De vuelta a tu corazón - Unidos por el cariño - Los dos juntos - Patricia Thayer - E-Book

De vuelta a tu corazón - Unidos por el cariño - Los dos juntos E-Book

Patricia Thayer

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Beschreibung

De vuelta a tu corazón Patricia Thayer La ranchera Lacey Guthrie se vio obligada a subastar sus caballos para asegurar el futuro de su pequeña familia, pero cuando vio al hombre que pujó por ellos se llevó la mayor sorpresa de su vida: era Jeff Gentry, que había vuelto del Ejército igual que se marchó, en silencio, despertando en ella un montón de emociones tormentosas. Unidos por el cariño Barbara Hannay Cuando Amy Ross atravesó media Australia para decirle al ganadero Seth Reardon que era el padre de la pequeña Bella, la hija de su mejor amiga, no podía imaginar que aquel hombre, atractivo hasta con unos vaqueros gastados y una camisa descolorida, iba a hacerle perder la cabeza. Los dos juntos Caroline Anderson Sam Hunter solo pretendía ayudar a su hermano a cumplir su sueño de tener un hijo, pero, debido a un error en la clínica de inseminación artificial, ¡una completa desconocida, Emelia East Wood, se había quedado embarazada de él! Para Emelia, aquel hijo iba a ser el legado final de su difunto marido. Pero el error cometido en el hospital había vuelto su mundo del revés.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 465 - marzo 2019

 

© 2010 Patricia Wright

De vuelta a tu corazón

Título original: The Lionhearted Cowboy Returns

 

© 2010 Barbara Hannay

Unidos por el cariño

Título original: The Cattleman’s Adopted Family

 

© 2011 Caroline Anderson

Los dos juntos

Título original: The Baby Swap Miracle

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010 y 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-989-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

De vuelta a tu corazón

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Unidos por el cariño

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Los dos juntos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

LE HABÍA costado muchísimo, pero lo había conseguido. Por fin estaba en su hogar.

Jeff Gentry salió al porche de la casa del capataz, en el rancho Rocking R. El sol acababa de salir, pero pudo sentir el calor del verano de Texas a pesar de la hora. Respiró hondo y disfrutó del olor a caballos y ganado.

Aquél era el lugar donde había crecido, el lugar donde había formado parte de una familia, el primer lugar donde se había sentido a salvo; pero no estaba seguro de que pudiera volver a significar lo mismo para él.

Durante los diez años anteriores, el Ejército de Estados Unidos había sido el único hogar de Jeff. A lo largo de esos diez largos años de servicio militar, había viajado por medio mundo y había visto tanta muerte y destrucción que ahora tenía pesadillas que necesitaba olvidar.

Una de esas pesadillas, aunque ésta fuera real, le había cambiado la vida para siempre. Aún le dolía cuando se tocaba el muslo; pero como le dijo el médico que le curó, había sido mucho más afortunado que otros.

Lamentablemente, Jeff no se sentía afortunado. Su última misión con el ejército había supuesto el fin de su futuro y de la vida que conocía. Ahora tendría que averiguar si era capaz de quedarse en San Angelo y volver a ser un miembro más de la familia de los Randell.

–Buenos días, hijo.

Jeff se giró y vio que su padre se acercaba al porche. Le dedicó una sonrisa y dijo:

–Hola, papá.

A sus cincuenta y cinco años de edad, Wyatt Gentry Randell seguía siendo formidable. Caminaba recto como una vara y tenía la fuerza física de un hombre que había dedicado muchos años a cuidar ganado para rodeos. Además, era de risa fácil y muy cariñoso con su esposa y con sus hijos.

Unos años antes se había casado con Maura Wells y se había convertido en padrastro de sus dos hijos, Jeff y Kelly. El día en que Wyatt los adoptó fue el más feliz de la vida de Jeff; la aparición de Wyatt había borrado los recuerdos dolorosos de su madre y de todos ellos. Y poco después, la nueva pareja les dio otros dos hermanos, Andrew y Rachel.

Definitivamente, Jeff tenía motivos de sobra para querer a Wyatt. Pero le extrañó verlo en el porche; a fin de cuentas, había pedido a su familia que le dieran un poco de tiempo y espacio y ellos se lo habían concedido.

–¿Qué te trae por aquí? –preguntó–. ¿Necesitas que te ayude en algo?

Wyatt le pasó una taza llena de café humeante.

–No, sólo quería pasar un rato con mi hijo. Me alegra que estés en casa.

Jeff disfrutaba de estar con sus padres, de modo que su réplica no fue exactamente una mentira.

–Y yo me alegro de estar de vuelta.

Se apoyó en la barandilla del porche, probó el café y echó un vistazo al rancho. Las construcciones estaban en buen estado y las habían pintado recientemente de blanco. Durante más de dos décadas, los hermanos Wyatt y Dylan, que eran gemelos, se habían dedicado en cuerpo y alma al rancho Rocking R.; pero además de criar y vender caballos, Dylan también tenía una escuela de rodeo, que al igual que el propio rancho, formaba parte de la Randell Corporation.

Todos los miembros de la familia eran accionistas de la empresa, fundada doce años antes por Wyatt, Dylan y sus cuatro hermanos, Chance, Cade, Travis y Jarred, a los que se sumaron dos primos, Luke y Brady. Entre las propiedades que acumulaban, había un complejo hotelero, un auténtico rancho de ganado y una constructora que hacía establos en una comunidad famosa entre los turistas porque se encontraba junto al valle de los mustangs, los caballos de Norteamérica que vagaban en libertad.

Aunque Jeff y su hermana eran adoptados, los Randell los trataban como si fueran de su sangre. Él no tenía la menor duda de que la familia le encontraría un trabajo en la empresa, pero no quería su piedad.

–Sé que los meses pasados han sido muy duros para ti, hijo –declaró su padre de repente–. Tómate el tiempo que necesites. Vuelve a acostumbrarte a estar en casa.

Jeff seguía enojado con todo y con todos, pero en el rancho recibía tanto apoyo que olvidaba su rabia. Sin embargo, todavía no estaba preparado para hablar de lo que le había ocurrido; ya había hablado bastante después de su rescate, durante los meses de rehabilitación, y no había servido de nada.

–No te preocupes, estoy bien –dijo, forzando una sonrisa–. Pero aprovecharé tu comentario como excusa para librarme del trabajo; sinceramente, lo de limpiar establos nunca me ha gustado mucho.

Su padre sonrió.

–Sospecho que tenemos gente de sobra para realizar esa tarea. ¿Te apetece salir a cabalgar con Hank y conmigo?

Jeff se puso tenso. Tampoco estaba preparado para vérselas con el clan de los Randell.

–¿Adónde?

Wyatt rió.

–A la subasta de un rancho –respondió, observando a su hijo con detenimiento–. El rancho de Guthrie.

Jeff no pudo ocultar su sorpresa ante la mención del mejor amigo de su infancia, que había fallecido recientemente.

–¿Trevor tiene problemas económicos?

En realidad, lo preguntó por preguntar. Sabía perfectamente que Lacey Haynes Guthrie, la viuda de Trevor, no tenía ni la experiencia ni los conocimientos necesarios para sacar adelante el rancho sin ayuda.

Al pensar en Lacey, se estremeció. Cuando estaban en el instituto, Lacey era la típica chica de la que todos los chicos se enamoraban, pero ella sólo tenía ojos para Trevor y nunca se fijó en él. Nunca, excepto un día muy concreto.

–Me temo que sí –contestó su padre.

–¿Por qué no me habíais dicho nada?

Wyatt suspiró.

