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Fay Sheridan se enfrentaba al momento más triste de su vida. Justo entonces se vio rodeada por una terrible tormenta, pero un hombre la sacó de la desesperación y le salvó la vida. El duro Chase Rafferty sabía que debajo del aspecto deprimido de Fay había una mujer alegre, y estaba dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario para verla feliz de nuevo… ¡incluso pedirle que se casara con él! Fay creía que era una broma… Un matrimonio de conveniencia por negocios nunca podría salir bien. Claro que… quizá hubiera llegado el momento de volver a vivir de verdad.
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Seitenzahl: 147
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Susan Fox
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Contrato nupcial, n.º 2158 - septiembre 2018
Título original: The Bridal Contract
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-631-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Si te ha gustado este libro…
EL CALOR texano de primeras horas de la tarde era intenso, haciendo de la pequeña tarea de reparar la valla un auténtico calvario. A Fay Sheridan le corría el sudor por el rostro mientras fijaba los cables de la valla a los postes, consciente de que tenía también que sustituir, cuando tuviera tiempo, algunos de éstos ya demasiado viejos.
Tiempo. Sintió su peso mientras se quitaba el sombrero Stetson para secarse la frente y la mandíbula con la manga de la camisa. Disponía de demasiado tiempo últimamente. Meses, semanas, días, horas, minutos…
Los segundos ya no duraban lo que antes. Eran tan largos como minutos. Llevaba una vida a cámara lenta en la que, cuantas más tareas encontraba para hacer, más tiempo le quedaba libre. Habían desaparecido los días en los que el trabajo duro y continuo hacía que le pareciera que los días volaban.
Fay se volvió a calar el sombrero y se acercó a su caballo. El animal alzó las orejas cuando ella puso el martillo y las grapas en la bolsa de la silla de montar, como si esperase que la jornada laboral hubiera acabado.
Se oyeron unos truenos y Fay miró al cielo.
Las lejanas nubes habían bloqueado el sol, a pesar de que aún hacía calor y el cielo, a su espalda y hacia el este, estaba despejado. Iba a ser una tormenta fuerte, llegaría por la tarde con granizo, muy necesitada lluvia y quizá un tornado o dos.
Fay se montó en el caballo y cabalgó a lo largo de la valla que separaba su rancho del rancho vecino, el rancho R-K y mucho mayor que el suyo, examinándola. Quizá le diera tiempo a recorrer toda la valla antes de que se desencadenara la tormenta. Se había entregado al trabajo casi con fanatismo; en realidad, no le ocurría sólo con el trabajo.
Vigilancia constante y trabajo continuo le habían ayudado a mantener la salud mental. La vida había vuelto a su cauce; al menos, eso era lo que creía. Sin embargo, había perdido el sentido del placer y del goce.
Se oyó un sonoro trueno y detuvo al caballo en lo alto de una montaña.
Las enormes nubes se estaban acercando rápidamente. El caballo, con desgana volvió la cabeza hacia la valla e irguió las orejas, expectante. La temperatura había descendido unos grados y Fay sintió la primera ráfaga de viento fresco, a la que se sucedieron más que contenían el olor a lluvia.
No le preocupaba estar montada en un caballo en lo alto de un montículo con las bolsas de la silla de montar llenas de artículos de metal que podían atraer a los rayos. No, no estaba asustada y se preguntó si volvería a sentir miedo alguna vez más en su vida. Ya había sentido el mayor dolor que podía sentir. Incluso desesperación.
Sabía que debía alejarse de allí y regresar a la casa, pero no parecía ser capaz de hacerlo.
Unas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre la hierba seca cerca de la valla. El caballo estaba inquieto, buscaba la seguridad del establo. Sin duda, quería escapar de la tormenta y no comprendía el retraso. Cualquier caballo, en su lugar, estaría ansiando el final de una jornada laboral y comida y bebida. La tormenta que se avecinaba hacía ese objetivo aún más atractivo.
Pero a Fay no le atraía el descanso en casa. Lo peor del día era, aparte de levantarse por las mañanas para enfrentarse a otro día, el momento en el que regresaba a la enorme casa donde sólo había una persona, el ama de llaves. Además, con frecuencia, Margie ya había acabado su trabajo y se había marchado a su casa cuando ella regresaba.
Fay continuó observando las nubes. El viento arreciaba con más fuerza y la lluvia caía pesadamente. El cielo continuó rugiendo y las descargas eléctricas se hicieron más frecuentes, y la ira que ella había contenido durante meses pareció liberarse con la tormenta. De repente, estaba furiosa.
