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Lillian tenía una misión que cumplir: impedir la boda de su hermana. Su abuela no solo desheredaría a ambas si Lillian no conseguía su objetivo, sino que, además, su hermana entraría a formar parte de la familia de Rye Parrish, que era el hombre más egoísta y vanidoso que Lilly había conocido en su vida. Por suerte, Rye también estaba dispuesto a cancelar aquella boda, porque creía que su hermano era demasiado bueno para Rachel, a la que consideraba una caprichosa e insoportable millonaria. Pero el orgullo de Rye le impedía cooperar con Lilly. Solo porque ella fuera irresistiblemente bonita, no significaba que no fuera tan caprichosa y absurda como su hermana. Lo que ocurría era que Lilly, de alguna manera, comenzaba a parecerse cada vez más a su ideal de mujer...
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Seitenzahl: 220
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1998 Susan Fox
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Los caprichos del destino, n.º 1360 - marzo 2022
Título original: A Wedding in the Family
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-578-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
RYE PARRISH odiaba a las mujeres que se parecían a su madre. Ricas, mimadas, obsesionadas con su físico, su ropa y la cuenta bancaria de sus maridos. Su madre nunca quiso la gran casa que Rand Parrish construyó para ella en Tejas. Soportaba las atenciones de su marido y su compañía siempre que ella pudiera seguir gastando su dinero como si fuera agua y vivir la mayor parte del año en la ciudad.
Pero, después de haber tenido dos hijos, ella decidió que la maternidad era un precio demasiado elevado a cambio de la fortuna de Parrish. Entonces, se había marchado abandonando a su marido e hijos. Se fue, sin mirar atrás, cuando su hijo menor seguía llevando pañales y el mayor tenía ocho años.
El hermano menor de Rye, Chad, recordaba vagamente a su bella madre. Rye recordaba todo de aquella mujer atractiva que nunca había sido capaz de demostrar cariño por sus traviesos vástagos. Rena Parrish se horrorizaba de la cara y la ropa sucia del niño. Gritaba al ver las rodillas llenas de rasguños o una enfermedad propia de la edad. Nunca los había consolado y rara vez los atendía, sólo los criticaba.
Incluso así, su marcha le había herido profundamente. El abandono de la madre había sido tan definitivo, que algunas veces había llegado a odiarla. Y hasta sus treinta y tres años, había comparado con su madre, cada mujer a la que había conocido. Juzgaba desproporcionadamente los más pequeños defectos, igualándolos a los de Rena, y no había encontrado ninguna mujer que le mereciera un poco de respeto. Incluida la rubia elegante que caminaba junto a él, en la terminal del aeropuerto.
Rye la observó, entornando los ojos cínicamente, y admiró el corte masculino de su melena rubia. Su rostro aristocrático tenía rasgos delicados, su piel perfecta, de color claro y sonrosado. La blusa de seda rosa que llevaba, y los pantalones de color verde, eran de marca. Las sandalias que envolvían sus pequeños pies habían sido diseñadas expresamente para ella, junto con el bolso de piel a juego. Detrás de ella iba un muchacho, llevándole las cuatro maletas; pero la actitud de ella, su caminar recto y elegante parecía despreciar completamente su presencia, como si el equipaje fuera de otra persona.
A Rye Parrish le disgustaban casi todas las mujeres; sin embargo, a primera vista, esa mujer le provocó algo más que desprecio. Incluso, aunque no hubiera adivinado que la muchacha había ido desde Nueva York a Tejas para expresar el rechazo de su familia al compromiso entre su hermana pequeña y el hermano pequeño de él, no le habría gustado. El desprecio que sentía por las mujeres de su categoría lo aseguraba.
Lillian Renard atravesó el vestíbulo, tan cansada por el viaje que tenía el estómago revuelto. Había estado mirando por la ventanilla cuando el avión había comenzado a perder altura, horrorizada por el territorio baldío al que llegaba. Los pocos edificios desperdigados, no más de seis, aumentaban la sensación de que estaba a miles de kilómetros de la civilización.
Lillian no soportaba las situaciones nuevas. De hecho, era bastante cobarde. Viajar a una zona considerada poco más que una lejana y salvaje frontera del oeste, era terrorífico para una mujer joven que se había criado en la ciudad y nunca había salido del entorno urbano. Seguía sin entender por qué su abuela había insistido en que fuera ella la que viajase hasta Tejas, para dar un ultimátum a su rebelde hermana Rachel.
