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La muerte siempre nos sorprende —aunque se haya anunciado— apuñala y más, desvela facetas desconocidas de personas con quienes se ha convivido durante años: avaricia, ambición, hipocresía. ¿Dónde está la querencia por el ser que yace sin vida? Los demonios que siempre nos habitan se cuelan entre los poros, se pisan y machacan por salir los primeros; llevan las secreciones a punto de desbordarse y están dispuestos a vencer aunque sea por un momento, batalla efímera, porque hay que retozar y recuperarse antes de volver con el amo. Es el momento de preguntarse, ¿quién es el que me agredió? ¿Conozco a la difunta, al sobrino, a la cuñada, a la cónyuge, a la hija? ¿Me conozco siquiera? Una novela catártica, dolorosa en su renuncia, dolorosa en su asombro, punzante en el acto de contrición… pero sanadora.
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Seitenzahl: 196
Veröffentlichungsjahr: 2025
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∴Heurística Informática, Procesos y Comunicación Objetiva∴
Demonios nuestros Primera edición: mayo de 2025
© Gilda Consuelo Salinas Quiñones Editorial: Trópico de Escorpio www.gildasalinasescritora.comDiseño editorial: Karina Flores
isbn: 978-970-96595-0-4
No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 229 y siguientes de la Ley Federal de Derechos de Autor y Arts. 424 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase al Cempro (Centro Mexicano de Protección y Fomento de los Derechos de Autor, http://www.cempro.org.mx).
Distribución: Trópico de Escorpio www.tropicodeescorpio.comEmpresa 34 B-203, Col. San Juan cdmx, 03730
Trópico de Escorpio
hecho en méxico
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Te descubro indeleble irremediablemente puesta en mi pasado para que no me olvide que voy hacia la muerte.David EstopierItinerario de momentos, «Balada».
Chiquita siente enojo, frustración y ganas de llorar. Hermana, técnicamente media hermana, pero al fin completa para ella, está con cuidados paliativos esperando la muerte. Alrededor de la cama de la enferma emergen los desacuerdos y las mezquindades de la parentela. Hermana se va disolviendo como una gota de agua en el océano, como una flor tirada en el patio, y Chiquita quiere contar las cosas que vivió con ella para detenerla un poco más, para hacer trascender su recuerdo.
Pocas novelas tienen un tinte tan filosófico como esta. Tal vez porque está narrada desde una honestidad brutal y sin distancia; tal vez porque lo que se cuenta es la vida de una serie de personajes que no la han tenido fácil, o tal vez es que la narradora ha enriquecido la mirada a partir de la experiencia, y tiene un certero conocimiento de las cualidades y los defectos humanos. Es la historia de muchas de nuestras historias: la del que abandona, la del que pega, la de la vieja que le quita hasta la bicicleta a una niña, la del animal de uña que le cobra la sopa a quien le ha dado todo. ¿Quién no ha tenido encuentros y desencuentros así? ¿Quién no ha visto cómo el dinero va y viene? ¿Quién no se sabe una anécdota de alcohol y de drogas, y de ese miembro de la familia que opera siempre desde lo más bajo? Nos vemos en el espejo y no nos queda de otra que aprender.
El mensaje es claro. Nacemos y morimos solos. Nos forjamos a partir de encuentros significativos que nos pierden o nos rescatan, como esa hija amorosa que nos hizo mejores personas. Y, aunque sepamos que nunca conoceremos realmente a nadie, y tengamos que pedir perdón siete veces siete, es mejor creer que trascenderemos para que la muerte no se nos presente como esa dimensión de gran vacío y desintegración de lo que fuimos. Mejor rezar y creer.
En esta novela, Gilda Salinas nos invita a abandonar la inercia. A poner atención a lo que importa: mantener la integridad, entendida como pensar, actuar y sentir de manera coherente y empática. Porque ser humano debería implicar el estar despiertos a las responsabilidades amorosas que tenemos unos con otros para ganarles a nuestros demonios.
