Viviendo un sueño - Susan Fox - E-Book
SONDERANGEBOT

Viviendo un sueño E-Book

SUSAN FOX

0,0
2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Él era su jefe... hasta que un día todo cambió... Aunque el negocio de Eadie se estaba yendo a pique lentamente, ella todavía contaba con el dinero que ganaba trabajando para Hoyt Donovan. Pero tenía un secreto: ¡estaba locamente enamorada de él! Después de un accidente que estuvo a punto de costarle la vida, Hoyt se replanteó toda su existencia. Quería una esposa, hijos... y ya conocía a la mujer perfecta. El plan era pedirle a Eadie que le preparara una fantástica boda... sin que sospechara que la novia iba a ser ella.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 172

Veröffentlichungsjahr: 2012

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Susan Fox. Todos los derechos reservados.

VIVIENDO UN SUEÑO, Nº 1964 - noviembre 2012

Título original: His Hired Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1213-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

En aquel tiempo, Eadie Webb era la única persona en aquella zona de Texas que se llevaba bien con el ranchero Hoyt Donovan.

Lo había conseguido simplemente apartándose de su camino o tratándolo con suavidad. Hacía caso omiso a sus malas caras, y aguantaba pacientemente cuando reaccionaba con brusquedad o con ira.

Estaba inaguantable últimamente, y ella sabía muy bien por qué. Se trataba de un asunto delicado, pero en su opinión, finalmente se había hecho justicia. No se lo había dicho a él directamente. Por un lado porque era demasiado educada para hacerlo y, por otro, porque no quería herir sus sentimientos.

Claro que, los hombres como Hoyt nunca reconocían tener sentimientos, así que, cualquier comentario que pudiera hacer acerca de su situación sólo lo enfadaría más, y los que terminarían sufriendo las consecuencias serían aquellos que tuvieran que aguantar su mal carácter.

Hoyt Donovan era un asqueroso machista, y aunque se merecía sufrir un poco, era injusto que sus acciones repercutieran sobre los demás. Aunque, en verdad, Eadie no pensara que él sufriese como cualquier mortal, pero al menos sentiría mermado su orgullo. Y el orgullo, sobre todo el orgullo de macho, era lo más importante para hombres como Hoyt.

Claro que aquel orgullo era algo natural en él. Su apariencia de solidez era un gran atractivo, que combinado con su terrenal sensualidad lo hacían irresistible. Algo que no era justo para mujeres como ella, que jamás disfrutarían de hombres así más que con la vista.

Su atractivo físico había hecho que Hoyt Donovan hubiera sido blanco de todas las mujeres casamenteras en aquella zona de Texas, y las mujeres revoloteaban a su alrededor como mariposas. Y si él no tenía deseos de alimentar su vanidad de hombre en aquel momento, era lo suficientemente arrogante como para rechazarlas con una mirada de desprecio, o algún otro gesto de desinterés.

Podía ser realmente antipático, pero las mariposas, al principio tomadas por sorpresa, se recobraban rápidamente de su desdén, y en lugar de sentirse ofendidas o heridas, pronto volvían a volar a su alrededor, buscando otra oportunidad. Él parecía más atraído por las mercenarias, a las que parecía poder aguantar por más tiempo. Como si disfrutase de un desafío ocasional a su inexorable estilo de citas con mujeres a las que «usaba y tiraba». Se merecía algo por ello, pero sus costumbres en aquel terreno en realidad eran un subproducto de su mayor defecto.

No trataba mal a sus mujeres, ninguna se había quejado. Les enviaba flores periódicamente, y casi siempre les mandaba alguna joya después de dejar de salir con ellas. El único problema de Eadie con aquella generosidad de Hoyt era que generalmente le asignaba a ella esas tareas. Y le había encargado que eligiera los regalos.

En realidad no era que sus mujeres no se lo pasaran bien en su compañía. Él sabía muy bien tratar a una mujer como si fuera una reina. Y satisfacer sus intereses, aunque no fueran los mismos que los de él.

Pero su habilidad para dictar los parámetros emocionales que debía tener la relación era bien conocida. Hoyt había roto el corazón de muchas mujeres, así que, si ahora estaba malhumorado por no conseguir a la única mujer que se había tomado en serio, se lo merecía.

Pero la razón más importante por la que Eadie Webb esperaba que Hoyt sufriese más, era por su gusto en mujeres. Le gustaban las más guapas, las de piernas larguísimas, las rubias, de cabello abundante, labios carnosos, o morenas exóticas con sensuales curvas, y ardientes pelirrojas de ojos verdes que llevaban la ropa ajustadísima.