–En primer lugar, porque tu recuperación era lo más importante para nosotros; y en segundo, porque no hemos sabido lo de la subasta hasta esta misma mañana. La crisis económica está dejando huella y hay muchos ranchos con problemas; además, la enfermedad de Trevor resultó muy costosa… No sé, tal vez deberías mantener una conversación con Lacey.

Durante años, Jeff había hecho lo posible por no pensar en ella; por otra parte, había pasado tanto tiempo desde su época de estudiantes, cuando los tres eran grandes amigos, que la idea de su padre le incomodó.

–No sabría qué decir. Ni siquiera podría explicarle por qué he estado fuera tanto tiempo.

–Dile la verdad, hijo. Dile que estuviste en la guerra, que te hirieron en la pierna, que tuvieron que operarte varias veces y que pasaste muchos meses en el hospital. Ha sido muy duro para ti, Jeff. No hay nada de lo que debas avergonzarte.

Jeff cerró los ojos e intentó olvidar la pesadilla del año anterior.

–Lacey no necesita que vaya a contarle mis problemas; ya tiene bastante con los suyos –argumentó–. Además, aún no estoy preparado para hablar de eso.

Wyatt asintió.

–Bueno, respeto tu decisión; sólo era una idea… pero de todas formas, deberías acompañarnos.

En ese momento apareció una camioneta que aparcó junto a la casa principal.

–Mira, tu abuelo ya ha llegado –continuó Wyatt–. Conociendo a tu madre, habrá preparado comida para un regimiento, y si no vienes a desayunar, me dará la tuya a mí y tendré que hacerme otro agujero en el cinturón

–Está bien, te ahorraré la tortura de tener que comerte dos pedazos de tarta de arándanos en lugar de uno… –ironizó.

Jeff sonrió y se sintió mejor cuando se dirigieron a la casa, aunque Wyatt tuvo que andar más despacio para no dejarlo atrás. Sabía que el desayuno con Hank y sus padres iba a ser la parte fácil; la difícil llegaría después, cuando volviera a ver a Lacey y no supiera qué hacer para animarla ni cómo explicar el motivo de su ausencia en el entierro de Trevor.

Ni él mismo se lo había perdonado.

 

 

A media mañana, Lacey Guthrie dejó los dos mejores caballos de su difunto marido en manos de los trabajadores de la empresa de subastas. Rebel Run y Fancy Girl, el semental de color negro y la yegua de calor castaño respectivamente, iban a ser el principio del negocio de cría de Trevor; si los vendía, Lacey no podría sacar adelante el negocio; pero para sobrevivir, tenía que venderlos.

–A continuación pasamos a los números ciento siete y ciento ocho del programa de hoy –declaró el subastador–. Todos los que viven en la zona conocen la procedencia de estos dos magníficos animales, de modo que les ahorraré los detalles. Empezaremos con las pujas por Rebel Run…

Conteniendo las lágrimas, Lacey entró en la cocina, cerró la puerta trasera y se apoyó en el cristal. No se sentía con fuerzas para asistir a la venta de los dos caballos; representaban su último sueño con Trevor, un sueño por el que habían luchado durante una década y que ya no se haría realidad. Ni siquiera sabía lo que pasaría con Colin y con Emily.

–Oh, Trevor… –dijo entre sollozos–, por qué tuviste que morir.

–¡Mamá!

Al oír la voz de su hijo, que se acercaba, Lacey se secó las lágrimas, sonrió y se giró hacia el pequeño de ocho años.

–¿Qué ocurre, Colin?

–No puedes vender a Rebel y a Fancy –dijo con los puños apretados–. Son los caballos de papá.

–Ya lo hemos hablado, hijo. No tengo elección.

Lacey se inclinó para apartarle de la frente un mechón de cabello rubio, pero el niño se apartó.

–Claro que la tienes –insistió–. Sal fuera y detén la subasta. A papá no le habría gustado que los vendieras.

Ella intentó razonar con el pequeño, aunque sabía que no serviría de nada.

–Papá ya no está con nosotros, cariño, y yo tengo que hacer lo que sea necesario para que salgamos adelante.

Colin la miró con un destello de furia en sus ojos, de un color tan azul y tan intenso como el de su difunto padre.

–No querías a papá. Si lo hubieras querido, no harías esto.

El niño abrió la puerta trasera y se marchó, cerrándola de golpe.

Lacey lo siguió y salió al porche justo a tiempo de escuchar las palabras del subastador:

–Vendido al caballero de la última fila.

Lacey buscó al desconocido con la mirada y lo reconoció al instante. Era un hombre alto, atlético y de hombros anchos al que no había visto en muchos años; un hombre de ojos oscuros y mandíbula cuadrada, profundamente atractivo, al que habría reconocido en cualquier parte y en cualquier situación.

Él se levantó de la silla en ese momento y se giró hacia la casa. Sus miradas se encontraron y ella sintió una mezcla de deseo, nostalgia y enfado; pero antes de que Lacey pudiera acercarse o incluso saludarlo, el hombre siguió su camino y se alejó.

Al parecer, el sargento Jeff Gentry había regresado a casa.

 

 

Jeff no se lo podía creer. No sabía lo que iba a hacer con su vida y acababa de comprar dos caballos; pero no podía permitir que Lacey lo perdiera todo, de modo que había ofrecido la puja más alta.

Sabía que el rancho de Trevor era muy importante para ella, y también sabía que su amigo había trabajado muy duro para ganarse una reputación.

–¿Se puede saber qué vas a hacer con dos caballos de crianza? –le preguntó su padre, que se había acercado a él.

Jeff se encogió de hombros.

–Ahora que lo dices, tienes razón. Ni siquiera sé dónde meterlos.

Wyatt sonrió.

–Eso no es un problema; puedes llevarlos a nuestro rancho o al del tío Chance. Él tiene instalaciones más adecuadas para ese tipo de animales.

Hank Barrett caminó hacia ellos, sonriendo. A sus ochenta y cinco años de edad, el abuelo de Jeff seguía sano y en activo, desempeñando su papel como cabeza de la familia Randell.

–Has adquirido un buen par de caballos, Jeff –dijo al llegar–. Por cierto, me sorprende que Chance no se haya presentado en la subasta; siempre le gustaron los caballos de Trevor.

Jeff volvió a mirar hacia la casa y se quedó sin aliento al ver a Lacey Guthrie, que seguía en el porche.

Esbelta y alta, de casi un metro ochenta de altura, tenía ojos verdes como la hierba y cabello de color rubio miel. Había ganado peso desde los tiempos en que estudiaban juntos en el instituto, pero el cambio era para bien y resultaba extraordinariamente sensual. El único cambio negativo era el de su expresión, seria y preocupada, muy distinta a la de la jovencita que sonreía todo el tiempo.

–¿No vas a hablar con Lacey? –preguntó su padre.

Jeff sacudió la cabeza.

–No, ahora está ocupada –dijo, apartando la vista de ella–. Será mejor que vaya a pagar los caballos y a organizar su traslado.

Antes de que su padre o su abuelo pudieran insistir, Jeff se alejó cojeando. Los caballos de Trevor le iban a salir muy caros, pero estaba en deuda con su difunto amigo.

 

 

Jeff se subió al todoterreno de Wyatt, tomó un camino de tierra y se detuvo poco después junto a la cabaña que había sido el hogar de los padres de Trevor. Salió del vehículo y avanzó hacia el edificio mientras contemplaba el bosque y el arroyo que cruzaba la propiedad de los Guthrie.

Era un lugar lleno de buenos recuerdos. De niños, Trevor y él se montaban en sus caballos, iban al arroyo y se dedicaban a jugar a vaqueros o a echar carreras por el campo para determinar quién era el más rápido de los dos.

