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Jamás te olvidé Cuando su padre cayó enfermo, Ana Slater supo que no podía ocuparse del rancho Lazy S sola. No obstante, había un hombre que podía ayudarla: Vance Rivers, el vaquero al que nunca había podido olvidar, conocía el negocio a la perfección. Las palabras de Colt Slater, el padre de Ana, estaban grabadas a fuego en el recuerdo de Vance: tenía que trabajar duro y no podía acercarse a sus hijas. Pero Ana iba a volver al rancho y las reglas estaban a punto de cambiar. Su oportunidad para ser felices ya no parecía tan remota… Otra vez tú Al regresar al rancho Lazy S después de diez años de ausencia, Josie Slater volvió a encontrarse con el increíblemente atractivo Garrett Temple. A pesar de que no tenía tiempo para distracciones de antaño porque el rancho necesitaba desesperadamente su ayuda, una tormenta de nieve los dejó atrapados juntos y les obligó a darse cuenta de que los sentimientos que tenían el uno por el otro eran innegables.
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Seitenzahl: 361
Veröffentlichungsjahr: 2020
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 514 - noviembre 2020
© 2013 Patricia Wright
Jamás te olvidé
Título original: The Cowboy She Couldn’t Forget
© 2013 Patricia Wright
Otra vez tú
Título original: Proposal at the Lazy S Ranch
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-943-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Jamás te olvidé
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Otra vez tú
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
ANA se agarró a la crin del caballo, bajó la cabeza y dejó que el animal la guiara por el prado cubierto de rocío. El aire frío de Montana le quemaba las mejillas, pero no se detuvo. Temía romperse en mil pedazos si se detenía. Y Analeigh Maria Slater siempre estaba en calma; siempre tranquila. No tenía más remedio. Era la hija mayor y, desde el abandono de su madre, la responsabilidad de sus hermanas menores recaía sobre ella.
Cuando por fin llegó a su destino tiró de las riendas. La yegua no quería parar, pero al llegar a la vieja cabaña terminó cediendo. Ese era el sitio al que solía ir cuando era niña y necesitaba estar sola… cuando necesitaba pensar… cuando necesitaba llorar.
Bajó del caballo. Las piernas casi le fallaron al dar con el suelo. Llevaba mucho tiempo sin montar y ese día se había esforzado mucho. Después de atar a la yegua a un poste, subió el escalón que llevaba al porche. Empujó la puerta con el hombro y entró.
La cabaña era tal y como la recordaba, humilde y pequeña. Tenía una única habitación, con un fregadero y una bomba de agua, una estantería con latas de conservas… Había una hilera de camas sujetas a la pared opuesta, con colchones sucios. El edificio tendría que haber sido derribado, pero había sido su tatarabuelo quien lo había construido al establecerse en el lugar.
Fue hacia una ventana y contempló esas vistas que siempre había amado. El exuberante prado estaba verde, cubierto de hierba fresca y de flores silvestres. Miró hacia las Montañas Rocosas, y entonces se volvió hacia Pioneer Mountain y el bosque nacional. En medio había cientos de kilómetros de tierras que pertenecían a los Slater. Era el rancho Lazy S, el orgullo de Colton Slater.
En otra época, ese rancho había sido el hogar de Ana y de sus tres hermanas, pero ya hacía mucho tiempo de eso.
Ana se limpió una lágrima. Con el problema de su padre… Se enjugó otra lágrima. ¿Qué iba a pasar? ¿Y si Colt no sobrevivía?
De repente oyó el sonido de unas herraduras al golpear el suelo. Alguien se acercaba. Ana se puso tensa. Unas botas en el porche… Se dio la vuelta, pero no sintió alivio alguno al ver a Vance Rivers, el capataz del rancho.
Era un hombre alto, con espaldas anchas. Llevaba muchos años viéndole cavar para fijar verjas, sin camisa… Tenía unos brazos fuertes, musculosos. Ana bajó la vista y se fijó en su abdomen plano, la cintura estrecha. Llevaba un sombrero vaquero negro que le tapaba casi todo el pelo y también los ojos, marrón café… Siempre la atravesaba con la mirada. La hacía sentir nerviosa, inquieta.
–Pensé que estarías aquí.
–Aquí estoy, así que no tienes por qué quedarte –le dijo y se dio la vuelta.
Había sido él quien la había llamado a primera hora para decirle que su padre había sufrido un derrame. Y después le había visto en el hospital. Era él a quien su padre quería a su lado. ¿A quién si no?
–¿No deberías estar junto a la cama de Colt?
A Vance nunca le había gustado esa sensación que se le agarraba al estómago cuando veía a Ana Slater. Todo ese pelo del color del ébano, su piel bronceada, latina, los ojos azules, brillantes… Era imposible no saber que era una Slater.
Respiró profundamente. Nunca le había caído bien a Ana.
–Es a ti a quien tiene que ver cuando se despierte.
Vance vio cómo se ponía erguida. Sus hombros parecían más rígidos que nunca.
–Mira, Ana, tú eres la única de la familia que está aquí para tomar decisiones.
Recordó a las otras hermanas, Josie, Tori y Marissa. Todas andaban por ahí después de haber terminado la universidad. Pero Ana seguía allí. Se había ido del rancho, pero no se había ido muy lejos. Se había establecido en el pueblo y trabajaba como psicóloga en el instituto. Estaba lo bastante cerca como para poder visitar a su padre cada vez que quisiera. De vez en cuando, ensillaba a su caballo favorito y se iba a cabalgar.
