Como los pájaros perdidos - Gilda Salinas - E-Book

Como los pájaros perdidos E-Book

Gilda Salinas

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Beschreibung

Valiéndose de una plétora de herramientas, Gilda Salinas ha creado una novela irresistible: por turnos inquieta, amena, hilarante, conmovedora, espeluznante, romántica, subversiva y fascinante. Con una galería de personajes entrañables, que hacen de Como los pájaros perdidos algo más que sólo un libro de viaje o una novela de crecimiento.  En cierta forma, se trata de un épico del corazón, una odisea del alma que, al llegar a puerto, nos deja con el anhelo de que Sandra y sus cómplices en esta nave de los locos, permanezcan un poco más de tiempo. Que no sólo se queden a vivir con uno. Que se queden a vivir en uno. Una novela irresistible que atraviesa por tierra el continente americano: de Buenos Aires hasta la Ciudad de México, en medio de aventuras que nos van mostrando el folclor, la gastronomía, las costumbres y la música de los diferentes países. Desde luego, todo envuelto en una historia de amor… o varias. "Yo Como los pájaros perdidos me pongo a viajar. ¿Será como dijo el poeta que los pájaros llegan a mi balcón? No lo sé, lo que sé es que esta novela me lleva de viaje de manera exquisita". David Estopier "Uno vive tantas vidas como novelas lea. Valiéndose de una plétora de herramientas, Gilda Salinas ha creado una novela irresistible… Con una galería de personajes entrañables… En cierta forma se trata de un épico del corazón, una odisea del alma…". Miguel Cane

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Primera edición, © 2018, Trópico de Escorpio CDMX

www.tropicodeescorpio.com.mx Distribución: Trópico de Escorpio. Editorial Fb: Trópico de Escorpio

Portada y formación: Montserrat Zenteno Cuidado de la edición: Gilda Salinas

Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente, por ningún medio impreso, mecánico o electrónico sin el consentimiento de su autor.

ISBN: 978-607-9281-99-1 HECHO EN MÉXICO

Presentación

Me gustaría invitarlo, si me lo permite, a hacer un viaje muy peculiar.

1997: Sandra, joven porteña de 18 años, acaba de perder a su madre y, al mismo tiempo, de enterarse —en la mejor tradición dickensiana— que tiene un padre que ni imaginaba: el elusivo ‘If’, Ifigenio Clausel, detective y experto en el arte de esfumarse como bocanada de humo. Armada con una ilusión, una intrepidez singular, unos cuantos billetes y un cromosoma memoria que ejerce lo mismo de narrador que de guía para quien lee, Sandra se lanza en búsqueda de su padre: un viaje que normalmente le tomaría unas horas en avión, pero que, en este recorrido, la llevará por toda la parte sur y central del continente americano.

Siguiendo el legado de la novela de aventuras, de la historia por entregas, con elementos valiosos del mejor folletín y la picaresca, el lector que la siga, encontrará un elenco multitudinario y diverso: académicos afables y actricitas temperamentales, supervivientes de dictaduras y ecologistas heroicas; hoteleros nerviosos, fashionistas chic-pero-deprimidos, guerrilleros coquetos, árabes erotómanos y cándidas colegialas astutas en el arte de la mendicidad elegante: todos ellos y muchos más, en un caleidoscopio que Sandra irá experimentando de salto en salto, que resume en cartas enviadas a Alejandro, el posible amor de su vida (o tal vez no), que es su único vínculo con una Buenos Aires que se torna cada vez más un espejismo conforme nuestra joven, insólita pájara perdida, se acerca a México, donde la esperarán más revelaciones de las que anticipa… esto es, si logra cruzar el continente sana y salva. Solo una cosa es cierta: la Sandra que encontraremos en el párrafo final es completamente distinta a la que conocimos al entrar.

Uno vive tantas vidas como novelas lea. Esto es verdad, casi tanto como el irrefutable hecho de que prácticamente cualquier vida puede ser novela cuando llega el autor que la sepa contar. Valiéndose de una plétora de herramientas, Gilda Salinas (1949) ha creado una novela irresistible: por turnos inquieta, amena, hilarante, conmovedora, espeluznante, romántica, subversiva y fascinante. Con una galería de personajes entrañables, que hacen de Como los pájaros perdidos algo más que solo un libro de viaje o una novela de crecimiento. En cierta forma, se trata de un épico del corazón, una odisea del alma que, al llegar a puerto, nos deja con el anhelo de que Sandra y sus cómplices en esta nave de los locos, permanezcan un poco más de tiempo. Que no solo se queden a vivir con uno. Que se queden a vivir en uno.

Miguel Cane

Prefacio

Esta novela nació de una conversación con Rafael Ramírez Heredia, mi amigo, mi mentor y el artífice de varios de mis sueños literarios hechos realidad con el tiempo. En esa plática sobre temas y tramas dijo que hacían falta crónicas de viaje en la literatura actual. Fiel a mi condición de latinoamericana de hueso colorado, se me ocurrió hilar la historia que están a punto de saborear, partiendo de un suceso frecuente en las décadas ‘80 y ‘90: la llegada a México de varios argentinos y argentinas que vivían la aventura de recorrer el camino “a dedo”, lo que implicaba “rasgar los tamangos” a tope. La investigación, el desarrollo y el proceso llevó casi un año.

La siguiente vez que hablamos al respecto Rafa y yo, le dije que la novela había salido de trescientas noventa cuartillas. Su cara fue de preocupación: “hay que escribir con la goma la siguiente vuelta para que quede en trescientas.” Aijoesu, hacer eso duele mucho. Pero siempre le hice caso, así que a trabajar.

El esfuerzo implicó eliminar Venezuela con sus personajes secundarios, algunos episodios, deslices golosos y descripciones, macramé con distancia, cuidando de que la novela no extraviara la esencia y dejara de ser una crónica de viaje. Algo logré, aunque fue imposible ensañarme con la poda.

Mucho ayudó el tono y la participación de mis compañeros de tantos y tantos martes durante varias generaciones, queridos todos y algunos más. Así que aquí está por fin Los pájaros perdidos, a la espera de lectores que los acompañen a buscar su lúdico destino.

Gilda Salinas

Malena canta el tango

Llegue usted a Buenos Aires como lo haría cualquier turista, pase por alto la diferencia de horario sin entrar en conceptos filosóficos sobre lo extraño que resulta vivir dos horas antes o dos horas después, cuando en realidad el tiempo es relativo y para el caso, estamos en 1997.

Regodéese con la belleza de la ciudad cosmopolita y afrancesada: automóviles, smog, grandes edificios modernos entreverados con viejas casonas y palacios, anuncios de neón y limpiadores de parabrisas; y antes de continuar, supongo que es prudente que me identifique: soy un cromosoma memoria de origen mexicano con residencia en Bs.As., cuya función es narrar y conducir a los lectores a través de aventuras y sentimientos

Una vez presentados sigamos con la ciudad: no se interrogue sobre el mar aunque sepa de cierto que a los oriundos de Buenos Aires se les llama porteños, el mar o mejor dicho, el Río de la Plata se disimula tanto que uno podría pensar que lo exportaron; en lugar de eso diríjase a la Plaza San Martín que en este 1980 está rodeada de jacarandas, acacias, hoteles y cafetines y que es el corazón de la ciudad de donde parten calles y avenidas como Florida: esa peatonal llena grupos de música folclórica, mimos, cafés, cantautores, algún aparador con inmensas pieles de vacuno como mapas del tesoro, y macetas y boliches y, y…

Sin embargo, no es esa la calle que nos ocupa, tampoco la avenida Libertador, aunque se vea tan amplia y atraviese la ciudad bordeando la costa hasta llegar al Tigre, (como el sitio resulta irrelevante para la historia, baste ubicarlo lejos, sobre todo si para llegar se toma un colectivo que recorrerá a todo motor dicha avenida, con los naturales zarandeos y angustias del pasaje cada vez que se atraviese un peatón o una luz roja). Nuestro objetivo es la calle Arenales, esa que hiciera famosa Piazzolla en la Balada para un loco. “Salgo de casa por Arenales / y lo de siempre en la calle y en vos” Es una vía angosta y desciende hacia el este, hacia el barrio norte, la zona residencial que alberga casas y palacios insospechados; pero no, por favor no se asome por las ventanas, cierto que ahí cualquiera puede maravillarse con un Greco, un Goya, un Rafael, encontrar pianos de cola decorados por Watteau, vajillas que pertenecieron a Napoleón, relojes que señalan hasta los movimientos del Zodiaco, joyas, peinetas y duchas de plata heredadas de madres a hijas, a hijas, a hijas; pero reitero, no perdamos tiempo, aun hay que caminar las nueve calles que faltan para la esquina de Rodríguez Peña.

