Desenterrando la vida - Soledad Carranza - E-Book

Desenterrando la vida E-Book

Soledad Carranza

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Beschreibung

Una psicóloga se ve obligada a despojarse de su rol profesional para narrar desde lo más profundo de su ser el duelo por la pérdida de su hija y su cuñado. Con una prosa íntima y desgarradora, nos invita a transitar lo inexplicable, a cruzar los portales del dolor sin buscar respuestas lógicas, pero con el corazón abierto. En un viaje entre la realidad y lo místico, esta obra entrelaza recuerdos, encuentros oníricos, y señales invisibles que enseñan que el amor no muere, solo se transforma. Un testimonio conmovedor que deja huellas.

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Seitenzahl: 229

Veröffentlichungsjahr: 2025

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SOLEDAD CARRANZA

DESENTERRANDO LA VIDA

Carranza, Soledad Desenterrando la vida / Soledad Carranza. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6370-5

1. Narrativa. I. Título. CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de Contenido

Portal de entrada

Contar lo que somos

Prólogo

El Salón de Mármol

¿Quién dijo que llorar es solo llorar?

El dolor no sabe de distancias

El dolor no tiene fronteras

La casa vacía y los ecos del dolor

La casa de la Gran Hermana

La noticia en un suspiro

El silencio del renacer

Entre dos pérdidas

Lo que no esperas

Señales de un viaje no planificado

Señales de un viaje no planificado (continúa)

Diálogo imposible

Entre lo mundano y lo místico

El juego de la vida y la línea invisible

El tiempo se estira, el dolor se acomoda

Del famoso “Por qué”, al famoso “Para qué”

Del famoso “Por qué” al famoso “Para qué” (Continúa)

El diálogo imposible insiste

El cielo que no era cielo

El cielo que no era cielo (contado por él)

El último día

El último día (contado por ella)

El que se fue sin avisar (pero siempre supo)

La mesa de los que ya se fueron

El agujero negro

Entre lo real y lo imposible

Lo que no se ve, pero se siente

El susurro del otro lado

Los que nunca se fueron

Lo que el alma nunca olvida

La herida que abrió la puerta

La gran ironía

La gran revelación

Entre la razón y lo invisible

Los vivos que habitan en los muertos

La foto que lo dijo todo

La frecuencia de los que partieron

La verdadera sanación

El miedo a olvidar

La niña que sabía demasiado

Cuando el alma lo sabe antes que la mente

El accidente que no fue accidente

La culpa que me partió en dos

El sueño que lo cambió todo

El plan del alma

El don que me negué a aceptar

La mujer que camina entre mundos

El diálogo imposible

La llamada desde el cielo

El ingreso a la “gala”

El duelo te adormece

El que se fue sin avisar (pero siempre supo)

El salto al vacío

El sentido de vivir todo esto

Sanación a través de la vida y la muerte

Sanación continua y la conexión con lo invisible

La aceptación del misterio y la conexiónmás allá del tiempo

Más allá del tiempo y el espacio

El umbral que no vemos

Lo que siempre estuvo ahí

Lo que no puede morir

Lo que no puede morir (Parte II)

Lo que no puede morir (Parte III)

Lo que no puede morir (Parte IV)

Lo que no puede morir (Parte V)

El silbido

Enero, seis

La perfección oculta

¿El destino a favor o en contra?

El primer consultorio: renacimiento en ruinas

Rocío para el alma: el renacer en lo inesperado

Donde el pasado se repara

El velorio: “Guía práctica para no saber qué decir”

¿Se puede hacer shopping en pleno duelo?

El grupo de WhatsApp que ya no es lo mismo

Cuando los muertos te hacen trabajar un sábado

Cuando las coincidencias dejan de ser coincidencias

El duelo que nos une, aunque no lo sepamos

Encuentros inexplicables

El rompecabezas de los encuentros

La obra de la vida

Mensajes desde el antes

Mi casi entrada al agujero negro

Mi agujero negro

Hay que entrar

Abrazar la oscuridad

Mi propia luz

La salida no es tan drástica

La salida

Cuando me recordó quién fui y lo que vinimos a hacer

El viaje que no termina...

