De vuelta a tu corazón - Patricia Thayer - E-Book

De vuelta a tu corazón E-Book

Patricia Thayer

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Beschreibung

La ranchera Lacey Guthrie se vio obligada a subastar sus caballos para asegurar el futuro de su pequeña familia, pero cuando vio al hombre que pujó por ellos se llevó la mayor sorpresa de su vida: era Jeff Gentry, que había vuelto del Ejército del mismo modo en que se marchó, en silencio, inquietantemente, despertando en ella un montón de emociones tormentosas.Jeff pensaba que no encontraría la redención. ¿Sería capaz Lacey de demostrarle que era un héroe de verdad?

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Seitenzahl: 179

Veröffentlichungsjahr: 2010

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Patricia Wright. Todos los derechos reservados. DE VUELTA A TU CORAZÓN, N.º 2357 - octubre 2010 Título original: The Lionhearted Cowboy Returns Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9204-9 Editor responsable: Luis Pugni E-pub x Publidisa.

CAPÍTULO
1

LE HABÍA costado muchísimo, pero lo había conseguido. Por fin estaba en su hogar.

Jeff Gentry salió al porche de la casa del capataz, en el rancho Rocking R. El sol acababa de salir, pero pudo sentir el calor del verano de Texas a pesar de la hora. Respiró hondo y disfrutó del olor a caballos y ganado.

Aquél era el lugar donde había crecido, el lugar donde había formado parte de una familia, el primer lugar donde se había sentido a salvo; pero no estaba seguro de que pudiera volver a significar lo mismo para él.

Durante los diez años anteriores, el Ejército de Estados Unidos había sido el único hogar de Jeff. A lo largo de esos diez largos años de servicio militar, había viajado por medio mundo y había visto tanta muerte y destrucción que ahora tenía pesadillas que necesitaba olvidar.

Una de esas pesadillas, aunque ésta fuera real, le había cambiado la vida para siempre. Aún le dolía cuando se tocaba el muslo; pero como le dijo el médico que le curó, había sido mucho más afortunado que otros.

Lamentablemente, Jeff no se sentía afortunado. Su última misión con el ejército había supuesto el fin de su futuro y de la vida que conocía. Ahora tendría que averiguar si era capaz de quedarse en San Angelo y volver a ser un miembro más de la familia de los Randell.

–Buenos días, hijo.

Jeff se giró y vio que su padre se acercaba al porche. Le dedicó una sonrisa y dijo: –Hola, papá. A sus cincuenta y cinco años de edad, Wyatt Gentry Randell seguía siendo formidable. Caminaba recto como una vara y tenía la fuerza física de un hombre que había dedicado muchos años a cuidar ganado para rodeos. Además, era de risa fácil y muy cariñoso con su esposa y con sus hijos.

Unos años antes se había casado con Maura Wells y se había convertido en padrastro de sus dos hijos, Jeff y Kelly. El día en que Wyatt los adoptó fue el más feliz de la vida de Jeff; la aparición de Wyatt había borrado los recuerdos dolorosos de su madre y de todos ellos. Y poco después, la nueva pareja les dio otros dos hermanos, Andrew y Rachel.

Definitivamente, Jeff tenía motivos de sobra para querer a Wyatt. Pero le extrañó verlo en el porche; a fin de cuentas, había pedido a su familia que le dieran un poco de tiempo y espacio y ellos se lo habían concedido.

–¿Qué te trae por aquí? –preguntó–. ¿Necesitas que te ayude en algo?

Wyatt le pasó una taza llena de café humeante.

–No, sólo quería pasar un rato con mi hijo. Me alegra que estés en casa.

Jeff disfrutaba de estar con sus padres, de modo que su réplica no fue exactamente una mentira.

–Y yo me alegro de estar de vuelta.

Se apoyó en la barandilla del porche, probó el café y echó un vistazo al rancho. Las construcciones estaban en buen estado y las habían pintado recientemente de blanco. Durante más de dos décadas, los hermanos Wyatt y Dylan, que eran gemelos, se habían dedicado en cuerpo y alma al rancho Rocking R.; pero además de criar y vender caballos, Dylan también tenía una escuela de rodeo, que al igual que el propio rancho, formaba parte de la Randell Corporation.

