Mientras pasa la noche - Gilda Salinas - E-Book

Mientras pasa la noche E-Book

Gilda Salinas

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Beschreibung

Tres historias que convergen en una sola noche de pesadilla. Alicia es una empresaria y bailarina solicitó el divorcio, ha empezado una relación armoniosa con una abogada que defiende mujeres violentadas. El marido se siente humillado por la relación de su aún esposa y decide secuestrar a Alma, la hija de ambos, para chantajear a Alicia. La violenta he intenta violarla cuando es asistida gracias a la intervención de la abogada, que al fin logra rescatar a la niña para llevarla a urgencias.

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mientras pasa la nochePrimera edición: febrero 2023 ISBN: 978-607-8773-49-7

© Gilda Consuelo Salinas Quiñones (Trópico de Escorpio) Empresa 34 B-203, Col. San Juan CDMX, 03730 www.gildasalinasescritora.com Trópico de Escorpio

No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 229 y siguientes de la Ley Federal de Derechos de Autor y Arts. 424 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase al CeMPro (Centro Mexicano de Protección y Fomento de los Derechos de Autor, http://www.cempro.org.mx).

Distribución: Trópico de Escorpio www.Tropicodeescorpio.com.mx Trópico de Escorpio

Diseño editorial: Karina Flores

HECHO EN MÉXICO

 

El viento hace a mi casa su ronda de sollozos y de alarido y quiebra, como un cristal mi grito.  Y en la llanura blanca, de horizonte infinito, miro morir intensos ocasos dolorosos. 

Gabriela Mistral 

Volveré al cuadro deslumbrante de las cigarras, las tomaré en las manos y las sembraré como flores sobre mis ojos. Quizá al abrirlos se hayan convertido en cientos de amapolas, quizá al florecer descubran que la noche, más que un poema, es un fuego, un pez que arde mientras las estrellas se siguen apagando afuera.

Alberto Paz 

PRÓLOGO

La trayectoria de Gilda Salinas es un referente para quienes han decidido volcarse en la vocación literaria de manera libre, decidida, disciplinada, única y francamente gozosa. Desde sus primeros pasos en la escritura, esta autora decidió tomar al toro por los cuernos y dar testimonio de los avatares de su imaginación por medio de una serie de personajes entrañables e historias intensas, tanto en cuentos como en novelas y obras teatrales que ha concebido, parido, visto crecer y arrojado al mundo con la plena generosidad y desenfado de quien sabe lo vigorosas que son sus creaciones.

Mujer de su tiempo, Gilda Salinas observa y vive con curiosidad los acontecimientos que le tocan y sabe transfigurarlos en sus textos una y otra vez, con la voz franca y tenaz de quien decidió no esperar validaciones externas para publicar y llegar a los ojos lectores que tanto disfrutamos de sus historias, ya sea en el papel, en la pantalla o en el escenario.

Mientras pasa la noche es la más reciente de sus obras: esta que ahora tiene entre sus manos la persona que lee. Se trata de una novela de detectives donde el personaje que emprende la investigación es una mujer enamorada de otra; ambas poderosas, inteligentes, fuertes, sin gota de autoconmiseración, que asumen sus circunstancias con una templanza ajena a cualquier clase de victimismo.

Al inicio de la trama, una de ellas sufre una pérdida irrevocable y brutal que, sin embargo, habrá de determinar para bien su modo de enfrentar la vida. Así fue como nacieron los silencios, nos dice la narradora para traducir la amargura que con angustia traga una de las protagonistas, quien debe y quiere seguir adelante; esos silencios no son capaces de detenerla. Así y todo, tendrá que pasar más adelante por uno de los trances más aterradores que mujer alguna pueda soportar, porque no habrá de afectar solo su carne y su sangre, sino a la sangre de su sangre.

Es ahí donde el amor irrevocable de la detective entrará a hacer su parte: por lealtad a la mujer que ama, amenazada con algo peor que la muerte, pero también por adhesión a la verdad y a la justicia.

