Destino Cabinda - María de las Nieves Galá León - E-Book

Destino Cabinda E-Book

María de las Nieves Galá León

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Beschreibung

Destino: Cabinda revela la impronta dejada en el teniente coronel de la reserva Héctor Felipe Hernández Alfonso por el cumplimiento de su misión en Angola. Estas páginas permeadas de la solidaridad y valentía, forjadas al calor del combate, recorren desde su dura infancia entre el barrio de Versalles en la provincia de Matanzas y las populosas calles habaneras, hasta su formación como oficial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y su posterior partida a tierra africana.

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Seitenzahl: 148

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2o 1a, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España. Este y otros ebook los puede adquirir en http://ruthtienda.com

Edición:Olivia Diago Izquierdo

Corrección:Catalina Díaz Martínez

Diseño y realización de cubierta e interior:Francy Espinosa González

Fotos:Archivo personal de Héctor Felipe Hernández Alfonso

y Agustín Borrego

Cuidado de la edición:Tte. cor. Ana Dayamín Montero Díaz

Conversión a ebook:Madeline Martí del Sol

©  María de las Nieves Galá León, 2024

© Sobre la presente edición

Casa Editorial Verde Olivo, 2024

El contenido de la presente obra fue valorado por la Oficina del Historiador de las FAR.

ISBN: 9789592247802

Todos los derechos reservados. Esta publicación No puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, En ningún soporte sin la autorización por escrito de la editorial.

Casa Editorial Verde Olivo

Avenida de Independencia y San Pedro

Apartado 6916. CP. 10600

Plaza de la Revolución, La Habana

[email protected]

www.verdeolivo.co.cu

 

 

 

 

Tabla de contenido
Introducción
Capítulo I. La partida
Capítulo II. El inicio de la historia
Capítulo IV. Otra visión
Capítulo V. Acuérdate… ¡estás en África!
Capítulo VIII. Ciudad con historia
Capítulo IX. Flora, Kennedy y mucho más
Capítulo XI. De cadete a oficial
Capítulo XIII. De la escuela a la tierra del Mayor
Capítulo XIV. A punto del combate
Capítulo XV. De Camagüey a La Habana
Capítulo XVI. Solos
Capítulo XVII. De regreso a mi Cuba
Anexos. Las cartas
Datos de la autora

A los combatientes cubanos caídos

en el cumplimiento de la misión internacionalista en Angola

 

 

Introducción

Fue una llamada telefónica la que desató ese día los recuerdos de Héctor Felipe: José Miguel Goma, el angolano que treinta y cinco años atrás había adiestrado en tierra africana, estaba en Cuba y deseaba verlo.

Era uno de los integrantes del pelotón de Comunicaciones que a partir de octubre de 1975 se formó en Cabinda como parte de la ayuda internacionalista que los cubanos ofrecieron en Angola. De aquel pequeño grupo, sin ninguna formación militar, salieron combatientes íntegros, valientes, dispuestos a defender su patria.

José Miguel nunca perdió el contacto con su instructor. De tiempo en tiempo le enviaba cartas, fotos y hasta presentes, desde lugares tan disímiles como Angola o Moscú. Él, como otros del pelotón, le decía padre. Y ese sentimiento fue mutuo. Aquellos muchachos fueron como otros hijos para el militar cubano.

El día de la llamada estaba en su casa, aferrado a los recuerdos, que a veces se cruzan en el camino sin que los llames. A Pucha, su esposa, y a él, las paredes les parecían demasido grandes. Preferían otros tiempos, cuando la risa de sus hijos inundaba la sala y los cuartos, y debían volverse para detener ocurrencias y travesuras de los muchachos.

Ahora los extrañaban mucho. En ocasiones se quedaban ensimismados en los cuadros colgados en las paredes y en cada uno de sus detalles para aliviar la soledad. Con diecisiete años Héctor José había partido para la entonces República Democrática Alemana como cooperante, donde estudiaba y trabajaba. Pero allí el amor lo atrapó y es lógico que se apueste por ese sentimiento, aunque a los padres cueste trabajo entenderlo.

Les quedó la compañía de Aymee, responsable y cariñosa. A los veintitrés años ya se había graduado en el Instituto de Relaciones Internacionales con Diploma de Oro y cumplió un año y medio de servicio social como teniente jefa de un pelotón femenino en la Brigada de la Frontera en Guantánamo. Su voz sobresalió en la Comisión de Derechos Humanos en Ginebra, y hasta en la misma Oficina de Intereses de Cuba en Nueva York.