Y es que Rachel era la nieta favorita de su abuela. Lillian había vivido continuamente tratando de conseguir una mínima parte del cariño de su abuela. Pero Rachel, una muchacha excéntrica, que continuamente se escapaba de casa para meterse, una y otra vez, en escándalos, era la que había conseguido apropiarse de todo el amor de la anciana. Hasta que huyó con un vaquero de Tejas.
Aunque Rachel tenía apenas veintidós años, Chad Parrish era su quinto novio. Como era un vaquero, de los que agrupan el ganado a caballo, la abuela había hecho oídos sordos al asunto hasta que supo que había heredado únicamente la mitad de una de las primeras fortunas de Tejas; lo que no estaba a la altura de lo que su nieta merecía. La abuela estaba furiosa. Si Rachel no dejaba a su vaquero y volvía a Nueva York, la desheredaría, rápida e irrevocablemente.
No sólo eso, si Lillian no conseguía su propósito, también sería despojada de sus propiedades como heredera.
Su corazón temblaba ante la idea de ser tan terriblemente avergonzada. Después de haberse criado entre la élite de Nueva York, no soportaba imaginarse separada de ella, sin dinero en el bolsillo. El escándalo y la humillación eran inimaginables. Había sido mimada cuidadosamente, y separada de los que su abuela creía desmerecedores de su amistad, a los que investigaba cruelmente. Debido a ello, su abuela había dominado y controlado todas las personas de su entorno. Las había educado en internados y colegios mayores exclusivos, donde estaba asegurada la presencia de señoritas de las mejores familias. Se había descartado darles una verdadera educación que las capacitara para vivir de algo que no fuera su herencia.
Lillian estaba segura de que aquello había sido una manera más de ejercer su poder sobre ellas. Lillian y Rachel habían sido enseñadas a dar órdenes a todo un equipo de criados de una casa, a participar en actividades de caridad o a alternar con personas importantes, así como a ser la esposa perfecta de la persona que su abuela eligiera como marido para ellas. Ninguna de las dos sería capaz de trabajar para mantener el nivel de vida al que estaban acostumbradas. La idea de tener que vivir sin la herencia de su abuela era algo espantoso.
Por ese motivo, Lillian había ido a Tejas a rescatar a su díscola hermana. Rachel se comportaba como si la posibilidad de perder su herencia fuera tan improbable como absurda. De hecho, ya se había gastado importantes sumas de dinero en viajes y caprichos. El amante de turno se había beneficiado de ello, y ella se había convertido en una presa fácil de hombres con pocos escrúpulos que buscaran mujeres adineradas. Si la joven Rachel de repente fuera desheredada, su vida, seguramente, se convertiría en una carrera hacia el desastre.
Los ojos de Lillian contemplaron el pequeño aeropuerto. Aunque le hubiera encantado ser recibida por el bonito rostro de su hermana, se estaba resignando a la idea de que ésta hubiera enviado a alguien para recogerla; alguien del rancho de Parrish, claro está.
Y ésa era seguramente la razón del nerviosismo que la invadía. Estaba completamente fuera de su terreno. Había oído que los tejanos eran personas difíciles de trato, aunque simpáticas, a veces. Orgullosos y exageradamente satisfechos, no sabía por qué, de su enorme y tosco estado; los tejanos eran considerados personas de maneras bruscas, groseros, y casi imposibles de civilizar, a pesar del tamaño de su tierra, y de la riqueza de su ganado y del petróleo. Su abuela la había avisado de todo aquello.
La joven tenía miedo.
Y si aquel vaquero alto y ancho de hombros, que estaba apoyado en la pared, era un ejemplo del hombre sin educación al que iba a tener que enfrentarse, desde luego, el miedo estaba justificado.
Desde su sombrero negro hasta sus botas de cuero gastadas y llenas de polvo, el hombre era un ejemplo vivo de la arrogancia tejana. De aspecto extremadamente viril, parecía tan duro e implacable como el granito. La camisa de algodón se ceñía a su impresionante pecho, hombros y musculosos brazos. Los vaqueros gastados resaltaban sus estrechas caderas y los potentes muslos.
