Equilibrio en la cornisa 1 - Gilda Salinas - E-Book

Equilibrio en la cornisa 1 E-Book

Gilda Salinas

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Este libro camina por callejones y sendas que se entrecruzan; nos desgarra y nos resarce, nos sorprende y nos encanta. Dieciséis relatos biográficos de diecinueve grandes mujeres que se abren la piel para que atisbemos sentimientos, pasiones, verdades y apariencias. Índira Ghandi, Ana Bolena, Violeta Parra, Alejandra Pizarnik, Edith Piaf, Mata Hari, Sharon Tate, Rosario Castellanos y otras más, cuya muerte trágica es el punto que las hermana. Es fácil caminar con ellas por el abismo y paladear sus sueños cumplidos; es doloroso que la soledad sea su eterna compañera; es un placer leerlas, verlas danzar, cantar y actuar; es un orgullo saberlas con las riendas de un país bajo su mano sabia. "Me enamoré de él, de toda esa investigación de mujeres que han muerto trágicamente, pero que han dejado una huella, triunfadoras, un ícono; historias impactantes. Tanto me gustó, que le propuse a Gilda que las hiciéramos en teatro en corto, y de esa novela surgió "El último aliento2. Grandes actrices, gran éxito". Sylvia Pasquel "La hermosa visión de este libro invita a acercarse. Uno se sienta en la sala con Rosario Castellanos como si nada, así nomás, a escucharlos. "Si vas a descoserte con los defectos no me lo digas sino con mucha lentitud…" Tomado de Rosario Castellanos o El sabor de la ironía". David Estopier

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Equilibrio en la cornisa 1

Primera edición, © 2013, Trópico de Escorpio © 2013, Gilda Salinas Reimpresión: abril 2017 CDMX

www.tropicodeescorpio.com

Portada y formación: Máquina del tiempo/Chz

Cuidado de la edición: Cristina Harari

Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente, por ningún medio impreso, mecánico o electrónico sin el consentimiento de su autora.

Distribución: Editorial Trópico de Escorpio

ISBN: 978-607-95821-9-7

Preámbulo

Por algún gen desconocido que me habita soy muy afecta a hacer biografías, disfruto la historia y la riqueza de las épocas y los personajes; de ahí que llegar a este libro fue una opción maravillosa en mi carrera, y compartirla más.

Los relatos biográficos que componen este ejemplar equivalen a muchas horas de investigación y lectura y, si bien se basan en hechos reales, son producto de verdades literarias escritas, con todo respeto, esperando preservar la vida de estas quince grandes, lo que ayudará a resguardar su legado.

Escoger un puñado entre tantas señoras valiosas fue tarea difícil, y no digo ardua para no caer en el lugar común, pero sí laboriosa; a últimas fechas los decesos inesperados de tres cantantes fenomenales nos dejaron perplejos y de inmediato me arrebataron las ganas de saber; sin embargo yo tenía ya una larga lista de mujeres que marcaron una diferencia desde hace siglos y lo siguen haciendo en el siglo XXI, como Hipathia de Alejandría o Juana de Arco o María Antonieta o Alejandra Fiódorovna Románova o Cleopatra o Benazir Butto o Lady Di, y opté por acatar lo planeado, de hecho ya estaba en problemas con tantas vidas. Hay escritoras a las que me costó dejar pendientes: Mary Wollstonecraft e Irene Némerovsky; científicas: Marie Curie, o mártires que con su muerte ayudaron a la medicina: Henrietta Lacks. Tenía músicas, actrices, pintoras, artistas, luchadoras sociales y revolucionarias; locas amorosas que han caminado conmigo un trecho de vida y me permitieron conocerlas, como Nahui Olin o Manuelita Sáenz, en fin, como dije antes, mi lista era larga y nutrida, lo que auguraba años y años de investigación y un libro tan gordo como un ladrillo.

Tuve que decantar ese universo hasta dejar una selección arbitraria, no podría ser de otro modo, pero equilibrada en tiempos, profesiones y nacionalidades. Algunas de estas grandes son conocidas de todos, aunque tal vez haya algún rincón nuevo para varios; otras han ido quedando en el olvido y otras no son más que un nombre que en breve empezará a tomar cuerpo.