Ahí, en el segundo piso del tercer edificio, ahí es en donde se inicia esta historia, por lo que bien puede tomarse lo anterior como preámbulo, introducción o exordio, que suena lindo y sofisticado; y puesto que no existe más sistema para treparnos a ver a través del ventanal que la escalera de las palabras, lo invito a que suba conmigo y se asome a la recámara, concretamente al lecho donde yace la enferma. Perdón, además de ver, escuche.

—Vení nena, vení con la vieja.

—¿A mí me hablás?

—Pero si estamos solas, nena, por supuesto que a vos. Debo decirte algo antes de que me falten las fuerzas y me lleve el secreto a la tumba.

La joven que permanecía cogida del marco a dos manos se suelta al fin y temerosa se acerca a la enferma que boquea y se ahoga con tal ímpetu que otra persona se habría alarmado lo suficiente para llamar a un médico, pero el galeno justo acaba de marcharse con la cabeza baja y la mano como ratón en busca del bolsillo con el importe de sus honorarios, quizá contento por el monto que se le pagó sin chistar, aunque esta es una mera suposición, porque la cara nada trasparentaba en el gesto compungido cuando dijo, “ya está, hay que ayudarla a que bien muera; la ciencia tiene más nada que hacer” Y la chica puso tremenda atención en la forma correcta del galeno para expresarse; cualquiera hubiera dicho: la ciencia no tiene nada que hacer, con lo que en realidad habría dicho algo, porque negativo más negativo da positivo, si lo acababa de ilustrar un escritor conferencista mexicano.

Y de seguro ella se entretuvo en la maraña de palabras para no pensar en que si había nada qué hacer sin remedio a continuación vendría el rip. Entonces sí que habría mucho quehacer, además de llorar, porque no todos los días se mueren las madres y menos una como esa, que ahora poco más y se ahoga igual que hizo todo, ¡espectacularmente!

La nena trasmuta esa triste imagen por la de la mujer joven, rebosante de alegría, elegantísima, con el vaso de trago largo en la mano llena de anillos; la madre compañera de juegos, enfermera, maestra, almohada, la amiga. El único papel que nunca representó fue el de progenitor, esa tarea la endilgaba, a medias, a los diversos galanes que desfilaron por sus vidas y la chica lo encontró divertido —chica al fin— porque su madre, más astuta que un cóndor, les medía muy bien el agua a los camotes. El traje de novia lleva cosido el óbito, decía, y yo aspiro a ser una eterna enamorada. Por eso nunca asomó el otoño en sus relaciones y pudo disfrutar primaveras colmadas de regalos, erotismo, paseos, arreglos florales; parques de diversión y caramelos para la nena. En cuanto escaseaban, en cuanto su reloj pulsera marcaba el primer retardo, las pertenencias del amante en turno eran amontonadas junto al quicio.

Mujer de acciones definitivas, el pilar de la casa y de la familia (el único pilar, dicho sea de paso), esa era la bella, la ingeniosa, la atractivísima Rita Morand que ahora yace trasformada en huesos y pellejos y con los ojos más grandes que charolas de inoxidable para ofrecer colación a las visitas.

Al fin llega la joven al lado de la enferma y no bien cae de hinojos toda llorosa la mujer empieza a soltar la historia.

—¿Sabés? Pensé mucho si contártelo o no, nena, porque después de tragarte el notición las cosas no tendrán las mismas dimensiones ¿me oís? Vos no serás vos y la vida te va a parecer prestada; pero la conciencia, nena, me va a arrastrar al mismísimo infierno si yo dejo que sigás por el mundo perdida en la ignorancia. Tenés derecho a… (tos, tos, tos).

Sobre cada palabra la chica se inclina de dos maneras: una para escuchar, porque la voz sale a volumen de verdad intimista y otra, para tomarlo como demencia premortem, y a pesar de ello algo por dentro la reta a abrir las entendederas y dar cabida al secreto que parece llevar a cuestas mientras se regodea en el limbo.

¿Necesita enterarse? Hasta hace cinco minutos su mundo había marchado dentro de los porcentajes lógicos de felicidad y pesares, coincidamos en que el mundo no es perfecto; por eso cuando la madre se detiene por el acceso de tos y su cara adquiere tintes del rojo al violeta, la nena evade la reacción lógica de darle golpecitos en la espalda; si Rita iba a confesar verdades innecesarias que sacudieran su estabilidad, mejor que callara para siempre. Sin embargo, la enferma logra recuperarse, sudorosa y agotada deja caer la cabeza entre almohadones y guarda silencio, logrando con esto crear aquel clásico sentimiento de culpa en la mentada nena.

—No digás nada, vieja, no importa —arremete la joven y quizá por distraer a la enferma o quizá en busca de consuelo y un poco de solaz, sabe cuánto le gustan los tangos a la mamá, empieza a cantar con cara de aflicción y dramáticos movimientos corporales aquello de: Nostalgia / de escuchar su risa loca / y sentir junto a mi boca como un fuego su respiración./ Angustia / de sentirme abandonada / y pensar que otra a su lado / pronto, pronto le hablará de amor…

A lo que la madre completa casi entre murmullos y aun con los ojos cerrados, pero eso sí, con una sonrisota. Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé / en el quinientos seis / y en el dos mil también. Y como insiste en pararse a hacer unos pasitos, la joven le corta la intención atacando en otro ritmo y otro tono… Qué tango hay que cantar / decíme bandoneón / yo sé que vos también llorás de amor / tuviste un desengaño como el mío / la noche en que Malena se marchó./ Qué tango hay que…

—¡Lucha!

—No, mamá, Malena.

—¡Lucha!

—El tango que dice lucha es (rapidito), Uno busca lleno de esperanzas / el camino que los sueños / prometieron a sus aaaansias / sabe que la lucha es cruel y es…

—¡Lucha era el nombre de tu madre! —interrumpe la enferma y se aferra al brazo de la chica con tanta fuerza que ella siente ganas de pegarle un tarascón en el hueso pellejudo a fin de quitarse la garra, pero de nuevo la imagen de esa otra Rita, madre amorosa disipada, viene en su ayuda y apenas alcanza a hacerle viejitos (mordidas de anciano desdentado) en la muñeca.

—Perdoná, nena, es que de pronto (pausa, ahogo) no sé cómo empezar, perdoná… tuviste un padre: amante maravilloso, fenomenal (pausa, ahogo), vivía en Chile… aunque no era chileno… eso contaba ella… no me consta… hace muchísimo…

—Pero vieja, ¿qué decís? ¿Es todo? ¿Qué me importa a mí ser el producto de una noche de amor? Eras joven, te sedujo ¿y bien? Ya está.