Cualquier padre se hubiera sentido orgulloso de ella. Pucha y Héctor disfrutaban los éxitos de la hija como propios. En el 2007 fue designada directora de Relaciones Internacionales del Ministerio de Turismo y, en junio de ese año, le fue diagnosticado un cáncer. Al año siguiente, el 28 de abril, falleció. El mundo se derrumbó ante los padres.

A partir de entonces, la existencia se mostró sombría. Todo eso pensaba Héctor camino al encuentro con José Miguel Goma en un hotel de La Habana. Cuando subió las escaleras, vislumbró a un hombre alto, vestido de oficial, con grado de general de brigada y hasta con algunas canas en su cabello. Enseguida lo reconoció. Sintió el abrazo de José, con tanto cariño que le parecía sentir el de todos los muchachos de su pelotón; los instantes vividos en Cabinda volvieron a su mente treinta y cinco años después.

Capítulo I. La partida

Los recuerdos son como pequeñas cápsulas del tiempo, llen0s de emociones, experiencias y momentos compartidos. A veces, reconfortan, inspiran o hacen llorar, depende de la intensidad con que se vivió cada día. ¡Y no había dudas de que Angola marcó intensamente el corazón de Héctor Felipe Hernández Alfonso! Era un pasado que una y otra vez volvía a su memoria, sin proponérselo.

Transcurría el año 1975 y la guerra que se liberaba en Angola llegaba a los cubanos por las noticias de los periódicos y algún que otro rumor. A mediados de julio, Héctor había sido convocado para una imprevista reunión.

Sus planes sufrieron un cambio apresurado. Ese día tenía la asamblea del Partido y se lo comunicó al soldado que le trajo el recado.

—Primer teniente, el jefe de división dice que no vaya mañana a la asamblea.

—¿Quién es él para decir eso? —respondió algo molesto Héctor.

El muchacho se sonrió y encogió los hombros.

—No sé, esa es la orden que me dio y se la trasmito a usted y a otros compañeros.

—Ah, entonces no soy yo solo… Esto está muy extraño —se dijo.

Esa noche, con mil ideas en su cabeza, Héctor Felipe apenas pudo dormir. «Un viaje a la Unión Soviética, un cambio de puesto…»; muchas ideas se agolparon en su cabeza. Estaba dispuesto a cualquier cosa, pero se sentía a gusto en su nueva responsabilidad y no quería ir a otro lugar.

Prefería estar cerca de Pucha y los niños, lo necesitaban; cierto es que muchas veces llegaba tarde, cuando ya dormían y solo podía darles un beso en la frente, esa caricia era entregada con el alma y ellos lo sabían. Había noches en que Aymee, la más pequeña y alborotadora, se despertaba y empezaba a hacerle los cuentos del día, las travesuras de Héctor, su hermano; las nuevas cosas que había aprendido en la escuela. Así estaba hasta que la madre insistía en que fuera a la cama porque al otro día tendría que levantarse temprano.

Esa mañana el militar solo tomó una taza del sabroso café.

—Vieja, ¡eres la mejor haciendo café! —le dijo al tiempo que la estrechaba entre sus brazos y colocaba un beso en su mejilla.

—Tómate un vaso de leche, a lo mejor tienes que pasar la mañana sin probar bocado —le insistía con tal ternura, como si todavía fuera el muchacho que corría por las calles habaneras.

—No insistas, sabes que cuando estoy apurado no me gusta comer. Allí nos darán algo, no te preocupes; prepara una comida rica, esa sí que no me la pierdo.

Fue hasta el cuarto donde Pucha terminaba de arreglarse y alistaba a los niños para la escuela. A cada uno le dio un beso, rápido, quizás demasiado a prisa convocado por la urgencia.

—Cuídate, hijo —era la frase de cada día, salida del corazón.

Ana Alfonso estuvo parada en el portal hasta que él se alejó en busca de la ruta 114. Tenía la costumbre, como muchas madres cubanas, de despedir al hijo en la puerta.

Cuando llegó a la jefatura del Ejército de La Habana —actual Ejército Occidental—, se sorprendió de encontrarse con rostros conocidos. Todos estaban igual que él, elucubrando qué pasaría, el porqué de aquella imprevista cita.

Reunidos en el teatro, se presentó el primer comandante Ulises Rosales del Toro, jefe del estado mayor del referido Ejército, quien les explicó que, de acuerdo con sus características personales como oficiales y especialistas, habían sido escogidos para cumplir una misión, sin explicar en ese instante dónde.

—La decisión es enteramente voluntaria. El que tenga algún problema que lo plantee ahora —añadió el oficial.

Solo un compañero de Pinar del Río se puso de pie. Lo miraron muy extrañados. En su rostro no se observaba pesar, con cara de satisfacción y alegría, expresó que ese era el día más feliz de su vida. La gente lo aplaudió.

