusiva o preferente, no es reconocible históricamente en magnitud significativa hasta la aparición de las instituciones científicas. Antes de que tal cosa ocurriese — y en Cuba solo tuvo expresiones muy contadas hasta el triunfo revolucionario —, la inclinación por la ciencia debía ser satisfecha por los interesados en ella mediante la realización de esfuerzos adicionales a los que su ocupación laboral y status social les demandaba a los fines de su sostén o reconocimiento. Solo en muy contados casos disponían por razones de nobleza o de patrimonio familiar —como el Barón de Humboldt— de la holgura económica necesaria para utilizar libremente su tiempo para la exploración, la observación o la experimentación. Otros pocos contaron con el apoyo de amigos o protectores solventes, que cubrieron con su generosidad la escasez de medios del investigador, como fue el caso de Carlos de la Torre y de la Huerta y su amistad con la familia de la patriota Marta Abreu Arencibia. En general, un rasgo predominante en las figuras biografiadas es que la ciencia fue en su vida una pasión, más que una dedicación; la búsqueda del saber un empeño personal, poco o nada alentado por la mayoría de sus conciudadanos; el acceso al conocimiento un sacrificio permanente, aunque ciertamente también un disfrute.
Es preciso apuntar, además, que de entre esta pléyade, el lector encontrará ejemplos paradigmáticos de estudiosos cubanos con un aporte significativo a la ciencia y sus aplicaciones como cuerpo de conocimientos y experiencia sumaria, acreedores de un reconocimiento a su obra que alcanza pleno relieve internacional: en las ciencias naturales, Felipe Poey Aloy y Carlos de la Torre y de la Huerta; en la agricultura, Álvaro Reynoso Valdés; Francisco de Albear y Fernández de Lara, en la ingeniería; Fernando Ortiz Fernández, en la antropología cultural; en la botánica, Juan Tomás Roig Mesa; en las ciencias médicas, en fin, Joaquín Albarrán Domínguez, Pedro Kourí Esmeja y la más grande figura de la ciencia cubana por la trascendencia científica y social de su obra, Carlos Juan Finlay de Barres, por sólo citar, nuevamente a riesgo de omisiones cuestionables, algunos de los más indiscutibles. Si bien varios de los mencionados, los menos, lograron su mayores aportes trabajando fuera de la Isla, estos ejemplos confirman la posibilidad —y la necesidad— de hacer ciencia desde un país pequeño y con modestos recursos. Ratifican, además, la validez de llegar a lo universal a través de lo local, pues ciertamente los casos mencionados ganaron su lugar en la ciencia internacional como resultado de su abordaje de temas del mayor interés, en primer lugar, para nuestro país.
En lo que considero un acierto, la selección presentada incluye varias figuras extranjeras cuyo contacto con la Isla fue limitado en el tiempo como Alejandro de Humboldt, Antonio Meucci y André Voisin, y otros como Juan Cristóbal Gundlach que la adoptaron como patria adoptiva, pero cuya significación en nuestra historia científica es, sin duda, relevante. La atención diferenciada a sus respectivos aportes desbordaría el marco de este modesto análisis preambular, pero su presencia entre nosotros, en muy diversos momentos y contextos, confirma la universalidad de los valores asociados a la ciencia y la trascendencia de los vínculos de amistad y cooperación entre quienes la practican, cualquiera que haya sido su patria natal.
Por último, desearía presentar ante el seguramente ya impaciente lector una consideración final. De los significados posibles del término ciencia, he de subrayar ahora el que la identifica como una forma de la conciencia social. En mi parecer es esta la faceta que conecta entre sí a todas las figuras biografiadas, y pone de manifiesto una de las contribuciones fundamentales que la presente obra puede realizar a la cultura general e integral hacia la que hoy se proyecta todo nuestro pueblo.
En este ámbito puede afirmarse que en la vida y obra de cada uno de los biografiados hay una contribución que trasciende su campo de trabajo particular y se proyecta en la afirmación cada vez mayor de la ciencia como una sólida columna del propio desarrollo de nuestra nación. De entre todos ellos se enhebra un hilo de continuidad, que comienza con Tomás Romay Chacón, Félix Varela Morales y los otros grandes precursores, pasa por Nicolás José Gutiérrez Hernández (figura injustificablemente poco conocida, aun por sus colegas de profesión médica), Felipe Poey Aloy, Carlos Juan Finlay de Barres y los demás grandes académicos del siglo xix, continúa por hombres como Fernando Ortiz Fernández y Pedro Kourí Esmeja, en pleno siglo xx y por otros aún más cercanos en el tiempo, que llegan incluso a su florecimiento en el período revolucionario, como Juan Tomás Roig Mesa y, en especial, Antonio Núñez Jiménez.
En la actualidad, la profesión científica se practica en Cuba bajo condiciones distintas, muy superiores aunque no exentas de limitaciones objetivas, en lo que se refiere a dotación institucional, apoyo estatal y consideración social. Hoy como nunca antes el conocimiento y los métodos científicos son componentes esenciales de nuestro sistema de educación, de nuestro dispositivo económico-productivo y de los procesos de organización y dirección social. Desde ahora y para un futuro no lejano, la ciencia, entendida como elemento de la cultura, se proyecta como una de las más valiosas prendas en el bagaje general que debe permitir a nuestro pueblo alcanzar el objetivo de convertirse en el más culto del mundo. Mediante ese proceso histórico de institucionalización, masificación y enraizamiento, abonado por figuras como las que presenta esta obra y catalizado por las infinitas oportunidades a la inteligencia creadas por el proceso revolucionario, se hará cada vez más real la visión de Fidel Castro Ruz cuando, aquel 15 de enero de 1960, vislumbró que el futuro de nuestra patria habría de ser “necesariamente, un futuro de hombres de ciencia, de hombres de pensamiento”.
Ismael Clark Arxer
la habana,12de julio de2002
Panorama de la historia de la ciencia en Cuba
Por: Rolando García Blanco
Introducción
La vida de las grandes personalidades de la ciencia no constituye un repertorio de hechos aislados; es parte integrante y fundamental de la historia del movimiento científico de cualquier país, al cual aportan no solo el resultado de sus descubrimientos, sino, incluso, verdaderos ejemplos de consagración a la profesión que, en muchas ocasiones, han adquirido ribetes de heroicidad.
