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TRANSGREDIÓ LAS REGLAS, VIVIÓ EN PLENITUD Cristina de Suecia, reina prodigio del siglo XVII, fue juzgada más por su género que por sus decisiones: llamada excéntrica, desobediente y «antifemenina», su independencia y erudición escandalizaron cortes y cronistas. Gobernó con inteligencia y cultura en una Europa dominada por hombres, rechazando los roles impuestos de esposa y madre. Pero su renuncia a la corona en 1654 y su conversión al catolicismo sacudieron el mundo, transformando su poder en libertad personal. Esta biografía convierte las críticas patriarcales en testimonio de audacia, revelando a una mujer que eligió su destino por encima de todo. Una historia fascinante sobre la reina que desafió las expectativas y dejó una huella que trasciende la corona y el género.
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Seitenzahl: 192
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
TRANSGREDIÓ LAS REGLAS, VIVIÓ EN PLENITUD
I. EDUCADA COMO UN PRÍNCIPE
II. LIBRE PARA REINAR Y PARA AMAR
III. UN NUEVO HORIZONTE DE FE
IV. EL CAMINO HACIA LA LIBERTAD
V. LA REINA ERRANTE
VISIONES DE CRISTINA DE SUECIA
LA VISIÓN DE LA HISTORIA
NUESTRA VISIÓN
CRONOLOGÍA
© Rebecca Beltrán Jiménez por el texto
© Elisa Ancori por la ilustración de cubierta
© 2021, RBA Coleccionables, S.A.U.
Diseño cubierta y portadillas de volumen: Luz de la Mora
Diseño interior: tactilestudio
Realización: Editec Ediciones
Asesoría narrativa: Ariadna Castellarnau Arfelis
Asesoría histórica: María de los Ángeles Pérez Samper
Fotografías: Wikimedia Commons: 159, 160, 161.
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Fecha primera publicación en México: diciembre 2021
Editada, publicada e importada por RBA Editores México, S. de R.L. de C.V., Av. Patriotismo 229,
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Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025
REF.: OBDO873
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Traidora a su patria, libertina, caprichosa, indisciplinada, dueña de un comportamiento antinatural. Cristina de Suecia ha sido víctima de muchísimas críticas a lo largo de la historia debido a dos decisiones que dejaron atónita a la sociedad del momento: su conversión al catolicismo abjurando del luteranismo, la religión oficial en Suecia, y su abdicación del trono sueco. No obstante, lejos de ser el producto de un alma imprevisible y mudable, estas dos acciones eran el síntoma de una personalidad incomprendida y a la vez completamente fuera de lo convencional para la Europa del siglo xvii. Por esto mismo puede afirmarse, sin miedo a la exageración, que Cristina de Suecia es una de las soberanas más importantes de la época moderna, no solo por su papel como reina, sino por haber desafiado todas las reglas de una corte luterana y estricta, y por convertirse en una mujer de amplísima cultura, poseedora de una personalidad tan compleja como fascinante.
Cristina de Suecia fue criada como varón por expreso deseo de su padre, Gustavo II Adolfo de Suecia, conocido como el León del Norte. Única descendiente de la casa de los Vasa, a Cristina se le proporcionó la educación de un príncipe, lo que propició que tuviera acceso a la alta cultura, así como a profundos conocimientos políticos y de estrategia militar. Curiosa, despierta y con una gran inteligencia, se reveló pronto como una joven aventajada y brillante, a la que le obsesionaban el arte y el pensamiento. Así, disfrutaba tanto rodeándose de pinturas de sus artistas favoritos como departiendo con filósofos, ampliando su nutrida biblioteca con volúmenes de valor incalculable, carteándose con teólogos o asistiendo a representaciones teatrales. El estudio, además, siempre fue su refugio cuando sentía que todo se desmoronaba a su alrededor. Durante su difícil infancia, marcada por la muerte de su padre y la inestabilidad mental de su madre, las bibliotecas le proporcionaron el cobijo que sus progenitores no pudieron darle.