Es la investigadora quien tendrá que poner en juego toda su inteligencia y su pasión para contrarrestar al antagonista, un hombre violento y lastrado, producto a su vez de la estructura heteropatriarcal y de las pedadogías de la crueldad que generan y posibilitan su machismo —en perjuicio de su propia persona en primer lugar— y que ponen en grave riesgo la vida de la persona más inocente e indefensa de la trama:

Puta, salí de ahí con la cabeza dando vueltas y decía en voz alta: “va a tener un hijo mío, un hijo mío. Va a tener un chamaquito de mi sangre”.

¿Qué quería el cabrón de los destinos con esa trampa?

Quienes leemos nos damos cuenta de manera gradual, gracias a la habilidad de la narradora, de qué es lo que el destinólogo-la destinóloga está urdiendo. Pero el antagonista no; y es así que cede a lo peor de sí mismo. De ese tamaño es su ceguera y de esa profundidad es la lesión que no ha sido capaz de sanar:

…— Los maltratadores siempre hacen gaslighting.

—No sé qué es eso.

—Abuso psicológico, la manipulación de la realidad: la culpa la tienes tú, la que piensa mal, la loca, la que falla, la que dice estupideces eres tú, y él está en lo correcto. Leopoldo vive instalado en una actitud machista, pero además, es acomplejado. Tiene envidia de ti, de quien eres, de tus logros en la vida, lo que quiere es pisarte, dominar, humillar. Se casó contigo porque en su lógica, la esposa es inferior al marido, entonces te pone el pie encima, cree que se eleva sobre ti y te somete.

—No considero que…

—¿Ya se te olvidó lo que me contaste? Sus desplantes, sus groserías, siempre tratando de denigrarte. La violencia empieza con las palabras.

—Las palabras se toman como de quien vienen.

—Sí y las normalizamos, pero cuando ya no surten el efecto deseado, el agresor pasa al maltrato físico. El patrón es el mismo —la mirada de Rafaela es sincera, amorosa—. Estás en una crisis y lo entiendo. Pero tú no la provocaste.

La autora de esta novela ágil y sustanciosa, echa mano de su amplia experiencia tramando historias, y de su conocimiento profundo de la experiencia humana, para introducir de manera astuta la reflexión sobre la escritura misma: de manera recurrente se refiere al hecho de que el destino puede ser visto como texto, y que la novelista, en este caso, es la diosa que determina los sucesos del universo que habita en el libro.

Hay momentos en que un personaje toma conciencia de ello; sin embargo, aun en su impotencia ante la supremacía de su creadora, hay que reconocer que no se arredra y que enfrenta los sucesos con valentía, pese a resultarle insoportables. Así, llega a declarar con desparpajo: Le pinté un violín al escritor de destinos, sin saber, por supuesto, que se trata de una escritora; tan perspicaz no llega a ser. Ese perro que escribe los destinos decidió que nada de peladito y en la boca, se lamenta, rabioso, en otro pasaje; su ceguera es evidente, pese a la colérica rebeldía que se permite exhibir. De sospechar lo nuevo que había decidido escribir el puto del libro de los destinos, lo hubiera disfrutado más cada cabrón día, se lamenta en otro lado.

Cada que esto ocurre, quienes leemos recordamos que estamos frente a un invento literario, pero no nos importa: seguimos leyendo con fruición. Porque el personaje, que es nada más que una entidad construida con palabras, ya ha conseguido apersonarse y hacérsenos cercano: Desde que supe lo del cáncer hablé directo con el que escribe los destinos: no me chingues, no me lo quites a él, te lo cambio por otro, hasta por mi tío Fermín, que ya ves que es mi más valedor de la familia, pero el de la pluma es sordo el muy cabrón. Ni siquiera me dio acuse.

El artificio de recordarnos con frecuencia que la historia que se desarrolla ante nuestros ojos lectores no es más que eso —un artificio—, no impide que nos seduzca y nos envuelva para tomar postura frente a las situaciones que la novelista expone ante nuestra mirada. Tiene que haber algo que no estoy viendo, piensa la investigadora, y quienes leemos nos vemos en la obligación de pensar lo mismo.

Es así que, sin poderlo evitar, nos emocionamos, nos aterrorizamos y, en suma, nos entregamos a este universo de palabras como si del mismísimo universo en que vivimos se tratara. Y, ¿quién sabe?, tal vez este último sea tan de papel como el que Gilda Salinas ha inventado para nuestro solaz, entretenimiento y reflexión.

