Crónica de una paz incierta - Aitor Sáez - E-Book

Crónica de una paz incierta E-Book

Aitor Sáez

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Beschreibung

El plebiscito abrió la brecha entre las dos Colombias, la que vivió el conflicto y la que no. La histórica paz se diluyó en las tinieblas hasta adquirir una connotación incluso negativa. Se trata de los relatos de posguerra de un conflicto de más de medio siglo. Hasta hace muy poco tiempo habría sido impensable acceder a cuatro campamentos de las FARC (antes y después de su dejación de armas), a las filas del ELN, con los cocaleros, laboratorios de narcos, con disidencias guerrilleras, zonas fronterizas de contrabando, o simplemente a remotas veredas azotadas por los grupos armados.  Con el secuestro y asesinato de tres periodistas ecuatorianos del diario El Comercio, a manos de una disidencia de las FARC, se ha marcado un antes y un después para la libertad de prensa en Colombia.   Me entusiasmó descubrir rincones y comunidades inhóspitas, que en numerosas ocasiones, conocían a un extranjero por primera vez. Era una introspección en los sentimientos y comportamientos universales de la humanidad en situaciones límite. De los protagonistas también alimenté mi pasión por este país, que en las más dramáticas circunstancias era capaz de sacar esperanzas e invadirme por ese aguerrido optimismo. Me apasionaron sus extremos, esa posibilidad de toparse con lo mejor y lo peor de un momento o lugar a otro. Y no me hizo falta ver ninguna serie de narcos para vibrar con esas realidades, que trascienden a la morbosa ficción de un mafioso, cuya historia y época desgrano holgadamente en uno de los capítulos. Eso sí, sin adornos y con la mayor rigurosidad posible. De hecho, me irrito igual que mi compañera y como cualquier colombiano cuando en España asocian a Colombia únicamente con Escobar. Quizá ese es otro de los estigmas que he pretendido superar con este libro. 

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De esta edición:

© Círculo de Tiza ( Derecho y Revés, S.L.)

www.circulodetiza.es

Título: Crónica de una paz incierta, Colombia sobrevive

© del texto: Aitor Sáez

© de las fotos: Aitor Sáez

Primera edición: 23 abril de 2018

Diseño Gráfico: Miguel Sánchez Lindo

Maquetación: Olga Colado

Impreso en España por imprenta Kadmos

ISBN: 978-84-120532-0-3

Índice
Antes de empezar: Colombia sobreviviendo
I. El río Magdalena: la mayor fosa común
Los desaparecidos, contra el olvido
Los paramilitares, el grupo más sangriento
Los sin nombre. El pueblo que adopta cadáveres
II. Antioquia: corazón y estómago
Las Farc en sus entrañas
Los secuestrados: Íngrid Betancourt y Clara Rojas
Las minas, una lacra sin paz
III. Cauca: el eterno lastre del despojo
La desmovilización, un camino de obstáculos
Los amenazados: «Que la paz no nos cueste la vida»
IV. Tumaco: capital de la violencia
Los disidentes por el negocio de drogas
Los cocaleros, el eslabón más débil
La violencia sexual como némesis de guerra
V. Bogotá: refugio hostil
Las madres de Soacha. Una lucha de David contra Goliat
Los desertores: jugarse la vida para escapar
Los olvidados ante un despojo histórico
VI. Chocó: olvido y pobreza extrema
El ELN, la última guerrilla
Los desplazados, víctimas invisibles
VII. Medellín: la huella del narco
El narco a través de un sicario de Escobar
Comuna 13, en azote constante
VIII. Los confines de la otra Colombia
La frontera sin límites al contrabando
Los excombatientes de una paz agridulce
Los exiliados en pie, pese a la distancia

A Laura, por abrirme las puertas de Colombia y su corazón.

A mi familia, por entender que todas las personas de estas páginas valen cualquier sacrificio.

A todas ellas.

La vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir.

Gabriel García Márquez, El coronel no tiene quien le escriba

Nota del autor

Este libro comenzó en Grecia, a mediados del 2015, cuando conocí a mi actual compañera Laura, también periodista. Solía embriagarme con la pasión que emanaba al hablar de su país Colombia y de los inéditos pasos en las negociaciones de paz con las FARC. Los diminutos vasos de raki de las tabernas atenienses ayudaron a que esas selvas y despachos sonaran cada vez más cercanos.

Después de haber vivido en Brasil todo el 2012, mi deseo siempre fue regresar a Latinoamérica, por donde había viajado durante tres meses de mochilero. ¿Por qué me enamoré del continente? Por la autenticidad, tanto de su naturaleza como, sobre todo, de sus gentes. Sus esperanzas, sus rabias, sus preocupaciones, su alegría, todo; todo tenía un tinte tan genuino, todo se vivía tan a flor de piel. Muy al contrario de los aborrecedores debates en bucle con los que los jóvenes europeos nos regocijábamos en preocupaciones existencialistas.

Por razones más personales que profesionales, Bogotá ganó terreno a Río o Ciudad de México como la mejor opción. Tras cubrir las elecciones legislativas y el inicio de la crisis política en Caracas, aterricé en la capital colombiana en enero de 2016. Me entusiasmaban la idea de vivir y cubrir como periodista la transición de un país hacia la paz. ¡Por fin algo positivo!

Una euforia que el país disfrutó apenas un año. El plebiscito abrió la brecha entre las dos Colombias, la que vivió el conflicto y la que no. Con la aprobación in extremis del acuerdo y la tormentosa implementación posterior, la histórica paz se diluyó en las tinieblas hasta adquirir una connotación incluso negativa. Aun así, los periodistas gozamos de un período de gracia para acceder a territorios y contextos antes prohibidos por la violencia. Un terreno virgen donde afloraban cantidad de historias y testimonios impresionantes. A fin de cuentas, se trataba de los relatos de posguerra de un conflicto de más de medio siglo, que por primera vez se podía narrar excelsamente en primera persona. Un oasis para un reportero y por eso de hecho llegaron muchísimos otros compañeros.

Hasta hace muy poco tiempo habría sido impensable acceder a cuatro campamentos de las FARC (antes y después de su dejación de armas), a las filas del ELN, con los cocaleros, laboratorios de narcos, con disidencias guerrilleras, zonas fronterizas de contrabando, o simplemente a remotas veredas azotadas por los grupos armados. Tampoco hablar con tanta ligereza sobre narcotráfico sin recibir serias amenazas.

Tampoco a partir de ahora. Con el secuestro y asesinato de tres periodistas ecuatorianos del diario El Comercio, a manos de una disidencia de las FARC, se ha marcado un antes y un después para la libertad de prensa en Colombia. Los periodistas nos hemos convertido en objetivo o al menos ya no gozamos del respeto que había traído la atmósfera de paz. Lo que demuestra el recrudecimiento de un conflicto que a veces parece interminable.

Apenas dos años tardaron en llegar el Cartel de Sinaoloa mexicano o las bandas ecuatorianas, venezolanas y brasileñas para unirse a los remanentes de los grupos armados colombianos. “El narcotráfico es un pastel demasiado suculento; mientras haya narcotráfico, habrá conflicto”, me decía un compañero en Bogotá. Y así fue, la historia de Colombia era la historia del narcotráfico (o al menos parte de ella, matizaremos para evitar enfados). Y así nuestra labor periodística se tornó en una tortuosa odisea de excesivo riesgo, cuando hasta hace poco siempre había dicho que era muy agradecido trabajar en Colombia.

Me entusiasmó descubrir rincones y comunidades inhóspitas, que en numerosas ocasiones, conocían a un extranjero por primera vez. Me fascinaron esos encuentros y esas historias que, pese al dolor, guardaban una imponente fuerza de superación. Me enseñaron esas lecciones. Además, alejado del ritmo de los breaking news al que me había acostumbrado en Grecia y Venezuela, el sosiego con el que trabajé en Colombia me permitió sumergirme y reflexionar en esas emociones. Fue ahí cuando me di cuenta de que aquella no era la historia de un conflicto o unas gentes concretas. Era una introspección en los sentimientos y comportamientos universales de la humanidad en situaciones límite. Aquella extrapolación me hizo sentir a ratos más como un antropólogo, sociólogo o psicólogo que como un periodista.

