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Santomera, Murcia. 19 de enero de 2002. La Policía Judicial acude hasta el número 13 de la calle Montesinos. Dos niños, Francisco, de seis años, y Adrián, de cuatro, yacen muertos sobre la cama. Paqui, su madre, les cuenta que un ecuatoriano ha entrado en casa durante la madrugada y ha acabado con la vida de sus dos hijos, pero con las primeras pesquisas se despiertan las sospechas. Las incoherencias de su relato y las pruebas forenses pronto desmienten su coartada. Donde más duela se adentra en la psique de Paquita, narrando todos los detalles del caso y desentrañando los oscuros motivos que la llevaron a cometer el parricidio. Celos enfermizos, inestabilidad emocional y un historial de consumo de alcohol y drogas tejen una red de circunstancias que culminan en la tragedia. Un juicio mediático donde la fiscalía expuso las pruebas incriminatorias y los informes psiquiátricos que revelan la frialdad y la premeditación de Paquita, contra una defensa que intenta amparar su argumento en el arrebato pasional. Todo esfuerzo es en vano. Paquita fue declarada culpable de asesinato y pasó dieciocho años entre rejas. A día de hoy goza de plena libertad.
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Seitenzahl: 307
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Ana Mendoza (Valencia, 1990) es graduada en Criminología y Seguridad por la Universidad Jaume I. Ha colaborado con la Policía Local de Castellón de la Plana con la elaboración de informes de prevención de seguridad vial, obteniendo la insignia de plata por el trabajo realizado y ha trabajado en la revisión de casos sin resolver con asociaciones sin ánimo de lucro.
En enero de 2022 empezó con el podcast Crónicas de la Calle Morgue y en julio de ese mismo año pasó a formar parte de los podcast Originals de iVoox. Desde entonces el podcast acumula cinco millones de escuchas, teniendo la oportunidad de convertirlo en su trabajo. Actualmente se dedica exclusivamente al programa y en el ٢٠٢٤ obtuvo el Premio iVoox ٢٠٢٤ en la categoría de True Crime.
Santomera, Murcia. 19 de enero de 2002.
La Policía Judicial acude hasta el número 13 de la calle Montesinos. Dos niños, Francisco, de seis años, y Adrián, de cuatro, yacen muertos sobre la cama. Paqui, su madre, les cuenta que un ecuatoriano ha entrado en casa durante la madrugada y ha acabado con la vida de sus dos hijos, pero con las primeras pesquisas se despiertan las sospechas. Las incoherencias de su relato y las pruebas forenses pronto desmienten su coartada.
Donde más duela se adentra en la psique de Paquita, narrando todos los detalles del caso y desentrañando los oscuros motivos que la llevaron a cometer el parricidio. Celos enfermizos, inestabilidad emocional y un historial de consumo de alcohol y drogas tejen una red de circunstancias que culminan en la tragedia.
Un juicio mediático donde la fiscalía expuso las pruebas incriminatorias y los informes psiquiátricos que revelan la frialdad y la premeditación de Paquita, contra una defensa que intenta amparar su argumento en el arrebato pasional. Todo esfuerzo es en vano.
Paquita fue declarada culpable de asesinato y pasó dieciocho años entre rejas. A día de hoy se encuentra en régimen de semilibertad.
Para Josep Forment, siempre con nosotros
© Ana Mendoza, 2025
© de la presente edición, 2025, Editorial Alrevés, S.L.
Directora de la colección: Marta Robles
Diseño de la colección: Ernest Mateu
Editorial Alrevés, S.L.