Con prosa nítida y precisa, Gilda Salinas toca en esta obra muchos temas trascendentes como la alegría gratuita de la amistad, la tregua que nos da ver un paisaje hermoso, los objetos que dan luz a los recuerdos, las necesidades básicas de orden, equilibrio y protección que a veces nadie nos otorga, así como la soledad, las dificultades, y la vocación de la escritura.
Este libro llegó a mí a un año de haber visto morir a mi hermana en circunstancias parecidas, y me toca el alma de mil maneras. Quiero consolar a Chiquita, decirle que la quiero y que la admiro, y que he aprendido tanto al saber de ella que ya no me amarga envejecer.
Gilda Salinas ha sido mi maestra y mi amiga por más de 25 años. Es una escritora que ha recibido importantes reconocimientos por su trayectoria y obra literaria. Pero aquí quiero reconocerla por su legado filosófico: el amor es lo único que importa; es el océano hacia donde vamos, pequeñas gotas de ego como somos. Y allá llegaremos a reencontrarnos. Los que vamos, claro está. Los otros, como Enemiga, la vieja esa de la bicicleta y el que se clavó la herencia… al demonio con ellos.
Gabriela Santana
La localización recibida por WhatsApp no era clara; llamo. A ver, te la mando otra vez, es que la calle tiene dos nombres. Retomo el rumbo, ahora sí, ya con las referencias. ¿Por qué no decirlo desde el principio? Mejor no empezar con sospechosismos.
Al fin estoy en el condominio horizontal, un largo camino con losetas huecas para que se filtre el agua: los tobillos queriendo torcerse y es la casa número 10, ¡la última! ¿La puerta abierta? ¿Para mí? Bueno.
Pasa, es por allá. Dice Nuera y después de saludarla recorro el pasillo: sala a la izquierda, escaleras a la derecha; la cocina y luego cinco metros de jardín. Es un cuarto de servicio… lo que veo es un cuarto de servicio en penumbras.
Me recibe el olor a humanidad, tal vez a trasnoche; la cama de hospital y ella con los ojitos azules apenas abiertos. Aquí estoy, hermanita. Oprimo un poco su brazo y ella reacciona, sonríe, una caricia. Primogénito y Segundo me saludan, Qué bueno que llegaste y finuras de esas.
Siéntate, tía. Pone una silla a un lado de donde duerme Segundo para cuidar a su madre. La cama de ella hace escuadra con esta.
Suero en el brazo derecho de Hermana. Un televisor encendido sin que alguien se interese y el cuarto sin ventilación, a mí los olores me trastocan. Abro un poco la ventana. Hermana tiene cobijas enrolladas en los barandales para no lastimarse, más la que la cubre, creería que es demasiado y le hará bien el poco aire que entre, de paso que mitigue el olor ácido. Quizá solo yo lo siento.
Primogénito tiene un perro faldero en el regazo, lo acaricia: cariñoso, buena compañía. El animalito es joven, mueve la cola porque sabe que habla de él. Pregunto porque es beneficioso acariciar peludos, una terapia de amor, sean caninos, felinos o conejos; Hermana ama a los gatos tanto como yo. Sí, a ella le encantaba Faldero, se subía a saludarla, pero ahorita no lo dejo, porque…
Escucho el parloteo sobre las gracejas del perro mientras la observo. Está muy delgada, demasiado, la piel amarillenta, sumida, pegada al hueso como una máscara restirada, los vasitos capilares haciendo veredas inconclusas en cada fragmento de su rostro, los labios muy resecos, muy delgaditos y entreabiertos; el pelo, uno de sus atractivos, muy corto, casi blanco, pegado al cráneo. Qué te hace falta, hermanita, qué quieres. Ya encargué tu helado de pistache, al ratito te lo damos. De nuevo una sonrisa, pero no responde.
No quiere hablar, dice Segundo.
Pero qué tiene, por qué está así. Pienso si tendrá que ver con lo de los pulmones, pero no, desecho el supuesto.