No se daba cuenta de que aquellas bellezas eran más egocéntricas y vacías que él.

Eadie de pronto se sintió avergonzada de sí misma. No sólo le debía gratitud a Hoyt por llevarla a trabajar con él algunas tardes por semana, sino que le debía también su absoluta lealtad y deferencia por un discreto acto de amabilidad que había tenido una vez con ella. Aunque ninguno de los dos había vuelto a hablar de aquella horrible noche; ni siquiera habían hecho jamás una vaga mención de ella, Eadie sentía el agridulce peso de su obligación con él.

Quizás una de las razones por las que sentía tan poca comprensión hacia el malestar de Hoyt de los últimos tiempos fuera que prácticamente hubiese dejado de ser aquel hombre amable que había sido con ella aquella noche. Muchas veces, durante aquellos años en que lo había visto cada vez más odioso, se había preguntado si no habría sido un sueño lo que había hecho por ella tiempo atrás.

Lo que nadie sabría y lo que Hoyt Donovan jamás sospecharía, era que hacía cinco años ella se había enamorado de él. Completamente. Y no lo sabría porque aquel hombre obsesionado por la belleza jamás se fijaría en alguien como ella. Sabía que su desprecio por su vida amorosa estaba mediatizada por los celos que sentía, y que no podía superar, así que le daba cierta satisfacción saber que ahora le tocaba sufrir a él. Se preguntaba si la bella Celeste le habría enviado un «regalo de despedida», como hacía él.

Se sentía frustrada al ver que él no se daba cuenta de que sus mujeres estaban demasiado ocupadas en sí mismas para amarlo de verdad. Hoyt no era estúpido, pero en algunas cuestiones, era ciego.

Lo amaba en secreto desde hacía cinco años; el tiempo suficiente como para saber que jamás se interesaría en una mujer normal como ella. Aunque aquella horrible noche a ella le hubiera llevado menos de cinco minutos saber que lo amaría el resto de su vida.

Eadie intentó no ceder a aquella depresiva sensación de desesperanza mientras terminaba de ordenar el escritorio de Hoyt. El Rancho Donovan era un monstruo que generaba mucho trabajo y dolores de cabeza. Ella iba a su despacho varias tardes a la semana para ayudarlo, pero Hoyt se ocupaba del resto.

Le pagaba bien por hacer el trabajo para el que la había contratado. El dinero le venía estupendamente para los gastos de su propio rancho. Pero en cuanto pagaba todas las facturas, el dinero extra se evaporaba. Si las cosas seguían así, al año siguiente tal vez tuviera que vender su rancho.

Aquel pensamiento le bajó el ánimo. La idea de tener que irse a vivir a la ciudad y trabajar en una oficina era traumática. Además del hecho de perder el contacto con la vida del rancho, que había amado siempre y en la que había crecido, si se marchaba, no volvería a tener motivo ni oportunidad de ver a Hoyt, aunque probablemente eso fuera mejor. A los veintiséis años, lo peor que podía pasarle además de conseguir el status de solterona en pocos años, era andar suspirando por un hombre que jamás tendría.

El ruido de las botas de Hoyt en el rancho la sobresaltaron. Automáticamente, Eadie miró el reloj. El hecho de que Hoyt hubiera vuelto antes de la hora de costumbre no era buena señal. Como aquella semana había estado de peor humor, Eadie había hecho todo lo posible por no cruzarse en su camino. Había pensado desaparecer antes de que él regresara a la casa, pero su repentina llegada cambiaba sus planes.

Lo oyó tronar desde una habitación al otro lado de su despacho:

–¿Eadie? ¡Te necesito aquí! ¡Ahora! –gritó, enfadado.

Eadie ordenó apresuradamente la pila de sobres que había en el escritorio de Hoyt y salió de la habitación.

Hoyt nunca descargaba su malhumor con ella, aunque a menudo hablaba con arrogancia y protestaba delante de ella. Sospechaba que lo hacía porque ella lo escuchaba serenamente, y eso parecía calmar un poco su ira.

Y, por supuesto, una vez que se desahogaba, normalmente entraba en razón y superaba su resentimiento. Aquélla era una de las cosas por las que lo perdonaba. Cuando se enfriaba, realmente era encantador, y no guardaba resentimientos para nadie.