Al mismo tiempo, este vasto saber fue el andamiaje intelectual sobre el que la pequeña Cristina, reina desde los seis años, pudo sustentar su precoz gobierno. Su propósito como soberana de Suecia fue convertir Estocolmo en la Roma del norte. De este modo, despojó la capital de algunas costumbres arraigadas en los tiempos pasados, como las cruentas justas medievales, y renovó la arquitectura de la ciudad para dar la bienvenida a los nuevos tiempos. Deseaba que la modernidad se colara por todas las rendijas de Suecia, también en su corte, por eso atrajo hasta ella a intelectuales de la talla de René Descartes, además de artistas de toda Europa como Sébastien Bourdon, a quien nombró su pintor de cámara. Cuando Suecia parecía que comenzaba a depurar su herencia medieval para dejar paso a una era más humanista, Cristina dio el gran golpe de efecto de su vida: decidió convertirse al catolicismo y entregar la corona a su primo, Carlos Gustavo. Ella, que había ejercido como reina sin ser mayor de edad, que había tomado parte en recepciones y reuniones del Gobierno cuando no llegaba a los diez años, se deshacía del legado más trascendental de su padre, al que jamás dejó de idolatrar.
Nadie esperaba que Cristina, que había hecho uso de su poder desde que tenía uso de razón y que se había descubierto como una hábil negociadora en la Paz de Westfalia, el tratado que pondría fin en 1648 a la sangrienta guerra de los Treinta Años, diese un paso al lado y abandonase el trono sueco. Cristina quería ser reina, había nacido para ello y había demostrado que le sobraban cualidades para gobernar el timón de su país. También deseaba formar parte de las decisiones sobre su patria, definir su rumbo durante las próximas décadas e, incluso si Suecia así lo hubiera necesitado, no habría dudado en luchar en primera línea del campo de batalla, en la misma posición en la que su padre halló la muerte. Pero la corona tenía otras exigencias mucho más severas para una mujer, mucho más para una que amaba tanto la libertad como ella: casarse y tener descendencia, y no estaba dispuesta a ninguna de las dos cosas.
Su conversión religiosa, que escandalizó a media Europa, estuvo motivada por el anhelo fundamental que inspiró su vida: la libertad de acción y pensamiento. El luteranismo era para ella una religión demasiado estricta, demasiado austera y con un control demasiado férreo sobre las vidas de las personas. El catolicismo, no obstante, con el que entró en contacto a través de las largas conversaciones que mantuvo con el filósofo René Descartes, se le antojaba como una religión más abierta, más permisiva, más tolerante. Por otro lado, Roma, además del Vaticano, auspiciaba desde hacía décadas la explosión cultural y artística que Cristina tanto admiraba y de la que tanto bebía intelectualmente. Pero Cristina, aun después de haberse convertido, no sería una católica al uso.
Su llegada a Roma, tras haber abdicado de la corona sueca, fue muy celebrada por los romanos, la curia vaticana y ella misma, quien parecía que al fin había encontrado aquello que siempre le había faltado: un hogar en el que encajar. Pero muy pronto los aplausos iniciales dieron paso a recelos y habladurías en cuando comprobaron que Cristina no era la reina beata y obediente que ellos pensaban, sino una mujer que vivía el catolicismo a su manera. Lejos de mostrarse sumisa y abrazar todos los preceptos de la fe sin rechistar, criticaba el excesivo culto a las reliquias, por considerarlo pagano y ridículo, y se negaba a arrodillarse en público, juntando las manos en signo de humildad, o a pisar los confesionarios. Si una corona y un trono no la habían alejado de su animadversión por el matrimonio y la maternidad, una fe tampoco la apartaría de la devoción que sentía por la libertad.
No obstante, fue su vida privada (sobre todo la amorosa) la que le deparó las mayores críticas. Cristina jamás ocultó su deseo por hombres y mujeres. De hecho, una de sus relaciones más importantes fue la que mantuvo con la bellísima Ebba Sparre, una noble de su corte. La que fuera reina de Suecia no conocía barreras para el género y la sexualidad. Ella, que había sido criada como un niño y preparada para ejercer como rey, solía utilizar prendas propias de la vestimenta masculina en una época en la que ninguna mujer osaba exhibirse en pantalones, blasfemaba como un marinero sin importarle quién estuviera delante, se pasaba el día rodeada de hombres a los que trataba como a iguales y rehuía cualquier actividad catalogada como femenina. De hecho, cuatro siglos después, a Cristina de Suecia la han convertido en un icono queer por su apariencia, siempre transgresora y provocativa, pero también por su defensa de la ambigüedad. Mucho más allá de definir su sexualidad, Cristina amaba la belleza y el intelecto, y a ellos se entregaba cuando los hallaba, independientemente de qué cuerpo los albergara.