Pero fueron los rasgos pronunciados de su rostro y la casi brutal línea de sus labios lo que llamó la atención de la muchacha, y provocó su miedo a encontrarse con sus ojos. Cuando lo hizo, aquellos brillantes ojos azules encogieron su corazón. Incluso bajo la sombra del ala de su sombrero, aquellos ojos tenían intensidad y magnetismo. Su color quedaba resaltado por su piel bronceada. La mirada azul se posó en el rostro de la mujer con la frialdad de un rayo láser, con una indudable hostilidad.
El nerviosismo de Lillian aumentó, pero se resistió a apartar la mirada. Un primitivo instinto la decía que no debía mostrar ante aquel hombre la más mínima debilidad. Si pudiera aguantar un segundo más aquellos ojos y pasar a su lado, seguramente tendría éxito en su misión en el Rancho Parrish. De repente, un rancho de ganado en la lejana Tejas le pareció mucho menos intimidante que aquel hombre que parecía odiarla nada más verla.
Finalmente apartó la vista, a pesar de la dificultad que le supuso romper el contacto con aquellos ojos. Levantó la barbilla ligeramente, y pasó junto a él.
La voz grave que oyó a los pocos segundos, hizo que se estremeciera de horror.
—¿Señorita Renard?
De alguna manera, ella había sabido que aquella voz grave tenía un matiz insolente. Pero, ¿cómo había podido adivinar también que iba a ser lenta e inquietante, como el gruñido de un perro guardián? Lo que no se había imaginado era que iba a tener ese matiz tan extraordinariamente sensual, a pesar de todo. El hecho de que le viniera a la mente la imagen de un guante de terciopelo cubriendo el puño de un hombre, no cambió en nada su reacción como mujer.
Si ése era el vaquero con el que Rachel se había escapado, entendía perfectamente que su hermana se hubiera enamorado. También entendió, en ese momento, lo peligroso de aquella situación.
Lillian se detuvo bruscamente y se volvió hacia el vaquero, poniéndose tensa al notar la marcada hostilidad del hombre. Recordó aterrorizada que se ponía muy nerviosa cuando no caía bien a alguien. Y mucho más, si la persona en cuestión era dominante y segura de sí. Ese hombre parecía poseer todas las cualidades que la ponían nerviosa.
La muchacha arqueó ligeramente las cejas, intentando luchar contra las mismas inseguridades con las que se había enfrentado toda la vida.
—¿Sí? —dijo, pronunciándolo como un símbolo de que ella era una mujer que debía ser respetada.
Sin embargo, pareció darle carta blanca para tratarla de cualquier modo. Era evidente que a ese vaquero no le gustaba ser demasiado educado.
—Me imagino que eres la entrometida hermana de Rocky. No vienen muchos turistas ricos desde Nueva York en esta época del año.
El hombre ignoró deliberadamente la respiración alterada de Lillian. Su mirada insolente la examinó de arriba abajo, antes de alcanzar dos de las maletas que el muchacho llevaba.
—Tome —ordenó el vaquero.
Las maletas que le daba no eran ni las más pequeñas ni las menos pesadas. Cuando ella no las agarró inmediatamente, él la miró duramente.
—Nadie del Rancho de Parrish va a tratarla como una princesa, señorita. Si espera usted eso, será mejor que se vaya en el mismo avión que la ha traído.
Las mejillas de Lillian enrojecieron violentamente. Leyó en aquellos ojos duros el peligro. Su hostilidad era como un muro grueso que se elevaba implacablemente entre ellos. Su primer impulso fue el de abandonar las maletas y marcharse corriendo hacia el avión. El segundo fue dejarse seducir por la provocación de aquel hombre duro y primitivo.
Y ésa fue una de las mayores sorpresas de su vida. Era increíble que aquel hombre provocara un deseo de enfrentamiento en ella, una mujer que llevaba veintitrés años atemorizada, que había vivido la mayor parte de su vida obedeciendo sumisamente a su caprichosa abuela. Y que se sintiera tentada a luchar contra sus miedos y contra él era mucho más sorprendente.
El hombre volvió a tenderle las maletas, sin dejarle un momento de respiro. Sin darle tiempo a que se parara a pensar en el significado de aquellas palabras.
La muchacha estuvo a punto de dejar caer su bolso al intentar agarrar las maletas sin rozar las poderosas y grandes manos del hombre. A continuación, él tomó las otras dos maletas y se dio la vuelta.