Tal vez nunca seamos capaces de discernir qué es más real, si la vida o el arte de narrar, y la verdad no importa. Acaso todo lo que creemos vivir está ocurriendo en un universo paralelo, del cual esta urdidora de tramas tiene una de las llaves. Pero sea como sea, hay una radical honestidad en este mundo de palabras, y es por esta franqueza que la historia que transcurre Mientras pasa la noche es, ante todo, una muy buena historia que nos toca en el centro, da justo en el blanco de lo que nos pasa, en suma, a todas las personas, aquí y ahora, en este lugar y en este momento, en este universo que la mente creadora ha sido capaz de generar, tal vez, por las mismas razones poderosas por las que Gilda Salinas ha tramado esta novela para todas nosotras, las personas que hoy podemos leer esta historia de muertes, peligros, desencuentros y amores.

Adriana Jiménez

1. LOS SILENCIOSAlicia

Papá era un hombre alto, bien parecido, de carácter fácil. Mamá y él tenían muy buena relación. Como hija única, me sentí cobijada, protegida, disfruté mi infancia, a mis amigos imaginarios, el jardín y a mi gato.

Cuando muy pequeña, me colaba bajo las cobijas de la cama matrimonial. Entre semana el sueño se apropiaba de mis párpados, pero huía los domingos y me daba frío. Entonces tejía historias: el bosque, el tronco y yo, un duende ingrávido capaz de resbalar en medio de mis padres para acariciar una de las patillas de papá, que roncaba muy suave, un tenue silbido; o sentir la lisura de la piel de uno de los brazos de mi madre. Mi mano pequeña, las yemas de los dedos rozándolos apenas. De pronto descubría los ojos grandes de mi madre abiertos, sonrientes, amorosos, fijos en el duende que era yo, y mi risa de nervios y la palma de su mano, que se iba acercando: la caricia en mi cabeza, el abrazo, el sueño que regresaba.

A ella le gustaba bailar, ponía música y bailaba mientras hacía el quehacer, mientras preparaba la comida, con la escoba o la cuchara en la diestra; cuando íbamos al mercado tarareaba y aunque fueran movimientos mínimos, movía la cabeza, a veces las manos.

A papá también le gustaba bailar; cuando yo tenía como cinco, él me paraba sobre sus pies para simular que bailábamos valses o boleros, yo me partía de risa porque no comandaba los movimientos, pero a veces la magia era más grande y me veía con vestidos elegantes, en los brazos de un príncipe, y había una orquesta y el salón y las lámparas: una fiesta. El duende se volvía princesa.

De ambos heredé la pasión por el baile y los dos me alentaron. Empecé a los seis, en una academia cercana a la casa. Y creo que estaba en quinto de primaria cuando ingresé a la del inba. Limpié los movimientos y gané gracilidad. El demi-plié me hizo tomar conciencia del movimiento de mi cabeza y mi columna; y cumplía con esmero y disciplina todos los ejercicios, las ligas, las pesitas. Mamá aplaudía mis esfuerzos por lograr los arabesque y en cuanto se lo pidieron me compró las zapatillas de pre-punta. El deseo de participar en El lago de los cisnes en Coppelia o en El Cascanueces avasallaban las matemáticas y las ciencias sociales, y yo me aplicaba para mantenerlo a raya.

La vida era perfecta.

Tenía doce, acababa de regresar de la escuela, mamá dijo que íbamos a comer atún guisado y se atravesó a la panadería para traer bolillos calientitos. Yo subí a cambiarme el uniforme y a dejar mis útiles. La ventana de la recámara da a la calle. La vi, mi madre era hermosa, el pelo negro brillaba con el sol, la figura esbelta: esperaba en el camellón abrazada a la bolsa del pan, bajó la banqueta y dio tres pasos y entonces, de la nada, apareció un coche compacto. Yo vi, mamá vio que venía hacia ella, se había pasado el alto. Los bolillos volaron y las manos de mi madre pretendieron detener el frente del carro.

