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A partir de una serie de entrevistas realizadas a Jesús Orta Ruiz, el Indio Naborí, el autor presenta un material muy valioso y nos da al ser humano increible que fue el Indio Nabori. El homenaje aun gran hacedor de la cultura cubana.
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Seitenzahl: 82
Veröffentlichungsjahr: 2023
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EL ABRAZO QUE PERDURA
Roberto Rodríguez Menéndez
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, com-prendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.
Edición y corrección: Norma Suárez Suárez
Diseño de cubierta e interior: Joyce Hidalgo-Gato Barreiro
Fotografías de cubierta e interiores: Cortesía de María Eugenia (Maruly) Azcuy
Epub: Valentín Frómeta de la Rosa y Ana Irma Gómez Ferral
© Roberto Rodríguez Menéndez, 2022
©Sobre la presente edición: Ediciones enVivo, 2023
ISBN: 9789597268413
Instituto Cubano de Radio y Televisión
Ediciones enVivo
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Vedado, Plaza de la Revolución, La Habana, Cuba
CP 10400
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www.envivo.icrt.cu
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A mi hija Ivalú,
brujita de luz
de los tiempos
que no cesan.
A mi esposa Yolanda
un grito de amor
en el eco de los días.
De Asturias llegué
porque no me he ido.
¿EL ÚLTIMO ABRAZO?
(Jesús Orta Ruiz-Indio Naborí, 1922-2005)
A Naborí: por continuar la interminable conversación de las palabras necesarias aquí y donde estés (fue el acuerdo ¿no?), por eso este libro a tu memoria.
A los que han sentido junto a mí el poder definitivo de la Radio.
«Nunca dejes de sonreír, ni siquiera
cuando estés triste, porque nunca sabes
quién se puede enamorar de tu sonrisa».
Gabriel García Márquez
Juntos sonreímos comentando la opinión del ilustre colombiano.
(La sonrisa de Naborí era interesante por enigmática y especial.)
Tampoco sé por qué en nuestro primer encuentro hablamos del tema.
Tal vez la sonrisa signó lo profundo de cada palabra. Quizá sea la explicación.
Por eso este libro. Feliz coincidencia. La Radio también es poesía. Y Naborí fue la poesía del «Sonido para ver». El centenario de ambos es una coincidencia feliz.
Fue en una Jornada anual celebrada en la provincia de Las Tunas, en homenaje a Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, El Cucalambé, cuando hablé por primera vez con Naborí. Sin visualizarme corporalmente me escuchó como si fuéramos viejos conocidos. Fue el primer impacto. Después de presentarme profesionalmente, escuchó con viva atención mis palabras: quería escribir una radionovela acerca de la vida de Nápoles Fajardo y necesitaba conversar con él para esclarecer pasajes del bardo en su vida cotidiana, al tiempo de profundizar en elementos de su poesía misma y sobre todo el misterio de su desaparición física. Su esposa, atenta a todo, me dio un papelito con el teléfono de su casa. Yo lo llamaría, fue el acuerdo. El jolgorio continuó y yo respiré aliviado.
Años después, en julio de 2012, terminaría de escribir mi radionovela La leyenda del Cucalambé, que alcanzó 85 capítulos y que transmitiría Radio Progreso, con todo éxito de audiencia, bajo la dirección de Héctor Pérez Ramírez, para mí el mejor director artístico de mis radionovelas.
Naborí fue hombre también de la historia de la Radio cubana. Por eso estas palabras introductorias. Razones por las cuales se me unen, en mi vida personal, la Radio cubana y el poeta mayor de nuestra décima como luz común que se prolongará hacia el futuro con el aliento del abrazo que perdura.
Adoro las cosas frágiles, me dijo el poeta y después, de memoria, le escuché una de sus décimas favoritas, Canto a la décima criolla. Cuando concluyó le dije que era una décima emblemática a la que hay que obligatoriamente estudiar en sus raíces mismas.
El suave toque en la puerta de su casa en El Vedado habanero envolvía el misterio de muchos años de lectura hacia adentro, hacia abajo, hacia el sitio donde las cosas valen lo que no se presiente. Tal vez fueron tres interminables minutos en aquella primera espera hasta que una mujer dulce, breve y risueña me abrió, sin saberlo, el inmenso baúl de las cosas esenciales que atesora una casa a la manera de César Vallejo:
Cuando alguien se va, alguien queda. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, lugar por donde ningún hombre ha pasado. Las casas nuevas están más muertas que las viejas, porque sus muros son de piedra o de acero, pero no de hombre.
