Cuba sin ti - Rubén Cortés - E-Book

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Rubén Cortés

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En los tres libros que integran Cuba sin ti. Memorias del olvido vibra un pensamiento de José Martí: "Yo no sé qué misterio de ternura tiene esa dulcísima palabra: cubano". Es el ajuste de cuentas de un hijo de la Revolución cubana con el proceso político más radical que tuvo lugar en el siglo xx americano, y con el sistema totalitario de capitalismo de Estado en el que éste derivó, eximiendo a la isla de la libertad individual y de empresa, de la concordia entre sus habitantes. Es un libro que puede ser leído como una historia mínima de la suerte singular de Cuba, siempre fuera de proporción con su pequeño tamaño geográfico, pues cuando Colón difundió en España el Nuevo Mundo, era Cuba lo que describía. Por su posición en el centro del continente, se convirtió en el lugar donde anclaba el poder de la metrópoli en el Nuevo Mundo y desde donde se dispersaban las ideas de la ilustración y de la modernidad hacia el resto de los países de la región.

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Cuba sin ti. Memorias del olvido

Rubén Cortés

La Habana, testigo final

En los tres libros que integran Cuba sin ti. Memorias del olvido vibra un pensamiento de José Martí: “Yo no sé qué misterio de ternura tiene esa dulcísima palabra: cubano”.

Esta trilogía (que, me halaga inmensamente, editan mi casa editorial Cal y Arena y mi caro amigo Rafael Pérez Gay) es algo más que la patente de los derechos de amor que me asisten sobre la isla de la que vienen el aromático tabaco, el peleonero ron y el rítmico chachachá.

Es, también, el ajuste de cuentas de un hijo de la Revolución cubana con el proceso político más radical que tuvo lugar en el siglo xx americano, y con el sistema totalitario de capitalismo de Estado en el que éste derivó, eximiendo a la isla de la libertad individual y de empresa, de la concordia entre sus habitantes y convertirla además, ya entrado el siglo xxi, en un país en pañales de la modernidad del internet, del Twitter, de la telefonía móvil, de la tv vía satélite y digital terrestre, del Google Maps y del iPhone. Es el libro de un exiliado.

Cuba es el único país del mundo que permaneció inmóvil a lo largo de 60 años en los que el rostro del mundo cambió hasta ser casi irreconocible: África se descolonizó, desapareció el bloque soviético, se cayeron las dictaduras de derecha en América Latina, surgió la Unión Europea, emergió China como gran potencia económica y militar, acabó el entramado feudal de las autocracias árabes…

Durante esas seis décadas, en Cuba han gobernado los mismos hombres que tomaron el poder por la vía armada el 1 de enero de 1959, sin ceder espacios a derechos humanos fundamentales como la libertad de expresión y asociación política: una cerrazón que nunca podrá ser compensada por logros tangibles como la gratuidad de la salud y la educación, la igualdad de la mujer y el fin de la discriminación racial.

La primera parte, “¡Cuba, Cuba!”, agrupa nueve historias dedicadas a quienes no se fueron de la isla. Revela cuántos años van los cubanos a la cárcel por matar una vaca, por qué los niños ya no reciben en Cuba los nombres tradicionales en los países hispanos, cómo viven unos búfalos que le regalaron los vietnamitas a Fidel Castro, qué fue del hombre nuevo que soñó el Che Guevara, a quién dedicaron los compositores Pedro Junco y Polo Montañez “Nosotros” y “Un montón de estrellas”, respectivamente, cómo son los cubanos en Miami, la anécdota del policía que le puso una multa a Silvio Rodríguez, cómo era Hemingway en Key West y en La Habana, o la hermosa historia de justicia del pelotero Rey Vicente Anglada.

El segundo capítulo, “Un bolero para Arnaldo”, trata sobre los que se fueron de la isla. Es un canto a mi infancia transcurrida en los albores de la Revolución, educado (de un lado) por la doctrina del sistema comunista para ser un hombre nuevo; pero (del otro lado) regido por las normas morales de mis padres y sus amigos, quienes provenían de la Cuba anterior, con creencias férreas sobre el culto a la familia y la sacralidad de la amistad: todo lo contrario a los preceptos preconizadores de que, para avanzar en el proceso revolucionario, era preciso poner por delante la fidelidad al gobierno y despojarse de cualquier sentimiento de afecto hacia los otros seres humanos. Es un homenaje a la niñez tal como la concibe Jean-Paul Sartre en Las palabras: “Todo hombre posee su lugar natural; ni el orgullo ni la valía fijan su altura: lo decide la infancia”.

El final, “Los nómadas de la noche”, reseña la destrucción de toda una forma de vida y una cultura edificadas desde 1902 hasta 1952, con ocho elecciones presidenciales libres y una prosperidad económica establecida en el más valorado y humano de los códigos: el honor al trabajo. La gran derrota de la Revolución cubana es que un tercio de su población la abandonó llevándose consigo aquellos códigos con que nacieron, o heredaron de sangre. El mayor homenaje a la Estatua de la Libertad procede de esos cubanos que encontraron en Estados Unidos la posibilidad de desarrollar su potencial y todos los derechos civiles para convertirse en la única minoría étnica en asumir el control político y económico de un estado completo (Florida) de la nación más poderosa del mundo, gracias a su trabajo y a reunir los votos necesarios: les fue concedido en tierra ajena lo que les negaron en la suya.

Por el hilo narrativo que conecta los tres capítulos, el autor considera que Cuba sin ti. Memorias del olvido puede ser leído como una historia mínima de la suerte singular de Cuba, siempre fuera de proporción con su pequeño tamaño geográfico, pues cuando Colón difundió en España el Nuevo Mundo, era Cuba lo que describía. De Cuba zarpó Cortés hacia México. De Cuba partieron los otros conquistadores al continente. De Cuba salieron las primeras riquezas del pillaje español en América. En Cuba se construyeron la primera catedral y la primera universidad de América. Por su posición en el centro del continente, se convirtió en el lugar donde anclaba el poder de la metrópoli en el Nuevo Mundo y desde donde se dispersaban las ideas de la ilustración y de la modernidad hacia el resto de los países de la región.

