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Cole Parrish había llegado a aquel rancho para trabajar. Nada más. No para establecerse allí y mucho menos para dejarse tentar por la bella pelirroja que dirigía el rancho sin ayuda de nadie. Pero entonces apareció una pequeña en su puerta y Rachel pasó de tía a madre en sólo unas horas. Ahora necesitaba de toda la ayuda posible… pero Cole no podía quedarse. Nunca le había prometido nada. El problema era que a Rachel se le derretía el corazón cada vez que veía al duro ranchero con la pequeña en brazos y empezó a preguntarse: si tan convencido estaba de marcharse, ¿por qué seguía allí?
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Seitenzahl: 190
Veröffentlichungsjahr: 2019
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Patricia Wright
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pasado imperdonable, n.º 2215 - abril 2019
Título original: The Rancher’s Doorstep Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1307-874-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
HABÍA llegado la hora de ponerse en marcha. Cole Parrish extendió la paja fresca por el suelo del establo. A decir verdad, hacía ya tiempo que debía haberse ido. Nunca había permanecido tanto tiempo en ningún sitio como en esa ocasión. Cuatro meses llevaba ya en el rancho Bar H. El ataque al corazón del capataz, Cy Parks, había alargado su estancia inesperadamente, pues no podía dejar a la dueña sola con todo.
Comenzaba a notar el habitual gusanillo en las tripas empujándolo a marcharse. Estaba empezando a implicarse demasiado, así que cuanto antes se fuera, mejor. Lo último que necesitaba eran más recuerdos que llevar consigo. Recuerdos tenía ya él suficientes para una vida entera.
Por eso tenía que irse ya. Y tenía que decírselo a Rachel Hewitt. Ese mismo día.
Decidido a no aplazar la tarea por más tiempo, Cole salió del establo y se dirigió hacia la casa del rancho. En otra época había estado pintada de blanco, pero como al resto del lugar, no le iría mal una capa de pintura y algún que otro arreglo más.
Sólo le llevaría un par de semanas dejarlo todo como nuevo… No, no era problema suyo. Él se tenía que ir.
Antes de que él llegara a la casa, la joven Rachel Hewitt salió al porche. Llevaba su ropa de trabajo habitual, vaqueros descoloridos y camisa de hombre, y la larga melena recogida en una trenza que dejaba al descubierto su preciosa cara ovalada. Era alta y de complexión recia, pero había algo en ella que sugería una cierta fragilidad. Sus miradas se encontraron y, al ver sus ojos marrones, casi dorados, Cole sintió una opresión en el pecho que casi le impedía respirar. Definitivamente, tenía que marcharse. Y pronto.
–Rachel –dijo acercándose a ella–, si tienes un minuto, necesito hablar contigo.
–¿Sobre qué, Cole?
Rachel se agarró al poste del porche y sonrió con aspecto cansado. Entre llevar la casa y trabajar en el rancho no le quedaba demasiado tiempo para descansar, eso lo sabía Cole muy bien. Y no era sólo porque su padre hubiera muerto. Cole había oído que incluso cuando el viejo Gib Hewitt dirigía el rancho desde su silla de ruedas, quien llevaba el peso de todo era Rachel.
Cole se había quedado todo ese tiempo porque sabía que Gib había dejado la gestión de la herencia en manos de un abogado hasta que su hija cumpliera treinta años. Rachel no podía permitirse pagar a gente que la ayudara en el rancho, y él no quería dejarla sola en esas circunstancias. Por eso su marcha iba a resultarle tan dura a ella. Pero tenía que hacerlo. No iba a eternizarse allí…
Permaneció al pie de las escaleras.
–Quería avisarte de que me voy en una semana –le dijo sin rodeos.
Vio un destello de pánico en los ojos de Rachel que ella reprimió de inmediato.
–Dijiste que te quedarías una temporada. Sabes que Cy no puede hacerlo todo solo.
Cole reprimió una sonrisa.