Ana se volvió hacia él por fin. Esperaba ver rabia en esos ojos azules, pero no vio más que tristeza y miedo. Una vez más, su cuerpo reaccionó. Después de tantos años, seguía teniendo efecto en él. Recordó aquel día, veinte años antes, cuando Colt Slater le había acogido en su casa. Tenía trece años. Slater le había dado un lugar donde vivir, su primer hogar, y solo le había impuesto dos condiciones: trabajar duro y no acercarse a sus hijas.
Vance siempre las había cumplido, por muy difícil que pudiera ser a veces.
–¿De verdad crees que Colt Slater me va a escuchar? –preguntó Ana–. Además, ni siquiera sé si puede oírme.
–Es por eso que tienes que estar ahí. Habla con el médico y averigua qué tienes que hacer. Un derrame no significa que no vaya a recuperarse.
Vance no sabía muy bien de qué estaba hablando. Ana sacudió la cabeza.
–Tú deberías estar allí, Vance. Papá querrá verte.
Aunque Colt fuera lo más cercano a un padre que había tenido, no podía tomarse más libertades de las que se había tomado ya. Colt necesitaba a sus hijas, lo supiera o no.
–No. Necesita a su familia. Tienes que traer a tus hermanas, y rápido. Ya es hora.
Una hora más tarde, Vance y Ana volvieron a meter los caballos en el granero. Después la llevó a Dillon, al hospital. Su padre había sido ingresado esa misma mañana.
Ana estaba de pie en la sala de espera. Acababa de dejar un mensaje en el buzón de voz para su hermana pequeña, Marissa. Tori y Josie por lo menos habían contestado a su llamada. Las mellizas le dijeron que las mantuviera informada, pero no se ofrecieron a viajar desde California. Ambas habían puesto el trabajo como excusa.
Todo dependía de ella entonces. Y no podía echarles la culpa. ¿Cuántas veces habían sido ignoradas por su padre?
–¿Señorita Slater?
Ana se dio la vuelta y vio al neurólogo, el doctor Mason. Iba hacia ella.
–¿Hay alguna novedad?
–No. Está estable desde que le trajimos esta mañana, y los resultados de las pruebas son alentadores. No estoy diciendo que el derrame no le haya causado secuelas en el lado derecho del cuerpo y también dificultades con el habla, pero podría haber sido mucho peor. Tiene suerte de haber podido venir al hospital tan deprisa.
Ana sintió un gran alivio. Sentía gratitud hacia Vance. Todo había sido gracias a él.
–Gracias, doctor. Esa es una buena noticia.
–Todavía hay mucho que hacer. Necesitará mucha rehabilitación para recuperar la mayor movilidad posible. Querríamos que fuera a nuestra unidad de rehabilitación, para poder mejorar sus habilidades motoras y el habla.
–Buena suerte con eso –dijo Ana–. Nadie consigue que Colt Slater haga algo que no quiere hacer.
–Entonces será mejor que empiece a convencerle de que lo necesita.
Antes de que Ana pudiera decir algo más, las puertas del ascensor se abrieron. Dentro estaba Vance.
Aunque no le gustara mucho tenerle cerca, Ana sabía que era la única persona a la que su padre estaría dispuesto a escuchar. Una ola de tristeza la invadió de repente al recordar todos esos momentos cuando Vance se llevaba toda la atención de Colt Slater, toda la atención que debería haberles dedicado a sus hijas.
Vance fue hacia ellos con esa confianza que le caracterizaba.
«Con una pizca de arrogancia ya tenemos al auténtico Vance Rivers», pensó Ana.
–Ana. Doctor –la miró–. ¿Sabemos algo nuevo?
–No. En realidad es mucho mejor de lo que esperaba –dijo Ana, y entonces le explicó todo lo que le había dicho el médico–. Tienes que convencerle para que vaya a la rehabilitación.
Vance se limitó a mirarla.
–¿Qué te hace pensar que tengo alguna influencia sobre él?
–Bueno, a mí no me va a escuchar.
El médico levantó una mano.
–Cuando llegue el momento, sea quien sea quien hable con el señor Slater, debe decirle lo importante que es la rehabilitación para su recuperación –se despidió y se marchó.
Vance no sabía muy bien por qué se veía involucrado en todo aquello. Ya tenía suficiente con el rancho. Y necesitaba la ayuda de Colt para muchas cosas. Además, no sabía cómo tratar a sus hijas.
–Mira, Ana. No deberías cargar tú sola con todo esto. ¿Por qué no vienen tus hermanas?
Ella sacudió la cabeza.
–No vienen de momento.
–¿Qué quieres decir?
–Lo que acabo de decir. No pueden venir a casa, ahora mismo. Quieren que las mantenga informadas.
Vance sabía que Colt nunca había estado muy unido a sus hijas. Siempre había dejado que Kathleen se ocupara de todo lo relacionado con las chicas. El ama de llaves y antigua niñera llevaba más de veinticinco años con la familia.
–Entonces vamos a ver a Colt –dijo Vance–. Por primera vez, espero que esté tan cascarrabias como siempre.
Colton Slater parpadeó y abrió los ojos. Miró a su alrededor. Trataba de acostumbrarse a la claridad de aquella habitación extraña. Reparó en el pasamanos de la cama, oyó el pitido del monitor… ¿Un hospital? ¿Qué había pasado? Cerró los ojos y buscó su último recuerdo.