De forma rápida, allí mismo les hicieron el chequeo médico. Hubo algunos que por padecimientos o dolencias no pasaron la prueba. Daba pena verlos, desesperados, insistían en ir, entre ellos estaba el teniente Hermes, químico de la división, quien rogó, brincó y hasta pataleó, pero no lo autorizaron, pues tenía problemas de salud.

Enseguida comenzó una ardua y eficiente preparación. En las clases se daba de todo un poco, que incluía información sobre Angola: sus costumbres, composición étnica, movimientos armados que operaban…

La preparación militar fue rigurosa: tiro, defensa personal y táctica… En torno al viaje se formó una leyenda: la más generalizada fue que iban a pasar un curso en la Unión Soviética y por ello estaban haciendo un intensivo, en el que recibían lapreparación necesaria. Por intuición alguna gente se dio cuenta. Con picardía le decían: «Tú no estás aprendiendo ruso, lo más seguro es que sea algún dialecto africano», pero Héctor se quedaba callado, no podía violar el pacto, en ello les iba la vida.

Todo se apresuró y el 30 de septiembre de 1975, en la pista del aeropuerto de Rancho Boyeros, minutos antes de la partida, conocieron su destino: Cabinda. Irían para Angola, para el continente africano donde Che Guevara había dejado su huella.

Ese día, los setenta hombres que viajarían vestían de traje, tan parecidos unos con otros, que cualquiera podía confundirlos. Todo era tensión. Los días habían sido muy agitados: luego de algunas semanas, tuvieron que hacer extrañas y rápidas despedidas con los familiares y amigos.

Héctor dio unos consejos a los niños, los de siempre: «pórtense bien, ayuden a su madre, saquen buenas notas…».

Antes de salir, hizo un pequeño aparte con su madre, conversaron como dos viejos amigos, ella sospechando que pronto partiría. La «vieja», como le decía con tanto cariño, estuvo parada en la acera hasta que se alejó. Ninguno sabía que esa era la despedida, ni la última imagen que Héctor tendría de ella. Meses más tarde, en difíciles circunstancias recordaría ese instante y se arrepintió de no haberle dicho más veces cuánto la quería y necesitaba.

Pucha lo acompañó hasta la calle Victoria y América, en el reparto Martí, en el municipio del Cerro. Se dieron el beso de siempre, y levantó suave la mano, dibujando un adiós que no deseaba.ulo II

Capítulo II. El inicio de la historia

¡Vaya, Angola!, quien llegaría a imaginar que estuviera en camino de conocer África, la tierra de mis antepasados. En el avión hay tiempo para pensar, quizás demasiado. La vida se recuerda como una película, de la cual uno puede ser el actor principal.

¿Qué diría la vieja si supiera mi destino? Estaría contenta, siempre con una sonrisa, apoyando mis proyectos, estimulándome para que siguiera los estudios, a pesar de los contratiempos. Ella, en su momento, también lo hizo.

Mi madre tuvo el coraje de enfrentar a sus padres cuando se opusieron a que se casara con aquel mulato seductor, que seconvertiría en mi padre.

Y los viejos tenían razón, porque quizás ella nunca debió posar sus ojos en Fructuoso Hernández Soa y marcharse con él para Oriente, al central Chaparra, donde trabajaba como guardia rural. Pero el amor es así, nubla los ojos, solo habla el corazón y Ana Rosa se enamoró perdidamente de su hombre; despertó cuando no pudo soportar los maltratos de aquel machista y tuvo que regresar a la casa de los padres en Matanzas.

Entonces no la vieron con buenos ojos, porque en aquellos tiempos la mujer tenía que aguantarlo todo, cerrar la boca y, sobre todo, si ya tenía un hijo en el vientre.

Peroera una guerrera y resistió con valentía el rechazo que su embarazo provocó en la familia. El 20 de septiembre de 1939, en el barrio de Versalles, San Alejandro, número 22, entre Rieche y San Isidro, en la provincia de Matanzas, nací yo, su único hijo. Siempre decía que había sido el día más felizde su vida.

Estaba pequeño cuando vino para La Habana a buscar trabajo. No me dejó atrás. Comenzó de criada en una casa del Vedado y por suerte para nosotros conoció a José de Jesús Guzmán Torres, quien era chofer de una familia adinerada. Entre ellos hubo inmediata atracción; ella apreció su respeto y galantería. No importó que le llevara veinticinco años para que el amor floreciera.