Carrer de la Perla, 22 - 08012 Barcelona
www.alreveseditorial.com
ISBN: 978-84-10455-40-5
Producción del ePub: booqlab
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Tal vez porque no hay mayor milagro que el de engendrar y alumbrar la propia vida, la maternidad se asocia a las mayores virtudes. Y como pese a los avances reproductivos solo las mujeres pueden concebir, la imaginación de los seres humanos les confiere un vínculo mágico con sus hijos, inasequible a los padres, aunque sean responsables de su cincuenta por ciento y por mucho amor que les profesen desde que empiezan a crecer en los vientres ajenos. Ese es el principal motivo por el que nos cuesta tanto aceptar que puede haber algunas madres tan malvadas como lo son algunos padres, y tan capaces como ellos de matar a sus hijos para vengarse de sus cónyuges. Se conoce como «el síndrome de Medea», en honor a la tragedia griega de Eurípides, que, al saberse traicionada por Jasón tras prometerse en matrimonio con Glauce, hija de Creonte, decidió asesinarla regalándole una corona y un peplo, que le causaron una muerte horrible al mero contacto, y no satisfecha con este castigo decidió asesinar a sus propios hijos, para provocarle un dolor más intenso a su marido. Paquita González, la «parricida de Santomera», no acabó con la vida de nadie más que de sus dos hijos menores, para vengarse de las infidelidades de su esposo; pero, además, se colgó de su brazo para llorarlos con él, como si ella no los hubiera asesinado, para poder comprobar de cerca el terrible dolor que le había causado. José Ruiz declaró que su mujer sentía por él «un amor enfermizo» y, desde luego, no hay más que leer las conversaciones que reproduce Ana Mendoza en este libro, extraídas del sumario, de las grabaciones del juicio y de las entrevistas que le hicieron a la propia Paquita, para constatarlo. Más allá de lo que sucediera en esa pareja con tres hijos, de las deslealtades que la coronaran o de la droga que circulara en ella, la frialdad con la que Paquita González actuó, pese a haber consumido alcohol y cocaína, resulta estremecedora. No solo acabó con la vida de sus dos hijos pequeños, estrangulándolos con el cable del cargador del móvil, sino que, además, improvisó una coartada, que ejecutó paso a paso, en la que involucró a su hijo adolescente, sin él saber nada del crimen, y con la que trató de engañar a la Policía, sin suerte. En este libro —el primero de Ana Mendoza, que ha realizado un trabajo minucioso y excelente, y que augura que este no será su último texto— no van a encontrar consuelo ni justificación a los actos de una asesina. Tampoco podrán quedarse tranquilos y seguir pensando que todas las madres son buenas solo por serlo. Aquí encontrarán el perfil de una mujer que sabía lo que hacía y cómo lo hacía, y cuyo pasado como hija de maltratador o su presente en una vida con maltratos infligidos por ambas partes, en una relación tóxica, se presentaron como atenuantes —incluso se pretendió que fueran eximentes—, sin que los expertos los valoraran de ese modo. ¿Es increíble que una madre se comporte así? Eso pensó el padre de los niños muertos, que aseguró que no creía que ella los hubiera matado por venganza, sino por estar fuera de sí, como ella insistía en contar. No la creyeron. Cumplió su condena y ahora ya está fuera de la cárcel. Esta es su historia…
MartaRobles
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Algunos nombres de testigos y el de los agentes de la autoridad implicados en la investigación del caso han sido cambiados para preservar su identidad.
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¿Y qué decir de los ruidos? Gritos, llantos, chillidos e dolor y miedo durante los asesinatos. ¿Nadie había oído nunca nada en medio de la noche?
Pablo Trincia,
Veneno
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Un golpe seco quebró la tranquilidad de la noche. El inquietante sonido de los cristales rotos al caer despertaron a Paqui. Había estado inmersa en un profundo sueño y no recordaba exactamente el momento en que se había quedado dormida. Ese estruendo la sacó bruscamente de su letargo y con los ojos todavía entrecerrados miró a su alrededor para tratar de entender lo que había sucedido. La tenue luz del televisor iluminaba el dormitorio y aquellos destellos danzantes le permitían, al menos, ubicarse. Apenas debían de ser las seis de la mañana. A través de la ventana de la terraza podía verse cómo todavía quedaban engullidas por la oscuridad de la noche las calles de Santomera. Habían pasado tres años desde que residía en aquel dúplex con su marido José y sus tres hijos. Dejaron atrás Molina de Segura, motivados por la cercanía de la familia, especialmente de su cuñada Mari Carmen. Eso fue lo que les hizo definitivamente tomar esa decisión.
Los ojos de Paquita comenzaron a acostumbrarse a la penumbra. Su mirada recorrió la habitación, pero fue la cama de matrimonio la que acabó captando su atención. Allí, a su lado, en ese lecho que tantas noches permanecía vacío por los constantes viajes de su marido José al extranjero con el camión, se encontraban los pequeños cuerpecitos de sus dos hijos menores: Fran y Adrián. Este último, fruto de un embarazo no deseado. Todavía recordaba aquel día en que salió del hospital con su bebé en brazos, bajo la mirada de indiferencia de José, como si la llegada de Adrián no hubiese sido más que un sabor amargo en el paladar.