Caminó rápidamente hacia la salida. Lillian lo siguió, y recordó de repente al botones. Entonces se detuvo, y dejó las maletas para abrir su bolso y darle una propina.
—Gracias —dijo con una sonrisa, dándole un billete.
El muchacho, al ver la cuantía del billete, se lo agradeció con una sonrisa radiante.
Cuando volvió a agarrar las maletas y se volvió hacia la salida, vio que el vaquero era una pequeña figura, más allá de las puertas de cristal, ya en el aparcamiento. Lillian se apresuró.
Una vez que hubo pasado las puertas automáticas, el calor de la luminosa Tejas golpeó su cuerpo delgado como un camión pesado que fuera a mucha velocidad. El sol era tan brillante que tuvo que entornar los ojos antes de continuar.
A pesar de la opresión del calor, tragó saliva y continuó caminando hacia delante, en la dirección del vaquero.
No se le veía, pero ella creía saber por dónde había desaparecido. Cuando llegó al final del aparcamiento, apenas podía respirar por el esfuerzo. Se giró, y examinó todos los coches y furgonetas. Vio a algunos hombres con sombreros, pero ninguno de ellos llevaba un Stetson negro como el del vaquero que la había ido a recoger.
Decidió, entonces, volver hacia la terminal. ¡La habían dejado allí, bajo aquel sol! Las manos le temblaban tanto, que casi se le cayeron las maletas en el camino. De hecho, lo que se estrelló contra el suelo fue el bolso, desparramándose el contenido sobre el asfalto caliente. Se agachó a recogerlo y se le llenaron los ojos de gotitas de sudor.
Una sensación de mareo y náusea hizo que se incorporase y se llevara una mano a la frente. Se imaginó a sí misma como una aventurera, con una misión importante y peligrosa, que apenas podía soportar, sobre sus hombros.
No se dio cuenta de que una furgoneta se había parado en la acera, a escasos centímetros.
—¿Qué pasa? ¿Estás enferma?
La voz grave, oída tan de cerca, la sobresaltó. Se negó a alzar la vista para comprobar si la ligera preocupación de aquella voz, se reflejaba en el duro rostro. Se giró, y se volvió a agachar para recoger sus cosas.
—No, se me ha caído el bolso —explicó, mientras recogía su cartera y algunas pinturas y las metía en el bolso.
Las enormes botas sucias del vaquero se acercaron a su campo de visión. Atemorizada, se levantó.
Estaba a punto de retroceder, para asegurar la distancia mínima que intentaba mantener entre ella y aquel hombre, cuando la tomó de la barbilla con una mano fuerte contra la que era imposible luchar. El roce inesperado provocó en ella un estremecimiento de placer, y le hizo olvidar todos sus temores. Luego, a pesar del poder que podía haber utilizado para dominarla, levantó suavemente su barbilla para mirarla a los ojos.
—Tu cara está tan blanca como unas braguitas nuevas.
La comparación, deliberadamente grosera, que hizo entre su cara y la ropa interior, resultó todo un insulto para ella. Un insulto duro. Intentó apartar su mano, con un gesto de orgullo, pero ésta no se movió. Le agarró de la muñeca y, sin querer, le arañó con sus uñas perfectamente arregladas. Él retrocedió enfadado.
—Creí que la familia Parrish criaba ganado, señor—cómo—se—llame —declaró la muchacha con dignidad—. No sabía que también criaran cerdos.
Una vez que le escupió un insulto comparable al que ella había recibido, se sintió mejor. Miró hacia abajo, y se arregló la blusa y los pantalones, para hacer algo con sus manos temblorosas.
Para Rye, la muchacha era un pequeño pájaro que se arreglaba las alas alborotadas. Su aspecto era tan elegante y limpio como el de cualquier otra mujer vividora y egoísta, pero ver aquellas manos delicadas revoloteando para alisar su blusa exquisita y sus pantalones, era tan divertido como su intento de insultarle. Le resultaba excitante.
—Rye Parrish.
El nombre identificaba al grosero vaquero con el propietario del Rancho Parrish. Lillian no pudo evitar contener el aliento.
—¿Usted es Rye Parrish?
Una sonrisa dura torció la boca del vaquero.
—El mismo —fue la respuesta.
