Porque el ayer nunca se queda donde lo dejas - Gilda Salinas - E-Book

Porque el ayer nunca se queda donde lo dejas E-Book

Gilda Salinas

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Beschreibung

Lo que empieza como un anodino periodo vacacional en el sitio arqueológico de Palenque, se convierte en una pesadilla con la potencia de un rayo, un rayo que al tiempo que destroza cualquier esquema de vida familiar, purifica los abusos y el maltrato vividos por la protagonista de la historia, quien resulta llamarse igual que la autora de la novela. Una trama dolorosa que se hermana con la cosmovisión maya en la concepción del alma y de la muerte del individuo. El pensamiento maya considera al individuo como una parte del mundo, donde el alma permanece y no es intangible, sino que puede asumir una forma material y comunicarse con las y los seres vivos. "Una mirada polifónica, si esto fuera posible —pero en literatura todo lo es— a las circunstancias del hoy y del ayer, el inmediato y el más lejano, con que tienen que lidiar los personajes de la más reciente novela de Gilda. Visiones de un pasado que los confronta con los amores pero también los rencores con que tienen que lidiar, así les caiga un rayo del cielo o de la tierra para salir bien librados aunque con cicatrices". María Eugenia Merino "Tan pronto llegó tu libro, lo leí. Estoy tan acostumbrada a la presencia y cercanía de mis seres queridos, que la sola idea de que la Gilda Salinas que conozco pudiera faltar en mi vida, me dio tanta tristeza que sentí que la fuerza del destino podría hacer añicos el esquema de mi vida. Mira, como soy tu mayor, te suplico que no me friegues". Elsa Sánchez Valera "Termino la lectura de la novela con la última frase: "Gracias por tanto"... Goce la portada y al entrar a la lectura me fui hasta terminar, con recesos para sentir como cada palabra se iba metiendo a todo mi ser. Quisiera decirte lo que me provocaste pero es muchísimo. Hay tantas lecturas para interpretar, vivir y sentir, que es difícil expresarlo". María Eugenia Gómez Figueroa

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© Gilda Consuelo Salinas Quiñones, (Trópico de Escorpio) Empresa 34 B-203, Col. San Juan CDMX, 03730

www.tropicodescorpio.com.mx 1ª Edición, marzo 2020 ISBN: 978-607-9281-92-2

Foto de la autora: Andrea Castillo Canizales Diseño de portada y formación: Montserrat Zenteno Cuidado de la edición: Gilda Salinas

No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su trasmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 229 y siguientes de la Ley Federal del Derecho de Autor y Arts. 424 y siguientes del Código Penal).

Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra, diríjase al CeMPro (Centro Mexicano de Protección y Fomento de los Derechos de Autor, http://www.cempro.org.mx).

Edición electrónica: Heurística Informática, Procesos y Comunicación Objetiva

HECHO EN MÉXICO

 

¿Cómo hablarle a un hombre que no lo ve a uno? ¿Uno que ve ogros, sátiros o quizá el fondo del mar? Virginia Woolf Orlando

Amo los recuerdos porque no aspiran a la verdad o a la perfección. Conchi León La nostalgia de los sentidos

Todos sin excepción, incluso el más bajo, una vez nombrado, aumenta su existencia, acentúa su independencia, se hace suntuoso. Pascal Quignard Las solidaridades misteriosas

Porque el ayer nunca se queda donde lo dejas o los ayeres que no se borran

A

Gilda Salinas la conozco hace largo tiempo. ¿Desde cuándo?… no recuerdo… Y como ella diría de ese tiempo, no sé ni dónde quedó, ni dónde lo dejamos. Lo que no he olvidado es que en alguno de sus libros confesó que seguramente está habitada por algún gen que desconoce y la ha convertido en una apasionada por escribir biografías. Las páginas de este libro no son precisamente una biografía sino un texto multifacético donde la autora y su protagonista, que son una y la misma, decidieron Escribirse imaginándose desde su propia muerte.

Escribirse le permitió a Gilda entrar a sus zonas más oscuras, a liberarse del dolor y la angustia de las remembranzas, al desahogo que fluye en la catarsis, esa purificación por la cual nuestro cuerpo elimina elementos nocivos, nos alivia del mundo y de nosotros mismos, recordando o re-viviendo los ayeres que no se borran.

