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NI DÉBIL NI INSENSATA. UNA AUTÉNTICA REBELDE. La Historia nos la ha presentado como una mujer mas interesada en su físico que en su labor en la corte, cuya debilidad e ingenuidad la convirtieron en una emperatriz inocua. Pero la realidad no puede ser más distinta. Rebelde, culta y lúcida, su amor por Hungría facilitó el nacimiento del Imperio austrohúngaro.
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Seitenzahl: 196
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
NI DÉBIL NI INSENSATA. UNA AUTÉNTICA REBELDE
I. UNA CORONA MUY PESADA
II. UN ESPÍRITU LIBRE
III. LA MUJER QUE CREÓ UN REINO
IV. DUEÑA DE SU DESTINO
V. LA EMPERATRIZ ERRANTE
VISIONES DE SISSÍ
CRONOLOGÍA
© Rebecca Beltrán Jiménez por el texto
© Cristina Serrat por la ilustración de cubierta
© 2020, RBA Coleccionables, S.A.U.
Diseño cubierta y portadillas de volumen: Luz de la Mora
Diseño interior: tactilestudio
Realización: EDITEC
Asesoría narrativa: Ariadna Castellarnau Arfelis
Asesoría histórica: Alejandro Lillo
Equipo de coloristas: Elisa Ancori y Albert Vila
Fotografías: Wikimedia Commons: 159; Album / Mondadori Portfolio: 161.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: octubre de 2025
REF.: OBDO857
ISBN: 978-84-1098-751-7
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
Una muchedumbre se agolpaba a orillas del puerto turco de Esmirna. Aquella mañana de 1885 un montón de hombres, mujeres y niños esperaban ver pasar ante ellos a la célebre Isabel de Baviera, la emperatriz de los austríacos, conocida en su círculo más íntimo como Sissí y famosa en el mundo entero por su belleza sin igual. Cuando apareció en la cubierta de su lujoso barco, saludando desde lejos con un pañuelo en la mano desde las aguas del mar Egeo, todos ellos estallaron en aplausos y gritos de júbilo. Era un día único, tenían ante ellos a la monarca más famosa de Europa y estaban siendo testigos directos de esa hermosura que la había convertido en un mito más allá de las fronteras de su Imperio. La lejanía impedía que pudieran divisar los detalles de su rostro, pero todos intuían esas facciones dulces y elegantes de las que habían oído hablar, así como esa cabellera que, según comentaban algunos cronistas, si se la dejara suelta le llegaría hasta los tobillos.
Mientras coreaban su nombre y agitaban sus manos al viento, la auténtica Isabel deambulaba por las callejuelas de la ciudad, únicamente acompañada por una de sus damas, la de su mayor confianza. Nadie podía reconocerla ataviada con su vestido sencillo y su larguísima melena recogida. La emperatriz de los austríacos quería conocer Esmirna como una viajera más, mientras su peluquera, Fanny Felifalik, se hacía pasar por ella a bordo del imperial bajel Miramar. Isabel, un día más, no quería llevar la corona de Austria-Hungría.
Isabel de Baviera fue una mujer mucho más compleja de lo que sus primeros biógrafos quisieron reflejar. Nacida como una princesa bávara, su infancia y su juventud transcurrieron en un ambiente rural y con total libertad. Cuando por un capricho del destino se convirtió en la emperatriz de los austríacos con tan solo dieciséis años, la joven vio cómo la arrojaban a una vida que ella jamás había deseado, en la que tan solo importaban las apariencias y que despreciaba los auténticos sentimientos, que se regía por el encorsetado protocolo de una corte que siempre le fue hostil, así como por un único y cruel objetivo: perpetuar el linaje de los Habsburgo.
Sin embargo, gracias a su inteligencia y a su sensibilidad, Isabel supo sobreponerse a sus principales enemigos. Por un lado estaba la vetusta corte de Viena, que desde un principio minó con trampas cada uno de sus pasos, sobre todo cuando se atrevía a manifestar sus ideas políticas, mucho más avanzadas y progresistas que las de su marido, el emperador Francisco José, conservador y absolutista. El segundo gran escollo fue su suegra, la archiduquesa Sofía. La madre de Francisco José, defensora de un imperio autoritario y centralizador, temía los aires renovadores que Isabel había traído a palacio, hasta el punto de que decidió hacerse cargo de la educación de sus nietos para evitar que su nuera les transmitiera sus ideas renovadoras. Este alejamiento de sus hijos le dolió profundamente a Isabel, quien no pudo ejercer como la madre que había soñado ser. A pesar de todo, con el tiempo terminó perdonando a su suegra por el daño que le había causado y entendiendo que, a fin de cuentas, la archiduquesa Sofía había sido también una mujer impelida por una corte y por unas circunstancias vitales nada dichosas.