Estaba amaneciendo. Había salido al granero para darles de comer a los animales. Le dolía el brazo desde que se había levantado de la cama. De repente había empezado a sentir mareos y había tenido que sentarse en una bala de heno. Vance estaba a su lado de repente, preguntándole si se encontraba bien.
No. No se encontraba bien en esa cama, con una aguja en el brazo, enchufado a varios monitores. Pero lo peor de todo era que no podía moverse. ¿Qué le pasaba? Trató de hablar, pero solo pudo emitir un gruñido.
–¿Señor Slater? ¿Señor Slater?
Oyó la voz de una mujer.
–Está en un hospital. Soy su enfermera, Elena García. ¿Le duele algo?
Una vez más, no pudo hacer más que gruñir.
–Le daré algo que le alivie.
Colt parpadeó. Se fijó en aquella belleza de pelo negro y entonces contuvo el aliento. Esa cara con forma de corazón, esos ojos almendrados… Abrió la boca.
–Luisa… –susurró y entonces ya no vio nada más.
Veinte minutos más tarde, Ana entró en la habitación de su padre. Al ver el monitor y la vía que tenía en el brazo, casi se dejó llevar por el pánico.
Se acercó. Colt Slater siempre había sido indestructible para ella. La antigua estrella del rodeo medía más de un metro ochenta y aún conservaba sus músculos. Todos esos años de trabajo en el rancho le habían mantenido en buena forma. Su pelo castaño tenía algunas betas blancas, pero aún seguía siendo un hombre atractivo, incluso con esas finas líneas alrededor de los ojos. Y ella le quería.
A lo mejor él también quería a sus hijas, a su manera. Ana sintió una lágrima en la mejilla y se la limpió.
–Oh, papá –tomó su mano grande. Estaba caliente.
Quería otra oportunidad para acercarse a él. ¿Tendría tiempo suficiente?
Una enfermera entró en ese momento y sonrió.
–Hola. Me alegra ver que el señor Slater tiene visita.
–¿Cómo ha estado?
–Se despertó no hace mucho.
Ana sintió un atisbo de esperanza.
–¿En serio? ¿No dijo nada? Quiero decir… ¿Fue capaz de hablar?
Una vez más, la enfermera sonrió.
–Dijo el nombre «Luisa». ¿Eres tú?
Ana contuvo el aliento al oír el nombre de su madre.
–No. No soy yo.
Soltó la mano de su padre y salió corriendo de la habitación. Todavía quería a su madre… Ana no fue capaz de contener las lágrimas al llegar a la sala de espera. Se echó a llorar. Por suerte, la sala estaba vacía.
De repente sintió una mano en el hombro y oyó esa voz tan familiar. Se secó los ojos y se dio la vuelta lentamente. Era Vance. Su mirada oscura la atravesaba. Vio compasión en sus ojos.
Sin saber muy bien lo que hacía, se echó a sus brazos. Le agarró de la camisa y escondió el rostro contra su pecho.
Vance luchó consigo mismo para no reaccionar de ninguna manera, pero era como dejar de respirar. Rechazar algo que había querido durante mucho tiempo y que sabía que no podía tener… La dulce Analeigh, en sus brazos…
Casi no le llegaba a la barbilla. Todas sus curvas se apretaban contra él, atormentándole. Movió las manos sobre su espalda, palpó su cuerpo delicado. Parecía frágil, pero no lo era. La había visto cuidar de sus hermanas durante años. Era ella quien terminaba las peleas, quien ayudaba con los deberes del colegio, quien las defendía ante Colt.
Nunca la había visto romperse como en ese momento.
–Oye, ¿qué pasa? ¿Colt está peor?
Vance se sacó un pañuelo del bolsillo de atrás. Se lo dio, pero ella mantuvo la cabeza baja.
–Vamos, dime. ¿Es Colt?
Ella sacudió la cabeza.
–¿Por qué estás así, Ana?
Ella le miró por fin. Tenía los ojos llenos de lágrimas y la cara hinchada, pero estaba preciosa.
–Dijo su nombre.
Vance frunció el ceño.
–¿Qué nombre?
–El nombre de mi madre. Luisa.
A Vance no le sorprendía.
–Ha sufrido un derrame. A lo mejor está confundido y no sabe ni dónde está.
Ella asintió. Dio un paso atrás, como si acabara de darse cuenta de lo cerca que estaban.
–Seguro que tienes razón. Lo siento. Es que lleva años sin hablar de mi madre. Pensaba que ya lo había superado.
Señaló la camisa de Vance. Estaba húmeda por sus lágrimas.
–Te la lavaré.
Cuando la llevó de vuelta al rancho ya era muy tarde. Había sido un día largo. La dejó frente a la puerta y entonces se fue al granero para ver cómo estaban los animales.
Ana se quedó frente a la casa un segundo y contempló la fachada. Llevaba meses sin entrar, pero Kathleen había insistido en que pasara la noche allí.
Subió los peldaños del porche. Colt había construido la casa para su mujer, Luisa Delgado. La historia de amor de sus padres había sido un torbellino romántico, y su madre había desaparecido poco después.
De eso hacía veinticuatro años.
Ana tenía cinco años entonces. Recordó a aquella mujer encantadora que abrazaba y besaba a sus pequeñas una y otra vez, la mujer que les contaba cuentos por las noches, la que estaba a su lado cuando estaban enfermas. Quería recordarla de esa manera. Quería borrar a la mujer que las había abandonado de repente. Su abandono les había destrozado, y su padre jamás lo había superado. Había dejado de ser su padre desde entonces.