Nadie había advertido a los chicos, no habían tenido ninguna posibilidad de salvarse. Habían estado haciendo esquí acuático y, de repente, en un instante, un barco les había atropellado y se habían ahogado. No habían sabido lo que se les avecinaba y no habían tenido oportunidad de escapar.
Y Fay llevaba un año entero de agonía, sin superar lo ocurrido.
Una vez más, se entregó a la autocompasión. ¿Qué le quedaba en la vida aparte del trabajo y la responsabilidad acompañados de tristeza, sentimiento de pérdida y pesar? A veces, se preguntaba si tendría el valor suficiente para enfrentarse a otro día.
Un rayo podía poner fin a todo ello. Y la idea de que, en realidad, quería morir le hizo adoptar una actitud aún más retadora.
El caballo, nervioso, sacudió la cabeza, pero Fay tiró de las riendas forzándole a quedarse quieto, desafiando a que la muerte la atacara con la misma brutalidad con la que había atacado a sus hermanos. Y como si la tormenta hubiera decidido hacerle caso, el viento comenzó a soplar con más fuerza aún. El granizo reemplazó a la lluvia y, de repente, paró. El caballo continuó sacudiendo la cabeza, relinchando con impaciencia.
Fay estaba tan sumida en la tormenta y en la furia que sentía que no distinguió entre los gritos en la distancia y el rugido del viento. Cuando los oyó, los gritos se hicieron más audibles:
«¡Fay!»
«¡Fay, corre!»
«¡Vete, por favor!»
«¡Fay, no lo hagas!»
«¡Corre!»
La comprensión le golpeó con fuerza. Sintió el roce de algo sobrenatural y, a la vez, familiar. Completamente sobrecogida, miró a su alrededor.
–¿Ty? ¿Troy?
Había oído las voces de sus hermanos y, sin embargo, no podía haberles oído llamarla. Mientras continuaba mirando a su alrededor en busca del origen de aquellas voces, se dio cuenta de que estaba temblando.
El caballo había aprovechado su distracción y se estaba alejando de la valla, a pesar de que ella aún tiraba de las riendas, sujetándolo.
Estaba confusa y deseaba volver a oír esas queridas voces.
¿Se había vuelto loca?, pensó atormentada. Pero había oído las voces con tanta claridad, había sentido el roce de algo sobrenatural con tanta realidad…
Fay aflojó las riendas; súbitamente, temerosa de que las voces volvieran a hablarle. Quizá lo que había oído era muestra de que se estaba volviendo loca.
Sin soportar aquel estado de ansiedad un momento más, instó al caballo a trotar, alejándolo de la valla. Pero justo cuando le dio orden de galopar, la atmósfera se tornó cegadoramente blanca al tiempo que un trueno hizo que el caballo se echara bruscamente a la izquierda, haciéndola perder el equilibrio. Para no caer, se agarró a un lateral de la silla de montar.
Un trueno más y un rayo hizo que el caballo se fuera hacia el otro lado; al instante, las patas traseras del animal resbalaron.
Fay logró mantenerse montada. El animal recuperó el equilibrio, enderezándose, pero se lanzó al galope alocadamente. Fay perdió las riendas y cayó al suelo.
Fay Sheridan era diferente cuando sus hermanos vivían: activa, divertida y simpática. Sus hermanos menores, Ty y Troy, se parecían mucho a ella: guapos, competitivos, aunque bastante traviesos. Fay los había educado muy bien; dura y estricta cuando lo requería la situación, pero siempre con buen humor. Fay había sabido comportarse como la hermana mayor y como una madre y un padre tras la muerte de éstos cinco años atrás.
Sin embargo, la tragedia ocurrida hacía un año había cambiado a Fay por completo; además de robarle a sus hermanos, le había robado a ella su vitalidad. Fay se había convertido en una especie de ermitaña, aislándose de la comunidad de rancheros, de amigos y vecinos. Durante el último año, muy poca gente la veía, a excepción de su ama de llaves.
Chase Rafferty era uno de los pocos que intervenía en la vida de ella y en su negocio. Por ese motivo estaba cabalgando a lo largo de la valla aquella tarde. Uno de sus empleados había visto a Fay por ahí; y como habían advertido de la tormenta que se avecinaba, Chase había decidido ver si Fay estaba aún por allí. No estaba seguro de que se hubiera ido a su casa.