—No nena —se endereza francamente molesta —no hagás historias que la que cuenta soy yo ¿estamos? (pausa). Sentáte cariño, que no me quedan más fuerzas (tos, ahogo, pausa). No sos hija de mi entraña ¿entendés? Tu madre biológica murió al darte a luz —la chica con la oreja pegada a los labios de Rita a pesar de que cada expulsión le revienta el tímpano y le salpica el perfil— buscá en mi cajita de las joyas (ahogo), ahí está su fotografía.

—¿De mi padre? Mamá, no callés ahora. Terminás o no te morís ¿sabés? —valga decir que la sacude un poco.

—La fotografía de tu madre y las cartas de él… en Córdoba vive.

—¿Mi madre?

—No, Sandra —un poco harta— ¿cómo va a vivir ella?, ¿no te acabo de decir que murió? La abuela, la madre de tu madre, la tía Malena. Intenté callar, pero vos con el tango… la noche en que Malena se marchó; es el destino, nena… decíle que te cuente… —jala aire con un sonido como para erizarle la greña a la Llorona, se pone violeta, desorbita la mirada y se desmadeja contra la cama para siempre.

La chica corre por toda la casa pidiendo ayuda. Abre los ojos, la boca, las ventanas, las puertas, las llaves del agua, luego cierra todo, empezando por el agua, lo cual habla bien de su conciencia ecológica.

Como Rita Morand pronosticara, Sandra se siente despojada, despersonificada y huérfana; ahora duda hasta de su nombre. Se le revuelven los sentimientos de amor y coraje y pena, mucha pena. ¿Pero cómo no? Acaba de perder a una madre que no era y al mismo tiempo recién la había engendrado otra para palmar de inmediato; dos madres muertas en la misma tragedia es demasiado, así que las lágrimas tienden a salir dobles, aquello es un salpicadero similar a la fuente de la Diana Cazadora (si el lector no la conoce tampoco importa, todas las fuentes son iguales).

—¿Qué es la pena? Un valor relativo, individual e inútil, lógico y común a la entropía: un simple desbalance térmico —se dice la nena a gritos, pero de veras gritotes, procurando evocar las disertaciones de su amigo Alejandro Navarro. Entonces comprende que en lugar de ocuparse a destiempo habrá que ocuparse por episodios; primero llorar con ganas y llamar a la funeraria, después velar a la difunta y llorar con ganas, luego enterrarla y llorarla con más ganas y por último buscar en los closets la tal cajita de las joyas entre llanto y llanto, para enfrentarse con la verdad que la ha estado aguardando para brincarle a la yugular y quebrar sus líneas rectas.

II

El timbre y la voz de Alejandro la encuentran absolutamente deprimida, como corresponde: ojos de sapo, pañuelos desechables por todos lados, sin comer, desaseada —lo único que sí hizo fue cambiarse las bombachas— y temerosa de escarbar en el pasado, deliberadamente dudando la historia; pero los gritos suenan con tal vehemencia que Sandra termina por despojarse del melodrama y acude al llamado entre tronidos de tarsos y metatarsos, porque durante el velorio y los pésames resultaba absurdo abordar la cuestión, ¿cómo decirle a… nadie? Se corregía dado aquello de que negativo igual a negativo. ¿Cómo confiarle a alguien el drama de su origen? Y menos aun porque toda la barra, compañeros queridos —algunos no tanto, digo, es normal—, y respectivos padres duro y dale con que la pena por el fallecimiento de tu vieja, no hay dolor igual que la pérdida del ser que te dio la vida y otras frases clichés que nunca faltan: mi más sentido pésame; resignación, querida; muchos días de estos, ¡digo perdón!, cuánto lo siento (despiste o la mala leche, a saber). Verborrea toda dulzona y Sandra con deseos de esfumarse, ansiosa de abrir los ojos a otra realidad, con ganas de borrarle este día a su vida.

Si bien en el cono sur no se usa, a la historia le hubiera convenido alegrar el funeral con un mariachi y un repartidero ad hoc de mate con grapa que equivaldría a café con piquete. De cualquier forma, el entierro había sido antes de ayer y los gritos y golpes en la puerta eran ahora, igual que la necesidad de confiar tantas dudas a su único apoyo, su enamorado, su “amigovio”

—Los padres son circunstanciales, una simple cuestión de gametos. Te aseguro que en cien años va a existir un banco de esperma que permita escoger a los niños como en botica, o peor aun, proliferarán las clonerías, ya vas a ver. Aunque pensándolo bien no vas a ver nada, salvo que te reencarnés; cien años son muchos en la tierra, no jodás. Si fuera a nivel cósmico, todavía. Por lo otro, la trama de la doble maternidad resulta de lo más under; eres hija de Lucha, sin duda. Ninguna madre se pondría a hacer historias a la hora de morir, pero ¿quién fue tu viejo? ¿Sos producto de una tirada de chancleta monogámica?

Cuestiona Alejandro mientras saca la “cajita” del tamaño de un horno de microondas y escarba bajo una cantidad de joyas como para apantallar a Liz Taylor, salpicando de interés a la antes desolada Sandra. Como era de esperarse, al fondo encuentran tres papeles doblados y un poco amarillentos.

Luz de mis ojos, Lucecita de mi vida, Luz de amanecida, Luz del ocaso, farol de Luz oscuridad en mi casa, Luz de sol playero, reflejo de Luz en los Andes que nos separan, faro del puerto de Tampico, destello de diamante azul, Siglo de las luces, Luz verde, Luz amarilla, Luz roja, Luz cenital, Luz de bengala, Luz negra, Luz güera, Güerita linda, campo de Luz… Morand de mora, fruto de la morera, moral primo de la higuera, mora de color violeta tendiendo a morado, aunque en tu cuerpo se vuelve rojo fuego, mora del verbo estar, del verbo vivir en un sitio, como tú, que habitas mi corazón, Lucecita mi vida; te prometí un verso, pero me entretuve en saborear tu nombre para aguantar las ganas de gritarlo por las esquinas de parques y avenidas.Tu If

Cierran la carta e intentan desvelar qué diablos quiso decir ese que se firma If con todo un breviario de acepciones dedicadas a quien tuvo el único mérito de traerla al mundo (bueno, al menos por el momento). “If”, buscan en la enciclopedia: isla francesa del Mediterráneo a dos kilómetros de Marsella, ¿será una contraseña? Vivía en Chile sin ser chileno, seguro era francés y por eso el juego de palabras en español; bilingüe el tipo. Sandra hace cara de desencanto ante los poquísimos datos y se niega a seguir con la pesquisa, pero Alejandro le gana la intención y saca otra de las cartas, esta tiene sobre:

Enero 17 de 1979 Lucecita, mi vida:

Mi estancia en Viña fue improductiva pero disfrutable, pasé las noches en el casino y las mañanas en la playa asoleándome como lagartija, la temperatura del mar está perfecta para enfriar chelas y nada más. Mañana regreso a Santiago, quedan pocos almacenes por visitar, voy a talonearle como camello para correr el fin de semana a Mendoza. Qué ganas de tenerte cerca y acariciar tus piernitas; como dijo Leduc: “Patricia displicencia con que cruzas la maravilla doble de tus piernas”, chula, se me queman las habas porque ya estemos juntos, mi vida. Tú y yo, yo y tú, así, como siento tus pechos cuando te abrazo. Espérame el sábado en el lugar de siempre. Tu If

¿Almacenes? Se preguntan al unísono, ¿Leduc? Seguro algún poeta francés, y además ese lenguaje tan ajeno: chelas, lagartija, voy a talonear como camello, se me queman las habas, quizá fueran expresiones traducidas literalmente.