A quienes no perdieron a nadie, pero igual sienten que algo murió

Conclusión

El eco de lo infinito

Aclaración del corazón

“Dedicado a quienes sostuvieron mi vida cuando parecía desmoronarse,

A mis hijos, Matteo, Raziel y Abril por acompañarme con amor, presencia y una sabiduría silenciosa que me sostuvo mas veces de las que puedo contar.

A mi tío, por su amor incondicional, por su fuerza serena, aun en el dolor mas desgarrador, y por enseñarme lo que es la valentía.

A mis padres y hermanos, por su amor inquebrantable, por ser refugio y sostén en cada tormenta, y por caminar siempre a mi lado, aun cuando no había certezas, solo amor.

A Cristina y a Mónica, mis dos grandes maestras, por mostrarme que la vida va mucho mas allá de lo visible, y por iluminar mi camino espiritual con su presencia amorosa y su guía profunda.

A cada persona que se cruzo en mi camino y se puso al servicio de la obra de mi vida.

A todos ustedes, este libro. Porque sin ustedes, yo no estaría acá desenterrando la vida.”

Portal de entrada

Esto no es un libro sobre la muerte.

Aunque empiece con ella.

Aunque ella aparezca una y otra vez, como si no pudiera quedarse quieta.

Esto es un libro sobre lo que nace cuando todo parece terminar.

Sobre lo que se rompe... y no vuelve a ser lo mismo.

Sobre lo que no se explica, pero se siente.

Sobre lo que queda después del ruido, después del llanto, después del silencio.

No escribo desde la teoría, aunque soy psicóloga.

Escribo desde la herida, desde la piel que se quemó y volvió a crecer con otras formas.

Escribo desde ese lugar en el que te arrodillas, no porque creas, sino porque ya no podes más.

Desde donde se abre un portal.

Uno que no se ve con los ojos, pero que transforma todo lo que miras.

Tuve que perder a mi hija para descubrir que hay cosas que no se pierden.

Tuve que volver a perder para entender que no era castigo, ni destino, ni karma.

Era un llamado.

Era una pregunta disfrazada de tragedia: ¿Qué vas a hacer con esto?

Este libro no tiene respuestas.

Tiene caminos.

Tiene giros inesperados.

Tiene preguntas que quizás no te hiciste nunca.

Y una invitación: a rendirte sin rendirte, a mirar sin entender, a vivir incluso cuando parece que ya no se puede.

Si estás acá, es porque algún portal se abrió en vos también.

Bienvenidos.

Contar lo que somos

Nunca pensé que escribir este libro sería un desafío tan grande. No por el tiempo, ni por las palabras, sino porque me obligó a hacer algo que, hasta ahora, me había resistido a hacer: contar mi historia.

Ser psicóloga siempre me dio una especie de escudo. No porque quisiera ocultarme, sino porque aprendí que la distancia profesional era parte del rol. Los psicólogos no lloran con sus pacientes, no exponen sus cicatrices, no muestran sus propios miedos. Pero, ¿qué pasa cuando la historia que hay que contar es la propia?

Escribir esto fue saltar sin red.

Tuve que enfrentar mis propias barreras, las voces en mi cabeza que decían “No es necesario exponerse tanto”, “¿Y si no lo entienden?”, “¿Y si me juzgan?”. Tuve que ver de frente lo que siempre enseñé a otros a mirar: el miedo, la culpa, la incertidumbre.

Y tuve que escribirlo. Sin esconderme. Sin disfrazarlo de teoría.

Descubrí que, al hacerlo, no me debilitaba, sino que me volvía más libre.

Porque si algo aprendí en este recorrido es que no se trata de esconder lo que duele, ni de disfrazar lo que somos. Se trata de reconocerlo, integrarlo y, en algún momento, agradecerlo.

