Conexiones - Adriana Patricia Fook - E-Book

Conexiones E-Book

Adriana Patricia Fook

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Beschreibung

Prepará tu corazón, observá a tu alrededor y conectá con tu mundo interior, no te olvides del amor que llevás dentro, fundite en un abrazo real. Conectate con las piedras y las flores del camino de muchas lunas y radiantes soles, que te transportarán a vivencias ilimitadas sin necesidad de soñar. Estarás despierto/a, descubrirás y sabrás que siempre hay una puerta a un mundo fascinante y así poder conectarte con todo lo que te rodea. El libro cuenta la biografía verídica de Adriana (una historia de superación); las conexiones son reales y están adaptadas dentro de las emociones con simpleza e intensidad.

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Seitenzahl: 207

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Conexiones

Un relato de

Adriana Patricia Fook

Ilustración Walter (Waltrom Waltronia)

Fook, Adriana Patricia

Conexiones / Adriana Patricia Fook. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2021.

Libro digital, EPUB.

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-4116-76-5

1. Autobiografías. I. Título.

CDD 808.8035

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

ISBN 978-987-4116-76-5

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.

Impreso en Argentina.

Índice

Prólogo

Buenos deseos

Introducción

La luz de los ancestros

Amor infinito

Trabajo, esfuerzo y armonía

Felicidad familiar

Las enseñanzas de Sam

Transformaciones

Loba herida

Los días en el hospital

Los días con Dorita

Un mensajero con alas

Deshaciendo nudos

Volver a empezar

Nuevos amores

Cumpliendo sueños

La caída

Esencia de cambio

Pandemia

Defender la alegría

Mención especial

Reflexiones

Prólogo

Con la magia de este encuentro y con la aventura de lo vivido, surge esta, mi historia, acompañada por tanta gente que me animó a realizar este libro.

Son mis deseos que esta pequeña obra, cuando se lea, motive al espíritu más inquieto y pueda infundirle optimismo y empatía, le dé fuerza y empuje y la capacidad de entrar en contacto con la inmensa energía que habita en cada uno de nosotros.

Este libro no pretende dar recetas ni consejos sobre las distintas situaciones; estas solamente son vivencias que me ayudaron a ver una perspectiva diferente de mi ser y a tratar de desarrollar los valores, muchas veces olvidados, que me inculcaron mis padres.

El texto cuenta mi historia, la mayoría de lo narrado es verídico. Hay pasajes en los que, al no tener evidencias fehacientes sobre la vida por mis ancestros, he dejado volar mi imaginación con base en mis sueños.

Todos los contactos celestiales, como aquellos con animales y la naturaleza, son reales y están adaptados desde las emociones, con simpleza e intensidad. Ojalá puedan disfrutar de este escrito y darle color a cada una de sus páginas.

Gracias, gracias, gracias.

Adriana Patricia Fook

Buenos deseos

Adri:

Escribir estas líneas, para mí, constituye un inmenso halago y un honor.

Por fin has llegado al final del camino. Sé que ha sido un proceso por momentos agotador, pero maravilloso, como el traer a la vida a un hijo; esta, tu creación, lo es. Como decía el escritor cubano José Martí, «hay tres cosas que cada persona debería hacer durante su vida: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro». Todo eso ya lo has logrado. Acá está plasmada tu historia de vida, tan rica, maravillosa, sorprendente, mística, alegre; tan llena de vida, como vos: un ser de luz.

El relato es sencillamente fenomenal y proviene de tu propia historia, tan íntima que emociona hasta las lágrimas. El libro jamás deja de conmover, cada página se convierte en cálida y deliciosa lectura. ¡Cuántas historias viviste, superaste!, y estás aquí para que disfrutemos de este hermoso momento: tu libro. Vos ponés la risa como remedio para el alma.

Muchos, al leerlo, podrán navegar en el pasado, disfrutar de aventuras, y también de momentos difíciles, como es la vida misma…

Te deseo éxito y te envío todo mi cariño, querida amiga.

Arsen C. Monzón de Zoccola

Introducción

—¿Qué buscas más allá del mar? —preguntó el sabio.

—La parte de mí que desconozco. El pasado del cual he nacido —respondió la discípula.

—Entonces, vas a tener que encontrarlo.

—Pero es bueno encontrar el pasado. ¿No merma eso el presente?