Todos los miembros de la familia eran accionistas de la empresa, fundada doce años antes por Wyatt, Dylan y sus cuatro hermanos, Chance, Cade, Travis y Jarred, a los que se sumaron dos primos, Luke y Brady. Entre las propiedades que acumulaban, había un complejo hotelero, un auténtico rancho de ganado y una constructora que hacía establos en una comunidad famosa entre los turistas porque se encontraba junto al valle de los mustangs, los caballos de Norteamérica que vagaban en libertad.

Aunque Jeff y su hermana eran adoptados, los Randell los trataban como si fueran de su sangre. Él no tenía la menor duda de que la familia le encontraría un trabajo en la empresa, pero no quería su piedad.

–Sé que los meses pasados han sido muy duros para ti, hijo –declaró su padre de repente–. Tómate el tiempo que necesites. Vuelve a acostumbrarte a estar en casa.

Jeff seguía enojado con todo y con todos, pero en el rancho recibía tanto apoyo que olvidaba su rabia. Sin embargo, todavía no estaba preparado para hablar de lo que le había ocurrido; ya había hablado bastante después de su rescate, durante los meses de rehabilitación, y no había servido de nada.

–No te preocupes, estoy bien –dijo, forzando una sonrisa–. Pero aprovecharé tu comentario como excusa para librarme del trabajo; sinceramente, lo de limpiar establos nunca me ha gustado mucho.

Su padre sonrió.

–Sospecho que tenemos gente de sobra para realizar esa tarea. ¿Te apetece salir a cabalgar con Hank y conmigo?

Jeff se puso tenso. Tampoco estaba preparado para vérselas con el clan de los Randell.

–¿Adónde?

Wyatt rió.

–A la subasta de un rancho –respondió, observando a su hijo con detenimiento–. El rancho de Guthrie.

Jeff no pudo ocultar su sorpresa ante la mención del mejor amigo de su infancia, que había fallecido recientemente.

–¿Trevor tiene problemas económicos?

En realidad, lo preguntó por preguntar. Sabía perfectamente que Lacey Haynes Guthrie, la viuda de Trevor, no tenía ni la experiencia ni los conocimientos necesarios para sacar adelante el rancho sin ayuda.

Al pensar en Lacey, se estremeció. Cuando estaban en el instituto, Lacey era la típica chica de la que todos los chicos se enamoraban, pero ella sólo tenía ojos para Trevor y nunca se fijó en él. Nunca, excepto un día muy concreto.

–Me temo que sí –contestó su padre.

–¿Por qué no me habíais dicho nada?

Wyatt suspiró.

–En primer lugar, porque tu recuperación era lo más importante para nosotros; y en segundo, porque no hemos sabido lo de la subasta hasta esta misma mañana. La crisis económica está dejando huella y hay muchos ranchos con problemas; además, la enfermedad de Trevor resultó muy costosa... No sé, tal vez deberías mantener una conversación con Lacey.

Durante años, Jeff había hecho lo posible por no pensar en ella; por otra parte, había pasado tanto tiempo desde su época de estudiantes, cuando los tres eran grandes amigos, que la idea de su padre le incomodó.

–No sabría qué decir. Ni siquiera podría explicarle por qué he estado fuera tanto tiempo.

–Dile la verdad, hijo. Dile que estuviste en la guerra, que te hirieron en la pierna, que tuvieron que operarte varias veces y que pasaste muchos meses en el hospital. Ha sido muy duro para ti, Jeff. No hay nada de lo que debas avergonzarte.

Jeff cerró los ojos e intentó olvidar la pesadilla del año anterior.

–Lacey no necesita que vaya a contarle mis problemas; ya tiene bastante con los suyos –argumentó–. Además, aún no estoy preparado para hablar de eso.

Wyatt asintió.

–Bueno, respeto tu decisión; sólo era una idea... pero de todas formas, deberías acompañarnos.

En ese momento apareció una camioneta que aparcó junto a la casa principal.

–Mira, tu abuelo ya ha llegado –continuó Wyatt–. Conociendo a tu madre, habrá preparado comida para un regimiento, y si no vienes a desayunar, me dará la tuya a mí y tendré que hacerme otro agujero en el cinturón

–Está bien, te ahorraré la tortura de tener que comerte dos pedazos de tarta de arándanos en lugar de uno... –ironizó.