Lillian arqueó una ceja, pero no dijo nada. En lugar de ello, se volvió para recoger sus maletas. Él llegó primero, así que ella lo siguió hacia la furgoneta polvorienta aparcada a pocos centímetros. Parpadeó cuando él tiró las maletas sobre la parte de atrás; a continuación las colocó debidamente, junto con el resto de sus otras cosas. La fuerza de su cuerpo musculoso la impresionó, a pesar del rechazo a admirar nada en él. La hostilidad que había dirigido hacia ella desde el principio, se hizo presente una vez más, al abrirle la puerta y decirle con un gesto de la mano que entrara.
Ella vaciló un momento, luego se apoyó en la ventanilla de la puerta para ayudarse a trepar al asiento. La puerta se cerró limpiamente, nada más sentarse. Se puso el cinturón de seguridad, justo cuando él rodeó el vehículo y se puso delante del volante.
—¿Ha estado antes en Tejas?
—No. Nunca —dijo con cautela ante la expresión relajada de él, y aquellos ojos azules, que parecían abarcarla.
Tenía la impresión de que su educación esmerada le estaba sirviendo, de alguna manera, de protección contra él.
El hombre miró hacia otro lado, como si de repente hubiera perdido todo interés. Arrancó el coche y salió a la carretera que conducía a la autopista. Lillian se relajó de repente, a la vez que agradecía el aire acondicionado de la furgoneta.
Consiguió incluso disfrutar de la vasta extensión que atravesaban. De vez en cuando, se veían grupos de ganado, a pesar de que las estaciones petrolíferas salpicaban la zona con una frecuencia regular. La novedad de ir despacio por la autopista, y no encontrar apenas vehículos, era algo sorprendente para alguien acostumbrado al tráfico de Nueva York. El paisaje que los rodeaba era increíble. El cielo era tan azul como inmenso, y Lillian se dio cuenta, sorprendida, de que aquella grandeza le resultaba a la vez relajante y sobrecogedora.
Rye observó que la señorita Lillian Renard contemplaba con ojos asombrados cada vaca, cada pozo de petróleo y cada accidente del paisaje. Dos veces, la carretera se había elevado ligeramente sobre los alrededores, y ella había suspirado suavemente al llegar a la cima. La primera vez, creyó que se había alarmado por algo. La segunda, se había dado cuenta de que aquel suspiro significaba que el paisaje la estaba impresionando. No había imaginado que ella se interesara por nada de lo que Tejas o el Rancho Parrish pudiera ofrecer.
Rye no quería llevarla allí todavía. Porque ella había ido para mirar con desprecio la perfecta y aristocrática nariz de su hermano, y negarse a aceptar las nobles intenciones que tenía hacia su caprichosa e impulsiva hermana. No la quería cerca de su casa.
No es que pensara que su hermana era la compañera ideal para su hermano. No lo era. Rachel o Rocky, como insistía en que todos la llamaran, era una de las personas que menos le gustaba, y no quería que entrase en su familia. Había sido muy difícil guardarse aquellas opiniones, pero lo había hecho. Por cariño hacia su hermano, había sonreído y soportado las bromas de mal gusto de Rocky. Tenía un miedo horrible a que cualquier asomo de rechazo suyo hacia ella provocara en su hermano una mayor predisposición a casarse.
Pero la hermana mayor de Rocky iba a meter la nariz en ello. Su intromisión ponía en peligro su plan y él no pensaba consentirlo. No quería que nadie pudiera poner a la pareja a la defensiva y facilitar que todo terminara como temía.
Lo peor de todo era que la paciencia que había tenido durante aquellas interminables semanas, parecían estar comenzando a dar su fruto. Tal como había esperado, Rocky tenía un vocabulario que escandalizaría al santo Job, por lo que había enfadado últimamente a Chad en dos ocasiones. La primera vez se habían peleado, y Chad se había marchado al extremo más apartado del rancho hasta al día siguiente. La segunda vez, su hermano pequeño se había quedado allí, y había sido Rocky la que se había marchado, en uno de los coches, a uno de los bares de la ciudad, volviendo al alba tan borracha que había sido una sorpresa que no se matara o hubiera matado a alguien.
Desde entonces, Rye se había dado cuenta de que era sólo una cuestión de tiempo, quizá días, quizá horas, que Chad volviera a la realidad y se diera cuenta de que Rocky era una persona incapaz de ofrecerle una vida normal.
