El eco de las mentiras - Ian Rankin - E-Book

El eco de las mentiras E-Book

Ian Rankin

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Beschreibung

En un bosque al sudeste de Edimburgo han encontrado el cadáver de un detective privado desaparecido desde hace más de una década. John Rebus conoce bien el caso, porque originalmente formó parte del equipo encargado de la investigación, que estuvo plagada de errores e intereses ocultos. Ahora tanto Rebus como la policía tienen una segunda oportunidad para atrapar al culpable, pero las presiones de la familia de la víctima y la prensa les dejan muy claro que se juegan mucho más que la reputación.

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Seitenzahl: 550

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Título original: In a House of Lies

© John Rebus Limited, 2018.

© de la traducción: Efrén del Valle Peñamil, 2019.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2019. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO600

ISBN: 9788491874843

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

MARTES

1

2

3

MIÉRCOLES

4

5

6

7

JUEVES

8

9

10

11

12

13

VIERNES

14

15

16

17

18

19

20

21

22

SÁBADO Y DOMINGO

23

24

LUNES

25

26

27

MARTES

28

29

30

31

32

33

MIÉRCOLES

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35

36

37

38

39

40

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JUEVES

42

43

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46

47

VIERNES

48

49

50

51

52

53

54

SÁBADO

55

56

57

58

59

EPÍLOGO

IAN RANKIN. JOHN REBUS

IAN RANKIN. MALCOLM FOX

OTROS TÍTULOS DE IAN RANKIN

Notas

MARTES

1

El coche fue hallado porque Ginger sentía envidia de su amigo Jimmy.

Aquella mañana había cuatro personas en el bosque. Eran las vacaciones de febrero y las clases no se retomaban hasta varios días después. Llevaron las bicicletas lo más lejos que pudieron y las dejaron en un punto del camino cubierto de vegetación, en el que las raíces y las ramas caídas formaban una pista de entrenamiento improvisada. Los cuatro, Ginger, Alan, Rick y Jimmy, tenían once años e iban a la misma clase. La bicicleta de Jimmy era la más cara, al igual que la ropa y la mochila que llevaba. Sus padres siempre le compraban lo mejor. El dormitorio del muchacho estaba atestado de consolas de videojuegos y poseía las últimas novedades. Por eso Ginger esperó a que Jimmy, empapado en sudor y jadeante después de tanto correr y saltar, se encontrara justo al borde del profundo barranco para darle un empujón. No fue muy fuerte. Ginger solo pretendía asustarlo o que se deslizara unos metros por la pendiente y que luego pudiera trepar de vuelta sin ayuda mientras los demás se reían, lo observaban y grababan. Pero los laterales eran pronunciados e inestables y Jimmy cayó rodando hasta el fondo, donde había una masa de helechos, zarzas y ortigas.

—Yo no he sido —dijo Ginger.

Esa sería la versión oficial en clase, en el patio y en la casa que compartía con sus padres y sus dos hermanas. Alan maldijo entre dientes al mirar desde el borde y Rick lo agarró de la sudadera, como si temiera que Ginger no hubiera terminado aún.

—¡Yo no he sido! —repitió Ginger elevando el tono.

Los tres vieron a Jimmy ponerse en pie. Se buscó picaduras de ortiga en el dorso de las manos y la cara, y luego se agachó a coger una rama caída.

—Va a por ti —le dijo Alan a Ginger en tono burlón.

Pero Jimmy estaba utilizando la rama para apartar los helechos e intentar ver lo que ocultaban.

—Alguien ha abandonado un coche —gritó Jimmy.

—La gente abandona coches continuamente —respondió Rick—. ¿Serás capaz de salir de ahí?

Pero Jimmy lo ignoró. Estaba bordeando el coche y tratando de destaparlo. Las ventanas seguían intactas, pero se hallaban cubiertas por una película mohosa, así que se tapó la mano con la manga y se puso a limpiarlas.

