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Alexa, una preparatoriana, se relaciona con Olivia a través de una página de internet; es tal su entusiasmo, que decide ir a conocerla. Roba el automóvil de su madre y llega a Puerto Pares, una playa perdida en la geografía del país. El viaje de iniciación la lleva a la sal del mar y al almíbar de la pasión y el deseo. Pero después de una noche de excesos, la sensual mulata aparece decapitada. ¡Decapitada! ¿Fue Alexa la asesina? Varias pistas lo afirman. La amnesia se pasea entre fragmentos de recuerdos que ella intenta jalar mientras huye de la policía.
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Seitenzahl: 71
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Puerto ParesPrimera edición: febrero 2021
ISBN: 978-607-8773-10-7
© Gilda Consuelo Salinas Quiñones (Trópico de Escorpio) Empresa 34 B-203, Col. San Juan CDMX, 03730 www.gildasalinasescritora.com Trópico de Escorpio
No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
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Distribución: Trópico de Escorpio www.tropicodeescorpio.com.mx Trópico de Escorpio
Diseño editorial: Karina Flores
HECHO EN MÉXICO
Las punzadas son alcayatas que taladran su cabeza. Aguijan. Alexa abre los ojos. No comprende qué le pasa. La mano viaja torpe para palpar el área. Descubre una protuberancia arriba de la nuca, bajo una plasta de pelo. Sangre tal vez. La mirada vaga buscando asidero. No sabe dónde está. Quiere recordar cómo llegó ahí.
Frente a ella una puerta de madera, la pared amarillo deslavado. Sobre la cama la entrada de la primera luz del día. Está acostada de perfil en un colchón duro, desconocido igual que la habitación. El piso es de baldosas naranja. Como sierpe, una colcha listada roja con blanco escurre en busca del suelo.
Alexa no logra evocar imágenes o fragmentos que la ubiquen, tampoco se esfuerza por pensar porque el dolor hace imposible concentrarse. Ve su silueta medio cubierta con una sábana rala. Siente un peso junto a ella. Unos pies cubiertos con la misma tela, igual que el resto.
Desliza la mano derecha hacia atrás, hacia ese bulto que comparte el espacio y siente la piel de la cadera. Está muy fría. Un trozo de carne inerme.
Se vuelve al tiempo que jala la sábana y la ve.
La mirada se imanta en el cuello cercenado, del rojo al negro, un cuerpo de escuela de medicina: músculos, vértebras, conductos. Manchas de sangre seca, oscura bajo el cuerpo, quizá en la espalda de Alexa.
Se levanta de un brinco, el grito se niega a brotar, muere en la garganta hecho tumor. La mirada fija en el tatuaje de la coralina enredada en el muslo moreno de Olivia. Es ella. Olivia decapitada.
Alexa camina hacia atrás con pasos cortos hasta topar con el tocador, los dedos pulsan cuerdas inexistentes, la mirada es una ardilla que regresa a prenderse en la sierpe, ahora más rojinegra sobre la carne demasiado pálida.
La chica talla brazos y piernas. Hay sangre seca en toda ella.
Busca el baño para escapar del horror, para reconocerse en el espejo. Entra a la regadera. Deja que los chorros raquíticos la mojen. Soba nerviosa, enérgica. Los embadurnes empiezan a soltar trenzas color ladrillo. Su cabeza deja escurrir hebras similares camino a la coladera.
El agua está bastante fría. Permite que inunde su boca. Escupe. Una vez más. El cuerpo ha empezado a responder al estímulo, tiembla. Cierra las llaves que chirrían en desacuerdo.
¿Debe salir del baño? Eso significa verla de nuevo: Olivia aparejada con la amnesia. El cadáver de la mulata y mil interrogantes que remuerden, igual que la herida que sigue doliendo, pero menos.
No sabe qué hacer.
Entra al cuarto escurriendo, la toalla se tiñe de rosa. Medio seca pecho y rostro. No quiere ver el cuerpo. Tampoco analizar sus sentimientos. Necesita salir de ahí. El horror es un dinosaurio.
La mirada en el piso descubre huellas de sangre seca sobre las baldosas, que van a un bulto de ropa y a una mochila, todo aventado al rincón.
Algo con que taparse. Jala una, otra prenda. Sale un playera y se la pone. Más abajo hay un short y al tomarlo descubre la cimitarra. Las manos temblorosas la levantan. Ella conoce ese sable, lo ha tenido en las manos.