Como las palabras de mi admirado Eduardo Galeano en El libro de los abrazos cuando nos dice: Recordar: Del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón. así Gilda volvió a pasar por su corazón momentos de infancia, las imágenes de sus padres, los sucesos alegres y aquellos de mejor no haberlos vivido, los recuerdos que renacen a través de los objetos amados que aun contienen al ser que ya no existe, a fin de cuentas, nos invita a viajar como en un limbo o La Nada, como la nombra ella, y recorrer los andamios de sus días antes de descansar por completo.

Sin abandonar aún la sombra del cuerpo que ocupa para transitar su hogar terrestre, se acerca a la visión del mundo que la convence, ese más allá que presiente sobre cómo podría ser su final y reinicio. Por ello, la historia paralela y encuentro con un lapso de la cultura maya intercalada en estas páginas. Sucesos que reflejan una profunda investigación de sitios, tiempos y figuras de una época a las que también maquilla con un poco de ficción. Cosmogonía que habla de la muerte, de la sangre renovada, y de la necesidad de viajar al inframundo con la energía suficiente para volver a la tierra convertidos en plantas, que a su vez se transforman en otra cosa y en otra, hasta volverse de nuevo humanas y humanos. Y así como la vida y la muerte son complementos inevitables para los mayas, para nuestra escritora, la muerte no es un destino final, es un acontecer constante que se crea y destruye.

Escribirse no es fácil por la honestidad que conlleva, y aun con todo, Gilda Salinas se zambulle en su mundo interior y tiene la valentía de compartirlo con sus lectores. Sin duda tomó distancia frente a sus experiencias, “desatoró el llanto”, repasó su biografía deteniéndose y organizando ideas y sentires, sucesos felices e indeseables y se liberó de las máscaras que se nos adhieren en el trayecto como costras. Al Escribirse tuvo que quitar capas, transitar por zonas secretas, escondidas, disfrazadas de olvido, y también darse cuenta de lo afortunada que es al enfrentar su lado más oscuro y reconocer sus parajes luminosos, crecer en autoconocimiento y autonomía, protestar, rebelarse, escapar de la opresión y a la vez refugiarse preguntándose, respondiéndose, volviéndose a preguntar, a través de imágenes poéticas o en boca de personajes inventados o verdaderos, lo que de la vida real no se habría atrevido a expresar. A fin de cuentas, beneficiarse del carácter reflexivo y mágico que posee la escritura y conformar su mundo con una mirada distinta.

A las palabras dichas se las lleva el viento. Al escribirlas, quedan grabadas en el papel, en esa hoja blanca donde se expresa lo que verbalmente no somos capaces de decir. La hoja en blanco no critica, ni adjetiva, ni valora, solo recibe lo que está destinada a mostrar y espera pacientemente a que lleguen las letras, las palabras, los poemas o las historias que transformarán para siempre su existencia. Son nuestras críticas internas las que pueden hacer del acto de escribir un momento de molestia o uno de regocijo. Además, al compartirlo, nos permite un contacto doble: con el yo interno propio y el externo de quienes nos leen. Y si vamos más lejos, con el tiempo ese hecho escritural llega a ser celebrado al convertirse en literatura.

Gilda mancha la hoja blanca y se escribe, pierde el miedo a mirarse dentro. Sus reclamos trasminan un profundo dolor, y entre muchos, el dolor de sus siete años, de las reprimendas, de los maltratos sin causa y gritos que humillan el corazón.

Discurren sus confesiones de agresión sexual, del manoseo no permitido, de la culpa sin origen y del silencio sin remedio, ese que había que aguantar a costa del asco, la convulsión y el vómito de todo lo que se lleva dentro. Así, entre ese contradictorio sentir del amor-odio y en monólogos de insondable emoción, habla consigo misma, con su madre, con su padre, monólogos casi epistolares donde reclama hasta el último instante en el que nadie más que ella se dio cuenta de cuanto hería.

El tono de este libro es fundamentalmente testimonial e íntimo, va de lo confesional a la denuncia. El “yo tejedor” de la escritora relata lo que experimenta, lo que recuerda o siente de un modo distinto y con una escritura que se resiste al olvido. Las voces narradoras son diversas: la omnisciente, la primera persona, el diálogo, hasta un yo-personaje que equivaldría a un yo lírico en poesía y que desnuda los arranques urgentes que tienen prisa por salir del sí mismo y que forman parte de nuestra historia. Y lo que envuelve al texto es el pensamiento autobiográfico, la historia vital de nuestro ser y hacer que nos ha acompañado siempre, elementos de vida grabados bajo piel con sus eternos cuestionamientos: ¿quién soy… quién fui? y cuyas respuestas observamos desde afuera leyéndonos por dentro y escribiéndonos a nosotros mismos. Esto es lo que hace Gilda Salinas al abrir los horizontes de su vida de manera diferente, donde relato y escritura son una especie de liberación y reunificación de sus fragmentos. Como diría Eduardo Galeano citándolo de nuevo: ¿Para que escribe uno si no es para juntar sus pedazos?