Sea pues este preámbulo un homenaje a las grandes que no están el día de hoy, pero que pueden estar en un futuro tal vez no tan lejano.

Gilda Salinas

ROSARIO CASTELLANOS

o el sabor de la ironía

 

Rosario termina de leer el artículo y se echa hacia atrás en el sillón. Lo piensa un momento y sorprendida repasa algunos de los datos.

—¿Cómo se me escondió esta amazona?

Más bien por cuántos años la han mantenido oculta.

—Ya sé, otra vez tropezándome con piedritas.

No la conocías, pero ahora sí y ya leíste su Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadanía, ya sabes de su valor o su locura; porque desatar la ira de Robespierre fue más que temerario. Nadie se mete a la cueva del león sin saber en dónde está la puerta de emergencia. Y Olympe de Gouges tuvo que tener una llave de seguridad.

—Tal vez Jacques Bietrix, tenía cara de llave... o algunos de los correvolucionarios, o quizá el peso del “padre que decía que no lo era”; aunque la Revolución atacara la monarquía somos animales de costumbres, cómo ignorar un marquesado.

Sí, pudo ser el padre, y con eso firmó su sentencia porque después de la carta para María Antonieta ¿cómo desdecir a los que la acusaban de pro monárquica? A eso le apostó “el incorruptible”.

—Sólo que durante el “reinado del terror” el que no caía resbalaba... ¿cuántos? Seis meses después Robespierre también murió con sopitas de su propio chocolate.

Rosario busca la reproducción del rostro de Olympe y luego se levanta a caminar por consejo médico, pero en el camino se topa con un pastelillo árabe olvidado con intensión sobre la mesa y no duda un instante en disfrutarlo despacio mientras sigue en sus cavilaciones.

Ése no es el asunto sino que nadie sabe de ella, ni las feministas, a pesar de que en 1791 escribió esa Declaración para denunciar que si bien hombres y mujeres participaban en la lucha, al final los únicos beneficiados eran los señores.

—A ver, cómo dicen los que señalé... Aquí: “El ejercicio de los derechos naturales de la mujer sólo tiene por límites la tiranía perpetua que el hombre le opone”. Y éste otro “Si la mujer tiene el derecho de subir al cadalso también debe tener el de subir a la tribuna”. Y le cortaron la cabeza, qué fin terrible.

Deberías proponerte escribir acerca de ella, al menos un artículo para el periódico. Así armaste Mujer que sabe latín.

—Ajá, pero hay que investigar y ahora estoy con los Cuadernos de Jerusalén.

¿Sabes por qué te sientes impresionada? Porque Olympe y tú tienen puntos en común: un hijo, la ironía, la armadura, el interés por las minorías, las letras.

—Como dramaturga estoy verde, en todo lo demás, incluido el periodismo, somos una calca.

Hay que quitarse el sombrero con esta señora, la dignidad con la que aceptó la sentencia aunque ¡nunca haya tenido defensor!

—Sí, caray, a sabiendas de ese vicio tan francés por la guillotina.

¿Qué harías tú si te quedaran unas horas de vida? Ayer naciste y morirás mañana, eso escribiste por ahí.

—Qué frivolidad. Fue en épocas de depresión y de Valium 10, ya no pienso en el suicidio con esa ligereza. El suicidio también pasó de moda / y no conviene dar un paso en falso / cuando mejor podemos deslizarnos.

Qué harías si te quedaran unas horas.

—Meterme a bañar. Hoy hizo mucho calor.

¿Miedo? Puede resultar un buen ejercicio de introspección.

—Para eso mejor tomo terapia de diván una vez más.

La tomas cada que te sientas a escribir, pero hay negritos en el fondo, lo sabes. Qué tal empezar con unas confesiones al mojo de ajo, aunque no sé si estarás dispuesta a entrarle al toro por los cuernos.

—Yo tampoco, sabes que jamás razono y no tengo ninguna capacidad lógica. Morir como Moisés, sin haber llegado más que a entrever su patria...

Además de hacer amarras para evitar divagaciones, a las conciencias se nos da el razonamiento, yo llevo la mano.

—Pero si vas a descoserte con los defectos no me los digas sino con mucha lentitud. Sabes que tenerlos me da tanta tristeza que me enfurezco y me los quedo.