Agradezco cada pérdida, cada pregunta sin respuesta, cada salto al vacío.

Agradezco lo que se fue y lo que quedó.

Agradezco el vértigo de haberme animado a escribir esto.

Agradezco la vida, con todo lo que trae.

Porque ahora lo sé: lo que parecía el final, siempre fue solo otra forma de seguir.

Prólogo

El Salón de Mármol

El silencio era tan puro

que podía escuchar el eco de mis propios pensamientos.

Frente a mí, un salón inmenso, de mármol blanco,

con columnas que parecían sostener el infinito.

Y ahí estaba él.

Mi abuelo.

Impecable, con un traje de gala, esperándome.

No habló. No hizo falta.

Porque cuando las almas hablan,

lo hacen desde un lugar que las palabras no pueden alcanzar.

¿Quién dijo que llorar es solo llorar?

Es curioso cómo el duelo no te avisa. Uno está simplemente viviendo, riendo, pensando que todo sigue un curso normal… hasta que llega, como un golpe en la cara. ¿Y el duelo? Te toma por sorpresa, te saca de tus zapatos y te deja ahí, mirando al vacío, sin saber qué hacer con el dolor. Al principio, lo que más me impactó fue la absoluta desconexión con el resto del mundo. No entendía cómo los demás seguían con sus vidas como si nada pasara, mientras yo sentía que el suelo se había abierto bajo mis pies.

Pero, claro, eso es lo que se espera: el dolor debe ser serio, profundo, algo solemne.

Y me lo creí, por un tiempo. Pero algo extraño pasó. En medio de las noches oscuras, de las horas de reflexión solitaria, una risita tonta se me escapaba. ¿Cómo? ¿Cómo es que, en medio de un dolor que no sabía cómo nombrar, mi mente todavía encontraba espacio para la ironía? Como si la vida misma estuviera en una broma de mal gusto, un mal guion que nadie había querido escribir, pero que ahí está, en el aire, en todos los rincones.

Y sí, me reí. Me reí porque, ¿quién entiende realmente la muerte? Al menos, ¿quién puede decir que sabe lo que hay “del otro lado”? ¿Quién puede sostener con certeza que ese vacío al que llamamos duelo es más que un espacio incierto que no se llena con respuestas fáciles?

Pero claro, hay algo que el duelo te enseña: la respuesta no está en el más allá. Está aquí, en los gestos pequeños, en las preguntas raras, en las miradas hacia adentro.

El dolor no sabe de distancias

Hace unos días, recibí una llamada que no estaba preparada para recibir. Mi cuñado, un hombre sano, lleno de vida, vital como pocos, había muerto en un accidente de moto. Tenía 46 años. Nadie lo esperaba, nadie podía preverlo. Nadie, salvo la vida misma, que tiene esa costumbre de sorprendernos cuando menos lo esperamos.

¿Y ahora qué?

Estaba con mis padres cuando nos dieron la noticia. Los tres, sentados juntos, mirando la pantalla del teléfono, con el rostro desencajado. Los tres, en ese instante, como si el mundo se hubiera parado para permitirnos procesar lo imposible. A la distancia, en Valencia, mi hermana y mi hermano recibían la noticia en ese mismo momento. A miles de kilómetros, compartíamos el mismo dolor, el mismo vacío. Un vacío que no entiende de fronteras, de océanos ni de horas de vuelo. Porque el dolor, en su cruel misterio, no tiene respeto por la geografía.

Recibí esa llamada a las 11 de la noche, hora de Argentina. Mi cuerpo aún sentía el calor de la tarde, la calma previa a la tormenta. En ese instante, el tiempo se estiró. Durante segundos que se sintieron eternos, pensé que el teléfono había perdido la señal. Como si la señal misma pudiera desaparecer y así evitar que la verdad llegara. Y en el segundo en que la mente se niega a aceptar lo que el corazón ya sabe, me quedé inmóvil, escuchando las palabras como si vinieran de otro planeta.

