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Maddie St. John sabe que para Lincoln Coryell solo es una chica bonita, glamurosa y mimada. A Lincoln Maddie le divierte y le irrita a partes iguales, y eso la enfurece, porque ella necesita su ayuda. Solo que el orgullo no le permite admitirlo… ni que su aspecto duro le parece irresistible. Lincoln sabe que es el primer hombre en hacerle frente a Maddie, y no puede creer su mala suerte cuando se queda atrapado con ella. Pero, para su sorpresa, ese desastre le revela una parte desconocida de Maddie. Linc descubre la vulnerabilidad que oculta Maddie bajo su orgullo y se da cuenta de que él podría ser el hombre que la domara.
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Seitenzahl: 196
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Susan Fox
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Los caprichos del amor, n.º 1478 - abril 2021
Título original: To Tame a Bride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1375-545-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
AQUEL viernes por la mañana, Madison St. John estuvo a punto de perderse la llamada de su madre.
Cuando abría la puerta para ir de compras, oyó sonar el teléfono. Como la doncella tomaría el mensaje, Madison no le prestó atención y se dirigió a su coche.
Pocas personas le hacían llamadas personales a Madison St. John. No tenía familia aparte de su madre ausente y de una prima, Caitlin Bodine. Con ésta llevaba cinco años sin hablar, y su madre sólo se ponía en contacto en las raras ocasiones en que recordaba que tenía una hija.
Los infrecuentes regalos de navidad y cumpleaños eran la única prueba de que su madre se acordaba de ella. Regalos que a menudo llegaban en el mes equivocado, lo cual indicaba tanto una conciencia en modo retardado como la incertidumbre del mes en que su madre había dado a luz.
Madison no sabía si su despreocupado padre había sobrevivido al circuito de carreras europeo o a su estilo de vida bohemio. La última vez que había oído hablar de él tenía doce años. Le había enviado una postal desde algún oscuro pueblecito de Francia, pero de eso hacía once años. Desconocía si su madre había estado en contacto más reciente con ese playboy de altos vuelos con el que en una ocasión estuvo casada poco tiempo, o si estaba con vida. Fuera lo que fuere lo que hubiera sido de él, era algo improbable que Madison llegara a saberlo, a menos que se molestara en contratar a un detective.
Desterró esos pensamientos deprimentes. Casi toda su vida había estado sin sus padres, y podía continuar de esa manera. Había aprendido a no necesitar a nadie, y había veces que se alegraba por ello. La vida era mucho menos dolorosa si no te preocupabas por nadie.
El chófer acababa de abrirle la puerta trasera del Cadillac cuando la doncella salió corriendo de la mansión y corrió a su encuentro en la acera.
–¡Señorita St. John!
Madison giró la cabeza, irritada por la demora. La pequeña doncella mostraba una prisa que consideraba poco digna, y la intención del leve fruncimiento de ceño con que la miró era transmitírselo. Esa doncella llevaba sólo tres meses a su servicio, aunque por ese entonces ya debería saber cómo esperaba Madison que fuera su comportamiento.
–¡Señorita St. John… tiene una llamada… de su madre!
La excitación que mostraba revelaba un conocimiento de las cosas al que no tendría que haber tenido acceso.
Aunque Madison rara vez discutía su pasado con nadie, y nunca con el personal de servicio, el que la doncella supiera con precisión lo rara e importante que sería esa llamada era prueba de que sus empleados, como todo el mundo en Coulter City, Texas, hablaban a su espalda. Enarcó una ceja y la miró con frialdad hasta que la otra apartó los ojos con expresión de culpa.
–Gracias, Charlene –repuso con rigidez; de igual manera regresó a la mansión.
Sintió un leve sobresalto cuando el significado de la llamada de su madre comenzó a surtir su efecto de manera más profunda. Por su mente pasaron recuerdos de la infancia. Había estado entregada a su cosmopolita madre, haciendo lo que fuera para complacerla. Como su atractivo e intrépido padre rara vez estaba en casa, su madre a menudo estaba triste.