Cruzó el umbral. Todo seguía igual, la enorme mesa de la entrada, adornada con flores frescas recién cortadas del jardín de Kathleen. Ana miró hacia la escalera de caracol, con el pasamanos de madera. Se adentró más en la casa. Pasó al salón. Había dos sofás de cuero frente a la chimenea. Definitivamente, era una habitación de hombre. El despacho de su padre era la siguiente estancia, y luego estaba el comedor, con las sillas altas y una mesa para veinte comensales. Siguió hacia su estancia favorita, la cocina.
Sonrió y miró a su alrededor. Los muebles blancos de siempre seguían allí. Habían sido pintados muchas veces a lo largo de los años para que mantuvieran intacto su brillo. Las encimeras eran blancas, y los aparatos eléctricos también. La cocina estaba impecable.
Kathleen entró en ese momento, procedente de la lavandería. El ama de llaves tenía cincuenta y cinco años y unos ojos castaños cálidos y amables. Su pelo había sido castaño oscuro en otra época, pero se le había puesto blanco con los años. Nunca se había casado, así que Ana y sus hermanas eran como los hijos que nunca había tenido.
–Oh, Ana, me alegro de que estés aquí. Espero que te quedes lo bastante como para que me dé tiempo a darte bien de comer y que engordes un poco. Niña, estás muy delgada.
–Peso lo mismo de siempre. Ni más ni menos.
Ana no sabía si quedarse en la casa era una buena idea. Tenía tantos recuerdos que quería olvidar. Pero así estaría más cerca del hospital, y como no había colegio en verano, no tenía que trabajar.
–Bueno, todavía tienes que engordar unos cuatro kilos y medio.
Antes de que Ana pudiera decir algo, alguien llamó a la puerta de atrás. Kathleen fue a abrir.
–Oh, hola, señor Dickson.
Ana vio entrar al anciano. Wade Dickson, tan elegante como siempre, llevaba su traje habitual. No solo era el abogado de su padre, sino también su mejor amigo. Habían ido juntos al colegio. El tío Wade les había dado más afecto a las chicas Slater que su propio padre.
Al verla, el anciano sonrió.
–Hola, Ana.
Estaba agotado. El día había sido muy largo.
–Hola, tío Wade.
Él se acercó y le dio un abrazo.
–Siento lo de tu padre. Estaba fuera de la ciudad cuando me dieron la noticia. Pero no te preocupes. El viejo Colt está hecho de una pasta resistente.
–Te agradezco que me digas eso.
El anciano soltó el aliento lentamente y la condujo al comedor. Se sentaron frente a la mesa.
–Odio hacer esto, Ana, pero tenemos que hablar de lo que vamos a hacer mientras tu padre se recupera.
–Vance es el capataz. ¿No puede ocuparse él del rancho?
Wade guardó silencio un momento. Era evidente que no le estaba dando toda la información.
–Eso es un arreglo temporal. He estado en el hospital y ahora mismo tu padre no está en condiciones de tomar ninguna decisión. Vosotras vais a tener que decidir qué hacer.
–Papá estará bien –dijo Ana–. El médico dijo… Bueno, va a necesitar algo de rehabilitación.
–Lo sé, y espero que sea así, pero, como abogado suyo que soy, tengo que cumplir con su deseo, para proteger su patrimonio y a su familia. Y ahora mismo Colton Slater no está en condiciones de estar al frente del negocio.
Ana sintió una taquicardia repentina.
–¿Qué tengo que hacer? ¿Tengo que firmar alguna nómina o algo así?
–Bueno, ante todo, Colt tiene un testamento, para que todo esto no recayera sobre ti. Tienes a un albacea que te va a ayudar.
–¿Quién?
Ana oyó que alguien hablaba con Kathleen. Un segundo después, Vance entró en la habitación.
–¿Ya se lo has dicho?
El abogado se volvió hacia ella. No tenía que decir nada. Ana ya sabía que su padre había escogido a Vance, antes de elegir a alguna de sus hijas.
–Entonces por fin tienes lo que quieres –dijo–. Ahora solo tienes que cambiarte el nombre por el de Slater.
VANCE trató de mantenerse impasible. Llevaba muchos años practicando y ya había perfeccionado la técnica para no mostrar sus sentimientos ante Ana.
–Voy a dejarlo pasar, porque sé que estás enfadada. Colt me nombró a mí porque he sido capataz del rancho durante los últimos cinco años. Esto no tiene nada que ver con que yo me haga cargo de todo.
Wade Dickson les interrumpió.
–Tiene razón, Ana. Las cosas no serían distintas si tu padre me hubiera nombrado a mí. Y créeme cuando te digo que me alegro de que no lo haya hecho. Ocuparse del Lazy S es algo de mucha envergadura, y no creo que quieras hacerlo sola. ¿No es así?
Ana no se dio por vencida.
–Nunca he tenido oportunidad –dijo, mirando a uno y a otro con furia–. Papá no tuvo ningún problema en poner a trabajar a sus hijas. Pero se aseguró de no dejarnos hacer otra cosa que no fuera limpiar establos y cepillar a los caballos. Y, si hacíamos bien nuestro trabajo, nos dejaba ayudar con el rodeo y el marcado del ganado. Sin embargo, en cuanto le parecía que nos convertíamos en un incordio, nos mandaba de vuelta a casa.