Lo más desconcertante fue la normalidad. Es decir, que todo seguía girando mientras, al mismo tiempo, el mundo parecía haberse detenido para mí. El cielo estaba despejado, las luces de las chicharras se encendían en el medio del campo, la vida continuaba… pero no para mí. ¿Cómo es posible que la vida siga su curso después de que alguien tan cercano se haya ido?

Pero ese es el misterio, ¿no? La vida sigue adelante. Y el duelo, en su dolorosa paradoja, también sigue, sin que nos pregunte si estamos listos. Lo único que queda es ese agujero en el pecho, una sensación de vaciedad que, a pesar de lo profundo, te invita a mirar hacia adentro.

Ahora, al pensar en mi cuñado, en su risa, su vitalidad y cómo llenaba cualquier espacio con su energía, pienso también en cómo la vida nos cambia en un segundo. Todo lo que damos por sentado… hasta que de repente, ya no está.

Volviendo al Pasado...

Quizás, hace un año, si alguien me hubiera dicho que hoy estaría escribiendo sobre la muerte de mi cuñado, no lo hubiera creído. Porque la muerte, como el sol que se oculta en el horizonte, es algo que solo pensamos cuando nos toca de cerca. Y, aunque sabía que la muerte existía, el concepto de que nos tocara tan de cerca nuevamente… era improbable.

Lo recuerdo en mi visita. Estábamos todos, riendo, charlando, disfrutando de la vida como siempre lo hacíamos. En ese momento, nadie imaginaba que ese día sería uno de los últimos en que lo veríamos tan lleno de vida, tan lleno de todo lo que parecía eterno.

El dolor no tiene fronteras

El vuelo de más de diez horas fue interminable, como si el tiempo se hubiera doblado, estirado y deshecho en cada minuto. La monotonía de las nubes, la luz mortecina de la cabina del avión, el zumbido constante de los motores. Todo se sentía irreal, suspendido en un limbo, como si estar en el aire me separara de la realidad de lo que estaba por venir. Durante todo el trayecto, la pregunta se repetía una y otra vez en mi cabeza: ¿cómo se atraviesa una tragedia como esa? ¿Cómo se puede llegar hasta el lugar donde el dolor es tan grande, donde el vacío es tan palpable?

Era como si, a cada minuto, las distancias físicas se estiraran aún más. Desde Córdoba hasta Miami, y de Miami a Weston, todo parecía cada vez más lejano, pero al mismo tiempo, lo más cercano que había sentido en mi vida. ¿Cómo puede la distancia geográfica ser tan cruel cuando lo único que queres es estar allí, con los tuyos? Pero la vida, a veces, tiene esta forma de alargar las distancias, de dejarnos ahí, flotando, esperando a que el tiempo se termine.

Cuando llegué a Miami, vi a mi hermana, que venía de Valencia, con la cara marcada por la tristeza, pero con los ojos brillando con esa fuerza que solo las mujeres de nuestra familia conocen. Nos abrazamos como si los años que nos separaban no existieran, como si en ese instante el dolor nos hubiera unido de una forma que no podía ser nombrada. Había algo inexplicable en ese abrazo, algo que no se podía comprender sin vivirlo. El dolor nos había reunido, y en ese abrazo, éramos un solo ser.

Apenas tuvimos tiempo para respirar. En un parpadeo, estaba también con la hermana de mi cuñado, que venía de Madrid, un rostro familiar en medio de la tormenta, con sus ojos rojos y su voz quebrada, pero también con una valentía que me hizo sentir una extraña calma. No hacía falta decir nada. Nada se podía decir. Lo único que importaba era estar allí, juntas, con el mismo dolor y la misma necesidad de abrazarnos.

El viaje en auto hacia Weston fue largo. Una hora de camino que, de alguna forma, parecía ser más larga que el vuelo en sí. Cada kilómetro de carretera se sentía como una extensión del vacío que arrastrábamos en el pecho. Pero, al mismo tiempo, había algo que nos mantenía en pie: el hecho de que íbamos a acompañar a nuestra hermana, y tres sobrinas. Ni el sol, ni el cielo, ni las ciudades se ven igual cuando se sabe que, al final de ese trayecto, hay rostros conocidos esperando, rostros que te necesitarán tanto como vos a ellos.