Jeff ganaba siempre porque era el más atlético, pero Trevor le ganaba en encanto y, por supuesto, también en el interés de las mujeres. No hubo nada de extraño en que fuera él quien conquistara el corazón de Lacey.

Al llegar al porche, observó que la cabaña estaba en condiciones perfectas y que incluso habían cambiado las bisagras de la puerta. Giró el pomo y entró en el lugar, débilmente iluminado.

–Veo que por fin lo hiciste, Trev –dijo en voz baja–. Cumpliste tu palabra y arreglaste la cabaña.

De repente, se sintió tan deprimido por la muerte de Trevor que se emocionó y tuvo que respirar hondo varias veces para tranquilizarse. Cuando lo consiguió, echó un vistazo a su alrededor.

Había una mesa y varias sillas contra una de las paredes, además de una litera en el extremo contrario de la habitación y una estufa de leña. Al acercarse a la zona de la cocina, vio que la pila seguía funcionando con la misma bomba de agua de su juventud.

Tocó la encimera y pasó los dedos sobre los nombres que había grabados en la madera: Trevor Guthrie y Jeff Gentry. Dos nombres a los que más tarde se había sumado un tercero, el de Lacey Haynes, y una declaración: Trevor ama a Lacey.

Con el paso del tiempo, Jeff se fue distanciando de su amigo. No fue intencionado; con la aparición de Lacey, él se transformó en el tercero en discordia y siempre se sentía fuera de lugar. Pero hubo un motivo aún más importante; aunque Jeff empezó a salir con una chica, sus sentimientos por Lacey no habían cambiado. Y ella estaba enamorada de Trevor.

Jeff intentó asumir la nueva situación. Al cabo de un tiempo, comprendió que no podría; se alistó en el ejército y les anunció que se marchaba unos meses después. Aquél fue el último verano que pasaron juntos, y fue un verano especialmente difícil para los tres.

Cada vez que pensaba en lo sucedido, se estremecía. Un buen día, hizo algo imperdonable: se acostó con Lacey y traicionó la confianza de Trevor. Se sintió tan culpable que se marchó inmediatamente e intentó olvidarlo. Pocas semanas después, alguien le dijo que Trevor y ella se iban a casar.

Desde entonces habían pasado muchos años y muchas cosas, incluida la muerte del propio Trevor.

Aún le estaba dando vueltas al asunto cuando una voz lo sobresaltó.

–¿Qué estás haciendo aquí?

Jeff se giró tan deprisa que estuvo a punto de perder el equilibrio. Después, se apoyó en la encimera y miró al niño que había aparecido en la entrada de la cabaña. Era el hijo de Trevor y parecía enfadado.

–Hola, soy Jeff Gentry… solía venir aquí de niño.

–Esta cabaña es de mi padre. Márchate de aquí.

Jeff asintió.

–Lo sé. Yo conocí a tu padre… tú debes de ser Colin.

El chico hizo caso omiso.

–Mi padre ha muerto.

–Lo sé y lo siento muchísimo. He estado lejos durante muchos años.

Colin entrecerró los ojos.

–Papá me dijo que estabas en el ejército, en las Fuerzas Especiales. Me dijo que eres un héroe.

Jeff sintió una punzada de dolor.

–No, no soy un héroe. Sólo hice mi trabajo.

Los ojos azules del niño, muy penetrantes, lo escudriñaron.

–Si eras tan amigo de mi padre como dices, ¿cómo es posible que nunca vinieras a verlo? –preguntó.

–Yo estaba fuera del país, en el extranjero. Me habría gustado venir, pero trabajaba para el Gobierno y no podía.

Colin se mantuvo en silencio.

–Sin embargo, nos escribíamos de vez en cuando –continuó Jeff, intentando justificarse un poco–. No supe que estaba gravemente enfermo hasta que murió. Pero ahora estoy aquí, así que si puedo ayudarte en algo…

–No necesito tu ayuda. Ya es demasiado tarde.

Los ojos del niño se llenaron de lágrimas, pero se contuvo y salió corriendo de la cabaña.

–Espera, Colin…

Jeff salió en su busca y se detuvo al ver que un jeep destartalado aparcaba junto al todoterreno de Wyatt. Era Lacey Guthrie.

Salió del vehículo y dedicó una mirada de recriminación a su hijo, como si no estuviera muy contenta con él. Colin se alejó hacia el caballo que pastaba en la hierba y lo montó como un profesional, a pesar de que sólo tenía ocho años; después, agarró las riendas y se marchó.

 

 

Lacey cerró los ojos un momento e intentó sacar fuerzas de flaqueza para enfrentarse al hombre que esperaba en la puerta de la cabaña.

Durante sus últimos días de vida, Trevor no deseaba otra cosa que volver a ver a su mejor amigo; pero Jeff no apareció. Lacey jamás se lo había perdonado. Había sido tan doloroso para ella que, al verlo ahora, surgido de la nada como una reminiscencia del pasado, estuvo a punto de romper a llorar.

Tomó aire y dijo:

–Vaya, Gentry, así que has vuelto a casa.

Jeff bajó del porche y caminó hacia ella con dificultades, cojeando.

–He vuelto en cuanto he podido.

Ella asintió.

–Tus padres me explicaron que estabas fuera del país.

Jeff ladeó la cabeza y la miró a los ojos con cariño. Lacey pensó que seguía siendo tan atractivo como siempre.

–Habría dado cualquier cosa, lo que fuera, por poder estar aquí –declaró él–. Quiero que lo sepas, Lacey.

–Lo sé, pero eso no significa que tu truco de esta mañana me haya hecho gracia –afirmó.

–¿Mi truco?

–Sí, tu truco. Al menos, podrías haberme avisado antes; ni siquiera sabía que estuvieras de vuelta.

–Tienes razón –admitió–. Debería haberte avisado.

–Mira, Jeff… no necesito que me ayudes. No necesito que aparezcas de repente y me rescates.

–¿Quién ha dicho que quiero rescatarte?

Ella se cruzó de brazos.

–Eres un soldado, Jeff; sargento primero, si no recuerdo mal… ¿para qué quiere un soldado dos caballos de crianza?

–Ya no estoy en el ejército. Ahora soy civil –se explicó.

Lacey lo miró con desconfianza.

–No te creo.

Él apartó la mirada, pero no antes de que ella notara un fondo de tristeza en su expresión.

–Pues créelo. He dedicado mucho tiempo y energía al ejército. Necesito un cambio en mi vida.

Lacey notó su tensión y pensó que la guerra lo había cambiado.

–A Trevor le habría gustado que vinieras a verlo –dijo.

Jeff dudó un momento antes de hablar.

–A mí también me habría gustado, Lace.

Lacey se molestó un poco al oír que la llamaba Lace, como hacían sus seres más queridos; pero no dijo nada.

–Sí, ya sé que…

–Trevor sabía que yo tenía un trabajo que hacer –la interrumpió.

Ella dio media vuelta y se alejó hacia el jeep, sintiendo un dolor tan intenso como si hubiera perdido a Trevor otra vez.

Ya no tenía sólo un problema, sino dos. Además del fallecimiento de su esposo, ahora también tendría que enfrentarse al regreso de Jeff.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

JEFF volvió al rancho de los Guthrie unas horas después. No podía dejar que las cosas se quedaran así; era evidente que Lacey no lo quería cerca, pero la situación era tan dolorosa para ella como para él.

Le gustara o no, había vuelto.

Aparcó junto a la casa, caminó hacia el porche y llamó a la puerta. Le abrió una niña de alrededor de cinco años de edad que llevaba pantalones vaqueros y una blusa con estampado de flores.

Al verla, Jeff se quedó asombrado. Tenía el mismo cabello rubio y los mismos ojos azules de su madre.

–¿Quién eres tú? –preguntó la pequeña.