Por otro lado, si algo definía a Isabel era el inconformismo. En cuanto comprendió cuál era su papel como emperatriz, reducido apenas a alumbrar al futuro emperador, se rebeló y mostró una gran determinación. De ningún modo iba a convertirse en el títere que todos querían, sino en la reina de ceremonias de su vida: o respetaban su libre albedrío o se ausentaría de Viena, amenazó en más de una ocasión. Eran sonadas las desapariciones de Isabel de la capital del Imperio, que podían alargarse durante meses. Y poco podía hacer al respecto el emperador, pues sabía que, si intentaba coartar la libertad de su esposa, se arriesgaba a quedarse sin emperatriz, al menos durante un tiempo, y la corona de Austria sin su portadora más popular en un momento en el que el Imperio perdía preponderancia en el escenario europeo a favor de otras dos potencias pujantes, Francia y Prusia.
Dentro de sus fronteras, los cimientos de Austria también se tambaleaban. Las clases obreras y rurales apenas podían subsistir, y comenzaban a rebelarse contra el régimen. El Imperio se desangraba mientras Francisco José, aferrado al absolutismo más atávico, desoía los consejos de Isabel, mucho más intuitiva y moderna en sus ideas. Ante este panorama, pronto se dio cuenta la emperatriz de cuál era su poder: dar aliento a un Imperio asfixiado y convertirse en la mejor embajadora que podía tener. Y advirtió que allí residía su voluntad de autorrealización, esa búsqueda de la libertad y la serenidad que tanto anhelaba y que la llevaba a alejarse todo cuanto podía de Viena. Mientras allí sus ideas políticas eran despreciadas, Isabel no dudaba en departir sobre el futuro del país bien lejos de su capital, como hizo durante décadas con Andrássy, un revolucionario magiar que se convirtió en su principal cómplice en la fundación del Imperio austrohúngaro.
No fue la política la única esfera en la que la emperatriz se mantuvo siempre un paso por delante de Francisco José y de la corte. También en el ámbito privado, sobre todo en su forma de vivir la vida, fue una mujer sumamente independiente y osada. Isabel disfrutaba recorriendo a pie y bajo un sol de justicia exóticas islas mediterráneas, soportando tormentas furiosas mientras se sostenía como podía en la cubierta de su barco, deambulando por las calles de Esmirna mientras la suplantaba su peluquera.
No le gustaba que la admiraran, lo que deseaba era que la conocieran. Su belleza, sin duda, era impactante, como nos han dejado por escrito un sinfín de personas que coincidieron con ella en persona. Sus facciones delicadas, su larguísima y frondosa melena rubia con el brillo del oro viejo, y su esbelta figura, que mantuvo con grandes sacrificios hasta la muerte, pasaron a convertirse en las señas de identidad de una mujer que se refugiaba en el hambre y el ejercicio para exorcizar otras carencias. Cuanto menos libre se sentía, menos alimentaba su cuerpo y más su mente. Cuanto más se hundía en la melancolía, más horas cabalgaba o caminaba por la montaña, tan rápido que apenas nadie podía seguirle el ritmo. Isabel reproducía en su cuerpo la prisión en la que habían convertido su vida, y de ambas huyó durante toda su vida.
Su carácter, su independencia y sus gustos a veces excéntricos para la época pero que denotaban un temperamento verdaderamente original le granjearon numerosos enemigos entre los altos estamentos políticos de Viena, responsables de la leyenda negra alrededor de su figura. Así, se llegó a decir de ella que era una desequilibrada, una mala madre que prefería viajar lejos de sus hijos a quedarse con ellos en palacio y una libertina con multitud de amantes. Paradójicamente, los mismos que la acusaban a ella de tener aventuras extramatrimoniales eran los que corrían un tupido velo sobre los escarceos amorosos de Francisco José. El doble rasero para juzgar a mujeres y hombres.
También fue criticada por sus innovadoras ideas políticas, a las que tildaron de desviadas y peligrosas, y por sus creencias religiosas, alejadas del encorsetamiento de la Iglesia. Muchos de sus coetáneos quisieron que Isabel fuera recordada así, como una lunática repleta de manías, que dedicaba su vida a lavarse la cabellera con clara de huevo, a someterse a espartanas sesiones de ejercicio y a entorpecer la difícil tarea del emperador. Decían que este, mientras suspiraba porque su esposa lo quisiera como él la amaba a ella, ocupaba ante sus hijos el lugar de su «negligente» madre e intentaba salvar un Imperio herido de muerte.