La Minerva del Norte, la Regina de Roma, la reina errante, la reina filósofa… ni siquiera sus coetáneos fueron capaces de encontrar un sobrenombre que destilase su compleja personalidad. ¿Cómo asignarle una etiqueta a una mujer que nunca hizo lo que se esperaba de ella? ¿Cómo definir a una mujer que dedicó su vida a huir de toda definición? Cristina de Suecia fue libre, transgresora, imprevisible. Pero por arrolladora que fuera su personalidad y aunque brillara en todas sus facetas, la historia se encargó de oscurecerla. Pagó alto el precio que pusieron a su autonomía, pero nunca se arrepintió. «Nací libre, viví libre y voy a morir libre», escribió en una ocasión. Y jamás se alejó de su propósito.
Cumplió sus primeros años como un príncipe heredero,
no como una niña.
El brillo de los cañones, recién pulidos para la visita real, iluminaba el manto acerado que cubría la ciudad de Kalmar desde hacía semanas. Al menos aquel día no llovía, algo que aliviaba los ánimos de los militares que llevaban más de una hora en posición de firmes, aguardando a Gustavo II Adolfo de Suecia. Respetaban y admiraban a su rey porque era de los que pasaba más tiempo montado sobre su caballo que sentado en el trono. Se había ganado su respeto blandiendo la espada con más furia que cualquiera de sus generales y cabalgando durante jornadas enteras sin descanso. Era su rey, pero también su héroe.
Cuando el monarca bajó de su caballo y, seguido por sus altos mandos, se dispuso a pasar revista a sus tropas, todos se sorprendieron por la peculiar compañía que traía con él: la pequeña princesa Cristina. Tenía casi dos años y los mismos diáfanos ojos azules que su padre. Muchos se preguntaron qué hacía una niña tan pequeña en un acto militar, pero nadie se atrevió a cuestionar la decisión del rey. Al fin y al cabo, sabían que sentía predilección por su hija, que era su debilidad desde el mismo día en que nació, pero si al menos fuera un varón… Aquel rey apuesto, valeroso y mujeriego había dado con la única fémina a la que parecía que nunca podría negarle nada. La sorpresa de los soldados prosiguió cuando, antes de comenzar a pasar ante ellos, el rey subió a la pequeña sobre sus hombros. Cristina no dejaba de sonreír y estaba tan excitada que Gustavo tuvo que sujetarle las piernas para que no se cayera.
Con paso firme y lento, el rey Gustavo caminó frente a sus tropas hasta que se detuvo en un estrado preparado para la ocasión. Los cañones estaban a punto de lanzar salvas y los altos mandos militares que acompañaban al monarca se miraron entre ellos. Pensaban que sería mejor llevar a la niña con su nodriza o con alguna dama, antes de que rompiera a llorar asustada por el estruendo. Ese no era lugar para una princesa, mucho menos para una tan pequeña. Pero mientras dudaban si plantearle la pregunta al rey, el primer cañón resonó como la peor de las tormentas y a este lo siguieron una batería de salvas de fusilería que provocaron que varias bandadas de pájaros alzaran el vuelo de las copas de los árboles de los bosques cercanos.
Era tal el estrépito que la mayoría cerró instintivamente los ojos por el impacto. Aquellos que no lo hicieron no podían creer lo que estaban viendo: la pequeña Cristina, lejos de asustarse, reía y daba palmas con cada cañonazo, como si se tratara de una de las canciones infantiles que le cantaban sus ayas. Al terminar, Gustavo estaba tan orgulloso del arrojo de su hija que olvidó por un momento el lugar que le correspondía para comportarse como un padre ufano mientras comentaba con quienes lo acompañaban la asombrosa y valiente reacción de la pequeña princesa. Definitivamente, aquella niña no era como las demás.
Nadie podía imaginarse que la pequeña princesa se comportara así. Esa fue la primera vez que Cristina de Suecia hizo todo lo contrario de lo que se esperaba de ella.
Los astrólogos de la corte no tenían ninguna duda: las estrellas anunciaban que nacería un varón y se convertiría en el futuro rey de Suecia. Tras un embarazo que no llegó a término y la prematura muerte hacía tres años de su primera hija, cuando el 8 de diciembre de 1626 la reina María Leonor se puso de parto la alegría corrió por los pasillos de palacio con la rapidez con la que el agua del deshielo baja por las laderas. Gustavo II Adolfo de Suecia y su esposa estaban a punto de dar la bienvenida a su anhelado príncipe, al hijo que habían esperado durante tanto tiempo y que garantizaría la sucesión en el trono sueco.