Tuvimos nuestra primera casa, si así pudiera llamarse: un cuarto en Concordia 615, entre Oquendo y Marqués González. Como a los dos años nos mudamos para Concordia 632, en la misma cuadra.

Era un cuartico, en cuya parte delantera había una tintorería que pertenecía a Victoria Herrera, la dueña del solar. Las pertenencias se concretaban a un juego de cuarto y se cocinaba en un reverbero colocado encima de la mesa; también había un anafe para calentar la plancha. No era la mejor opción, pero no había otra alternativa. La vida era casi insoportable, la puerta del cuartico estaba al lado delbaño colectivo, y nos ahogaba con sus olores, eso ocasionaba muchas enfermedades.

Yo recogía cuanto aparecía: estomatitis, tifus, tosferina, sarampión… Era mucha la insalubridad, siempre estaba lleno de agua y el calor, sofocante. Lo mejor de aquella situación era la solidaridad. En el solar éramos como una familia; alguien se enfermaba y enseguida recibía ayuda. Inclusive, si mi madre se sentía mal, la gente se ocupaba de darme comida y sacarme a pasear.

Las cosas empeoraron cuando mamá enfermó de cáncer y hubo que realizarle la radical del seno, en el hospital Calixto García. La operó uno de los pioneros en esa técnica, el doctor Bandujo. Entonces me mandaron para la casa de mis abuelos Sacarías Alfonso Ariza y Adolfina Fernández Otis. Allí vivían, además, cuatro tíos, hermanos de mi mamá.

Me gustó la quinta Arechavaleta, en la cumbre Versalles, un lugar bonito, espléndido, desde donde se divisaba toda la ciudad de Matanzas. En realidad, vivían en la parte trasera, en las caballerizas, unas instalaciones que, según decían, pertenecieron a los esclavos: eran dos habitaciones y un zaguán, ahí estaban la cocina y el comedor.

Mi abuelo era hijo de isleño con indocubana. De estatura media, fuerte, y carácter muy enérgico, no sabía leer ni escribir; no obstante, no había quien le robara un quilo. Se ganaba la vida como lechero, tenía dos vacas y vendía leche en un carretón de caballos. Se levantaba muy temprano, tanto que jamás lo vi en la cama.

Fue mambí y estuvo como mensajero en la zona de Madruga, en la tropa de Manuel García. Cuentan que cuando lo llamaron para el asunto de la pensión,no aceptó, explicó que él tenía dos manos y no se había alzado para recibir pensión; sino para que los españoles no lo mataran, pues toda la familia era perseguida por sus ideas independentistas. Me hubiera gustado escuchar sus cuentos de la guerra de independencia, pero no era de hablar mucho. Siempre estaba recondenado por la falta de dinero, pagaban poco.

Lo de África me viene de cerca: Adolfina era hija de un español con una negra, Catalina Otis de Nación; y sus padres, dos negros esclavos. Adolfina era jabada, de piel blanca, ojos verdes, pelo amarillo y largo; pequeña, culta, tenía muy buena letra. Estudió y se hizo maestra, pero mi abuelo nunca la dejó ejercer. Se dedicaba a los quehaceres de la casa.

Mi estancia se alternaba con la casa de una tía de mi abuela, Inés Otis, medio hermana de Catalina, mi bisabuela. Era hija de un señorito, de la familia Bordas.Ahí la situación era otra, se trataba de unos mulatos de cierta posición, tanto económica como social. Tenían casa propia —la no. 24 en San Alejandro, entre Rieche y San Isidro— y pertenecían a la Sociedad Unión Fraternal de Matanzas. Eladia, la hija de Inés, era una gente de corazón meloso, muy buena persona. A mí me gustaba mucho estar con ellos.

Las comidas eran mejores. En la loma siempre había harina, y me querían, aunque sentía cierto rechazo. Al final, venía a entorpecerles la vida, sobre todo, a mis tíos.

Antonio Salaber, el esposo de Eladia, era masón, una gente muy educada. En el hogar había buenas costumbres. Ya de pequeño me enseñaron a comer con cuchillo, tenedor y cuchara; nada de andar sin camisa, había que hablar moderadamente, ser respetuoso con las personas mayores.

Aprendí a leer y a escribir en una escuelita en la misma calle San Alejandro, con una famosa maestra jamaiquina, se llamaba Filip.

Le tenía un cariño excepcional a mi tía Digna Silvia Alfonso Fernández, era especial conmigo. Todas las cositas que conseguía eran para mí, a pesar de lo precario de su vida. También era criada doméstica de una casa, y trataba de conseguir algo para ponerme alegre. ¡Hasta me traía parte de lo que le tocaba a ella para comer! Me decía Monino. Mi monino para acá y para allá.