Las consecuencias de su ruptura con la bella Celeste, era que llevaba furioso varias semanas, pero que ella supiera, apenas había dicho nada al respecto.

Casi todo lo que Eadie sabía sobre ese tema lo había oído por cotilleos. Que era por lo que suponía que su ego masculino se había sentido violentamente atacado. Y por lo que a Hoyt no se le pasaba el enfado.

Eadie aún no había llegado a la mitad del salón cuando él gritó otra vez:

–¡Eadie! ¡Ven aquí!

Eadie se dio prisa. Presintió que había algo nuevo en su enfado aquella vez.

Frenó antes de entrar en lo que debía de ser el dormitorio principal. Estaba temblando.

Nunca había estado en la zona privada de la casa de Hoyt, y su dormitorio era lo más privado. E íntimo.

Apenas tuvo un momento para mirar la habitación antes de llegar a la puerta abierta del cuarto de baño principal.

En el momento en que lo vio, sintió la misma excitación y alegría que siempre le causaba verlo.

Hoyt era grande, tenía los hombros anchos, y su cuerpo era masculinamente musculoso. Su presencia hacía que el cuarto de baño pareciera pequeño. Debajo de su sombrero de vaquero, que aún llevaba puesto, se veía su cabello negro y algo largo. Su rostro era demasiado duro como para considerarse guapo, aunque en verdad lo fuera.

Y ella lo adoraba. Así de simple.

Pero jamás se lo confesaría a él ni a nadie. Se esforzaba mucho en que no se le notase.

Hoyt le clavó los ojos. Ella estaba roja. El impacto de la mirada de Hoyt sobre sus ojos azules fue lo suficientemente intenso como para que ella pestañease involuntariamente.

–Ya era hora... –se quejó él–. Me podría haber desangrado...

Alarmada, Eadie miró el flanco de su camisa ensangrentada mientras él se daba la vuelta, se sacaba la camisa de dentro de los vaqueros, y levantaba el faldón para mostrarle la herida rezumante.

Eadie reprimió una exclamación cuando él dijo:

–¡Cómo duele!

Se acercó para mirar mejor.

–Tiene que verte un médico –dijo.

–Hay un botiquín allí –Hoyt le hizo una seña con la cabeza hacia un armario con un espejo–. Límpiame y ponme algo en la herida...

Eadie notó su tono de frustración. Sabía que estaba enfadado consigo mismo por estar herido.

–Te tienen que dar unos puntos –dijo ella mientras se lavaba rápidamente las manos, se las secaba, y luego revolvía el armario que él le había indicado para encontrar un desinfectante y gasa esterilizada.

–¿Te da aprensión hacerlo tú? –se lo pidió más malhumorado que enfadado. Y ambos sabían que ella no era aprensiva.

Eadie abrió el desinfectante y un paquete de gasas, sacó un par de ellas y las mojó en él. Luego las aplicó en la herida.

–El cuero de una vaca es muy distinto del tuyo.

–Los puntos de sutura son igual en un animal que en un humano. Si eres capaz de coser a una vaca, puedes coserme a mí.

Eadie sonrió débilmente para expresar lo ridícula que era aquella afirmación.

–No es lo mismo –murmuró ella mientras continuaba con el trabajo.

–¿Por qué? –preguntó él con una voz algo más serena, como si su ira se estuviera aplacando.

Eadie alzó la mirada.

–Tu piel es más gruesa.

Como había imaginado, a él le gustó aquello. Vio que la expresión de Hoyt se suavizaba y que su boca se curvaba levemente.

–Tienes razón.

Eadie volvió a prestar atención a su trabajo, excitada, pero segura de poder ocultar su entusiasmo. Tenía años de práctica. Hasta cuando él le dedicaba aquella mirada devastadora sabía cómo disimular su deseo por él. Porque sabía que aquellas miradas insinuantes no estaban dirigidas a ella especialmente. Simplemente, era natural en él, algo que no debía tomarse personalmente.

–Enseguida terminaré... Te pondré una gasa y llamaré al médico. Luego buscaré a alguien para que te lleve al pueblo.

–Puedo conducir yo mismo –protestó Hoyt.

Eadie no se molestó en discutir. Sabía que era inútil enfrentarse a una declaración tan típica de un «macho».

–Como quieras.