Vance apartó la mirada. Llevaba muchos años viendo cómo Colt ignoraba a sus hijas. Nunca había sido muy cariñoso con ellas, pero tenía que estarle agradecido por la oportunidad que le había dado. A veces le hacía trabajar más de doce horas al día, pero también había sido generoso.
–Colt no quería que os hicierais daño –dijo Dickson–. La vida en un rancho no es fácil.
Ana sacudió la cabeza.
–Ambos sabemos la verdad. Colton Slater solo quería hijos varones. Y desde luego no quería que sus hijas se inmiscuyeran en el trabajo de su adorado rancho –le lanzó una negra mirada a Vance–. ¿Y qué pasa contigo? ¿No quieres trabajar con una mujer?
Él frunció el ceño.
–¿Qué quieres decir con eso de «trabajar» exactamente?
Ella rodeó la mesa.
–Llevo esperando más de veinte años para sentirme parte de este sitio. Tengo la oportunidad y el tiempo necesario, porque no tengo que volver al colegio hasta el otoño, y tengo intención de emplear bien el tiempo. O me ayudas o te quitas de mi camino.
–¿De qué estás hablando?
–No vas a tener siempre la última palabra aquí. Mi padre me ha dado el cincuenta por ciento del control de este lugar.
¿Por qué se comportaba como si estuvieran en mitad de una guerra?
–Hasta ahora, la única persona que tenía el control era Colt –dijo Vance, tratando de mantener un tono neutral–. Él es el jefe. Tengo intención de cumplir con todos sus deseos, porque la situación va a ser temporal. Pero si quieres trabajar catorce horas al día y oler a sudor y a estiércol, adelante –echó a andar hacia la puerta, pero entonces se detuvo–. Y no esperes que os haga de canguro ni a ti ni a tus hermanas, porque el Lazy S depende de este rodeo –dio media vuelta y se marchó.
Ana se dio cuenta de que su reacción había sido demasiado brusca. Pero Vance Rivers siempre había sido esa espina que tenía clavada. Su padre siempre le había favorecido frente a sus propias hijas. De eso no había duda. Pero las cosas estaban a punto de cambiar.
Se puso un poco más erguida.
–Parece que voy a trabajar este verano.
Wade Dickson sacudió la cabeza.
–Creo que deberías llevarte mejor con ese vaquero, si no quieres que las cosas sean más difíciles.
Eso era lo último que Ana quería. No había olvidado a aquel Vance adolescente, con su actitud desafiante y provocadora. Era guapo y lo sabía. Aquel día, cuando la había acorralado contra la pared en el granero y la había besado, no volvería a repetirse. Pero tampoco iba a salir corriendo como un conejo asustado.
Ana parpadeó. Volvió al presente.
–El problema de mi padre no ha hecho sino empeorar las cosas. Pero no voy a ignorar mis responsabilidades para con él y con el rancho.
Wade sacudió la cabeza.
–Espero que Colt valore tu lealtad, pero no seas testaruda. No creas que puedes arreglártelas tú solita. Será mejor que empieces a llevarte bien con Vance. Solo así funcionaran las cosas –suspiró–. Además, deberías pasarte por mi despacho mañana. Tengo algunos detalles que repasar contigo.
–¿Qué detalles?
–Pueden esperar hasta mañana, pero no mucho más. Trae a Vance contigo.
A Ana no le gustó la exigencia.
–¿Y qué pasa con tus hermanas? ¿Cuándo vienen?
–Ahora mismo no. De momento cuenta conmigo nada más.
Ana trató de hablar con convicción, pero en realidad no sabía ni por dónde empezar.
Una hora más tarde, ya en el granero, Vance se puso a cepillar los flancos de su caballo castaño, Rusty. Estaba enfadado, sobre todo consigo mismo. Se había dejado provocar por ella, una vez más. ¿Cuántas veces se había dicho a sí mismo que debía olvidarse de ella? Ella no quería saber nada de él, y no era de extrañar. Llevaba años viendo cómo su padre le favorecía, cómo le dedicaba la atención que debería haber sido para sus hijas.
Muchas veces había querido decírselo a Colt, pero le estaba muy agradecido como para reprocharle algo. Colton Slater le había acogido en su casa cuando no tenía adónde ir.
Vance ya tenía que cargar con el estigma de un padre irresponsable. A Calvin Rivers no le duraban los trabajos y se bebía la nómina entera cuando encontraba a alguien que estuviera dispuesto a contratarle. Su madre se había cansado y un día había hecho la maleta para no volver jamás.
Empezó a cepillar al caballo con más fuerza. Rusty se movía hacia los lados.
–Lo siento, chico –Vance acarició al animal y guardó el cepillo–. No quería tomarla contigo.
Salió del establo y se dirigió hacia el pasillo central del granero. Se detuvo un momento y habló con dos mozos del establo, Jake y Hank. Les dio instrucciones para el día siguiente.
Se despidió rápidamente y salió al exterior. Estaban en mayo y la noche era fresca. Ese siempre había sido su momento favorito del día. El trabajo había terminado. El sol se había puesto y los animales estaban preparados para pasar la noche.
Sabía que sus días en el Lazy S estaban contados. Ya era hora de marcharse. Tenía un terreno propio y había planeado marcharse en el otoño, después de la cosecha de la alfalfa. Pero el problema de Colt lo había complicado todo. Tomó el camino, rumbo a casa. A unos noventa metros estaba la casa del capataz. Cuatro años antes, Colt le había dado una casa de tres dormitorios al hacerle capataz del rancho, después de que Chet Anders se retirara. Vance tenía veintiséis años por aquel entonces y acababa de terminar la carrera.