Cuando llegamos, las puertas de la casa de mi hermana se abrieron. Y ahí estaban ellas. Mi hermana, con su mirada quebrada pero firme, y mis tres sobrinas: la mayor, de 20 años, con una serenidad dolorosa; la de 17, con su fuerza contenida, intentando sostener el peso de la situación; y la más pequeña, con apenas 12 años, mirando el mundo con unos ojos que ya sabían que nada volvería a ser igual.

La casa vacía y los ecos del dolor

Durante nuestra estadía en la casa de mi hermana algo en el aire cambió. Era como si el tiempo hubiera decidido pasar por encima de nosotras, pero sin cambiar nada. Todo estaba en su lugar, pero a la vez, nada lo estaba. Esa sensación de que un espacio físico puede contener todo un universo de emociones, de recuerdos, de ausencias.

La casa parecía la misma, pero había algo diferente. No estaba la energía que mi cuñado solía traer, no estaba su risa resonando por los pasillos. La casa, aunque llena de los que nos amamos, estaba vacía de una manera nueva, aterradora. Como si los muros, los muebles, las fotos en las paredes, todo estuviera esperando a que él volviera a encender las luces, a que él volviera a llenar los espacios con su presencia.

Mis sobrinas estaban allí, las tres. La mayor, como una especie de ancla en medio del dolor, parecía intentar mantener a todos unidos, como si, a sus 20 años, tuviera que ser la “madre” en lugar de la hija. La de 17, con una seriedad que contrastaba con su juventud, parecía estar en modo automático, como si todo esto fuera una película en la que ella no estaba realmente participando. Y la más pequeña, miraba el mundo con unos ojos que ya sabían demasiado, como si la vida le hubiera dado una lección que jamás pidió aprender.

Mi hermana, la que perdió a su marido, estaba sentada en el sillón, mirándonos, pero al mismo tiempo, perdiéndose en su propio dolor. Yo la miraba y sentía un nudo en la garganta. Cómo se puede mirar a una persona tan cercana y no encontrar las palabras adecuadas. ¿Qué se le dice a alguien que acaba de perder su compañero de vida? Nada parece suficiente. Nada parece apropiado.

Y entonces, como una forma de romper el silencio que se cernía sobre nosotras, me lancé a algo que había hecho muchas veces en mi vida: contar una historia. Una historia de esas que siempre te sacan una sonrisa, que dan un poco de respiro entre tanto dolor. Así, como si de un truco se tratara, comencé a relatar una anécdota absurda que me había pasado durante el viaje. Y mientras mis sobrinas comenzaban a reír tímidamente, como si ese momento de risa fuera una fuga de la realidad, me di cuenta de que el humor –a veces tan incomprendido– tiene la capacidad de traer una chispa de luz a la oscuridad.

Es curioso cómo el dolor y la risa pueden convivir tan cerca. En mi vida, siempre he sabido que uno no puede existir sin el otro. Como un equilibrio cósmico del que no se puede escapar. ¿Por qué elegimos hacer bromas, incluso en los momentos más oscuros? Porque, de alguna forma, el humor nos da una pequeña tregua, un respiro entre tanto peso. Como si el alma pudiera salir a tomar aire por un momento y luego volver a sumergirse en las aguas del duelo. El dolor no pide permiso, pero la risa… ah, la risa se escabulle por las rendijas, sin que te des cuenta.

Y es que la vida es así. Mientras estás intentando entender lo que sucede, el resto del mundo sigue girando. Mis sobrinas, por más que estaban rodeadas de dolor, también estaban rodeadas de vida. Y mientras mi hermana la viuda trataba de sostenerse, yo sentí el impulso de abrazarla, pero al mismo tiempo, no sabía si un abrazo podía bastar. Nada puede bastar.