Porque el ayer nunca se queda donde lo dejas es una narración valiente, un acto reparador que posee el poder de sanación. Cada momento, cada capítulo, cada página gana libertad al tomar distancia de sus propios asuntos y se adueña de la situación que en un ayer se desvanecía entre las manos.

Tal vez la vida no es la que se vivió, sino el cómo se la recuerda al contarla…

la vida… un gran sueño del que nos damos cuenta

cuando termina…

Andrea Montielmarzo 2020

Palenque

G

ilda insistió, esta vez celebrarían su cumpleaños haciendo una ruta maya desde Villahermosa. No quería ir al Parque Museo La Venta ni al barco-restaurante para recorrer el Usumacinta y comer ostiones ahumados o empanadas de pejelagarto, que la verdad solo ahí, pero… Incluso había renunciado a visitar las cascadas de Agua Azul y verificar el estatus, después de que el temblor del 7 de septiembre de 2017 cambiara el cauce del agua y los vecinos lo recondujeran a su sitio, con lo mucho que disfruta de ese azul inenarrable, pero “no, señora, esta vez solo sitios arqueológicos”, iba a ser un modo distinto de fiesta, de vacación, de cambiarle al chip, dijo, y Gilda es necia.

Volaron a la capital tabasqueña. A la mañana siguiente irían directo a Palenque para ver los nuevos descubrimientos arqueológicos en el Palacio de Pakal el Grande, visitar el museo de sitio y sobre todo la reproducción del sarcófago; ella lo había visto en el lugar original entre penumbras —y no en primera fila— cuando se bajaba por una escalera flaca, húmeda y de peralte complicado. En ese viaje repasaría lo sabido y admiraría lo nuevo en Lakamha’, verdadero nombre del sitio mal renombrado por los ibéricos. Y después, directo al estado de Campeche hasta Balamkú y de ahí Calakmul el beligerante.

Flavia no le concedía especial importancia al viaje, pero a Gilda se le había metido el gusanito de escribir algo, quizás una novela sobre Pakal y la rivalidad entre esas dos naciones mayas: el señorío de Kan y el de B’aakal, y quizá, gracias al viaje, también pudiera elucubrar conclusiones sobre el ocaso de esa zona maya, de gran magnificencia en el periodo clásico tardío, esplendor evidente sobre todo en la arquitectura de Palenque, comparada por alguien con Manhattan.

O a lo mejor, en lugar de ir hacia Calakmul, podían quedarse en la zona y recorrer los sitios bajos de la región del Usumacinta: Pomoná, Piedras Negras y Yaxchilán. La mujer es ambiciosa, ama la historia, no ve límites aunque los haya y necesita satisfacer su hambre de arqueología. A veces sospecha que erró la profesión.

La mañana siguiente no amaneció tan despejada como hubieran deseado, de hecho, cuando Gilda fue al baño, por la madrugada, se asomó a ver la alberca del hotel y la encontró copeteada de una niebla cadenciosa que se iba aposentando sobre esa ciudad con aroma a cacao, pero confiaba en que el sol terminara gobernando la atmósfera durante el recorrido en Palenque y también confiaba en que la infiltración de rodilla resultara el remedio idóneo para caminar, subir y bajar como treinta y tantos años antes.

Después del desayuno ambas lo comprobaron: en el horizonte pardeaban algunas nubes grises con ganas de mojar gente. ¿Vamos a ir así?, ¿con este tiempo? Flavia siempre ha sido la más sensata.

—No tomamos un vuelo para quedarnos a ver llover.

Ella insistía, ¿ver llover?, o sea, las dos sabían que el aguacero era inevitable, entonces, cómo disfrutar y mucho menos tomar fotos y todo eso, hasta trajeron sombreros para el sol y bloqueador y ropa de algodón, pero de paraguas, nada.

—Solo tenemos una semana para hacer el recorrido. Además no te preocupes, cielo, Tabasco y Chiapas son bosque tropical, al rato salen el sol, los zancudos, los tábanos y los chaquistes para darnos la bienvenida.

Flavia preguntó algo inquieta que qué eran todos esos ¿insectos?