Lo que callaron estos biógrafos fue el peso que tuvo Isabel en el último intento de Austria por sobrevivir en la convulsa Europa: su aportación fue clave para la consecución de la monarquía dual, es decir, la constitución del Imperio austrohúngaro. Si Isabel no hubiera abogado en favor de tender puentes con Hungría, si no hubiese convencido a Francisco José de que debía acceder a ser coronado rey de este país y concederles una legislación propia, la desmembración del Imperio austríaco habría tenido lugar en el mismo siglo XIX. Isabel fue la única con la intuición necesaria como para darse cuenta de que las ideas ancladas en el Antiguo Régimen y en los privilegios estamentales estaban heridas de muerte, y que realizar ciertas concesiones no significaba perder poder, sino consolidarlo. Es más, dio a luz a su hija pequeña, María Valeria, en Hungría, algo inaudito en la dinastía imperial de los Habsburgo y gesto clave para ganarse la simpatía de los magiares.
Tampoco ha ayudado a comprender su relevancia histórica la famosa trilogía de películas de Ernst Marischka filmadas en los años cincuenta y en las que una jovencísima Romy Schneider daba vida a una Sissí dulce, bondadosa, espontánea y adorable, pero también sumamente infantil y despreocupada, carente por completo de la complejidad que caracterizó a la emperatriz de los austríacos. Si hoy casi todo el mundo conoce a Isabel de Baviera como Sissí es precisamente debido a estas películas, y su imagen de jovencita ingenua, siempre impecable vestida con trajes impresionantes y peinados perfectos viene también de aquí. Isabel llegó a Hofburg repleta de ingenuidad, eso es cierto, pero su personalidad compleja y reflexiva jamás le habría permitido esa simpleza que sí mostraba la protagonista de Marischka. El candor con el que llegó a Viena la joven prima del emperador muy pronto se convirtió en una profunda insatisfacción y frustración por haber perdido lo que más amaba: su libertad y la compañía de sus seres queridos.
Desde la temprana muerte de su primera hija, la vida de Isabel se convirtió en una eterna fuga. Cuando sentía que no podía aguantar más en Viena y su cuerpo evidenciaba los síntomas de la enfermedad de su espíritu, abandonaba aquel palacio que nunca consideró su hogar y se refugiaba en Corfú, en Malta, a bordo de su querido barco. Ese era su bálsamo: la lejanía de todo aquello que la hería. Aquella corte viciada, repleta de intrigas y de hombres que solo miraban por su interés, y aquel Imperio que se resquebrajaba con cada decisión de su emperador eran su auténtica dolencia, el origen de sus fiebres, también de sus llantos y de sus noches en vela. Isabel no fue una reina hermosa y feliz, tampoco una perturbada a la que tan solo le importaba su físico. Isabel de Baviera fue una mujer que, cuando comprendió que había perdido la libertad, dedicó el resto de su vida a reconquistarla.
La nueva emperatriz no podía dejar de sollozar. Sentía que había perdido todo el control sobre su vida.
No pensaba regresar. Al menos, no por ahora. Se había escapado del resto del grupo y quería disfrutar de un rato más cabalgando sola y todo lo rápido que pudiera, a esa velocidad en la que el viento parece tejido con finas cuchillas. Escuchaba a sus hermanos llamarla a voces desde lejos, pero ella prefería ignorarlos y saborear un poco de este momento de soledad. Ella, su caballo y la naturaleza. No podía soñar con nada mejor; ese era su mundo y lo adoraba.
Cuando Isabel tenía catorce años le fascinaba escabullirse de su familia para cabalgar por libre, sin ningún rumbo marcado más que el que describieran los cascos de su cabalgadura sobre la fértil tierra de Possenhofen. Su familia, los Wittelsbach, tenía allí su residencia de verano, un castillo más bien rústico en el que, en realidad, pasaban casi la mayor parte del año. En ese apacible rincón de Baviera Isabel se sentía mucho más feliz que en Múnich, donde había nacido. Allí, el frío y la lluvia oscurecían el aspecto de una ciudad que, por bella que fuera, no podía rivalizar con su querido Possi, como lo llamaban familiarmente, con sus jardines y su bosque espeso, con sus vistas al lago Starnberg y a los campos arados que lo rodeaban.
