Alaíde Foppa - Gilda Salinas - E-Book

Alaíde Foppa E-Book

Gilda Salinas

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Beschreibung

Alaíde Foppa, luchadora social desaparecida por el ejército guatemalteco en 1980, crimen que quedó impune a pesar de las protestas en México y en el mundo. Alaíde: feminista, mujer de arte y poesía, de humanismo y sensibilidad, "…la maestra, la escritora, la crítica de arte, la impulsora, la militante, la amiga" (Sefchovich, 2000) "…lo que van a encontrar aquí es hermoso, fuerte, durísimo. Decirles que ahora van a entrar en una vida, en muchas vidas, en nuestros pobres países de este continente asolado por la miseria y la represión".

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ALAIDE FOPPA,EL ECO DE TU NOMBRE

Biografía noveladade Gilda Salinas

 

 

Alaíde Foppa, el eco de tu nombre

© 1999, Gilda Salinas

Primera edición, © 2002, Grijalbo Mondadori Segunda edición, © 2009, Ediciones del Pensativo Tercera edición, © 2012, Trópico de Escorpio

www.tropicodeescorpio.com

Distribución: Editorial Trópico de Escorpio Fb: Editorial Trópico de Escorpio Diseño: Carolina Herrera Z. Edición: Gilda Salinas

Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente, por ningún medio impreso, mecánico o electrónico sin el consentimiento del autor.

ISBN: 978-607-95821-3-5

HECHO EN MÉXICO

 

A modo de prólogo

Entonces fue la creación y la formación. De tierra, de lodo hicieron la carne [del hombre]. Pero vieron que no estaba bien, porque se deshacía, estaba blando, no tenía movimiento, no tenía fuerza, se caía, estaba aguado, no movía la cabeza, la cara se le iba para un lado, tenía velada la vista, no podía ver hacia atrás. Al principio hablaba, pero no tenía entendimiento. Rápidamente se humedeció dentro del agua y no se pudo sostener.

Y dijeron el Creador y el Formador, bien se ve que no pueden andar ni multiplicarse. Que se haga una consulta acerca de esto, dijeron.

Entonces desbarataron y deshicieron su obra y su creación. Y enseguida dijeron: ¿Cómo haremos para perfeccionar, para que salgan bien nuestros adoradores, mis invocadores?

[…] A continuación vino la adivinación, la echada de la suerte con el maíz y el tzité: ¡Suerte!, ¡criatura!, les dijeron entonces una vieja y un viejo. Y este viejo era el de las suertes del tzité, el llamado Ixpiyacoc. Y la vieja era la adivina, la formadora, que se llamaba Chiricán Ixmucané.

Y comenzando la adivinación dijeron así: ¡juntaos, acoplaos! ¡Hablad, que os oigamos, decid. Declarad si conviene que se junte la madera y que sea labrada por el Creador y el Formador, y si éste [el hombre de madera] es el que nos ha de sustentar y alimentar cuando aclare, cuando amanezca!

Tú, maíz, tú tzité; tú, suerte; tú, criatura: ¡uníos, ayuntaos!, les dijeron al maíz, al tzité, a la suerte, a la criatura. ¡Ven a sacrificar aquí, Corazón del cielo; no castigues a Tepeu y Gucumatz.

Entonces hablaron y dijeron la verdad: buenos saldrán vuestros muñecos hechos de madera; hablarán y conversarán sobre la faz de la tierra.

—¡Así sea! —contestaron cuando hablaron.

Y al instante fueron hechos los muñecos labrados en madera. Se parecían al hombre, hablaban como el hombre y poblaron la superficie de la tierra.

Existieron y se multiplicaron; tuvieron hijas, tuvieron hijos los muñecos de palo; pero no tenían alma ni entendimiento, no se acordaban de su Creador, de su Formador; caminaban sin rumbo y andaban a gatas.

Ya no se acordaban del Corazón del Cielo y por eso cayeron en desgracia. Fue solamente un ensayo, un intento de hacer hombres. Hablaban al principio, pero su cara estaba enjuta; sus pies y sus manos no tenían consistencia; no tenían sangre ni sustancia ni humedad ni gordura; sus mejillas estaban secas, secos sus pies y sus manos y amarillas sus carnes.