Sin ver, vi sus ojos abiertos, grandes, con los pensamientos aturdidos, lo aplazado, lo absurdo del instante. El vehículo era azul. No intentó frenar o desviarse. Vi el vuelo de ese cuerpo un poco desmadejado, el zapato hacia otro sitio, y luego creí escuchar el golpe seco en el asfalto.

Mirada y voluntad aferradas a un vidrio mientras murmuraba no, por favor no, por favor no. Y al fin pude despegarme de la ventana. Las piernas temblorosas, el miedo con cada paso, en cada escalón; miedo de confirmar, miedo de ver, de no saber qué hacer, cómo levantarla, cómo sanarla, cómo borrar el horror, el día, el instante. El mundo a punto de apagarse.

Todo fue muy confuso: mi cuerpo junto al de ella, aferrado en sostener sobre mis muslos su cabeza sin voluntad, los ojos abiertos, el rojo de la sangre húmeda en la mejilla, la sospecha de los miembros torcidos que me negaba a ver; los pies de la gente, hombres, mujeres, jóvenes, cada vez más piernas, más zapatos; la sirena de una ambulancia, el hombre que bajó de ella y que, tras una ojeada, se fue sin mostrar piedad; la puerta de la casa abierta en algún rinconcito de mi conciencia.

La ambulancia del hospital de Xoco, el hombre de tránsito, la vecina que vino a hincarse junto a mí. Mi estupor, las yemas de los dedos acariciando la suavidad de la mejilla de mi mami y la imposibilidad de hablar.

Así fue como nacieron los silencios.

2. UN TIEMPO CHIDOPolo

En esta vida todo tiene su revés.

Mi jefe era entrón, la onda, chambeador, con un buen de amigos. Le gustaba el fut. Se echaba sus chelas y sus cubas los domingos que veíamos el partido mientras mi jefa preparaba de comer: siempre sopa de pasta y lo que fuera más fácil; no guisaba rico, en cambio, cuando había campeonato, la familia se juntaba en casa del abuelo, la mesa llena de tragos, botanas y guacamole, awebo.

Casi todos le íbamos a las Chivas porque la familia llegó de Jalisco, o sea, vinieron con su jefe cuando eran chamacos, seis hijos incluido mi abuelo, más la esposa y hasta la suegra. Difícil con ese familión, ta madre. Al bisabuelo le habían ofrecido una vivienda de traspaso en Santa María la Rivera, así que se instalaron en la vecindad de renta congelada que les duró como cincuenta años. Sus hijos acabaron de crecer y unos se devolvieron a Jalisco y otros la hicieron aquí en Ciudad de México, como mi abuelo, que se casó y tuvo hijos y todos se amontonaron en la misma vivienda de tres recámaras, una estancia donde solo cabía la mesa, un escusado con el tanque de agua casi en el techo, una cadena y una bolita de madera colgando; la cocina flaca y enseguida un patio de dos por uno, abierto; o sea, la cocina y el patio topegao, no tenían separación ni vidrios y el lavadero también servía para bañarse.

Cuando mi jefe creció, no se quiso ir de su zona conocida, pero igual que otros de sus hermanos, todos hombres, ya necesitaba estar aparte; así que alquiló una vivienda más chica en la vecindad de enfrente, porque el crush de él y mi madre era de furor y nada más querían estar, como decía mi abuelo, trepados en el guayabo, hasta que la suegra vino a exigir porque la hija ya estaba embarazada a sus diecisiete.

La cajetearon, las dos, una por no cuidar a la hija y la otra porque no sabía nada de atender una casa o criar chamacos y nunca aprendió.

Pero mi jefe no se hacía mal pedo: que fuera teta, que se hubiera puesto gorda como su madre, que la comida insípida, que la casa siempre tirada, no importaba, él sí estaba limpio siempre y hacía unos tacos perrísimos.

Él y un vecino montaron un puesto en una esquina de la Santa María, despachaban de las seis de la tarde hasta las tres o cinco del otro día, menos el domingo, que mi jefe se levantaba a compartir con mi hermano y conmigo y por las tardes, cuando quería tirar hueva, se echaba en el sillón a dormir o nos invitaba al cine y a veces jugábamos una cascarita a media calle con mis tíos y otros cuates de la colonia hasta que se acabara la luz.