Los otros chicos se miraron los unos a los otros. Alan fue el primero en bajar por la pendiente, seguido de Rick y de Ginger.

—¿Hay algo que valga la pena coger? —preguntó Alan.

Jimmy tenía la cara pegada al cristal e intentó abrir la puerta del conductor, pero estaba atorada.

—Creo que es un Polo —murmuró Ginger—. El coche. Es un Volkswagen Polo —añadió para que quedara claro.

Rick estaba frotándose las palmas de las manos con musgo.

—Me han picado las ortigas —protestó.

Alan se encontraba en el lado del acompañante y abrió la puerta con un chirrido de bisagras.

—Parece que está vacío —dijo al montarse en el coche. La llave seguía puesta en el contacto y la giró, pero no ocurrió nada—. Está muerto —anunció.

—Seguro que alguien lo mangó y decidió abandonarlo —concluyó Ginger, que ya se mostraba aburrido y dio una patada a un faldón.

Rick se había bajado la cremallera y estaba orinando en unos helechos.

—El pis es bueno para las picaduras de ortiga —le dijo Alan, que obtuvo por respuesta un dedo levantado.

Jimmy se había dirigido a la parte trasera del coche y estaba pulsando la cerradura del maletero, que se abrió un par de centímetros y quedó trabado.

—Ayúdame —le ordenó a Ginger.

Ambos se sobresaltaron cuando se rompió la ventana trasera. Al volverse, vieron que Rick había arrojado una piedra y estaba sonriendo y desempolvándose las manos.

—¡Joder! —gritó Jimmy.

—Larguémonos de aquí —contestó Rick.

Ginger oteaba por el agujero del cristal.

—Aquí hay algo —anunció, y esperó a que los demás se acercaran.

—Parece un esqueleto —aventuró Alan.

—Será una broma o algo así —dijo Rick—. No parece de verdad. ¿A vosotros os lo parece?

—¿Y cómo es uno de verdad, profesor? —repuso Jimmy mientras tomaba fotos con su teléfono.

Los demás sacaron sus móviles para poder hacer lo mismo.

—Tiene pelo —dijo Ginger—. Pelo y una camisa.

—Deberíamos irnos y que lo encuentre otro —propuso Rick, que dio media vuelta y echó a andar pendiente arriba—. ¿A qué estáis esperando? —dijo a los demás.

Ginger y Alan se miraron indecisos. Entonces oyeron la voz de Jimmy y se volvieron hacia él. Tenía el teléfono pegado a la oreja y estaba pidiendo que lo pasaran con la policía.

2

Siobhan Clarke aparcó en el camino de acceso detrás de varios vehículos oficiales. Un agente uniformado examinó su placa y le indicó la ruta que debía seguir bosque adentro. Luego, Clarke abrió el maletero del Vauxhall Astra y se cambió los zapatos por unas botas de agua.

—Muy inteligente —comentó el policía, que miró sus zapatos manchados de barro.

—No es mi primera vez —respondió Clarke.

Las puertas traseras de la furgoneta de la policía científica estaban abiertas y un técnico buscaba algo que necesitaban.

—¿Haj está al mando? —preguntó Clarke, y el técnico asintió.

Ella hizo lo propio y siguió adelante.

Haj Atwal era el mejor jefe de la científica con que contaba la Policía de Escocia. El teléfono de Clarke empezó a vibrar. Era un 0131 y había cobertura suficiente, así que contestó.

—¿Sí?

Al otro lado, solo hubo silencio. Miró la pantalla. «Llamada finalizada». Clarke no reconoció el número, lo cual no era ninguna sorpresa. El día anterior y el anterior a ese había ocurrido lo mismo en tres ocasiones. Al principio, pensó que alguien se había equivocado, pero empezaba a tener sus dudas. Pasó junto a cuatro bicicletas. Los chicos habían sido trasladados a una comisaría para que prestaran declaración. Les devolverían las bicicletas más tarde. Si alguien se acordaba.