Desesperadamente Madison había querido que su madre fuera feliz. Rosalind podía ser tan luminosa, alegre y divertida, que sus estados de ánimo lóbregos asustaban a la pequeña. ¿No había sabido, incluso entonces, que la perdería si no lograba curar su infelicidad?
Se había afanado tanto por complacer a su distraída madre. Había sido su esclava y su sombra, llevándole cosas, sin causarle jamás un problema, manteniendo sus vestiditos limpios y el pelo bien arreglado. Le había aterrado descubrir que era un patito feo, pero había oído a su madre quejarse de ello con sus amigas, de modo que debía ser cierto. El tono de la voz de Rosalind cuando pronunció esas palabras la había paralizado. Entonces se dio cuenta de lo afortunada que era porque alguien se molestara en atenderla; asimismo aprendió que el valor que tenía para la gente que más quería y necesitaba dependía casi por completo de su aspecto.
Todas las noches le había pedido a Dios que la hiciera hermosa para que su madre pudiera quererla. Si Dios la hacía hermosa, quizá su atractivo padre volviera a casa, o les enviara billetes de avión para que pudieran ir a Francia a verlo conducir sus coches en las carreras.
Cada mañana se había levantado y corrido al espejo para comprobar si sus oraciones habían sido escuchadas. Y cada mañana había tenido que mirar los pequeños rasgos feos y el pelo rubio desvaído con los que se había acostado la noche anterior.
Aunque le había roto el corazón, comprendía lo injusto que era que una mujer tan hermosa como su madre se hubiera quedado sola para criar a una niña fea. Le había preocupado lo humillante que debía ser para Rosalind que la vieran con ella y tuviera que presentar a una niña tan desfavorecida a sus deslumbrantes amigas, cuyos hijos eran tan bonitos y atractivos… y crueles.
Sus peores temores se hicieron realidad el verano que cumplió los ocho años. Entonces supo que ya era demasiado tarde; su madre había esperado tiempo suficiente para que su patito feo mostrara alguna señal de convertirse en cisne. Rosalind St. John había llevado a Madison a ver a su abuela, Clara Chandler, le presentó a la anciana a quien nunca había visto y luego la abandonó a merced de su hosca abuela.
Como adulta, Madison comprendía lo inestable, lo solitaria y descarriada que había sido su infancia. Vivir con su abuela había sido un infierno nuevo. Pero gracias a ella había llegado a conocer a su prima que vivía en el campo, Caitlin Bodine. Aunque la pequeña Caitlin, que tenía el pelo oscuro y era hermosa como un ángel, nunca pareció notar que Madison fuera fea. Jamás se burló de su cara ni de su pelo, y en ningún momento se mostró mezquina con ella.
La madre de Caitlin acababa de morir y a su padre también le resultaba indiferente. Con tantas cosas en común, casi de inmediato establecieron un vínculo. Madison se había mostrado tan agradecida por la amistad incondicional de Caitlin, que cada noche durante aquella primera semana se había quedado dormida con lágrimas de felicidad en los ojos.
Parpadeó para desterrar el aguijonazo sentimental. Caitlin… El doloroso dilema moral con el que llevaba semanas luchando provocó otra oleada de caos en su corazón. ¿Podría perdonar a su prima y mejor amiga por lo que había hecho? Sólo la distracción de la llamada de su madre podría haber acallado ese caos para brindarle un foco de atención lo bastante fuerte como para soslayarlo.
Entró en la biblioteca y se detuvo muy cerca de la puerta. En cuanto tuvo la certeza de que se hallaba sola, se lanzó hacia el gran escritorio y recogió el auricular. Titubeó antes de hablar; cerró los ojos con fuerza, tratando de moderar su respiración agitada para sonar normal y sosegada. Se le aceleró el pulso hasta que el corazón le martilleó en el pecho.