Entonces no saques el capote y empieces a desvariar con que eres más o menos fea, gorda o flaca según las posiciones de los astros y los ciclos glandulares, etcétera.

—Eres un centinela muy experimentado; hagamos como que sí.

Rosario vuelve a sentarse y entrecierra los ojos en busca de la punta del hilo, cualquier hilo, y al mismo tiempo se escapa pensando que ya es agosto, siete de agosto, que las ensaladas son deliciosas, pero que a veces extraña una sopa de tortilla, que aquel vidrio está manchado... y va a seguir por ese camino cuando la voz interna la regresa al punto de partida y entonces no le queda más que presentar resistencia.

—¿Qué se hace a la hora de morir? ¿Se vuelve la cara a la pared? / ¿Se agarra por los hombros al que está cerca y oye? / ¿Se echa uno a correr, como el que tiene / las ropas incendiadas, para alcanzar el fin?

¡Ya para! ¿Por qué te evades? Te voy a dar una manita con las materias aprobadas. Rosario Castellanos ha sido una mujer humanitaria, una gran feminista y una excelente catedrática.

—Y he tenido éxito como escritora y sin embargo siempre me encuentro defectos cuando veo el libro editado: debí esto, no logré lo otro. Ya ves lo que dijo Blanco, que era una plañidera.

Tu examen decía: Escribir es mi anhelo de vivir y de vivir por siempre. ¿Cierto? Bueno, ya pasamos a la posteridad, hasta le dejaste encargadas a tu amigo Raúl las cartas —que volaban y que murieron estranguladas con listones viejos— para que las publique cuando mueras. Si ya hubieras escrito la obra maestra no habría más. Así que la primera cosa que deberías hacer es reconocerte todas esas dotes y la libertad de haber hecho lo que querías.

—Ya. Me reconozco todo, hasta lo miedosa: miedo de escribir y de no escribir. Pasemos a lo que sigue.

De acuerdo. Tuviste un tránsito muy lento de la más cerrada de las subjetividades al turbador descubrimiento del otro y, por último, a la ruptura del esquema de la pareja. Correcto. ¿Sigues creyendo que tu elección del niño Ricardo Guerra fue un flechazo de Cupido?

—Sólo el silencio es sabio...

Te gusta engañarte, Rosario, ¿cuál silencio? Estás labrando, como con cien abejas / un pequeño panal con mil palabras. Así que no huyas por la tangente. Es muy fácil acomodarse en el esquema conocido.

—Y vuelta la piedra la río.

Porque no llegas al fondo. Tus padres preferían a tu hermano, lo prefirieron en vida y aún después de muerto. Los días eran tumbas de pasillos desiertos y abandonos. Hasta llegaste a sentirte culpable de existir. Es doloroso, ofensivo. Tienes resentimientos contra ellos y no has querido sacarlos porque es pecado.

—Error. No hay nada que resentir aunque se sienta. Si no hubieran sido como fueron yo no sería la que soy.

Así como la filosofía es lo más cercano a la poesía, el razonamiento va a la par con las justificaciones. Date permiso de reclamar, de sentir coraje, de gritarles que fueron injustos; César por machista y Adriana por aceptar los roles de abnegada esposita mexicana mientras cuadraba tu educación hasta en el orden.

—Arrullo mi dolor como una madre a su hijo / o me refugio en él como el hijo en su madre. ¿Les hablo por teléfono al más allá?

Imagina que están aquí, en la sala, y reclama con ese dolor que no has podido curar: ellos son responsables.

—Entonces lo que quieres con este jueguito es descubrir lo que somos; ¿también en la muerte hay que inventarse?

No. Hay que morirse inventada. Y para eso debes reconocer que sin ese esquema familiar no te hubieras buscado la continuación. No era que Ricardo te quisiera o no, era que tú provocabas esa actitud de desprecio y desde siempre supiste que era infiel. ¿Quieres que te recuerde esa carta?

“En privado tú y yo seremos lo que quieras. Ya sabes que, intramuros, yo te soy incondicional como mujer, como socia, como auxiliar, como ama de casa. Como todo... excepto como mecanógrafa porque, caray, hay límites”.

Te tirabas al piso, le boleabas el zapato para recibir el puntapié. Y una cosa no se da sin la otra: te lo buscaste así porque aún no eras capaz de romper el molde.