–Jeff Gentry. Soy un viejo amigo de tu madre y de tu padre –respondió con una sonrisa–. ¿Cómo te llamas?

La niña se entristeció de repente.

–Emily Susan Guthrie –respondió–, pero no puedes ver a mi papá… ha muerto.

Jeff se inclinó sobre ella y dijo:

–Lo sé, Emily, y lo siento mucho.

Los ojos de la niña recobraron su brillo.

–Mi papá siempre me llamaba Emily Sue –dijo con orgullo.

–Un nombre muy bonito… ¿Está tu madre en casa?

–Está en los establos, dando de comer a los caballos. Yo tengo que quedarme aquí y ver la televisión. Mi hermano puede ayudarla porque es mayor, pero yo soy demasiado pequeña.

–No te preocupes por eso. Seguro que dejará que la ayudes cuando crezcas un poco…

–Pero mi papá me dejaba. Decía que yo era su mejor chica.

Jeff se acordó de Wyatt y de la forma en que trataba a su hermana pequeña, Kelly, a quien llamó «princesa» durante años.

Emily asintió y declaró, de repente:

–Mi mamá me ha dicho que no deje entrar a nadie cuando esté sola en casa.

–Y tiene razón. Así que iré a los establos y hablaré allí con tu madre.

La niña pareció decepcionada.

–Bueno, adiós…

Cuando Emily cerró la puerta, Jeff bajó los escalones del porche y deseó poder dedicar la tarde a ver la televisión, como ella; pero en lugar de eso, tenía que hablar con Lacey y lograr que aceptara su ayuda.

Era lo menos que podía hacer. Se lo debía a Trevor.

 

 

–¡Mamá, ya he terminado con los caballos! –exclamó Colin–. ¿Tengo que hacer algo más? ¿O puedo marcharme?

Lacey echó un vistazo a su alrededor y contempló el establo, casi vacío. Después de la exitosa subasta de la mañana, sólo le quedaban cinco caballos. Y dos de ellos se marcharían pronto.

Miró las bridas de cuero que estaban sobre un tablón y respondió:

–Llévate eso al cuarto de los aperos y vuelve a casa si quieres. Pero no molestes a tu hermana.

Colin alcanzó las bridas,

–Siempre me echas la culpa de todo –protestó.

–Porque no dejas de molestar a Emily –razonó su madre–. Y hoy ya te has buscado un buen lío por salir a montar sin mi permiso.

–Muy bien. Me encerraré en mi habitación.

El niño entró en el cuarto de los aperos con las bridas y salió unos segundos después. Su madre sabía que no las podía haber colocado bien en tan poco tiempo, pero no quiso discutir con él.

Había sido un día largo y estaba cansada. Lo mejor de la subasta era que al menos tendría el dinero suficiente para pagar las facturas de los médicos de Trevor y para asegurar la solvencia del rancho durante un año. Después, ya se vería. Todavía tenía a Bonnie, una yegua de crianza, pero no podría seguir en el negocio de la cría de caballos sin un semental.

Se giró hacia la entrada del establo y vio que su hijo se había detenido y que estaba hablando con alguien.

Cuando vio que era Jeff Gentry otra vez, maldijo su suerte. No tenía ganas de hablar con él.

Segundos más tarde, entró en el establo y caminó hacia ella con aire decidido, pero cojeando. Lacey, que ya había notado esa mañana que cojeaba, se preguntó si sería por alguna herida de guerra.

Antes de saludarla, se detuvo junto al compartimiento de Rebel Run y acarició al caballo. Al igual que Trevor, siempre había tenido una habilidad especial con los animales; y al igual que Trevor, era un hombre enormemente atractivo. Pero su aspecto no podía ser más diferente. Su difunto esposo tenía los ojos de color avellana y el pelo rubio; Jeff, en cambio, era de ojos marrón chocolate y cabello castaño.

–Hola, Lacey.

Lacey respiró hondo.

–Supongo que has venido por tus caballos.

Al pensar en la conversación que habían mantenido aquella mañana, Lacey pensó que había sido injusta con él. Jeff no era culpable de la muerte de Trevor; el no había creado el virus que terminó por dañar su corazón y lo llevó a la muerte.

Sin embargo, no estaba dispuesta a disculparse con él. Cuando se alistó en el ejército y desapareció, hizo algo más que alejarse de su mejor amigo; también se alejó de ella.

Jeff no fue consciente del daño que le había causado.

–Primero quiero aclarar una cosa.

–¿Aclarar?

–Sí. Sé que estás enfadada conmigo por haber vuelto.

Ella lo miró con sorpresa.

–Olvídalo, Jeff. He tenido un mal día, eso es todo –se defendió–. ¿Nunca te has sentido como si el mundo se hundiera a tu alrededor?

Jeff se apoyó en una pared y recordó sus largos días en el hospital. Supo que Trevor estaba gravemente enfermo cuando acababan de operarle y no podía levantarse de la cama, de modo que ni siquiera tuvo la ocasión de ir a visitarlo. Naturalmente le envío un mensaje a Lacey, pero por su reacción, era obvio que no había sido suficiente.

–Sí, alguna vez –dijo–. Pero no deberías seguir enfadada, Lacey… sabes que a Trevor no le habría gustado que perdieras el tiempo con rencores.

Ella entrecerró los ojos.

–Ahórrate el sermón, Gentry.

–No voy a darte ningún sermón. Pero tienes que ser fuerte; tienes dos niños que te necesitan.

Lacey lo miró con ira.

–¿Quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer? Ni siquiera tuviste la decencia de venir… Sí, ya sé que la muerte de Trevor no fue culpa tuya, pero era tu mejor amigo.

–Los militares no entienden de amistades, Lacey. La guerra no entiende de amistades –argumentó–. Tenía tan poco tiempo que pasaba semanas enteras sin poder llamar a mis padres por teléfono.

Jeff cerró los ojos durante unos segundos. La última vez que había oído algo sobre Trevor, le habían dicho que se encontraba bien. Al cabo de un mes, lo enviaron a una misión peligrosa. Después, todo cambió.

–Lacey, tienes que creerme. Si hubiera sido posible, habría venido. Y no sólo por él, sino también por ti.

Jeff no podía apartar la vista de ella. Lacey siempre había sido una mujer atractiva, pero los años la habían mejorado.

–¿Por mí? No necesitaba tu ayuda entonces ni la necesito ahora –declaró Lacey con obstinación.

–Lo dudo mucho –ironizó.

Ella se quedó sorprendida con su respuesta.

–Echa un vistazo a tu alrededor, Gentry. No queda mucho del rancho.

Jeff dio un paso adelante.

–Por eso me necesitas.

Lacey maldijo en voz alta, alcanzó una horca y se alejó por el pasillo central. Jeff la alcanzó, la tomó del brazo y la obligó a mirarlo a la cara.

–¿Tan mal están las cosas, Lacey?

–Eso no es asunto tuyo.

Ella se soltó y entró en el cuarto de los aperos. Él la siguió.

–¿Rebel Run es tu único semental?

Lacey se entretuvo colgando bien las bridas que Colin había llevado unos minutos antes.

–Era mi único semental. Porque desde esta mañana, es tuyo.

Jeff lo lamentó profundamente. Sin un semental, no podría sacar adelante el negocio.

–Está bien, te ofrezco un trato. Necesito un sitio donde dejar a los caballos y no tengo ninguno. Si te parece bien, podría dejarlos aquí. Naturalmente, te pagaría un precio justo.

Lacey se quedó sorprendida.

–¿Estás bromeando?

–¿Desde cuándo he sido un bromista?