De ese modo, este libro se impregna de esas reposadas impresiones y de esa universalización de contextos concretos. Cuando en la entrega de premios de la Asociación de la Prensa de Madrid (APM) Círculo de Tiza me propuso escribir un libro, sobre Colombia o Venezuela, no dudé por un segundo.

Sintiéndome tan inmerso en los recientes acontecimientos colombianos, me motivó poder aportar mi granito de arena al ejercicio de memoria y dignificación de las víctimas tras el brutal conflicto. De esas víctimas y protagonistas también alimenté mi pasión por este país, que en las más dramáticas circunstancias era capaz de sacar esperanzas e invadirme por ese aguerrido optimismo. Me apasionaron sus extremos, esa posibilidad de toparse con lo mejor y lo peor de un momento o lugar a otro. Y no me hizo falta ver ninguna serie de narcos para vibrar con esas realidades, que trascienden a la morbosa ficción de un mafioso, cuya historia y época desgrano holgadamente en uno de los capítulos. Eso sí, sin adornos y con la mayor rigurosidad posible.

De hecho, me irrito igual que mi compañera y como cualquier colombiano cuando en España asocian a Colombia únicamente con Escobar. Quizá ese es otro de los estigmas que he pretendido superar con este libro. Al terminar el libro me invadió una extraña nostalgia del pasado; no sólo por el vacío de dejar de escribir después de unos meses tan intensos, sino por el desolador camino que la llamada paz estaba transitando hacia un reavivamiento del conflicto con desplazamientos masivos, secuestros y asesinatos selectivos (incluso de periodistas) y combates que dejaban cifras de épocas que parecían enterradas, que despertaban viejos fantasmas entre la sociedad civil quizá más avanzada del continente, pero a su vez acomplejada al ver por el retrovisor los lastres de la violencia y la desidia.

Ahora ya ni el aguardiente puede iluminar la oscuridad que aquel raki entre ruinas griegas me ensimismó. Cuando llegué a Colombia se hablaba sobre todo de futuro y ahora se vuelve a hablar de pasado. Pensar que por el riesgo quizá no vuelva a los lugares donde anduve, me hacen verlos como otro país irreconocible de la Colombia en la que aterricé. Tal vez por eso, después de los infinitos vuelos, los pedregosos caminos, las selvas, los mosquitos, los fusiles; después de los desgastantes contactos y logística, después de las pasiones y del pesimismo, sólo quede la esencia de los seres humanos que conocí y de sus relatos traumáticos, que al final es lo que me motivó a escribir este libro y transmitirlo. Esa autenticidad tan latinoamericana que me enamoró y que en Europa se esfumó hace tiempo. Sólo revolviendo esos instintos más profundos, conseguiremos identificarnos en ese espejo al otro lado del charco que hace mucho perdimos de vista para mirarnos el ombligo.

Antes de empezar: Colombia sobreviviendo

Tumbaron la puerta a patadas. Todos despertaron sobresaltados. Los disparos se confundían con la estruendosa tormenta que martillaba el techo de aluminio. La madera crujía al paso de las botas. Sacaron a su marido de la cama a rastras. Ella abrazó a sus hijos con todas sus fuerzas, suplicando piedad. Las siluetas de aquellos hombres vestidos de negro se perdían entre sus sombras. Solo veía las manos que le arrancaron la ropa y la zarandeaban para darle la vuelta. Estrujó con desespero a sus cuatro pequeños contra su pecho. Los gritos, los gemidos, los insultos. Dios. El metal de los fusiles relucía por la tenue luz que se colaba por la ventana.

La luna seguía observándola cuando desaparecieron los hombres. Ni siquiera supo a qué grupo armado pertenecían, porque no sabía leer. Aquellos brazaletes con siglas no le decían nada. No significaban nada. Bajó las escaleras. Esta vez, lo único que retumbó fue el eco de su llanto. Vio a su marido tendido sobre un charco de sangre. Decapitado.

Se asomó a la puerta a pedir auxilio. Algunos hombres jugaban al fútbol con la cabeza de su esposo. Otros se habían encendido un cigarro. Trató de buscar su mirada mientras el rostro rodaba, hasta que un comandante detuvo el juego para meterla en una bolsa de basura. Ella dudó por unos instantes si abalanzarse sobre la cabeza o sobre el cuerpo de su marido para llorar su muerte. No tuvo tiempo de decidir. Cuando entró a la casa se dio cuenta de que se habían llevado a una de sus hijas, de once años.

*

Sobrevivir significa vivir después de la muerte de otro. En Colombia, más de 220.000 personas fueron asesinadas y más de siete millones tuvieron que desplazarse forzosamente durante el más de medio siglo de conflicto armado. Esa era la coletilla que se repetía hasta la saciedad en cada uno de los artículos que leí a mi llegada a Bogotá a comienzos de 2016. En ese momento, la última fase del proceso de paz servía para recordar aquella guerra. Ese año aparecieron las primeras cifras de su impacto. Demoledoras. El país se echaba las manos a la cabeza ante lo que frívolamente parecía un recuento de daños.

Sería deshonesto afirmar que esos datos me estremecieron. A nadie le conmueve un número, por mucho que se esfuerce en ello. Importaba la historia. La mejor historia. El testimonio que resumiera todo el dolor de ese conflicto. La muerte personificada. Eso era lo que buscaba, como cualquier periodista, en mi primer viaje fuera de la capital. En un día me crucé con decenas de casos de homicidio, desaparición, amenazas, que a menudo afectaban a una misma persona. Podía creer que entrevistaba a una víctima de desplazamiento cuando en realidad le faltaba una pierna por la explosión de una mina antipersonal o había pasado tres años secuestrada. Y todo era igual de cierto y dramático.

Categorizar las tipologías de víctimas me parecía ridículo. Sin embargo, tuve que hacerlo en este libro para poder empezar por algún lado, aunque en todo momento se trata de preservar la transversalidad de esas victimizaciones. En cierto modo, también resultó complejo etiquetar a los excombatientes cuando en ocasiones habían pertenecido a varios actores armados o eran a su vez víctimas y victimarios.

Sobrevivir significa vivir después de un determinado suceso que ha puesto en peligro tu vida. Este libro no trata de la muerte, ni siquiera de la violencia, sino de sus causas y, sobre todo, de sus efectos. Este libro no es un homenaje, ni un obituario. Los relatos que contiene pretenden trascender del hecho en sí para ahondar en sus consecuencias, en sus motivaciones, en su pasado y su huella. Cuando aterricé en Colombia, hacía cuatro meses que había recorrido por Europa la ruta de los refugiados sirios que huían del Estado Islámico. Pensé que jamás nada me iba a conmocionar tanto como aquellas atrocidades.

Me equivocaba. Hay algo que aterra más que la peor de las barbaries: normalizar esa tragedia. La tercera víctima que conocí era una madre a quien en tres años le habían matado a tres de sus hijos. Me lo contó sonriente. Lo mismo sucedió en muchas otras conversaciones. Los colombianos afectados por el conflicto habían integrado esa violencia en su cotidianidad. La muerte, y con ella la vida, había perdido valor. Aquella rutinaria costumbre a la adversidad banalizaba el sufrimiento. En otras ocasiones, la preocupación de las víctimas ahora era más bien el dinero. Y es que la necesidad tiene cara de perro, me decían. Este libro trata de recuperar la trascendencia de esa fatalidad, desvirtuada por el paso del tiempo hasta un empañado presente.

Sobrevivir significa vivir con escasos medios o en condiciones adversas. Esa era la situación de penuria de la mayoría de las víctimas antes y después de su desdicha. Solo explicando esas circunstancias en el libro puede darse una idea cercana a una realidad contradictoria. Colombia había sufrido el conflicto interno más extenso —y uno de los más sangrientos— de todos los tiempos. Sin embargo, los colombianos aparecían siempre en las primeras posiciones de los países más felices. «En Colombia toda reunión de más de seis, de cualquier clase y a cualquier hora, está condenada a convertirse en baile.» «No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad.» Así describía Gabriel García Márquez esa peculiar alegría de sus compatriotas para afrontar las dificultades.