Ya después, tras la conexión política y económica a Estados Unidos en la primera mitad del siglo xx, la isla se convirtió en la vitrina del capitalismo en América Latina, con una bonanza económica que provocó un aumento impactante de su clase media, y una progresión democrática que consiguió en 1940 la primera Constitución socialdemócrata en el subcontinente americano. Pero, en 1959, ese largo intervalo de crecimiento alejó de los cubanos el sentido de lo trágico y abrazaron la ideología comunista como forma de gobierno. Y lo hicieron porque, en casi sesenta años de vida republicana, perdieron el miedo al miedo, olvidaron que los Estados pueden morir, que los levantamientos pueden ser irreparables. Los cubanos ya lo saben.

Viven, desde entonces, la pesadilla de una noche en la que no amanece.

Rubén Cortés

Día de la Hispanidad de 2018,

Colonia Condesa, Ciudad de México.

¡Cuba, Cuba!

Flores intactas después de un bombardeo

El maestro revisó la lista de sus alumnos, como todos los días antes de iniciar la clase, y volvió a sentir pesadumbre: entre los 35 nombres resultaba imposible distinguir cuáles eran de mujer y cuáles de hombre. Y pensó otra vez en que, en el instante sagrado de nombrar a sus hijos, los cubanos estaban perdiendo su identidad y su savia, aquella argamasa que siempre unió a su pueblo por encima de todas las diferencias de clase, orígenes e intereses. Ah, en los últimos días solía detenerse mucho en ello. Con sus razones: Cuba estaba cumpliendo medio siglo de gobierno comunista bajo el liderazgo personal, carismático e indiscutible de Fidel Castro.

“Yordanys”, exclamó al empezar a cantar la lista y su voz retumbó, lúgubre, en el vacío de las paredes descascaradas y las ventanas sin persianas y el techo con goteras del aula. Se aclaró la garganta y continuó, a medida que los colegiales respondían “aquí”: Yorelvys, Yulexis, Yuniet, Lisdey, Yorkis, Yoenny, Vismay, Yorbis, Yasmany, Yandi, Noleysis, Mauris, Osleni, Yinkelly, Yuliesky, Oreidis, Yilexis, Midiet, Yomandrys, Odelis, Magdiel, Dimey, Leuris, Yipsi, Suleiky, Yasnay, Yumari, Daile, Onix, Driulis, Hirovis, Neldys, Minieyi, Rosir.

Ninguno de aquellos nombres tenía la fuerza ni la belleza de la lengua española. Tampoco recordaba al de algún cubano monumental de cualquier tiempo, como el Apóstol de la Patria, José Martí; el presbítero Félix Valera (“el que nos enseñó a pensar”, rezaban los libros de texto), el Titán de Bronce, Antonio Maceo; o simplemente al de los abuelos y abuelas de raigambre cubana, como Armando, Lucía, Pedro, Magdalena, Esperanza, Alberto, Eduardo, Luis o Máximo.

Tampoco había homenajes a las figuras de la gesta revolucionaria de 1959, aun cuando todos los padres de aquellos escolares habían nacido bajo el gobierno socialista y sido adoctrinados en un sistema educativo único, sin acceso a la enseñanza religiosa o particular, ni a materiales de estudio ajenos al comunismo: sus padres habían sido la primera gran hornada de la impostergable tarea revolucionaria de crear un hombre nuevo.

El propio maestro se llamaba Ernesto, en honor a Ernesto Che Guevara, el argentino que había sido uno de los lugartenientes de Fidel Castro en la Sierra Maestra. Sus padres eran jóvenes en los días del triunfo de la Revolución y, como la mayoría de los cubanos, nunca percibieron tanta esperanza concentrada en relación con la Cuba soñada como en aquel enero resplandeciente. Aquella generación fomentó una explosión demográfica y nombró a sus hijos igual que los luchadores revolucionarios: Julio Antonio (Mella), Pablo (de la Torriente), José Antonio (Echeverría), Frank (País) o Fidel, que era también así como se habían llamado sus antepasados a lo largo de 400 años.

Había llegado temprano para echar una ojeada a los refugios antiaéreos construidos por el ejército en la escuela para enfrentar los “inminentes” bombardeos estadunidenses mencionados a diario y que durante 50 años jamás se produjeron. Los agujeros —edificados con hormigón armado a prueba de balas— ya estaban atestados de mierda, encharcados de orines y salpicados de preservativos arrugados, pues los alumnos los usaban como baños y espacio íntimo para hacer el amor.

Los maestros competían para ser los primeros en requisar las trincheras, pues en ocasiones encontraban algo útil: un pañuelo de tela, algún cortauñas o condones sin usar, pero el principal objetivo de la búsqueda eran billetes y monedas caídos de los bolsillos en el apuro de los deseos y que, a veces, sumaban 30 o 40 centavos de pesos convertibles cubanos (cuc), una buena cantidad, pues con eso se podía comprar un litro de aceite a alguno de los cocineros de la escuela, quienes solían hurtar —en operación hormiga— parte de los productos con los que el gobierno intentaba garantizar la alimentación del alumnado.

El maestro ganaba 621 pesos al mes —21 cuc al cambio oficial— para mantener a sus dos hijos adolescentes, su esposa y su suegro, ambos jubilados por enfermedad. Así que era importante adelantarse a los otros en el cateo de los refugios. Y también conseguir el aceite con los cocineros, porque con ellos le salía en 20 pesos (1 cuc), mientras en las tiendas del Estado costaba 2.30 cuc. Además, le correspondía un cuarto de litro cada mes a través de la libreta de “control de ventas para productos alimenticios”, nombre oficial de la cartilla de racionamiento, que funcionaba desde el 12 de marzo de 1962 por iniciativa del Che Guevara.