–Madison St. John –dijo con todo el aplomo e indiferencia que pudo acopiar. Aferraba el auricular con tanta presión que le dolían los dedos.
–¡Hola, Maddie! Santo cielo, pareces tan adulta… ¿cómo estás, querida?
La pregunta de Rosalind era una practicada fórmula social, que no necesitaba respuesta. Madison se obligó a transmitir alegría a su voz y repuso en el mismo tono:
–¿Cómo estás tú, madre? Suenas maravillosa.
–Me he vuelto a casar –soltó Rosalind, como si no pudiera contenerse por la felicidad.
Madison se dejó caer despacio sobre el sillón giratorio que había detrás del escritorio y se mordió con fuerza el labio mientras escuchaba la voz entusiasmada de su madre.
Con ése, ¿cuántos maridos eran ya? Según Roz, su nuevo esposo era un hombre mayor, muy rico, que la colmaba de atenciones y diversión y le hacía los regalos más exquisitos. Sus hijos adultos la adoraban, y en ese momento era abuela.
–Abuela política, desde luego –continuó Rosalind–. Claro está que nadie puede creer que sea lo suficientemente mayor para ser abuela… –rió–. Me aburre tanto que la gente constantemente comente que parezco demasiado joven para serlo. Estoy pensando en empezar a decir que soy su madre. Oh, son unos pequeños tan encantadores. Ya son tres… dos niñas preciosas, preciosas, y un niño muy atractivo…
Madison inclinó la cabeza, muy herida. Los «pequeños» debieron tener la buena suerte de nacer hermosos. ¡Y, Dios, tres!
–Hastings está ansioso por conocerte, querida –continuó su madre, ajena al silencio doloroso de Madison–. Quiere que vengas a pasar el fin de semana a Aspen. Todos los niños estarán aquí…
Madison alzó la cabeza con una agonía de esperanza y excitación. Su madre nunca, jamás, la había invitado a ninguna parte. Fue muy consciente del tiempo que hacía que no veía a Rosalind, ya que una parte de su corazón había mantenido la cuenta. Doce años, tres meses, unas semanas y un puñado de días…
El recordatorio provocó un destello de furia al ver la verdad. Su nuevo marido, ¿Hastings?, debió haber formulado más preguntas que los otros hombres de su vida. Probablemente su madre se había sentido obligada a convocar al patito feo a su lado. ¿Habría averiguado de algún modo que Madison al fin se había convertido en un cisne? Al instante supo que de ella se esperaría que desfilara ante el nuevo marido de Roz y su familia política con el fin de proporcionarle a su madre errante algún tipo de legitimidad con ellos.
Hastings debía ser multimillonario.
Ese pensamiento cínico surgió de forma natural. Analizó las dos únicas opciones que tenía, sí o no.
«Sí, iré hoy… No, tú nunca me has querido…»
¿Sí al destello de esperanza? No a la pesadilla de la simulación. El dolor y el resentimiento de toda una vida avivaron su orgullo.
–No… no sé cuándo podré escaparme –se obligó a decir.
–¡Oh, querida, sólo estaremos aquí hasta el domingo por la tarde!
El gemido falso que Madison había olvidado encendió más furia antigua y le hizo apretar los dientes.
–Veré lo que puedo hacer, madre. Es tan difícil que pueda irme con tan poca antelación.
–Oh, cariño, por favor, inténtalo. Hastings y los niños se sentirán tan desilusionados. Yo quedaré destrozada si no logras venir… –dejó que la voz muriera como si la emoción le impidiera proseguir.
Alguien debía estar cerca de Rosalind para captar su lado de la conversación, lo que explicaba esa actuación merecedora de un Oscar. De pronto Madison se sintió profundamente asqueada.
–Lo intentaré, madre –respondió al fin.
–Oh, esa es mi adoradahija.
El tono de voz cambió con tanta rapidez a su expresión habitual que confirmó la sospecha de Madison de que la súplica de segundos atrás era una farsa porque tenía un público al que quería impresionar.