Hubo un silencio espeso entre ellos mientras Eadie seguía trabajando. Había una cierta tensión en el ambiente. Pero debía de ser sólo por su parte, pensó Eadie. Al fin y al cabo, era un placer para ella estar curándolo. Era algo mucho más personal que hacer el trabajo de su oficina. Una buena excusa para estar cerca de él, para oler su fragancia a cuero, a sol y a hombre.

Para él en cambio, estar junto a ella no tendría ninguna importancia. Ni siquiera se daría cuenta del perfume de su champú barato. sin embargo, a ella su tacto le estaría produciendo un hormigueo en la piel.

Pero no podía dejar de tocarlo. La piel de Hoyt no era más dura que la de una vaca. Era suave y sedosa, con unos músculos de acero debajo. Y Eadie sintió un primitivo deseo.

–¿Cómo es que te tiemblan las manos?

Eadie se sobresaltó y se puso colorada. Intentó disimular fingiendo irritación.

–Has entrado a la casa a gritos como un poseso. Y como esto escuece, he estado esperando que me gritases en cualquier momento.

–¿Eso es todo? –preguntó él con tono de sospecha, como si sus manos temblorosas lo hubieran alertado y lo hubieran hecho sospechar de ella.

Era una tontería... Pero luego se dio cuenta de por qué podría haberse sentido en alerta. Seguramente a un donjuán como Hoyt, amante de mujeres hermosas, no le gustaría que una mujer normal como ella tuviera fantasías con él.

Aquel pensamiento la hirió. Así que intentó terminar lo más rápidamente que pudo. El médico seguramente le haría una cura más exhaustiva, pero de momento la herida estaba lo suficientemente limpia como para taparla e ir en coche hasta el pueblo. Al menos, prácticamente había dejado de sangrar.

Terminó, tiró las gasas sucias en un cubo que había debajo del lavabo y luego agarró tres gasas más grandes. Las apretó contra la herida y le agarró la mano para que él las sujetase mientras ella le ponía un esparadrapo.

El tocar la mano de Hoyt fue como una sensación eléctrica, que le dio tantas ganas de apartarse como de apretarla más fuertemente.

Cuando terminó, apretó un segundo la cinta adhesiva contra la piel de Hoyt. Había tenido pocas oportunidades de tocarlo, y tenía la sospecha de que aquélla sería la última vez.

Eadie agarró una toalla verde oscura y se la dio.

–Llévate esto, por si vuelve a sangrar.

Abrió el grifo del agua caliente para lavarse las manos. Y entonces se dio cuenta de que Hoyt seguía a su lado, sin moverse.

Eadie lo miró por el espejo. Hoyt la estaba mirando solemnemente.

Eadie se lavó las manos y luego se apartó para secárselas.

No quería interpretar nada amenazador en su mirada. Pero el hecho de que la estuviera mirando no era un buen augurio.

–Bueno, ya está –dijo Eadie, colocando la toalla en el toallero–. No dejes de preguntarle al médico cuándo te puso la última vacuna contra el tétanos, por si tiene que ponértela otra vez. Yo estaba a punto de marcharme a casa...

Se dio la vuelta para dirigirse hacia la puerta, pero Hoyt le agarró el brazo.

Eadie lo miró.

–¿Ya está? –preguntó Hoyt frunciendo el ceño.

–Te he dicho que llamaría al médico.

–¿Vas a dejar que conduzca solo hasta el pueblo?

Eadie lo miró un momento. La miraba con expresión de reproche.

–Has dicho que conducirías tú mismo.

–¿Y tú me lo permitirías? Creí que a las mujeres les gustaba preocuparse de menudencias, hacer aspavientos...

–¿Y tú quieres... que yo me preocupe? –preguntó Eadie, sin poder creerlo.

–No, si eso te estresa mucho.

Eadie lo siguió mirando. No lo comprendía. Aunque tenía que admitir que le hacía gracia.

–O sea que quieres que me preocupe y que haga aspavientos... ¿Cuánto quieres que me preocupe? –casi se rió al escucharse. Aquello sonaba totalmente ridículo.

–Teniendo en cuenta lo fría que eres, no te preocupes, que te lo diré si te pasas. Me escuece terriblemente la herida. Es como si la hubieras limpiado con ácido.

Eadie pasó por alto el comentario de que ella era fría, y lamentó haberle hecho daño.

Impulsivamente, tocó su brazo.

–Lo siento. ¿Puedes caminar hasta mi camioneta o necesitas ayuda?

–Puedo caminar –gruñó. Luego agregó–: Pero sujétame por si acaso.