El primer nombre colombiano que reconocí fue Escobar. Pero no por el famoso narco, sino por el jugador de la selección colombiana, Andrés Escobar. Eran apenas mis bisoños recuerdos a los cuatro años. Pintaba las banderas de los países que participaban en el Mundial de Estados Unidos de 1994 cuando en las noticias vi ese césped verde que tanto me llamaba la atención seguido de un féretro. Varios borrachos, al grito de ¡Autogol!, acababan de asesinar al futbolista Andrés Escobar, quien días antes se había marcado un gol en propia portería. ¿A los jugadores que se meten un gol los matan?, le pregunté a mi abuelo. Nunca esperó que veintitantos años y trescientas páginas después seguiría planteándome esa misma cuestión.

Al segundo Escobar, el mafioso, lo descubrí en la misma juventud en que me aventuraba en las fantasías de García Márquez. ¿Cómo pudieron vivir un hombre tan cruel y otro tan virtuoso en la misma época y en el mismo lugar?, fue entonces mi interrogante. Colombia era capaz de lo peor y de lo mejor. Un contraste que solo desde ese temperamento pasional se puede comprender y que con esfuerzo se trata de plasmar en este volumen.

Cuando en octubre de 2016 algo más de la mitad de los colombianos rechazaron los acuerdos de paz en un plebiscito, todo el planeta se escandalizó. Excepto Colombia. La votación puso de manifiesto la brecha que existía entre el país que vivió la guerra y aquellos que la vieron por televisión. Entre aquellos sobre cuyos tejados llovieron balas y los que querían ver a los guerrilleros en la hoguera. Se revelaron el odio, la sed de venganza y el resentimiento a menudo infundado de tantas décadas de convivir con la violencia y el miedo. Un contraste que volvía a destapar los inimaginables márgenes de esa sociedad.

Pero, entonces, ¿es que el colombiano es violento por naturaleza? No. Y espero que estos relatos no sirvan para alimentar ese prejuicio. Las primeras imágenes que tuve de Colombia fueron las de esos hombres armados en aquella selva donde mataban y secuestraban. Todavía hoy muchos colombianos conservan esa figura en sus retinas. En esa época se secuestraba a uno de cada tres turistas en el país, o ese era el tópico. Sin duda, hoy Colombia ya no es esa Colombia de los noventa, ni de lejos. Los secuestros se han eliminado casi por completo. La violencia ha disminuido drásticamente, sobre todo en cuanto a los asesinatos. Se han reducido los desplazamientos forzados. Y ya nadie amenazará de muerte al autor por haber escrito este libro. ¿Continúa el conflicto en Colombia? Según desde dónde se mire y con quién se hable. Esa valoración queda en manos del lector, cuando termine la lectura.

Sobrevivir significa perdurar en el tiempo. Puede que el conflicto persista o no, que haya más o menos violencia. Pero las heridas permanecerán para siempre, por mucho que logren sanarse. Y ojalá sea así. Recuperar esa memoria y esa verdad que hoy muchos tratan de ocultar o ventilar es el único camino que puede garantizar que esa barbaridad no se repita jamás. La intención de este libro es contribuir con toda humildad en esa tarea de evitar el olvido por la que tanto luchan actualmente las nuevas generaciones de colombianos. Sobreviviendo como un proceso. Un trayecto todavía en marcha.

Por eso este libro no habla de un país, no habla de unas víctimas, de unos actores armados, de culpables, de mártires, de credos. Este libro no habla de historia, no habla de política, de una nación, ni siquiera de los colombianos. Habla del ser humano. De cómo ese territorio de extremos llamado Colombia ha vivido y padecido los límites de la especie humana. De cómo se ha sobrepuesto también a la oscuridad de nuestra condición. Este libro trata de sumergirse en las profundidades más recónditas del odio, la codicia, la venganza, la necesidad, el dolor, los traumas, la superación. Con esa visión se ha escrito cada uno de sus párrafos. Sin banderas, sin ideologías, sin miramientos. Y acepte el lector mis disculpas de antemano si en algún momento lo percibe de otro modo. La narración también trata de sobrevivir a los errores.

*

No volvió a ver a su hija hasta doce años después. La encontró embarazada de un bebé fruto de una violación. Ni siquiera sabía de qué hombre era. La amarraron en mitad de la jungla con otras muchachas durante más de una década. Las golpearon hasta aburrirse después de violarlas brutalmente varias veces al día. Perdió la cuenta. Ni siquiera veía a sus agresores, por la venda que le colocaron y que solo le quitaban para que recogiese del suelo los desechos de comida que le arrojaban.

Tirada sobre esas hojas le llegó la primera menstruación. Era una niña cuando la raptaron. Logró escapar con un bebé en sus entrañas al que amó con todas sus fuerzas a pesar de todo. Ni siquiera esa huida importó a sus captores. Le dispararon un par de veces a lo lejos, como en un juego de caza. Luego los salvajes soltaron carcajadas al verla correr torpemente, desnuda entre los árboles.

Madre e hija tuvieron que refugiarse en la ciudad. Ahora vivían de la limosna. A veces de la prostitución, a fin de alimentar a duras penas al pequeño. Encontraron el apoyo de otra víctima de ese mismo conflicto que de tan dilatado había perdido hasta su índole de guerra. ¿Qué hemos hecho para merecer esto?, se preguntaban. Aquello no era una guerra, era su vida. Siempre vivieron en esa guerra, o su vida siempre fue esa guerra. El caso es que no tenía final. ¿Cuál paz? Paz es que no nos maten. Paz es que no nos muramos de hambre. Esto es el infierno.

Esta no es la historia de una persona, sino de muchas. No es la historia de un país, sino de personas. Esta es la única historia inventada de todo el libro. El único relato proyectado a partir de varias vivencias reales. El resto de los relatos son fidedignos.

De seres humanos, en Colombia, donde sobrevivir no significa nada.

Sobrevivir es la única manera de existir.

I. El río Magdalena: la mayor fosa común

Somos un país que se reconoce en la muerte [...] En Colombia hay gente que muere, luego existe.

Alberto Salcedo Ramos. Entrevista en Café Picante

Sus aguas cruzan más de 1.500 kilómetros desde los empinados Andes hasta el plácido mar Caribe. Su caudal avanza furioso por una cuarta parte del país. La arteria que conecta Colombia de sur a norte, arrastrando su dolor en unas chalupas coloridas que rompen el terroso gris de sus entrañas. Musa de rancheras y poemas, ese majestuoso torrente es también «el mayor cementerio del país», como lo bautizaron los ribereños.

Ni siquiera se merecía ese apelativo. Sus aguas agitadas sirvieron más bien como fosa común propicia para miles de cadáveres, desde los sicarios de Pablo Escobar hasta los pandilleros actuales. Pero sobre todo fue el lugar predilecto de los paramilitares para ocultar sus atroces crímenes. Muchos de los 30.000 desaparecidos que se les atribuyen yacen en el fondo de ese río. Los huesos de sus piernas y brazos, su cabeza, descuartizados a conciencia y de forma sistemática para cerciorarse de su volatilización.

Así se logró su desaparición física, pero no su olvido. La incansable y tortuosa memoria de sus madres rescató los nombres de esos jóvenes de las bolsas de basura donde hoy se pudren sin descanso. Las mujeres acudieron a sus márgenes para dar sepultura y escuchar el rugido de las efervescentes aguas, a la espera de un milagro que les devolviese un pedazo de esos cuerpos para poder enterrarlos en paz.

«El río Magdalena se pone triste cuando Colombia llora por sus orillas», comienza una canción popular infantil, uno de los pocos homenajes a ese acuífero azotado por el conflicto. Rechazado y abandonado. Allá por el año 1981, Gabriel García Márquez clamó en el diario español El País por su salvación: «La rehabilitación del Magdalena solo será posible con el continuo y profundo esfuerzo de cuatro generaciones que deberán durante más de un siglo sembrar cincuenta y nueve millones de árboles». Las mismas cuatro generaciones que vieron a sus hijos evaporarse en aquel río donde ahora ahogan sus penas.