Roz le transmitió una serie de indicaciones para llegar a la residencia de Aspen, una de las cinco casas que tenía Hastings en los Estados Unidos. Madison no se molestó en apuntarlas. Las recordaría todas como si se las hubieran marcado en el corazón con un cuchillo, ya que eran las palabras de su madre.
Convencida de que su hija iría de inmediato a Aspen, Roz finalizó la breve conversación y colgó.
Madison permaneció sentada con rigidez, mareada, con el corazón aún latiéndole con fuerza y el estómago revuelto. Al final se dio cuenta de que tenía pegado el auricular al oído. Lo apartó y lo dejó sobre el teléfono. La mano le temblaba con violencia.
Se retiró a su dormitorio y pasó casi todo el viernes yendo de un lado a otro. ¿Cómo podía esperar Rosalind que se desviviera por ir a Colorado? ¿Cómo podía negarse? El dilema la tenía sumida en un mar de inquietud.
Debatió la elección, reviviendo el dolor de toda una vida. Cuando esa noche se metió en la cama, la cabeza le palpitaba. Logró dormir sólo porque se hallaba extenuada.
Por la mañana, se convenció de que tenía que ir y llamó a las aerolíneas de San Antonio para reservar un billete. No tardó en descubrir que el mundo había conspirado para retenerla en Texas al menos un día más.
Al principio se sintió irritada al descubrir que todos los vuelos con conexiones a Colorado estaban cubiertos. A media mañana, se hallaba desesperada. Había intentado alquilar un avión privado en Coulter City, pero no había ningún piloto local disponible ese día, sin importar el dinero que ofreciera.
Justo cuando se encontraba a punto de hacer las maletas e ir en coche a San Antonio para aguardar en la lista de espera o contratar un vuelo privado desde allí, alguien del aeropuerto local la llamó para informarla de que un piloto particular había tenido una cancelación y estaba disponible.
Madison subió corriendo a su cuarto, donde una doncella le hacía las maletas.
–La de seda gris no, Charlene –indicó irritada al sacar la delicada blusa para dejarla a un lado.
Supo que se había mostrado demasiado brusca, pero no le prestó atención al impulso de disculparse y fue de un lado a otro de la habitación mientras supervisaba la ropa que le guardaban. Era mejor no mostrarse demasiado accesible. No quería fomentar una relación personal con nadie de su personal de servicio. En el pasado había cometido ese error y había terminado por lamentarlo.
Cada vez más inquieta, se dirigió al cuarto de baño para recoger ella misma sus cosas personales… jamás le confiaba a una doncella la misión de garantizar que todo el maquillaje y los cuidados para el cabello estuvieran guardados en su neceser.
Por último, se cambió de ropa. Eligió una blusa roja de algodón y unos pantalones caquis. Las botas bajas de andar que seleccionó estaban hechas de piel y ante finos. Las había elegido más por su aspecto elegante que por ser prácticas, pero hacían juego con su atuendo.
La inseguridad hizo que retocara su maquillaje, comprobara la laca de sus uñas y se cepillara con cuidado el pelo antes de estudiar su imagen en el espejo. ¿La reconocería su madre? Giró la cabeza a un lado y a otro, buscando con ojos críticos algún destello de la niña fea que había sido.
Sus frecuentes viajes a San Antonio para que le tiñeran el apagado rubio de su pelo con una tonalidad brillante próxima al platino compensaban de sobra el dinero y el tiempo invertidos en ello. Era fanática con los frecuentes retoques. El largo hasta el cuello, con la parte de atrás levemente más corta que los costados, era sencillo, elegante y fácil de mantener.
Su piel era clara y la serie de productos que empleaba para su cuidado la mantenía impoluta. Sus rasgos delicados se habían suavizado, sus dientes eran de un blanco intenso y perfectamente rectos después de años de ortodoncia, y su esbelta figura exhibía unas curvas femeninas que mantenía con rigidez con una dieta. Sólo el azul profundo de sus ojos era el mismo.