En el caso concreto de Cuba, el estudio de la vida de sus científicos permite evaluar, en su justa dimensión, la existencia de una ciencia nacional desde el propio período colonial, que como antecedente de singular relevancia contribuye a la comprensión del papel histórico desempeñado por el movimiento científico de nuestro país, y a la valoración de los éxitos alcanzados, como resultado del apoyo brindado por la Revolución a este importante sector del desarrollo social.
El presente trabajo no constituye un intento por agotar el tema propuesto, sino tan solo una aproximación a algunos de sus momentos más significativos, acompañada de determinadas reflexiones en torno a los problemas teóricos que se derivan del devenir del movimiento científico en Cuba, desde el período de la subordinación colonial a la metrópoli española, pasando por la ulterior sustitución de esta mediante una dominación de tipo neocolonial con respecto a Estados Unidos de América, y hasta la actualidad, donde el acelerado desarrollo que la Revolución ha impregnado al avance de este importante sector social, imprime al proceso cubano características muy específicas, que lo distinguen del resto de los países de nuestro continente.
La colonia: el surgimiento del movimiento científico en Cuba bajo condiciones especialmente adversas
Para poder adentrarnos en las particularidades de la historia de Cuba a lo largo de los últimos dos siglos, es necesario partir de que, en el presente caso, el predominio de Estados Unidos de América sobre el comercio de la Isla quedó evidenciado en las tres primeras décadas del siglo xix, pues en 1826, mientras las importaciones de España alcanzaban la cifra de 2 858 793 pesos y las exportaciones 1 992 689 pesos, las estadounidenses se elevaban a 7 658 759 y 6 132 432 pesos, respectivamente.1
Al respecto, una autoridad tan reconocida como Fernando Ortiz (1881-1969), expresaba enfáticamente que:
...en 1850 el comercio de este país con Estados Unidos ya es mayor que el mantenido por ella con su Metrópoli hispana, y Estados Unidos asumen definitivamente su condición geográfica natural de mercado consumidor de la próxima producción cubana, pero también sus privilegios de Metrópoli económica. Ya en 1881 el Cónsul general de Estados Unidos en La Habana, escribe oficialmente que Cuba es una dependencia económica de Estados Unidos aún cuando políticamente siga gobernada por España.2
Es de destacar que el desarrollo de este proceso fue estrechamente aparejado con el crecimiento desproporcionado del sector azucarero, a costa de la incipiente diversificación agrícola y de otras producciones industriales, a la vez que la masiva introducción de esclavos constituyó un escollo transitorio en la consolidación de la nacionalidad cubana, la cual cristalizaría definitivamente como resultado de la Guerra de los Diez Años, iniciada el 10 de octubre de 1868.
En tal sentido, el propio conflicto armado aceleró el proceso de concentración industrial en el sector azucarero, y así, de las 2 000 fábricas de azúcar que existían en 1860, la cifra se redujo a 1 190 en 1877 y a sólo 207 en 1898.3 Por otra parte, mientras dos innovaciones tecnológicas incidían en el desarrollo de la manufactura azucarera basada en la mano de obra esclava (la aplicación al trapiche de la máquina de vapor, en 1817, y la introducción del ferrocarril para la transportación del producto terminado, en 1837), a partir de la cuarta década de aquel siglo se irá produciendo el traspaso gradual de ese negocio en poder de los criollos a manos españolas y estadounidenses.
Este cambio de propiedad quedará consolidado en 1860, y alrededor de 20 años más tarde, la producción de azúcar en la Isla pasará bajo la égida estadounidense. Así, en el entorno del citado año 1860, las exportaciones cubanas se comportaban de la forma siguiente: 62 % hacia Estados Unidos de América, 22% con destino a Gran Bretaña, 3% a España y el restante 13% a diferentes países; por otra parte, las importaciones ascendían a 30% en el caso de España, a 20% con respecto a Estados Unidos de América, a 20% con Gran Bretaña y a 30% con otros países.4
Un magnífico resumen para describir el desarrollo económico y social de Cuba, con posterioridad a la Guerra de los Diez Años, lo ofrece la pluma del inolvidable Raúl Roa (1907-1982) cuando expresaba:
El conjunto de ese proceso de cambios antagónicos se tradujo en la subrogación de los grandes terratenientes de Oriente y Camagüey por una nueva clase propietaria sin recursos financieros suficientes para emprender la reconstrucción tecnológicamente requerida de la industria azucarera, en el inicio del apoderamiento del negocio por empresas norteamericanas, en el enriquecimiento de la minoría de hacendados esclavistas de occidente, en la reducción de la capa de pequeños propietarios rurales, en el desenvolvimiento económico del campesinado como clase y en el empobrecimiento general del pueblo cubano, agravado por los terribles estragos del conflicto. Y, simultáneamente a este proceso, ha ido desarrollándose una situación que tendrá influencia decisiva en el curso de la vida colonial y en sus ulteriores transformaciones: la dependencia cada vez más estrecha de la economía cubana al mercado norteamericano.5
Una muestra representativa de lo anterior puede apreciarse en el informe del ministro de Asuntos Extranjeros de Estados Unidos de América, quien en 1896 estipulaba el monto de las inversiones estadounidenses en alrededor de $50 000 000,6 lo cual, unido al proceso de absorción económica de Cuba, evidenciado a partir de 1880, permitió que en el Congreso Nacional de Historia, celebrado en 1947, se afirmara que: “al estallar la revolución de 1895, Cuba había pasado definitivamente a convertirse en colonia económica yanqui”.7
Con respecto a la ciencia y la tecnología, sus antecedentes en Cuba pueden encontrarse en los propios inicios de la colonia, desde las rudimentarias técnicas de los aborígenes de la Isla, hasta la irrupción ulterior de la cultura europea que deja su impronta en la construcción de fortificaciones, embarcaciones de diferentes tipos, extracción de minerales y obras destinadas al abastecimiento de agua a la población.
Hitos de especial relevancia lo constituyen: la elaboración del primer libro científico escrito en Cuba, El arte de navegar, redactado por Lázaro Flores entre 1663 y 1672, y que se publicó en España un año más tarde; la introducción de la imprenta en 1723; y la impresión del libro de Antonio Parra titulado Descripción de las diferentes piezas de historia natural las más del ramo marítimo, representadas en setenta y cinco láminas, en 1787.
Facsímil del libro de Antonio Parra tituladoDescripción de las diferentes piezas de historia natural las más del ramo marítimo, representadas en setenta y cinco láminas,en: Academia de Ciencias de Cuba.