El maestro andaba con cautela al comprar algo robado, pues los tribunales habían apretado las tuercas tras el pillaje y el contrabando que siguieron al paso de los huracanes Ike y Gustav, que —para colmo de la proverbial superstición cubana— en una semana atravesaron la isla en forma de cruz, dejando sin hogar a un cuarto de millón de personas, ahogando a medio millón de gallinas y reduciendo a lodo casi 100 mil hectáreas de cultivos de plátanos, café, tabaco y caña de azúcar.

La ayuda internacional fluyó tanto que el gobierno cubano sintió un estremecimiento de pudor y, en un gesto muy suyo de internacionalismo proletario, desvió a la igualmente devastada isla de Haití un barco cargado de latas de sardinas que le había mandado Venezuela, país con el que las relaciones eran de una excelencia tal que el presidente venezolano, Hugo Chávez, había expresado: “en el fondo somos un solo gobierno”; y Carlos Lage, el luego purgado vicepresidente cubano: “Cuba tiene dos presidentes: Fidel y Chávez”.

En la población existía molestia porque las autoridades vendían los productos donados por la solidaridad internacional, aun cuando lo hicieran a los precios subsidiados de la cartilla de racionamiento, como las latas de conserva de carne de res uruguaya Oderich e italiana Bill Bee, y la sal chilena Doña Eulalia y la colombiana Refisal, incluidas en los mandados de las fiestas de año nuevo.

El maestro estaba asustado. El Tribunal Popular de la provincia de Holguín acababa de condenar a cuatro años de reclusión a 25 personas bajo el cargo de “presunta peligrosidad predelictiva”. Según los jueces, los enjuiciados “no habían cometido delitos, pero por su proceder antisocial podían llegar a cometerlos en cualquier oportunidad”.

Le fue bien en los refugios: halló un billete de 20 pesos cubanos, casi un cuc. Más tarde podía buscar a alguno de los alumnos que preferían vender los jabones de baño que les aseguraba el internado para su aseo personal. En las tiendas estatales costaban 60 pesos (55 centavos de cuc). Eran unos buenos jaboncitos cubanos de 125 gramos. “Four Season, que limpia y suaviza tu piel”, decía el empaque.

El maestro no solía comprarle a cualquier alumno, y había perdido a su mejor proveedor, un chico a quien le fascinaban el rock y la música en inglés al que expulsaron de la escuela por haber cometido una indisciplina grave: aparecerse un día con el rostro del Che Guevara tatuado en la base del cuello, un poco detrás de la oreja izquierda. En Cuba, el tatuaje era considerado una costumbre de presidiarios, de lumpen y de marginales.

“Total” —había pensado el maestro— “quizá no tiene nada de malo. Maradona, el futbolista, tiene un Che enorme tatuado en un brazo y el mismo Fidel Castro lo aprecia y lo ha elogiado en la televisión. Hasta lo internó en el mejor hospital de Cuba para que se curara de su adicción a la cocaína”.

Una de sus exalumnas también tenía tatuada una imagen del Che, sólo que en medio de la espalda, por lo que no se veía a simple vista. La muchacha había sido seleccionada para estudiar ingeniería informática en un famoso centro universitario de élite instalado en el antiguo cuartel general de la inteligencia soviética, en las afueras de La Habana.

Hija de un médico y una enfermera, la chica compartía cuarto con otras compañeras y guardaba siete cubos de agua para bañarse toda la semana porque el abasto a veces resultaba insuficiente. Y, como era de provincias y los boletos de autobús se debían apartar con dos meses de antelación, cuando visitaba a sus padres mejor lo hacía en autostop, perdiendo ocho o nueve horas en la carretera.

La chica solía visitar su antigua escuela acompañada de su novio, un técnico en computación mexicano que integraba en su país una organización de solidaridad con Cuba. En una ocasión, ella se lo presentó al maestro y a éste le impresionaron los conocimientos del joven acerca de la Revolución cubana, cuánto amaba a la isla y las convicciones comunistas que mostraba. Aunque se sorprendió mucho más cuando el mexicano le dijo que las autoridades cubanas le habían ofrecido trabajar en un instituto universitario de La Habana, pero que había rechazado el puesto.

—¿Por qué no aceptaste, muchacho? —le preguntó el maestro.

—Porque no me imagino usando periódicos en lugar de papel de baño.

—¿Sólo por eso? —volvió a indagar el maestro.

—Y porque aquí no hay croquetas para mi gato.

Como fuera, el maestro sentía remordimientos por no haber defendido al joven expulsado por llevar el tatuaje guevariano. Era incluso un estudiante destacado. Pero el maestro tenía hogar que mantener y quería que el gobierno lo incluyera algún día en los convenios de colaboración con Venezuela, Bolivia, Honduras o México, desde donde sus colegas enviaban a casa electrodomésticos, dinero, ropa, zapatos, computadoras y hasta juegos de Nintendo y teléfonos celulares, lo cual era difícil de encontrar en Cuba si no era a precio de oro. Así que se esforzó por no manchar su expediente de cumplimientos con las tareas revolucionarias y dio un paso al frente cuando pidieron voluntarios para trabajar en los preuniversitarios en el campo de Provincia Habana, que carecían de profesores porque miles de ellos ya no querían impartir clases debido a los bajos salarios que percibían y porque les iba mejor como porteros de hoteles o criando cerdos para vender.

La ciudad de La Habana encaraba entonces un déficit de ocho mil 576 maestros de primaria y secundaria básica, y debía recurrir a profesores de otras provincias, según el periódico Granma. A la par, el gobierno activaba una ley para mejorar los salarios del magisterio y cursos de emergencia para formar educadores, en tanto la Unión de Jóvenes Comunistas criticaba a los desertores por sus “posturas de ausencia de compromiso y de conciencia de la coyuntura histórica”.

Así partió para un preuniversitario ubicado en la localidad de Ceiba del Agua, que albergaba a jóvenes del barrio capitalino El Cerro. A su llegada, y la de colegas procedentes de casi todo el país, había una directora, un administrador y dos docentes para atender a 500 escolares, quienes dormían hasta mediodía y sólo se dedicaban a gorronear, robarse las pertenencias unos a otros y a ligar. Pero se disciplinaron moderadamente y el plantel adquirió cierto orden.