Por esa razón ya no pensaban en el Creador ni en el Formador, en los que les daban el ser y cuidaban de ellos.

Estos fueron los primeros hombres que en gran número existieron sobre la faz de la Tierra.

Enseguida fueron aniquilados, destruidos y deshechos los muñecos de palo, y recibieron la muerte.

Una inundación fue producida por el Corazón del Cielo; un gran diluvio se formó, que cayó sobre las cabezas de los muñecos de palo.

[…] Una resina abundante vino del cielo. El llamado Xecotcovach llegó y les vació los ojos; Camalotz vino a cortarles la cabeza; y vino Cotzbalam y les devoró las carnes. El Tucumbalam llegó también y les quebró y magulló los huesos y los nervios, les molió y desmoronó los huesos.

Y esto fue para castigarlos porque no habían pensado en su madre ni en su padre, el Corazón del Cielo, llamado Huracán. Y por este motivo se oscureció la faz de la tierra y comenzó una lluvia negra, una lluvia de día, una lluvia de noche.

[… ] Desesperados corrían de un lado para otro, querían subirse a las casas y las casas se caían y los arrojaban al suelo. Querían subirse sobre los árboles y los árboles los lanzaban a lo lejos. Querían entrar en las cavernas y las cavernas se cerraban ante ellos.

Así fue la ruina de los hombres que habían sido creados y formados, de los hombres hechos para ser destruidos y aniquilados: a todos les fueron destrozadas las bocas y las caras.

Y dicen que la descendencia de aquellos son los monos que existen ahora en los bosques; éstos son la muestra de aquellos, porque sólo de palo fue hecha su carne por el Creador y el Formador.

Y por esta razón el mono se parece al hombre, es la muestra de una generación de hombres creados, de hombres formados que eran solamente muñecos hechos de madera. […] He aquí, pues, el principio de cuando se dispuso hacer al hombre, y cuando se buscó lo que debía entrar en la carne del hombre.

Y dijeron los progenitores, los Creadores y Formadores, que se llamaban Tepeu y Gucumatz: ha llegado el tiempo del amanecer, de que se termine la obra y que aparezcan los que nos han de sustentar y nutrir, los hijos esclarecidos, los vasallos civilizados; que aparezca el hombre, la humanidad sobre la superficie de la Tierra. Así dijeron.

[…] Poco faltaba para que el sol, la luna y las estrellas aparecieran sobre los Creadores y Formadores.

De Paxil, de Cayalá, así llamados, vinieron las mazorcas amarillas y las mazorcas blancas.

Estos son los nombres de los animales que trajeron la comida: yac [el gato de monte], utiú [el coyote], quel [un cotorra vulgarmente llamada chocoyo] y hoh [el cuervo]. Estos cuatro animales les dieron la noticia de las mazorcas amarillas y las mazorcas blancas, les dijeron que fueran a Paxil y les enseñaron el camino de Paxil.

Y así encontraron la comida y ésta fue la que entró en la carne del hombre creado, del hombre formado; ésta fue su sangre, de ésta se hizo la sangre del hombre.

De masa de maíz se hicieron los brazos y las piernas del hombre. Únicamente la masa de maíz entró en la carne de nuestros padres, los cuatro hombres que fueron creados.

[…] No tuvieron madre, no tuvieron padre. Solamente se les llamaba varones. No nacieron de mujer ni fueron engendrados por el Creador y el Formador, por los Progenitores. Sólo por un prodigio, por obra de encantamiento […]. Y como tenían la apariencia de hombres, fueron, hablaron, conversaron, vieron y oyeron, anduvieron, agarraban las cosas; eran hombres buenos y hermosos y su figura era figura de varón.

Fueron dotados de inteligencia; vieron y al punto se extendió su vista, alcanzaron a ver, alcanzaron a conocer todo lo que hay en el mundo.

[…] Grande era su sabiduría; su vista llegaba hasta los bosques, las rocas, los lagos, los mares, las montañas y los valles. En verdad eran hombres admirables.

[…] Entonces existieron también sus esposas y fueron hechas sus mujeres. Dios mismo las hizo cuidadosamente. Y así, durante el sueño, llegaron, verdaderamente hermosas, sus mujeres.