El accidente geográfico da nombre a la región del Magdalena Medio, feudo y bastión del paramilitarismo donde todavía hoy pasean a sus anchas los verdugos entre las víctimas. El laboratorio de prácticas para el desmembramiento de inocentes indeseables. El canal por donde los colonizadores españoles iniciaron su búsqueda de El Dorado, jungla adentro desde los puertos caribeños.

En su turbia corriente naufragó toda esperanza. En su ancho y terroso raudal ni siquiera el sol se atreve a brillar al atardecer. Lo único que en ese resplandor se traza son las sombras de quienes siguen recordando lo que guardan sus profundidades. Su tesoro. Los secretos de una guerra donde la muerte ni siquiera alcanzó a desembocar en la mar.

Los desaparecidos, contra el olvido

Los desaparecidos no existen, son una entelequia. ¿Dar a conocer dónde están los restos? Pero ¿qué es lo que podemos señalar? ¿El mar, el Río de la Plata, el Riachuelo?

Jorge Rafael Videla en conferencia de prensa

En Argentina, los delirios de un dictador duraron un lustro. En Colombia no hubo dictador como tal, pero el dislate duró más de medio siglo. El doble de desaparecidos. Tres al día, uno cada ocho horas desde 1970. Los restos de la mayoría de esos cuerpos sí se pueden señalar en las profundidades del río Magdalena.

Sus aguas tampoco se detienen en Puerto Boyacá, en el corazón del país. Allí los paramilitares lanzaron el cuerpo desmembrado de Jorge Armando Cabanzo, el 13 de enero de 2002. El joven, de veinte años, salió de trabajar de su bar en la zona rosa de la ciudad. Se había quedado hablando con unos amigos cuando dos hombres a cara descubierta lo subieron a una motocicleta y se lo llevaron. Nunca más apareció.

«Los capturaban con la excusa de que eran maleantes o consumían drogas, los subían a los transistores [colina con torres eléctricas], los descuartizaban y arrojaban los pedazos al río. Desde esta orilla pasaban a veces restos de cuerpo flotando de los asesinados de pueblos cercanos», relata Rosa Helena Rodríguez, su madre, de ojos saltones y pupilas hinchadas de tanta lágrima derramada. En aquel entonces, los paracos —como se denomina a los paramilitares— ni siquiera tenían que ocultar su rostro. Eran los dueños de facto del lugar y tenían la potestad de ejecutar a su antojo una limpieza étnica. Más de 500 desapariciones y 3.000 víctimas en aquel pueblo de 20.000 habitantes. Rosa corrió al día siguiente a ese mismo río donde por inercia supo que yacían los restos de su hijo. Ser homosexual fue el «delito» de Jorge Armando.

El murmullo de aquella agua terrosa reboza sus sollozos: «Después de todo el daño que hicieron, como si no hubiese pasado nada, como si hubiesen matado a un animal y lo hubiesen tirado al río». Los paramilitares de Arnubio Triana Mahecha, alias Botalón, del Bloque Magdalena Medio, se beneficiaron de la desmovilización del paramilitarismo (2003-2006) y se acogieron a la polémica Ley de Justicia y Paz, aprobada por el entonces presidente, el conservador Álvaro Uribe. Ya están libres.

Rosa se cruza a diario con los supuestos verdugos de su hijo por unas calles donde ni siquiera se dedicó un homenaje de recuerdo a los desaparecidos. «Cuando perdí a mi hijo me di a la bebida, insultaba a sus asesinos y también me amenazaron. Luego uno aprende a convivir viendo sus caras», lamenta la mujer. No hay perdón sin justicia.

A su lado, en esa misma ribera que hoy sirve de sepulcro, Flor Hurtado sostiene una foto de su hijo pegada a un cartón donde se lee, escrito con rotulador y temblorosa caligrafía:

Andrés Alfonso Hurtado Sánchez.

Desaparecido 15 de junio del 2002.

Celular. 3134567896

«Solo quiero que me devuelvan sus huesitos para poderlo enterrar dignamente. ¿A quién voy a perdonar si no sé quién mató a mi hijo?» No hay perdón sin verdad. Su hijo se despidió de ella hace catorce años. Los mismos que Flor ha cargado con ese cartel en su búsqueda. Andrés tenía quince años, y ya lo habían raptado con anterioridad para luego devolvérselo a su madre. La segunda vez no tuvo noticias en dos días. Flor subió al cocodrilo, el lugar donde guardaban la afiladora con la que despedazaban a aquellos jóvenes. Le advirtieron de que no lo buscase más. Las familias sabían dónde cometían los victimarios sus atrocidades, pero allí nunca hicieron acto de presencia las autoridades, que por omisión o colaboración respetaban a aquel gobierno paralelo. En el puente de acceso al pueblo que unía ambas orillas del río, un letrero daba la bienvenida: Capital antisubversiva del Magdalena Medio.

Nacido de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) con el propósito de combatir a los grupos insurgentes en los años setenta, el paramilitarismo como movimiento organizado desde los noventa acabó siendo el actor armado más sangriento: 1.166 masacres (un 58 por ciento del total) y 8.903 asesinatos selectivos (un 38 por ciento del total).

También fueron culpables del 46,1 por ciento de las 60.630 desapariciones forzadas de las que se conoce su autor, una modalidad recurrente por parte de los paramilitares como medida de terror para ejercer el control sobre los territorios. Hasta 2012 apenas se habían denunciado 25.007 desapariciones. Cinco años después, las familias habían perdido el miedo. Aunque no siempre. El temor sigue tronando en la periferia de Puerto Boyacá.

Mientras caminaba con las dos mujeres, el silencio se abría a nuestro paso por los callejones de aquella barriada. Los niños jugaban delante de la cámara y los adultos se escondían detrás de las cortinas. Los pocos que quedaban desprevenidos evitaban dar su testimonio con un tajante «prefiero no hablar».

—En esta casa mataron a Nolberto, en aquella desaparecieron a otro pelao [joven] —contaba Rosa al voltear cada esquina.

Conocía la historia de cada hogar. En un punto se detuvo y señaló una ladera cubierta de cables: los transistores. El agujero negro donde desaparecían a los jóvenes, y en su cima el cocodrilo, donde los mutilaban. El creativo folklore colombiano para bautizar con apodos hasta lo más horrendo. Quizá una forma de negar la tragedia. La colina tenía una vista privilegiada desde donde se podía detectar a un kilómetro quién subía y a la vez esconderse. Hasta ahí solo trepaban las madres más atrevidas para pedir explicaciones. Pocas veces recibían respuesta, y a menudo regresaban bajo amenaza.

A medida que avanzan el paseo y la confianza, la conversación se desvía de lo emocional a lo práctico. «Mi hijo era el cabeza de familia, mi único sustento tanto sentimental como económico. Cuando se lo llevaron, me quedé en la ruina», cuenta Rosa para introducir la queja de que no la han indemnizado: «La reconciliación es con hechos, y si el Estado no repara a las víctimas no podemos perdonar. El Estado nos pide que perdonemos, pero no nos ayuda».

*

¿Ayuda el dinero a olvidar? ¿Y a perdonar? Al menos sí alivia un dolor que se desvirtúa con el paso de los años. Los subsidios que tanto prometió el presidente Juan Manuel Santos en muchos casos tardarán en llegar, o nunca llegarán. Por aquel entonces el Gobierno había indemnizado a 590.000 personas a través de la Ley de Víctimas aprobada en 2011.

«Una cifra baja comparada con el desafío», me reconocía la directora de la Unidad de Víctimas, Paula Gaviria, quien poco después fue nombrada consejera presidencial de Derechos Humanos. Admitió que el Estado se había visto desbordado: «Cuando se impulsó la ley se registraban cuatro millones de víctimas y ahora, cinco años después, la cifra supera los siete millones».