Lamentando sinceramente haberle hecho daño, se puso a su lado, por donde no estaba herido. Lo ayudó a alzar el brazo y a rodearle los hombros para que se apoyase en ella. Reacia, Eadie le rodeó la cintura y se agarró de su cinturón, tanto para no tocar su herida como para tener de dónde agarrarlo en caso de que sus piernas le fallaran y no lo sujetaran.

Aquella idea le pareció ridícula, porque Hoyt era tan fuerte físicamente que no podía ni contemplar esa posibilidad. Pero si de verdad se sentía tan mal como para sacrificar un poco de su orgullo de macho y pedir ayuda, tenía que dársela.

–Eres muy pequeña, ¿sabes? No sé cómo diablos te las apañas para hacer el trabajo al aire libre del rancho.

Eadie giró levemente la cabeza para mirarlo antes de empezar a acompañarlo hasta la puerta. Hoyt no parecía estar débil, sólo irritado.

–Gracias por el cumplido. No hace falta ser grande para usar la inteligencia. Apóyate en mí si quieres. Es casi la hora en que deja de atender el médico. Si no, tendrás que pagar por ir a urgencias –agregó ella mientras salían de la habitación.

–Se supone que tienes que tranquilizarme, no preocuparme por el dinero –respondió él.

–Lo siento.

–Da la impresión, además, de que no valgo el dinero que puede costar la consulta.

Eadie intentó tener paciencia con él. Aquella actitud de autocompasión era extraña en él.

–La preocupación por el dinero es algo automático para mí –dijo Eadie–. Me olvido de que alguna gente no tiene que preocuparse.

–Es cierto. Se trata de mi dinero –respondió. Luego agregó–: Pero, ¿cómo es que te preocupa? ¿Quieres decir que no te pago suficiente?

–Sería más fácil tranquilizarte si dejases de hablar.

–Nunca había detectado esa actitud avara en ti, Eadie Webb.

Ella no pudo reprimir una sonrisa irónica.

–No me sorprende.

–¿Por qué?

Hoyt era como un niño pequeño que no podía dejar de hacer preguntas. Eadie fue paciente con él porque suponía que su insistencia era una forma de disimular su dolor.

–Seguramente tienes cosas más importantes que hacer que estudiarme.

–Verdad. Aunque tal vez tuviese que usar mi convalecencia para hacer un estudio de ti. ¿Qué crees que averiguaría?

«¡Oh, Dios Santo!», pensó ella. ¿Qué diablos pretendía?

Nada, seguramente no pretendía nada.

–Si me estuvieras estudiando en este momento, te darías cuenta de que empiezo a dudar de que te haga falta apoyarte en mí.

–¿Crees que estoy fingiendo?

–Sí. Y me gustaría que no lo hicieras. Tengo una pila llena de platos que lavar y un montón de tareas que hacer en las próximas dos horas, así que si realmente no me necesitas, será mejor que me vaya a casa cuanto antes.

–¿Y si te pago horas extra?

–No aceptaría dinero por algo como esto.

–Entonces, te lavaré los platos más tarde.

Ella se rió.

–¿Y crees que quedaría alguno sin romper?

–Te compraría una vajilla nueva, si hiciera falta. Y un lavaplatos.

–Tengo lavaplatos. Pero no puedo gastar tanta agua. Por favor, vayamos al pueblo de una vez.

Eadie lo llevó hasta la puerta de entrada. Luego tuvieron una breve discusión acerca de si era mejor llevar la camioneta de ella o su nueva supercamioneta. Eadie cedió finalmente por el tiempo que podían ahorrar yendo en la de Hoyt. Y lo ayudó a subir a su camioneta. Se sentó frente al volante y puso el aire acondicionado.

Luego salió del coche y fue a llamar al médico.

–La señorita Ed debe haberlo hecho ya, así que, vámonos –dijo Hoyt.

Así que Hoyt se había estado burlando de ella, al menos cuando le había dicho que le diera los puntos de sutura, puesto que ya habían llamado al médico.

Eadie puso el asiento del coche a su medida y se ajustó el cinturón de seguridad.

–Tus piernas son cortas –observó bruscamente Hoyt.

Ella sonrió débilmente.

–Muchas gracias por todos tus piropos, jefe. Soy pequeña, tengo piernas cortas... Soy avara. Y no nos olvidemos de «lo fría que soy». Como sigas, te abandonaré por ahí, en la carretera.

–No me tranquilizas mucho con esas palabras, Edith Regina Webb.