—Si una persona vive del pasado—explicó el sabio—, desperdicia su presente, pero, si un hombre ignora el pasado, tal vez desperdicie su futuro. Las semillas de nuestro destino son nutridas por las raíces de nuestro pasado…

La luz de los ancestros

¿Te preguntaste alguna vez qué podías hacer para conocer tu historia? Me imagino que sí; pensarás que podés hacerlo con documentos, fotos, comentarios de tu familia. Pero ¿sabés también cómo podés saber algo más de tus ancestros?: con un poco de imaginación, con la apertura de la mente y de tu corazón, para que se te revele lo que estás buscando.

Esto le pasó a la escritora de este libro, pues quería con todo su corazón saber mucho más de su familia, como también si le había quedado algún miembro de esta.

Lo intentó todo, desde averiguar en la embajada y en el consulado hasta preguntar a personas de nacionalidad oriental, pero todo fue inútil, todo una traba. Solo le quedó una manera: por medio de la intuición, que le hizo revivir algunos momentos de la historia de su familia en Asia.

Se remontó hacia casi mitad del siglo xix, cuando se produjeron dos conflictos entre el Imperio británico y el Imperio de China (la guerra del Opio).

En esa época, allí vivían los familiares de la escritora de este libro: eran trabajadores de la seda, gente con grandes principios, defensores de la familia y creyentes de la protección de los ancestros.

Fue muy dura la vida, pues en esos tiempos los británicos habían tomado varios puertos, entre ellos, el de Ningbo, distrito del lugar de donde era oriundo el clan.

Todo fue desazón para la familia hasta que, en el año 1893, nació Sam. A pesar de las penurias de sus padres, hermanos y abuelos, su llegada fue una bendición, volvieron a tener una esperanza con su nacimiento.

No pasaron muchos años y las familias del lugar comenzaron a tener conflictos entre ellos, saqueaban casas y se adueñaban de todo.

El clan decidió huir y buscar lugares en otras tierras. Armaron un plan, según el cual se encontrarían en la casa de un paisano y, de allí, irían todos juntos al puerto más cercano. No hubo tiempo de despedida, todos, preparados, fueron por distintos caminos. Sam iría con su mascota, Lobinan. Él saldría primero de allí, pues conocía muy bien el camino más corto para ir a la casa en donde habían quedado sus padres y hermanos.

Al principio tuvo miedo pues, a los minutos de haber salido, miró hacia la lejanía y le pareció que su hogar estaba en llamas. Luego recordó cuando sus padres le contaban que los lobos lo iban a proteger, pues eran parte de sus parientes. Los ancestros se juntaban en manadas para que nunca les ocurriese nada: eran sus talismanes. Pero no todo sería tan fácil, lo cubrirían, pero él tendría que aprender las leyes necesarias para su protección.

Pensó que encontraría a toda su familia en la casa de los amigos.

Cuando estaba muy cerca, como en una pesadilla vio cómo se incendiaba la casa. Sam no entendía nada. Comenzó a correr nuevamente hacia su hogar. Era un niño que no llegaba a los ocho años y estaba aterrado, esperaba ver a su familia, pero, cuando llegó, todo era cenizas y no había rastros de ellos.

Deambuló por muchos días intentando que lo ayudasen para llegar al puerto, pues era la única esperanza de encontrar a los suyos. La buena gente, al verlo tan indefenso con su mascota, le daba de comer, un lugar para dormir, y lo ayudaba para que él pudiese llegar al puerto de Ningbo.

Muchas veces sintió temor, pero siguió, pues su espíritu aventurero y su confianza en los ancestros no le permitieron claudicar: quería llegar al puerto.

En su travesía, todas las noches memorizaba las leyes espirituales para que sus ancestros lo protegieran. Recordaba las noches en que sus padres se las contaban.

«Sam, recordá siempre que la práctica de las virtudes es una parte esencial de la vida espiritual. Hijo, ellas van preparando la mente y el corazón para alcanzar la meta más elevada, la purificación de nuestro ser interno, la unión con el Supremo.

Pero, a veces, se duda, y podemos caer en el abismo, nos confundimos y permitimos que ingrese la oscuridad en nuestro corazón. Cuando ocurra eso, buscá la luz; al Supremo déjalo obrar en tu corazón, verás que en la quietud y la confianza residirá tu fortaleza. Cuando necesites y estudies las leyes e intentes practicarlas, verás cómo en tus sueños se iluminarán tus ancestros y vendrán en tu ayuda».