La cabeza de Paquita daba vueltas. Las drogas y el alcohol que había estado ingiriendo desde las cinco de la tarde del día anterior parecía que estaban pasándole factura. Tampoco podía asegurar si lo que había oído era real: ¿se habían roto los cristales en algún rincón olvidado de la casa o todo había sido una fantasía de su mente? Intentaba recordar algo de las últimas horas, pero le estaba siendo imposible. Solo había lagunas y un profundo desconcierto. Era todo lo que podía deducir en esos momentos de incertidumbre, mientras todavía seguía recostada sobre la cama tratando de encontrar las fuerzas para reaccionar.
Clavó sus ojos en la puerta, apenas abierta, convirtiéndose en el centro de toda su atención. Su intuición le decía que tras ella se ocultaba algo inquietante. El silencio era premonitorio. Una luz mortecina iluminaba el pasillo. De repente, una sombra. Algo se movía en la penumbra.
El corazón de Paqui quedó encogido. Uno de sus pies buscó el suelo para ponerse en pie. Después, el otro. Avanzó descalza, sigilosa, rodeando la cama en dirección a la puerta. Su mano fue directa a la manivela y tiró de ella. Allí, frente a ella, a pocos centímetros de donde estaba, la silueta de un hombre la encaró. Vestía ropa oscura. Llevaba una chaqueta de lino y una gorra ocultaba parcialmente su rostro, aunque no lo suficiente. Pudo darse cuenta de que sus rasgos eran ecuatorianos. La llama del mechero que sostenía entre las manos aquel desconocido era lo único que los esperaba. Debía de estar empleando aquello para guiarse por la casa.
La llama del mechero se apagó repentinamente después de que aquel intruso, con un movimiento rápido y preciso de pulgar, dejara que el fuego se desvaneciera y sumiera el pasillo en una profunda oscuridad. De nuevo, el corazón de Paquita se aceleró, como si un puño estuviera golpeando con fuerza su pecho. Estaba frente a aquel desconocido de metro sesenta y cinco, atrapada en su propia casa.
¿Y si se trataba de Luis Sánchez? Su marido José le había estado haciendo muchos favores con el tema de la cocaína. Le debía una suma considerable, casi cuatro millones de pesetas. Sin embargo, con una astuta jugada, había conseguido desviar toda responsabilidad hacia su marido, logrando que se propagara el rumor de que era él quien debía esa cantidad. No había ambigüedad en las amenazas de aquel hombre conocido como el Chavo.
Los pensamientos de Paqui se detuvieron en seco cuando la silueta, en un arrebato repentino, se abalanzó sobre ella. Estaba intentando acceder al dormitorio. Los pies del hombre se entremezclaron con los de Paqui y terminaron por patear una banqueta que había justo al lado de la puerta. La siguiente patada fue a parar a los propios pies de Paqui y sintió un terrible dolor, dejando su cuerpo encogido por el daño. Indefensa, acorralada y con pocas posibilidades de defenderse: ese era su presagio.
De repente, un olor a quemado embriagó sutilmente la habitación, anunciando que lejos de terminar la pesadilla, esta no había hecho más que empezar. Paquita alzó la cabeza y se encontró con la llama de aquel mechero de frente otra vez. La distancia entre ambos fue tan corta que el fuego acabó por incendiarle un mechón del cabello. Para cuando pudo darse cuenta, el débil fogonazo que percibió por el rabillo del ojo había desaparecido. Paquita retrocedió e inmediatamente corrió hasta el lado de la cama donde tenía por costumbre dormir, el lado más cercano al ventanal de la terraza. Bajo el colchón guardaba un cuchillo y sobre la mesita de noche dejaba a mano un espray paralizante que Pepe le había traído desde Francia en uno de tantos viajes. Con el cuchillo en una mano y el espray en la otra se dio la vuelta para ver que tras de sí ya estaba aquel intruso nuevamente, que volvió a abalanzarse sobre ella quitándole sin demasiado esfuerzo ambos objetos para después notar un fuerte escozor sobre los ojos. El dolor la paralizó y su cuerpo cayó de espaldas, quedando en el hueco entre la cama y el ventanal. Intentó levantarse mientras sus manos cubrían sus ojos tratando de aliviar el picor, pero entonces recibió un fuerte impacto, una patada. Luego, todo se volvió oscuro.
***
Alejandro miró el reloj. Eran sobre las 2:15 de la madrugada. Junto a él estaba su novia Sara. La pareja se encontraba en casa de Lucía, quien residía en una vivienda cercana a la de Paquita. Los tres se quedaron en silencio al oír una serie de golpes secos y fuertes que provenían del interior de alguna de las casas vecinas. Ellos estaban en el garaje que había sido habilitado por Lucía como salón de forma provisional.