Otros momentos significativos relacionados con el avance de la ciencia en esta etapa resultaron la fundación del Protomedicato (1711), del Seminario de San Basilio el Magno en Santiago de Cuba (1722), de la Real y Pontificia Universidad de San Gerónimo de La Habana (1728), del Real y Conciliar Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio (1773), del Papel Periódico de La Habana (1790) y de la Real Sociedad Económica de Amigos del País (1793). Representantes más destacados de diferentes disciplinas del saber lo fueron: en filosofía, José Agustín Caballero Rodríguez de la Barrera (1711-1835); en economía, Francisco de Arango y Parreño (1765-1837); y en las ciencias médicas, Tomás Romay y Chacón (1764-1849), considerado con justeza el iniciador del movimiento científico cubano.8
Tomás Romay vacuna a sus hijos (Óleo), en: Academia de Ciencias de Cuba.
La conclusión de la centuria fue el ámbito en que se publicaron en La Habana (durante el año 1797) los trabajos siguientes, que abordaban sus respectivas temáticas con una óptica científico-natural encaminada a promover el aprovechamiento de los recursos del medio circundante: Disertación sobre algunas plantas cubanas, de Baltasar Ma. Boldo; Oración inaugural en elogio de la cirugía, de Francisco Javier Córdova; Disertación sobre la fiebre maligna llamada vulgarmente vómito negro, de Tomás Romay y Chacón; Discurso sobre las buenas propiedades de la tierra bermeja para el cultivo de la caña de azúcar, de Jorge Luis Morejón y Gato; Memoria sobre la cría de las abejas, de Eugenio de la Plaza; y Memoria sobre el mejor modo de fabricar el azúcar, de J. F. Martínez de Campos.
Durante el propio año ocurrieron acontecimientos relevantes, tales como: la circulación del manuscrito sobre filosofía electiva, de José Agustín Caballero; la primera defensa pública de las ideas de Copérnico, realizada el 8 de julio por Manuel Calvez y González, educando del Convento de San Agustín, en opción al título de bachiller en Artes que confería la Universidad; la creación de la Cátedra de Anatomía Práctica en el Real Hospital Militar, cuyo profesor fue Francisco Javier Córdoba; y por último, la instalación por el Conde de Mopox, en uno de sus ingenios de Matanzas, de lo que parece ser la primera máquina de vapor llegada a Cuba, lo cual dio inicio a pruebas que solo 20 años más tarde permitirían acoplarla a los molinos. Esta denominada “eclosión del movimiento científico cubano”, ocurrida en 1797, ha sido considerada como el punto de partida de la bibliografía científica moderna.9
Con el advenimiento del siglo xix, la propia burguesía criolla que encabeza el proceso de consolidación de la nacionalidad cubana, promueve la introducción de nuevas tecnologías, así como el desarrollo de los conocimientos científicos y de la enseñanza. En tal sentido, y con respecto a la producción azucarera, las innovaciones tecnológicas a lo largo de las primeras cinco décadas contribuyeron a elevar de manera sustancial los rendimientos industriales y la adecuada calidad del producto final, lo cual incidió en la crisis del sistema esclavista y propició, a su vez, la diferenciación de los procesos agrícola y fabril, antesala de los ulteriores colosos azucareros.10
En lo concerniente a la transferencia de tecnologías de procedencia estadounidense hacia el sector azucarero, una vez concluida la Guerra de los Diez Años, y a partir de la década de 1880, se intensificó este proceso en las mencionadas regiones central y oriental de la Isla. Significativo momento al respecto lo constituyó la mencionada construcción y puesta en funcionamiento del primer tramo de vía ferroviaria entre La Habana y Güines, en 1837, que convirtió a Cuba en el primer país latinoamericano en disponer de este medio de transporte, con lo cual se adelantó incluso a la Metrópoli. A partir de un empréstito y de tecnología inglesa, sus ingenieros constructores fueron norteamericanos, y al año siguiente Estados Unidos de América exportaron a Cuba sus dos primeras locomotoras, con lo cual se dio inicio al proceso de desplazamiento de los equipos iniciales.11
Otros avances tecnológicos introducidos durante ese siglo fueron: el telégrafo, con una primera línea desde La Habana y hasta Bejucal en 1853, y el primer cable submarino entre la Isla y la Florida en 1867; el servicio telefónico, instalado en la capital a partir de 1881, con una diferencia de pocos años con respecto a su introducción en Estados Unidos de América; así como el alumbrado eléctrico, cuya instalación fue inaugurada por la Spanish-American Light & Power Company, en 1889, también tras un espacio de tiempo relativamente breve con respecto a su similar montada en los Estados Unidos.12
Es de señalar que el ferrocarril y el telégrafo, introducidos al calor del desarrollo económico, y en particular azucarero, de las diferentes regiones de Cuba, a la vez que contribuyeron a facilitar las comunicaciones militares, permitieron la integración de la Isla como un todo único, mientras que el teléfono y el alumbrado eléctrico cubrieron principalmente necesidades sociales de sus habitantes, aunque tuvieron también importancia en los negocios.
En relación con la ciencia aplicada, el escaso apoyo oficial de las autoridades coloniales y el limitado interés en los temas agrotécnicos por parte de los hacendados criollos, los cuales se apoyaban en el mantenimiento de relaciones precapitalistas de producción basadas en la explotación de la mano de obra esclava, limitaron sensiblemente el avance de esta esfera del desarrollo social a lo largo de la primera mitad de la decimonónica centuria.
Debe hacerse una mención especial en cuanto a la labor del químico español José Luis Casaseca Silván (1800-1869), quien logró en 1848 la creación del Instituto de Investigaciones Químicas, a través del apoyo brindado por la Sociedad Económica de Amigos del País y la Junta de Fomento. Aquella institución, creada con el objetivo de propiciar estudios encaminados a determinar los renglones más idóneos para ser producidos, atendiendo al análisis del medio natural propio de la Isla, no solo sufrió penurias económicas, sino que en ocasiones se le encomendaban otras tareas ajenas a sus funciones.
La labor de Casaseca Silván dejaría su impronta en el avance de los conocimientos científicos de aquella etapa, como quedó evidenciado en su valoración acerca de la importancia de la introducción de la técnica de evaporación al vacío, en el proceso industrial de producción del azúcar, lo cual calificó de “revolución industrial”.13 Su sucesor en el cargo, el químico cubano Álvaro Reynoso Valdés (1829-1888), autor del valioso Ensayo sobre el cultivo de la caña de azúcar, publicado en 1862, dedicó al referido Instituto sus limitados recursos personales; no obstante, cuando partió hacia Francia, en viaje financiado por grandes hacendados cubanos, la dirección de la institución recayó en el eminente químico Fernando Valdés Aguirre, quien no pudo mantenerla funcionando, por lo cual el referido instituto dejó de existir oficialmente en 1869.