—Mirá, loca, la hermenéutica de la carta indica que If estaba de paso en Chile, visitando almacenes, quizá para ofrecer mercancías o para supervisar una cadena transnacional.

—Puede ser, creo que me gusta la idea de un vendedor de paso por el cono sur; el viajero pudo enamorar a Luz en Córdoba, porque de eso no cabe duda, entre ellos hubo romance.

—Pará. Vos naciste en el setenta y nueve ¿no es cierto, Sandra?

—El 24 de agosto.

—Ajá. El mismo año de la carta. Por tanto, con un relativo margen de error y partiendo del supuesto que Luz no tuvo ese y otros romances simultáneos, If es el autor de tus días y fuiste sietemesina.

—¡No empecés a hinchar las bolas! ¡¿Cómo del supuesto?! Tampoco vas a hablar así de mi vieja; la pobre, seducida por un francés bastardo que quizá vendía… perfumes… o caracoles en salmuera.

—Mirá, aquí está la foto —interrumpe Alejandro cuando desdobla el último papel y cae al suelo un ovalito en blanco y negro— ¡sos igual a ella!

—Cortála, ¿querés?

—Pero si parece que te veo; claro, el peinado out, la foto vieja, qué sé yo, pero sos igual a ella; hasta deben tener la misma edad. Es linda la piba… pero vos sos más. Y totalmente lógico, cuando uno muere queda fundido con el todo y el todo evoluciona.

Vuelven la foto: Para Ifigenio mi amor. Alejandro suelta la risa, Sandra intenta guardar compostura.

—Lo dicho, todos los sistemas deben tener un desbalance térmico, querida.

Ahora existe un Ifigenio a secas de nacionalidad desconocida, pero en el recuerdo de la madre tía, amante maravilloso y fenomenal. Pocos elementos, dos direcciones, un nombre, una profesión que los inducía a quedarse más con la imagen del francés vendedor de perfumes y la certeza de que el sujeto había sido un calavera.

El último papel doblado es la factura del hotel Internacional en Mendoza, sobre los caracteres a máquina una caligrafía perfecta escribió. “Soy solo un pájaro perdido que vuelve desde el más allá, a confundirse con un cielo que nunca más podré recuperar’!

—Todo fue un sueño/ un sueño que perdimos/ como perdimos/ los pájaros y el mar/ un sueño breve y antiguo como el tiempo/ que los espejos no pueden reflejar —alcanza a cantar Sandra antes de que la desentone el nudo en la garganta. Por primera vez, desde que supo la historia, siente el corazón como melcocha porque imagina a la jovencita de la foto enamorada y abandonada. De seguro aquella factura de hotel representó el recuerdo de la última vez, el chau para siempre jamás.

—Calma, Sandrita, mi amor —él la abraza, la acaricia— mirá, supongo que la familia no tiene Internet así que aunque te voy a echar de menos, mejor andáte a la “docta” a conocer a la abuela; de seguro hay tíos, primos, qué sé yo; que te hagan una pintura de tu madre, preguntáles cómo era, qué hacía, cómo fue el romance; no tenés que contentarte con lo que imaginás, quizá hasta te hablen del viejo, ¿por qué naciste vos en Buenos Aires? ¿Por qué creciste creyéndote hija de Rita y sin conocer a la familia? ¿Creés que vas a poder vivir con tantos misterios encima? No jodás, boluda, si ahora es cuando la cosa se pone interesante.

—Claro, andáte nomás a la “docta”, los cordobeses no nos caen a los porteños y de seguro que a ellos nosotros tampoco. ¿Cómo creés vos que me reciban? ¿Y con qué plata viajo? Después de la enfermedad y del entierro apenas quedó algo.

—Pero si tenés millones en joyas, chiquita, vendemos el brazalete o los aros y el anillo y hasta sobra.

—¿Y dejo el Conservatorio así nomás? ¿Cuándo apenas empiezo la carrera? ¿Un año de actuación al tacho de la basura?

—Avisás que salís de viaje por dos semanas y ya está. Oíme: nada cambia en quince días; parece como si Córdoba quedara a ocho mil kilómetros; está a nueve horas en micro.

—¿Y el semi piso? ¿Qué hago con el semi piso? ¿Cómo dejo así nomás con tanta delincuencia? —pregunta Sandra mientras acaricia con la vista su espacio; pero bajo el gesto “estás hablando pavadas” permite que la posibilidad de no sentirse la huérfana de Anita penetre en su cerebro.

—Qué hay con él, ¿no tenés llave? Ah, entonces cerrás el semi piso, le encargás al conserje que lo vigile mientras volvés, le obsequiás unos mangos y ya está —concluye Alejandro mientras le hace un mimo, y acto seguido se besan y se consuelan y se nutren del amor que no van a darse por un tiempo porque es evidente, Sandra viajará a la docta.

III

—Luchita, criatura de mi corazón —gritó la abuela y cruzó la verja para acercarse a una Sandra expectante; la atrajo de inmediato hacia su cuerpo más mullido que un colchón con veinte años de garantía y dejó correr las lágrimas un rato largo murmurando, igual que todas las madres, cosas sobre la ingratitud de los hijos, la enfermedad y lo mucho que la había echado de menos, mi Luchita linda. Y la joven abandonó la reticencia porque los brazos, el olor, la tibieza del seno empezaron a resultarle confortables, hasta que el coloquio fue interrumpido por varias mujeres.

Una insistía: acordáte, mamá, que fuimos a Buenos Aires para enterrar a Lucha; otra: que no te exaltés, que te da una hemiplejia; la tercera arrancó de nuevo con entierro, luto y el crespón negro en la puerta a pesar de que hace montones de años que pasó de moda; hasta que la más joven tomó cariñosa la mano de la vieja que continuaba en la necia. Abuela, vos misma juraste que en esta casa no se volvería a comer locro nunca más por ser la comida predilecta de la tía Luz.

Y cuando la anciana se sumió en el mutismo de un dolor ya dulzón que reaparecía a las puertas del hogar, las tres mujeres mayores ametrallaron a Sandra. Mirá vos, nunca supimos que la descocada de la prima Rita había tenido una hija. Qué pena, no digás, qué desgracia ¿de cáncer decís? Era simpática y lindísima. Y hasta entonces la invitaron a sentarse, luego a levantarse, a dar dos vueltas en redondo, tocaron su cabello, contaron sus lunares, tomaban distancia, luego cercanía, observaron sus manos, sus labios, las orejas y al fin concluyeron que se parecía más a Luz, que Luz a sí misma (absurdo).

Ahora Sandra está sentada ante un gran plato de locro, el más bueno que haya comido, quién sabe si por el chorizo, porque el choclo de Córdoba sea más sabroso o como sería más justo pensar, porque la abuela lo cocinó en memoria de la nena muerta y revivida, la más pequeña y la más bonita.