—Pero lo hice. ...soy algo más ahora, por fin lo sé, / que una persona, un cuerpo y la celda de un hombre. / Soy un ancho patio, una gran casa abierta: / soy una memoria.

De acuerdo, te divorciaste ¿y el resentimiento? ¿Por qué no le reclamas que no haya sido capaz de amarte como tú lo hacías? Con la devoción y la fidelidad y la anulación a tu persona para que reinara sobre ti. ¿Me entiendes lo que estamos diciendo?

—Tampoco, ¿eh? Si Ricardo me hubiera amado, la pasión por mi escritura se hubiera ido entre sus brazos; el rigor, la necesidad, la obsesión.

Entonces tendrías que reclamarte por tus propios engaños, trampas tendidas con tal inteligencia que te llevaron al siquiátrico, a las sobredosis, al chantaje a fin de cuentas. Pero pudieron costarte la vida. Fuiste irresponsable, lo fueron los dos.

—Porque éramos amigos y, a ratos, nos amábamos/ Además, me dio hijos, tesoro eterno.

Ahí tienes, otro asunto doloroso que te sigue alborotando las culpas. ¿De verdad crees que pudiste cambiar algo? Los abortos y la muerte de la niña estaban predestinados.

—Basta, se me quiebra la vara con que mido. No creas lo que yo creo cuando me engaño/.

Permite que traiga una imagen a tu memoria: Mírame despeinada en un rincón / cómo arrullo un juguete ceniciento: / doy el pecho a un fantasma pequeñito / mientras la araña teje su tela de humo espeso. Llegó el momento de ahogar la culpa en el Mediterráneo.

—¡Listo! Soy hija de mí misma / De mi sueño nací. Mi sueño me sostiene. Y gracias a Dios tengo a Gabriel.

Por primera vez lo tienes contigo de tiempo completo, hoy no existen los medios hermanos ni las “madrastras,” pero no has sabido ser una madre tolerante, sensata. Está en la edad más difícil. Cuando llegaron a Israel lo entretuviste con su nana y con el perro, pero... el perro se fue, ¿y? La embajadoratiene demasiadas responsabilidades, la escritora tiene compromisos y necesidades. Qué le estás dejando a ese adolescente además de un abismo entre ustedes.

—Reprobé como madre. Una vez por semana soñaba que era la Enciclopedia Británica, estaba aterrada y lo sigo estando, no termino de resolver sus dudas, Gabriel es excesivo para mí. La adolescencia es verde como el junco / y su perfil se tiñe / de todos los colores con que la invita el aire.

Cuando era pequeño le inventabas historias, le leías o le escribías; lo volvías protagonista de aventuras sensacionales. Claro, era pequeño. Qué tienes para darle hoy cuándo escuchas sus problemas y sus dudas. ¿No ves que lo extirpaste de su ambiente y de su mundo? Cada vez estás más lejos de él, así te siente, y cada vez te necesita menos.

—Tendrá que descubrir las ventajas de la soledad y los inagotables recursos de la imaginación. Mi “pelitos de elote” es brillante.

Rosario detiene su andar, transpira; saca un pañuelo de la manga para que recoja algunas gotas necias. Luego camina hasta la ventana. El atardecer llena el cielo con rojos intensos. Ella sabe que más allá de la mancha urbana el mar se solaza con la llegada del astro y su fiesta de colores.

Hazle saber cuánto lo quieres, repítelo, repítelo mil veces. Es más, mañana vuelas a México ¿verdad?, durante todo el viaje puedes repasar los puntos del ensayo de oratoria de tu debut en Los Pinos. Hoy escribe el artículo para Excélsior y dirígeselo a Gabriel, una carta a tu hijo que le explique quela vida se hace de grandes tragedias y pequeñas satisfacciones que avasallan esas tragedias. Dile cuánto llena tu vida recibir una postal suya y saberlo contento; dile que el mundo se te olvida para atesorarla. Dile.

—Sería maravilloso, propuesta aceptada. Aunque ya te saliste del juego porque se supone que me quedan unas horas de vida y estás haciendo planes para el desayuno oficial de mujeres en Los Pinos.