Un tiempo a toda madre.

Y bien metódico mi jefe. Todos los días, a las tres, ya estaba bañado y listo para ir a surtirse, porque iba a la Central y llegaba con la compra derechito a lavar, picar, echarle sal y pimienta a la carne, cortar el chorizo, poner las bolsas en los platos, los refrescos en el hielo, a preparar las salsas y esas cosas. A las meras seis, nomás se paraba tras la tabla, y ya estaban los clientes pidiendo que dos, que cinco.

Así que cuando mi carnal y yo no queríamos las sobrinas del refri, awebo nos lanzábamos al puesto. ¡Qué tacos hacía mi jefe! Yo siempre pedía campechanos. Éramos la envidia de la “secun” hasta que se acabó el derecho, porque como dije al principio, todo tiene su revés.

3. CAMBIO DE ESCENARIORafaela

Llueve en forma copiosa, incluso los relámpagos fulguran en el horizonte, oscuro a pesar de que es la una de la tarde.

Ha sido una mañana difícil para Rafaela: en una operación relámpago, llegaron al domicilio ella, la médica y dos elementos enviados por el 911, para rescatar a una joven que no solo estaba privada de la libertad, sino cerca de perder la vida.

Están ahí de manera fortuita, gracias al llamado de una vecina que requirió alguna vez los servicios que brinda la asociación y que escuchó los gritos. No era la primera vez, pero en esa ocasión, los golpes, el ruido de muebles rotos y las amenazas que lanza el sujeto son muy alarmantes y lo peor, parecen no tener fin.

La situación es comprometida, el sujeto se niega a abrir y amenaza con ahorcar a la víctima si no se largan, gritos adornados con un rosario de palabras altisonantes. Se escuchan las súplicas aterrorizadas de la mujer, es un momento crucial.

Uno de los elementos rompe el vidrio de la estancia y esa distracción es suficiente para que el otro policía reviente la puerta. Entre los dos contienen al agresor con violencia, el tipo puja y amenaza a todos, en especial a su mujer.

—¡Te vas a morir, hija de la chingada, acuérdate que no estoy solo! —los ojos saturados de odio; las maldiciones atruenan por sobre la lluvia y se mantienen hasta que lo meten a la patrulla.

La asociación queda como responsable de la joven, que se enconchó en el suelo de la estancia, entre sangre y objetos rotos. Rápido es evaluada por la médica.

—No solo tiene lesiones en cara y cuerpo, sino que presenta sangrado abundante, es un aborto. Urge trasladarla al hospital o se muere.

La mirada de la víctima es vaga, pareciera a punto de perder la conciencia.

Rafaela llama a una de sus colegas para que de inmediato haga las gestiones y la reciban. La médica ya espera a la ambulancia en la puerta del edificio.

La están subiendo a la camilla cuando entra la llamada de Alicia.

—Sí, en un operativo, pero dime… Cómo que desapareció… Por supuesto, tuvo que haber sido el padre. ¿Ya está ahí la policía? Te veo en quince.

Vuelve a llamar al despacho: que una de las voluntarias vaya a la delegación a saber del informe policial y tome el número del expediente mientras presentan el parte médico.

—Tengo que atender un asunto personal, Andrea, pero si me necesitan, me llamas y… Gracias, amiga. Hora pico, a ver por dónde corto.

Encuentra a Alicia con dos policías, una mujer en sus cuarenta y una joven que lleva el uniforme de las educadoras.

En ese momento ella le da al uniformado su versión.

—La perdí de vista un momento, oficial, mientras entregaba las pertenencias de otra pequeña, pero es que Almita siempre parece ansiosa por irse a su casa y se para junto a la puerta, quizá se salió o…

—¿O qué? —interrumpe la madre con evidente desesperación— Cómo que la perdió de vista si esa es su responsabilidad: vigilar a los niños. ¡Quién se llevó a mi hija!

Alicia ha desautorizado al padre, nadie puede recoger a Alma más que ella. El policía le pide que se calme para que la educadora acabe de hablar.

Rafaela se coloca junto a Alicia y aprieta su hombro con la intención de trasmitirle un poco de paciencia. El uniformado sigue tomando nota con letra grande y dispareja.