[…] Ellos engendraron a los hombres, a las tribus pequeñas y a las tribus grandes, y fueron el origen de nosotros, la gente del Quiché.

Popol – Vuh. Las antiguas historias del Quiché

 

I

La muerte empieza con la vida, eso dices, te dices y repites cuando la mano, cuando los dedos como hierros al rojo vivo se prenden contra tu boca y no quieres, evitas escuchar sus palabras porque no importan, ni su tono ni su significado; parece que ahora cada sentimiento, cada valor toma el lugar preciso: marchaste con paso firme a pagar la deuda, el precio de tanto y de tan poco, de haber tenido todo: el abrazo protector de Alfonso, el amor de cinco hijos, el de los nietos, el amor por la literatura y la risa y la poesía, los amigos, los proyectos, la cátedra, la revista, el programa de radio y las razones para levantarte cada mañana a espiar la vida a través del cristal de tu cuarto, de tu casa en la calle de Hortensia, espiar la vida sin saber que atrás de ella a ti te espiaba la muerte, ésa que había empezado a desgarrar el lienzo majestuoso del horizonte desde que las puertas de tu hogar se abrieron para aquel grupo de muchachos exiliados, fugados, perseguidos; entró el fantasma que traía la factura de tu existencia con un endoso, ¿o sería desde antes? ¿Desde siempre? Ya qué importa. Creíste tener tanto, todo, y resultó muy poco.

Por eso no te sorprendió el aparatoso rechinar de llantas y las maniobras con que un automóvil interceptara el tuyo, la rapidez, la coordinación con que abrieron las puertas de los autos; sí, sentiste temor por las miradas de jaguar que te maniataron el instinto y se apretó tu corazón al ver que Leocadio se aferraba al volante hasta ser arrancado y arrastrado fuera del vehículo y alcanzaste a traducir la súplica de sus ojos; querías detenerlos, gritar que eras tú a la que buscaban, tú la que entregó el sobre al desconocido, por qué llevarse al chofer, ¿para qué? Y sin embargo el miedo selló tus labios. No el miedo a los hombres sino el temor a que un movimiento brusco rompiera la burbuja de esta pesadilla que llevas digiriendo cinco meses y que no estallara nunca, por eso escondiste la mirada tras los párpados. Van a soltarlo, Dios, permite que Leocadio vuelva a su casa. No quieres que esa injusticia pese también en tu conciencia, ellos saben que él no tiene nada que ver, saben todo, los infiltrados del gobierno se ramifican y cumplen bien con su trabajo.

Abres los ojos cuando sientes que los sujetos suben al carro, copan tus flancos, las vías de escape se vuelven cuerpos con olor a violencia; un policía se acerca a interrogarlos y se convierte en cómplice a través de claves que no entiendes, tras él una mujer observa incrédula, mortificada ante la pasividad del guardia; ahora murmura, quizás reconociéndote, o quizás en el inicio de un rezo: todos saben cuales son los procedimientos contra los guerrilleros, los comunistas, los sospechosos. No, no te sorprende: lo deseabas y lo temías.

Llegaste a Guatemala con el sobre en la bolsa presa contra tu vientre, como si estar en la mira te volviera invencible y, sin embargo, segura de llevar el boleto de peaje; llegaste con la pena trenzada al pavor y al deseo, por eso la precaución de hablarle a Catherina: que si podía ir por ti al aeropuerto, el objetivo principal era entregar ese sobre. Las veinticuatro horas de cada día fueron una larga espera, la espera es la ausencia de relojes, es un insomnio de tiempo detenido, el tiempo es el olvido, ¿o es la escasa memoria de una historia inconclusa?