Jeff esperó una respuesta, pero no la obtuvo y añadió:

–De acuerdo, mejoraré la oferta… también necesito un lugar donde alojarme. Y como no estás usando la cabaña, me la podrías alquilar…

Lacey se secó el sudor de la frente y se quitó el sombrero viejo que llevaba en la cabeza. Su día estaba resultando verdaderamente difícil, y no quería que Jeff Gentry lo empeorara.

–Los Randell tenéis más propiedades que nadie en esta zona, Gentry. Llévate tus caballos al rancho de tu tío.

Jeff se encogió de hombros.

–Es cierto, pero tengo buenos motivos para no hacerlo –dijo–. ¿Aceptas mi oferta? El dinero te vendría bien.

–De acuerdo, los caballos se pueden quedar.

Él asintió.

–Deberías considerar la posibilidad de alquilar espacio para más caballos. Si cuidas de media docena más, ganarías un buen sueldo.

Ella sacudió la cabeza.

–No puedo trabajar en el mercado y cuidar de más caballos sin ayuda de nadie. Olvidas que me he quedado sola.

–Pues contrata a alguien. Entre tanto, yo puedo echarte una mano.

Lacey puso los brazos en jarras.

–Por lo que veo, sigues empeñado en venir en mi rescate. Pero no te va a funcionar, Gentry. No lo voy a permitir.

Jeff la miró, muy serio.

–Es exactamente lo contrario, Lacey. Serías tú quien me rescatara a mí.

 

 

Al día siguiente, hacia las seis de la mañana, Jeff entró por la puerta trasera de la casa de sus padres y encontró a su madre en la cocina, preparando el desayuno. Olía a café recién hecho y a panceta.

Maura Gentry había nacido y crecido en una ciudad, pero el rancho le gustaba tanto como si siempre hubiera vivido en plena Naturaleza. De cabello dorado y ojos verdes, su belleza no había cambiado durante los diez años de ausencia de Jeff.

Alzó la mirada, sonrió y dijo:

–Buenos días, cariño.

–Hola, mamá. Huele muy bien…

Jeff caminó hasta la mesa y se sentó. Maura se acercó segundos después y le sirvió un plato.

La cocina era el corazón de la casa. La habían remodelado varias veces y tenía encimeras de granito, armarios de madera de arce y el entarimado original.

–Aquí tienes –dijo ella–. He preparado rollitos de canela…

–Si me sigues alimentando así, engordaré cinco kilos.

–Pues no te vendrían mal. Estás muy delgado.

Jeff frunció el ceño y se llevó un pedazo de rollito a la boca.

–¿Dónde está papá? –preguntó.

–Con Dylan. Han traído el toro nuevo hace un rato. Supongo que aparecerá en cualquier momento.

Justo entonces, la puerta se abrió y apareció Wyatt. Colgó el sombrero en el gancho de la pared, saludó a su hijo, se acercó a su esposa y la besó antes de acercar una silla y sentarse a la mesa.

–Buenos días, hijo.

–Buenos días, papá.

–Tienes que ver el toro, Jeff. Dylan ya le ha puesto nombre… Rough Ride. Los dos pensamos que se va a ganar una buena reputación en el circuito de rodeos.

Maura Gentry sirvió un plato con panceta a su marido. A continuación, se puso unos huevos revueltos y se sentó con ellos.

–Bueno, si Dylan y tú os mantenéis alejados de él, seré feliz –comentó ella.

Wyatt frunció el ceño.

–¿Me estás diciendo que soy demasiado viejo para montar un toro?

–No, estoy diciendo que eres demasiado listo para correr ese tipo de riesgos. Deja los rodeos a los chicos de veinte años que quieren impresionar a las jovencitas –respondió su esposa–. Si me quieres impresionar a mí, seguro que se te ocurren otras formas.

Jeff estaba acostumbrado a que sus padres coquetearan abiertamente. Seguían tan enamorados como al principio.

Wyatt guiñó un ojo a Maura.

–Haré lo que pueda –bromeó.

Después, se giró hacia su hijo y preguntó:

–¿Ya sabes lo que vas a hacer con tus dos caballos?

Jeff se encogió de hombros.

–Sólo sé que los voy a dejar en los establos de Lacey y que le pagaré por sus servicios.

–Entonces, no tienes intención de dedicarte a la cría…

–Todavía lo estoy pensando; pero primero, necesito encontrar un lugar para vivir –comentó.

Maura y Wyatt se miraron.

–Sabes que te puedes quedar en la casa del capataz todo el tiempo que quieras –le recordó Maura–. ¿A qué viene tanta prisa?

–A que tengo que estar más cerca del rancho de los Guthrie –contestó–. Es posible que me vaya a vivir a la cabaña.

–¿A qué cabaña? –preguntó su padre.

–A la que Trevor y yo íbamos a jugar.

Su madre frunció el ceño.

–¿Te refieres a esa choza destartalada? Por Dios, si se estaba cayendo a trozos… –protestó.

Jeff echó un trago de zumo de naranja antes de responder.

–Trevor debió de arreglarla, porque se encuentra en buen estado.

Su madre no pareció muy convencida.

–Jeff, ¿de verdad crees que mudarte a un lugar tan alejado es una buena idea? Ese sitio está en mitad de ninguna parte.

A Jeff no le molestaba el aislamiento. Había estado en lugares infinitamente peores, desde las montañas de Afganistán hasta los desiertos de Irak.

–Mamá, sólo está a unos cuantos kilómetros del rancho. Además, me gusta la tranquilidad de ese sitio.

–No lo entiendo, Jeff. Te hemos dejado tanto espacio como querías –insistió su madre–. Y me preocupa lo de tu… accidente; todavía no te has recuperado.

–Mamá, estuve varios meses en rehabilitación –le recordó–. Y aunque os estoy muy agradecido por vuestro apoyo, ya soy mayor para vivir en la casa de mis padres.

–Pero Jeff…

–De todas formas, hay algo más importante –la interrumpió–. Tengo que pensar en lo que voy a hacer con mi vida. Quería seguir diez años más en el ejército, pero ahora tengo que empezar de cero.

Esta vez fue su padre quien habló:

–Sé que en el ejército serías más feliz, hijo. Ojalá fuera posible.

Jeff sacudió la cabeza. El francotirador que le había herido había hecho algo más que dejarlo cojo; le había cambiado la vida.

–Es posible, pero ya no podría hacer el trabajo para el que me entrenaron. Necesito tiempo para pensar.

Su madre empezó a hablar, pero Wyatt la detuvo.

–Maura, nuestro hijo es un hombre hecho y derecho que debe tomar sus propias decisiones. No te preocupes por nosotros, Jeff; hagas lo que hagas, nos sentiremos orgullosos de ti.

Jeff se sintió muy aliviado. El cumplido de Wyatt significaba mucho más para él que la medalla que le habían entregado por su última misión.

Maura asintió.

–Bueno, supongo que es la solución más apropiada para ti… y para Lacey –comentó con una sonrisa–. Creo que os podéis ayudar el uno al otro.

 

 

Al día siguiente, Hank Barrett subió al coche y se dirigió a la cabaña. Sabía que presentarse sin ser invitado implicaba un riesgo, pero si quería hablar con Jeff, tendría que arriesgarse.

Además, la edad concedía ciertos privilegios.

De camino, pasó por el rancho de los Guthrie y habló con Lacey, que estaba en uno de los cercados de los caballos. Hank se quedó fuera y la miró mientras trabajaba con los animales; lo hacía casi tan bien como su difunto marido.

Hank sonrió para sus adentros y pensó que la idea de Jeff no era tan mala. Si se marchaba a vivir a la cabaña, podrían apoyarse el uno al otro. Incluso era posible que Lacey terminara por fijarse en su nieto; y aunque no fuera así, lo ayudaría a recuperarse del todo.