Las investigaciones de carácter geológico, cuyo antecedente pudiera remontarse al Ensayo político sobre la Isla de Cuba, de Alejandro de Humboldt (1769-1859), a quien por sus aportes científicos se le conoce con el calificativo de “segundo descubridor de Cuba”, encontrarían un reflejo ulterior en el trabajo de Manuel Fernández de Castro (1822-1895), elaborado en 1864, bajo el título de: Sobre la formación de la tierra colorada que constituye gran parte de los terrenos de cultivo de la Isla de Cuba.
También relacionados con los problemas de la ciencia aplicada, no pueden dejar de mencionarse los prolongados esfuerzos para resolver el agudo problema del abastecimiento de agua de San Cristóbal de La Habana, desde su asentamiento definitivo, en la zona occidental de la bahía del mismo nombre, en 1519. A partir de aquella fecha y hasta fines del siglo xix, el suministro de la capital dependió de las aguas del río Almendares: al inicio, a través de la Zanja Real (canal al descubierto de unos diez kilómetros de longitud, inaugurado en 1592) y más tarde, mediante el acueducto de Fernando VII, concluido en 1835. Sin embargo, ni en la cantidad ni en la calidad, estas vías garantizaban el abastecimiento adecuado de una ciudad que en la segunda mitad de la centuria decimonónica tenía ya una población ascendente a 100 000 habitantes.
En 1856, a solicitud del capitán general de la Isla, el entonces teniente coronel de ingenieros Francisco de Albear y Fernández de Lara (1816-1887), presentó el Proyecto de conducción a La Habana de las aguas delos manantiales de Vento, mediante un sistema de acueducto de mampostería cerrado, que conduciría las aguas de los mencionados manantiales hasta su destino final, en la inmediaciones de la bahía del mismo nombre, a una distancia de alrededor de 11 km.
La inauguración del Acueducto de Albear, denominado así tras la muerte de su artífice, no se produciría hasta el 23 de enero de 1893, con lo cual concluían más de tres décadas de labores frecuentemente interrumpidas, en medio de condiciones políticas y económicas muy adversas, plagadas de dificultades, no solo topográficas y tecnológicas, sino incluso higiénicas, en que las llamadas “fiebres de Vento” diezmaban a los constructores inmersos en la obra. Proyecto premiado con Medalla de Oro en la Exposición Universal de París en 1878 resultó, sin lugar a dudas, la principal obra de ingeniería de la Cuba colonial, y ha sido considerada como una de las más brillantes de su tiempo a escala mundial, con el mérito complementario de continuar funcionando aún en la actualidad y abastecer de agua a 15 % de una población ascendente a más de dos millones de habitantes.14
Tanques de Palatino pertenecientes al Acueducto de Albear de La Habana.
Bajo la influencia de los aportes del destacado químico y bacteriólogo francés Luis Pasteur (1822-1895), y financiado por el médico habanero Juan Santos Fernández Hernández (1847-1922) se creó, en la propia residencia de este, el Laboratorio Histobacteriológico e Instituto de Vacunación Antirrábica de La Habana, el 8 de mayo de 1887, que al introducir las técnicas necesarias para la producción del suero contra la rabia, abrió un nuevo campo científico en América Latina. A este logro se sumó también la primicia continental del suero antidiftérico, en 1894, y el premio obtenido siete años más tarde en la Exposición Panamericana de Buffalo por los productos presentados, a los cuales se añadieron, junto al anterior, el suero antiestreptocóccico y la vacuna contra el carbunco.
Considerado como el “iniciador de la era científica de la historia natural en Cuba”,15 Felipe Poey Aloy (1799-1891) fue el autor, en 1832, de Centuria de los Lepidópteros de la Isla de Cuba, y entre 1851 y 1858 se publicaron sus Memorias sobre la Historia Natural de la Isla de Cuba. Su obra más valiosa, concebida en 12 tomos, y que fuera acreedora de la Medalla de Oro en la Exposición Internacional de Ámsterdam, fue Ictiología Cubana, concluida en 1883.16
Es de señalar, que en su discurso pronunciado en el Liceo de Guanabacoa, hacia fines de 1861, Poey se vio precisado a excusarse ante el auditorio, pues su defensa de la unidad de la especie humana, acorde con los principios del humanismo burgués-reformista, a los cuales se adscribía un sector de los intelectuales criollos del momento que defendía la gradual abolición de la esclavitud, no podía ser compartida por los poderosos hacendados de entonces.
Felipe Poey y los pescadores (Óleo), en: Academia de Ciencias de Cuba.
Hemos recordado —expresaba Poey— un origen común para todas las razas; y si alguna vez hemos pronunciado la palabra igualdad, ha sido con referencia al espíritu inmortal que poseen todos los hombres, y sin discutir los derechos... Y si es preciso renovar nuestras protestas de sumisión al orden que nos rige, lo hacemos con fervor; tanto para nuestra justificación, como para propender al provecho del presente Instituto; decididos a no causar disgustos de ninguna clase al Excmo. Sr. Capitán General D. Francisco Serrano.17
Como puede apreciarse, resultaba harto difícil la posición de los científicos de la Cuba de aquel entonces, pues la concepción “evolucionista”, aún bajo el manto del racismo, era tildada de falta de fe, mientras que la “creacionista”, no obstante partir de preceptos religiosos, si llevaba implícita la defensa del negro, constituía una actitud hostil hacia las autoridades coloniales. Parodiando a Galileo pudiera suscribirse la interrogante siguiente: “¿Qué hubiera hecho Darwin en esta circunstancia, entre el cepo y el altar?”.18
En 1877 Poey fue electo presidente de la Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba, con la cual se inició la institucionalización de esta disciplina, y que hasta 1885 propició el debate acerca de la cuestión racial en la mayor de las Antillas.19 Entre las relevantes figuras que formaron parte de la Sociedad Antropológica, tales como Antonio Mestre Domínguez (1834-1887), Arístides Mestre Hevia (1865-1952), y Enrique José Varona Pera (1849-1933), merece destacarse a Luis Montané Dardé (1849-1936), discípulo de los franceses Hamy y Broca.