Clarke tardó más de cinco minutos en llegar al barranco. Primero oyó las voces y luego empezó a distinguir las figuras humanas. Habían atado un par de cuerdas gruesas a unos árboles situados cerca de allí. Con gran esfuerzo, un agente de la científica estaba subiendo por la pendiente mientras otro utilizaba la segunda cuerda para relevarlo.

—Sobrevivirán los más fuertes —comentó un agente situado junto a Clarke.

Desde el borde del precipicio, Clarke divisó el coche. Habían retirado buena parte del camuflaje, y ahora tomaban fotos y examinaban la zona de alrededor del vehículo, mientras montaban unas lámparas de arco voltaico conectadas a un generador portátil. Era primera hora de la tarde, pero ya empezaba a oscurecer.

—Deduzco que no fue necesario un médico.

—No como tal —comentó el agente—. Pero la patóloga está ahí abajo.

Al fondo del barranco, todos llevaban monos blancos con capucha, pero Clarke identificó a Deborah Quant, que también la vio a ella y la saludó con la mano. La figura que tenía a su lado pareció preguntarle quién era y, cuando Quant respondió, él también levantó la mano. Un minuto después, el tipo asomaba por el barranco como si fuera la tarea más fácil del mundo. Una vez arriba, se quitó la capucha y le tendió una mano a Clarke.

—Soy el inspector jefe Sutherland —dijo—, pero puede llamarme Graham. ¿Es usted la inspectora Clarke?

—Siobhan —respondió ella.

—Y conoce usted a nuestra patóloga local.

Clarke asintió.

—¿Qué sabemos de la víctima?

—Varón. Deborah no se atreve a asegurar cuánto lleva muerto. Parece que ha sufrido daños en el cráneo.

Clarke estudió el lugar.

—No es fácil llegar aquí en coche.

—Supongo que antes era más accesible. No sabemos si seguía vivo cuando se metió en el barranco o si ya estaba atado en el maletero.

—¿De qué año es el coche?

—Aún no estamos seguros. Han quitado las matrículas. No hay rastro de la pegatina de la inspección técnica y no había nada en la guantera ni en la ropa. Lo llevaremos al laboratorio a ver qué dicen.

—¿No puede tratarse de un suicidio extraño?

Sutherland se encogió de hombros.

—Deborah no cree que la lesión del cráneo fuera causada por un choque. Está en la parte posterior de la cabeza, y todo apunta más a un arma que a otro tipo de impacto.

—¿Dice que iba atado?

—Bueno, no exactamente.

Sutherland cogió su teléfono móvil y giró la pantalla para mostrársela a Clarke. En la foto aparecía el interior del maletero, un primer plano de unas piernas con sus pies. El hombre llevaba unos vaqueros mugrientos y desgastados por el paso del tiempo y unas zapatillas de deporte blancas que habían empezado a pudrirse. Tenía los tobillos esposados. Clarke miró a Sutherland como buscando una explicación, pero él se limitó a encogerse de hombros.

El Equipo de Delitos Graves tenía su oficina en la comisaría de Leith y Sutherland le dijo a Clarke que se reuniría con ella allí.

—¿Conoce el lugar? —preguntó.

—Lo conozco, sí.

Clarke llamó a su oficina de Gayfield Square para informar de que estaría en otro sitio.

—Transferida al Equipo de Delitos Graves —comentó la agente Christine Esson—. No creas que no estoy celosa.

—Ya te contaré cómo ha ido.

—Probablemente solo necesitan que les expliques dónde pueden conseguir comida caliente y bebida.

—Gracias por el voto de confianza, Christine.

Clarke esperaba que Esson pudiera percibir su sonrisa. Después de colgar, entró en la sala del EDG, que estaba vacía, y en donde solo había unas cuantas mesas y sillas. Así habían quedado las cosas, gracias a los cambios acaecidos en la Policía de Escocia. El Departamento de Investigación Criminal local, el DIC, había sido relegado a un segundo plano tras enviar a un equipo para que tomara las riendas y reservarles un par de salas. Clarke no conocía a Graham Sutherland, pero había oído hablar de él y se preguntaba por qué ahora estaba ella bajo su radar.