Cuando llegó a la cabaña de la colina, salió del vehículo y sacó las dos bolsas con comida y suministros que le habían dado Maura y Ella.

Caminaba hacia el porche cuando Jeff salió de la casa.

–Hola, abuelo. ¿Qué estás haciendo aquí?

–No tenía más remedio que venir; si no vengo yo, habrían venido tu abuela y tu madre y habrían hecho cosas tan espantosas como ponerte cortinitas de encaje en las ventanas –bromeó–. Deberías alegrarte de verme… soy el mal menor.

Jeff soltó una carcajada y alcanzó las bolsas.

–Una tiene comida y la otra, toallas –le informó–. Ah, en el maletero del coche hay una nevera pequeña.

–Saldré a buscarla después. Venga, pasa…

Hank entró en la cabaña. Era muy pequeña, pero estaba limpia y en buenas condiciones.

Junto a la cama de la litera, de sábanas blancas y manta verde, se veían dos pares de botas militares. El único objeto que parecía fuera de lugar era la muleta solitaria que Jeff había apoyado junto a la puerta; un recordatorio de los meses que su nieto había pasado en el hospital.

Hank alcanzó una silla y se sentó a la mesa.

–Menudo palacio que te has buscado –ironizó.

–No está tan mal.

–No está tan mal para nosotros, pero tu madre tendrá una opinión diferente. Una cabaña minúscula, sin ducha y con el retrete afuera, no es lo que entiende por un lugar civilizado… Pero bueno, si sientes la necesidad de darte una buena ducha caliente, mi casa está a tu disposición.

Jeff sonrió. Hank siempre le había gustado. Era una de las grandes cosas de pertenecer a la familia Randell.

–Voy a instalar una ducha portátil en la parte de atrás.

El anciano se puso serio.

–Es una buena solución para el verano, pero no para el invierno –alegó–. Sabes que mi esposa y tu madre me han pedido que les informe sobre ti, y si quiero volver a probar sus platos, tendré que decirles la verdad.

Jeff rió.

–Entonces, diles que si he sobrevivido a los desiertos y a las selvas, también podré sobrevivir al clima de Texas.

Hank sonrió y asintió.

–Me limitaré a decirles que estás bien.

–¿Sólo has venido por eso, abuelo? ¿O hay algo más?

Hank se echó el sombrero hacia atrás.

–Bueno… tengo una idea que te quería comentar.

–Espero que no tenga nada que ver con volver a la casa de mis padres…

–No, creo que quieres estar aquí y que aquí es donde debes estar. Es una idea sobre la Randell Corporation.

–Te escucho.

–Como sabes, a veces tenemos clientes que pasan sus vacaciones en el rancho y que quieren trabajar. Disfrutan sintiéndose vaqueros durante unos días.

–Sí, lo sé. Es un negocio rentable.

–Se me ha ocurrido que a finales de verano podríamos sacar el ganado como se hacía en los viejos tiempos. Empezaríamos en el rancho de Chance, pasaríamos por el de tu padre, cruzaríamos las tierras de Jarred, Dana y Cade y terminaríamos en el Circle B. Mi casa tiene habitaciones más que suficientes para alojar a los turistas. Incluso podríamos llevar un carromato con todo lo necesario para cocinar, como en el siglo XIX.

–Sería un trayecto bastante extraño. Por lo que has dicho, trazaríais un círculo… –observó Jeff.

–En efecto. Pero nos mantendríamos dentro de las tierras de la familia; y si ocurre algo, no tendríamos que ir lejos para encontrar ayuda –explicó, arqueando una ceja–. ¿Qué te parece?

A Jeff le sorprendió que su padre no le hubiera dicho nada, pero respondió:

–Me parece perfecto. ¿Qué opinan los demás?

–Todavía no se lo he dicho. Quería que fueras el primero en saberlo porque quiero que tú seas el encargado.

Jeff se quedó atónito.

–No puedo hacerlo, abuelo.

–¿Por qué? Has pasado varios años en el ejército. Estás acostumbrado a dirigir a la gente y a dar órdenes.

–Hace siglos que no monto a caballo. Ni siquiera sé si podría volver a montar –se justificó.

–Por supuesto que puedes. Eso es como montar en bicicleta, que no se olvida nunca. Además, siempre fuiste un gran jinete… hasta de niño estabas empeñado en ser el mejor.

Jeff no lo negó. Su carácter le había sido de gran ayuda en el ejército y le había salvado la vida muchas veces.

–Pero eso era antes, abuelo.

Hank sacudió la cabeza.

–¿Antes de qué? ¿Del accidente? No digas tonterías, Jeff. Eres tan bueno como en el pasado.

–Es una pena que en el ejército no sean de la misma opinión –declaró con amargura–. Creen que para ser un soldado se necesitan dos piernas.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

A PRIMERA hora, Jeff cerró la puerta del compartimiento de Fancy Girl. Llevaba años sin trabajar en un establo, y no le gustó más que cuando era niño.

Sin embargo, sabía que el trabajo físico le venía bien. Hacía ejercicio todos los días, pero su vida en el campo resultaba sedentaria en comparación con la del ejército, cuando corría ocho kilómetros cada mañana.

Se sentó en un banco, delante de la puerta, y se frotó la rodilla. Se había forzado en exceso. Siempre se esforzaba al límite. Y eso no iba a cambiar.

–¿Qué te pasa en la pierna?

Jeff se giró y vio a Colin.

–Nada. Sólo estoy cansado.

Colin entrecerró los ojos.

–¿Te dispararon en el ejército?

Jeff se apoyó en la pared y se levantó.

–Sí, se podría decir que sí.

–¿Te duele?

–A veces –contestó Jeff, que no tenía ganas de hablar de ello–. Pero, ¿qué estás haciendo aquí?

–Mamá ha dicho que podía ayudarte. ¿Qué quieres que haga?

–No sé… ¿qué sueles hacer?

–Papá me dejaba que sacara a los caballos para que hicieran ejercicio, pero mamá sólo me permite limpiar los establos.

–Bueno, podemos empezar por la limpieza y continuar por el ejercicio.

–Vale.

–Entonces, empecemos de una vez. Necesito que eches paja seca en el suelo de los dos compartimentos vacíos.

–¿Para qué? No hay caballos dentro…

–Haces demasiadas preguntas, hijo. En el ejército no se pregunta; nos limitamos a obedecer las órdenes.

–Pero yo soy demasiado pequeño para estar en el ejército –objetó.

Jeff sonrió.

–Sí, eso es verdad. Está bien, te diré el motivo… mañana van a llegar dos yeguas nuevas.

Gracias a su tío Chance, se había extendido la voz de que el rancho de los Guthrie iba a ofrecer servicios de do-ma, cuidado y albergue de caballos. Las dos yeguas eran el principio del negocio, pero Jeff no estaba seguro de poder hacerlo solo, sin ayuda de nadie.

–Si lo haces bien, hablaremos de tu sueldo.

El niño parpadeó.

–¿De mi sueldo? ¿Me vas a pagar?

Jeff asintió.

–Es un trabajo duro y necesito que me ayudes todas las mañanas. Hace tiempo que no trabajo con caballos. Tus conocimientos me vendrían muy bien –respondió–. ¿Estás disponible?

El niño no pudo ocultar su sorpresa.

–Claro. ¿También tendré que ayudarte con los caballos?

–Tendremos que consultar ese asunto con tu madre. Pero por lo que vi el otro día, tengo la impresión de que eres un jinete experimentado.

Colin hinchó el pecho.

–Monto desde que tenía cuatro años, y el mes que viene cumpliré nueve –declaró, orgulloso.

–Como ya he dicho, tendremos que hablar antes con tu madre.

–¿Hablar conmigo? ¿De qué?