Al final, nos quedamos allí, compartiendo el mismo espacio, el mismo vacío, pero con algo en común: el amor. Un amor que, aunque se transforma, nunca deja de ser. Y eso, de alguna forma, nos mantiene a flote. Porque el dolor, aunque nos arrastra, también nos conecta de una manera que nada más puede.

La casa de la Gran Hermana

La primera mañana me encontré sorprendida por una escena que reflejaba la esencia de nuestra familia: mujeres fuertes, unidas y resilientes. La casa, aunque marcada por la ausencia, irradiaba una energía femenina palpable, una fuerza colectiva que nos envolvía y sostenía.

En cada almuerzo, una comida preparada con esmero nos esperaba. Al principio, no entendía cómo todo había sido organizado tan perfectamente. Pero pronto descubrí que, en nuestra ausencia, las amigas de mi hermana se habían coordinado de manera ejemplar: compras, limpieza y preparación de alimentos. Habían asumido roles y tareas, permitiéndonos, a nosotras, liberarnos de esas preocupaciones y enfocarnos en lo que realmente importaba: estar juntas.

Durante los primeros siete días que compartimos, la casa se transformó en un espacio de convivencia intensa y enriquecedora. Decidimos pausar nuestras rutinas: dejamos de lado trabajos y estudios. La ironía de la vida nos llevó, sin planearlo, a crear una burbuja atemporal, donde el mundo parecía desvanecerse. Cada mañana, nos reuníamos alrededor de la mesa para desayunar, compartiendo anécdotas, risas y, a veces, silencios cómodos. Las conversaciones fluían naturalmente, abarcando desde recuerdos familiares hasta reflexiones sobre la vida y el futuro.

Después del desayuno, nos acomodábamos en el sillón, mate en mano, y continuábamos charlando. Las horas parecían desvanecerse. Por la noche, la dinámica se extendía a las habitaciones; nos acurrucábamos en la cama de alguna de nosotras, compartiendo pensamientos hasta altas horas de la madrugada, a menudo sin darnos cuenta del paso del tiempo.

Estas conversaciones fueron el alma de nuestra convivencia. Había momentos de risa contagiosa y otros de llanto silencioso. Recordábamos a mi cuñado con cariño, compartiendo historias que nos hacían reír hasta las lágrimas. Pero también había espacio para el dolor, para expresar la tristeza de su ausencia y el vacío que dejaba en nuestras vidas.

A través de estas interacciones, surgieron temas profundos y personales. Cada una compartió su perspectiva sobre la noticia que nos había sacudido, revelando emociones y pensamientos que quizás nunca habríamos expresado en otro contexto. Fue un proceso de sanación colectiva, donde el apoyo mutuo se convirtió en el pilar fundamental.

La dinámica de convivencia, aunque inicialmente extraña, se convirtió en una fuente de fortaleza. Aprendimos a adaptarnos a los ritmos y necesidades de cada una, respetando espacios y ofreciendo compañía. La casa, que al principio parecía vacía, se llenó de risas, conversaciones y momentos compartidos que quedarán grabados en nuestra memoria.

Al finalizar nuestra estancia, nos dimos cuenta de que, más allá de la pérdida, habíamos encontrado en nosotras mismas y en nuestras relaciones una fuente inagotable de amor y apoyo. La vida, con su irónica manera de reconfigurarse, nos ofreció la oportunidad de redescubrirnos como familia, de fortalecer los lazos que nos unían y de crear recuerdos que, aunque nacidos del dolor, se transformaron en testimonios de nuestra resiliencia y amor incondicional.

Pero, incluso en medio del caos, descubrimos algo asombroso: la calma que viene después del viento más fuerte. Era como si, en el centro de esa tormenta, hubiera un punto de quietud, donde todo el ruido y la confusión se disolvían. En ese espacio, rodeadas por las personas que más amamos, comenzamos a reconstruir lo que se había roto. No con las mismas piezas, porque algunas ya no podían encajar de la misma manera, pero sí con algo nuevo: una fortaleza invisible que emergió de la fragilidad.