Esa a la que te parecés tanto, empezaron a contar las hijas de Malena peleándose la palabra. El novio fue el causante de la desgracia. Lucha se trastornó después, cuando el tipo tuvo que marcharse. ¿Y por qué tuvo que marcharse? Tendría negocios, bueno, que sé yo. Mirá, lo malo fue que Luz tuvo un solo amor en toda la vida. Un vendedor de telas. Dejá que yo le cuente: un extranjero que pasó por Córdoba camino a Santiago de Chile. ¿Y en dónde se conocerían estos? Ve tú a saber, nunca lo dijo. Sería que no se lo preguntaste. Mirá, ahora que lo mencionás… pero eso sí, se mandaban cartas. Se hablaban por teléfono; Luz estaba loca por él. Sí, la pasaba papando moscas, leyendo versos, como tu marido. Eso es otro asunto, calláte. Luego supimos que el vendedor se marchó a Bolivia. ¿Y qué podía venderles a los bolitas como no fueran sombreros? Telas, mujer, el hombre vendía telas. La cosa es que se marchó sin una carta que explicara, un sinvergüenza el tipo, y a Luz se le dio por llamar a Santiago. A la casa de asistencia para saber algo, por si la dueña, una mujer llamada Soledad no me acuerdo. Palma. Claro, por si Soledad Palma tenía noticias. Y es que el tal novio de nombre Ifigenio. Que nombre más raro. Y sí, como para reclamarle a sus viejos. Ifigenio estuvo como pensionista en vez de alquilar una habitación en un hotel cinco estrellas, como corresponde. Y Luz con llamadas diarias, hasta que toda la familia se aprendió el nombre del novio, de la pensionista y hasta el número de teléfono. Pero claaaro, porque se pagó un montón de plata cuando llegó la cuenta y como la mamá tuvo que prohibirle usar el aparato la niña decidió no hablar nunca más. Ni por teléfono ni con la familia, ¿viste? Muda la loca. Ay, no hablés así de ella, que ya está difunta. Entonces ¿qué iba a hacer la pobre? Nada, se fue una noche sin avisarle a nadie. Claro, pensamos que había huido con el vendedor extranjero, que seguro andaba por la Paz, pero después llegaron cartas de él. Una, llegó una carta y fue de Lima. Esa fue la segunda, querida, primero la de Bolivia. ¿Y dónde están, por cierto? A saber, las habremos quemado. La cosa es que nos quedamos hilvanado conjeturas en el aire. La mamá con la tristeza y la vergüenza. Menos mal que ya había muerto el viejo. Y nosotras preguntando en el barrio, por aquello de que quizá Luz hubiera hecho un comentario en los días previos. ¿Cuál comentario? El hombre la trastornó y la volvió muda a la loca. Que no hablés así de la niña, te digo.

Es lógico que dudes, Sandra, ¿cómo reaccionarían si les dices la verdad? Por cierto, una verdad más enredada que la trenza de tu tatarabuela paterna. Mejor que sigan en el romanticismo, la hermana inmaculada muerta de amor. Las ves frente a la mesa cuchareando el locro, la abuela Malena pendiente de tus gestos con ojos de embeleso, las tías apresuradas, contando la historia entre bocado y bocado, viendo el reloj porque deben retornar a sus labores después de la siesta; una a la costura, otra a los cacharros, la tercera al hospital y la prima Merari, esa no tiene prisa ni comenta, solo escucha, medio sonríe divertida mostrando los hoyuelos de sus mejillas y come con buen apetito. Sí, déjalas instaladas en el siglo XVIII.

IV

—Montones de cines y teatros, cincuenta y dos bibliotecas y lo más importante, nuestra industria de procesamiento de lana, carnes y frutas —enumera la prima —si te parece, el viernes vamos a Carlos Paz, hay un montón de boliches lo más “in”, todos bordeando el lago, ¿te gusta bailar a vos?

—Y bueno, sí, pero salgamos a algún sitio ahora ¿querés?

—No me digás que al tur de la aerosilla.

—¿Es bárbaro?

—Y más o menos, mirás la ciudad desde la montaña, la sierra y el lago San Roque donde veranean los burgueses. A mí me revienta, pero si querés vamos.

—Y entonces no, negrita —casi en secreto— la tía Melania nos está espiando desde la cocina, quisiera conversar algo con vos —a volumen normal— ¿por qué no caminamos por la orilla empastada del río y hacés como que me contás mientras de las fábricas de trenes y aviones?

—Copado, y después te invito un feca y un carlitos —dice Merari en voz muy alta y cuando se ponen de pie se alcanza a ver una sombra que se pierde en el patio.

Buscan un boliche que ha de traducirse por café, restaurante, discotec o similar, según el caso, y se sientan frente a dos tazas de café y unos sándwiches de jamón con queso.

—Sos la hija de la tía Luz ¿no es cierto, negrita? —inicia Merari con una mirada comprensiva.

Sandra se ahoga, tose, tartamudea, y al final termina agradeciendo la pregunta y con la misma sinceridad abre las compuertas para que fluyan la maraña de sentimientos encontrados que la trastornan, porque no ha dejado de sentirse hija de Rita a pesar de que las tías critiquen la conducta disoluta de la difunta.

Abreviando, necesita saber quién es su madre y en qué circunstancias fue concebida.

—Ahora dejá que yo te cuente: la abuela Malena era terrible, rectísima, catoliquísima y muy dominante, por eso las hijas salieron para cualquier lado. La tía Melania es una solterona envidiosa y amargada que limpia sus pecados lavando pisos mientras espía. Estoy segura de que sospecha quién eres, desde que llegaste parece Prometeo, la rabia le come el hígado cada noche.

»Jimena, mi madre, se casó con un amor de hombre, súper cariñoso, un soñador, un bohemio; decía que éramos parientes de Martín Fierro y se la pasaba recitando las sentencias del gaucho; pero existía la incompatibilidad de caracteres ¿viste? Mi vieja marcaba los moldes de un vestido de novia sobre la mesa del comedor en una tela carísima que le había traído doña fulana, y en un descuido mi padre la tomaba por el reverso y ¡chau! Dos semanas después ahí tenías, un bodegón o una marina. Al principio Jimena lo tragó con calma, hasta llegó a enmarcarlos, pero luego se le dio por romper los óleos y tirar las pinturas al patio con tanta fuerza que las largaba hasta el gallinero y no te quiero contar cómo terminaban los pollos; hasta que mi viejo se hartó de emparchar sus obras de arte, se despidió de toda la familia como si fuera al Lago por el fin de semana y no volvió más; ahora vive en París, escribe dos veces al año y me llama por teléfono los días primero.

»La tía Betania se consiguió un hipocondríaco para sentirse útil las veinticuatro horas del día, llega del hospital y atiende al marido, cuando no tiene lumbago le sube el colesterol, le baja la presión, le da la migraña; se la pasa en cama el tipo, así que es como si no existiera.

»Ah, y no hay que olvidarse del abuelo, o más bien, de la memoria del abuelo que se venera con luto riguroso dos veces al año: el día en que nació y el día de su muerte que fue cuando las señoras eran una pibas y antes de que la tía Luz diera el mal paso. Ahora, en cuanto a tu vieja, vos creé lo que te convenga, porque de los muertos siempre se recuerdan las cosas malas o las buenas y yo, que soy la única sensata, de haberla conocido te hubiera batido la justa, pero tenía dos o tres años cuando se marchó, ¿y por qué tuvo que marcharse? Te preguntarás, igual que Jimena. Mirá, con la rectitud incólume de la abuela era comprensible. ¿A quién recurrir con una panza de tres o cuatro meses a punto de notarse y una historia de amor del siglo xviii? A la tía Rita, claro, la liberal, la única que podía comprenderla.

»Ese es el resumen de tu árbol genealógico inmediato, negrita, ¿necesitás saber otra cosa? Pertenecés a una típica familia cordobesa, aunque dejáme decirte, con los años la abuela se ha ido ablandando ¿viste? A veces, por las tardes, me sienta en el piso junto a ella, pone la servilleta en sus faldas, me ceba un mate y mientras lo bebo va dejando escapar las notas de unos tangos viejísimos y me arrulla; hasta dan ganas de quererla. Supongo que nos queremos, pero de todas maneras en esa casa cada uno entra y sale cómo y cuándo quiere atendiendo sus asuntos y sin ocuparse del prójimo. A veces hablan, otras gruñen… salvo cuando les da por inventar una tertulia y sacan las botellas de vino cosecha especial y se ponen nostálgicos; el de la migraña toca el bandoneón, las tías bailan igualito que porteñas de barrio, la abuela canta con una voz que ya la quisiera la Susana Rinaldi. ¿Y yo? Yo aplaudo, porque lo mío es la literatura.