Al verse sorprendidos por los ruidos, bajaron el volumen del televisor y esperaron a ver si se oía algo más, pero todo permaneció en silencio. Alrededor de quince minutos después, el rugido del motor de un coche volvió a romper la tranquilidad. Apreciaron que venía desde el inicio de la calle y que se acercaba poco a poco. Al asomarse para ver de quién se trataba, vieron que tan solo era una vecina que llegaba a casa en compañía de su pareja. Cuando entraron en la vivienda, toda la calle quedó desierta de nuevo. Sin embargo, tenían bastante claro, después de debatir qué podía haber sido, que del único sitio del que podían provenir esos golpes tan fuertes y cercanos eran del dúplex de Paquita, ya que era el único que estaba habitado en los aledaños. Aun así, no le dieron mayor importancia en ese momento.
Lucía trató de calmar a su perro, excitado desde que se asustó al oír los ruidos. Sobre las tres de la madrugada se fueron a dormir. Cuatro horas después se despertarían a causa del barullo que se iba a formar en la calle de los Montesinos.
***
Los ojos de Paquita se abrieron. Su cuerpo seguía en el mismo lugar y en la misma posición en que había quedado antes de perder el conocimiento. Al levantarse, observó que sus dos hijos, Francisco y Adrián, estaban sobre su cama, destapados y en posiciones extrañas. No eran las posturas habituales ni recordaba que estuvieran así la última vez que los vio antes del ataque. Francisco estaba situado en el lado derecho de la cama, mientras que Adrián, el pequeño, lo hacía en el otro extremo, con sus piernas suspendidas en el aire, a pocos centímetros del suelo. Se acercó a Adrián, posó su mano en el pecho y se percató de la débil respiración que tenía. El latido del corazón, cada vez más frágil, terminó por alertarla de que algo no iba bien. Rápidamente, acudió al baño, el que había dentro del propio dormitorio. Cogió una toalla y la humedeció. Volvió a dirigirse hasta donde estaban sus hijos y pasó la toalla por la frente de ambos, pero ninguno reaccionó. Los cuerpos inertes yacían sobre la cama. Los dos habían dejado de respirar definitivamente. Necesitaba la ayuda de su hijo mayor, quien había estado todo este tiempo en su habitación encerrado y cuya puerta se encontraba justo enfrente de la suya. No se había dado cuenta de nada.
Velozmente, fue hasta el dormitorio de su hijo, abrió la puerta y lo despertó en el acto.
—¡José Carlos! ¡Como estés, sal! Vámonos fuera de la casa, que aquí hay alguien.
José Carlos, el mayor de los tres hermanos, estaba en plena adolescencia. Ante las palabras de su madre se levantó lo más rápido que pudo de la cama y se fue hasta el dormitorio de su madre. Allí vio a sus dos hermanos y un arrebato de histeria hizo que comenzaran a brotar de sus ojos varios lagrimones. Tanto él como su madre bajaron las escaleras en dirección a la planta inferior del dúplex. Paquita había recuperado el espray y el cuchillo con los que había sido atacada. Entre sus manos llevaba también el teléfono móvil, que lo había encontrado en el suelo junto con todo lo demás. Justo en el punto donde ella había caído y perdido el conocimiento durante alrededor de una hora, calculó. Mientras bajaba las escaleras escuchó que su hijo la seguía. Paquita fue directamente hasta la puerta de la casa y se dio cuenta de que estaba abierta. Su cabeza se asomó hacia el exterior y un coche oscuro emprendió la huida. Lo hizo tan rápido que no tuvo ni siquiera tiempo de percatarse de qué marca y modelo de coche era. Mucho menos de la matrícula.
—José Carlos, vete a casa de la tía y la abuela y avisa de que algo ha pasado aquí —le dijo Paqui a su hijo.
José Carlos corrió hasta la vivienda de su tía. Eran, en aquel momento, las 7:00 de la mañana del 19 de enero de 2002. Faltaba muy poco tiempo para que todo un equipo de la Policía Judicial de la Guardia Civil se personara en el dúplex para descubrir que todo esto era mentira.
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Era un secreto a voces en el entorno de Paquita que la relación entre ella y su marido no estaba en el mejor momento. Las humillaciones, vejaciones y amenazas eran una constante. Se había visto obligada, en el último año, a realizar actos con los que se había sentido incómoda. No solo por haber participado en blanqueo de capitales, como cuando iba a El Corte Inglés con dinero falso para recibir dinero legal con el cambio de billetes tras realizar las compras. Aun así, acababa recibiendo una bronca por haber gastado demasiado dinero. Las vueltas se las quedaba íntegras José.