Aminoró el paso al llegar a la casa. Había alguien en el porche. Se detuvo. Era Ana. Estaba sentada en el columpio. Era curioso. Durante años había soñado con encontrársela allí, esperándole.
–¿Quieres seguir arrancándome la piel a tiras? –le preguntó y encendió la luz del salón.
Ella le siguió, pero se detuvo en el umbral.
–No. Quiero hablar contigo, si tienes unos minutos.
Vance se volvió y vio su rostro de preocupación. Había visto su lado más vulnerable ese día en el hospital, pero Ana Slater también tenía una lengua afilada. Sin embargo, su cerebro estaba empeñado en fijarse en otras cosas; su cuerpo esbelto, sus caderas redondas, sus piernas largas escondidas bajo unos vaqueros desgastados. Tenía suficientes curvas como para volverle loco. Le hacía desear aquello que no podía tener. Tenía que olvidarse de ella si quería trabajar a su lado.
¿Por qué no era capaz de desear a otra mujer que no fuera ella? ¿Por qué no había sido capaz de seguir adelante? Tenía que olvidar a aquella chica que le había rechazado años antes. Seguía despreciándole.
–Atacas cualquier cosa que digo o hago. Incluso yo tengo mis límites.
Ana sabía que se había excedido un poco. No era Vance el causante de su problema con su padre.
–Te pido disculpas. Dejé que unos viejos sentimientos interfirieran con lo que hay que hacer a partir de ahora. Hay que llevar este rancho. Eso es lo que hay que hacer.
Él se echó a un lado y Ana pudo respirar por fin. Pasó por delante de un sofá y se detuvo junto a la ventana que daba al corral y al granero. Era mejor que mirar a Vance. Siempre la hacía sentir así cuando le tenía cerca. Era extraño, porque llevaba años sin acercársele, aunque tampoco le había dado oportunidad.
–¿Entonces quieres hacer una tregua?
Ella miró por encima del hombro y asintió.
–Wade dijo que tenemos que trabajar juntos –dijo, apresurándose–. Por el bien del rancho y para que mi padre se pueda concentrar en su recuperación.
–No podemos esperar milagros.
Ana no pudo evitar sonreír.
–Me conformo con que haga lo que hay que hacer para volver aquí cuanto antes –soltó el aliento–. Sé que crees que mi padre me da igual, pero no es así.
–Nunca he dicho eso. Sé que has venido a verle muchas veces –levantó una mano al ver que ella trataba de negarlo–. Y, no, Kathleen no te ha delatado. He visto tu coche en la casa, y también cuando vienes a montar a caballo. ¿Por qué no te quedaste nunca a hablar con Colt?
Ana sintió lágrimas en los ojos.
–Eso es un poco difícil. Mi padre no me recibe precisamente con los brazos abiertos.
–De acuerdo. Siempre ha sido un poco hosco, pero eso quizás cambie a partir de ahora.
Ana recordó aquellos tiempos felices cuando vivía con su madre, su padre y sus hermanas en el rancho. Todo aquello había cambiado de la noche a la mañana, con la desaparición de Luisa Slater. Se había llevado consigo todo el amor del Lazy S. Las gemelas, Tori y Josie, solo tenían tres años por aquel entonces, y Marissa todavía gateaba.
Si no hubieran encontrado la nota, hubieran pensado que la habían secuestrado. Pero no había duda. Luisa Slater no quería saber nada más de su marido ni de sus hijas. Ese mismo día, su padre se convirtió en otra persona y se aisló de su propia familia.
–Tenía cuatro hijas que necesitaban su cariño. Es como si nos hubiera echado la culpa de la desaparición de nuestra madre –dijo, fulminando a Vance con la mirada–. ¿Fue culpa nuestra?
Él sacudió la cabeza.
–No puedo contestar a esa pregunta, Ana. No conocí a tu madre. Solo conozco a la mía. Y April Rivers no tuvo ningún problema a la hora de hacer la maleta y marcharse.
Ana contuvo el aliento. No recordaba lo mucho que se parecían sus vidas.
–Lo siento, Vance. Lo había olvidado.
–Eso es lo que quiero que haga la gente, que olvide mi pasado –la miró a los ojos–. Es la única forma de seguir adelante.
Vance no quería remover el pasado.
–Mira, llevar el Lazy S no es cosa fácil. Pronto tendremos el rodeo. Si tus hermanas y tú queréis ayudar, no voy a impedirlo.
–Como he dicho, dudo mucho que mis hermanas vengan, pero yo sí quiero estar. De hecho, he decidido venirme a la casa, por lo menos durante el verano, o hasta que mi padre se recupere.
–Muy bien. El día empieza a las cinco y media.
Ana pareció sorprenderse.
–Quiero ir a ver a mi padre a las diez. Y Wade Dickson quiere que nos reunamos con él mañana por la tarde en su despacho.
–¿Por qué?
–No lo sé. Dice que tiene que repasar unos detalles con nosotros.
Vance asintió.
–Entonces será mejor que duermas un poco. Mañana va a ser un día muy ajetreado.
Ana asintió también.
–Te veo mañana por la mañana –se dirigió hacia la puerta.
Vance cerró los puños. Quería llamarla para que volviera, pero… ¿para qué iba a hacerlo? ¿Para decirle que siempre había sentido algo por ella? No. Para ella no era más que ese pobre chico al que su padre le había dado un lugar donde dormir.