Cuando se sentó en el asiento trasero del Cadillac y el chófer cerró la centelleante puerta negra, el corazón le palpitaba de excitación y temor. En unos segundos avanzaron por las calles de Coulter City en dirección al pequeño aeropuerto situado más allá de la entrada de la ciudad.
–¿Qué quiere decir con que no me puede llevar a Aspen?
Aunque la educada voz femenina no sonó ni alta ni aguda, llegó desde el hangar junto a la pista hasta donde Lincoln Coryell había aparcado su Jeep. Al instante reconoció el tono frío y desdeñoso y sintió que se le agriaba el buen humor.
Era evidente que Madison St. John, la reina de Coulter City, intentaba comprender el significado de la palabra no. Una sonrisa sombría levantó sus labios mientras sacaba su equipo del Jeep y cerraba la puerta.
Hermosa, elegante y asquerosamente rica, la señorita St. John debería ser una de las herederas más perseguidas de Texas. Pero, a cambio, los hombres evitaban su lengua afilada con tanta diligencia como esquivarían un hormiguero gigante. Cualquier hombre con sentido común descubría en el acto que ninguna cantidad de dinero resultaba compensación adecuada para el infierno que tendría que soportar si se enredaba con ella. Uno o dos cazafortunas habían sido lo bastante valientes como para probarlo, pero ella poseía la capacidad de hacer que cualquier hombre lo bastante tonto como para acercársele huyera despavorido.
Apenas debía tener veintitrés años, pero observaba el mundo con el cinismo y la arrogancia de una mujer amargada del doble de su edad. Su abuela, Clara Chandler, había sido igual, aunque la edad y la mezquindad la habían vuelto mucho peor.
Madison no siempre había sido así. Linc había trabajado en el rancho que su abuela tuvo durante muchos años. Recordaba a Maddie St. John como a una adolescente torpe y flaca con el pelo revuelto y la boca llena de alambres. Entonces había sido una joven dulce, tímida, de voz suave y cortés con todo el mundo.
Pero esa joven dulce y tímida había crecido hasta convertirse en una belleza consentida e indulgente consigo misma, tan cambiada que ya no quedaba rastro de la niña que había sido.
Al dejar atrás la esquina del hangar para dirigirse al sitio donde tenía su pequeño avión, al fin pudo ver a Madison con el piloto, Tom Grant.
–Usted aceptó llevarme a Colorado, señor Grant –continuó con esa voz imperiosa que era como papel de lija sobre los nervios de él.
–Es un largo vuelo, señorita St. John, y…
–Quiere más dinero –no era una pregunta. La voz suave había descendido, haciendo recordar el gruñido de advertencia de un gato.
–No, señorita –dijo Tom, sacudiendo la cabeza como si estuviera ansioso por corregir la impresión de ella–. Pero mi esposa ha decidido que me había visto poco estos días y no tolerará que me ausente casi todo el fin de semana después de la cancelación de mis otros pasajeros. Dijo que me quería en casa.
–Qué dulce –el comentario de Madison fue venenoso, y Tom se movió nervioso de un pie a otro.
Linc pudo imaginar la mirada que le lanzaba al pobre, aunque sólo veía su perfil al pasar a unos metros de donde se hallaban.
En ese momento Tom lo avistó y agitó el brazo para captar su atención.
–Ahí tiene a Linc Coryell, señorita St. John. Tengo entendido que va a volar a Aspen… ¡eh, Linc!
Madison se volvió para mirar en la dirección que indicaba Tom Grant. El piloto emprendió el trote para interceptar a Lincoln Coryell. Mientras miraba, Tom la señaló con un dedo pulgar, dijo algo demasiado bajo para que pudiera oír y luego dio la vuelta para regresar a toda prisa hacia la oficina de pista.