Costó trabajo. En una ocasión desapareció un cordón grueso de cobre que transmitía luz a una lámpara eléctrica en el comedor de la escuela, y a los pocos días se armó una riña multitudinaria en uno de los albergues de varones, con saldo de varios estudiantes heridos por arma blanca: algunos de ellos habían convertido el cable robado en punzones de muerte para resolver sus reyertas juveniles.

Cumplida la tarea en Ceiba del Agua, el profesor regresó a su plantel de siempre, donde había colaborado en la formación de varias generaciones y era respetado por todos. Además, dominaba la rutina, como en la clase de ese día, cuando después de pasar la lista encargó una tarea a sus alumnos y los dejó libres. Luego de almorzar en la escuela quería visitar a su hermano, entrenador de boxeo en un centro deportivo y a quien no veía desde hacía un par de semanas.

Salió del aula y enfiló hacia el comedor por un extenso pasillo. De un lado corría una pared tapizada de letreros y carteles pintados con brocha gorda. Del otro, la libertad de un terreno de béisbol y una cancha de baloncesto. El maestro leía los rótulos, aunque los conocía de memoria. Estaban bien escritos y, en ocasiones, lindamente ilustrados o con fotografías en colores. Además, era curioso que siempre hubiera uno diferente.

“En esta hora, voluntad de héroes” —leyó—, “Las cinco batallas que integran la batalla de ideas”, “La fuerza del Che está junto a todo ser humano que se resista a perder la esperanza a esta hora”, “Hasta la victoria siempre”, “El trabajo es de los que se sacrifican”, “La sociedad en su conjunto debe de convertirse en una gigantesca escuela”, “No hay mayor honra que la de ser un combatiente por la salud”, “La juventud, alegre pero profunda”, “Y me hice maestro, que es hacerse creador”, “Ser maestro es la poesía del deber”, “Por el poder de erguirse se mide a los hombres”, “En Cuba sobra coraje”, “Patria es humanidad”, “La Revolución es igualdad y libertad plenas”.

Al final encontró algo nuevo: una cartulina refulgente, con una fotografía de Fidel Castro vestido con un traje deportivo y un ramo de rosas rojas en las manos, sentado de perfil, delante de un gran óleo de José Martí. Tenía un título en notables letras rojas: “Consejos del Comandante en Jefe”. Y, debajo, un texto: “No caer en simples consignas…”.

* * *

Al salir de la escuela, el maestro tomó un carro tirado por caballos, un medio de transporte público socorrido desde que el 9 de noviembre de 1989 el último martillazo contra el Muro de Berlín paró de tajo la llegada de petróleo, autobuses, maquinaria, alimentos y de todo lo habido y por haber desde la ex Unión Soviética y el desaparecido campo socialista, con los que Cuba mantenía el 90 por ciento de su comercio.

El país estaba cubierto de tecnología del tiempo soviético, que ya era casi chatarra. Pero, así y todo, por esos días el jefe de la misión comercial rusa en La Habana, Oleg Podelko, había declarado exultante: “Un 70 por ciento del mercado cubano está orientado a nuestra tecnología y eso representa un gran potencial y despierta el interés de los empresarios rusos”.

El cochero utilizaba la batería de un automóvil para hacer funcionar un equipo de sonido del que salía a todo volumen la canción del momento, “Mala leche”, del grupo local Moneda Dura, otro de los favoritos de la juventud cubana.

Un caballo de color marrón jalaba con comodidad la carreta bajo el suave sol del invierno cubano, que al mediodía aparecía en el cenit rodeado de un puñado de nubes blanquísimas. El maestro imaginó que el disco amarillo parecía allá arriba un gran huevo estrellado en medio de unas límpidas claras.

Mientras, el disco de Moneda Dura consumía energía a chorros de la batería improvisada:

Somos una masa de grasa y acero

somos como vacas que se apuran hasta el matadero

somos las hormigas que van al agujero

somos una brasa de fuego

Y todavía me encuentro con gente que vive

para ponérmela más mala

gente que no habla, sólo que te ladra

gente que escupe las palabras

Si yo no te hago daño, no es pa’ que te despeches

si yo no te hago daño

¿cuál es tu mala leche?

Al maestro le simpatizaba el grupo y se alegró cuando a fin de año había triunfado en los Premios Lucas, otorgados a lo más popular de la música cubana. Además, el cantante era hijo de un amigo de la casa. Su canción preferida era “Tercer Mundo”, aunque no se la sabía muy bien. Siempre la tarareaba en el baño, pero sólo recordaba el arranque: “Bienvenidos a esta fiesta, donde todo está roto, donde nadie despierta, donde todo el mundo habla con la mitad de la lengua, bienvenidos a esta fiesta”.

Le daba igual no conocer el resto. Era un cubano atípico: poco musical, desganado para el ron y malo en el baile. Más bien resultaba un cubano anticuado con sus guayaberas blancas y su gusto por los paisajes de palmas reales y por irse al campo los domingos con su hijo Rubén y su sobrino Alejandro a cazar tomeguines, sinsontes y azulejos.

El maestro llegó al gimnasio en el momento en que los púgiles tomaban un descanso. Su hermano, un par de colegas y los jóvenes peleadores comentaban la noticia del día: los peloteros Yadel Martí y Yasser Gómez habían abandonado la isla en una embarcación y estaban en un lugar desconocido intentando llegar a República Dominicana para buscar convertirse en profesionales.

Martí y Gómez, jugadores de Industriales y de la selección cubana, ya habían sido sorprendidos antes al pretender abordar un bote para abandonar ilegalmente el país por Ciego de Ávila, motivo de que se encontraran excluidos de los campeonatos nacionales.

En los últimos tiempos, las cuentas no les salían a algunos deportistas cubanos de talento sobresaliente, campeones olímpicos o mundiales, quienes recibían un estipendio mensual de 200 cuc. Uno de ellos, el jonronero Alexei Ramírez, escapó y en menos de un año consiguió un salario de 4.75 millones de dólares por cuatro temporadas como jardinero de los Medias Blancas de Chicago en las Ligas Mayores de Estados Unidos.