El niño y el adulto se giraron hacia la entrada. Lacey avanzó por el establo con el uniforme que llevaba en el supermercado donde trabajaba; se había recogido el pelo con una coleta y sus ojos verdes brillaban con energía. Jeff la encontró más bella que nunca.

–Le he pedido a Colin que me ayude unas horas cada día. Naturalmente, le pagaré –contestó.

–¿Puedo ayudar? –preguntó el niño, entusiasmado–. ¿Puedo trabajar con los caballos de Jeff?

Lacey no pareció muy contenta con la idea.

–Ya hablaremos más tarde. Ahora, ve a casa y lávate. Mindy cuidará de Emily y de ti mientras estoy en el trabajo.

–Venga, mamá… –insistió–. ¿Por qué no puedo ayudar con los caballos? Papá me dejaba…

Jeff decidió intervenir. Sabía que había cometido un error al ofrecerle el trabajo al niño sin consultarlo antes con su madre.

–Colin, tu madre y yo tenemos que discutir el asunto.

El entusiasmo de Colin desapareció al instante, pero obedeció a Lacey y salió del establo.

En cuanto se quedaron a solas, Lacey miró a Jeff con enfado y dijo:

–¿Cómo te atreves a pedirle que te ayude sin consultarlo conmigo? Los caballos le vuelven loco. Si me opongo a ti, se pondrá insoportable.

–No se pondría insoportable si fueras más firme con él. Te trata con poco respeto, Lacey. No se lo deberías permitir.

–Colin lo está pasando muy mal desde que su padre murió.

–Lo comprendo perfectamente, pero es importante que le marques ciertos límites –alegó.

–¿Desde cuándo eres experto en niños?

–Olvidas que yo también fui un niño rebelde. Si lo mimas demasiado, cometerás un error.

–Por Dios, si sólo tiene ocho años…

–Casi nueve –puntualizó.

–No estamos en el ejército, Jeff. Colin es un chico normal y corriente que acaba de perder a su padre. Nada más.

–Pero tiene que aprender a respetarte. Estoy seguro de que Trevor no habría permitido que te tratara mal.

–Trevor habría manejado el asunto de otra forma.

Jeff se puso tenso.

–Lo sé, pero yo no soy Trevor.

Lacey intentó mantener la calma.

–Mira, Gentry… puede que estemos condenados a vivir cerca durante una temporada, pero mi familia es asunto mío, no tuyo. Y seré yo, no tú, quien decida qué es mejor para mi hijo.

Jeff la miró fijamente durante unos segundos.

–Está bien –dijo al final–. Pero quiero hablar contigo de otra cosa.

Lacey observó al hombre con el que prácticamente había crecido; al hombre con el que había compartido sus secretos infantiles; al hombre con el que había sobrevivido a la adolescencia; al hombre que había sido el mejor amigo de su esposo; al hombre con el que había perdido la virginidad.

Pero no quería pensar en eso. Y desde luego, no se podía permitir el lujo de que Jeff Gentry adivinara lo que estaba pensando.

–¿De qué quieres que hablemos?

–Creo que he encontrado una solución para tus problemas con el rancho. ¿Has considerado la posibilidad de buscar un socio?

 

 

Al día siguiente, Jeff contempló la ducha que acababa de instalar en la parte trasera de la cabaña y asintió, satisfecho. El depósito tenía veinte litros, de modo que podría ducharse entero y de un tirón. Y en cuanto a la temperatura del agua, que procedía del arroyo cercano, el sol del verano se encargaría de templarla.

–No te ha quedado mal.

Al oír la voz, Jeff se dio la vuelta y descubrió a Brandon Randell, uno de sus primos. Agarraba las riendas de su caballo negro, Shadow, y llevaba el uniforme habitual de los texanos que trabajaban con ganado: vaqueros, botas y camisa de manga larga para protegerse del sol.

Se acercó a él y le dio un abrazo.

–Vaya, vaya, vaya… ¿qué haces lejos de la ciudad, inspector Randell? Porque no me dirás que has salido a montar.

–Pasé por casa de Hank y me dijo que estabas aquí –explicó Brandon, encogiéndose de hombros–. En coche habrían sido treinta kilómetros, de modo que decidí montar a Shadow y atajar por el campo.

–Pero no se puede atajar sin atravesar varias propiedades privadas…

–Eso no tiene importancia. Si se quejan, les digo que soy inspector de policía y que estoy en un asunto oficial –dijo Brandon, que puso los brazos en jarras–. Además, tenía que ver a mi primo. ¿Qué tal te va?

–Bien. He vivido en sitios peores –respondió–. Me gustan la paz y la tranquilidad de este sitio.

Brandon sonrió.

–No estarás insinuando que los del clan de los Randell somos unos pesados, ¿verdad? –bromeó.

–Digamos que os aguanto en dosis pequeñas.

La sonrisa de Brandon desapareció.

–Te comprendo bien, pero ya sabes que vendrán a buscarte más tarde o más temprano. Somos así porque te queremos, Jeff. Nos alegramos de que hayas vuelto a casa.

–Y yo me alegro de haber vuelto –dijo, más relajado.

Jeff siempre se había llevado bien con su primo mayor. Cuando Jeff, su madre y su hermana llegaron a la zona, fue precisamente la madre de Brandon, Abby, quien les encontró un sitio para vivir.

Brandon se acercó a la ducha y la miró con más detenimiento.

–Se nota que ya no soportabas tu propia peste, ¿eh?

Los dos hombres rieron.

–No, supongo que no.

El primo de Jeff era como todos los Randell: alto, de hombros anchos y ojos y cabello oscuros, con la hendidura en la barbilla de todos los hombres del clan. Cuando terminó sus estudios en la universidad, Brandon decidió ingresar en el departamento de policía. Ahora era inspector.

–Hank me ha dicho que compraste dos caballos en una subasta y que los tienes aquí –comentó.

Jeff empezó a andar hacia la casa. El sol le calentaba la espalda y la pierna le dolía un poco por el esfuerzo.

–Me pareció que tenerlos aquí sería menos complicado que tenerlos allí –se explicó–. Este año ha sido muy duro para Lacey. Por eso ha vendido sus mejores caballos.

–Sentí mucho lo de Trevor. Era muy joven –dijo, sacudiendo la cabeza–. Y morir así, dejando una esposa y dos hijos…

Al llegar al porche, se detuvieron.

–He oído que te has casado. Felicidades.

–Gracias. Cuando tengas tiempo, ven por casa y te presentaré a Nora y a Zach.

Jeff asintió.

–Haces bien al quedarte cerca de Lacey –continuó Brandon–. Necesita un buen amigo.

–No estoy seguro de que mi presencia le haga ningún bien –le confesó–. A veces creo que no tengo fuerzas ni para ayudarme a mí mismo.

–Yo diría que has empezado con buen pie, primo. Necesitas tiempo para acostumbrarte a tu nueva vida… pero ya has dado el primer paso. Venir a vivir aquí y estar solo, es una buena decisión.

Jeff frunció el ceño.

–¿Estar solo? Pero si recibo más visitas que cuando estaba en la propiedad de mis padres…

–Oh, ya conoces a esta familia. Es que lo habías olvidado porque has estado lejos demasiado tiempo.

–Supongo que prefiero la tranquilidad.

–Pero no confundas la tranquilidad con el aislamiento. Eso no es bueno.

Jeff estuvo a punto de discutírselo, pero se mordió la lengua y entró en la cabaña. Después, sacó dos refrescos de la neverita, que había instalado debajo de la pila, y volvió a salir al porche.

Brandon se había sentado en una de las sillas. Jeff se acomodó a su lado y le dio una de las botellas, que su primo abrió.