Jeff sonrió y se sintió mejor cuando se dirigieron a la casa, aunque Wyatt tuvo que andar más despacio para no dejarlo atrás. Sabía que el desayuno con Hank y sus padres iba a ser la parte fácil; la difícil llegaría después, cuando volviera a ver a Lacey y no supiera qué hacer para animarla ni cómo explicar el motivo de su ausencia en el entierro de Trevor.

Ni él mismo se lo había perdonado.

A media mañana, Lacey Guthrie dejó los dos mejores caballos de su difunto marido en manos de los trabajadores de la empresa de subastas. Rebel Run y Fancy Girl, el semental de color negro y la yegua de calor castaño respectivamente, iban a ser el principio del negocio de cría de Trevor; si los vendía, Lacey no podría sacar adelante el negocio; pero para sobrevivir, tenía que venderlos.

–A continuación pasamos a los números ciento siete y ciento ocho del programa de hoy –declaró el subastador–. Todos los que viven en la zona conocen la procedencia de estos dos magníficos animales, de modo que les ahorraré los detalles. Empezaremos con las pujas por Rebel Run...

Conteniendo las lágrimas, Lacey entró en la cocina, cerró la puerta trasera y se apoyó en el cristal. No se sentía con fuerzas para asistir a la venta de los dos caballos; representaban su último sueño con Trevor, un sueño por el que habían luchado durante una década y que ya no se haría realidad. Ni siquiera sabía lo que pasaría con Colin y con Emily.

–Oh, Trevor... –dijo entre sollozos–, por qué tuviste que morir.

–¡Mamá!

Al oír la voz de su hijo, que se acercaba, Lacey se secó las lágrimas, sonrió y se giró hacia el pequeño de ocho años.

–¿Qué ocurre, Colin?

–No puedes vender a Rebel y a Fancy –dijo con los puños apretados–. Son los caballos de papá.

–Ya lo hemos hablado, hijo. No tengo elección.

Lacey se inclinó para apartarle de la frente un mechón de cabello rubio, pero el niño se apartó.

–Claro que la tienes –insistió–. Sal fuera y detén la subasta. A papá no le habría gustado que los vendieras.

Ella intentó razonar con el pequeño, aunque sabía que no serviría de nada.

–Papá ya no está con nosotros, cariño, y yo tengo que hacer lo que sea necesario para que salgamos adelante.

Colin la miró con un destello de furia en sus ojos, de un color tan azul y tan intenso como el de su difunto padre.

–No querías a papá. Si lo hubieras querido, no harías esto.

El niño abrió la puerta trasera y se marchó, cerrándola de golpe.

Lacey lo siguió y salió al porche justo a tiempo de escuchar las palabras del subastador:

–Vendido al caballero de la última fila.

Lacey buscó al desconocido con la mirada y lo reconoció al instante. Era un hombre alto, atlético y de hombros anchos al que no había visto en muchos años; un hombre de ojos oscuros y mandíbula cuadrada, profundamente atractivo, al que habría reconocido en cualquier parte y en cualquier situación.

Él se levantó de la silla en ese momento y se giró hacia la casa. Sus miradas se encontraron y ella sintió una mezcla de deseo, nostalgia y enfado; pero antes de que Lacey pudiera acercarse o incluso saludarlo, el hombre siguió su camino y se alejó. Al parecer, el sargento Jeff Gentry había regresado a casa.

Jeff no se lo podía creer. No sabía lo que iba a hacer con su vida y acababa de comprar dos caballos; pero no podía permitir que Lacey lo perdiera todo, de modo que había ofrecido la puja más alta.

Sabía que el rancho de Trevor era muy importante para ella, y también sabía que su amigo había trabajado muy duro para ganarse una reputación.

–¿Se puede saber qué vas a hacer con dos caballos de crianza? –le preguntó su padre, que se había acercado a él.

Jeff se encogió de hombros.

–Ahora que lo dices, tienes razón. Ni siquiera sé dónde meterlos. Wyatt sonrió. –Eso no es un problema; puedes llevarlos a nuestro rancho o al del tío Chance. Él tiene instalaciones más adecuadas para ese tipo de animales.

Hank Barrett caminó hacia ellos, sonriendo. A sus ochenta y cinco años de edad, el abuelo de Jeff seguía sano y en activo, desempeñando su papel como cabeza de la familia Randell.

–Has adquirido un buen par de caballos, Jeff –dijo al llegar–. Por cierto, me sorprende que Chance no se haya presentado en la subasta; siempre le gustaron los caballos de Trevor.