Las reclamaciones de víctimas se habían multiplicado tanto por el tejido de una red de apoyo como por la pérdida del miedo a denunciar. «Muchas personas ya no sienten temor, porque se han logrado organizar; las alcaldías están más alerta, y existe una solidaridad. Antes, en cambio, había cierta estigmatización hacia la víctima, a la que recelaban de que algo había hecho para merecer eso», explicaba Gaviria, quien ha entregado su vida a la defensa de esas víctimas. Por esa desenfrenada labor acumulaba 2.000 millones de pesos (unos 570.000 euros) en multas y 111 órdenes de arresto por desacatos judiciales, y había sido retenida en numerosas ocasiones en el departamento de Migración del aeropuerto El Dorado de Bogotá. Paradójicamente, Gaviria es nieta de Belisario Betancur, el primer presidente colombiano (1982-1986) en emprender un proceso de paz con varias guerrillas, sellado en 1984 en los Acuerdos de La Uribe, Meta, con la frase «ni una gota más de sangre». El primer intento fracasado.

El Gobierno de Santos, con el país en pleno decrecimiento económico, no disponía del presupuesto necesario. Había invertido 3,6 billones de pesos (cerca de un millón de euros) en reparaciones directas a las víctimas, y todavía faltaban otros 6 billones de pesos (alrededor de 1,6 millones de euros) para cumplir con la proyección hasta 2021. Algunas estimaciones apuntaban incluso que estos cálculos se quedaban cortos. Todavía hoy Rosa me escribe mensajes pidiendo que la ayude a reclamar su indemnización. «Cuando el Estado atiende y reconoce los crímenes, las víctimas se empiezan a sentir mejor. Lo que más cuesta es la verdad, que les digan por qué mataron a sus personas queridas sin motivos», añade Gaviria. Nada más lejos de la realidad que atravesaba Rosa: «No tenemos verdad, ni justicia, ni reparación, nunca habrá reconciliación».

En Puerto Triunfo, a unos 80 kilómetros de Puerto Boyacá al otro lado del río Magdalena, Jenny Castañeda sí encontró el perdón. A su madre, una líder comunitaria, la mató el mismo bloque de paramilitares que desapareció al hijo de Rosa cuatro meses después. «Nosotros vivíamos indiferentes a la violencia hasta el 17 de septiembre de 2001, cuando esa violencia tocó nuestra puerta», relata sobre la noche que asesinaron a su madre.

Durante doce años le invadieron los resentimientos, la sed de venganza; muchas cosas se le pasaron por la cabeza. Un odio que, según ella, le provocó un cáncer de tiroides que le cambió la vida. La misma enfermedad le abrió los ojos. Persiguió a los verdugos hasta encontrárselos en uno de los actos que se celebraron entre víctimas y victimarios tras la desmovilización de los paramilitares. Miró a los ojos a Ramón Isaza, el hombre que disparó a su madre, y aceptó su perdón. «Es muy duro cuando tienes frente a frente a la persona que arruinó tu vida. Pero cuando tú perdonas, sientes que te sacan un puñal que tenías atravesado entre pecho y espalda. Siente uno como si lo liberaran», asegura. Para ella, Dios le dio el don y la valentía de perdonar.

En su caso hubo verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. Jenny incluso visitó en varias ocasiones a los asesinos en la cárcel. Su historia sirvió de paradigma de reconciliación exitosa. Para ella, «uno lleva la paz dentro, no puede perdonar hasta que no la encuentra. La paz no se firma. El perdón es individual, interior». Pudo enterrar y limpiar el nombre de su madre, a diferencia de los familiares de desaparecidos, que todavía no han podido velar —y probablemente nunca podrán hacerlo— a sus seres queridos.

Entendí esa gran diferencia meses después en Bogotá, en una charla con Ludmila da Silva, antropóloga argentina de la Universidad Nacional de Córdoba. «La desaparición de personas como plan sistemático es una herida muy difícil de sanar, ya que los familiares van a estar esperando siempre el hallazgo de los restos humanos porque son necesarios para concluir el duelo. Ni ellos pueden vivir sin una respuesta y una verdad sobre el destino de esos cuerpos, ni la sociedad puede vivir con esa huella, ese vacío, que es necesario salvar. Es una experiencia humana límite de enterrar a tus muertos», afirmaba la experta en desaparición forzada. En un país tan creyente como Colombia, ese duelo se hace todavía más necesario.

Escuchar la definición academicista de una desaparición añadió una inquietante frialdad a los relatos de las víctimas, ya de por sí desgarradores, pero cálidos al fin y al cabo: «La desaparición es el ejercicio de la crueldad sobre un cuerpo que ya está inerte, que ya fue asesinado, y es ese plus terriblemente extremo que un grupo armado quiere imprimirles a sus enemigos. Es innecesario, pero se ejecuta para transformar a ese ser humano en una cosa, una cosa descartable». La desaparición fue una estrategia militar inventada por la escuela francesa que llegó a Latinoamérica en los cincuenta por Guatemala.

A diferencia de Argentina con las Madres de Plaza de Mayo, las víctimas colombianas de desaparición no han logrado organizarse como actor político para ejercer esa presión necesaria. Porque el conflicto no ha terminado; porque los autores son varios y cambiantes; porque todavía conviven con sus victimarios y/o porque esos crímenes se extendieron por todo el país. La articulación de esas víctimas sería imprescindible para impulsar leyes concretas que permitan sanar esa herida. En Colombia, sin embargo, las víctimas de desaparición se diluyen en una amalgama de etiquetas que terminan por invisibilizarlas, consideraba Ludmila.

Otros sobrevivientes habían preferido olvidar. Desde el muelle de Puerto Triunfo, Jairo avistaba la isla en mitad del río Magdalena donde en 1999 pasó tres meses secuestrado por los paramilitares. Frente al embarcadero paraban a diario camionetas cargadas de jóvenes. «Nos agarraban por la noche, diciendo que no podíamos estar tan tarde por la calle, nos acusaban de marihuaneros, maleantes, y nos llevaban a la isla», contaba el hombre a sus treinta y siete años.

«Nos ponían a trabajar de seis de la mañana a seis de la tarde. La comida era muy mala, la dormida muy mala. Nos pegaban, uno vivía atemorizado. Al que rechistaba, lo arrojaban al agua», relataba sosegado. De este lado de la ribera se corría mejor suerte. A él lo soltaron. Pensó en huir a otra ciudad, pero se quedó. Ahora prefería pasar página y borrar ese episodio de su vida. Hoy parte del cauce del Magdalena se ha secado, y desde la baranda donde se apoya Jairo el torrente se otea lejano. En la plaza de enfrente se erige un pequeño obelisco de tres metros con ángeles volando sobre un fondo de los colores de la bandera nacional. En su base, tanto paramilitares como guerrilla y autoridades grabaron unas palabras de perdón.

Las víctimas escribieron:

Que el dolor sufrido

y las lágrimas derramadas

por las víctimas de la guerra

sirvan para regar

el camino de la PAZ definitiva y duradera,

en nuestro querido Municipio de Puerto Triunfo,

con acciones de acompañamiento,

resarcimiento y garantías de no repetición.

Acompañamiento, resarcimiento y garantías, esos eran los titánicos retos para tantos años de conflicto. A pocos metros de esa plaza, me acerqué a la Municipalidad para recabar algunos datos. Entre la guasa provocada por el hecho de ser extranjero, mientras explicaba los motivos de mi visita, fueron brotando otros casos de víctimas entre los mismos funcionarios. A María Delcy Ospina le desaparecieron en 1990 a su primer hijo en Medellín. Un año después, al segundo. Y huyó a Bucaramanga, donde en 1993 asesinaron a su tercer hijo.

A Duverney Cardona, con seis años, su padre lo despertó sobresaltado de la cama una madrugada. Llenó su pequeña mochila con los pocos juguetes que pudo y comenzó a caminar junto a sus hermanos. Su familia administraba una finca en el Urabá antioqueño, donde las Farc y las autodefensas se disputaban con voracidad quién cobraba antes las extorsiones. Los guerrilleros se disfrazaban de paracos, y los paracos de guerrilleros. Iban a la casa a robar, ponían clavos en la entrada para pinchar las ruedas de los vehículos, enviaban amenazas..., hasta que no tuvieron más remedio que huir a Medellín.