Buen punto. Regreso entonces para recoger los hilos sueltos.

—¿Todavía quedan pendientes? Pues apúrate porque me quiero bañar antes de sentarme a la máquina. El artículo para Gabriel ya me está dando vueltas en la cabeza.

Le dijiste a Carballo hablando de Ciudad Real, que era común creer que los indígenas, por ser las víctimas, debían ser poéticos y buenos y que no era así porque son humanos. Tú también eres mala y buena, Rosario, porque de otro modo serías ese monstruo que tanto cacareas a veces. ¿Podrías reconocerlo?

—¿La hazaña de convertirme en lo que soy? Es más fácil por escrito, más fácil como consejo para la de enfrente. ¿Cuánto tiempo me queda? No sé si lo logre, caray.

Asómate al espejo. Ya te viste en los ecos de las voces escritas de otras mujeres. Atrévete a recibir la imagen de quien eres: Has obtenido premios muy importantes; los críticos te reconocen, tu poesía cada vez es mejor y El eterno femenino quedó tal y como la planeaste.

—Por fortuna Mirnau y Emma Teresa insistieron, ella más que él, hasta enamorarme, hasta que los personajes bajaron de los pedestales y dijeron sus diálogos verdaderos.

Entonces saborea el triunfo, el éxito. Es una obra que va a desatar polémica. Que no te amargue el tropiezo.

—El teatro es para verse en el escenario y esa estupidez me tiene furiosa. Elogios para suavizar el “no puede ser representada porque un embajador no puede destrozar así el sagrado sentimiento de su país”. Otra obra incómoda para nuestro augusto gobierno mexicano del que ahora soy parte. Eso es ironía.

Y cuestión de tiempo, de mover el mecanismo adecuado. La obra es tu trabajo y es excelente. Por ahora no hay más que hacer.

—Entonces ya terminamos, me voy a bañar.

Un momento, Rosario, ya en serio, quisiera que éste fuera el instante y la decisión y el acto en que conciliaras tu conducta con tus apetencias más secretas, con tus estructuras reales, con tu última sustancia para que, como dices en La mujer y su imagen, hoy te insertaras en el punto que te corresponde en el universo. Sabemos que eres necesaria, que resplandeces en cada libro, en cada ensayo y en cada artículo, en cada poema y en cada fragmento de poema. Tienes el don de la palabra; eres la expresión de la hermosura.

—Sí, insertarme, es un buen colofón. Tendría que hacerlo a través de la palabra escrita, ése es mi lenguaje.

Pues escribe primero el artículo para Gabriel y luego te bañas. Hay dos razones poderosas para invertir el orden, la primera es el momento, la grandeza de este ejercicio que te afirma. La otra razón es de carácter práctico, no has arreglado la lámpara, ya sabes que hace falso contacto, y en media hora la luz será insuficiente.

—Por primera vez en la vida te doy la razón sin chistar. Y cuando regrese de México voy a rastrear a Olympe de Gouges porque sí vale la pena escribir sobre ella, lo merece.

Rosario vuelve a su escritorio, ve la lámpara, el teléfono, las hojas en blanco, luego su mirada se pierde en esa otra dimensión en la que habita cuando crea; de manera automática acerca la máquina y mete la hoja. Asiente y empieza a teclear con velocidad mientras sonríe, teclea y su belleza resplandece y se inmortaliza.

ALEJANDRA PIZARNIK

o el yo melancolía

 

Cuántas veces más hay que darle la vuelta al mismo círculo, cuántas veces hay que repetir los pasos dados, las frases dichas: Ya no puedo más, alma mía inexistente, decidite; te la picás o no me toqués así, con pavura, con confusión, o te vas o te la picás, yo, por mi parte, no puedo más.

¿Escuchás, círculo vicioso? Disculpame si interrumpo el trazo perfecto e inútil, cuántas veces crees vos que deba insistir en lo mismo; cuál será la real, la definitiva, en cuál te sacarás el sombrero para darme una bienvenida que deje de lado esa pavura absurda que se pesca del aire ebria de puchos.