El tono de mi pregunta tiene consecuencias: abrí la puerta para que este hombre que ama el micrófono soltara las acusaciones y me incomoda: No quiere comer y no toma agua. Pregunté qué tiene, no qué hace, pero él sigue: Falta de asepsia. Ya ni siquiera helado acepta. Eso sí es grave. Recuerdo, cada vez que la visitaba en Glendale, me convertía en su pretexto para comprar un litro que porque a mí me gustaba: Tú que hablas inglés, decía con un toque de humor antes de servir los platitos copeteados y lo disfrutaba. Yo le daba gusto; tal vez nunca hice conciencia de que comía poco porque íbamos a probar esto o se compraba lo otro y nunca medí cantidades dado que a ella le importaba mucho guardar la línea, salvo si de helado se trataba. Esa también era una debilidad de Padre: le encantaba el helado y me volvía su justificación cuando yo hubiera preferido una rebanada de pastel, pero compartir la guzga era tener papá y éramos de buen diente… soy.
Contengo los recuerdos que amenazan con extenderse, necesito poner atención a lo que dice Primogénito: Cinco días en el hospital, un hospitalito de la zona… ¿Hospitalito? ¿Por? Me muerdo la lengua. Y el doctor dijo que la septicemia… las dosis de antibiótico, mejor darla de alta. ¿Septicemia? Porque no quiere tomar agua, porque las eses, porque las manos sucias, las uñas.
Sí, veo las uñas un poco largas y sucias, como si no se lavara: falta de agua, de energía, de ganas, de interés, no quiero pensar.
Observo sus brazos flácidos, las arrugas se juntan con los pellejos colgantes, las venas, los huesos, las manchas. Acaba de cumplir 95, pienso, es normal y de inmediato la recuerdo llena de vida, preocupada por los colgajos de murciélago cuando apenas eran colgajillos: Ve nomás, aunque haga ejercicio. Yo nunca los había visto. Y busqué el excedente de mi brazo aún firme en ese ayer.
Bueno, siempre tuvo 20 años más.
Anoche se convulsionó. El comentario de Segundo me regresa a la habitación y me alarma, ¿por? Convulsiones de qué. No lo sabe. Convulsiones. Primogénito acaricia al perro. Yo la atendí. Cómo. No hay respuesta. Por eso duermo acá, para eso vine. Tengo el sueño muy ligero. Yo quiero saber la causa, ni idea. Se le quitaron y ya. ¿No tiene enfermera? Una, durante el día.
Si Hermana paga médicos, medicinas, hospital y hasta la gasolina para llevarla a consulta, a comprar suplementos y a dar la vuelta a la manzana ¿por qué solo tiene enfermera de día? ¿De día? La busco a sabiendas de que no hay nadie más que nosotros y temprano no es. Los miro. No hay respuesta.
Creo que tiene sed. Primogénito insiste: Te digo que no quiere tomar agua y los riñones, porque la septicemia… ¿La sigue acusando conmigo? Interrumpo la perorata y me vale: ¿Le mojamos los labios con un algodoncito? Segundo trae el vaso y una torunda para humedecerlos. Nos miramos, sabe que se lo agradezco y compruebo que es bueno para ella. La miro con tristeza.
Nunca noté que se pareciera a su mamá: los mismos pómulos, quizá los labios igual de delgados ¿o será la vejez, será que está tan delgada? Un huesito recubierto.
Al fin llega la enfermera. Apenas la escucha entrar, Hermana pide que la lleve al baño, un murmullo escaso, una seña o tal vez adivinamos. quizá ya era urgente y sintió recato de pedirlo a cualquiera de los tres inútiles que la rodeábamos.
Empieza la mudanza: el suero, la debilidad, el refuerzo para sentarse y luego ponerse de pie; testificamos en silencio. Sin ponernos de acuerdo salimos del cuarto.
Hay un tabachín floreado que da a la ventana, responsable de la penumbra de la habitación; en el piso, alrededor, hojitas y flores medio mustias. Busco con qué. Siempre me ha hechizado la labor de las escobas. Los hijos se acomodan en una banca y dejan una silla para mí.