Listo, empezaba el final: la casa sola sábado y domingo, la llamada telefónica, las calles, las noches, el artículo para la revista, la vuelta de tu madre desde la finca, todo tuvo sabor de ansiedad, una ansiedad que se fue gestando desde que dio la vuelta el reloj de arena, cuando el grupo de los cinco —tú entre ellos— estuvo en Nicaragua después del triunfo sandinista para integrar el Frente y declararon ¿te acuerdas?, su incondicional apoyo a la guerrilla guatemalteca; palabras como campanas de indulto: tú también, tú también estabas con ellos; ¿cómo no estarlo sabiendo que en cada emboscada, en cada segundo de lucha podías perder a tus hijos? Ayudar, aportar, cualquier cosa que acabara con la masacre… ahora te confundes: las aportaciones a las guerrillas se hacen en secreto, ¿para qué declararlo a la prensa? El gobierno de Lucas García tomó a mal las declaraciones de los guatemaltecos que viajaron a Nicaragua para integrar el Frente Democrático contra la Represión. Lo califica de organización fachada del Ejército Guatemalteco de los Pobres. ¿Recuerdas el artículo? ¿Que tipo de ayuda pensabas brindarles? No te engañes. Querías hacer algo, es verdad, urgía que los muchachos supieran: Alaíde ya no era la misma, la pasividad desató su rabia; Alaíde estaba con ellos a cualquier precio; sus ideales, sus batallas eran tuyas; pero más allá de las causas de amor, echaste a andar la maquinaria del verdugo, un reloj de arena que camina en sentido inverso: ¿se te olvida que el asesinato de Juan Pablo es sólo un anticipo del costo de las convicciones políticas de la familia? ¿Se te olvida que Mario y Silvia forman parte de la guerrilla en este momento? ¿Se te olvida que tu esposo prefirió la muerte a la incertidumbre? No, no es verdad, Alfonso murió en un estúpido accidente. Accidente, asesinato, inmolación, ¿qué prefieres?

Sólo Dios, sólo Él sabe los porqué. No te evadas en el nombre de Dios. Juan Pablo tenía, quizás, treinta días de muerto y tú continuabas en la rutina, cada noche, cada día: las clases, las juntas, las conferencias, el té de las cinco; sin presentir siquiera, sin que tu instinto murmurara una palabra de alerta. Lo mataron. Ya nunca lo ibas a ver. Tú viva y él no, tú tomando aspirinas para el dolor de cabeza y él inerte. Clamores silenciosos e inútiles por toda la casa: que vinieran a destazar tu cuerpo, que se alimentaran con tu sangre pero te lo devolvieran. ¿Y lo declarado? Tus otros hijos viven. ¿Qué parte, qué engrane de la maquinaria asesina serán las declaraciones vertidas en Nicaragua? Alaíde tan humana, tan perfeccionista, se olvidó de tragarse la impotencia, se olvidó de las bambalinas para hacer sin riesgo, ¿crees que tu vida cubre el saldo?

Para eso estás aquí, hace meses que esperas a los verdugos. Viniste a enfrentarlos desde el viaje pasado, las cenizas de Alfonso como estandarte, y fue inútil, inútil la decisión y la angustia. Los oliste, los llamaste, y en cada plegaria el miedo se apoderó de tus piernas, de las manos, del galope de tu corazón. Quédate tranquila, la historia buena o mala ya está escrita y el futuro no brotará de tu pluma. Así, concéntrate en la respiración. ¿Ya ves?, ahora aspiras serena aunque te veas apretujada y minúscula entre dos gorilas en la parte trasera del automóvil de tu madre que corre a toda velocidad hacia el aeropuerto. Es ahora que termina la zozobra y que el tiempo se detiene para acomodarse en tu regazo; y en medio de esta nueva serenidad descubres el juego en las palabras y sonríes: quizás la vida también empieza con la muerte.

La historia

Ciudad de México, 1913

Desde hace más de tres años la plebe analfabeta y ebria de México ha adoptado la guerra como un ventajoso medio de existencia que ofrece un riesgo y un beneficio morir o vivir- morir o vivir, las ecuaciones que forman el binomio eterno que pesa como una cruz de hierro sobre este pueblo. Una esclavitud secular, diferente sólo en la forma re trasmitida de generación en generación, ha atrofiado el cerebro, ha aniquilado la voluntad, ha debilitado el organismo de esta gleba infeliz que hoy se despedaza al grito, para ella incomprensible, de Viva Madero o Viva Carranza o Viva Huerta, ¿qué les importa ni Madero ni Carranza ni Huerta? Ellos quieren lo que el cura Hidalgo les ofreciera en 1810 y lo que viniera ofreciéndoles Iturbide, Santa Anna, Maximiliano, Díaz y Madero y Carranza y Huerta y todos: la tierra, siempre la tierra, la madre a quien nunca pudo acariciar su hijo legítimo: el indígena […].