Uno de los boxeadores del gimnasio, un negrito fuerte que pesaba 60 kilogramos, había intentado sin éxito irse en una lancha. Pero no lo sancionaron —como a los peloteros Martí y Gómez— y seguía entrenando sin problemas.

Aunque no todos los deportistas pensaban en dinero. Al peso pesado santiaguero Michael López un rival le había propuesto que se dejara ganar durante una Copa Mundial a cambio de 20 mil dólares y el cubano se negó, por lo cual recibió un homenaje político y una felicitación oficial al regresar a la isla. Pero Michael ya había tenido que dejar de pelear, pues cumplía una pena de cárcel por romperle el maxilar a un joven al calor de una pelea callejera. Y su cuñado, otro pugilista estelar, también purgaba prisión por pegarle en una trifulca a un tipo que al caer tuvo la mala suerte de matarse, al chocar su nuca contra el borde de la acera.

Mijail, el hermano de Michael, era flamante campeón olímpico de los superpesados en lucha libre en los Juegos Olímpicos de Pekín.

Las prácticas se reanudaron y el maestro no podía dejar de admirar el tesón y el denuedo de los boxeadores cubanos, los mejores del mundo amateur, sin duda alguna, aunque se preparaban en condiciones pobres: por costal tenían una llanta de camión; por suiza, un trozo de soga; por ring, unas tablas viejas cubiertas de lona. Aun así, en las Olimpiadas de China el equipo cubano había sido el más afortunado al ganar ocho medallas de once disputadas, a pesar de verse obligado a recomponerse en pocos meses porque sus principales peleadores estaban separados del deporte por cometer indisciplinas o haber escapado del país para convertirse en profesionales.

El maestro volvió a casa, se bañó, se quedó en shorts y camiseta y cenó. Se sentó junto con su esposa y su suegro a ver la programación nocturna del canal 57, uno de los cinco canales de la televisión cubana, que era su preferido porque transmitía durante las 24 horas espacios de Telesur, Venezolana de Televisión, Televisión Española y Discovery Channel. No se había acomodado todavía cuando un chispazo de la mente le recordó que era su noche de guardia en la escuela.

A la esposa le disgustó la repentina desmemoria del marido y creyó advertir una cana al aire en el ambiente. Antes de que se armara la bronca, el maestro se vistió de prisa, agarró la bicicleta china Forever de su suegro y llegó a la escuela en media hora. Los alumnos terminaban de cenar y su función consistía en ocuparse de que hicieran tarea durante dos horas en las aulas, además de revisar la limpieza y la organización de los albergues.

La supervisión del estudio nocturno solía serle difícil des- pués de la puesta en marcha de un novedoso programa para impartir clases por televisión. En cada aula había aparatos y muchos maestros los encendían para ver la pelota junto con los alumnos. Pero él provenía de la disciplina férrea de las escuelas de los años 80 y no toleraba que prendieran la tele en horas de tarea.

Recorrió las aulas un par de veces y otro maestro le contó que en la tarde dos muchachas habían reñido y una le había clavado un tenedor en la frente a la otra, sin daños serios. Además, que finalmente la policía tenía en sus manos a una joven que durante meses se había hecho pasar por una colegial para saquear los dormitorios de las escuelas de la zona.

La verdad era que ya le agotaba trabajar con jóvenes y había pensado en impartir clases de enseñanza primaria. Los niños parecían ser más dedicados al estudio. Una investigación de la unesco situaba a Cuba en el primer lugar de América Latina en conocimientos de matemáticas y lectura de tercer grado, así como de matemáticas y ciencias de sexto grado, con cien puntos por encima de la media regional.

Se dirigió a los albergues de las muchachas, que estaban vacíos hasta que terminara el horario de estudio nocturno a las diez de la noche, pero antes pasó a uno de los lavabos comunes y orinó cuidando de no mojarse los pies en los charcos de agua del piso. No podía ver casi nada, pues la única bombilla que colgaba del techo estaba fundida.

Entró en un dormitorio de la planta baja. Del piso superior caían goteras, las ventanas estaban claveteadas con tablas de cajas de vegetales y las paredes desconchadas necesitaban una mano de pintura. Comprobó que todo estaba en orden y se encaminó a la puerta de salida otra vez.

Pero antes el maestro observó las literas. Le gustaba detenerse a verlas. Estaban primorosamente tendidas con sábanas blancas y con toallas de colores alegres en forma de cisnes y patos. Sobre las almohadas había pequeños osos, perros y conejos de peluche.

Parecían flores intactas después de un bombardeo.

La hora del búfalo

Le habían tomado el gusto a quererse entre los árboles, a pesar de que tuvieron que hacerlo por necesidad, después de que el gobierno obligara a los amantes a registrar sus fotografías, nombres y apellidos, estado civil, dirección y centro de trabajo en las casas de cita particulares y en las posadas públicas. Pero encontraron lugar en la floresta y hasta nombre le pusieron: “Hotel Yerbita”.

Hacían el amor en cualquier oportunidad que pudieran robarle a sus labores como médicos, y a sus matrimonios, pues ambos eran casados. Pero preferían las primeras horas de la noche, en especial de la noche cubana que había descubierto José Martí en el monte de Oriente al volver a Cuba después de haber vivido, errante y enfermo, quince ininterrumpidos años de exilio.

La noche bella no deja dormir. Silba el grillo, el lagartijo quiquiquea, y el coro le responde: aún se ve, la sombra, que el monte es de cupey y de paguá, la palma corta y empinada; vuelan despacio en torno las animitas; e los nidos estridentes, oigo la música de la selva, compuesta y suave, como de finísimos violines; la música ondea, se enlaza y desata, abre el ala y se posa, titila y se eleva, siempre sutil y mínima —es la mirada del son fluido: ¿qué alas rozan las hojas?, ¿qué violín diminuto, y oleada de violines, sacan son, y alma, a las hojas?, ¿qué danza de almas de hojas?