Primogénito llama a Faldero, que vuelve a su regazo. Nuera tiende ropa que salió de la lavadora, hace bastante sol, el sol de un planeta maltratado: violento, tórrido y mis ojos y mis pensamientos se fugan por recovecos, se aferran a cornisas, reptan, se esconden mientras los vástagos cuentan que su madre…
Me duele en algún sitio entre las tripas y el estómago, trato de no pensar en lo que podría seguir… o no; preferible recordarla feliz, rodeada por sus cuatro hijos, nueras, varios nietos, bisnietos; aunque la verdad, no pela a los niños aunque ya estén grandecitos. ¿Fue hace… tres años? No, dos, la reunión por sus 93, hubo comida y marimba. La vi feliz, el centro de su mundo de amor, todo eso era para ella: la sonrisa instalada, como una niña.
Me habló para avisar que su fiesta de cumpleaños y que deseaba verme, que iban a estar sus cuatro hijos. Respondí que me era costoso volar a San Diego para acompañarla, que a los muchachos de seguro ella les iba a pagar el pasaje. Es que estoy aquí en México. Se me abrieron los ojos. ¿Y por qué no lo sabía? Por supuesto que voy.
De comer le sirvieron arroz y algo más; me pareció poco. ¿Quería hacerlo patente? No, tal vez en la casa de retiro se alimentaba mal por la depre y ni modo que de buenas a primeras… ¿o era para llamar la atención como lo hacen las criaturas? Había cosas más importantes en ese momento festivo: participar, ser parte de su contento.
Te traje dos litros de helado, hermanita. Eran su regalo. Le gustó el de pistache, de ese sí quiso dos veces y con eso me tranquilizó porque leche, dulce… Qué bueno que por fin te decidiste, la casa de retiro de San Diego y la pandemia no te hicieron ningún bien. Lo dije fuerte, contenta de tenerla cerca.
¿Cómo no le iba a dar un cuarto a mi suegrita? Brincó Nuera. Eso de suegrita me sonó a billete de tres dólares; hace tiempo que nos conocemos, a ella la mueve el dinero como si hubiera vivido una infancia de miserias. Y me rechazaba por lesbiana… supongo, en realidad no sé la causa, lo sentí cuantas veces Hermana llegó a su casa a pasar unos días y me convocó porque quería verme aunque fuera un rato, así fue durante años. En la fiesta no analicé lo de «suegrita» pero sé que sonó falso, tanto que lo recuerdo perfecto: la veo de pie, su cara, el tono. Hermana había venido a Ciudad de México al menos dos veces a buscar un lugar de retiro para estar más cerca de sus hijos: en San Diego se sentía abandonada y lo estuvo más cuando murió su gato y vivimos el Covid: los días se convirtieron en cama y el ruido de un televisor encendido —me consta porque la llamé preocupada; no salía de su cuarto y no dejaban entrar a nadie—, sin embargo en ninguna de esas oportunidades hubo ofrecimiento de Nuera y quedó en eso: un deseo, igual que años antes había estado en Ajijic para ver si, y en Guadalajara para ver si…
Siempre supe que era extranjera en usay también en México, que añoraba el canto de los gallos y las campanas de la iglesia, pero criticaba la recolección de basura, el tránsito, la violencia. Iba a ser difícil adaptarse y re acostumbrarse.
El día de su fiesta mis conjeturas se extraviaron entre el pastel y Las mañanitas. Que abriera los regalos. Y la vi emocionada, una compensación.
M, su otra media hermana, le mandó un álbum en PowerPoint para verlo en la tableta: 92 años en imágenes: su mamá, nuestro Padre, su niñez, el primer marido, los vástagos, la edad madura, otros maridos, algunos viajes, fotos locas y divertidas como las que acostumbraba. 101 países, viajar era su gran deleite, trabajaba medio año con dobles turnos para irse por el mundo un rato largo, regresaba a retomar la vida, buscaba un nuevo trabajo y al año siguiente otra vez. Vivía llena de anécdotas.