–Pues mejor que no se entere de que piensas así.
Cy Parks llevaba casi treinta años en el rancho y era verdad que ya no podía encargarse de todo. Pero no era un rancho tan grande como otros de Texas, tres personas eran más que suficientes para llevarlo.
–Como por esta primavera ya está hecho todo lo del ganado, él sólo tendrá que llevarlo a pastar, así que ahora habrá más calma y tú tendrás tiempo para buscar a alguien.
Rachel no quería buscar a nadie más. Primero, porque no se lo podía permitir económicamente. Ni siquiera sabía cuánto tiempo más podría pagarle a él mismo, y Cole iría dando tumbos por la vida, pero era extraordinariamente trabajador, formal y responsable. Había sido él precisamente quien le había salvado la vida a Cy practicándole la reanimación cardiopulmonar cuando tuvo el ataque al corazón hasta que llegó la ambulancia.
–No queda nadie por aquí a quien contratar, se han ido todos a San Angelo a buscar trabajo.
–Para allá salgo yo también.
–Si es por el dinero…
–No, no, es que necesito un cambio de aires. Me quedaré hasta el fin de semana y, si quieres, voy buscando a alguien.
Cole Parrish era un hombre guapo, de pelo oscuro y ojos grises de mirada penetrante, que a veces reflejaban tal tristeza que a ella le daban ganas de llorar. Tendría sus razones para quererse marchar y ella no iba a tratar de impedírselo.
–Gracias, Cole, te lo agradezco.
Inclinándose el sombrero, se volvió y echó a andar de vuelta al granero. Rachel se quedó contemplándolo. La fina camisa de vaquero dejaba traslucir su fuerte complexión. Años de duro trabajo en los ranchos habían labrado una espalda de puro músculo y fina cintura. Y un cierto punto de presunción en su forma de andar. Rachel sintió una especie de ardor que le recorrió el cuerpo, algo que le pasaba con frecuencia desde que él había llegado al rancho.
Con toda seguridad, Gib Hewitt no daría su aprobación. Rachel suspiró y se marchó. Había querido mucho a su padre, pero había educado a sus hijas con mano de hierro en lo referente a los placeres del mundo. Aunque nunca lo hubiera dicho abiertamente, temía que pudieran acabar dedicándose a la mala vida como su madre.
Georgia Hewitt los había dejado cuando ella tenía diez años y su hermana, Sarah, sólo cinco, y el sentimiento de abandono las había acompañado desde entonces. Al terminar el instituto, Sarah no había dudado en irse y le había pedido a Rachel que se marchara con ella. Pero ella no podía abandonar a su padre, y Sarah se había marchado sola en busca de una vida mejor. Ahora los dos, Sarah y el padre, habían desaparecido.
Entró en la casa intentando evitar que se le escaparan las lágrimas. Pronto tendría que llevar el rancho totalmente sola. Sentía miedo.
Y a la vez, una mezcla de entusiasmo y agitación interior.
A la hora de la cena, Cole entró por la puerta de atrás, tal como llevaba haciendo los últimos meses. Todo le resultaba familiar, excesivamente familiar. Pero todo eso se acababa esa semana. Se acababa la sonrisa de Rachel, se acababan sus pequeños y delicados detalles en todo momento.
Además de cocinar y llevar la casa, Rachel se subía al caballo y llevaba el ganado como cualquier hombre sin pensárselo dos veces. Doce horas diarias, y sin pedirle nunca a nadie que hiciera algo que ella misma no podría hacer.
Cole colgó su sombrero en el perchero y entró en la lúgubre cocina. Como la fachada, las paredes necesitaban una buena mano de pintura. El linóleo estaba desgastado y las puertas de los armarios no se abrían. A pesar de ello, todo estaba intachablemente limpio.