Nada más nacer, el bebé profirió tal chillido que no hizo falta anunciar que ya estaba aquí. Todos los rincones de la habitación de la reina María Leonor se llenaron con la voz del recién nacido y quienes aguardaban fuera de los aposentos reales rieron de júbilo: acababa de llegar al mundo el futuro rey de los suecos, ya que semejante berrido solo podía provenir de los pulmones grandes y poderosos de un varón. En el interior de la cámara, la alegría del momento se mezclaba con cierta perplejidad. El bebé había nacido con el cuerpo cubierto por un vello negro y recio que, aunque no consiguió oscurecer el alborozo con el que dieron la noticia al rey, hizo que las mujeres que acompañaban en ese momento a la parturienta intercambiaran miradas de estupor.
En otra de las estancias del palacio, Gustavo Adolfo celebraba que su esposa acababa de dar a luz a su primogénito. Los brindis se intercalaban con las felicitaciones y con los deseos de una larga y próspera vida para el retoño, el futuro soberano de Suecia. Pero, de repente, la hermana del rey, la princesa Catalina, cruzó con paso presuroso la sala y se dirigió hacia Gustavo. Llevaba el bebé envuelto en una gruesa manta y una expresión en el rostro que parecía anunciar lo peor. No, no había fallecido ni parecía enfermo. Y aun así, su hermana le portaba una mala noticia: el recién nacido no era un varón, sino una niña.
Nadie esperaba que Gustavo II Adolfo reaccionase como lo hizo. En lugar de maldecir el equívoco, el rey, conmovido por ver a su pequeña por primera vez, le respondió: «Demos gracias a Dios, hermana. Sé de buena fuente que valdrá lo mismo que un varón. Pido a Dios que me la guarde ya que Él me la ha dado. Otra cosa no pido porque estoy contento». Y minutos después, el monarca compartió entre risas un comentario que, con el paso del tiempo, se revelaría premonitorio: «Va a ser lista porque nos ha engañado a todos».
La reacción de la madre, sin embargo, fue de enorme decepción y repudio. A María Leonor, en cuanto le comunicaron que aquella criatura grande y velluda no era un príncipe sino una princesa, la invadió una profunda amargura por no haber dado a luz un heredero y se sumió en un llanto incesante. «Mi madre, la reina, que tenía todas las debilidades así como las virtudes propias de su sexo, estaba inconsolable. No podía sufrirme porque decía que era niña y fea; y no le faltaba razón, porque yo era morena como un morito», escribió años más tarde Cristina en su autobiografía. Lo cierto es que, aunque intentaban consolarla porque había dado a luz a una hija sana y fuerte, la reina, tal vez presa de una profunda depresión, rechazó a la pequeña. A partir de ese momento, no se vio capaz de abrazarla ni de acunarla, algo que dejaría una profunda huella en Cristina.
El rey Gustavo II Adolfo quería dejar bien claro que esa niña, su primogénita, sería quien ocupase el trono cuando él faltase o no pudiese cumplir con sus obligaciones. Por eso quiso ratificar a Cristina como su heredera ante el Parlamento cuanto antes, para asegurarse de que la corona quedaría en la familia Vasa en caso de que él falleciera. Así se lo hizo saber a sus consejeros, pero también quiso afianzarlo legalmente y para ello convocó al Riksdag, la Dieta o Parlamento sueco, en enero de 1627, apenas un mes después del nacimiento de Cristina, para que ratificara a su hija como princesa heredera del reino de Suecia.
A pesar del empeño del rey en dejar bien atada esta cuestión, la sucesión femenina estaba legalmente permitida en Suecia. Hacía menos de un siglo que Gustavo I de Suecia, Gustavo Vasa, había instituido el carácter sucesorio de la institución, ya que hasta el siglo xvi en Suecia había regido una monarquía electiva. Fue Carlos IX, el abuelo de Cristina, quien en 1604 hizo que se promulgara una ley que permitía a las mujeres ocupar el trono si no existía un heredero varón. En una época histórica tan agitada por las guerras y por las epidemias, que seguían devastando países enteros en Europa, asegurar que la familia real contaba con un relevo en el trono si el rey moría repentinamente era tan importante como lo era para el pueblo obtener una buena cosecha con la que llenar el granero. El propio Gustavo lo había sufrido en carne propia, cuando a los diecisiete años, después de morir su padre, había tenido que tomar las riendas de un país que en aquel momento estaba haciendo frente a tres guerras. Quizá algún día su hija corriera la misma suerte, si por desgracia a él le ocurría algo dentro o fuera del campo de batalla.