Se percibe inquietud en la joven, pero insiste: ella no vio que alguien la recogiera.

Rafaela pregunta si está segura de eso. Como ella afirma, pide al uniformado que se trasladen a la delegación para que presente el informe y se inicie la averiguación; la madre y la educadora tendrán que declarar.

Toma el brazo de Alicia para obligarla a que camine. El policía exige a la mujer, que es la directora, que ella y su empleada se presenten en la delegación, que vayan en su vehículo.

Rafaela ofrece a los policías llevarlos en el carro. El aguacero porfía.

Es evidente que fue el padre, pero cómo se la llevó sin que la educadora se diera cuenta. Está mintiendo o es cómplice, pero si no fue él, es un secuestro, piensa preocupada mientras suben al vehículo de Alicia, que no para de llorar y a veces deniega o susurra algunas frases para sí misma.

Está ardido, continua Rafaela su línea de pensamiento, como no logró nada con los anónimos, buscó el modo de debilitar la voluntad de Alicia o a lo mejor quiere venganza, una venganza sin planear, en el arrebato. Quizá debí ponerla al tanto de sus desplantes estúpidos. No se puede desestimar al enemigo.

El tránsito es caótico, avanzan con mucha lentitud. Los limpiadores van y vienen y aun así, hay poca visibilidad.

Recuerda la hoja bond: “De las marranadas de esa lesbiana que se mete con mujeres casadas, las seduce y las pervierte y no le importa desbaratar matrimonios con tal de lograr sus depravaciones”. Amenazó con publicar la historia en redes incluyendo el nombre de la asociación, amenazó con denunciar porque pervertían a su hija, incluso dijo que iba a subir fotografías de la degenerada con su esposa.

El tipo no sabe que la asociación está acostumbrada a las reacciones de los machos que terminan tras las rejas por abusadores. Primero muy ofendido: que por supuesto que quería, que “exigía” el divorcio y después que ya no. El imbécil tenía todo y se esforzó por destruirlo.

Revive el profundo desprecio que empezó a sentir por él. Sabe que sus reacciones son berrinches, que sus peroratas no tienen fundamento ni posibilidad y al contrario, puede meterse en problemas graves. Su abogado debió aconsejarle que parara, porque después no hubo más. Pero creo que buscó otro camino. ¡Dios!, no puede ser tan bestia de dañar a su propia hijita… Aunque en estas circunstancias es preferible pensar que fue él.

Les toma bastante tiempo llegar, además de que no encuentran dónde estacionarse. A la segunda vuelta los policías dicen que ellos se adelantan y se bajan a pesar de la lluvia. Rafaela lo agradece.

—Trata de mantenerte serena, entiendo tu estado de ánimo, pero hagamos esto bien. Estoy aquí como tu abogada y también como tu pareja y no te voy a mal aconsejar. Ten confianza.

Al fin encuentran un estacionamiento dónde dejar el carro y caminan apresuradas bajo la lluvia, cubriéndose la cabeza y esquivando charcos.

Casi al mismo tiempo llegan la directora y la educadora. Las cuatro sacuden los restos de lluvia de la ropa. A Rafaela le parece que la joven se ve más nerviosa.

Claro, su situación lo amerita.

4. LOS DÍAS QUE NO ERAN MÍOSAlicia

Papá tenía una fábrica de uniformes ejecutivos y la tienda, con los maniquíes para apreciar los modelos. Quizá allá, entre clientes, proveedores y costureras su actitud fuera otra. En casa rehuía mis ojos, como si yo lo culpara por no haber estado, por no haber llegado rápido. Como si él… Qué sé yo. La comunicación entre nosotros fue de menos a peor. Y quizá por eso, para no tragarse las palabras y esconder las miradas, salía temprano y llegaba tarde. Empezó a trabajar también los sábados.

Yo vivía sin vivir, adormilada, sin conciencia. Me guiaba por la intuición para comer o no y para refugiarme en la cama entre el calor de las cobijas y de mi gato. Si algo cambió de lugar o el clima fue desastroso, no lo recuerdo, transitaba en el negativo de unos días que no eran míos.