Las fotos la remitieron a los recuerdos, vi que se le aguaron los ojos. Entonces quiso una fotografía de ella con los hijos, emulando la que se hicieron cuando los cuatro eran niños y ella tan guapa, llena de contento, empoderada.
Te moviste. Así no estabas. Ya pues.
Varias tomas.
Me lo presentaron: este es el hijo mayor de Cuarto. Unos 40, tal vez. Me pareció algo soberbio, estaba un poco jarra y seguía bebiendo con entusiasmo. Llegaron otras desconocidas o quizá ya estaban y no las vi: Ella es tal y ella tal. Los niños corrían hartos de hacer nada.
Primogénito se arrancó hablando de su adolescencia salpicada de alcohol, mota y la beca que le permitió terminar una carrera que en realidad no ejerce; luego explicó de su teatrino y las funciones que ha dado en algún lado cerca de su casa y por último, que viéramos los juegos que había rescatado para las fiestas infantiles. Esas son negocio de Nuera. Este ya no va a soltar el micrófono, me susurró Hermana.
Me encantó escuchar su humor ácido. Estaba en todo, como siempre. Y recordé las veces que lo puso a contarme sus gracias cuando se disfrazaba de Santa. No cabe duda de que las madres alabamos cualquier poquito para que crezca, aunque estemos conscientes de su valía real.
La otra hora de marimba llegó a su fin. Recogieron platos, vasos, botellas. La fiesta iba a terminar porque Cuarto se llevaría a su madre a Texcoco. No pregunté la causa, pero saber que viajarían por casi dos horas puso nerviosa a Hermana, le entró la urgencia, la ansiedad: si va a ser, que sea; eso mismo me pasa a mí a veces, con las citas. Entonces aquí se rompió una taza…
De cualquier modo, se cumplió el cometido: no solo celebrar el cumpleaños, era la bienvenida al país que ella dejó sesenta años antes, la bienvenida al calor de los suyos, un sueño que le daba miedo, el México que dejó no era el que iba a vivir, ni las costumbres ni las amistades ni la familia, ni siquiera la zona donde le habían dado un cuarto en casa de Nuera; de seguro cuando Hermana fue niña y mujer joven, Tepepan era terreno de sembradíos, de milpa, de ejidos, pues, algo allá tan lejos que ni en cuenta.
Esa tarde la vi caminar despacio para subirse al vehículo que la llevaría. Me daba gusto saberla cerca y sin embargo, hoy sé que no estuve lo suficiente, jamás tuvimos tiempo de hablar a solas, no escuché sus sentires, creo que todo le era ajeno, yermo, y yo no me di el tiempo suficiente por el trabajo, las distancias, el acaparamiento de sus acciones.
Las llamadas al celular se volvían un desastre. Está en Guadalajara con Segundo. Está con Cuarto. A veces llamaba y yo no le entendía, algo en la voz, en la boca o en el celular, no lo sé, necesitaba intérprete. Primogénito me tradujo más de una vez. Y lo seguí necesitando porque ella no respondía o no conectaba: se le descargó, algo le hizo al celular. Todo lo veo en ráfagas mientras las hojas barridas, las flores y la tierra forman montoncitos en tres sitios.
Busco el recogedor, aunque el árbol sigue desprendiendo lo que desecha, el recuadro de cemento se ve limpio. El sol deslumbra, quema.
Desde la puerta abierta del cuarto veo entre sombras a la enfermera casi cargando a Hermana, percibo que es ingrávida. De nuevo esa sensación entre el abdomen y el pecho y ganitas de llorar.
Salida de la nada, pero certera como piquete de avispa, surge la pregunta: quién es Hermana, ¿la conozco?
Me defiendo: no conocemos a nadie, ni a nosotras mismas. Ella sabe que la quiero. Sé que también ella a mí aunque tampoco me conozca. Y ella, ¿conoce a sus hijos? Creo que los ha perfilado o imaginado según su necesidad. Ese es el procedimiento.