Pero no solo era eso, sino también el hecho de asistir a intercambios de pareja en dos locales: el Brasil, situado en la pedanía de Santa Cruz, y el Ninette, en Llano de Brujas. En febrero de 2001, José, hasta donde ella sabía, había dejado de verse con su amante, pero tardó apenas un mes en proponerle aquello. Paquita accedió, aunque llegó un punto en el que no sabía si lo hacía por amor o porque simplemente era idiota. Quizá era la única forma que dejara de serle infiel, de tener que soportar escenas donde lo encontraba con otra mujer dentro de su propio camión.
José le repetía una y otra vez que debido a sus viajes al extranjero con el camión no podía satisfacerla todo lo que quería y que hacer esos intercambios de pareja eran un gesto de amor hacia ella. Era su manera de demostrar que la quería. Paquita no estaba conforme con ello, pero igualmente accedía por amor a su marido.
También guardaba su mayor secreto: el tráfico de estupefacientes. El estrés y la ansiedad que le supuso verse involucrada en todos estos problemas la llevaron al consumo de alcohol y de drogas, principalmente, la cocaína, hasta que se vio sobrepasada y, en el mes de octubre de 2001, dejó su trabajo como camarera en el bar Casa Pepe situado en Santomera. La tristeza parecía haber podido con ella hasta el punto de no poder continuar con su vida habitual.
La doctora del centro médico del pueblo le recetó Aremis, para la depresión que le diagnosticó, y Stilnox, para los problemas de insomnio. No era la primera vez que trataba de pedir ayuda a un médico. Anteriormente había llamado al 112 para poder hablar con un psicólogo debido a una crisis de ansiedad e incluso llegó a pedir cita por mediación de una amiga para acudir a una consulta y tratar los problemas psicológicos que estaba padeciendo. Sin embargo, anuló esa cita unos días antes, pues creía que aquello no era algo que necesitara en realidad.
Con el paso de los meses la situación llegó a ser insostenible. Las desavenencias entre ella y su marido iban cada vez a más. Discusiones, gritos, insultos y todo tipo de faltas de respeto que acabaron creando un ambiente de crispación lo suficientemente intenso como para llegar a las manos.
Quizá fuera la necesidad de escapar, de salir por un tiempo de aquella espiral que se la había tragado durante tanto tiempo, el caso es que el 9 de enero de 2002 Paquita cogió su teléfono y llamó, a eso de las 19:00 horas, al hotel de cuatro estrellas Villas La Manga, situado en La Manga del Mar Menor, en Murcia. La atendió el recepcionista que en ese momento estaba en su puesto de trabajo, quien se encontró al otro lado de la línea la voz de una mujer con el tono muy relajado. Preguntó por el precio de una habitación y la disponibilidad que había para las fechas de la semana blanca, en el mes de febrero. Paqui añadió que quería ir unos días ella sola para descansar y que la habitación tendría que ser individual. «La más tranquila posible», dijo. La reserva se concretó del 1 al 5 de ese mes con pensión completa, un total de 344,84 euros, y como fianza dejó su número de tarjeta de crédito.
Pero Paquita nunca llegaría a pisar ese hotel.
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Mateo reconoció al instante el rostro de aquella mujer. Salía en una de las páginas del periódico que hojeaba la mañana en que la noticia había saltado a la prensa. La conocía de hacía poco, de haber contratado sus servicios como taxista unos días antes de que la investigación por un doble asesinato conmocionara a toda Murcia. Recordaba la actitud extraña con la que esa mujer, en plena madrugada, lo llamaba para que la llevara en busca de su marido, y las llamadas y conversaciones extrañas que mantenía, y el lío en el que casi se llega a meter si le hubiera seguido el juego que le propuso.