—Ya lo verás cuando te piquen —la cara de la mujer evidenció la protesta. Gilda soltó la carcajada—. Los chaquistes son unos mosquitos que parecen puntos negros, bravísimos, muy hambrientos o enojados. Hay que cuidarnos de esos porque son muchos, y cuidarnos de los tábanos porque son muy feos y pican fortísimo; los zancudos resultan los primos más gentiles. ¿Trajimos repelente?

Así que minutos después están listas y armadas para rentar el automóvil y recorrer las poco más de dos horas hasta el sitio arqueológico.

Igual que años antes, Gilda deja el carro en el área que le indican los vigilantes; como lo pronosticó, o más bien deseó, un sol aún algo tímido amenaza con soltar rayos sabrosos.

Ambas escuchan la bienvenida de las aves y sienten el golpe de calor, eso y más, el bochorno que deja la piel pegajosa. Se ponen los sombreros y repelente en brazos y piernas. Flavia mira a Gilda, una alegría de niña forma luces en sus ojos. Sonríen y caminan sobre un sendero de gravilla rodeado de palmeras y plantas exuberantes que va serpenteando y que pasa junto al museo de sitio hasta llegar a un acceso en medio de la selva.

Y de pronto, ¡la maravilla! Lo primero que ven es el Templo de la Calavera y en seguida el de la Reina Roja. Se forman para entrar, pero antes Gilda se recrea con el paisaje, lo deseaba tanto y ya están ahí, no sabe si primero quiere conocer esa cámara mortuoria que fue descubierta siete años después de la última vez que estuvo ahí, o ir a plantarse en medio de la gran plaza para admirar tanto esplendor e imaginar el Palacio con el estuco recién acabado, quizá con algunos colores que evidencien el carácter alegre y sobrio del ajawlel de B’aakal.

—Cuando me muera, en vez de ponerme en una maceta como dijimos, prefiero que subas al Templo de las Inscripciones y dejes que mis cenizas vuelen hacia la selva.

—Ajá. Pero me lo dejas por escrito —responde Flavia y ambas ríen.

Hay muchos visitantes, se escuchan palabras de admiración, de sorpresa, hermosos comentarios, las voces de guías en francés e inglés, turistas, estudiantes, gente de todas las edades, hasta niños inquietos.

Gilda cuenta que cuando descubrieron la tapa de piedra del sarcófago donde estaba enterrada la Reina Roja, los arqueólogos se volvieron locos de emoción.

—Con una lente flexible pudieron ver por el psicoducto, que es un hoyo mínimo que dejaban los constructores prehispánicos para que el alma se comunicara con el inframundo, y descubrieron la gran cantidad de jade y de ofrendas que rodeaban la calavera; los huesos, los adornos y la sorpresa porque todo estaba rojo por el cinabrio, rojo betabel.

Flavia no sabe que es el cinabrio, Gilda tampoco lo conoce.

—Pero leí que es un mineral muy venenoso que extraen de una piedra y que preserva los huesos; no es el rojo cochinilla de los cuadros de Van Gogh, pero colorado en serio, sí. Aplicaban cinabrio como un doble embalsamiento. Y en esa tumba encontraron cantidades industriales. Los mayas tenían conocimientos muy avanzados en varias ramas: astrología, matemáticas: el primer cero del universo, y hasta en minería. Lo interesante de este sitio es que de ese periodo no se habían descubierto entierros de mujeres en la cámara principal. Entonces, ¿quién fue la difunta? ¿La mamá de Pakal? ¿Su esposa? ¿Una hija? ¿Otra gobernanta? Muchas dudas que los arqueólogos tardaron en descifrar.

—Pues ya dime.

—Pausa dramática, curva de tensión.

—Ajá. Que me digas.

—Dicen que desde que los arqueólogos pudieron entrar en el recinto estaban impactados porque encontraron el cadáver de un niño, como de nueve años, con un golpe mortal en la nuca y el de una mujer con varias puñaladas, parecía que la habían cortado en dos para sacarle el corazón; los cadáveres estaban bocabajo, el niño aventado como trapo y la mujer con las manos atadas a la espalda. La escena de un crimen. Y no sé por qué tanto escándalo. También en la tumba de Pakal hubo nobles sacrificados: seis, para ser exacta.

Flavia ya no se siente tan segura de querer entrar en ningún templo. La sorprendió la violencia, dice que nunca imaginó que los mayas fueran tan sanguinarios como los aztecas. Hubo que explicarle que su cosmogonía hablaba de la sangre renovada y de la necesidad de viajar al inframundo con la energía suficiente para volver a la tierra convertidos en plantas que se transforman en otra cosa y en otra hasta volverse humanos.