»Pero cambiá esa cara, ¿querés más datos de tu viejo? Si me regalás una sonrisa te doy un premio. ¿Te acordás que mencionaron unas cartas? Fueron varias. Un día las descubrí cocidas bajo el mueble del living y las estaba escondiendo cuando Melania me pilló y las hizo pedazos, por suerte salvé dos en la bombacha y aun las tengo.

Lucecita, mi vida: Espero que la bruja de tu hermana te haya avisado que tenía que salir con urgencia a Bolivia; por ahora no puedo anticiparte mi fecha de regreso, pero mientras más lejos me encuentre más cerca te llevaré en el pensamiento. Me siento como en tierra de nadie, voy de un lugar a otro y parece que sigo en el mismo sitio… que no sería horrendo si estuvieras conmigo, y no es que esté feo: la vegetación, los ríos, tantas montañas; sino que es un paisaje desolado de pueblos mugrientos donde se huele la pobreza, te pica el cuerpo más fuerte que los tábanos. A veces me dan ganas de dejar las cosas, olvidarme del asunto, pero no es ese mi estilo, mejor terminar los pendientes para volar a tu lado sin preocupaciones. Me haría muy feliz recibir cartas tuyas, Lucecita, escríbeme al Hotel Sagárnaga, la dirección está en el sobre. Ya me hice cuate del administrador: Xavier Quijano, dirígele a él las cartas, prometió guardarlas mientras yo ande en el valle. Ay, Lucecita, ay, mi vida, cómo te quiero. Tu If

Lucecita, mi vida: Hace tres meses que no sé de ti, como que de enojo ya estuvo bien ¿no, güerita? Yo nunca fui bueno para eso de la escritureada, pero no puedes negar que contigo he sido terco, es la quinta carta que mando; en esta vida los tercos son los que triunfan, pero si lo que quieres es mandarme al diablo, al buen entendedor pocas palabras y ningunas letras; así que ya para qué te platico de Cuzco o de los incas o de lo jodidos que están los peruanos. Fíjate, con decirte que no sé si extraño más mi tierra o tus piernas, Lucecita de mis noches de insomnio, de no ser por el diazepán y el pisco peruano, ya me hubiera vuelto loco. Aunque sea mándame una fotografía por mientras, para dormir contigo, escríbeme a: Lindo Michoacán. Jr. Ayacucho 148, Lima, Perú, calculo que en un mes tendré resuelto este negocio y entonces sí regreso a Córdoba para llevarte conmigo, quieras o no. Tu If

Sandra tiene ahora muy claras las acciones del enemigo y la grata certeza de que Ifigenio no fue un crapuloso, pero las circunstancias, ayudadas por la tía de mierda, no dejaron florecer su amor. Eso reconforta a cualquiera hija de padre desconocido; ¿y por qué no intentar conocerlo otro poco? El dinero que le sobra alcanza para ir a Santiago, quizá si hablara con la dueña de la pensión. Tiene el nombre, el domicilio, la plata; sus tres yins, las cinco remeras limpias dentro de la mochila y sus libros de Cortázar; esto es, nada le impide agarrar camino. Así que anuncia su partida.

Por supuesto la abuela llora, suplica, argumenta como vendedor de enciclopedias; Merari intercede, la tía Melania aplaude y pone la mochila de Sandra en la puerta y esta siente el impulso de desgreñarla de una vez por todas, pero en eso la tía Jimena sugiere organizar la famosa tertulia, al menos que se los lleve en la memoria Luchita la chica.

La mesa puesta como en las grandes ocasiones, lechón al horno, asado de tira, las empanadas, las pastas, ensalada, botellas de tinto, soda y la familia reunida; incluso el retrato del abuelo sentado a la cabecera; hecho insólito, porque desde su fallecimiento el cuadro solo descendió del santuario para ir a Buenos Aires, a enterrar a la que murió de amor y de nostalgia.

Así que después de un breve rezo y la aprobación de la abuela, a darle, que es mole de olla. Falso, no están en México, no conocen ese caldo y mucho menos las tortillas, que resultan imprescindibles, digamos que simple y llanamente atacan con buen apetito. Seguro el tío Carlos se empacha, piensa Sandra cuando lo ve devorar tres platos colmados, y ni bien termina, pregunta si hicieron alfajores de postre para zamparse media docena.

Tal como lo describió Merari dos días antes, después de la gran comilona pasan a la sala y hacen espacio para el espectáculo. Sin que le estorbe la panza, el colesterol o la migraña, Carlos arranca con Libertango de Piazzolla, y apenas termina solicita un minuto de silencio por el finado compositor; luego dice Balada para un loco igualito que Goyeneche, hasta en lo de queréme así piantao/ pia, pia, pia, piantao, piantao, y a la tía Betania se le salen dos que tres lagrimillas y casi se queda sin manos de tanto aplauso, Sandra confiesa que sintió la piel de gallina y los demás piden turno para mostrar cualidades.

Entonces vienen los tangos tradicionales y la abuela canta las hijas bailan turnándose a Jimena, que siempre es quien las lleva, firuletes, cortes y quebradas, pasos que envuelven con arrastres de suela sobre las baldosas, las miradas encontrándose, quiebres de cintura; toda una fiesta. Merari dice por lo bajo que prefiere el cuartelazo, Sandra la mira extrañada y ella aclara que es música tropical muy cordobesa; Melania alcanza a escuchar y brinca. Groncha, detractora, es la mala semilla de tu padre. Dicho lo cual se calientan los ánimos a base de boluda para acá y boluda para allá.

En eso tocan a la puerta, es un telegrama… ¿pasó algo? Y no. Que los cumplas feliz, dice. ¿Quién, de dónde viene? Y de Buenos Aires viene. Es para Sandra ¿para Sandra? Y firma A. Navarro ¿por qué no nos dijiste? Ahora besitos y abrazos y bromas, qué vieja que ya eres, nena, dieciocho años, y miradas de Melania que son puñales y brindis y entonces la homenajeada abraza sonriente a la tía para susurrarle, si vos le decís algo a mi abuela yo vuelvo y te reviento, ¿estamos? Acto seguido: toma la mano de la abuela entre las suyas e interpreta. Tus ojos son oscuros/ como el olvido/ tus labios apretados/ como el rencor/ tus manos dos palomas/ que sienten frío/ tus venas tienen sangre/ de bandoneón/ tus tangos son criaturas/ abandonadas/ que cruzan por el barro/ del callejón/ cuando todas las puertas/ están cerradas/ y ladran los fantasmas/ de la canción.

Mi abuela canta el tango/ con voz quebrada/ Malena tiene pena, ay, de bandoneón.