Por qué evado la pregunta. ¿Quién es Hermana? La respuesta se queda dando vueltas igual que el balín que se deja caer en la ruleta y brinca entre posibilidades rojas y negras.
Ya pueden pasar. Entramos con todo y Faldero. En el jardín, Nuera sigue colgando ropa en cables y ganchos. Hermana yace de costado. Imagino que tiene la espalda lacerada, 15 días en cama o más, cuánto, hace cuánto que no ve y no vive otra cosa que esta penumbra y las imágenes en movimiento de algún programa que no le interesa.
Me acerco a ella: Aquí sigo, hermanita. Otra vez su sonrisa. Contengo las ganas de llorar, solo tomo su mano, la miro y me repito: aquí estoy.
No quiero que te vayas, cómo decir, caray, cómo susurrar o trasmitirle para que me escuche sin palabras. Y si escuchara, ¿comprendería?
Por favor, hermanita, no estoy preparada, cómo iba a calcular la dimensión del vacío que me estás dejando, presiento que será como quitar velos porque he tenido la certeza de tu presencia desde que sentí que eras mi hermana y que a partir de tu regreso a Ciudad de México todo era cosa de marcar un teléfono.
Pero casi nunca pude hablar contigo o no podías responder porque ibas camino a tomar un avión: Primogénito se iba a Miami y ni modo de que te quedaras sola, o ibas camino a Texcoco por lo mismo o respondía alguien más, que mejor te marcara luego. ¿Te lo dijeron? ¿Te dijeron de todas las veces que llamé, al menos de una? Y yo me revelaba hermanita, porque eran interferencias.
Recuerdo perfecto aquel día que Esposa y yo estábamos en el museo del Carmen, en una exposición de textiles y bordados yucatecos, y me llamaste, vi que cerca había un patio y me salí en friega para escuchar. Que habían ido con un especialista por tus problemas en los pulmones, que silbidos y flemas a causa de la edad y no tenían remedio. Nuera te llevó después de hacerte unos estudios y luego otros. Supuse que además de la edad era la contaminación de este México nuestro. Salté a un recuerdo: sobre Glendale flotaba una capa gris, una tarde me la enseñaste: que la polución de la se iba hacia tu casa porque además, estaba en un cerro; y para colmo la zona se había ido llenado de orientales; eso mermaba la plusvalía y no por ellos, sino por el estilo de vida que se reflejaba en las decoraciones desde el jardín.
En San Diego el cielo era azul, no había smog y tus pulmones sanaron, era la falta de costumbre más que la edad. Estuve segura. Recordaba perfecto que padeciste sinusitis por un hongo; dolor, problemas respiratorios. Te hicieron lavados y tratamientos hasta que se te quitó. Pero acá necesitaba vivir en una atmósfera más limpia, cuál y dónde. Solo una casa de retiro en otro estado. De todas formas pregunté que si el doctor mencionó paliativos o algo, por ejemplo el oxígeno, pero no ibas a querer ir por la vida arrastrando un tanque. Le diste la vuelta a mi pregunta con otros comentarios… y que ya ibas a pasar al consultorio, que luego llamarías.
¿Por qué no le hice seguimiento a esa problema? ¿De verdad te impedía dormir de corrido? Ya sé que padeces insomnio, igual que Padre, 4 o 5 horas y es suficiente, pero al menos que fueran de descanso rico.
Por qué no le exigí a Primogénito que me contara qué estaban haciendo con ese problema. Y quién soy yo para exigencias, más allá de un oído de confianza.
Maldita sea, debí sacarte del cuarto para la «suegrita» y acondicionar un algo. Hubiera buscado un lugar más digno y con cuidadoras. Tú nunca me mandaste a dormir al sótano con cualquiera de mis novias ni tampoco a tus hijos o nietos. Debí hacer, reaccionar, prevenir. Pero como siempre y como todos, ahogado el niño andamos buscando con qué tapar el maldito pozo.