Y así una historia tras otra, hasta que se agotó la batería de la cámara. Hasta que se desplomó el bolígrafo sobre la libreta. Relatos de todo tipo en apenas un municipio que prácticamente había escogido al azar. A cuál más trágico. Mientras, continuaba la broma con mi acento y se llamaban unos a otros para pasar frente al lente como si de un casting se tratase.

«He superado todo, aquí con mis compañeros. Si Cristo perdonó, nosotros también. Hay que creer en la paz aunque no la veamos», me decía sonriente María Delcy, la anciana que en tres años había perdido a sus tres hijos. Para muchas víctimas, tanto el perdón como la paz eran un acto de fe. Una creencia tan impregnada y cotidiana como la violencia.

Había ido a las orillas del Magdalena a escuchar la historia del hijo desaparecido de Rosa y acabé encontrándome con un esperpéntico espectáculo del horror normalizado. Unas víctimas anestesiadas. A ratos destrozadas y a ratos cínicas. Salí de la Municipalidad con cuatro hojas repletas de números que tiré en la primera papelera que me crucé. Era inútil poner cifras sin sumergirse antes en aquella muerte sistemática. Con el tiempo comprendí que esa violencia había empantanado a una población entera hasta convertirse en rutina; que todos los colombianos, de una u otra forma, habían padecido el conflicto. No se trataba de encontrar historias, o el testimonio más impactante, sino de creer en la vida en medio de aquella oscuridad.

*

Un derroche de vida que irradiaba Jorge Armando, el hijo desaparecido de Rosa Helena. «Siempre estaba cantando, bailando, era la alegría de la casa. La razón de mis días», lo recuerda con la mirada perdida en la puerta por donde entraba el joven con su espontaneidad. En el pueblo lo conocían como Mamma Mía, por sus travestidos shows musicales sobre las mesas del bar donde trabajaba cuando el aguardiente surtía efecto. Era amigo de Papuchina, otro de los homosexuales de su pandilla. Fue el único que sobrevivió a la persecución de los paramilitares.

Una noche, a mediados de 2001, los paras lo buscaron en su casa y su abuela lo escondió en el tanque de agua, donde aguantó la respiración hasta que se marcharon. Pero a los pocos días lo encontraron y lo arrastraron hasta la entrada del pueblo con un revólver en la cabeza. Su verdugo erró el tiro, y él logró correr hasta colgarse en una buseta hacia Bogotá. «Yo vivo de milagro, a mí me intentaron matar tres veces y para salvarme tuve que salir de este pueblo», asegura sobre su fuga a los dieciséis años, ahora con semblante de mujer y declarándose abiertamente «marica».

Medio año después asesinaron a Jorge Armando, quien, a diferencia de su amigo, nunca quiso marcharse. «Todo el mundo me decía que a él lo iban a matar porque era gay, nunca me dijo si lo habían amenazado, pero él decía que no se iba porque no le debía nada a nadie», cuenta su madre. Mientras Papuchina vivía refugiada en las montañas de Cazucá, mataron a sus tres colegas. Diez años después regresó para enfrentarse cara a cara con sus victimarios en un encuentro público de perdón. «Ustedes nos tenían rabia a los homosexuales y por eso me obligaron a salir del pueblo. ¿Ya no se acuerda que me amenazó con que me iba a matar si yo denunciaba esto?», le recriminó Papuchina a uno de los exparamilitares, que seguían negando el tinte homofóbico de sus actos. «Yo no le tenía rabia por su género, ni por su forma de ser, a mí me dijeron que ustedes vendían droga», respondió este. El auditorio, abarrotado con un centenar de personas, rompió a gritar: «¡Mentiroso, ustedes no los querían solo porque eran gays! ¡Es verdad, ellos los odiaban!».

Por las tardes Mamma Mía y su cuadrilla se bañaban en el río, donde ahora reposan los pedazos de los cuerpos de sus amigos. Por la noche se sentaban en la plaza a charlar, como los otros jóvenes. A veces se animaban a bailar sin ocultar su travestismo, pese a la acuciante represión. Algo que irritaba a los paramilitares. «Cuando estaban en la plaza hablando, solo a ellos los amenazaban con armas para que se metieran a la casa», contó una de las vecinas. Los paras los acusaban de vender drogas, aunque se sabía que no era cierto.

Las paredes de la casa de Rosa Helena todavía recuerdan a Jorge Armando en varios retratos del joven posando ladeado con la mano en la cintura y la camiseta ceñida. El maquillaje pálido y los ojos sombreados a lo Michael Jackson dan cuenta de los deseos de Mamma Mía. Mira con descaro a la cámara. La misma mirada con la que retó a sus victimarios cuando lo subieron en la moto que sabía lo llevaría a su final. Encima de la mesa hay varios trozos de cartón y fotos de carnet ampliadas a tamaño folio. Son los rostros pixelados de los desaparecidos de Puerto Boyacá. Rosa Helena los sigue imprimiendo para que los ausentes «nunca caigan en el olvido».

Los paramilitares, el grupo más sangriento

Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto, cambiaron todas las preguntas.

Mario Benedetti, Buzón de tiempo

Para creer en la vida hay que dejar atrás la rabia. Lo acababa de aprender en Puerto Boyacá, pero a mí me reconcomía saber que al bajar de ese autobús me iba a encontrar a esos victimarios, los paramilitares ya desmovilizados. Por instantes pensé en volver a casa para entrevistarlos con la cabeza fría. Imaginaba una trituradora en cada una de las tupidas laderas que iba atravesando, mientras el sol tecleaba mi rostro entre los intermitentes árboles. Apenas una hora, 60 kilómetros eternos para llegar a La Dorada, otra de las ciudades que baña el Magdalena. Otro feudo paramilitar.

Me apretó la mano un tipo normal, que podría pasar por barbero o taxista. Era un exparamilitar cuyo alias era Filadelfo Tribiño. Se relajó al verme solo, y a medida que avanzaba la conversación se generó una confianza que banalizaba sus anécdotas sobre las irónicas amenazas que se lanzaban con las Farc antes de un combate:

—Voy a por ti, le llevo un recado de tu madre. Un regalo de Navidad —comunicaban burlones por radio a los guerrilleros.

—Aquí te esperamos con un buen sancocho —respondían estos.

—¿Cuántos hombres tienes? Nosotros somos sesenta —advertían, a veces mintiendo, otras no.

—Nosotros somos cuarenta, pero tranquilo que me sobran la mitad, los dejo preparando el sancocho —bromeaban sus enemigos.

Media hora después comenzaba la balacera. Un intercambio de fuego que dejaba muertos. Pero para muchos de sus protagonistas aquellos combates eran un juego. «A los muchachos les gustaba la guerra, vivían en ella», justifica con socarronería Filadelfo. Casi siempre el número de unidades de las Farc era, en efecto, inferior, pero eso no significaba que siempre vencieran los paramilitares. «Ellos eran bravos, había algunos que los disparabas varias veces y no morían. Los llamábamos “los ángeles”», recuerda el excombatiente sobre una mitológica liturgia bélica creada apenas para mantener viva la atracción de los combatientes por la sangre derramada.

Filadelfo fue escolta del llamado Cota, jefe de uno de los nueve frentes del temible Bloque Central Bolívar, que mató a 14.000 personas y operó en ocho departamentos, que recorría a sus anchas ante la pasividad del Estado. El surgimiento de las autodefensas y su estrecha relación con la élite política proviene de un pasado ligado al narcotráfico —que representó el 70 por ciento de sus ingresos—, el secuestro y la extorsión.

*

En 1979, el Frente 4 de las Farc secuestra a Jesús Castaño, padre de Carlos, Fidel y Vicente Castaño Gil. En 1981, la guerrilla del M-19 rapta a Martha Nieves, de veintiséis años, hija de Fabio Ochoa Restrepo, reconocido ganadero y narcotraficante, y hermana de los Ochoa, miembros del Cartel de Medellín. A raíz de ese secuestro, la mafia de Pablo Escobar decide formar el MAS (Muerte a Secuestradores), al que se unen los Castaño. Ese mismo año, cuando las Farc le clavan un disparo en la frente a Jesús Castaño, sus hijos se distancian del MAS y crean las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU).