DOS PUNTAS TIENE EL CAMINO

Querido, querido, querido Alex: Gracias por el telegrama, nunca pensé que te acordaras ¿en qué momento anotaste vos el domicilio? Sentí tanta emoción que me saltaron las lágrimas, fue un detalle genial, justo por eso te quiero tanto. Aunque los extraño como loca y ya tengo ganas de volverme, decidí seguir la pista a Santiago (menos mal que traje el pasaporte), porque mirá, gordi, con la información que obtuve en Córdoba lo único que me quedó claro es que Ifigenio vendía telas, que él y mi madre se enamoraron, que tengo una tía perversa y una prima con nombre extraño. El resto de la familia todos locos y amorosos, ya te contaré. A diferencia del camino de Buenos Aires a Córdoba, donde la vista se pierde entre el amarillo de los girasoles, la carretera a Mendoza no es más que pueblos sin chiste, nada que valga la pena hasta llegar a la ciudad del vino, ahí el ómnibus se detuvo treinta minutos y bajé a echar un vistazo y a estirar las patas mientras comía un sándwich de miga, que por cierto estaba pésimo. Es grande Mendoza, una ciudad muy industrial, europea, gente alta de ojos claros. Luego seguimos viaje para cruzar la Cordillera que es impresionante, subís y subís sin ver del otro lado, saludás a los de nuestra aduana y de pronto aparecés en un túnel largo que termina en la frontera y luego el caracol: terrible, loco, bajás como mil quinientos metros a la vuelta y vuelta; cien curvas, qué se yo. Es más bonita a la distancia, la cordillera. Después que pasa la angustia, la carretera se vuelve un largo camino polvoriento con otra serie de caseríos de adobe en cuyos techos ves montones de choclo puesto a secar. Un contraste tremendo después de Mendoza, gente que vende y eso, pero en la madrugada hubo que cruzar otros túneles y el último tenía veinte kilómetros ¡qué sé yo! Así que me empezó a entrar pánico ¿viste? A tal punto que dije, loca, si la sangre tiene olor a mierda, vos estás herida. Fue un quilombo, putié mil veces, ni siquiera entendía por qué la ocurrencia de hacer ese viaje, 24 horas en el micro, un día completo de mi vida ¿te fijás?¡Y con todo tipo de tormentos! Por suerte, como vos dirías, hasta el Universo cumple un ciclo y al fin llegamos a Santiago, ciudad otra vez, calles, asfalto; me dejó sorprendida tanto edificio, fachadas de vidrio polarizado; parece que antes Providencia y Las Condes eran barrios solariegos, pero la modernidad se comió las casas; ahora es un bosque de ventanales que miran para otros ventanales. Lo bueno es que al mismo tiempo llenaron de plazas y árboles, mucho verde, ¿viste? Paro en un hotel de medio pelo porque la vida aquí es bastante cara; la comida, el transporte, la ropa, mirás en las tiendas todo refashion, igual que allá, pulóveres preciosos de cachemir, pero todo caro, siempre tenés que hablar de miles. Voy a hacer una tabla para las conversiones de pesos argentinos a pesos chilenos, que además ya no sirven más que de adorno, porque todo lo calculamos en dólares; quizá esté más barato ya convertido, de todas maneras, hay que cuidar la plata y mi fuerte no son las matemáticas, como para vos. A propósito ¿por qué estudiás matemáticas si la pasás filosofando? Acordáme de preguntarte cuando vuelva. Hoy después de ponerte la carta en el correo pienso hacer un turcito por el Cerro Santa Lucía, dicen que hay fotógrafos de esos con cajas del tiempo de María Castaña, que el castillo es lindo, que hay una carta de piedra que dejó Valdivia cuando la fundación de la ciudad y que además desde ahí tenés una vista estupenda, el Museo de Bellas Artes, la Biblioteca Nacional y Santiago, por supuesto. Me advirtieron que debo evitar las horas pico, porque hay mucho esmog y que el polen de no sé qué árbol jode terriblemente a los turistas, ¿te imaginás? Siembran árboles para contrarrestar la falta de oxígeno y ahora resulta que el polen da alergia y afecta la vista; pero una vueltita no me caerá demasiado mal, espero. Mañana temprano ubicaré el domicilio, el mismo que traía la carta ¿te acordás? Parece que la dueña del pensionado es una tal Soledad Palma, espero que todavía existan ambas. Para vos una canasta de besos y saludos para la patota.

Paredes con afiches de signos zodiacales, números, letras, lunas, trazos en triángulo y un hombre en pelotas. Letreros publicitarios de remedios para el reumatismo, la obesidad, la caspa; las varices y estreñimiento. Al fondo una vitrina que exhibe cuarzos, cartas del tarot, dijes, budas, incienso, velas, sahumerios, frascos, goteros en diversos tamaños, macetitas de plantas y más plantas. En el pasillo una antigua estufa negra de hierro para leña con una tetera que lanza vapores olorosos a limón y eucalipto, un reloj con números romanos y una puerta del lado izquierdo de la que después de muchas fichas sale la diecisiete.

Sandra ve la mica entre sus manos para asegurarse de que el turno es el de ella, guarda el libro de Cortázar, Historias de cronopios y de famas, y entra.

Tras un escritorio la espera Soledad Palma envuelta en un turbante y un kaftán hindú de tela vaporosa que disimula las gorduras y que sería muy sexy si no fuera por el suéter que trae abajo. Llaman la atención sus chilenas chiches: collares, cuarzos, dijes, una pirámide y hermosas pulseras de piedras ensartadas. La habitación está a media luz, una música oriental brota bajísima de alguna parte y sobre el escritorio repleto de goteros y libros se lee en cuatro lomos: Horóscopos, Las bondades de las flores de Bach, Dinámica del inconsciente, Alta cocina internacional. ¿Cómo?

—Asiento, por favor. ¿Querí tu carta astral, te jode alguna enfermedá?

—No, más bien…

—Ah, ¿querí un almuerzo a domicilio? Pa mandártelo al tiro nomá, po: arrollao e chancho, una fuente e locos mayo.

—Señora, yo… sucede que estoy buscando a mi padre.

—Aquí no encontramo a persona extraviá, po flaca; pero no existe recuerdo que la inhaloterapia no pueda curar. Voy a prepararte una poción de Saroma trece con limones para la…

A Sandra la asalta el álgebra literaria: No existe recuerdo que no pueda curar, por lo tanto, sí existe, por lo tanto. Tranquila, le indico con suavidad por telepatía, dejemos las contradicciones para circunstancias menos esotéricas.

—No, señora, perdone que haya irrumpido así, como si quisiera una consulta, no estoy enferma, no deseo saber mi horóscopo y mucho menos necesito un almuerzo a domicilio. Resulta que usted tuvo un pensionado en esta dirección y mi padre era su huésped.

—Uy, eso fue ma o meno hace quince o dicisiete año, y tuve tanto pensionista que está ifícil recordarlo, po. Dame el nombre e tu padre.

—Ifigenio Clausel, un francés, creo, vendedor de telas, parece.

La mujer reflexiona y sus ojos van cambiando de la serenidad acorde con la música y la indumentaria, a la picardía, más urgida de sones tropicales.

—Sí, tuve uno llamao Ifigenio Clausel, pero era mexicano.

—¿Mexicano? —desconcertada ella— ¿No era europeo?

—Quizá no hablamos del mismo Ifigenio, po.

—Creo que sí. Sucede… —y ahí se larga Sandra a rememorar cuanto ha investigado partiendo del deceso simultáneo de sus dos madres hasta su estancia en Córdoba, abuela, cartas, tía y demás; para finalizar con cuatro lágrimas mal disimuladas y la voz detrás de una pelota.

Quizá por eso Soledad Palma deja aflorar los sentimientos de ternura o quizá el recuerdo del inquilino le remueve las fibras hormonales, la cuestión (cujtión, en chileno) es que se pone a contarle que sí, que Ifigenio decíase vendedor de géneros para una compañía mexicana importante y que aquellos eran los años de recesión, porque antes de la dictadura pinochetista, con el roto de Allende borracho e mierda, hubo bloqueos comerciales y la gente tenía plata, pero en los supermercados los puros estantes vacíos, y después del golpe de estado, que fue terrible y hubo muertos, escondidos, desaparecidos y toques de queda,

—Un desastre los toques de queda, si estabai en otra casa que no fuera la tuya y te cachaban los pacos, teniai que quedarte ahí nomá. El sueldo vital se volvió una chaucha y los servicios elevaron sus precios hasta el absurdo: la electricidá, la bencina, no había más remedio que bailar cueca, curarse con pisco, en casa y a oscuras (equipárese mexicanamente a bailar el jarabe tapatío y emborracharse con mezcal, en el depa y sin luz), ¿cachai, hueona?