Los mexicanos se desprecian; es un desprecio profundo, intenso y serenamente razonado que, como una corriente magnética, va desde el aristócrata al burócrata y desde éste hasta el indio y el “pelao” para retroceder y envolver al roto y al “catrín”, formando una red invisible y férrea dentro de la cual fatalmente tienen que morir sofocados todos aquellos sentimientos que pueden constituir la fuerza de una sociedad […].

Dentro de una sociedad sólidamente organizada, el general Huerta sería un caso de manicomio, hermoso caso de patología fecunda en resultados de investigación científica, él es quien en México preside los destinos de la Nación […]. Su figura encarnación de todos los vicios del ambiente y de todas las monstruosidades atávicas de una raza sanguinaria, se yergue gigantesca y tétrica sobre una pirámide de cadáveres…

¿A qué escritor pudo ocurrírsele escribir esta serie de crónicas hablando tan mal del pueblo de México y del señor presidente? ¿Del general que acababa de usurpar la más alta investidura del país merced a un golpe de estado y a un asesinato más burdo que cobarde? A él, por supuesto, a Tito Livio Foppa, aunque la Revista Fray Mocho se publicara en Buenos Aires era evidente que llegaría a oídos gubernamentales, sin embargo: te preguntarás, madre, que para qué escribo esto si sé que puede traerme enemistades. Yo sólo creo que debo cumplir con mi deber […]. Dolor, sí, dolor debe haber en este libro dolorosamente escrito y dolorosamente vivido, dolor que inundó mi alma penetrando hasta ella por el camino de los ojos, condenados a ver durante muchos meses cómo se venden los poetas, cómo se compran los escritores, cómo se mercan los periodistas, y de esta labor me enorgullezco tanto como de la represalia que intentan tomarse los agraviados; de ellos será la filibustera revancha pero mío será el libro, el libro sincero, sin odio y sin amor.

No, pues sí, tenía convicciones bien cimentadas y supo que en el mejor de los casos iban a echarlo de México, así que desde antes de terminar con sus crónicas fue haciendo camino hacia la frontera del sureste, donde hasta le publicaron dos o tres de los artículos porque era hábil para escribir y hábil para venderlos. Fuera de su conciencia, contexto de pueblo nunca esclavizado, al señor Foppa le encantaba la pulcritud, comer en vajillas de porcelana y degustar buenos vinos aunque la plata escaseara en sus bolsillos. Así que, mejor aquí corrió con dignidad que aquí murió quién sabe cómo. Después de la última crónica se mudó a Guatemala y ni adiós dijo.