Cuando notó que su rocín ya estaba descansado, se acercó a paso lento al resto del grupo y les avisó de que no la esperaran para regresar a casa. Quería cabalgar un rato más y acercarse hasta una granja cercana en la que vivía una amiga con la que disfrutaba jugando en el bosque los días soleados como aquel. Allí, Isabel le repetía a la pequeña granjera todo lo que su padre le había enseñado sobre las plantas que crecían silvestres y, si estaba de humor y no la atacaba la vergüenza, también le leía alguna de las últimas poesías que había escrito en su cuaderno. Su madre, con inquietud en la voz, la advirtió de que regresara temprano a casa, mientras su padre, mucho más permisivo, le hizo una señal con la mano que significaba que podía marchar tranquila. El día era claro, las nubes habían desaparecido del cielo de ese rincón de Baviera y sabía que su hija era una experta amazona, no corría ningún peligro y, mucho menos, en casa de sus vecinos los granjeros, con cuya hija había jugado desde que era una niña.
Isabel de Baviera había venido al mundo acompañada de todos los augurios con los que la buena suerte podía obsequiar a un recién nacido: en domingo, con un pequeño dientecito, como el mismísimo Napoleón, y el día de Navidad. En concreto, la de 1837, a las diez y cuarenta y tres minutos de la noche. Su madre la consideró por todo esto un regalo divino y, tras mostrarla a los caballeros y las damas de la corte que se habían reunido para dar la bienvenida al bebé en el palacio en el que residían los Wittelsbach, su madrina, la reina Isabel de Prusia, le puso su mismo nombre. Pero nadie de la familia la llamaba así; para ellos fue siempre Sissí.
Su padre era Maximiliano, duque en Baviera, y pertenecía a una rama secundaria de la casa Wittelsbach. De ahí que no fuera duque de Baviera sino «en», un rango aristocrático sensiblemente inferior. Desde muy joven, la personalidad de Max, como era conocido, había fascinado y horrorizado a partes iguales a la rígida corte bávara, ya que carecía de la ambición política de sus congéneres y prefería disfrutar de los placeres de la vida. El duque era un gran amante del arte, de la poesía, de la música, de la naturaleza… y de los viajes, a los que dedicaba gran parte de su existencia. Era un ave de paso que tan solo recalaba en el hogar familiar para coger fuerzas y emprender de nuevo el vuelo, incluso después de casado. La asignación anual que le devengaba su título le brindaba una vida más que acomodada y ahí terminaban sus aspiraciones. Su alma bohemia e inquieta jamás descansó hasta reposar en la tumba y fue quizá la herencia de más cuantía que recibieron cada uno de los diez hijos que tuvo con su esposa Ludovica.
Ella, sin embargo, no poseía una personalidad tan extravagante, si bien es cierto que tampoco se comportaba como era propio de una dama de su alcurnia, con esa altivez que los demás permitían a quienes ostentaban sus títulos. Princesa real, Ludovica era la hija del rey Maximiliano I de Baviera y de su segunda esposa, Carolina de Baden. Su matrimonio con Max había sido acordado desde que era tan solo una niña y ambos acataron su destino cuando se casaron el 9 de septiembre de 1828. Su primer hijo, Luis, vino al mundo en 1831 y fue el primero de la extensa prole de la pareja, que se completó con Guillermo Carlos (1832, muerto con tan solo un año), Elena (1834), Isabel (1837), Carlos Teodoro (1839), María Sofía (1841), Matilde Ludovica (1843), Maximiliano (1845, fallecido al nacer), Sofía Carlota (1847) y Maximiliano Manuel (1849).
El palacio familiar de los Wittelsbach en Múnich, en el que vino al mundo Isabel, estaba situado en la céntrica Ludwigstrasse y era el reflejo de la singular personalidad de Max. Al franquear su puerta parecía que cualquier sorpresa fuera posible: un friso de cuarenta y cuatro metros de largo dedicado a Baco, el dios griego del vino y la fertilidad, decoraba el extenso salón de baile, junto al que había un elegante café chantant de estilo parisino.
Possenhofen, en cambio, estaba destinado, cuando lo adquirieron, a convertirse en la residencia de verano de la familia. Situado a unos veintiocho kilómetros de Múnich, muy pronto se convirtió en el domicilio preferido de los Wittelsbach, tanto por la hermosura del entorno como por lo a gusto que se sentían allí sus habitantes.