Montané es considerado como el introductor de la antropología física en Cuba; defensor de la tesis del “hombre fósil cubano” en el Congreso Internacional de Antropología y Arqueología, efectuado en Mónaco, en 1906, y en el Congreso de Buenos Aires de 1911, sobre la base de un hallazgo realizado en la zona de Sancti Spíritus durante 1888. La polémica suscitada desvió la atención de su relevante descubrimiento de los primeros restos de simios presumiblemente autóctonos hallados en Cuba, y que el eminente naturalista argentino Florentino Ameghino (1854-1911) denominaría como “Montaneia”, en honor a su descubridor.20
Otras relevantes personalidades en la esfera de la historia natural lo fueron el zoólogo de origen alemán Juan Cristóbal Gundlach (1810-1896),21 autor de Ornitología Cubana, en 1893, entre otros múltiples trabajos sobre insectos, mamíferos y reptiles, y fundador de un museo de historia natural en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana, así como el naturalista Carlos de la Torre y de la Huerta (1858-1950), cuya labor en el campo de la malacología permitió situar a la Isla como una de las principales zonas con mayor volumen de especies endémicas de moluscos terrestres.
A este último correspondió la identificación de los Ammonites, moluscos marinos pertenecientes a la época jurásica, con unos 160 000 000 de años de antigüedad; de igual forma, contribuyó a la reconstrucción del esqueleto del “Megalocnus rodens”, especie de los perezosos gigantes de América del Norte, y al reconocimiento de la existencia de este animal, lo cual había sido puesto en tela de juicio por un geólogo estadounidense.22
En lo concerniente a las matemáticas, esta especialidad alcanzó escaso desarrollo durante el período colonial, como evidencia el hecho de que solo a la altura de 1813 se creó la Cátedra de Matemáticas en el Real y Conciliar Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio, que se mantuvo por espacio de casi tres décadas hasta la reforma general de estudios, aplicada 29 años más tarde. En lo referente a la Universidad, en 1861 se creó la Cátedra de Matemáticas en la Facultad de Filosofía, la cual, en 1863, se subdivide en dos: dedicadas a la enseñanza de la geometría y la trigonometría, así como del álgebra superior, respectivamente.
De igual forma, la física tampoco alcanzaría gran desarrollo en el siglo xix cubano, como consecuencia de las limitaciones que imponían los dogmas eclesiásticos, entre estos la prohibición del estudio de la teoría heliocéntrica de Copérnico. En tal sentido, una significación especial tendrá la creación, en 1811, de la Cátedra de Filosofía en el Seminario de San Carlos, así como la destacada labor desplegada en este campo por el presbítero Félix Varela Morales (1788-1853), quien fuese el iniciador de la enseñanza experimental de esta disciplina en la Isla, y el primero en sustituir el latín por la lengua española para impartir sus clases.
En 1818, Varela dio inicio a sus publicaciones filosóficas con un suelto dirigido a los alumnos: Lección Preliminar, que situaba a la naturaleza como objeto del conocimiento, determinaba los objetivos del profesor, y con respecto al estudio de los elementos de la física precisaba que el principal empeño del filósofo debía encaminarse, no solo al conocimiento de las cosas, sino a su aplicación a las necesidades de la vida privada y social.23
El propio año, Varela publicó sus conocidas Lecciones de Filosofía, que pueden considerarse como el primer texto de un autor criollo donde se abordan aspectos de la física, tanto en lo concerniente al movimiento mecánico, partiendo de Galileo y de Newton, como otros relacionados con la electricidad, el calor y la luz. Al valorar este texto, y a su autor, podemos ratificar las apreciaciones siguientes:
Si con razón se señaló que nos enseñó, en estas Lecciones, “primero en pensar”, también se debió señalar que nos enseñó a pensar primero en la patria. Porque toda la concepción final del “Tratado del hombre” se encierra en los deberes de éste para con la sociedad y es el primero, en toda la historia de Cuba, que en sus clases de Filosofía introduce una lección dedicada al patriotismo o a los deberes del hombre para con su patria.24
Con respecto a la meteorología, en 1856 la Real Sociedad Económica de Amigos del País creó el Observatorio Físico-Meteórico de La Habana, encargándose de su dirección a Andrés Poey Aguirre (1825-1919), quien la desempeñaría hasta 1869. Esta institución pasó posteriormente a las escuelas generales preparatorias, y se subordinó a la Universidad a partir de 1883. Otra figura destacada en esta especialidad científica fue el sacerdote jesuita español Benito Viñes (1837-1893), a quien se le encomienda a partir de 1870 el Observatorio del Colegio de Belén, creado 13 años antes; Viñes aportó valiosas consideraciones acerca del problema del movimiento de los ciclones tropicales y contribuyó a estrechar los vínculos del Observatorio con instituciones afines de otros países, para lo cual contó con el respaldo de empresarios estadounidenses vinculados con el transporte marítimo.
En relación con la medicina, es preciso señalar que en gran medida esta desempeñó un papel fundamental en el desarrollo de la ciencia en la Cuba decimonónica, por lo cual ciencia y medicina se identificaban frecuentemente como un concepto común en publicaciones del período. El proceso de enseñanza de esta disciplina, iniciado en realidad con la fundación de la Universidad, pero bajo la influencia de la escolástica, adquirió un carácter más práctico hacia fines del siglo xviii, aunque afrontando el permanente problema de los insuficientes locales disponibles, así como la subsistencia de planes de estudios atrasados, que hasta la reforma de 1863 no comenzaron a equipararse a los aplicados en Europa.
Si a Tomás Romay Chacón (1764-1849) se debió el triunfo del enfoque de la vacunación, contrapuesto al de la inoculación en el caso de la viruela, y la introducción de la propia vacuna en la Isla en 1803, a otro médico, el doctor Nicolás José Gutiérrez Hernández (1800-1890), se deberá en buena medida el proceso de institucionalización de la ciencia, desde la fundación del Repertorio Médico Habanero, primera revista de esta disciplina publicada en Cuba a partir de 1840, hasta la creación de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, única institución de estas características autorizada por la Metrópoli en una de sus antiguas colonias, 21 años más tarde.25
Sociedad Económica de Amigos del País, hoy Instituto de Literatura y Lingüística.
Otros adelantos introducidos en Cuba poco tiempo después de su descubrimiento científico, fueron: la utilización de la inhalación de éter como anestesia quirúrgica, por Vicente Antonio de Castro (1809-1869), en 1847, y la del cloroformo, con idénticos fines, por el propio Nicolás José Gutiérrez Hernández, en 1848.