Julia Falla era aristócrata de antiquísima prosapia, su familia poseía una finca cafetalera, esto es: una renta segura y muchas hectáreas de cultivo por heredar, su conocimiento sobre arte estético era rico gracias al padre, diestro pintor, además, ella había estudiado piano hasta hacerse concertista y gustaba del buen vestir y el mejor comportarse. El que no fuera una belleza perdía peso merced a su amplia cultura, y para un bohemio sin capital más fuerte que el don de la palabra, dicha o escrita, lograr el amor de una Falla equivalía a ganar el estatus digno de un Foppa, descendiente de italianos y belgas, o bien, nacido en Italia y nacionalizado argentino porque desde infante sus papás, el barco y todo eso; así que cuando en uno de sus primeros viajes de reconocimiento Tito Livio vio a la señorita Julia en esa Fiesta de Minerva: la calle con trenzas de guirnaldas, floridos arcos del triunfo y la aristocracia guatemalteca —ellos de bombín y levita intercambiando opiniones con los ministros y con el cuerpo diplomático; ellas con sombrilla de encaje y vestidos al huesito del tobillo, sirviéndoles un almuerzo a los estudiantes destacados— díjose como buen argentino: pará, Tito, éste puede ser el momento de la peripecia en tu historia. Se hace necesario aclarar que no fue difícil saber quién era quién en 1913 y entre las veintitantas familias que conformaban la mejor sociedad del país. De seguro el señor Foppa pidió a la señorita Falla, después de presentarse con una reverencia, que le mostrara y explicara el mapa en relieve de la República y que si le apetecía, después de visitar los pabellones de América del Sur (donde estaba el de Argentina, sirve que presumía un poco) dieran un paseo por el Bosque de los Hormigos. Benditos monumento a Minerva, mapa y bosque, tan apenas inaugurados y tan románticos, bendito dictador Cabrera, reelecto con diez millones de votos en un país de dos millones de habitantes, bendita Guatemala vuelta rendija para permitirle asomar la cabeza al mundo de la aristocracia. Fue de esta forma que, cuando el argentino abandonó México, vino a colarse en las tertulias, en la familia y entre los brazos de la Nena Julia, a punto, como susurraban sus amigas, de quedarse para vestir santos y mírela usted, feliz con el extranjero ése, paseando en landó por la Avenida Reforma, ¡qué escándalo! Llovieron promesas: largas, románticas cartas de amor que Tito Livio dejó medio ocultas, pero siempre al alcance de la interesada, mientras ella tocaba al piano sonatas de Mozart: acordes que fluían con pasión mágica, manos como mariposas sobre el teclado, frágiles mariposas de marzo y ésas sí que eran bellas. Vinieron los besos, los abrazos, las caricias inocentes y después las otras y lo otro entre las ropas y los arrepentimientos y las recaídas que se traducen en dos palabras: pasión desconocida. A pesar del disgusto general, las reconvenciones paternas y los malos augurios, hubo que reparar el honor y en uno de esos dedos largos y finos Tito calzó la argolla que le permitió, por fin, ceñir el talle de Julia sin recato y buscar entre las crinolinas, los holanes y los refaj os, la tibieza de esa piel centroamericana.

Y así, ella enamorada, embarazada, decidida y sobre todo: valerosa; y él escritor argentino y argentino, emigraron a España en busca de nuevos horizontes —un poco a la deriva, porque la señora Foppa no estaba para soportar las habladurías de la gente—, a ver a la familia Falla de aquel lado del mar y a abrirse camino, cada uno en su arte. Subieron al barco cargados de equipaje: ocho baúles salpicados de inquietud, una maleta de partituras y la infaltable Rémington.

La niña nació en 1914: yo te bautizo con el nombre de Alaide ¿Alaide? ¿Pero como queréis? Vamos, hijos, que ése no es un nombre cristiano. Mire usted, padre… Sea, siempre y cuando… yo te bautizo con el nombre de María Alaide Foppa Falla.

Eran años de estabilidad en Barcelona: Alfonso XIII todavía flirteaba con la democracia y el amor a las artes; la Generación del 98 se movía con la agudeza de su sátira literaria. Pero los conflictos políticos empezaron a resquebrajar el panorama europeo, así que no fue ésa la ciudad escogida para que la Nena pasara su primera infancia, mejor volver a Buenos Aires mientras las naciones se hacían la guerra unas a otras, volver al regocijo de la pampa y de paso aplacar el hambre de empanadas, de bife, de la humedad del Río de la Plata; pasear en calesa por la calle Rivadavia y Plaza de Mayo, tomar un copetín con los amigos a la clásica hora del vermú y hacer algo por la trascendencia en la patria, por ejemplo: el primer diccionario de teatro.

Exégesis

Las notas del Concierto número 20 de Mozart giran en la estancia; a la niña de caireles se le escapan los ojos por la ventana, huyen, corren las avenidas, trepan los árboles y se prenden a una nube con formas de elefante, sobre él la niña cabalga el cielo, y el viento la cobija, la acaricia. Toda ella limpia, inmaculada, toda ella sola, mece los pies que aún no llegan al piso.