Así la describió Martí en su Diario, acampando en Palmarito, 31 días antes de que lo mataran, entre los ríos Cauto y Contramaestre, de un balazo en el cuello, uno en un muslo y otro en el esternón. El doctor español Pablo Valencia le hizo la autopsia: “… estatura regular, delgado, pelo castaño oscuro y rizado, ojos claros, bigote fino y poco poblado (se lo había afeitado totalmente el 3 de marzo en Haití), nariz aguileña, orejas pequeñas y rostro ovalado…”.

“Temperamento bilioso”, dictaminó Valencia, una forma de decir apasionado, que así era la persona más querida por los cubanos en el último siglo y que padecía perturbaciones gástricas y cardiacas, anemia, tuberculosis crónica, una fístula inguinal que nunca le cerraba, un testículo varias veces mal operado… un hombre pobre y menguado, que vivía gracias a una energía colosal y obsesiva: el amor a Cuba.

Al anochecer, los amantes avisaban a sus casas de una guardia imprevista, una operación urgente. Y escapaban en el coche de ella, un Fiat que le vendiera el gobierno como premio por haber prestado colaboración internacionalista en Belice. Se iban a los bosques cercanos a la ciudad: en el abra de las tierras bajas del sur, donde el gobierno había soltado una manada de búfalos que le regalaron los vietnamitas a Fidel Castro en agradecimiento a tantos años de solidaridad y alianza política.

Una noche el hechizo se rompió, por culpa de los búfalos: uno, grande y negro, estaba plantado en medio de la carretera y ella debió detener el coche en una maniobra de último segundo para no estrellarse contra la masa de 800 kilogramos, el peso que alcanzan los machos adultos de la especie introducida en Cuba, bubalus bubalis o búfalo asiático.

Estaba oscuro, pero la pelambre del búfalo relumbraba, como platinada, porque todo el brillo de la luna parecía caer sólo sobre su lomo. Las luces del Fiat chocaban contra sus ojos y a éstos daban un aspecto siniestro. El animal avanzó hacia el coche y ella intentó conectar la marcha atrás, pero no pudo: sólo escuchó un mugido prehistórico mientras veía dos cuernos curvos que arrancaban de cuajo el capó.

Antes de que se iniciara otro ataque, ella logró controlar el carro y huyeron. Luego supieron que su historia era común y que, además, tuvieron suerte. Una semana atrás, una pareja de búfalos había arremetido —y producido múltiples e irreparables abolladuras— a una guagua de transporte escolar que, felizmente, iba sin estudiantes. El chofer escapó de milagro. Los primeros búfalos habían llegado el 27 de julio de 1987.

Eran 24 hembras y dos machos de la especie de río. En 1991 vinieron 460 de pantano, 60 de ellos machos, pero fueron escapando de las granjas y reproduciéndose en estado salvaje hasta sumar unos ocho mil ejemplares, que se convirtieron en el espanto de campesinos, choferes y alumnos de las escuelas en el campo: en su incontenible avance en busca de alimentos, arrasaban con cercados y cosechas, machacaban vehículos y dañaban casas, mataban perros y caballos, embestían a los monteros.

Un médico veterinario había provocado el pánico al advertirles en la televisión a los matarifes clandestinos que abundaban en los campos cubanos, que los búfalos llevaban en la sangre de manera natural brucelosis y tuberculosis vacuna, enfermedades que se transmitían a los humanos aún cocinando o congelando la carne y cuyos microbios sólo se podían destruir con un producto industrial, imposible de reproducir en las cocinas domésticas.

Sin embargo, Fidel Castro estaba contento con el regalo de los vietnamitas y en un discurso había asegurado: “Pueden desarrollarse perfectamente en los lugares bajos y ser productores de carne y de leche de muy alta calidad, al extremo que algunas marcas famosas de quesos en el mundo se producen con leche de búfala”.

Castro también había tenido gestos de bondad con Vietnam. El 19 de junio de 2007, el periódico oficial Juventud Rebelde contó la historia de un agente secreto cubano que atravesó el mundo varias veces para llevarle al patriarca Ho Chi Minh unos botes de helado cubano marca Coppelia que el gobernante caribeño le mandaba al líder comunista.

Había varias vías aéreas para llegar desde La Habana a Hanói y todas duraban casi dos días, con muchas escalas, en una especie de ruta no de la seda, sino del helado y de las ranas toro, pues Fidel Castro, a quien le preocupaba la alimentación de los soldados vietnamitas que luchaban contra las tropas estadunidenses, también les envió ranas toro vivas, convencido de que esos batracios tenían un gran valor proteico y eran capaces de adaptarse fácilmente en Vietnam, donde abundaban las lagunas y los arroyos.

“No sé si las ranas toro las llevó el mismo compañero del helado, pero luego nos enteramos que quien lo hizo pasó las de Caín. En Moscú tuvo que meterlas en la bañadera del hotel, para luego pescarlas una a una y seguir viaje”, reveló en la misma edición de Juventud Rebelde la periodista Rosa Miriam Elizalde, quien trabajaba en la Oficina de Información del Consejo de Estado.

Fue después de aquello que el jefe de la Revolución cubana recibió los búfalos, con la idea de que constituyeran el futuro de la ganadería de la isla, debido a su bajo índice de mortalidad y a que las hembras parían un becerro cada año a lo largo de dos décadas. Además, no había que procurarles pienso, pues se alimentaban de lo que encontraban y se podrían usar algún día como transporte de carga, al ser capaces de mover seis veces su peso vivo de 800 kilos los machos y 600 las hembras. Pero no sólo comían lo que hallaban: también destruían. Un maestro de un preuniversitario en el campo había visto llegar un día a la escuela a una campesina cargada de hijos pequeños gritando que un búfalo despedazaba su bohío de pencas de palma. Un grupo de profesores corrió hasta las cercanías de la choza y vio al animal.