El primer contacto que ambos tuvieron se produjo en fechas próximas al día de Reyes. Apenas había dado inicio el año 2001. Era sábado y su teléfono sonó de pronto. Lo solicitaban, como en la jerga del taxista se suele decir, para hacer una carrera. Tenía que ir primero a recoger a su clienta, Paqui, a su propio domicilio. Debía ir hasta la calle Montesinos, en Santomera, y allí estaría ella esperando sus servicios. Y tal como se esperaba, sucedió. Cuando se subió al taxi, el destino lo tenía claro: el polígono industrial BASE 2000 de Lorquí. El taxi se puso en marcha. Una media hora de trayecto. Pero el punto exacto del polígono no estaba claro; simplemente, Paqui, andaba en busca de algo: el camión de su marido. Durante el camino le fue comentando por qué, a esas horas de la madrugada, una joven mujer de poco más de treinta años quería ir a un polígono. Se quejaba. Estaba nerviosa, histérica. Así recordaba Mateo lo que transmitía la presencia de Paqui desde el asiento de atrás de su taxi. Decía que su marido le era infiel y creía saber que en aquel punto exacto encontraría todo lo que necesitaba saber para descubrir su infidelidad y, de alguna forma, confrontarlo. También creía que esa infidelidad se remontaba a uno o dos años atrás. Pero después de varias vueltas por el polígono no hallaron ni rastro del camión de José.
Paqui cambió de estrategia. Le pidió a Mateo que la llevara hasta el pueblo, hasta Lorquí. Y, efectivamente, en la puerta de una especie de bar o cafetería de un ambiente extraño estaba aparcado no el camión, sino el coche de la familia. Paqui se bajó del taxi, no sin antes colocarse una peluca para pasar desapercibida, y Mateo abandonó el lugar. Pero solo durante una hora, porque su teléfono volvió a sonar. Era Paqui de nuevo, para que fuera a buscarla para volver a su casa. Alrededor de media hora de trayecto, como la anterior carrera, donde Paqui no dejó de llamar una y otra vez; aun así, no obtenía respuesta, las llamadas se cortaban sin cesar. La desesperación y el nerviosismo de Paqui iban en aumento. Le pidió a Mateo que le prestara su teléfono, quizá si la llamada la realizaba desde otro número distinto al suyo, la persona a quien llamaba, por fin, respondería. Mateo no tuvo inconveniente. Mientras conducía, cedió su teléfono a Paqui, quien marcó apresuradamente el número de su marido. Tampoco obtuvo respuesta. Y el trayecto llegó a su fin. Llegaron hasta la misma puerta de la casa de Paqui, donde ella abandonó el taxi y entró en la vivienda. Mateo aceleró y siguió con su jornada nocturna. Y entonces el teléfono de Mateo sonó. Eran las seis de la mañana. Al otro lado de la línea la voz de un hombre preguntó quién era y por qué había llamado, y como Mateo intuía de quién se trataba, simplemente le dijo que se había equivocado de teléfono.
Los siguientes días transcurrieron con normalidad para Mateo, pero solo una semana después Paqui volvió a requerir sus servicios. Esta vez no llamó a Radiotaxi, sino que lo hizo directamente a su propio número de teléfono. Serían las 23:00 o 00:00 de la noche. Pero antes de pedirle que fuera a su casa a recogerla le preguntó si José le había devuelto la llamada en algún momento. La respuesta fue afirmativa, por lo que la respuesta no fue satisfactoria para Paqui y, ante su actitud, Mateo simplemente le dijo que él solo era un taxista y que nada tenía que ver, que lo dejara en paz. Sin embargo, volvió a la calle Montesinos para recoger a Paqui e iniciar una nueva persecución por el polígono de Lorquí en busca de su marido. Se puso la peluca de nuevo y dieron varias vueltas, con el mismo objetivo que la primera vez. Volvieron a ver el coche, allí aparcado, en soledad. Parecían estar repitiéndose en bucle todos y cada uno de los pasos de la vez anterior. Paqui no soltaba el teléfono. Llamaba incesantemente, pero cada una de esas llamadas se cortaba sin obtener una respuesta por parte de José. Todas salvo dos, y no fueron precisamente conversaciones agradables. Las palabras cruzadas entre ambos eran tensas. Mateo percibía que nada andaba bien en ese matrimonio y eso lo estaba confirmando. Paqui colgó el teléfono finalmente y emprendieron el regreso hacia Santomera. Durante el trayecto, Mateo volvió a escuchar hablar a Paqui por teléfono, pero esta vez no era con su marido, sino que había llamado a la Policía Local. Advertía a los agentes de las amenazas que había recibido hacía tan solo un momento. Acto seguido, su siguiente llamada fue directamente a la Guardia Civil solicitando protección por el miedo que sentía por las amenazas de José. También les dijo que acababa de llamar a la Policía Local y que ya estaban llevando su caso.