En el momento en que vio a la delgada mujer en el caballo, se dio cuenta de que tenía que ir a hablar con ella. La tormenta estaba a punto de echárseles encima; pero en vez de ir a procurar refugio, Fay estaba observando el cielo. Lo que Fay estaba haciendo, tratándose de una tormenta como la que iba a haber, era suicida.
Por eso estaba allí, pisando el acelerador de la camioneta mientras gordas gotas de agua caían en el parabrisas y veía cómo el caballo de Fay se resbalaba y, al incorporarse, daba un quiebro y salía galopando sin su jinete.
La puerta de la valla entre el rancho Rafferty-Keenan y el rancho Sheridan estaba a más de un kilómetro y medio de distancia, por lo que Chase dirigió la camioneta hacia la valla. El impacto de la camioneta contra el alambre fue mínimo, pero sintió algo de resistencia antes de que el alambre se quebrara. Cuando la camioneta continuó, él giró el volante a la izquierda y fue a buscar el lugar en el que Fay había caído.
El viento hacía que el agua golpeara el limpiaparabrisas con fuerza, haciendo imposible la visibilidad. Por miedo de pasar por encima de Fay con la camioneta, Chase abrió la portezuela de la cabina y se asomó a tiempo de ver a Fay incorporándose a gatas.
La tonta de Fay estaba viva.
Fay no perdió el conocimiento, pero no podía respirar. Instintivamente, giró hasta quedar boca abajo con el propósito de aspirar el aire suficiente para aliviar la presión que sentía en el pecho. La cabeza le daba vueltas y sentía náuseas, pero logró incorporarse hasta quedar a gatas mientras trataba de recuperar las fuerzas. Tenía la ropa empapada y el hombro, la cadera y la rodilla le dolían. Intentó ponerse en pie, pero todavía no podía; alargó una mano y ésta entró en contacto con su sombrero, acercándoselo.
Le pareció oír el motor de un vehículo por encima del rugido de la tormenta, pero no estaba segura. No oyó las pesadas pisadas de las botas de un hombre hasta justo unos instantes antes de que éste la agarrara por la cintura y la levantara hasta ponerla en pie.
Fay lanzó un grito de dolor mezclado con sorpresa y contuvo otro mientras se veía arrastrada hasta la puerta abierta de la cabina blanca de una camioneta. Al menos aquello no era producto de su imaginación y su angustia disminuyó. El hombre que la había salvado la alzó en sus brazos y la sentó en el asiento contiguo al del conductor; fue tan rápido todo que tuvo que cerrar los ojos para combatir el mareo.
El hombre se sentó a su lado y Fay agradeció el calor de su hombro y de su rodilla al entrar en contacto con su cuerpo.
Al cabo de unos momentos, el vehículo se puso en marcha, despertando una nueva oleada de náuseas.
–¡Aminora la marcha! –exclamó Fay con los ojos cerrados.
–Tenemos una nube de granizo encima, por si no lo sabías. Aunque supongo que a ti ni siquiera te importaría estar en medio de un huracán, a algunos como yo nos gustaría morir de viejos.
El sarcasmo le despejó las ideas y Fay logró clavar los ojos brevemente en el perfil de Chase Rafferty antes de volver la cabeza de nuevo hacia delante… con vergüenza y resentimiento.
Rafferty. Chase Rafferty, que siempre aparecía cuando ella no quería ver a nadie. Las vallas sólidas y las puertas cerradas no significaban nada para él. Durante los últimos meses había sido la única persona a la que no había podido mantener a distancia, la única persona que no le había permitido llorar la pérdida de sus hermanos en soledad.
Todo el mundo había comprendido que necesitaba estar sola y que no le apetecía ver a nadie que no tuviera que ver por necesidad, excepto Chase. Lo peor fueron las cuatro semanas después del funeral, Chase se presentó cuatro mañanas consecutivas a las siete y golpeó la puerta de su dormitorio para informarle que era día laboral y que tenía a los empleados parados, sin hacer nada, esperando sus órdenes.
Y, por supuesto, Chase la esperaba en la cocina para asegurarse de que se había vestido y bajaba a desayunar. Se daba cuenta de que ella tenía resaca, pero esperaba a que desayunara para amonestarle, diciéndole que era muy peligroso ahogar la tristeza en una botella.