Luego de muchos días, llegó al puerto. Buscó a sus familiares por todos lados, pero no encontró rastros de ellos. Escuchó voces extrañas, en un idioma que no conocía. Comenzó a correr. Vio un barco muy grande e ingresó a este junto a su perrito, pero no tardaron mucho tiempo en descubrirlo. Sam ya estaba temblando no solo de miedo, sino que también estaba muy enfermo. Era un buque mercante de bandera británica; paradójicamente, la gente de la tripulación se apiadó de él y le salvó la vida, a pesar de que los británicos consideraban a los chinos personas no gratas. Tal vez se compadecieron de él porque era un niño, y no solo lo ayudaron, sino que además lo adoptaron y lo cuidaron por casi veinte años. Lo educaron como a un hijo y lo formaron en varios oficios, entre ellos, la cocina. Viajó por muchos lugares y experimentó aventura tras aventura. Durante quince años, vivió junto a Lobinan. Cuando murió su mascota, lo envolvió en una bandera de su país y tiró su cuerpo al mar. Ya tenía veintitrés años y, en ese momento, tomó conciencia de que no vería más a su familia, no le quedaba nada de su origen.

Pasaron algunos años más hasta que, en 1920, ingresó a los Estados Unidos, el fin de su viaje, después de casi veinte de no saber ni de su familia ni de su país. En la embajada de Nueva York, conoció un grupo de paisanos que se iban a México, y lo invitaron a que los acompañase, pues allí había muchos coterráneos. Él aceptó, pues estaba solo sin saber a dónde ir, pero creía que el destino le indicaría su camino.

Otra vez el desarraigo. Se despidió de la gente que lo había cuidado y tratado como a un hijo y se fue a México. No sabía qué podría hacer allí, aunque luego conoció a muchas personas en su condición. Un paisano le contó que nueve años atrás se había escapado de una matanza en la ciudad del Torreón. A pesar de que estaban lejos de ese lugar, observó que se mantenía el clima revolucionario. Se comentaba que los EE. UU. invadirían México porque buscaban a un jefe revolucionario llamado Pancho Villa y que el año anterior habían matado a otro líder revolucionario, Emiliano Zapata.

Sam pensó que no era seguro estar en ese país, pues había un clima muy candente en todas las ciudades. Uno de sus paisanos quería probar suerte en un país sudamericano, su corazón extenuado le decía que sería el último lugar, allí encontraría su morada.

Sam no lo dudó y, al año siguiente, llegaron a la Argentina. Esperaba poder vivir en un país en el que no hubiese tantos conflictos, trabajar y asentarse allí. En su viaje interminable, hablaba con sus ancestros, les pedía compasión, pues estaba cansado y debilitado de seguir caminando, se sentía en el abismo, muy alejado de la felicidad. Sam se quedaba dormido repitiendo: «Piedad, guías, piedad; no permitan que me discriminen por mi nacionalidad».

La masacre de trescientos tres chinos en la ciudad de Torreón

Esta es una de las masacres más crueles de la historia de México. Pocos conocen este capítulo negro de la revolución mexicana, cuando más de trescientas personas fueron asesinadas por el simple hecho de ser chinas. La xenofobia contra esta comunidad creció en todo el mundo al punto de que se emitieron leyes para expulsarlos. Se afirmaba que eran portadores de vicios y enfermedades; por tanto, era extendido el mito de que eran cobardes y un peligro para la salud pública. Las campañas en su contra fueron muy duras y varias comunidades de asiáticos tuvieron que huir y vivir en estado de persecución.

Con la llegada de la Revolución Mexicana, los bandos enfrentados se inflaron el pecho de nacionalismo, los pobladores extranjeros en el país fueron perseguidos, pero ninguna población sufrió más los derroches del patriotismo que los chinos: los mataron sin piedad, saquearon sus casas y se adueñaron de sus pertenencias.