A veces el mundo entero es el Hospital Pirovano y todos, hasta los amigos se vuelven mediquitos: mirá, Alejandra, cielo, que la vida es mejor si cambiás las pupilas, que te ahogás con un lengüetazo, que si todo está en vos. ¿Estaba en mi viejo permanecer en esta mierda de mundo, en Miramar, en el piso, el útero, el espejo? Se rasuraba, mi viejo, viéndose de frente la mueca que se fue torciendo hasta que desapareció de la luna. ¿Cómo te podés quedar tranquilo, espejo de porquería, si él desaparece, si se escurre por el infarto? Allá en Miramar, solo, con la ilusión de la hija poeta que va escalando peldaños, ¿porque te acordás, viejo, que me costeaste La última inocencia apostando a que llegaba? Malas noticias, ahora los pies pesan el doble, se me extravió la vereda. Cuando supe, cuando me avisaron que estabas muerto quise morirme, quise ser la condesa sangrienta para vaciar a todas las mujeres, a los hombres, vaciar a la mamá y vaciarme yo para que tanta sangre te regalara un minuto más, un siglo más, un abrazo más, viejo, uno solo, porque ahora me cuelgan los brazos sin uso ni sentido y yo, traidora, aquí en Buenos Aires sin puta idea. Hiciste bien en morir, viejo remaldito, saqueador y plagiario, cómo te adoro, por eso te hablo, por eso me confío a una niña monstruo que habita ese lado sur de mi cerebro que mora en el bosque, a ella habrás de escucharla porque traspasa confines y dimensiones.

El suicidio determina

un cuchillo sin hoja

al que le falta el mango.

Si yo escribiera para mí, en amistad con mi delirio, no escribiría, pues si por algo escribo es para que alguien me salve de mí. (Por eso grito desde el balcón y las imágenes de mis poemas son mis hábitos desgarrados o mis ojos peligrosos que yo no puedo ver.)

Veinte horas escribiendo sin cesar para que no suceda lo que temo y anhelo, ¿en verdad lo temo? Un poco, sí. Aguzada por el demonio de las analogías, soy habitante de la noche astillada; hay candado pero no llaves, y hay pavor pero no lágrimas. Debo gritar para cubrir los agujeros de la ausencia. Mi corazón habita en la vulva. Las palabras son un infierno ebrio de mil muertes, me he pasado la vida rastreando las palabras, pretendiendo apresarlas y de pronto comprendo que son ellas las que me dominan, me esclavizan, se convierten en mi jaula.

Hemos dicho palabras

palabras para despertar muertos,

palabras para hacer un fuego,

palabras donde poder sentarnos

y sonreír.

¡Ja! Cohabito en la jaula con antiguos fantasmas, fantasmas de infancia prendidos a mi garganta, a la lengua empeñada en escudarse bajo ese acento fuerte de extranjera, de rusa nacida en Buenos Aires, acento de rusa judía, emigrada, trasmigrada de un campo de concentración hecho de palabras y de versos nonatos y sin embargo tiranos, autoritarios, pequeños murciélagos prendidos a mi alma que no es otra cosa que un cuenco de melancolía. ¡Y la jaula se convirtió en pájaro! Huyó tras esa melancolía que, dice Torri, es la otra cara de la ironía; debe ser, pero la cara que yo veo, la única, es aquella de la posesión del demonio, el mal del siglo XVI que me fue inoculado, tal vez, en vasos comunicantes o por Silvia Plath o por la Storni, o por la misma Virginia Woolf, y yo, como ella, sé que hoy no quiero empezar de nuevo porque esta vez no podré resistirlo, y no tengo un abrigo de grandes bolsas para llenarlas de piedras; en cambio me reconozco entre todas las que dentro de mí contienden: soy el cuenco yerto donde anidan las máscaras.

Un color invariable rige al melancólico: su interior es un espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie pasa. Es una escena sin decorados donde el yo inerte es asistido por el yo que sufre por esa inercia. Éste quisiera liberar al prisionero, pero cualquier tentativa fracasa como hubiera fracasado Teseo si, además de ser él mismo, hubiese sido, también, el Minotauro; matarlo, entonces, habría exigido matarse. Entonces hay remedios fugitivos: los placeres sexuales, por ejemplo, por un breve tiempo pueden borrar la silenciosa galería de ecos y espejos que es el alma melancólica. La melancolía es una disonancia, un ritmo trastornado, mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto, el crecimiento de las uñas de los muertos; pero por un instante, tan solo por un instante aparece la lujuria del sexo, la anfetamina, el churro, un vino exquisito, unos labios, la humedad de la sangre, la primera bocanada del pucho, y entonces el ritmo lentísimo se acopla y rebasa al ritmo externo, lo rebasa con una desmesura indeciblemente dichosa.