A la tercera mañana, al bajar a desayunar y encontrarlo en la cocina, ella le había amenazado con pegarle si se atrevía a decirle algo más que «buenos días». Sin embargo, aquélla había sido la última mañana que se despertó con resaca. La cuarta mañana, cuando Chase se presentó en su casa, ella ya se había ido a trabajar.
Unas semanas más tarde, Chase la llamó para preguntarle si iba a ir a la reunión de granjeros aquella tarde y si tenía pensado asistir a alguna reunión social durante el fin de semana. El mensaje había sido muy claro: «vuelve a vivir». El mensaje de ella a Chase, después de negarse a responder sus llamadas, también había sido muy claro: «déjame en paz».
Después de aquello, Chase había vuelto a la rutina de pasarse por su casa de vez en cuando, aunque empezó a preguntarle si tenía idea de vender el rancho. Al poco tiempo, Chase empezó a buscar tierras para arrendar; y como ella había vendido parte de su ganadería, él quiso saber si ella estaba dispuesta a hacer un trato para dejarle llevar algo de ganado a pastar en sus tierras.
Ésa fue la época en la que Chase le había molestado más, era como si la considerase una mujer débil incapaz de cuidar de su herencia por sí misma. La oferta, al principio, le había herido el amor propio, pero luego empezó a faltarle la confianza en sí misma y a hacerla sentirse una fracasada. Al fin y al cabo, Rafferty-Keenan era un negocio de gran envergadura y el hombre que lo dirigía tenía fama de saber reconocer los problemas de un negocio de ese tipo.
Y ahora, el hecho de que fuera Rafferty quien la hubiera visto caerse del caballo, quien la hubiera recogido para montarla en su camioneta y quien la estuviera llevando a un lugar seguro en medio de aquella tormenta la tenía enfurecida.
Y lo peor era que la había visto en un momento completamente autodestructivo antes de caerse del caballo. Sin duda, se lo haría saber. Por eso había empezado a tomarle manía.
Le resultaba difícil creer aquella época en el pasado, una época que duró años, en la que había estado enamorada de Chase Rafferty. Por aquel entonces, le habría encantado que Chase le hubiera prestado alguna atención; sin embargo, él parecía apenas consciente de su existencia.
Chase había tenido muchas novias y ella, siete años menor que él, era poca cosa para un hombre de mundo como Chase. Durante años había tenido miedo de que él acabara casándose con alguna de sus sofisticadas novias; al ver que no lo hacía, llegó a pensar que quizá pronto llegara el momento en que se fijara en ella.
Pero entonces los chicos murieron y ella perdió el interés en Chase, al igual que en todo lo demás. Aunque él seguía siendo tan virilmente guapo como siempre y tan perseguido por las mujeres, ella se había hecho inmune a sus encantos.
Y seguía sintiendo náuseas en la cabina de la camioneta.
Por fin, los árboles cerca de la casa de su rancho se hicieron visibles, al igual que los corrales y los establos. Chase condujo hasta la parte posterior de la casa, deteniendo el vehículo delante de la puerta trasera.
El limpiaparabrisas se detuvo con el motor, y Fay se dio cuenta de que allí apenas llovía. El viento soplaba con fuerza cuando abrió la puerta de la cabina e intentó salir antes de que Chase pudiera bajarse y rodear el vehículo para ayudarla. Pero Chase fue más rápido que ella y la levantó en sus brazos sin esfuerzo.
Tan pronto como entraron en el pequeño vestíbulo, Chase cerró la puerta con el pie y pasó a la cocina.
–¿Margie? ¿Estás aquí todavía?
El grito sorprendió a Fay.
–Ya se ha marchado. Déjame en el suelo.
Chase ignoró la orden. De la cocina la llevó al vestíbulo principal y de allí al cuarto de estar, donde la depositó en el sofá. La dejó un momento para agarrar el control remoto del televisor, lo encendió y buscó entre los canales en busca de un informe meteorológico.
Mientras él le daba la espalda, Fay se puso en pie a pesar del mareo. Le dolía la cabeza y le temblaban las piernas, pero logró dar un par de pasos antes de que Chase encontrara un canal en el que estaban dando el informe meteorológico y se volviera hacia ella.
–Siéntate y déjame ver cómo estás –dijo él bruscamente mientras la obligaba a volver al sofá–. Tan pronto como sepamos cómo es la tormenta entre este lugar y Coulter City, te llevo al hospital.
–No necesito ir al hospital.