Recientemente, el presidente Andrés Manuel López Obrador anunció que para el 2021 habrá un acto público para pedir disculpas a los chinos. La cifra de asesinados conocida por el Gobierno es de trescientas tres personas, la mayoría de ellas se dedicaba a trabajar en el campo. Más de cien años después, no existe un memorial o monumento que recuerde la masacre; la gente no sabe lo que sucedió. Pareciera que existe un encubrimiento histórico sobre la responsabilidad que tuvieron algunos líderes revolucionarios en el evento, y varios de los partícipes de la Toma del Torreón se encuentran representados en diversos monumentos en la ciudad.

Amor infinito

Aparentemente escapando de la persecución por su nacionalidad, llegaron a la Argentina. Entraron por el puerto de Santa Fe. Desde allí, viajaron al partido de Almirante Brown (Buenos Aires), específicamente, a la localidad de José Mármol, donde había un grupo de paisanos. Cerca de allí, una familia de nacionalidad alemana contrató a Sam para trabajar.

Cuando regresaba a la casa de sus coterráneos, en la vereda de una obra en construcción, una joven de aspecto sencillo, pero muy bella, sentada junto a su madre, miraba a la gente pasar.

Una tarde de domingo, Sam salió a caminar para conocer el lugar. Al dar vuelta la esquina, vio que la muchacha de sus sueños estaba sola en la vereda y, como sabía algo de español, se animó a preguntarle dónde quedaba la plaza de la zona. Ella enseguida le dijo, con un español tan raro como el suyo, que la esperara en la esquina, que estaría allí en unos minutos y le indicaría.

Y Enriqueta cumplió su promesa. Pronto llegó, le indicó cómo ir y le dijo que lo acompañaría. En el camino, ninguno dijo una palabra. Solo cuando llegaron, Sam la invitó a que se sentase en el banco de la plaza, mientras se preguntaba qué hacía un hombre de mar, experimentado en tantas aventuras coralinas, sentado allí con una muchacha.

Sam ya no quería estar en el oleaje de la fantasía, quería pisar tierra firme con una hermosa mujer, no con una ninfa marina. A sus ojos, Enriqueta era una hada del llano.

El diálogo fue surgiendo muy lentamente. Con timidez, él le preguntaba sobre su origen; ella le contó que había llegado no hacía mucho tiempo, pues su padre (Bernardo, italiano y ebanista) había sido contratado para realizar la puerta de un diario muy famoso: La Prensa. Como viajaba mucho con Josefina, su madre, en uno de sus viajes había nacido ella, en Ginebra (Suiza), pero ya sus padres habían llegado a Sudamérica para establecerse. Le contó con vergüenza y algo de miedo que debía estar en su casa antes de que anocheciese, pues su padre no la dejaba salir sin su madre; pero ella estaba recostada, con dolores muy fuertes, entonces Enriqueta le había pedido permiso a él, pues nunca hacía nada sin su consentimiento.

Sam imaginó que había heredado de su madre la sumisión y las lágrimas; sintió pena, pues veía que estaba muy controlada.

Él le contó parte de su vida, de sus pérdidas, de sus búsquedas y de las persecuciones que había sufrido; que sabía varios oficios, que no tenía dónde ir, pues su vida prácticamente había transcurrido en un barco, y que seguramente residiría en Buenos Aires. Ambos se percataron de que, de distintas maneras, estaban muy solos.

Sin que se dieran cuenta, el sol se estaba yendo del horizonte y, ya perdiendo la calma, Enriqueta le pidió que la acompañase hasta la esquina de su casa.

Sam no le preguntó si se volverían a ver, pues, luego de escuchar el relato sobre los dichos de sus padres, se imaginaba que ese sería el único encuentro, pues no la dejarían salir, y menos con un oriental. Enriqueta, antes de despedirlo, le dijo que, después del almuerzo, su madre se acostaba a descansar y su padre trabajaba; si él quería, podrían verse. Ella no tenía ninguna amistad y le gustaría, si él aceptaba, que se encontraran nuevamente. Sam quedó sorprendido con los dichos de la muchacha, que se expresaba con un tono muy dulce, con algo de picardía y vergüenza, lo que realzaba aún más su belleza.

Enriqueta llegó a su casa muy nerviosa, y sus padres, con tono amenazador, le preguntaron el motivo de su tardanza. Ella les contestó que estaba aprovechando los últimos días del verano para despejarse, y que caminaba por la zona y se quedaba en la plaza para mirar a los niños jugar.