Por eso convirtió su casa en pensión. Y un buen día apareció Clausel o If, como le gustaba ser nombrado, a pedir que Soledad le arrendara un cuarto por el tiempo que, según él, le iba a tomar la visita a los almacenes de la ciudad. Y al decir “según él” retarda la frase intencionalmente, baja la voz y toma una actitud de confidencia: “porque ella era bien sapa, capaz de escuchar entre palabras y claro, también de echar una miraita entre el cachureo de lo huéspede; por eso, cuando el Ifigenio contó como al desaigre que el domicilio se lo había mandado un joven amigo suyo que también era pensionista, pero que, curiosamente, no lo veía entre los que estaban, de inmediato la mujer sospechó que se refería al otro mexicano hospedado meses atrás y obvio”

—Porque además en eso tiempo de recesión con el siútico de Pinoché, había de todo en los supermercados, los estantes llenos, pero na e plata pa comprar ¡y las relaciones con México rotas! Entonces mejor comerse un plato de porotos con riendas y adquirir monos de Taiwan o zapatos de Brasil.

»Fregao pa los que perdieron sus opciones de trabajo, po, pero yo, he hecho e too: venta e letreros, masajes con esencias florales del mediterráneo, tallao en tronco, adiestramiento e perros pa ciegos, que es rete ifícil. Cursos de Inglé por correspondencia y veme ahora con mi clínica, soy mensajera de la gran hermandá blanca. Lo má noble son estas florcitas de Bach: el Aura Spray e buenísima, con olerla te mejora hasta el cutis. Préstame tu manito.

—Me parece maravilloso, señora, es usted una mujer de recursos, la felicito, pero hablábamos de mi padre, Ifigenio Clausel.

La mujer se interrumpe, cierra el gotero que había destapado; después de un larguísimo suspiro vuelve al recuerdo y dice que por supuesto, ella tomó las cosas con cautela, ¿quién podía ser ese hombre que además de buen conversador cargaba una maleta llena de géneros de colores espantoso po oye, y hacía preguntas como no queriendo? Empezó a sospechar que era un detective privado,

—Porque aquel otro, el que ya no estaba, su paisano, un loco nomás, cuando estuvo en Santiago se la pasaba entrando y saliendo de la casa con máquinas fotográficas, proyectores de cine y libretas, el Alfreo… o más bien el Fennando, no recuerda bien el nombre, charlaba todo el tiempo de documentales, de películas, de un premio Pulitzer que iba a ganar con sus investigaciones periodísticas, lo pasaba averiguando too sobre su héroe. ¿Y sabí quién era? Na menos que Allende muerto entro e la Casa e la Monea, chiquilla, ¿lo podí creer? Allende petulante y farrero, un guacho que dejó la pura cagá nomá ¿cómo iba a ser héroe? El tal Fennando le hacía versos y tocaba la guitarra con mucho aspaviento, y además exponía de fútbol como si los mexicanos supieran algo de ese deporte; hasta que de buenas a primeras decidió cambiar de país, pero de seguro sin avisarles a sus parientes.

Entonces, con los pocos datos que Soledad Palma quiso decir, Clauselito también salió y entró a la casa, pesquisas a cuestas y la maleta llena de géneros de diseños horribles, po flaca,

—haciendo migas con milicos, rotos de porquería, seguro para saber si la dina había desaparecido al cabro.

—Cuando más desorientado estuvo, Soledad lo invitó a su cuarto, preparó unos pisco sour y lo dejó afilar con ella; todo él simpatía y atrevimiento, lleno de palabras y frases en mexicano en las que la mujer captaba más la intención que el idioma, porque ¿qué era eso de llamar cacahuate al maní? Cuando empezó a besarla toda, a jugar con la urgencia como un maestro, chupó sus pezones y le dijo que parecían cacahuatitos, entonces ella tuvo que reírse y ambos hubieron de recomenzar, porque los cacahuates se volvieron huevos fritos y no blanquillos como él dijo,

»pero eso no era lo que quería contarle, ay que vergüenza, que disculpara, a lo mejor le resultaba incómodo saber que el gallo era un conversador maravilloso y un tórrido amante, en realidad a lo que iba era a que al otro día de aquella noche a todo trapo, convencida de las sanas intenciones del vendedor —aunque no lo fuera, ella nunca habló de sus sospechas con tal de no romperle la ilusión, pobre— Soledad sacó de entre los cachureos un paquete de rollos de película y fotografías sin revelar.

—Mira If, ¿querí que te diga? Le dije, esto me lo mandó a guardar el Alfreo… o el Fennando, antes de marcharse a Bolivia. Un día cualquiera, tu compatriota se curó como tenca con dos botellas de pisco y empezó a charlar sobre lo ideales del Che Guevara, de lo injusta que había sio la historia con el argentino y que él sabía dónde estaba enterrao, po, así que se mandó cambiar a La Paz con máquinas fotográficas y libretas, ¿te fijai? Y mira, guachita, en realidá cuando le entregué el paquete y el domicilio que envió el otro en una postal, me quité un peso e encima, porque ¿qué iba a hacer yo si el material era sedicioso y los pacos lo encontraban en mi basura? Que se lo llevara, después de too los do eran mexicanos, po.

—Así que detective privado.

—No sé qué tan bueno. Nunca encontró pistas, pero las obtuvo nomás —pareciera que entonces cae en la cuenta de que quizá el polvo disfrutado fue un plan con maña de Ifigenio Clausel.

—Ya está. Entonces mi padre se fue a la Paz para buscar a Fernando.

—O Alfreo… ¿cómo se llamaba el cabro? Y luego empezaron las llamás e Córdoba, parece que las cabras de tu familia son bien siúticas y prendías como alfiler de gancho, po, y la madre peor de atorrante, y no sé qué problema tenía la Luz de vía o muerte, nunca lo dijo, po. Claro, ahora es obvio ¿cachai? Pero no te pongai triste; si querí, por la tardecita te invito a tomar once, pa seguir charlando.

Sandra sale del consultorio, lleva su carta astral y un gotero con flores de Bach, va impregnada de sándalo y feliz por la novedad: Ifigenio tiene una profesión misteriosa, de novela de suspenso. Lo imagina con gabardina, atisbando tras las columnas, su ojo en busca de huellas magnificado por la lupa; lo imagina acariciando una pistola que él llama Güerita, y aunque no sabe qué quiere decir Güerita y Soledad Palma tampoco, el orgullo le trasluce en la cara.

Esquiva la mirada de las personas que aguardan en la sala, con raíces las pobres pero estoicas, y ya en la calle camina de prisa, entra a un boliche de medio pelo, pide un charquicán que es la especialidad, un lorito de vino de la casa, y se pone a desmenuzar la información, otra pieza del rompecabezas.

La carta enviada desde Bolivia tenía lógica, Clausel investigaba el paradero del tal Alfredo o Fernando y tuvo que entrar a Chile por Argentina porque no había relaciones con México; luego entonces, en Córdoba conoció a su madre, se enamoraron, tuvieron varias citas clandestinas hasta que se embarazaron y de repente la tía Melania interfirió la comunicación. Por lo tanto, la bruja tuvo la culpa del distanciamiento, de las lágrimas vertidas, del deceso, de su orfandad y de todo; las malas son así, está en su naturaleza.

Ok, chau, ¿y ahora? ¿Se hacía necesario desenterrar más tramos de la historia, los detalles, las migajas? ¿Deseaba viajar a la Paz, a Perú, seguir las huellas de su padre por todo el continente hasta México? ¡¿Hasta México?! ¿Y entonces? ¿Qué iba a hacer si lo encontraba?