Vicente Antonio de Castro y la introducción de la anestesia en Cuba (Óleo). en: Academia de Ciencias de Cuba.
En la segunda mitad del siglo xix, es importante consignar la constitución de la Sociedad de Estudios Clínicos de La Habana, en 1879, la cual llevó a cabo el Primer Congreso Médico Regional de la Isla de Cuba (en 1890); creó un Museo de Anatomía Patológica; dispuso de filiales en algunas provincias y mantuvo vínculos con instituciones de otros países, hasta su desaparición en 1957. Otras instituciones relevantes del período fueron la Sociedad de Higiene, que existió entre 1891 y 1895, y dio vida a una publicación seriada bajo la denominación de La Higiene, así como el Colegio Farmaceútico de La Habana, constituido en 1880, que a su vez publicó periódicamente el Repertorio de Farmacia.26
Toda esta labor en el campo de la medicina alcanzará su cumbre con el aporte más trascendental a la ciencia universal, realizado en Cuba durante la centuria decimonónica: el descubrimiento, por el doctor Carlos Juan Finlay de Barres (1833-1915),27 de la transmisión metaxénica de la fiebre amarilla, comúnmente denominada “vómito negro”, la cual constituyó en ese siglo una pandemia de colosales proporciones, frente a la cual las opiniones de las principales autoridades se dividían entre los partidarios del contagio directo entre personas, y aquellos que achacaban la propagación de la enfermedad a factores ambientales.
Nacido el 3 de diciembre de 1833 en Puerto Príncipe, hoy Camagüey, Finlay cursó sus estudios de medicina en la ciudad estadounidense de Filadelfia, que había sufrido los efectos de la epidemia de la fiebre amarilla. Su primera aproximación científica al problema, aún bajo la posición del anticontagionismo, fue presentada a la sesión de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, en diciembre de 1864, pero no fue solo hasta 14 años más tarde, cuando tras el estudio de un texto que abordaba la enfermedad denominada la “roya del trigo” (proceso mediante el cual un hongo microscópico lleva a cabo parte de su ciclo vital en un arbusto antes de retornar nuevamente al trigo), consideró la posible existencia de algo similar en el caso del “vómito negro”.
En tal sentido, y mediante la realización de estudios histológicos con la utilización de órganos de personas fallecidas a causa de la referida enfermedad, Finlay llegó a la conclusión de que el agente patógeno se introducía en el organismo humano a través de la piel, y se dedicó al estudio del mosquito. Esta tesis la expondría por vez primera el 18 de febrero de 1881 en la Conferencia Sanitaria Internacional, efectuada en Washington, aunque sin mencionar aún al mosquito como agente intermedio.
Poco tiempo después, Finlay dio a conocer el resultado de sus investigaciones en la sesión de la Real Academia de Ciencias de La Habana correspondiente al 14 de agosto del propio año, la cual se publicó en los Anales de la mencionada institución bajo el título de “El mosquito hipotéticamente considerado como agente de transmisión de la fiebre amarilla”.28
A pesar de las evidencias que obtuvo en 1884, como resultado de inoculaciones llevadas a cabo mediante picaduras de mosquito, su tesis no tuvo acogida inmediata, pues los científicos buscaban afanosamente como germen una bacteria y sus posibles agentes patógenos, cuando el verdadero causante, como se demostró muchos años más tarde, era en realidad un virus.29
No obstante, y como continuación de su labor, entre 1893 y 1894, el perseverante médico camagüeyano elaboró un sistema de medidas para evitar la propagación de la enfermedad, el cual demostraría su eficacia a inicios del siglo xx.
Al producirse en 1898 la intervención norteamericana en Cuba durante la Guerra de Independencia, y la ulterior ocupación de la Isla por las tropas estadounidenses, estas comenzaron a padecer los efectos de la epidemia, por lo cual fue enviada desde su país una comisión médica presidida por Walter Reed, e integrada por James Carrol, Arístides Agramonte y Jesse Lazear, la que infructuosamente se dedicó a tratar de localizar la inexistente bacteria. Ante el fracaso obtenido, Lazear propuso al jefe de la comisión que se comprobara la tesis de Finlay, a lo cual accedió, contándose de inmediato con el desinteresado apoyo del ilustre científico, quien ofreció el resultado íntegro de su prolongado trabajo.
El Triunfo de Finlay (Óleo), en:Academia de Ciencias de Cuba.
Fue entonces que, sin mediar autorización para ello, Lazear experimentó con su propia persona inoculándose el virus a través de un mosquito infectado, y reflejando por escrito, hasta su muerte, el desarrollo de la fulminante enfermedad. Al producirse el trágico acontecimiento, Reed retorna a la Isla, estudia los apuntes de Lazear, realiza otras comprobaciones complementarias y publica de inmediato un artículo donde se apropia de la primicia de tan trascendental descubrimiento, desconociendo a su verdadero autor. Fue por ello que, a pesar de que el sabio cubano fue propuesto siete veces para el Premio Nobel, entre 1905 y 1915, finalmente nunca le llegó a ser otorgado.
Sin embargo, los congresos mundiales de Historia de la Medicina llevados a cabo en 1935, 1954 y 1956 hicieron justo reconocimiento a Carlos Juan Finlay de Barres de la paternidad de tan extraordinario descubrimiento, el cual ha contribuido a inmortalizarlo para la posteridad. Es por ello que “resulta totalmente justa la decisión de la UNESCO de considerarlo entre los seis grandes microbiólogos de todos los tiempos, entre los grandes benefactores de la humanidad”.30
El inicio de una nueva etapa en el desarrollo del movimiento científico, y un hito de especial significación en el progreso de la cultura cubana durante las últimas cuatro décadas del siglo xix lo constituyó, sin lugar a dudas, la fundación en 1861 de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, la cual reunió en su seno a los principales talentos de la Isla, y sirvió de escenario por excelencia para el debate de las tesis científicas más avanzadas de aquellos momentos.