El propio Carlos Castaño, quien asumiría el mando de la organización tras la muerte de su hermano Fidel a manos de la guerrilla del Ejército Popular de Liberación (EPL), justificó en su libro Mi confesión que las autodefensas nacían como venganza por el asesinato de su padre. La escritora María Teresa Ronderos desgranó recientemente en Guerras recicladas las inconsistencias de fechas y datos en los argumentos de los hermanos Castaño. «No fue a raíz del secuestro y muerte del padre de los Castaño, don Jesús, que nacieron un ejército de autodefensas y una familia dedicada a la contrainsurgencia motivada por la venganza, como lo hicieron creer después sus hermanos para darle un origen justo a la causa violenta que enarbolaron», escribe la autora. Una «verdad fabricada a punta de repetición» para saciar sus ambiciones aupadas por el narcotráfico.

A comienzos de los noventa, la oleada de secuestros atormentaba al presidente César Gaviria (1990-1994), como relata excelsamente Gabriel García Márquez en Noticia de un secuestro. En 1991, las autodefensas de los Castaño negociaron una desmovilización con el Gobierno a partir de la cual se convirtieron en adversarios de Pablo Escobar. Un año después se unirían al Cartel de Cali y formarían los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar), que contribuirían a asestarle el golpe final a su archienemigo. El hijo del capo, Juan Pablo Escobar, aseguró recientemente que el mismo Carlos Castaño participó en el operativo de su muerte y fue uno de los cuatro hombres que entraron a su casa para dispararle. Una versión que había sostenido un exparamilitar y que se sumaba a la interminable lista de personajes que se adjudicaban el supuesto «mérito».

El Estado, que había optado por combatir a Escobar a cualquier precio, se apoyó en los paramilitares para diseñar su captura. Las ACCU colaboraron con las autoridades hasta tal punto que Gaviria brindó un marco legal a esos grupos contrainsurgentes a través del llamado proyecto CONVIVIR. Contó con el apoyo de veintisiete gobernadores, entre otros el de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, quien una década después sería elegido en dos ocasiones presidente de la República.

A partir de 1993, los Castaño se expandieron por todo el territorio con la creación de treinta y cuatro estructuras militares bajo la tutela del Estado, que con Pablo Escobar abatido ese mismo año, desvió el accionar paramilitar hacia la lucha contra la insurgencia. Ya en 1996, el Gobierno de Ernesto Samper pone fin al proyecto CONVIVIR y el paramilitarismo pasa a la ilegalidad. Demasiado tarde. Las ACCU de los Castaño, que habían nacido con 3.800 hombres, ya sumaban más de 30.000 efectivos. Se negaron a entregar las armas, y en abril del año siguiente se conformaron en un solo aparato: las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), una todopoderosa estructura que cometió las mayores salvajadas en el país con la excusa de liquidar a las Farc.

Así respondía ante la justicia un exparamilitar del Bloque Héroes de Tolová sobre el modus operandi de la organización en su «caza de guerrilleros», que desembocaría en una «limpieza social» indiscriminada:

Las órdenes siempre fueron contra la guerrilla cualquier persona que era de la guerrilla era declarado objetivo militar, los sapos de la guerrilla también eran objetivo militar esto quiere decir los informantes o colaboradores de la guerrilla en el pueblo, pero con la gente del pueblo nosotros no nos metíamos, cuando se investigaba que una persona era de la guerrilla o estaba a favor de la guerrilla y que esto estaba comprobado se buscaba y se desaparecía, lo otro era cuando habían quejas en el pueblo de que tal persona era ratero o se estaba portando mal, o peleaba en cada fiesta o en cada cantina, entonces hacíamos una reunión con todo el pueblo y se les advertía todo de que marcharan bien, se les hacía una advertencia primero, cuando ya recibíamos una queja uno o varias veces se le colocaba a trabajar es decir se le sancionaba durante diez o quince días, la sanción era cortar leña, limpiar caminos, pero si seguía con el problema ya se encargaban los urbanos (grupo paramilitar de la región del Urabá) de él.

Preguntado: cuando había una persona que no era guerrillero, pero que no estaba de acuerdo con las reglas de ustedes cómo trataban a esa persona. Contestó: mientras que esa persona no se metiera con uno y marchara bien no había problema pero si no era así tenía que marcharse del pueblo, en el pueblo de Batata nadie nos llevó la contraria a nosotros. Allí nos querían mucho al contrario cuando nosotros nos fuimos muchos civiles abandonaron las casas.

Cuando se fundaron las AUC, Filadelfo cumplía treinta y un años. A los trece había dejado sus estudios y pasaba dificultades para encontrar trabajo. «Uno cometió un error, por falta de trabajo, no había empleo en ninguna parte. La alternativa eran las AUC», justificaba sobre su alistamiento en la organización, que le permitía «visitar a la familia cada mes, como una ocupación cualquiera».

La labor de Filadelfo era «simplemente andar con el patrón», aunque vivió y participó en la guerra directamente. «Nosotros íbamos con el patrón [jefe paramilitar], con un grupo de treinta y cinco enfusilados que lo protegían. Al patrón a veces le gustaba meterse en las peleas y lo tenía que regañar. En ocasiones nos tendían emboscadas y había que pelear o papelear», asegura el hombre sobre esa «zozobra permanente», como define esa lucha diaria entre la vida y la muerte: «Si desde una loma lo atacaban, tenía que estar preparado para morir. Es una guerra, y la guerra pone muertos. Si no hay muertos, no hay guerra». Su función se limitaba a evitar y contar esas bajas, recibiendo los avisos de sus compañeros:

—Estamos pegados en tal parte —recibía por radio de sus tropas cuando estaban acorraladas en medio de un tiroteo y necesitaban refuerzos.

—Hemos recuperado tantos lapiceros —le informaban para referirse a los fusiles requisados en combate.

—Hágale que tiene un mes de licencia y una platica [dinero] —les respondía sobre las bonificaciones tras una victoria.

«Peleaban por un ideal, pero sobre todo por la plata —prosigue Filadelfo—, a diferencia de las Farc, que en la mayoría de casos iban a la guerra dispuestos a morir por una causa». En este sentido, el exparamilitar recuerda sobre todo el Alto de las Brujas, un cruce clave en Antioquia, donde se libraban feroces batallas. «Por allí tenían que pasar de a setecientos u ochocientos hombres. Siempre decíamos que si todos, los setecientos, ochocientos hombres peleaban, se ganaba la guerra, porque éramos más que la guerrilla. Pero eso no era así, peleaban la mitad y los otros se acobardaban y se dedicaban a recoger cadáveres», cuenta, y añade que por eso «a los comandantes les gustaba escoger a sus hombres, porque sabían los que iban a pelear o no, y se echaban varios meses en la selva».

El propio Filadelfo admite cómo se desfiguraron los objetivos originales de defender a los campesinos y se desviaron hacia el control territorial y del narcotráfico. También desvela la colaboración del Estado. «A medida que uno se metía se daba cuenta que aquella guerra era por posesión de territorio y del negocio del narco [...] Allí todos se llevaban tajada. El Ejército nos dejaba utilizar los cuarteles, nos prestaba uniformes. Y nunca oponían resistencia cuando los encontrábamos. A veces por miedo, o a veces por afinidad».

Aquella dinámica descontrolada degeneró en una despiadada espiral de violencia. «Cada frente tenía su metodología. A los mandos medios les dejaban coger vuelo y empezaban a cometer fechorías a espaldas de los grandes patrones», asegura sobre el recrudecimiento de las acciones paramilitares. La organización se apoderó de seis millones de hectáreas de tierras y logró un importante dominio mediante el uso de métodos atroces, empleando armas no convencionales —como motosierras o machetes— para descuartizar a sus víctimas, a las que hacían desaparecer arrojando los cadáveres en ríos, incinerados o devorados por animales salvajes como leones o cocodrilos. Incluso se utilizaron serpientes venenosas, como ordenó el jefe Jorge 40 a su Bloque Norte en matanzas de más de tres personas, para evitar de ese modo que el derecho internacional humanitario lo juzgase como una masacre. Todas esas tácticas mostraban la premeditación y sistematicidad con las que actuó el paramilitarismo, consciente de aplicar una maquinaria de muerte más allá de la dinámica bélica.