Tito Livio logró una comisión diplomática y prepararon las alas familiares de nuevo, porque muchos argentinos son así: emigran y emigran sin que la nostalgia empañe los caminos, sin que se les gasten los tamangos. Alaíde hizo la escuela secundaria en Florencia y tomó con su padre clases vespertinas intensivas de español: ortografía, sintaxis, reglas gramaticales, licencias literarias; mientras Julia empezaba a sentirse harta del fascismo y del marido, harta de imposiciones, de una cartera siempre vacía, harta de bohemia y trashumancia, y sobre todo, harta del piano usado al que no le servía aquel martinete del fa sostenido; si a esto añadimos dos cucharadas de nostalgia por la patria y la familia, el resultado lógico sería el retorno pero, ¿qué van a decir las amistades? Una Falla divorciada sí que es una rotunda falla, ¡nunca antes en la familia! Además, ¿qué futuro tenían las aspiraciones de la Nena Alaíde en Centroamérica? Quería estudiar danza, verdadera danza, no charlestón, baile tan prosaico sino danza, porque cualquier jovencita hacía de la Duncan su heroína; muy bien, ¿y el bachillerato? En paralelo, por supuesto; entonces la solución fue Bélgica y la Academia Real. Allá aprendería francés y danza entre hijas de nobles. Voy y vuelvo, debe haber pensado doña Julia en cuanto dejó a su hija interna, segura y recomendada. Y sí, todo parecía marchar porque la Nena tenía gracia y ritmo y refinamiento y… quería ser una prima ballerina, pero Tito Livio inculcó a fondo el principio de hacerlo bien o no hacerlo, y las figuras largas, los cuellos, las piernas, los brazos largos de las compañeras se encargaron de convencerla: no tenía cuerpo para la danza; en cambio, la vocación literaria y la estética esperaban con regocijo los ratos libres, el descubrimiento de estilos, de plumas, pinceles, de géneros: tan cerca de García Lorca y Cézanne como de Picasso y Pirandello. Sus ansias de saber no tenían límite: escuchaba, leía, estudiaba, dormía poco para extender el tiempo y… extrañaba a doña Julia aunque le hartara su cantaleta: “tú no puedes, tú no sabes” Después fue la universidad.

Exégesis:

—¿Estudiar? ¿Y qué quieres estudiar, Nena?

—No sé mamá, me gusta el arte, me apasionan le fauves, los cubistas, la música de Stravisnky y Puccini, pero D'Annunzio y Ungaretti me extasían; deseo estudiarlo todo, creo que quiero cursar Historia del Arte en Francia.

—Eso sí que no, París es la antesala del purgatorio para una jovencita. ¿Por qué no en España? Allá está la familia: Barcelona o Cádiz, a ti te gusta Cádiz, hija.

—Si me deja escoger prefiero Roma, cerca de papá, puedo vivir con él.

—Tú, pero yo no, además ese Mussollini…

—Por favor, mamá, déjeme en Italia, así mientras yo estudio puede usted pasar temporadas con el tío Aris y temporadas en Guatemala.

Parece que la propuesta satisfizo a doña Julia, todos los días Alaíde hacía lo que llaman pendolare de Ostia a Roma, en tren: del antiguo puerto a la Facultad de Letras Italianas (con especialización en Historia del Arte) y la vuelta de la Ciudad Universitaria a Ostia (con especialización en español) siempre del brazo paterno. Tito Livio era muy celoso o cauteloso, bien sabido tuvo siempre que sus casi paisanos nacían seductores per se y quizás la postura paterna fue el motivo por el que ella se interesó en la otra visión del mundo al toparse, por mera causalidad, con un libro titulado A vindication of the Rights of Women, de Mary Wollstonecraft, piedra filosofal feminista del siglo xvin —entonces y hasta los 60 sin catálogo— o tal vez fue por algunos brotes de rebeldía en la obediente Alaíde que el señor Foppa extremó precauciones con la hija; sin embargo, fue inevitable que la lectura sembraran una semillita de inquietud mientras la joven se entramaba con el arte y descubría la cadencia en su propia palabra escrita, la cual era la conjunción de las profesiones de sus progenitores, por eso quiso llenar apetito y sentidos con la música que escriben los poetas.

Un ser que aún no acaba de ser… No la remota rosa angelical que los poetas cantaron. No la maldita bruja que los inquisidores quemaron. No la temida y deseada prostituta. No la madre bendita. No la marchita y burlada solterona. No la obligada a ser bella. No la obligada a ser buena. No la obligada a ser mala. No la que vive porque la dejan vivir. No la que debe siempre decir que sí. Un ser que trata de saber quién es y que empieza a existir.