Al duque le fascinaba salir al bosque con sus hijos para enseñarles los nombres de las plantas y sus propiedades, dar largas caminatas y nadar en el lago cuando el clima lo permitía. Aquella vida al aire libre daba a Max muchos más motivos para fomentar su pasión por la naturaleza, una querencia que intentó transmitir por igual a todos sus hijos pero que arraigó sobre todo en Isabel, quien ya desde niña mostró por las plantas, los árboles y las flores un amor tan profundo como el que sentía por los animales. Cada día cuidaba con mimo a un sinfín de conejos que criaban en Possenhofen, así como a un corzo, un cordero y varias gallinas de Guinea. Y disfrutaba tanto pasando tiempo con ellos como dibujándolos en su cuaderno, sobre todo si esta distracción le servía para saltarse las clases de piano. Su poca destreza hacía que odiara que la sentaran ante las teclas, ya que sabía que no lo hacía nada bien y prefería escuchar a su hermana Elena, a la que todos llamaban Nené, que sí mostraba mucho más talento y soltura.
Entre escapadas al bosque, paseos a caballo, tardes leyendo y bordando junto al hogar, clases con sus instructores y visitas de las granjas aledañas, algo completamente inusitado para una familia de su rango, la niña disfrutaba de una infancia divertida, repleta de cultura, de naturaleza y de ejercicio al aire libre. Possenhofen ofrecía cierta libertad, ya que era un lugar alejado de la corte en el que se podían obviar algunas normas de etiqueta. Para ella, aquel siempre fue un refugio en el que, también de adulta, encontraría un sosiego que no le transmitía ningún palacio. Solo en la sencillez de Possi podía comportarse como quería, sin tener que preocuparse por miradas o comentarios malintencionados.
Sin duda, la felicidad de sus hijos contrastaba con la callada resignación de Ludovica ante la soledad que sentía en su matrimonio, ya que el duque Maximiliano no cesaba de viajar en ningún momento y, cuando no se encontraba descubriendo otras culturas, exploraba la compañía de alguna de las muchas mujeres con las que mantuvo relaciones extramatrimoniales. El duque llegó a tener varios hijos ilegítimos, a los que mantenía con generosidad y de los que la aristocracia bávara, entre ellos su propia esposa, tenía buena noticia. La pequeña Isabel se acostumbró, de hecho, a oír una frase de labios de su madre; una frase que le quedaría grabada en la memoria: «Cuando una está casada, ¡se encuentra tan sola…!».
En el verano de 1853, el ambiente de Possenhofen, de natural tranquilo y sosegado, había adquirido una efervescencia que contagió a todos sus habitantes. La correspondencia entre Ludovica y su hermana Sofía, la madre del emperador Francisco José I, se había vuelto mucho más intensa y Nené no permanecía ajena a esta circunstancia. Dentro de poco tendría lugar el encuentro para el que se había estado preparando durante años: su compromiso matrimonial con su primo, el emperador de Austria. Desde que tenía memoria, su madre y su tía habían alentado este momento y Nené, siempre tan responsable, tenía acatado su futuro papel. Era culta, educada, refinada, ducha en protocolo, elegante y sumisa. Reunía todas las cualidades que se podían esperar de una futura reina consorte.
El encuentro iba a tener lugar a mediados de agosto en la ciudad balneario de Bad Ischl, un lugar muy frecuentado por la aristocracia y la familia imperial austríaca, que acudían allí para disfrutar de unos días de paz y de sus ricas aguas termales. Ambos primos, Francisco José y Nené, no se habían visto desde 1848, cuando él tenía dieciocho años y ella catorce, y no podían ocultar su nerviosismo. Pero en Possenhofen, aunque tenían los preparativos para el viaje muy adelantados, algo preocupaba a Nené: la tristeza que había invadido a su hermana pequeña, Sissí.
La joven había sentido por primera vez el desamor y nadie lograba sacarla de su melancolía. Meses antes, con el fervor de los quince años, se había enamorado de un conde llamado Ricardo, un caballero al servicio del duque que correspondió a su amor desde el primer momento. Es más, le regaló un retrato suyo que Isabel guardaba en secreto para contemplarlo cuando se sabía a salvo de miradas ajenas, hasta que su madre se lo descubrió y se enteró así de los amoríos de su hija. Como sus padres no veían con buenos ojos esta relación, la atajaron de inmediato. Se envió al conde a un lejano destino, del que regresó gravemente enfermo y falleció poco después. Isabel, desolada, plasmó su pesar en unos versos. La poesía sería siempre su espacio de intimidad y de desahogo.
Ya cayeron los dados.
¡Ricardo murió ya!
¡Qué tristes las campanas!
Señor, tenemos piedad.
Soñando en su ventana
la rubia jovencita
está triste, tan triste
que aun los espectros lloran.