Por su parte, Sam se sentía hechizado por Enriqueta. Lo atraía una fuerza interior, estaba cautivado por su manera tímida, inocente y femenina, esperaba ansiosamente el día siguiente para poder embelesarse con su hermosura.

Enriqueta, como todas las noches, ayudaba a su madre, luego cenaban juntos y se iban a dormir temprano. Pero esa noche fue distinta pues, después de tanto tiempo, su vida había perdido su monotonía. Experimentaba emociones nuevas, y su rebeldía comenzó a aflorar. No entendía cómo se había animado a mentirles a sus padres, pero no le importó, como tampoco le importaron las hojas secas del otoño que se avecinaba: sentía la primavera florecer dentro suyo, se imaginaba libre de sus padres para vivir una historia con Sam. Se sentía muy atraída por él; el destino los había llevado al mismo lugar a pesar de que los rieles de sus vidas habían sido diferentes: sus caminos los invitaban a unirse. Las diferencias eran abismales: ella vivía oprimida y acompañada, él era libre y no tenía familia. Pero las circunstancias no les iban a impedir vivir una historia de pasión y amor.

Las horas pasaron muy lentamente, la ansiedad les ganaba. Sam salió rápidamente del trabajo para almorzar y descansar, tenía dos horas para estar con ella, pues debía volver a sus obligaciones. Ni almorzó; se encomendó al Supremo, les pidió a sus ancestros que le mandasen suerte y fue a la plaza donde habían estado el día anterior.

La encontró sentada en el mismo banco. Cuando se iba acercando, eufórico y emocionado, vio sus ojos vidriosos y una mirada intensa, como si hubiera perdido la cordura. Se sentó a su lado, le tomó las manos y le preguntó qué le ocurría. Ella lo miró y comenzó a llorar como si tuviera las lágrimas contenidas por mucho tiempo. Él la abrazó, ella puso su cabeza en su hombro y se descargó, mientras él la acariciaba y le daba aliento, diciéndole que la tristeza se iría.

Enriqueta se sintió tan bien en sus brazos que comenzó a experimentar la pasión y las ganas de que la siguiera conteniendo y acurrucando. Sam le secaba sus lágrimas con tanta devoción que Enriqueta se enamoró de la manera en que él la hacía sentir. Por primera vez era libre. Lo miró fijamente, invitándolo, con sus ojos vidriosos, a que se acercara; Sam no se pudo controlar, buscó su boca y la besó apasionadamente.

Después de ese beso, comenzó a hablar nuevamente. Sollozando, puso sus sentimientos en palabras y le contó que era una muchacha oprimida. Él le habló con mucha consideración, muy dulcemente; le aseguró que era muy bella y que sentía algo inexplicable por ella, algo muy profundo, y que no dejaría que siguiera sintiendo ese dolor.

La tomó entre sus brazos apretándola contra su pecho, la besó nuevamente. Fue la primera vez que ella sintió el sabor de un beso. Ya no quedaban lágrimas; la vivencia resplandeció, todo en ese instante fue mágico. Las sonrisas, las palabras dulces y las caricias amorosas le demostraban la devoción que Sam sentía por ella.

Ese fue el inicio de una hermosa historia de amor y de pasión que se mantuvo oculta por casi un año. Luego, Enriqueta ya no pudo disimularlo, pues estaba embarazada. Cuando sus padres la increparon y se enteraron de quién era el padre, le cuestionaron cómo una muchacha decente se había involucrado con un chino.

Ella se rebeló contra sus padres, y con Sam se instalaron en una pensión. Fueron felices por algunos años. Pero, cuando su padre vio que su hija se había emancipado, ideó un plan para que volviese a su hogar. Le dijo a Enriqueta que su madre estaba muy enferma y se dejaba morir por el disgusto y la tristeza de no tenerla en casa, y la hizo regresar. Ella le prometió a Sam que, a espaldas de sus padres, seguirían con su historia de amor, pues ellos no aceptarían estar con su nieto, Juan Carlos, pero no podrían negarse a que ella visitara a su hijo, que se quedaría con él.

Sin darse cuenta de que la estaban dirigiendo, pues era una joven inexperta y temerosa, volvió a la casa de ellos.