Rachel estaba delante del fogón. Se volvió y le sonrió. Él sintió su mirada en todo el cuerpo y se dio cuenta de cuánto había estado deseando verla todo el día. Como le pasaría a cualquiera. ¿Qué hombre no estaría encantado de encontrar a una mujer así al volver a casa por las tardes? Lástima, pero no podía ser su caso.
–Hola, Rachel.
Inclinó la cabeza y se dirigió a la mesa preparada para tres.
Cuando se sentaron, Rachel le dijo:
–Cole, quiero agradecerte lo mucho que me has ayudado estos últimos meses. No tenía que haber intentado convencerte esta tarde para que te quedaras. Bastante te has quedado ya.
¿Por qué tenía que ser ella siempre tan encantadora?
–De nada. Si hay algo con lo que pueda ayudarte antes de irme, sólo tienes que decírmelo.
Sus ojos se encontraron y una llamarada de fuego se movió dentro de Cole. Deseo. Lo veía en los ojos de ella también. Su mirada se clavó en el busto de ella, que se movía al compás de su agitada respiración. El sentido común le decía que parara, pero el deseo le empujaba a seguir mirando. En ese momento, se oyó un ruido y Cy entró por la puerta de atrás.
El viejo vaquero se acercó a la mesa. Tenía el pelo canoso y fino, peinado hacia atrás, la cara bronceada y curtida por años de estar al sol y una amplia sonrisa, que trazaba minúsculas arrugas alrededor de sus ojos marrones. Por orden del médico, estaba a régimen, y había perdido peso en el último mes.
Se subió los pantalones vaqueros, que ahora le quedaban grandes, y dijo:
–Creí que llegaba tarde.
–Como que tú te ibas a perder una comida –murmuró Cole.
Rachel sirvió el pollo asado con puré de patata y guisantes.
–Mmm, esto huele a gloria –dijo Cy.
–Siempre dices lo mismo, tío Cy.
–No te voy a negar que echo de menos tu pollo frito con salsa.
–Ya se me ocurrirá algo sin demasiada grasa para que puedas volverlo a comer.
El capataz bendijo la mesa.
–Gracias, Señor, por estos alimentos y por lo bien que nos cuida Rachel. A comer.
–Gracias, Cy, pero aquí todos trabajamos duro.
–Para eso nos pagan. Pero tú nos haces un montón de extras que no tendrías que hacer, como lavar y coser mi ropa.
–Es que has perdido tanto peso… además, a mí me gusta coser –protestó ella.
–Ya lo sé –respondió Cy–. Haces los edredones más preciosos de toda la región. Los deberías vender en esas tiendas tan finas de San Angelo –miró a Cole–. Llevo años diciéndole que podría sacar un buen dinerito con ellos.
–Prefiero darlos a la iglesia.
–Y nada más darte tú la vuelta, son ellos los que los venden y se sacan el buen dinerito. Con lo bien que te vendría a ti.
Rachel miró de reojo a Cole, a quien no parecía interesarle mucho la conversación, pero Cy no tenía intención de callarse.
–Ya sabes la cantidad de años que trabajé para tu padre, que no era precisamente un tipo fácil.
Rachel sintió que se sonrojaba.
–Mi padre estaba enfermo y…
–Deja ya de justificarlo tanto. Os hizo pagar a tu hermana y a ti que se fuera tu madre.
–Cy… por favor –le rogó.
–Era tu madre, Rachel, y tu padre le amargó la vida hasta que tuvo que irse, como hizo luego con tu hermana. Y ahora tú tienes que sacar esto adelante… y no puedes mover un dedo sin el permiso del abogado ése de la ciudad. Menos mal que ya queda poco.
Rachel no quería discutir con Cy. ¿Para qué? Su padre, su madre y su hermana ya no estaban allí.
–No quiero hablar… –se levantó y se dirigió hacia la puerta–. Perdonad.
Cole tuvo que hacer un esfuerzo por no salir tras ella. ¿Qué podía hacer él? Conocía bien a los tipos como Hewitt. Él también había tenido un padre así, al que nunca le parecía nada bien. Un día simplemente dejó de intentar agradarle.