Escucha un toque discreto en la puerta. El miedo es tenaza en el estómago. Otros golpes. Los ojos de Alexa fijos en la puerta, los pies clavados en el mismo sitio. Suelta la espada sobre la ropa. La vista prendida a la puerta, el corazón sacudiendo su pecho.
Una llave maniobra en la cerradura.
Alexa se pone el short. La madera cede para dejar entrar una fuente de sol y a contraluz, la figura de un chico escuálido con una gorra.
Se escucha el clamor lejano de una sirena.
El muchacho va hacia Alexa. La mirada estricta. Extiende la diestra, tiene manchas del mismo tono que ella acaba de borrar de su cuerpo; manchas en el pantalón recortado, en la playera, en manos y brazos.
Se repliega contra la pared y está a punto de enconcharse cuando siente que él pesca su mano y la jala. Ella resiste. El chico dice a señas que no habla y no escucha. Señas de urgencia de peligro en el vigor de las manos, en la cara. Vuelve a tomar la mano de Alexa y sin más, la jala hacia el corredor.
El escándalo de la sirena se escucha más cercano.
Ella va sin zapatos, denegando, débiles intentos por soltarse. Él termina arrastrándola hacia la parte de atrás del edificio. Un pasillo largo. Después, con un empujón, la obliga a trepar la escalera.
El ulular ya está ahí.
Una patrulla y una camioneta medio destartalada entran de manera ostentosa al estacionamiento del hotel. Levantan nubes de arena al frenar. Un par de rostros asoman desde la penumbra de una habitación.
De la camioneta descienden cuatro policías. Camisa blanca con insignias, movimientos marciales a pesar de su desgarbo. De la patrulla solo baja el sujeto que va al volante. Actitud de suficiencia y un vientre notorio que reposa en la hebilla del cinturón.
La recamarera, que iba hacia alguno de los cuartos con cubeta y mechudo, desaparece de la escena, y como en un movimiento paralelo, el encargado se hace presente tintineando un manojo de llaves.
El sordomudo asoma la mirada desde el pretil para desaparecer de inmediato.
La azotea: zona de impermeabilización, rodillo, cubeta, charola, producto recién aplicado.
Él: tal vez dieciocho años, costeño, flaco, con una mirada inteligente.
Junto a él Alexa hiperactiva, los pies descalzos, la boca seca. La intención de asomarse para saber qué pasa abajo, propósito que toma forma.
Las manos de él contienen la acción. De nuevo las señas: que no se asome porque la ven, que escuche para que le diga. Movimientos demasiado rápidos, instrucciones muy precisas que Alexa no logra descifrar o quizá sí, pero no está segura, los nervios, los pensamientos deshilachados, la necesidad de moverse, muchas dudas, todo le impide poner atención, centrarla, el recuerdo del cuerpo sin cabeza, el cuerpo de Olivia cercenado, la coralina en el muslo, un alucine, algo imposible de explicar, de digerir.
El costeño la trae al presente con una sacudida: que escuche, que escuche para que le diga. Esta vez sí pone atención y trata de quedarse quieta, pendiente:
—El cuarto 19, Sergio.
El hombre empuña el llavero y en cuanto franquea la puerta, dos de los ministeriales entran a la habitación con algo parecido a un paso marcial. Los otros dos elementos quedaron apostados en los sitios que señaló el comandante designándolos con el movimiento de su índice, atentos por si son requeridos, la diestra cerca del arma.
Pasan unos segundos.
—¡Jefe, reportando que en la cama está un cuerpo sin vida de sexo femenino, pero sin cabeza! ¡Nomás un cuerpo!
—Debe haber otra mujer.
—¿Muerta?
—¡Viva! ¿Buscaste en el baño, debajo de la cama?
El administrador desorbita la mirada que brinca del interior del cuarto a la cara del comandante, para luego regresar a la habitación. Está a punto de entrar cuando lo detiene la salida del segundo policía.
—¡Jefe, encontré el arma homicida! —blande triunfal la cimitarra que muestra huellas de sangre, quizá cabellos, pelusa.
—¡Cómo serás pendejo!
El comandante extrae una bolsa de hule del vehículo y arrebata la espada de la mano del subalterno que lo mira sorprendido.
—La única que está es la muerta, jefe. Pero mire la toalla, y en el baño también hay sangre embarrada, y huellas. Y otras huellas, pero esas de zapatos, mi jefe, sangre seca de zapatos de horma grande.