¿Me escuchás, Erzébet Báthory, que vivís en el castillo de Csejthe de sordas piedras grises y olores a sangre sobre sangre? ¡Grandes cantidades de ceniza regada alrededor del lecho marcan la huella de tu pie fino, pequeñito! ¿Qué gusto tenían los hombros de chicas vírgenes que acostumbrabas morder? Haz que suenen los músicos húngaros mientras la soprano llena de voz el aire que estamos a punto de respirar. ¿Qué visión perversa y endemoniada excitaba tu vientre cuando la virgen de hierro abrazaba las carnes de aquellas adolescentes para encajar las cinco dagas? Seiscientas, seiscientas doce niñas dejaron su sangre en vasijas para que la bruja Darvulia te bañara con ella durante seis años. Veo la jaula mortal, los golpes, el tormento de arrancar con las pinzas de plata un pezón, una uña; el atizador al rojo fuego, los flagelos, ¡cuánto sadismo! Te imagino en la tina púrpura acariciando lujuriosa el cuerpo de tu tía Klara, gozando la viscosidad de su piel sobre la tuya, ambas tan blancas y tan rojas de sangre, ambas lamiendo la eterna juventud que te era ofrendada en ese líquido espeso, tibio todavía, ¡y tenían que ser bellas! ¿Cuánto tiempo tarda en desangrarse una virgen? ¿Cómo calmabas a esa lujuria hija del gusto a sangre? ¿Quién lamía tu barbilla chorreante y tu vagina? Recreo a tus dos sirvientas apestosas, viejísimas, increíblemente feas y viciosas, bailando y contado estupideces para distraerte entre baño y baño; las imagino cepillando tus cabellos, vistiéndote quince veces al día; renegando a escondidas de la inmensa mancha púrpura en el vestido blanco o del golpe que dejó sorda a una y sin dientes a la otra, y todo por un jalón en el pelo enredado, pero ¿cómo quejarse si era derecho real de los Báthory infligir tortura a la servidumbre en aquella Transilvana de fines del siglo XVI? Prerrogativa de sangre hacer eso y cualquier cosa absurda, por ejemplo lo que hacía tu primo: coleccionar bacines en el orden profano de los días.

¡Culpables! ¡Muerte en la hoguera a tus sirvientes perversos! ¿Te lo dijeron? Querían decapitarte. Imposible, debes haber pensado, ¿por qué? Además era ir contra la nobleza... No sentiste miedo de que los muros subieran en torno tuyo para aislarte en esa habitación; amurallada por siempre, no más sirvientas, no más mozos, no más vírgenes, sólo la soledad; y yo supongo que ni así comprendiste lo que estaba pasando: “Matarlas era mi derecho de mujer noble y de alto rango”; sin embargo resultaba un alivio, ¿no es cierto? No habría más espejo veneciano para comprobar mil veces al día que siguieras siendo joven y hermosa; apenas un quedarse en suspenso, en el exceso del horror, en la fascinación por un vestido blanco que se vuelve rojo, por la idea de un absoluto desgarramiento, por la evocación de un silencio constelado de gritos en donde todo es la imagen de una belleza inaceptable. Cuando el guardia nuevo se asomó para conocer a la famosa asesina sólo vio un cuerpo bocabajo, quieto para siempre.

Yo como vos estoy amurallada, pero sin muros, en la vigilia y en el verso, en la jaula de palabras. Si durmiera, detrás de mis ojos de dormida yo vería los mares y los laberintos y los arcoiris y las melodías y los deseos y el vuelo y la caída y los espacios y los sueños de los demás vivientes; escucharía y vería a Ilona, la hermosa soprano que terminó con el reinado de la condesa sangrienta.

¿Mis alas? Dos pétalos podridos

¿mi razón? Copitas de vino agrio

¿mi vida? Vacío bien pensado

¿mi cuerpo? Un tajo en la silla

¿mi rostro? Un cero disimulado