Irritada porque el piloto la hubiera distraído para escapar de ella, se puso rígida cuando sintió la mirada de Linc. Llevaba unas gafas de sol de espejo. La sombra del sombrero Stetson negro habría hecho imposible leer la expresión en sus ojos a esa distancia, pero las gafas proyectaban un retraimiento que lo hacía parecer inabordable.
Vio que tensaba la boca antes de apartar la vista y continuar su camino. Reacia a dejar que se le escapara esa oportunidad, fue tras él.
Aunque sentía aversión por los hombres como Lincoln Coryell, directos, poco educados y con imagen de machos, toleraría unas horas de su presencia si podía llevarla a Aspen. El instinto más que la experiencia pasada le indicó que era uno de los pocos hombres de esa parte de Texas al que nada impresionaban su nombre o su fortuna.
Aunque tampoco era un hombre que mostrara deferencia con mucha gente. Era demasiado duro y millonario para ser intimidado, y aunque el antiguo vaquero probablemente era más rico que ella, su falta de educación, había oído decir que no había completado el instituto, y su pasado como peón de rancho lo excluían de ser un miembro íntimo del pequeño círculo privilegiado de Coulter City y sus alrededores.
Sospechaba que a un hombre como él jamás se lo podría comprar o sobornar, y la única intimidación que surtiría efecto en él era la extraña intimidación que de pronto sintió ella.
Plantó una leve sonrisa en su rostro para irradiar la amigabilidad que necesitaba proyectar, pero la necesidad de hacerlo hizo que apretara los dientes. Podría encontrar otro vuelo, pero poco factible antes del día siguiente. La posibilidad de que al día siguiente fuera demasiado tarde fue lo que la impulsó a tomar en consideración el empleo del encanto.
–¿Señor Coryell? –comenzó cuando al fin lo alcanzó–. Tengo entendido que va a volar a Colorado –esas gafas con espejo se posaron en ella unos momentos mientras caminaban juntos. Ella se obligó a sonreír aún más bajo su escrutinio, aunque el esfuerzo pareció una mueca incómoda–. Estoy más que dispuesta a pagarle –añadió, luchando por mantener la voz razonable y agradable. La sorpresa de su silencio hizo que aminorara el paso. Al ver que el otro continuaba, titubeó y corrió en pos de él, molesta por la indignidad de tener que perseguirlo–. He de llegar a Colorado por la noche, señor Coryell –llamó, cada vez más frustrada. Con las mejillas acaloradas por la humillación, echó un rápido vistazo hacia la oficina y el hangar para ver si alguien los miraba.
Y al siguiente instante chocó con la espalda de Linc. Éste había aminorado la marcha cuando ella no miraba. Jadeó y saltó atrás como si la hubieran quemado.
Y así había sido. El calor de su cuerpo grande y de sus ropas calentadas por el sol la había abrasado; apenas pudo contenerse de evitar inspeccionarse en busca de algún daño. Pero él se había vuelto y la línea de su boca atractiva la advertía de que estaba irritado.
Sabiendo que debía mostrarse cortés si quería tener alguna esperanza de convencerlo de que la llevara a Colorado, volvió a obligarse a exhibir una sonrisa tan nerviosa y antinatural como la anterior.
–Lo siento, señor Coryell. No esperaba que frenara tan… bruscamente –la disculpa daba a entender de forma automática que él era el culpable por detenerse, lo cual era cierto. Pero no aceptaba la culpa con facilidad. Madison lo notó por el endurecimiento de la mandíbula firme. Obligada a recuperarse del desliz, se vio forzada a añadir–: Durante un instante no miré por dónde iba –titubeó, dándose un instante para ocultar la aversión que experimentaba por disculparse dos veces–. Discúlpeme.
No se había percatado de lo alto que era Lincoln Coryell ni de los hombros anchos que tenía hasta que quedó a medio metro de distancia. La parte superior de su cabeza apenas le llegaba a los hombros. Los espejos de sus gafas estaban inclinados hacia ella, y ver los reflejos gemelos de sí misma hizo que se sintiera aún más pequeña.