–Mira, Jeff, tienes todo el derecho del mundo a vivir donde prefieras. Yo te entiendo mejor que nadie, porque siempre he defendido mi independencia de la familia. Y eso que ni siquiera tenía un problema tan grave como haber perdido una pierna.

Jeff sintió una punzada de dolor. La pérdida de la pierna le incomodaba tanto que ni siquiera lo había hablado con sus padres; pero con Brandon se sentía más cómodo.

–Me temo que perdí más que eso. Perdí mi carrera, mi identidad… las Fuerzas Especiales eran mi vida, Brandon.

–En eso te equivocas; has perdido la pierna y tu trabajo, pero no tu identidad. Tú eres mucho más que un soldado. Y tienes una familia que te adora y que hará cualquier cosa por ayudarte.

Jeff echó un trago de su refresco. Se le había hecho un nudo en la garganta, por la emoción.

–Bueno, si descubres dónde puedo encajar, házmelo saber.

–Creo que ya lo has descubierto tú mismo. Eres dueño de dos buenos caballos y estás trabajando con una de las vaqueras más bellas y más profesionales de toda esta zona.

Jeff se puso tenso otra vez. No quería sentirse atraído por Lacey.

–No olvides que también es la viuda de mi mejor amigo.

–Ah… ¿eso es lo que te preocupa?

Jeff negó con la cabeza.

–No, no es eso. Me siento culpable por no haber estado aquí cuando Trevor y la propia Lacey me necesitaban.

–¿Por eso has comprado los dos caballos? ¿Para ayudarla?

Jeff asintió.

–Y ahora vais a ser socios… –continuó su primo–. ¿Te vas a dedicar al negocio de la cría de caballos?

Jeff se encogió de hombros.

–No estoy seguro. Ten en cuenta que sólo sé limpiar establos y alimentar a los animales. Tendría que aprenderlo todo.

–Pues aprende. Además, siempre fuiste un gran jinete… si no recuerdo mal, domaste a unos cuantos caballos durante el verano que estuvimos juntos.

–No he montado desde que volví, Brandon.

Su primo le miró la pierna y dijo:

–Si puedes conducir un coche, también puedes montar a caballo. ¿Por dónde te la amputaron?

–Por debajo de la rodilla –respondió Jeff.

Brandon asintió.

–Pero supongo que, estando en el ejército, te pondrían la prótesis más moderna del mercado…

Jeff se levantó la pernera del pantalón y le mostró la prótesis de titanio.

–Todavía no me he acostumbrado a ella –le confesó–. Han pasado varios meses y sigo sintiéndola como si no me la hubieran amputado… Por lo visto, es bastante común. Un eco del dolor, que se pasa con el tiempo.

–No puedo decir que sé cómo te sientes, porque no sería verdad; pero míralo desde el lado positivo. Estuviste a punto de morir en aquella misión. Si hubieras muerto, tu madre, tu padre y todos los demás nos habríamos quedado destrozados… Nunca he estado en una guerra, pero en mi trabajo nos enfrentamos a menudo a la muerte.

Brandon se detuvo un momento y añadió, con una sonrisa:

–Decidas lo que decidas, espero que te quedes por aquí. Me gustaría que recuperáramos nuestra antigua amistad. Ten en cuenta que eres el primer héroe de verdad que conozco…

 

 

Lacey estaba a punto de perder la paciencia. Cuando encontrara a Colin, lo castigaría con quedarse en casa todo el verano. Si es que sobrevivía, por supuesto.

Detuvo el jeep y se dirigió a la cabaña. No quería molestar a Jeff, pero no tenía más remedio. Su hijo había desaparecido y debía encontrarlo.

Mientras caminaba, se preguntó si Jeff estaba en lo cierto al afirmar que debía ser más firme con Colin. Todo aquello era nuevo para ella. Sabía que el niño lo pasaría mal tras el fallecimiento de Trevor, pero no imaginaba que sería tan difícil. Por mucho que le disgustara, necesitaba ayuda.

Lacey se acercó a la cabaña desde un lateral, de modo que alcanzó a ver a los dos hombres que estaban en el porche trasero. Reconoció a Brandon Randell de inmediato y dudó, pero pensó que, siendo inspector de policía, la podría ayudar tanto o más que Gentry.

Mientras se acercaba al porche, oyó que hablaban de la pierna de Jeff. Lacey siguió andando y se llevó la enorme sorpresa de que no era una pierna, sino una prótesis como de metal.

En ese momento, Jeff la vio y se bajó la pernera del pantalón.

Brandon se levantó, se acercó a Lacey y le estrechó la mano.

–Hola, Lacey. Me alegro de verte.

–Hola, Brandon –dijo ella, todavía asombrada por el descubrimiento–. Lamento haberos molestado. Será mejor que me vaya.

Jeff también se levantó.

–Lacey, espera…

Lacey ya se alejaba hacia el jeep, pero se detuvo. Se sentía profundamente culpable por haber sido tan dura con Jeff, por haberle recriminado su ausencia. Ahora, por fin, conocía el motivo.

Como no dijo nada, él insistió.

–¿Querías algo, Lacey?

–Yo…

–¿Lacey? ¿Qué ocurre?

Por fin, Lacey recobró el aplomo necesario para hablar.

–No encuentro a Colin por ninguna parte –respondió–. Tengo miedo de que se haya escapado.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

CUANDO Jeff abrazó a Lacey, no tenía más intención que animarla; pero al sentir su cuerpo suave y delicado, la deseó con toda su alma y cayó en la cuenta de lo mucho que la había echado de menos.

Sin embargo, ahora tenían que concentrarse en la desaparición de Colin.

Se apartó de ella y dijo:

–No te preocupes. Lo encontraremos.

–¿Cuándo lo viste por última vez? –preguntó Brandon.

–No estoy segura, la verdad… esta mañana, discutimos. Insistió en lo de trabajar con los caballos y yo me enfadé y lo envié a su habitación. Más tarde, a mediodía, le preparé un bocadillo y se lo subí para charlar con él y hacer las paces, pero se había ido –explicó, con lágrimas en los ojos.

–¿Y Emily? ¿No ha visto nada? –intervino Jeff.

Lacey sacudió la cabeza.

–No, lleva todo el día en casa de una amiga.

–¿Has mirado en el establo? Puede que se haya escondido.

Lacey se cruzó de brazos.

–Claro que he mirado… y su caballo tampoco está. Ni siquiera sé cómo se ha podido marchar sin que yo lo viera. He estado en la cocina toda la mañana. Supongo que se habría ido por detrás de la casa –explicó–. No puedo creer que tenga tantas ganas de alejarse de mí.

–Ha sido un año duro para él, Lacey –comentó Brandon–. Pero lo encontraremos, descuida. ¿Seguro que lo has buscado en todas partes?

Ella asintió.

–En todas. Al final, he decidido acercarme a la cabaña porque Trevor y él venían a menudo.

–Puede que esté enfadado porque ahora vivo aquí –dijo Jeff.

–No lo sé. Últimamente está enfadado con todo. Le disgustó mucho que vendiera a Rebel Run y Fancy Girl.

Jeff sacó el teléfono móvil.

–Llamaré a mi padre y le pediré que salgan a buscarlo.

Mientras Jeff hablaba con Wyatt, Brandon llamó a Hank por radio; cuando cortó la comunicación, les dijo:

–Creo que tenemos gente de sobra para buscar a Colin; pero si sigue sin aparecer dentro de unas horas, emitiré una orden oficial de búsqueda. Necesitaré una fotografía del niño, Lacey. Pero de momento, no te preocupes demasiado; sólo es por precaución.

Lacey se secó las lágrimas de los ojos y asintió.

–Llevo una fotografía suya en el bolso.