“Era una bestia. Cogía impulso y atravesaba la casita de tablas de un lado a otro. Luego se revolcaba un rato en un fanguero cercano para refrescarse y otra vez se tiraba contra el bahareque aquel. Parecía un monstruo encabronado”, recordaba Sixto Carlos Pérez, un técnico de computación de la escuela, quien conservaba fotos tomadas al búfalo con su teléfono celular.

En abril de 2008, el gobierno había autorizado el uso de telefonía móvil. Los contratos costaban 120 cuc, que era más de seis veces lo que ganaba un empleado público promedio, sin incluir el precio del aparato ni el de las tarjetas para hacer y recibir llamadas. El de Sixto lo costeaban sus familiares exiliados: un abuelo en Nicaragua y un tío en Miami.

Algunos afirmaban que los búfalos eran almas de Dios, como el montero Pedro Luis Acosta, jefe de la Lechería Número Ocho, en la occidental provincia de Pinar del Río. “En estado salvaje son ariscos, pero se amansan más rápido que un toro cebú, a la semana te paseas entre ellos. Un alambrito con electricidad basta para mantenerlos a raya. Claro, antes hay que capturarlos uno a uno por montes y pantanos”. Pedro Luis sólo les veía un problema: “No hay cerca sin electrificar que los pare, andan en manadas que salen de noche y acaban con todos los sembrados que encuentran a su paso y, aun con sus tarros jorobados, no fallan al pinchar, ninguno busca a las personas para atacarlas, pero si los acorralan son peligrosos, más si son hembras paridas”.

El derribo de alambradas y empalizadas por parte de los búfalos había ocasionado numerosos pleitos legales entre los campesinos, pues la falta de lindes territoriales propició que muchos ocuparan tierras que no eran suyas: una situación similar a los tiempos de la Colonia, cuando las concesiones de terrenos eran muy confusas en cuanto a sus límites y el radio era muy ambiguo como, por ejemplo, la distancia desde la que podía ser oído el canto de un gallo o el sonido que hacía el cencerro de una vaca.

* * *

Después del embate del búfalo prieto, a los amantes se les había “caído el palo”, que es una expresión muy cubana para referirse al acto sexual inconcluso o poco fructífero.

Si no el búfalo, habría sido otro animal introducido en Cuba por la fuerza el que les habría estropeado el palo a los amantes del Fiat: la claria, por ejemplo, una especie de pez gato caminador oriundo de Asia y de África y expandido sin control por toda la isla, pero que convertía en un niño de teta al monstruo de la laguna negra en la película de Jack Arnold en 1954. Sus nombres científicos son clarias gariepinus (la africana) y clarias macrocéfalo (la asiática). De color negro opaco, pesaban hasta 60 kilos y medían más de un metro, con una larga aleta dorsal. Sus ojos eran saltones y opacos. Sobre la boca redonda como la de una lata de leche condensada, le salían ocho hilos de bigote. Podían reptar tres días fuera del agua y se desplazaban por tierra en agonía interminable, como un soldado al que una bomba le mutilara las piernas y arrastrara el cuerpo sin sentido por el campo de batalla.

Los cubanos las habían bautizado como “pez diablo” y los brujos decían que estaban consagradas a Eshu: el diablo, en la Regla de Palo Mayombe, que era la expresión de la santería que se conservaba más pura de las traídas a Cuba por los negros esclavos y que establecía susurrarle cantos a los resguardos hechos con prendas de muertos para venerarlos, despertarlos y pedirles favores.

Las primeras clarias llegaron en julio de 1999, cuando Cuba le compró 14 millones de alevines a Malasia, con la condición de que fueran híbridos —incapaces de reproducirse— y estableció severas medidas de seguridad para evitar que escaparan de los centros acuícolas. Sin embargo, los alevines que llegaron no eran híbridos ni los planes de contingencia fueron cumplidos.

Las crecientes provocaron que las clarias se diseminaran por ríos, lagos, cuevas subterráneas y conductos albañales y se convirtieran rápidamente en amenaza para el ecosistema porque devoraban tilapias, moluscos, camarones y ranas. También salían del agua para comer aves, insectos, ratones, frutas, semillas y carroña y atacaban a puercos y chivos. Habían sido capturadas algunas con jicoteas y crías de cocodrilo en el estómago.

Según el Centro Nacional de Áreas Protegidas, su voracidad ponía en peligro de extinción a 242 especies de la fauna nacional: 75 endémicas, 29 raras o locales y 25 introducidas. Además, eran poco menos que inmortales: poseían un órgano respiratorio adicional que les permitía hundirse en el barro húmedo y sobrevivir durante meses a sequías extremas.

En una ocasión, un hombre llamado Humberto Navarro vio salir una del escusado y, antes de poder matarla de un palazo en la cabeza, él y toda su familia tuvieron que reponerse de un susto de fin del mundo para después poder perseguirla a través de habitaciones y pasillos de la casa. Navarro, quien trabajaba en la sede de las juventudes comunistas de Matanzas, estaba alarmado por el incontenible taponamiento de su retrete.

Un día hizo pasar un alambre por los tubos del desagüe hasta que del sanitario comenzaron a salir desmesuradas cantidades de agua de fosa y detritus. Hubo una pausa abrupta en el derrame y, de pronto, de la taza surgió a coletazos un bicho negro de dos kilogramos que chorreaba excrementos por la boca: ¡una claria!

Sin embargo, filetes, embutidos, perros calientes y chorizos de claria eran vendidos a la población en las tiendas gubernamentales Mercomar, y los médicos recetaban su carne a enfermos de cáncer porque aumentaba los índices de hemoglobina en la sangre. Una leyenda popular contaba que los vietnamitas les habían ganado la guerra a los americanos gracias a la fuerza que les había proporcionado comer clarias.

Juventud Rebelde, en su edición del nueve de julio de 2008, llamaba a la población a consumirlas con buen diente: “No lo dude y seleccione claria para llevarlo a su mesa, pues resulta fácil de hacer, bien sea frito, en filetes, empanado, enchilado o rebosado, su familia se lo agradecerá”. Y adjuntaba declaraciones de un científico, Julio Baisre, acerca de que el pez era cultivado en estanques cerrados y bajo estrictos controles de seguridad biológica, alimentados con pienso y desechos de la pesca.