Cuando hubo terminado con la última de las llamadas, Paqui volvió a llamar a su marido. El cruce de palabras fue, cómo no, tenso. Paqui le dijo que había llamado a la Policía. La respuesta de José pudo escucharse en todo el habitáculo del coche. Mateo escuchó perfectamente sus palabras: «Si llevas a la Policía a casa, te mato delante de ellos». La llamada se cortó poco después. Silencio. Paqui le pidió que desviara el trayecto hacia la comandancia de la Guardia Civil, al cuartel de Santomera. Y así fue. Mateo detuvo el coche justo frente a la puerta de la comandancia. Paqui bajó y Mateo aceleró, dejándola atrás. Ni siquiera esperó a ver si llegaba a entrar o no.
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Una vez frente a la comandancia, sus pasos se dirigieron hasta la entrada de acceso. Los agentes que acababan de atender su llamada hacía apenas unos minutos por las presuntas amenazas de su marido la recibieron. La percibieron nerviosa. Les contó toda la situación y ellos la animaron a formalizar la pertinente denuncia por los malos tratos que ella decía estar sufriendo, aunque a simple vista no tenía ninguna marca física que lo indicara. Ella se negó a denunciar. Solo les pedía que la llevaran hasta su casa, pero no tenía cómo ir. Todo fue breve y concluyó de forma rápida.
Paqui se subió a uno de los efectivos policiales y los agentes acercaron a Paqui a su domicilio. De una de las habitaciones, a través de la ventana, una luz tenue e intermitente iluminaba la habitación, lo que se percibía desde el exterior. Parecía que alguien estaba viendo la televisión. Paqui abrió la puerta y desde la planta de arriba se escuchaba la música, las voces que aquel televisor emitía.
—¿José? José, ¿estás en casa? —gritó Paqui hacia el interior de la vivienda.
Los agentes esperaban impasibles afuera. No avanzaron ni un paso y Paqui no tenía intención de hacerles pasar. Así lo demostraba su actitud.
—Gracias por acompañarme a casa, agentes. José no parece estar. Pueden irse —dijo ella. Paqui seguía mostrando signos de nerviosismo.
Los agentes se dieron la vuelta para volver a subirse al coche, pero la voz de Paqui los interrumpió de nuevo.
—Agente, una pregunta: ¿qué pasaría si mato a mi marido en legítima defensa?
—Pues pasaría que sus hijos se quedarían sin padre y usted iría a la cárcel.
Paqui se metió dentro de la casa y cerró la puerta. El vehículo de la Guardia Civil emprendió la marcha y abandonó la calle Montesinos para volver a la comandancia para seguir con su trabajo.
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El teléfono de Mateo volvió a sonar. Era de nuevo Paqui, pero esta vez no quería sus servicios como taxista, sino más bien un favor personal. Ella le pedía algo muy específico. Solo tenía que simular a través del teléfono que ambos estaban juntos y decir «Qué buena está» y «Estamos aquí, en un hotel». José lo escucharía todo, haciendo creer al marido que tenía un amante, igual que él había estado haciendo durante todo este tiempo. Paqui lo hacía manipulando dos teléfonos, para que Mateo estuviera de fondo a la vez que mantenía otra llamada desde otro dispositivo con José.
—¿Qué pasa, Paqui? —se escuchó la voz de José, de forma sutil, pero lo suficientemente nítida como para poder entender qué decía.
—Que estamos aquí. Déjanos en paz ya —le respondió ella.
Mateo no estaba dispuesto a entrar en ese juego, pese a la insistencia de Paqui en decirle que no se preocupara por nada, que José no tenía ni idea de quién era él. Pero eso a él no le importaba. Y colgó.
Sin embargo, esta no iba a ser la última llamada que Paqui realizaría al número de teléfono de Mateo. La tarde del 18 de enero, sobre las 19:30, volvió a aparecer el número de Paqui en la pantalla del teléfono del taxista. Lo reconoció al instante. Sabía que era ella. Le pedía que la llevara hasta Murcia para comprar unas cosas a sus hijos, pero Mateo la despachó pronto. Le dijo que esa tarde estaba ocupado y no podría llevarla. Ella no insistió. Simplemente, le dijo que no tenía prisa y la llamada se cortó poco después.
La madrugada del 19, el número de Paqui volvió a iluminar la pantalla de su teléfono móvil. Mateo contestó. Lo primero que escuchó fue la voz de un hombre que ya le resultaba familiar. Era José. «Paqui, ¿qué está pasando?». Escuchó. Era la misma jugada que la otra vez. Paqui permanecía callada. Mateo, también. Hasta que decidió romper el silencio para decirle que se dejara ya de tonterías, que no quería entrar en ningún juego ni buscarse problemas.