A lo largo de esos días, cada conversación, cada gesto, se convirtió en una semilla que plantábamos juntas. La risa y las lágrimas eran las lluvias y el sol que las nutrían. Y, aunque sabíamos que la tormenta no podía desvanecerse de inmediato, empezamos a ver cómo algo nuevo comenzaba a brotar de todo eso.

La noticia en un suspiro

En medio de este caos mi cabeza se quebró y comenzó a confundir el presente con el pasado, o más bien recordé que hace poco aprendí que el tiempo no existe, al menos así como lo conocemos y a mi mente llegó el recuerdo como si estuviera sucediendo ahora mismo algo que en realidad sucedió hace 21 años.

El teléfono sonó, y con él, el peso del mundo se sintió de golpe. El sonido, tan común y cotidiano, se transformó en algo extraño, distante, como si todo lo que ocurría fuera parte de una película que no podía ser real. Mi hija había tenido un accidente, pero en ese instante todo parecía irreal, como cuando ves una escena pero tu mente se niega a procesarla.

Recuerdo cómo el aire se hizo espeso, cómo cada palabra se arrastraba entre mis labios, como si me costara respirar. Aquella llamada me mostró que, en un solo instante, todo lo que conocía puede desmoronarse.

En un minuto, la vida que conocíamos se desintegró, y tuvimos que aprender a navegar entre escombros de emociones rotas, como si fuéramos navegantes en un mar desconocido, sin brújula ni mapa.

La imagen de ella en el hospital llegó a mi mente como una niebla densa, sin forma. Pero lo que más me impresionó no fue la escena misma, sino la extraña calma que sucedió después del primer choque. Como si después del impacto, algo dentro de mí supiera que había que seguir adelante. Esa fuerza invisible, esa que aparece cuando menos lo esperas, fue la que me sostuvo.

Y, sin embargo, por cada momento de fortaleza, hubo muchos otros de vulnerabilidad. Las lágrimas, esas que a veces me costaba dejar salir, se desbordaron en los momentos más inesperados.

¿Cómo encontrar equilibrio cuando todo se deshace en segundos? Lo aprendí de a poco, como quien construye algo sin saber si durará. El dolor, el miedo, la tristeza, todas esas emociones eran como olas que venían y se iban, sin que pudiera evitar que me arrastraran. Pero luego entendí: no se trata de evitar las olas, sino de aprender a flotar sobre ellas.

Hoy, al mirar atrás, entiendo que el shock es solo un primer paso. Como un relámpago que ilumina el cielo en medio de la tormenta, y que te deja ciego por un instante, pero luego… luego la tormenta te enseña a ver en la oscuridad.

El silencio del renacer

Al principio, la vida parece haberse detenido. El mundo sigue girando, pero todo parece estar en pausa. No es que no sepas qué hacer, sino que no sabes cómo hacer las cosas con el mismo corazón que tenías antes. Es como si el tiempo se hubiese detenido por un segundo, y dentro de ese segundo, te sientes tan pequeña, tan vulnerable.

Recuerdo la primera vez que salí de casa después de la noticia. El aire estaba fresco, el sol brillaba sin que yo pudiera apreciarlo, como si todo fuera parte de una pintura distante que no lograba tocar. Caminé por la calle, pero mis pies no se sentían firmes sobre el suelo. Sentí que el peso del mundo había invadido cada uno de mis pasos.

Sin embargo, al pasar los días, ese peso se fue transformando. No en algo ligero, pero sí en algo que podía llevar con menos carga. Como cuando el barro, después de la lluvia, se seca y se vuelve más manejable, aunque aún está allí.

La verdad es que la sanación no llega de un solo golpe. No es una revelación instantánea. Es más bien como una semilla que se planta sin saber qué hará con el tiempo, pero que, poco a poco, va brotando. En esos primeros días, el dolor me desbordaba, pero con cada conversación, con cada encuentro, algo dentro de mí comenzaba a renacer.