Jeff volvió a mirar hacia la casa y se quedó sin aliento al ver a Lacey Guthrie, que seguía en el porche.

Esbelta y alta, de casi un metro ochenta de altura, tenía ojos verdes como la hierba y cabello de color rubio miel. Había ganado peso desde los tiempos en que estudiaban juntos en el instituto, pero el cambio era para bien y resultaba extraordinariamente sensual. El único cambio negativo era el de su expresión, seria y preocupada, muy distinta a la de la jovencita que sonreía todo el tiempo.

–¿No vas a hablar con Lacey? –preguntó su padre.

Jeff sacudió la cabeza.

–No, ahora está ocupada –dijo, apartando la vista de ella–. Será mejor que vaya a pagar los caballos y a organizar su traslado.

Antes de que su padre o su abuelo pudieran insistir, Jeff se alejó cojeando. Los caballos de Trevor le iban a salir muy caros, pero estaba en deuda con su difunto amigo.

Jeff se subió al todoterreno de Wyatt, tomó un camino de tierra y se detuvo poco después junto a la cabaña que había sido el hogar de los padres de Trevor. Salió del vehículo y avanzó hacia el edificio mientras contemplaba el bosque y el arroyo que cruzaba la propiedad de los Guthrie.

Era un lugar lleno de buenos recuerdos. De niños, Trevor y él se montaban en sus caballos, iban al arroyo y se dedicaban a jugar a vaqueros o a echar carreras por el campo para determinar quién era el más rápido de los dos.

Jeff ganaba siempre porque era el más atlético, pero Trevor le ganaba en encanto y, por supuesto, también en el interés de las mujeres. No hubo nada de extraño en que fuera él quien conquistara el corazón de Lacey.

Al llegar al porche, observó que la cabaña estaba en condiciones perfectas y que incluso habían cambiado las bisagras de la puerta. Giró el pomo y entró en el lugar, débilmente iluminado.

–Veo que por fin lo hiciste, Trev –dijo en voz baja–. Cumpliste tu palabra y arreglaste la cabaña.

De repente, se sintió tan deprimido por la muerte de Trevor que se emocionó y tuvo que respirar hondo varias veces para tranquilizarse. Cuando lo consiguió, echó un vistazo a su alrededor.

Había una mesa y varias sillas contra una de las paredes, además de una litera en el extremo contrario de la habitación y una estufa de leña. Al acercarse a la zona de la cocina, vio que la pila seguía funcionando con la misma bomba de agua de su juventud.

Tocó la encimera y pasó los dedos sobre los nombres que había grabados en la madera: Trevor Guthrie y Jeff Gentry. Dos nombres a los que más tarde se había sumado un tercero, el de Lacey Haynes, y una declaración: Trevor ama a Lacey.

Con el paso del tiempo, Jeff se fue distanciando de su amigo. No fue intencionado; con la aparición de Lacey, él se transformó en el tercero en discordia y siempre se sentía fuera de lugar. Pero hubo un motivo aún más importante; aunque Jeff empezó a salir con una chica, sus sentimientos por Lacey no habían cambiado. Y ella estaba enamorada de Trevor.

Jeff intentó asumir la nueva situación. Al cabo de un tiempo, comprendió que no podría; se alistó en el ejército y les anunció que se marchaba unos meses después. Aquél fue el último verano que pasaron juntos, y fue un verano especialmente difícil para los tres.

Cada vez que pensaba en lo sucedido, se estremecía. Un buen día, hizo algo imperdonable: se acostó con Lacey y traicionó la confianza de Trevor. Se sintió tan culpable que se marchó inmediatamente e intentó olvidarlo. Pocas semanas después, alguien le dijo que Trevor y ella se iban a casar.

Desde entonces habían pasado muchos años y muchas cosas, incluida la muerte del propio Trevor.

Aún le estaba dando vueltas al asunto cuando una voz lo sobresaltó.

–¿Qué estás haciendo aquí?

Jeff se giró tan deprisa que estuvo a punto de perder el equilibrio. Después, se apoyó en la encimera y miró al niño que había aparecido en la entrada de la cabaña. Era el hijo de Trevor y parecía enfadado.

–Hola, soy Jeff Gentry... solía venir aquí de niño.

–Esta cabaña es de mi padre. Márchate de aquí.

Jeff asintió.

–Lo sé. Yo conocí a tu padre... tú debes de ser Colin.