—¡Que te vayas a la mierda y nos dejes ya en paz! —Paqui, con un grito histriónico, sentenció la conversación.
La llamada se cortó definitivamente.
Lo próximo que sabría de ella sería al verla en el periódico, enterándose de todo lo que aquella mujer había hecho. Recordaba las conversaciones donde ella le decía que por nada del mundo quería perder a su marido, pero que necesitaba comprobar si le estaba siendo infiel y que quería darle una lección. Ahí se dio cuenta de que Paqui había perdido los papeles totalmente y no había podido gestionar todo aquello de forma adecuada. El colmo para ella había sido el hecho de tener que soportar acudir a un intercambio de parejas, propuesto por su marido; la ofensa había llegado al extremo.
Paqui no le había dado una lección a su marido, sino que había destruido toda una vida, toda una familia, y ahora estaba siendo investigada por un doble asesinato: el de sus propios hijos.
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Eran las 7:30 horas del 19 de enero de 2002. El Centro Operativo de Servicios de la Guardia Civil alertó de que algo había sucedido en el dúplex número 13 de la calle Montesinos, en Santomera. Agentes de la Policía Judicial de la Benemérita acudieron hasta la vivienda. Los cadáveres de dos niños se encontraban en el interior y todo apuntaba a que iban a tener que abrir una investigación por muerte con etiología criminal.
Cuando los agentes de la Policía Judicial de la Guardia Civil llegaron al lugar, ya había allí agentes uniformados del mismo cuerpo, quienes ya habían realizado algunas de las primeras indagaciones.
La puerta de barrotes de hierro que daba acceso al pequeño patio delantero estaba abierta. Frente a ellos, la entrada a la vivienda y la puerta del garaje. Los agentes subieron los tres escalones que conducían a la entrada de la casa. Nada más entrar, se encontraron con el salón comedor. Al fondo a la derecha estaban las escaleras que llevaban a la planta superior. A la izquierda, la mesa, junto al aparador, y al fondo, el sofá y la puerta de la cocina, que a su vez comunicaba con una habitación que era utilizada como sala de estar.
Los agentes de la Policía Judicial siguieron avanzando, recorriendo la casa para hacer una primera observación de lo que ya iba a ser declarado como escenario de un crimen. En cualquier lugar podrían hallar pruebas que fueran cruciales para resolver el caso.
Observaban a su alrededor, atentos a cualquier indicio digno de ser tenido en cuenta. En el salón comedor lo primero que pudieron ver fue, a la izquierda y junto a una ventana que daba acceso al patio, una mesa rectangular con tres sillas. En la pared de la izquierda, un mueble de tipo pladur, y en la pared de enfrente, una vitrina donde observaron que había un aerosol paralizante de 75 ml y un cuchillo de cocina de 25 cm de longitud total; 13,50 cm correspondían solo a la hoja, cuya parte más ancha era de 1,9 cm. Justo delante de ellos había un sofá de dos plazas. Paquita, mientras los agentes de la Guardia Civil miraban atentamente a su alrededor, se acercó hasta el sofá, levantó el cojín de la derecha y debajo apareció un estuche que contenía varias joyas.
Justo al lado del sofá estaba la puerta de la cocina. Los agentes entraron y se percataron del desorden que allí reinaba. Sobre la encimera se acumulaban platos y vasos sin fregar. Justo enfrente de la entrada a la cocina observaron que había otra puerta que comunicaba con la galería, donde se encontraban la lavadora y, encima, la secadora. A la izquierda quedaba el patio de luces y a la derecha, otra puerta que daba acceso a un pequeño aseo.
En la lavadora y la secadora vieron varias prendas de ropa, tanto en su interior como esparcidas por el suelo. Al lado de ambos electrodomésticos había un cesto para la ropa sucia donde hallaron varias prendas más. Sospechaban que podrían ser pruebas para la investigación, por lo que lo tendrían en cuenta más adelante a la hora de recoger las distintas evidencias que pasarían a formar parte del sumario del caso.
Tras echar ese primer vistazo rápido en la planta baja, los agentes regresaron al salón para después subir las escaleras que los llevarían a la planta superior. Con lo primero que se encontraron fue un pequeño pasillo que daba acceso al resto de habitaciones de la casa. A la derecha, dos puertas enfrentadas: la de la izquierda daba al dormitorio del hijo mayor de Paquita; la otra, a la de los dos hijos menores, quienes compartían habitación.