Pero advino la ambición imperialista del fascismo sobre Etiopía, el semibloqueo de la Liga de las Naciones como respuesta y por tanto la adhesión de Italia a Alemania que encendió una suerte de luces de emergencia de esas que no arrojan ninguna luz, ¡pero qué necesidad! Al tiempo que España se enfrascaba en la Guerra Civil con desbandadas hacia América, huérfanos, muertos, héroes y heroínas, y mejor véngase a Roma, mamá, rentamos una casa en Civitavecchia o en Anzio. Es lógico pensar que doña Julia quisiera volverse a la patria y que Alaíde explicara, suplicara, expusiera: dos años para terminar la carrera; dos años y hacemos las maletas, lo prometo.

En 1939 el terremoto de la Segunda Guerra Mundial sacudió a toda Europa y en el escenario entraron Adolf, Winston, Benito, de Gaulle, los ataques aéreos, la escasez, opiniones encontradas, alianzas y rompimientos; y si bien es cierto que Italia no era el blanco directo, tampoco pudo sustraerse al desastre: acondicionaron los refugios, adiestraron a la población y al grito agudo de las sirenas todos corrían con el corazón en la garganta, empujándose, ansiosos de ponerse a salvo, llorando, los ojos de la conciencia puestos en cuerpos mutilados y charcos escarlata. Aunque a veces el miedo también se disfraza.

Maty Padilla

Ah, claro que sí, se reía al recordar que durante un bombardeo tuvo que esconderse en el refugio y mientras todos rezaban llenos de miedo, en la oscuridad, a ella la estaba abrazando y besando un muchacho que después se hizo su novio.

Exégesis

—Terminaste la universidad, Nena, ¿qué es lo que nos detiene?

—Nada, ¿pero irnos a Guatemala?

—Ya cayó Francia y ahora el dictador pretende apoderarse del Mediterráneo y de África. Las cosas van a empeorar, hija: bombardeos y miseria. Si he de morirme prefiero que sea en mi tierra. Parece que tú no entiendes, nunca entiendes.

—¿Y si hunden el barco? Por ahora es muy riesgoso.

—Entonces a Cádiz, suerte que España no entró en esta guerra de poderes.

No obstante la resistencia por abandonar lo que le era tan suyo: a su padre, a los amigos, el traqueteo melancólico del tren sobre los durmientes, la cercanía del mar y quizás hasta al novio, Alaíde terminó cediendo y fue un acierto: meses después, cuando ellas recomponían su vida de aristócratas rodeadas de arquitectura morisca, muebles sobrios, retratos de caballeros con cuello duro, celosías de madera en las ventanas para engañar al sol y dos o tres conciertos de doña Julia que le apaciguaron el mal humor, los aliados japoneses atacaron arteramente Pearl Harbor y un día después, el 8 de diciembre de 1941, Estados Unidos declaraba la guerra a los nipones y, por tanto, se aliaba a los contrarios y por tanto sus tropas invadirían los territorios ocupados con esa mezcla extraña de humanidad y prepotencia: prostituir y romper las puertas de los campos de concentración, vanagloriarse y enamorarse sembrando varios hijos, más de los que dejaran los alemanes. Cada habitante de Hiroshima y Nagasaki le costó al erario estadounidense una friolera aproximada de quinientos dólares.

¿Y qué hizo Alaíde en la tierra que la vio nacer? Primero, sentirse extranjera, después, leer con furia sólo en español y por más de dos años: Machado, García Lorca, Alberti; conversar casi en susurros con los pocos que no eranfachas para comprender el proceso de la historia, y por último traducir sus poemas del italiano y escribir, escribir otros que mitigaran la soledad, el vacío.

Recuerdo el murmurar de arroyos puros en mármoles antiguos, los palacios sombríos, y el lento caminar junto a la piedra fresca de los muros. Y las verdes corolas de los pinos que miran hacia el cielo, y aquellos campanarios de los templos barrocos, floridos, esbeltos y serpentinos.

Escucho el sonido de las campanas que queda suspendido