A la mañana siguiente, Colt sintió el calor del sol sobre el rostro. ¿Se había quedado dormido? Parpadeó y abrió los ojos. Trató de enfocar. Ese no era el mayor de sus problemas. No podía moverse. Gruñó y trató de levantar un brazo. Alguien dijo su nombre en ese momento.
Se volvió hacia una hermosa cara. Contuvo el aliento, parpadeó de nuevo y entonces se dio cuenta de que era Analeigh. Se parecía tanto a su… madre. No. No quería pensar en Luisa en ese momento.
Trató de moverse, pero no tenía fuerza suficiente. ¿Qué le estaba pasando? Trató de hablar, pero no emitió más que un sonido indefinido.
–Todo está bien, papá. Estamos aquí contigo. Tienes que quedarte quieto.
Él volvió a gruñir.
–Por favor, papá, estás en el hospital. Has sufrido un derrame, pero vas a estar bien.
Colt no podía dejar de mirarla. Había alguien a su lado. Vance.
–Hola, Colt. Me alegra ver que ya estás despierto. Los médicos lo tienen todo controlado. Estarás en casa antes de que te des cuenta. Confía en mí. Todo está en orden en el rancho. Yo me encargo de todo. Simplemente descansa y recupérate.
Justo antes de mediodía, Ana subió a la camioneta de Vance y se dirigieron hacia el pueblo, rumbo al despacho del abogado. Todavía no era capaz de sacarse la imagen de su padre en esa cama de hospital. Tenía el pecho encogido por la emoción. Aquello tenía que ser muy duro para un hombre como Colt. Siempre había sido una persona vital, trabajadora. Pero todo eso había cambiado en un abrir y cerrar de ojos.
Ana se volvió hacia Vance. Se estaba tomando el café que había comprado en el hospital.
–Toma un poco de café. Parece que lo necesitas.
–Gracias –Ana agarró su vaso de papel y bebió un sorbo–. Está bueno.
–Es del puesto de enfermeras. Lo hacen ellas mismas.
Ana se imaginó a Vance Rivers en el puesto de enfermeras, flirteando con ellas para conseguir una taza de café.
–Gracias.
–Hablemos. Solo han pasado cuarenta y ocho horas desde lo de Colt y todavía está muy medicado. Tienes que confiar en que va a ponerse mejor.
Ana miró por la ventanilla. Contempló las tierras del Lazy S, las montañas en el horizonte…
–Parecía tan indefenso.
–Dale tiempo, Ana. Tienes que tener paciencia. No le agobies.
–¿Agobiarle? No tengo pensado agobiarle. ¿Cómo puedes decir algo así?
Vance levantó una mano del volante.
–Solo quería decir que es muy fácil saber qué pasa por tu cabeza. Se te ven las emociones en la cara.
–No puedo evitarlo.
–Tienes que intentarlo, porque Colt nos necesita para recuperarse.
Aminoró la marcha. Estaban cerca del pueblo de Royerton. Fueron por la calle principal y pasaron por delante de una pequeña tienda de ultramarinos, un supermercado y la oficina de correos.
–Eso es exactamente lo que tengo pensado hacer.
–Muy bien. A lo mejor deberíamos ceñirnos al tema del rancho, pero no mencionamos que vas a trabajar con los otros mozos.
–Como si a él le importara…
Vance aparcó frente a un edificio de oficinas de ladrillo.
–¿Pero qué me dices? Colt solo me puso dos reglas. Uno, trabajar duro, y dos, no acercarme a sus hijas.
Ana le miró con ojos de sorpresa. Vance sacó las llaves del contacto y bajó del vehículo. No iba a decirle lo difícil que le había resultado mantener esa promesa.
–No lo sabía –dijo ella cuando le abrió la puerta del acompañante.
–Hay muchas cosas de Colt que no sabes.
Ana tomó la mano que Vance le ofrecía y salió a la acera.
–Eso no es culpa mía.
–No he dicho que lo fuera –Vance abrió la puerta del despacho del abogado y la dejó entrar primero–. Solo quería que lo supieras.
–¿Y qué pasa contigo? ¿Esa regla también era para ti?
Vance asintió. Se preguntó si recordaría lo que había pasado aquel día en el granero.
–Como sigues por aquí, supongo que nunca le dijiste que te lanzaste a por una de sus hijas en el granero –le dio la espalda y entró en el área de recepción.
–Vaya. No estaba solo aquel día. Hacen falta dos para lo que pasó. Si no recuerdo mal, había una jovencita por allí que iba detrás de un muchacho. No fue una buena idea. Ya sabes… Adolescentes efervescentes llenos de hormonas…
–Yo no era un hervidero de hormonas –dijo ella.
–Tú no, pero yo sí.
Wade Dickson salió de su oficina en ese momento y les recibió.
–Hola, Ana, Vance –sonrió–. Por favor, entrad y sentaos –Dickson rodeó el escritorio y se sentó frente a ellos. Abrió una carpeta, examinó unos documentos y entonces miró a Ana–. ¿Seguro que tus hermanas no vienen?
–Ahora mismo no. ¿Por qué?
–Como sabes, el Lazy S es una finca muy grande. Tu padre es dueño de casi todo. Pero hay una buena extensión de terreno que le ha sido alquilada al estado. Y hay pagos atrasados. Conseguí una prórroga del estado, pero así solo hemos ganado unos meses para reunir el dinero. Y, si no lo pagáis, otra persona podría pedir las tierras.