El rey Gustavo ya había sido consciente de la importancia de escoger a una buena consorte que facilitara el relevo generacional y los acuerdos políticos que favorecieran al reino de Suecia, por eso se había casado con María Leonor de Hohenzollern, hija de los potentados electores protestantes que gobernaban en Brandeburgo. Con esta unión, Gustavo fortalecía la posición de Suecia en el continente, y María Leonor, llevada por motivaciones distintas, se mostraba cada día más enamorada de su esposo, uno de los reyes más apuestos de Europa, según ella.
La boda había tenido lugar el 25 de noviembre de 1620 en Estocolmo y seis años después, en 1626, fue cuando la reina María Leonor había traído al mundo a Cristina, en plena guerra de los Treinta Años. Este terrible enfrentamiento que bañó Europa de sangre desde 1618 hasta 1648 había arrastrado a las armas a todas las potencias del continente: el imperio de los Habsburgo enfrentado con el reino de Francia, la pujante casa Borbón… Si bien se había iniciado como un conflicto interno de carácter religioso dentro del propio Sacro Imperio Romano Germánico entre estados que apoyaban la Reforma protestante de Martín Lutero y la Contrarreforma auspiciada por la Iglesia católica, pronto se convirtió en el tablero de juego en el que las principales potencias europeas, incluida Suecia, pugnaban por sus intereses políticos, territoriales y económicos.
En este escenario marcado por la contienda nació Cristina de Suecia, quien estaba destinada a reinar un estado tan poderoso como expuesto a múltiples enemigos. Por un lado, su padre mantenía un largo enfrentamiento con Segismundo III de Polonia. Este soberano había reinado en Suecia desde 1592 hasta 1599, pero su apoyo a la Contrarreforma le había valido la oposición de la nobleza y de su tío Carlos IX, quien había terminado arrebatándole el trono. El territorio sufría también el acecho constante de los daneses en el Báltico, que querían hacerse con el dominio de esta zona marina, salpicada de importantes puertos en los que se comerciaba con materias tan preciadas como el hierro, el cobre o la sal. Por otro lado, el reino también se había enfrentado a Rusia en la guerra de Ingria (1610-1617), en la que Carlos IX había intentado instalar en el trono ruso a su hijo Gustavo. Tras siete años de enfrentamientos, la contienda finalizó con la firma del tratado de Stolbovo, en el que Suecia se anexionaba las provincias de Ingria y Kexholm, al mismo tiempo que privaba a Rusia de la salida al mar Báltico.
Consciente del delicado momento en el que llegaba al mundo su hija y de las implicaciones que tenía su puesto, Gustavo Adolfo no solo quiso asegurar que heredara la corona, sino que desde el primer momento se la educara como a un príncipe y no como a una princesa. Suecia se fue convirtiendo en un país poderoso y temido, gobernado por un rey al que llamaban el León del Norte, tanto por su defensa a ultranza del luteranismo como por su espíritu bélico. No era de los monarcas que aguardaban en el castillo las noticias del campo de batalla, sino que dirigía a sus tropas desde la primera fila, desgastando los cascos de su cabalgadura junto a sus soldados. Cristina siempre agradeció a su padre que decretara que a ella le dieran una educación en todo viril y que le enseñaran todo lo que un joven príncipe debe saber. Era necesario que fuese una mujer culta, pero también que se la sometiera a un régimen de entrenamiento físico que velara por su buena forma, así como que se le enseñara a manejar la espada, a cabalgar con soltura y tiro. Desde muy pequeña, la hija de Gustavo Adolfo prefería pasar el tiempo leyendo en la biblioteca acompañada de sus maestros y preceptores, o, como espléndida amazona, cabalgar a gran velocidad sobre la nieve recién caída, a dar puntadas a una labor junto a la chimenea. Esa peculiar educación constituyó su primera transgresión, de la que, aunque ella no había sido la responsable, siempre se enorgulleció.
Cristina cumplió sus primeros años como un príncipe heredero, no como una niña. Todas las lisonjas y los mimos que la corte habría dedicado a una princesa se vieron restringidos, en primer lugar, por orden de su padre. Pero también por el carácter de la niña, tan reflexiva, independiente y valiente que sorprendía a todos con su actitud. Mientras que su padre le profesaba un amor incondicional, el rechazo de su madre se incrementaba conforme la pequeña se iba desarrollando gracias a la crianza de su nodriza, Anna Svensson, una antigua amante del rey, famosa por «su leche inagotable y saludable».