Una nota, en el mismo diario, contaba:

La licenciada en Biología, Doris Millares Dorado, jefa del tema de la claria en el Centro de Preparación Acuícola Mampostón (cpam), habla de estas criaturas con una pasión sobresaliente. En unos estanques contiguos al departamento de Alevinaje miles de criaturas nos recuerdan los renacuajos que habitan los charcos de cualquier paraje. Los técnicos que allí laboran se ven afanados en suministrarles agua suficientemente oxigenada a las criaturas, y están atentos a cada exigencia de los recién nacidos.

Pero las “criaturas” del periódico oficialista se podían ver a todo color comiendo ratones en el documental Revolución azul, del mexicano Diego Fabián Anchondo, aprendiz de una escuela internacional de cine que dirigía el escritor Gabriel García Márquez, en San Antonio de los Baños, en las afueras de La Habana. El filme mostraba a un criador particular de clarias en Matanzas, un miembro del Ministerio del Interior llamado Macario Toledo, quien aseguraba abastecer de carne no sólo sus necesidades hogareñas, sino también las de comedores obreros y algunas pescaderías de Hershey, el pueblito donde vivía y que había tomado su nombre de un ingenio fundado en 1918 por Milton Hershey, inventor de los chocolates que llevan su apellido, para proveer de azúcar su fábrica de Pensilvania.

La cinta, de diez minutos de duración, también incluía declaraciones de un biólogo marino, Guillermo García: “La claria es la mayor amenaza para el ecosistema cubano en esta época. Se comen las tilapias, se comen ellas mismas, las tencas, un pollo, una ranita, cualquier animal, cualquier cosa que se mueva fuera del control de los humanos’’.

Y parecía tener razón, pues el Ministerio de la Industria Pesquera había emitido en 2006 una resolución para fijar una estrategia de seguridad biológica en el país y “revertir episodios desfavorables como el de la claria o pez gato caminador’’.

La médica veterinaria Mercedes Montenegro, de la Empresa Pesquera de Matanzas, resultó más precisa: “Las clarias rompieron nuestro equilibrio ecológico”. De hecho, en esa provincia cundía el temor, pues en el santuario natural de Ciénaga de Zapata, amenazaban la existencia de peces endémicos como el antiguo manjuarí y la biajaca criolla, y les mordían las patas a los flamencos y los patos cuando éstos se posaban en los humedales. El Centro Nacional de Seguridad Biológica terminó por aceptar el fracaso irremediable del experimento: “La claria forma parte del medio ambiente cubano, ya no se puede sacar y lo que se impone ahora es plantear medidas para su control”.

Era, en rigor, una invasión a los ecosistemas cubanos —no sólo contra su conservación, sino también contra su disfrute— con búfalos asoladores y peces exterminadores en un monte en el que el mejor observador de todos los cubanos, José Martí, lo más peligroso que vio —en un lúcido deslumbre de 19 días— fueron unos camaleones cantores y, a fin de cuentas, se equivocó, pues estaba probado científicamente que esos animales son incapaces de emitir sonidos.

Una penetración que pasaba por ocupación y acabó siendo plaga, ante lo cual se había paralizado la proverbial capacidad de los cubanos para reírse de todo.

Olvidadas quedaron la creatividad y la gracia de los primeros tiempos de la inacabable crisis económica que siguió al desmoronamiento del bloque comunista internacional en 1989, cuando, a falta de los tintes de pelo profesionales que antes venían desde la Unión Soviética, una muchacha morena de Camagüey inventó un mejunje de tantas yerbas y pócimas que la receta se le extravió en los meandros de la memoria y terminó siendo rubia oxigenada para siempre.

O las aventuras de los trabajadores del zoológico capitalino, quienes le salvaron la vida a la elefanta Tana después de que, de un día para otro, dejaron de aterrizar en La Habana los numerosos aviones que arribaban a toda hora procedentes de África y en los cuales siempre había espacio para transportar las variedades de yerbas, hojas, frutas, corteza y plantas acuáticas que comían allá los elefantes. Tana se convirtió en el primer paquidermo de la historia de la zoología en alimentarse de tortilla de huevo: un trabajador se disfrazaba de planta africana y, cuando la elefanta se lo iba a comer, otro trabajador aprovechaba, en un diestro movimiento de baloncestista, y le encestaba en la boca abierta una torta del tamaño de una rueda de coche.

García Márquez pensó en escribir un libro sobre aquellas pequeñas cosas que constituían las grandes hazañas o tragicomedias de la vida cotidiana en la isla, pero consideró que sería una incorrección política para su compromiso militante con la Cuba comunista, a la que solía disfrutar con delirio en los viajes que hacía desde su casa de la calle Fuego 144 en el Pedregal de San Ángel, una colonia de gente muy rica construida sobre piedra volcánica en el sur de la ciudad de México.

Pero ahora nada había de comedia y, en cambio, sí mucho de tragedia. Eran, aquéllos, los días de la claria y la hora del búfalo, un tiempo lúgubre y desdichado en el que uno llegaba a casa y abría La peste y leía una y otra vez que “la estupidez insiste siempre”. Y hacía del libro de Camus una almohada y se acostaba atormentado por ese ligero descorazonamiento ante el porvenir que se llama inquietud.

La justicia de la Revolución

Silvio Rodríguez conducía su jeep azul de modelo reciente con rumbo a una recepción que ofrecía Fidel Castro en el Palacio de la Revolución, cuando, diez minutos después de haber salido de su mansión de colores pasteles, en el exclusivo reparto habanero de Siboney, un policía de tránsito le impuso una multa por manejar a exceso de velocidad.

El agente era un blanconazo aindiado, emigrado a la capital desde la empobrecida zona oriental del país que, además de haber sido la cuna de las guerras de independencia contra España y de la revolución de 1959, era mirada como tierra de gente de pocas luces por parte de los habaneros, quienes siempre se habían creído el ombligo del mundo.