Cy miró a Cole.
–Deja de mirarme así.
–¿Cómo? –Cole se hizo el tonto.
–Como si acabara de asesinar a alguien. Esta chica necesita sacudirse de encima toda la culpa que su padre le metió en la cabeza. ¿Tú las has mirado? Le da miedo sentirse mujer porque su padre la hizo sentirse avergonzada de serlo. Llevo mucho tiempo manteniéndome al margen, pero hace ya dos años que murió ese tipejo y Rachel sigue sin atreverse a vivir. Y es una mujer preciosa. Alguien debería hacérselo saber.
Cole no quería oír más.
–Lo que necesita ahora es preocuparse por sacar esto adelante, todo lo demás ya se andará –terminó de comer y llevó el plato al fregadero.
–A ti lo que te pasa es que no quieres sentirte culpable por irte.
Las palabras de Cy le dolieron, pero tenía que irse.
–Me contrataron para la temporada, y me he quedado aquí varios meses más.
–Y yo te agradezco lo que hiciste por mí.
–De nada, pero ahora tengo trabajo en San Angelo.
Cy no pensaba discutir eso. Terminó de comer y llevó el plato al fregadero. Se quedó escudriñando a Cole. Era indudable que quería decirle algo. Cole le mantuvo la mirada.
–¿Qué pasa? ¿Me vas a intentar convencer de que me quede?
–No. Eso lo tienes que decidir tú solo –se mordió el labio inferior como intentando buscar las palabras justas–. Simplemente, me pregunto de qué estás tratando de huir.
Rachel había aprendido hacía tiempo que las lágrimas no servían para nada. Ni siquiera para impedir que los que ella amaba la dejaran. Ahora estaba sola. Sin marido ni familia que la ayudaran en esos momentos difíciles. Lo único que tenía era el rancho y unas ganas enormes de luchar por mantenerlo.
Se puso el camisón y la bata y fue al baño a lavarse la cara. Tenía que fregar lo de la cena. Bajó y cruzó el gran salón. El suelo de madera estaba reluciente, pero la alfombra y los muebles estaban ya un poco ajados. Ése era su hogar. Sólo tenía que sacarlo adelante, a pesar del negro futuro que el abogado pintaba sobre el estado de sus finanzas. Atravesó el comedor y entró en la cocina. Allí estaba Cole, arremangado y fregando los platos.
A Rachel se le subieron los colores. Habría preferido no ver a nadie esa noche, y menos a Cole. Pensó en darse media vuelta y salir de puntillas, pero era tarde, él ya la había visto.
Durante un momento se miraron sin decir nada. Se miraron a los ojos. A ella le faltaba el aire.
–Vamos, no te quedes ahí mirando, toma un paño.
Logró reponerse y dijo:
–No tendrías que estar fregando –se puso a su lado y, para su sorpresa, él no se movió.
–No pasa nada –contestó Cole mientras ponía los cubiertos en el escurridor–. He descubierto que va bien para limpiarse las uñas. Vete tú secando.
–Pero tú no estás aquí para esto.
Él se paró un momento a mirarla.
–¿Por qué no? ¿No te subes tú al caballo a llevar el ganado? Pues ya está. Además, yo ya tengo las manos mojadas.
Rachel tomó el paño a regañadientes. Cole había pedido fervorosamente a los astros que ella no bajara hasta que terminara de fregar. Lo último que necesitaba era verse así, en plan casero, con Rachel Hewitt en bata y camisón, y con su precioso pelo suelto. Notó cómo le subía el calor por todo el cuerpo de estar junto a ella. Ella le recordaba justo todo lo que él intentaba desesperadamente olvidar. Lo que había perdido hacía tiempo.
–Siento lo de antes –empezó a decir Rachel con voz entrecortada–. Cy sólo quiere lo mejor para mí…
Cole metió un plato en el fregadero. Por él, habría subido detrás de ella a consolarla, pero habría sido una locura.