Como ya se ha expresado, a la fundación de esta institución coadyuvó, de manera primordial, la tesonera e infatigable labor de quien fuera su presidente durante casi 30 años, el destacado médico habanero Nicolás José Gutiérrez Hernández (1800-1890), quien ya desde 1826 había sido el promotor de este empeño, a través de la recogida inicial de las firmas necesarias, lo cual se plasmó en la carta de solicitud redactada por Tomás Romay (1764-1849), y enviada al rey Fernando VII con fecha 11 de mayo de 1826, donde se expresaba:
La estensión de la Isla de Cuba, el aumento de su población, industria, agricultura y comercio, los rápidos progresos en las ciencias y en las artes, la numerosa concurrencia de Nacionales y Extranjeros, las enfermedades á que están espuestos y las que esperimentan los naturales, la influencia del clima en todas ellas, los recursos y auxilios que la naturaleza á esparcido con mano generosa sobre este suelo privilegiado; todo exige el establecimiento de una Sociedad de hombres consagrados a la prosperidad pública y á la conservación de su especie.31
Es de destacar que esta academia, única institución de su tipo autorizada por España en tierras de sus antiguas colonias de América, el 19 de mayo de 1861, antecedió a la de México en 23 años, a la de Argentina en 13, y a la de los propios Estados Unidos de América, en dos años. Desde el punto de vista de su composición, quedó integrada en un primer momento por 30 miembros, y por 50 miembros, seis años más tarde, entre los cuales integraban sus filas científicos de provincias y del extranjero. En cuanto a su estructura, fue organizada en tres secciones: medicina y cirugía (la más amplia y a la que se incorporaría posteriormente veterinaria), ciencias físicas y naturales, y farmacia. Por otra parte, de las siete comisiones permanentes concebidas en 1861 para diferentes ciencias, estas se duplicarían en 1867.
Miembros Fundadores de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana (Óleo), en: Academia de Ciencias de Cuba98.
Entre los temas más debatidos predominaron los médicos, sobre aspectos relacionados con la viruela, el cólera y la fiebre amarilla, agregándose otros acerca de cuestiones tecnológicas, agrícolas, farmacéuticas, higiénicas, incluso botánicas, zoológicas y paleontológica. Hasta el fin de la dominación colonial española, la academia desempeñó labores como órgano de inspección y arbitraje, así como funciones consultivas en relación con las autoridades oficiales.32
Desde el punto de vista de su integración, la institución académica habanera se caracterizó por la heterogeneidad ideológica y política de sus miembros, donde figuraban, tanto ateos, como creyentes, e independentistas como integristas. A causa de ello predominaron las posiciones reformistas radicales hasta el estallido de la Guerra de los Diez Años, una tendencia moderada durante esta etapa, actitudes autonomistas entre 1878 y 1895 y una mayoría de afiliados con vocación patriótica en el transcurso de la Guerra de Independencia, aunque su dirección se mantuvo subordinada a la autoridad colonial.
Fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina (Óleo), en: Academia de Ciencias de Cuba.
Protesta de Baraguá (Óleo), en: Academia de Ciencias de Cuba.
Tomando en consideración la compleja realidad socioeconómica predominante en la Isla durante el siglo xix, donde las nuevas relaciones burguesas de producción se desarrollaban dentro del contexto de una sociedad sustentada en el trabajo de los esclavos, pero en la cual influían los rezagos feudales de una metrópoli colonial que iba siendo sustituida paulatinamente por una potencia de nuevo tipo, el caso de Cuba no reproduce los esquemas clásicos.
Esta realidad ha dado pie a la polémica acerca de la posibilidad de existencia de una ciencia nacional en un contexto colonial.33 En tal sentido, y con independencia de que no existió ni podía existir un Estado nacional en Cuba durante el siglo xix, lo cierto es que el propio conflicto bélico evidenció la vigencia de intereses nacionales propios e hizo cuajar una nacionalidad independiente.
En lo referido a la Real Academia de Ciencias de La Habana, los afiliados de otras provincias ampliaron el marco de intereses de la institución a los diferentes territorios; sus proyecciones evidenciaron la decisión de sus miembros de mostrar que en la Isla había potencialidades para el desarrollo de la ciencia, mientras que la existencia de enfoques científicos propios y de especialistas que interactuasen más entre sí que con colegas de otras latitudes, saltó a la vista en temas como el de la fiebre amarilla, donde se plasmó un aporte de escala universal.
Atendiendo a lo anteriormente expuesto puede afirmarse que a fines del siglo xix existió en Cuba una ciencia con proyecciones nacionales, resultante a su vez del reflejo de una conciencia nacional no devenida aún en nación, y dentro de un contexto colonial donde el atraso económico y social constituían los rasgos predominantes. En medio de esta situación, la tesonera labor desplegada por José Martí en la organización de la guerra necesaria, daría lugar a los acontecimientos del 24 de febrero de 1895 y a la reanudación de la lucha armada por la independencia del pueblo cubano.
Intervención norteamericana y República: ciencia y tecnología en el proceso de consolidación de un dominio de nuevo tipo
La intervención militar norteamericana (1898-1902), que frustró la verdadera independencia por la que habían luchado los cubanos durante 30 años, marcaría el hito de tránsito hacia un nuevo Estado, basado en la oficialización de las relaciones de dependencia económica de la Isla con respecto a su nueva metrópoli, fenómeno que, como se ha expresado, había surgido y cobrado paulatino auge durante la propia dominación española. Esta circunstancia sería aprovechada por Estados Unidos de América para efectuar sobre el terreno un balance de los recursos y riquezas naturales existentes, como evidenció el trabajo de la comisión del US Geological Survey, que integrada por C. W. Hayes, T. W. Vaughan y A. Spencer, elaboró en 1901 su trabajo titulado: Report on a geological reconnaisance of Cuba.34
Con respecto a la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, aunque esta institución se mantuvo a lo largo de la República, y con independencia de que no existe un estudio definitivo sobre su gestión durante ese período, lo cierto es que junto con la exclusión del término “real” que la encabezaba anteriormente, esta fue privada de sus anteriores atributos como órgano consultivo y rector en temas científicos, funciones que pasaron a diferentes sectores del aparato estatal.
De este modo, presidida durante las dos primeras décadas del siglo xx por el oftalmólogo Juan Santos Fernández Hernández (1847-1922), continuó siendo foro de debates, en lo fundamental sobre Medicina, a pesar de que la actividad concreta de la especialidad se fue desplazando hacia los establecimientos médicos, mientras otras disciplinas iban siendo asumidas por nuevas sociedades especializadas, con lo cual el pretendido universalismo, que nunca llegó a lograr plenamente como academia, comenzó a ser asumido por la Universidad a partir de las reformas contempladas en la Orden Militar 266 del Gobierno interventor, fechada el 30 de junio de 1900.