Después del saludo inicial y la mirada inteligente de quien me sabe amigo, la ejemplar compañera de tantos años de entrega amorosa al poeta, me conduce por espacios abiertos donde la delicadeza de lo exacto y necesario llena las paredes y rincones que se me pierden en la mente por la sencillez de su importancia: allí una caricatura del bardo, un pequeño mueble a la manera de un cuadro que protege, con su limpio cristal, medallas que escoltan la relevancia de un machete mambí y libros y libros y libros. Acá, sillones cubanos, sillones guajiros, como apetece el ambiente.
De pronto, imponente como un dios griego y de pie, Jesús Orta Ruiz, con su mano derecha extendida en el aire, adivina mi trayectoria hasta mi apretón de manos. ¿Nos sentamos o nos sentaron? Era domingo y, travieso, el calor de media mañana, dominaba el ambiente donde daría inicio la primera de las ocasiones en que nos veríamos a pesar de su ceguera. Fue aquella tal vez la primera lección de vida que me daba: mirar con el alma.
¿Durmió bien?
Como un niño.
Eloína regresa con sendas tazas de café humeante en una bandeja que huele a guateque (por ahí tuvo que empezar la historia). Siempre sonriente, ella ayuda al poeta para que tome entre sus manos, algo nerviosas, la bebida estimulante. Luego, al quedarnos solos, Naborí me recuerda la cercana conversación telefónica que dejó pactado este encuentro. Me hablaba como un compañero de clases que esclarecía dudas sobre las preguntas de un posible examen.
Tu voz me resulta muy familiar.
A partir de ahí y hasta el final de lo que se convertiría en el testimonio más largo del mundo, por lo menos para mí, me haría siempre buscar, detrás de sus cristales oscuros, el destello de una mirada que nadie hubiera descubierto antes. Inmerso en esa ciclónica imagen por descubrir, recordé un programa sobre el origen de los inventos del hombre o las realidades inevitables de la Naturaleza, que Radio Rebelde trasmitía, décadas atrás, de lunes a viernes en la mañana, titulado En el principio fue y justamente empecé a jugar con el tiempo, en su consideración filosófica, y de mutuo acuerdo nos hundimos, a la manera del Titanic, en el tiempo de ahora mismo para retroceder en busca del silencio y los gritos de los caminos perdidos de una vida que debía atrapar sin más consideración.
Sería un rejuego con el tiempo, el que se va y el que se queda. Para ello, y convencido de que la sinceridad de mi propuesta se enraizaba en la admiración de lecturas lejanas, la muerte, indolora e imprecisa, salió a flote, impresionante y difícil, pero necesaria para dejar memoria. Fue cuando Naborí me habló de varios árboles de nuestros campos cubanos y me los hacía ver, tocar con las manos, sentir la dureza de su ternura yluego, como un maestro de pinturas, donde el arcoíris aparecía esplendente en su fortaleza y proyección, me describió los colores de una mariposa que recordaba en una lejana visita a la provincia de Matanzas y después, para desconcertarme, hizo un silencio durante el cual no me atreví ni a moverme en el sillón.
Era el discurso de su alma que debía escuchar atentamente. Le oía su respiración, tal vez a saltos en algún momento. De cualquier manera, me convertí en una roca que en lo alto de la montaña es batida por un viento descomunal. Tenía que hacer de esos momentos el necesario rebote tal como en una cancha de tenis se espera el regreso de la pelota. El poeta, lo supe, me iba a entregar sus recuerdos, como se hace de amigo a amigo. Lo que sin duda sería un testimonio auténtico.
Así empezó el primero de los encuentros que intentaré describir, alejándome de la manera cotorrona y fría de los que nos enseñan objetos que se ocultan tras el silencio de cristal.
Me haces recordar, de pronto, aquellos versos de José Martí:
Yo sueño con los ojosabiertos, y de díay noche siempre sueño…
Tomó un blanco pañuelo entre sus manos y jugueteó con este. Una lluvia suave comenzaba a caer en el exterior de la casa del poeta y me acomodé en el sillón. Comprendí que el escenario quedaba dispuesto para las confesiones. Son los momentos trascendentales de un testimonio inolvidable que apenas comenzaba como una necesidad de intercambio humano. Jesús me miró de frente y familiarizado con la visión que tuvo me dijo, entrañablemente:
¡Los domingos son buenos para las confesiones!