A veces pienso que si las imágenes que hoy corren por YouTube de personas sin brazos o sin piernas a las que se somete a un juicio moral antes de ejecutarlas, o de las montañas de extremidades con un uniformado sonriente subido encima, hubiesen salido a la luz en la era actual de las redes sociales, la barbarie habría terminado antes, o nunca se habría permitido. Pero no fue así; aquellas escenas solo quedaron grabadas en las retinas de la población rural, la más afectada y la que padeció un masivo desplazamiento forzado fruto de esa estrategia del terror.

«Entraron a mi casa, me violaron frente a mi marido mientras le pisaban la cabeza contra el suelo, luego lo degollaron y se pusieron a jugar con su cabeza como si fuese una pelota de futbol, hasta que llegó su jefe y los detuvo», me contaba una mujer de la que no daré ninguna información por respeto. Para gran parte del campo colombiano, aquella bestialidad fue rutina.

Durante más de un año estuve buscando el testimonio de esos hechos de boca de alguno de sus autores. Fue imposible. Casi todo lo que se conoce de aquella brutalidad procede de las declaraciones en los juicios posteriores a la desmovilización, recopilados por los medios nacionales, en los que se reveló que los paramilitares llegaron a realizar entrenamientos para el descuartizamiento de víctimas, usado también como ritual de iniciación para insensibilizar a los nuevos integrantes jóvenes. Las autoridades habían desestimado hasta entonces las versiones de campesinos que denunciaban esta práctica como una forma de desaparición de personas. En abril de 2007, el diario El Tiempo publicó, bajo el titular «Se entrenaban para matar picando campesinos vivos», uno de los relatos más desgarradores del conflicto colombiano:

Francisco Enrique Villalba Hernández (alias «Cristian Barreto»), uno de los autores de la masacre de El Aro, en Ituango, Antioquia, recibió este tipo de entrenamiento en el mismo lugar en el que le enseñaron a manejar armas y a fabricar bombas caseras.

Hoy, preso en la cárcel La Picota, de Bogotá, Villalba ha descrito detalladamente, durante largas indagatorias, cómo aplicó esta instrucción.

«A mediados de 1994 me mandaron a un curso en la finca La 35, en El Tomate, Antioquia, donde quedaba el campo de entrenamiento», dice en su relato a la Fiscalía. Allí, su jornada empezaba a las cinco de la mañana y las instrucciones las recibía directamente de altos mandos, como «Doble Cero» (Carlos García, asesinado por «paras» del Cacique Nutibara).

Villalba asegura que para el aprendizaje de descuartizamiento usaban campesinos que reunían durante las tomas de pueblos vecinos. «Eran personas de edad que las llevaban en camiones, vivas, amarradas», describe.

Las víctimas llegaban a la finca en camiones carpados. Las bajaban del vehículo con las manos amarradas y las llevaban a un cuarto. Allí permanecían encerradas varios días, a la espera de que empezara el entrenamiento.

Luego venía «la instrucción de coraje»: repartían a la gente en cuatro o cinco grupos «y ahí la descuartizaban», dice Villalba en la indagatoria. «El instructor le decía a uno: “Usted se para acá y Fulano allá y le da seguridad al que está descuartizando”. Siempre que se toma un pueblo y se va a descuartizar a alguien, hay que brindarles seguridad a los que están haciendo ese trabajo.»

De los cuartos donde estaban encerrados, las mujeres y los hombres eran sacados en ropa interior. Aún con las manos atadas, los llevaban al sitio donde el instructor esperaba para iniciar las primeras recomendaciones:

«Las instrucciones eran quitarles el brazo, la cabeza, descuartizarlos vivos. Ellos salían llorando y le pedían a uno que no le fuera a hacer nada, que tenían familia.»

Villalba describe el proceso: «A las personas se les abría desde el pecho hasta la barriga para sacar lo que es tripa, el despojo. Se les quitaban piernas, brazos y cabeza. Se hacía con machete o con cuchillo. El resto, el despojo, con la mano. Nosotros, que estábamos en instrucción, sacábamos los intestinos».

El entrenamiento lo exigían, según él, para «probar el coraje y aprender cómo desaparecer a la persona».

Durante el mes y medio que Francisco Villalba dice que permaneció en el curso, vio tres veces las instrucciones de descuartizamiento.

«Ellos escogían a los alumnos para que participaran. Una vez, uno de los alumnos se negó. Se paró “Doble Cero” y le dijo: “Venga, que yo sí soy capaz”. Luego lo mandó descuartizar a él. A mí me hicieron quitarle el brazo a una muchacha. Ya le habían quitado la cabeza y una pierna. Ella pedía que no lo hicieran, que tenía dos hijos.»

Los cuerpos eran llevados a fosas ahí mismo, en La 35, donde calculan que enterraron a más de 400 personas.

Los paracos emplearon las fosas comunes para desaparecer a más de 15.000 personas. Era la forma de correr menos riesgos ante los magistrados nacionales y evitar ser juzgados por crímenes de lesa humanidad por la justicia internacional. Para no tener que cavar fosas muy profundas y así ahorrar esfuerzo, optaban por mutilarlos. «A la medida del tronco [de la víctima] usted hace el hueco, aunque hondo. Y todas las piezas las mete. Entre cuatro o cinco mujeres hacen ese trabajo en unos diez minutos», explicaba un comandante paramilitar de los Llanos.

La motosierra acabó por convertirse en el funesto símbolo del paramilitarismo. Sin embargo, durante el primer año de trabajos en el levantamiento de fosas comunes se observó que el 70 por ciento de los cadáveres habían sido troceados con machete. Según uno de los fiscales, «la motosierra no era práctica porque se enreda en la ropa».

Por esa misma practicidad, los paramilitares empezaron a lanzar los cadáveres despedazados al río, tal y como confesó Salvatore Mancuso, uno de los paracos más sanguinarios, acusado de alrededor de trescientos asesinatos directos, entre otros el de una niña de veintidós meses. Según investigaciones, las nuevas bandas sucesoras del paramilitarismo estarían desenterrando ahora algunas de esas fosas para desaparecer los cadáveres en el río y borrar del todo pruebas. En otros casos se denunció que algunos jefes paramilitares habrían construido lagunas en sus propias fincas justo antes de la desmovilización para trasladar ahí los cadáveres de las fosas.

Durante los primeros meses de desmovilización, el Estado ofreció 500.000 pesos a informantes o la rebaja de hasta un cuarto de su condena a los paramilitares por brindar información sobre la ubicación de dichas fosas. La recompensa provocó un vendaval de datos erróneos por parte de los que se querían aprovechar de los muertos que solo hicieron perder tiempo a las autoridades. Con la aplicación de la Ley de Justicia y Paz (JP), las aportaciones de los paras, mucho más precisas, permitieron multiplicar por cinco el hallazgo de fosas. Sin embargo, ante las dudas de los paras sobre si serían tenidos en cuenta para los beneficios, el promedio de denuncias con información descendió de nueve a cinco diarias en 2007. La Fiscalía abrió una web donde publicó fotografías de las prendas que acompañaban a algunos de los restos óseos encontrados. Un museo online de la infamia que tampoco arrojó resultados. Sin negar las dificultades para emprender la búsqueda de cadáveres en medio de un conflicto todavía activo, la eficacia y los esfuerzos del Gobierno colombiano ante la desaparición forzada son más que cuestionables.

El paramilitarismo extendió su poder sobre la socie­dad mediante esa siembra de pánico. Operó con amplia impunidad gracias a la colaboración u omisión del Estado, un secreto a voces en aquella época que se documentaría sobradamente años después. Y se nutrió del narcotráfico para su colosal financiación. Un nexo con el narco que permearía en la estructura hasta copar toda su actividad.

Las aspiraciones de los paras