Ana miró a Vance.
–Entonces hay que pagar ese dinero.
–No hay suficientes fondos.
ANA abrió los ojos.
–¿Qué quieres decir? ¿No hay suficiente dinero?
–El Lazy S ha pasado años muy difíciles. Me enteré hace poco porque me lo notificó el estado.
Ana se volvió hacia Vance.
–¿Por qué no dijiste nada?
Vance estaba tan sorprendido como ella.
–Primero, no sabía nada al respecto. Sabía que los precios de la carne de vacuno habían bajado, y que habíamos perdido varias cabezas de ganado en esa tormenta del invierno pasado, pero…
–¿Qué quieres decir con eso? ¿Cómo es que no sabías nada? Eres el capataz.
–Yo hago el trabajo físico, pero Colt lleva las cuentas. Yo uso ese dinero para pagar las nóminas, para los suministros y la comida de los animales. Colt lleva las finanzas del rancho.
Vance recordó las tierras que Colt le había dado unos años antes. Había plantado alfalfa en ellas. En seis semanas podría empezar con la cosecha. Tenían tiempo suficiente, pero… ¿serían los beneficios lo bastante grandes como para cubrir esa deuda?
–Ana, llevo años intentando convencer a tu padre para que diversifique el negocio. Perdió buena parte de sus ahorros cuando el mercado cayó hace unos años. En el pasado, ese dinero siempre fue un colchón que lo ayudaba a pasar las épocas difíciles.
–¿Y qué hacemos ahora?
–Como ha dicho el señor Dickson, tenemos casi seis meses –la miró a los ojos–. No puedes hacer esto sola. Creo que tienes que reunir a tus hermanas.
Treinta minutos más tarde, Vance y Ana salieron del despacho del abogado.
–Parece que te vas a caer en cualquier momento.
–Sí. Gracias. Eso es lo que toda mujer quiere oír.
–Come algo.
–Tienes razón, pero debería irme a casa y ver qué puedo hacer para resolver este lío.
Ignorando sus palabras, él la hizo cruzar la calle y la condujo hacia un pequeño restaurante familiar, el Big Sky Grill.
–Primero tienes que comer –le abrió la puerta, pero ella no se movió–. Puedo seguir así todo el día.
Ella le fulminó con la mirada, pero finalmente tiró la toalla.
–Muy bien. Una comida rápida.
Fueron recibidos por los dueños, Burt y Cindy Logan. Burt les acompañó hasta una mesa situada junto a la ventana que daba a Main Street. Varios asiduos del lugar pararon a Ana por el camino para preguntarle por su padre. Cuando logró escabullirse por fin, tomó asiento frente a Vance. Él tomó la carta y comenzó a leer.
Cindy apareció con dos vasos de agua.
–¿Cómo está tu padre?
–Mucho mejor. Ahora está estable, pero tienen que hacerle más pruebas.
La mujer les tomó nota y se marchó.
Ana sacudió la cabeza.
–No me puedo creer lo mucho que se preocupa la gente. Es curioso, ¿no? Parece que se llevaba bien con todo el mundo excepto con sus hijas.
Vance se encogió de hombros.
–¿Y por qué te sorprende? La familia Slater fue una de las fundadoras de Royerton. Todo el mundo respeta a Colt por aquí. No ha sido un padre perfecto –Vance se echó hacia atrás en la silla–. ¿Pero por qué te quedaste? ¿Por qué no te fuiste, como tus hermanas?
Ana le miró con unos ojos que eran iguales a los de Colt.
–Me quedé por mis hermanas, y entonces conseguí el trabajo en el instituto –se encogió de hombros–. Ya no sé si importa siquiera.
Vance se inclinó hacia delante.
–Mira, Ana, no sé por qué Colt hacía muchas cosas de las que hacía. No hay duda de que es un hombre infeliz. He oído historias sobre cómo era de joven, antes de que se fuera tu madre… ¿La recuerdas?
–Era muy pequeña, pero, sí. La recuerdo. Recuerdo lo hermosa que era. Su voz, su tacto… –se volvió hacia él.
Vance vio las lágrimas en sus ojos.
–Quería odiarla, pero pasé años rezando para que volviera y fuera nuestra madre de nuevo.
–Eso es comprensible –dijo él, tocándole la mano.
Ella bajó la mirada y retiró la mano lentamente.
–¿Lo es? ¿Desearías que volviera tu madre?
–Sí. Todos los niños quieren eso, sobre todo cuando tu padre no está ahí para darte de comer y tienes hambre.
Vance soltó el aliento.
–Y no puedes ir al colegio porque no tienes zapatos. Los chicos se burlan de ti por cosas como esa. Pero a veces tienes tanta hambre que te da igual, porque sabes que te darán de comer gratis a la hora de la comida.
Vance vio esa extraña mirada en sus ojos y se dio cuenta de que le había revelado demasiadas cosas.
Esa vez fue ella quien le agarró la mano.
–Oh, Vance. No tenía… no tenía ni idea.
Él se apartó.
–Nadie tenía ni idea. Cuando tenía catorce años, me harté y traté de escapar. Era grande para mi edad y esperaba encontrar un trabajo en algún sitio. Me escondí en la parte de atrás de una camioneta en un aparcamiento para poder escapar del pueblo. No sabía que era de Colt hasta que me vi en el Lazy S. Decidí dormir en el granero antes de seguir con mi viaje por la mañana. Él me encontró. Claro.
Ana no quería sentir empatía por ese chico indigente.