—Los mayas no eran antropófagos, cielo, ellos creían que regresaban a Lakamha’ en otro tiempo. Incluso ya habían estado entre los suyos dos mil años antes o doscientos mil, como si pudieran vivir en distintos planos cosmogónicos. Luego te llevo al Templo de las Cruces para que veas las representaciones, superestilizadas, hermosas, no se puede creer que las hicieran hace mil trescientos y pico de años.

—Mejor vamos al centro de la Gran Plaza como querías, para tomar fotos primero porque… —señala el cielo, hay algunas nubes negras burbujeando entre algodones blancos.

Las dos se sitúan en medio de la explanada para tener una panorámica desde ahí. Los grupos de visitantes van y vienen, habrá que buscar el momento. Gilda se aísla. Cierra las ventanas al exterior para gozar del paisaje, como si estuviera sola en ese bosque selva y con los habitantes de aquella ciudad. Imagina a cientos de hombres y mujeres bajos de estatura, que caminan por los senderos entre las construcciones, que suben y bajan escalinatas, todos vestidos con ropas de algodón bordadas, los nobles luciendo grandes tocados y joyería: representaciones de animales y plantas; muchas cuentas de jade y de concha nácar en pecho y muñecas, tal vez alguno con orejeras, todos con cinturones de pedrería y armas, todos preparándose para alguna festividad, por ejemplo, para celebrar el fin de algún katún.

Y justo en ese momento empieza el chipichipi.

Hay movimiento, gritos de sorpresa, risas; varias personas corren hacia el Palacio para refugiarse, otras intentan aguantar con una mano a modo de visera, pero terminan buscando un techo cuando la lluvia arrecia y empiezan los truenos en distintos sitios, hasta convertir aquello en una tormenta eléctrica. Los rayos sacan fotografías de las nubes, las siguen los truenos que rompen el horizonte y retumban en las plantas de los pies.

Gilda le pide a Flavia que la cubra para hacer unas tomas de ese cielo encapotado y de los edificios en medio del aguacero, hay que aprovechar la ausencia de turistas; quizás un relámpago le dé la foto única. Ella responde que está loca, pero accede y la cubre como puede hasta que le parece suficiente y sugiere que mejor se pongan a cubierto en el Templo de la Reina Roja.

—Llévate la cámara, yo me quedo. Ya verás que en un ratito se quita, pero si sigue, te alcanzo.

Flavia busca cobijo bajo el techo de paja que cubre el acceso a la cámara mortuoria, igual que varias personas, y desde ahí ve a su compañera de vida en medio del espacio, feliz, mirando a todos lados, ofreciendo el pecho a la tormenta; sabe que tendrá los lentes llenos de agua, que no trajeron ropa de cambio ni algo con qué secarse. “Ay, güerita”, piensa, “ojalá de verdad salga el sol”.

Gilda levanta los brazos hacia el cielo.

En ese momento, el horizonte se magnifica por la emisión deslumbrante de un rayo, que busca las copas de los árboles del fondo, pero de inmediato, una línea fibrosa de luz sale del suelo, quizás a doce metros de su compañera. Es un flashazo instantáneo, una visión, un cuadro incomprensible.

Y entonces Flavia ve que Gilda se proyecta algunos metros hacia atrás, inconsciente.

Verano del año 672

P

akal percibe que las piernas no lo sostienen con firmeza, pero como es su deber, acude a recibir noticias de la guerra que Lakamha’ libra con naciones de oriente y occidente, sabe que sus líneas de combate han sufrido derrotas y teme, por la alarma con la que fue convocado, que los informes sean terribles.

—Divino Señor —el soldado inclina la cabeza con respeto— los guerreros de Comalcalco destrozaron la caravana que venía de Teotihuacan. No llegarán las provisiones.

El Ajaw experimenta un gran alivio, su sentir había ido de la angustia a la relajación. Su hijo Wak-?-nal B’ahlam comanda un grupo de militares y temió que vinieran a notificarle su captura o, peor, que hubiera muerto en combate.

—Lo almacenado alcanzará apenas para diez kines — suelta con un poco de alarma el sacerdote que administra los víveres.

Al ver a los funcionarios esperando respuesta, Pakal deja el enfoque personal para asumir las obligaciones de su cargo.

—Habrá que aumentar al doble la conserva de carne con hojas y trozos de papaya y capturar más animales de agua dulce. Esto resolverá la necesidad a corto plazo, pero también es preciso sembrar y cosechar otros productos que nos permitan soportar la sequía que predicen los astros —afirma mientras busca la aprobación del consejero—. Tenemos la