Entre las diferentes instituciones dedicadas a los problemas de sanidad que fueron creadas durante los años sucesivos, merecen mencionarse las siguientes: el Laboratorio Nacional de la Isla de Cuba, que dedicado a la realización de análisis químicos y bacteriológicos existió entre 1902 y 1944; el Cuerpo Médico Forense (1903); la Asociación Farmacéutica Nacional (1907); la Sociedad Cubana de Medicina Tropical (1908); la Secretaría de Sanidad y Beneficencia (1909), que algunos autores consideran como el primer ministerio de salud pública que existió en el mundo; y un Colegio Médico Nacional (1911), que tuvo una corta existencia.
En relación con la Universidad de La Habana, único centro de enseñanza superior de la Isla por aquel entonces, los intentos encabezados por Enrique José Varona Pera (1849-1933) de introducir en sus predios las ideas liberales predominantes en los países más industrializados, chocarían con la realidad existente en la Cuba del momento; así, al pronunciarse el 6 de agosto de 1900 sobre sus posiciones respecto de las reformas requeridas por la enseñanza superior expresaba:
Hace muchos años que el nivel de nuestra cultura general, iba en descenso. No podía ser de otro modo, porque cada vez iba siendo más bajo el punto de partida. La enseñanza primaria elemental era más que deficiente en nuestras escuelas; la enseñanza primaria superior había desaparecido por completo. Faltaba, pues, el eslabón necesario entre los rudimentos del saber y la cultura superior.35
A esta ausencia de un adecuado sistema educacional, el propio Varona añadiría el carácter memorístico de la enseñanza y la necesidad de vincular el proceso de aprendizaje con la práctica; de ahí que concibiese a los profesores como “hombres dedicados a enseñar cómo se aprende, cómo se consulta, cómo se investiga; hombres que provoquen y ayuden el trabajo del estudiante”, y a los centros de enseñanza media y superior como “talleres donde se trabaja, no centros donde se declama”.36
Es de señalar que el primer curso de la Escuela de Ingenieros, Electricistas y Arquitectos, dio inicio el 1ro. de octubre de 1900; no obstante, la falta de apoyo oficial caracterizaría la política de los gobiernos de turno a lo largo de la República, lo cual se revertiría en la escasez de medios naturales de experimentación y en la realización de trabajos rutinarios en algunas disciplinas, con el resultado de que muchos cubanos emigrasen a estudiar a las universidades de Estados Unidos de América, y a su regreso impusiesen los métodos y sistemas de sus centros de estudio de procedencia.37
A lo anterior, habría que añadir el hecho de que los propios estudios de ingeniería de la Universidad de La Habana estuvieron “mucho menos orientados hacia la construcción de nuevos equipos y hacia la creación de nuevas tecnologías que hacia la ingeniería de sistemas de equipos, dispositivos y métodos ya conocidos”.38
Esta particularidad del sistema docente será, a su vez, el reflejo de una realidad económica caracterizada por un intenso proceso de transferencia tecnológica, que no solo influyó en el sector agrícola con la primacía del monocultivo, sino que se extendió gradualmente hacia otras ramas productivas convirtiendo a la Isla en un centro productor de materias primas para la industria estadounidense y en un terreno de ensayo para la introducción de nuevas tecnologías, con lo cual se trasladaba el riesgo de su factibilidad a una zona cercana, de fácil comprobación, pero fuera del territorio estadounidense.
Durante aquellos años fue surgiendo un grupo de sociedades científicas, entre las que pudieran mencionarse: la Sociedad Cubana de Ingenieros (1908); la Sociedad Cubana de Historia Natural Felipe Poey (1913); la Sociedad Geográfica de Cuba (1914), que pasaría a desempeñar funciones gubernamentales en 1930; la Academia de la Historia de Cuba (1910), subordinada a la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes; y la Sociedad Cubana de Derecho Internacional (1915). De igual forma, cobraron especial impulso diversas asociaciones médicas, incluyendo las de farmacia, veterinaria y estomatología, así como algunas sociedades literarias, como fue el caso del Ateneo de La Habana (1902); estas últimas, en general, incluyeron en sus temas de trabajo los relacionados con la investigación científica.
Clase de parasitología a cargo del profesor Ildefonso Pérez Vigueras(Óleo), en:Academia de Ciencias de Cuba.
Emblema de la estomatología cubana realizado por iniciativa del doctor Ismael Clark Mascaró, en: Álvarez Valls, Luis:Por los senderos de la docencia estomatológica en Cuba, Editorial Científico-Técnica, La Habana, 1988.
Es necesario especificar que con respecto a los estudios humanísticos, el período de la República contó con destacados representantes en sus diferentes disciplinas, los cuales coadyuvaron de forma destacada a la toma de conciencia de la población acerca de la realidad económica y política en la cual se encontraba inmerso el país, e influyeron decisivamente en el desarrollo ulterior de las ciencias sociales a partir del triunfo de la Revolución de 1959.39
Entre ellos, merecen destacarse los historiadores: Ramiro Guerra Sánchez (1880-1970), dentro de cuya obra resalta el estudio de la Guerra de los Diez Años, caracterizándose sus trabajos por una diestra utilización del enfoque socioeconómico; Emilio Roig de Leuchsenring (1889-1964), Historiador de la Ciudad de La Habana desde 1935, quien dedicó una parte importante de su obra a la denuncia del papel desempeñado por Estados Unidos de América en los problemas de la Isla y fundó la Sociedad Cubana de Estudios Históricos e Internacionales (1940), mediante la cual organizó 13 congresos nacionales de historia en el transcurso de las dos décadas siguientes; así como Julio Le Riverend Brusone (1912-1998), cuyas obras iniciales sobre historia económica e historia regional sentaron pautas científicas y metodológicas.
De igual modo, una especial mención debe realizarse con respecto al antropólogo Fernando Ortiz Fernández (1881-1969), estudioso de las raíces histórico-culturales cubanas, cuya posición en defensa de la causa de los negros y de la herencia indigenista lo sitúan como un decidido representante del antirracismo en Cuba. Asimismo, pudieran agregarse la labor desplegada por el también antropólogo Carlos García Robiou (1900-1961), quien fue director del Museo Antropológico Montané y autor de valiosos trabajos, y el aporte magisterial de Salvador Massip Valdés (1891-1978), quien desde los predios universitarios supo concebir la enseñanza de la geografía en su importante relación con el desarrollo socioeconómico y la educación patriótica.