Dieciocho meses atrás se había propuesto un par de cosas: no empezar una relación con nadie, y menos con mujeres como Rachel, y no quedarse en ningún sitio demasiado tiempo. Ya se había saltado lo segundo, no tenía intenciones de saltarse también lo primero.
–Es un asunto personal tuyo –cuanto menos supiera de ella, más fácil le resultaría irse–. Cy es casi como de tu familia, por eso se preocupa por ti, y por cómo vas a sacar el rancho adelante, que es todo un reto.
–Hasta ahora he podido con todo.
–¿No hay nadie de tu familia que pueda ayudarte?
–Mi padre no tenía familia.
Cole sabía lo que significaba perder a alguien que se quería… para siempre. Notó que un nudo le atenazaba la garganta, se le agolpaban demasiados recuerdos que quería olvidar.
–Pues habrá que encontrar a alguien que te pueda ayudar.
–Es que no me lo puedo permitir. Mi padre dejó bastante poco, así que no tengo para pagar un sueldo en condiciones. Pero bueno, como vendimos bien las terneras de este año, la hipoteca ya está pagada.
Cole sabía que un abogado, un tal Lloyd Montgomery, llevaba el control del rancho. Pero… qué demonios, no se podía llevar un rancho desde un despacho de abogados. Ni siquiera cuando se era el dueño del rancho de al lado.
«Tú no te metas en esto, que en un par de semanas estarás lejos de aquí», se dijo Cole a sí mismo.
–Hay otras formas de sacarle partido a un rancho –dijo en alto–. Se pueden sacar miles de dólares, por ejemplo, permitiendo cacerías. Lo deberías pensar.
–Mi padre nunca compartió nada del rancho conmigo, y ya sabes que no lo llevo yo… por ahora. Pero eso va a cambiar pronto. Así que últimamente he estado mirando los papeles. Lloyd Montgomery dice que debería venderlo.
–¿Y eso? –Cole frunció el ceño.
–Dice que yo no voy a poder con todo sola.
–¿Y todo lo que has hecho hasta ahora qué ha sido? ¿Un paseíto por el campo?
Ella sonrió. Cole se quedó mirándola. Era realmente preciosa y ella ni siquiera lo sabía.
–Necesito encontrar alguna forma de ganar más. El otro día estaba mirando los papeles de mi padre y me encontré una carta de una compañía de molinos. Están interesados en alquilar parte del rancho. ¿Te importaría echarle una ojeada cuando tengas tiempo?
–¿Por qué no? –miró el reloj–. ¿Qué tal ahora mismo?
Ya en el despacho, Rachel sacó la carta del archivador y se la entregó a Cole. Era de una compañía de molinos, la 21st Century Windmill Company, situada en San Angelo, Texas. Decía que habían realizado un estudio y que el terreno rocoso de una parte del rancho era ideal para sus molinos y querían contratar el uso del mismo.
–¿Se ha puesto tu abogado ya en contacto con ellos?
–No. Pero encontré esto en la papelera. Creo que a Monty no le pareció una buena idea. ¿Tú qué piensas?
Cole no quería influir en ella, pero no entendía por qué el viejo Monty había desechado algo que parecía una buena forma de ganar un dinero extra.
–No sería mala idea llamarles y ver lo que quieren. En pocas semanas, la gestión del rancho pasará a tus manos, ¿por qué no lo haces entonces?
–O sea que es una buena oferta, ¿no? –respondió ella.
–Es similar a los arrendamientos para prospecciones petrolíferas, le dan al propietario una suma de entrada. Sólo que aquí lo que quieren poner son molinos. Vienen, instalan los molinos y te dan un porcentaje de los beneficios –la miró sonriendo–. Rachel, te podrías sacar no sólo el dinero del alquiler, sino lo que te paguen por la electricidad que produzcan y vendan a las zonas de alrededor.
–Parece un plan estupendo, ¿no?