El chico hizo caso omiso.

–Mi padre ha muerto.

–Lo sé y lo siento muchísimo. He estado lejos durante muchos años.

Colin entrecerró los ojos.

–Papá me dijo que estabas en el ejército, en las Fuerzas Especiales. Me dijo que eres un héroe.

Jeff sintió una punzada de dolor.

–No, no soy un héroe. Sólo hice mi trabajo.

Los ojos azules del niño, muy penetrantes, lo escudriñaron.

–Si eras tan amigo de mi padre como dices, ¿cómo es posible que nunca vinieras a verlo? –preguntó.

–Yo estaba fuera del país, en el extranjero. Me habría gustado venir, pero trabajaba para el Gobierno y no podía.

Colin se mantuvo en silencio.

–Sin embargo, nos escribíamos de vez en cuando –continuó Jeff, intentando justificarse un poco–. No supe que estaba gravemente enfermo hasta que murió. Pero ahora estoy aquí, así que si puedo ayudarte en algo...

–No necesito tu ayuda. Ya es demasiado tarde.

Los ojos del niño se llenaron de lágrimas, pero se contuvo y salió corriendo de la cabaña. –Espera, Colin... Jeff salió en su busca y se detuvo al ver que un jeep destartalado aparcaba junto al todoterreno de Wyatt. Era Lacey Guthrie.

Salió del vehículo y dedicó una mirada de recriminación a su hijo, como si no estuviera muy contenta con él. Colin se alejó hacia el caballo que pastaba en la hierba y lo montó como un profesional, a pesar de que sólo tenía ocho años; después, agarró las riendas y se marchó.

Lacey cerró los ojos un momento e intentó sacar fuerzas de flaqueza para enfrentarse al hombre que esperaba en la puerta de la cabaña.

Durante sus últimos días de vida, Trevor no deseaba otra cosa que volver a ver a su mejor amigo; pero Jeff no apareció. Lacey jamás se lo había perdonado. Había sido tan doloroso para ella que, al verlo ahora, surgido de la nada como una reminiscencia del pasado, estuvo a punto de romper a llorar.

Tomó aire y dijo:

–Vaya, Gentry, así que has vuelto a casa.

Jeff bajó del porche y caminó hacia ella con dificultades, cojeando.

–He vuelto en cuanto he podido.

Ella asintió.

–Tus padres me explicaron que estabas fuera del país.

Jeff ladeó la cabeza y la miró a los ojos con cariño. Lacey pensó que seguía siendo tan atractivo como siempre.

–Habría dado cualquier cosa, lo que fuera, por poder estar aquí –declaró él–. Quiero que lo sepas, Lacey.

–Lo sé, pero eso no significa que tu truco de esta mañana me haya hecho gracia –afirmó.

–¿Mi truco?

–Sí, tu truco. Al menos, podrías haberme avisado antes; ni siquiera sabía que estuvieras de vuelta.

–Tienes razón –admitió–. Debería haberte avisado.

–Mira, Jeff... no necesito que me ayudes. No necesito que aparezcas de repente y me rescates.

–¿Quién ha dicho que quiero rescatarte?

Ella se cruzó de brazos.

–Eres un soldado, Jeff; sargento primero, si no recuerdo mal... ¿para qué quiere un soldado dos caballos de crianza?

–Ya no estoy en el ejército. Ahora soy civil –se explicó.

Lacey lo miró con desconfianza.

–No te creo.

Él apartó la mirada, pero no antes de que ella notara un fondo de tristeza en su expresión.

–Pues créelo. He dedicado mucho tiempo y energía al ejército. Necesito un cambio en mi vida.

Lacey notó su tensión y pensó que la guerra lo había cambiado.

–A Trevor le habría gustado que vinieras a verlo –dijo.

Jeff dudó un momento antes de hablar.

–A mí también me habría gustado, Lace.

Lacey se molestó un poco al oír que la llamaba Lace, como hacían sus seres más queridos; pero no dijo nada.

–Sí, ya sé que...

–Trevor sabía que yo tenía un trabajo que hacer –la interrumpió.

Ella dio media vuelta y se alejó hacia el jeep, sintiendo un dolor tan intenso como si hubiera perdido a Trevor otra vez.

Ya no tenía sólo un problema, sino dos. Además del fallecimiento de su esposo, ahora también tendría que enfrentarse al regreso de Jeff.