Pero, justo en ese momento, cuando sentía que Chad estaba a punto de cambiar de opinión y olvidarse de la boda, llegaba alguien que podía hacer que los amantes se unieran sólidamente.
El día anterior, había llamado la abuela de Rocky al rancho, y ésa había sido la única advertencia de la llegada de Lillian. Chad había contestado a la llamada, pensando que la visita de la hermana suavizaría el rechazo de la anciana. Había prometido ir a buscarla al aeropuerto.
Chad había querido ir a buscarla, pero Rye, imaginando los propósitos de la visita repentina de la hermana, había insistido en hacer él los honores. Especialmente, cuando dos días más tarde él había sido el que había contestado una llamada de la abuela, en la que ésta había expresado su negativa a aceptar la unión de las dos familias. La anciana no se había mordido la lengua, así que no había razón para pensar que la visita de Lillian iba a modificar la actitud de la familia Renard hacia el compromiso.
Pero la frágil niñata que estaba sentada a su lado, no parecía capaz de repetir las palabras de su abuela. Por lo poco que la conocía, también le parecía difícil que se enfrentara a su hermana y consiguiera de ella algo distinto de la risa.
Hasta él había estado a punto de reírse cuando ella había intentado insultarlo. Sus preocupaciones eran, probablemente, infundadas. Después de semanas de soportar el temperamento y la personalidad de Rocky, no podía imaginar que fueran hermanas. Y, mucho menos, creer que la hermana mayor fuera capaz de obligar a su hermana a cambiar de opinión.
El hecho de que la abuela hubiera enviado a una persona tan débil a hacer el trabajo sucio, podría haberle hecho sonreír divertido, si no fuera porque la situación le fastidiaba bastante. Especialmente cuando era él quien tenía que desmontar lo que la abuela y ella habrían planeado. Y como la única manera de conseguirlo era ganar su confianza, Rye reconoció que era mejor intentar disimular el rechazo que sentía hacia ella.
Pero después de haberla provocado un poco.
—Así que de la ciudad, ¿no? —preguntó, con un tono algo cínico.
Lillian contempló su perfil fuerte y descubrió que tenía una belleza excitante.
Esa virilidad fuerte hacía tambalearse a una muchacha que tenía poca experiencia con los hombres. Todo en su interior la advirtió que debía mantener una distancia prudencial.
—Estoy segura de que ya lo sabe, señor Parrish —respondió secamente. Era evidente que no gustaba a aquel hombre y se lo quería demostrar.
—Una verdadera vividora neoyorquina —continuó.
Lillian se sobresaltó ante el tono de burla de su voz.
—¿Es así de antipático por algún motivo en concreto, señor Parrish, o es tan grosero que no se da cuenta de su falta de educación? Ya sé que la invitación para que visitara el rancho proviene de su hermano. Si le gusta tan poco la idea, quizá podía haberlo discutido con él antes de que yo llegara hasta aquí.
—¿De qué invitación está usted hablando, señorita Renard? —quiso saber, con ironía—. Yo no llamaría invitación a la manera en que su abuela pidió que la viniéramos a buscar al aeropuerto para llevarla al rancho.
Lillian lo miró con los ojos abiertos de par en par. Se sonrojó, ante la sinceridad de aquellas palabras. Así era como había hecho las cosas su abuela. La idea de tener que cumplir aquella tarea era ya suficientemente odiosa para ella. Asumir que ni siquiera había sido invitada, insoportable.
Su abuela no esperaba que los hermanos Parrish tuvieran ninguna educación, al ser personas de campo que vivían en Tejas. De repente, entendió la hostilidad y la grosería de Rye hacia ella. Como había sido educada para convertirse en una persona lo más correcta e inofensiva posible, el comportamiento de su abuela, la avergonzaba.
—Mis disculpas, señor Parrish —dijo, impulsivamente y le tocó el brazo con un gesto sincero—. Yo supuse… si hubiera sabido que habían sido obligados…
Se detuvo, incapaz de terminar la frase. El saber que su abuela la hubiera obligado de cualquier manera, no la dejó terminar. Retiró la mano y continuó mirando hacia delante. El temor que tenía de llegar a Tejas acababa de multiplicarse en aquel instante por cien.