–Sin duda. Tienes que llamarlos y decirles que estás interesada. Diga lo que diga tu abogado, tú puedes organizar todo esto sola perfectamente. Mira, aquí está el nombre, Douglas Wills.
Se acercó a ella para entregarle la carta y la fragancia que Rachel despedía lo embriagó más que ningún perfume. Ella levantó la cabeza. En su cara sin maquillaje se podían ver pequeñas pecas alrededor de la nariz. Se le quedó mirando con sus ojos de color ámbar de largas pestañas oscuras. Él notó cómo el deseo le subía por todo el cuerpo. Intentó ignorarlo, pero la tenía demasiado cerca, y sus labios le resultaban demasiado apetitosos. Quería probarlos. Notó cómo a ella se le aceleraba la respiración.
–Cole…
Sin poderse contener, acercó su cara a la de ella para besarla. «Sólo probarlo», se dijo Cole a sí mismo. Sólo quería perderse en su calidez, en su ternura, sólo una vez.
El sonido de un coche los devolvió a la realidad de inmediato. Rachel se echó para atrás bruscamente. Debería haber supuesto un alivio para él, pero lo cierto era que se sentía frustrado.
Rachel se acercó a la ventana y él la siguió asombrado de lo poco que había faltado para cometer tan tremendo error. De ninguna manera se permitiría tontear con alguien como Rachel y después desaparecer. Sería demasiado cruel.
–¿Quién es?
–No sé –contestó ella.
Salieron del salón y, ya en el porche, Rachel reconoció al ayudante del sheriff, que bajaba en ese momento del coche acompañado de otro hombre.
Cole notó que Rachel se ponía tensa.
–Buenas tardes, señora. Soy el ayudante del sheriff. Mi nombre es Clarke –dijo desde el porche.
–Buenas tardes, señor Clarke. ¿En qué puedo ayudarle?
–Busco a Rachel Hewitt.
–Soy yo.
–¿Tiene usted una hermana llamada Sarah?
A Rachel se le escapó una especie de quejido. De forma automática, Cole se acercó a ella.
–Sí –respondió Rachel.
–¿Podríamos pasar dentro? Tenemos que hacerle unas preguntas.
Pasaron todos a la cocina.
–¿Han visto ustedes a mi hermana? ¿Está en Fort Stockton?
–Éste es Mike Bentley, de los servicios sociales de San Antonio, donde su hermana ha estado viviendo estos últimos meses.
Repentinamente, la puerta de atrás se abrió y entró Cy.
–Rachel, ¿qué hace el coche del sheriff…?
–Cy, estos señores han venido por Sarah. Vive en San Antonio.
Cy y Cole intercambiaron una mirada de preocupación. La policía no solía llevar buenas noticias.
Finalmente tomó la palabra el encargado de asuntos sociales.
–Intentamos localizar a la familia, pero fue en vano hasta que contactamos a una amiga que nos habló de usted, señora Hewitt.
–Es mejor que se siente, señora –dijo el ayudante del sheriff.
–¿Le ha pasado algo a mi hermana?
–Lamento tener que informarle de que su hermana murió hace tres semanas en un accidente de coche.
Rachel no pudo seguir escuchando. Todo le daba vueltas. «Sarah muerta».Se tambaleó y Cole la sujetó con firmeza.
–Por favor, tomen asiento. Les prepararé un café.
–Rachel, no necesitamos café. Ven, siéntate –dijo Cole tomándole las temblorosas manos–. ¿Quieres que llame a alguien?
–No… sólo quiero… ¿puedes quedarte conmigo?
–Por supuesto.
Cole le acercó una silla y tomó otra para él.
–Lamento haber tenido que informarle de tan triste noticia, señora Hewitt, pero es muy importante que la hayamos localizado porque…
Los dos hombres intercambiaron una larga mirada, y el ayudante del sheriff tomó la palabra:
–Porque, justo antes de morir, su hermana dio a luz un bebé, una niña.