Al principio, Enriqueta iba casi todos los días a cuidar de su pequeño, mientras esperaba a que Sam volviera del trabajo. Sin embargo, su padre la obligó, con mentiras, a ponerse en pareja con un amigo de él. Por la vergüenza que le habían inculcado y su inexperiencia, ella aceptó lo que le había ordenado su padre, Bernardo. Él quería que estuviera controlada, para que se cortara el amorío con Sam, sin saber que ese lazo nunca se rompería, jamás lo dejaría en el olvido.

Sam llevaba a Juan Carlos a todos los lugares en los que trabajaba, pues era un niño estudioso y trabajador. Con los años, su hijo se convertiría en un muchacho muy bueno y educado.

Sam trabajaba con personas que tenían una buena situación económica, y Juan Carlos era un apasionado de la lectura. Los patrones se encariñaron con el niño y le permitían usar la biblioteca. Siempre había sido autodidacta; como deambulaban de un lado al otro, había cursado pocos años de secundario, pero tenía conocimientos y le encantaba aprender.

Juan Carlos creció con su padre. Después de que su madre se puso en pareja, lo iba a visitar, pero iba acompañada, y no era lo mismo que cuando se quedaba con él casi todo el día. A Sam apenas lo veía, pero siempre le dejaba una carta en la que le decía lo mucho que los extrañaba.

Sam solo se regocijaba con ver crecer a su hijo; él más que nadie sabía del abandono y desarraigo, de la discriminación y las pérdidas, que todo era fugaz, que nada era un sueño, que en la vida había encuentros, despedidas, lágrimas y sonrisas. Sabía que hay que buscar la fortaleza interna del amor infinito para continuar en el camino. Ya no lloraba por el pasado ni se preocupaba por el futuro: su presente era educar a su hijo, mientras soñaba a diario con su hermosa Enriqueta. Solo con verla por unos minutos, aunque no pudiera acercarse a ella físicamente, sentía la conexión del amor más puro y sublime, y con esto le bastaba para ser feliz. El lazo que los unía no le permitía decaer. No malgastaba el tiempo en quedarse inmóvil ante los hechos que le iban acaeciendo; lo único que lo sacaba de eje era cuando su hijo lo cuestionaba y le preguntaba por qué sus abuelos no lo querían y por qué su madre, que tanto los amaba, no podía estar con ellos.

Sam, ante los cuestionamientos, le decía que no tenía la respuesta sobre sus abuelos, pero creía que eran personas muy desdichadas que solo vivían de la apariencia y eran esclavos de un vacío interior, y así perdían la felicidad de sentirse amados por su descendencia.

Con respecto a su madre, le contó una vieja leyenda: los ángeles miran la tierra y pueden ver, desde arriba, a todos los niños de los distintos lugares del mundo. De esta manera, no hay obstáculo que impida el encuentro ni adversidad que vulnere su amor infinito.

De acuerdo con la leyenda, hay una buena razón para que los ángeles le elijan un niño a cada niña. Es la misma razón por la que Dios le da al hombre dos ojos, dos oídos, dos piernas y dos manos: para que se complementen y actúen juntos como si fueran uno solo. Por esta razón, su madre, a pesar de la distancia, se encontraba con él.

Cuando murió Josefina, Enriqueta dejó a su pareja y volvió con sus amores. Su hijo ya tenía dieciséis años. El amor y la felicidad fueron el sello de algunos años más.

Pero Bernardo no claudicaba en separar a la pareja. Comenzó a manipular a Enriqueta, le decía que se había arrepentido, que aceptaría a Juan Carlos, que se sentía solo, pues había muerto su esposa, y que se moriría si ella no volvía con la pareja que había dejado, pues no resistiría la vergüenza que le producía Sam.

Nuevamente, Enriqueta volvió a la casa de su padre para cuidar de él y de su pareja; Sam permitió que Juan Carlos viese a su abuelo, pero él seguiría viviendo junto a su hijo.

Sin embargo, a Bernardo no le había salido bien la mentira, pues Enriqueta seguía teniendo conexión con Sam.

Cuando murió su padre, Enriqueta se dio cuenta del error que había cometido al haberle hecho caso, dejó a la pareja e intentó recuperar el tiempo perdido. Juan Carlos ya tenía veinte años. Con mucho amor y alegría, logró hacerlo, y fueron sus años más felices. Nuevamente, Sam y Enriqueta pudieron vivir su idílica y única historia de amor.