Entonces oyó un ruido detrás y se dio la vuelta. Sutherland entró en la sala mirándola fijamente. Era alto y de constitución atlética y debía de rondar los cincuenta años. Tenía el pelo rubio y corto, una tez que había tomado el sol no hacía mucho y una mirada que revelaba que no se le escapaban demasiadas cosas. Su traje gris oscuro parecía casi nuevo y vestía una camisa blanca almidonada y corbata azul marino.

—Lo de siempre —comentó mientras estudiaba el entorno—. Seguro que las ventanas están cerradas a cal y canto y la mitad de los enchufes no funcionan.

—Además, algunos cajones pueden dar problemas.

Sutherland sonrió fugazmente.

—El resto del equipo no tardará en llegar. No sé si conocerá a alguno.

—Lo cual plantea una pregunta, señor...

—Le dije que me llamara Graham.

—Si no conoce la ciudad, hay guías más cualificados que yo.

Clarke se cruzó de brazos y Sutherland la miró a los ojos.

—He oído cosas buenas sobre usted, Siobhan. Sé orientarme en Edimburgo, pero espero que usted pueda orientarme en este caso. Y, además...

Sutherland se interrumpió, dejando en el aire lo que estaba a punto de añadir.

—¿Además...? —dijo Clarke.

—Sé que tuvo un encontronazo con la Unidad Anticorrupción. No es usted la primera ni tampoco será la última. —Sutherland dio un paso adelante y ladeó ligeramente la cabeza—. Para mí, la policía es como una familia. Alguien tendría que recordárselo a la UAC.

—No necesito que me compadezcan, Graham.

Este asintió lentamente. Se oyeron voces subiendo las escaleras.

—Quienes sí necesitan compasión son los que están a punto de entrar por esa puerta. Haremos las presentaciones rápidamente y nos pondremos a trabajar, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Clarke cerró la puerta del lavabo y se sentó a anotar los nombres en su teléfono móvil para recordarlos. Había otro inspector, Callum Reid. Era pelirrojo y pecoso y, por la edad que aparentaba, podría incluso pasar por hijo de Clarke. Había entrado en la sala con un mapa en la mano, que desplegó y colgó en la pared. En él aparecían los bosques, pueblos y ciudades que los rodeaban.

—Tendremos que conformarnos con esto mientras no consigamos una pizarra —anunció.

Sutherland miró a Clarke para indicarle que era algo normal en Reid. «Sr. Eficacia», escribió junto a su nombre. Los dos sargentos recordaban un poco a un dúo cómico de la televisión de los años setenta. George Gamble era un hombre corpulento que vestía un traje a cuadros, todo él coronado por una tez rubicunda y una mata de pelo alborotada. Tess Leighton era al menos ocho centímetros más alta y tan delgada que Clarke se preguntó si podría sufrir anorexia. Tenía la piel blanca como la leche y lucía ojeras. Por su parte, los dos agentes rasos parecían hermanos. Ambos tenían el cabello rubio y una altura y edad similares, probablemente unos veinticinco años. Phil Yeats se presentó especifican­ do que su apellido era «como el del poeta, no la bodega de vinos».

—Nunca se cansa de explicarlo —añadió la agente Emily Crowther al estrechar la mano de Clarke.

El equipo había sido seleccionado recientemente por Sutherland, quien había dirigido muy pocas investigaciones de envergadura. Así se lo explicó a Clarke, que había captado el subtexto: «No me decepciones». Luego, se reunieron todos en torno al mapa y Callum Reid rodeó los bosques con un grueso rotulador negro.

Cuando hubo acabado de anotar los nombres de sus nuevos compañeros sentada en el retrete, Clarke se dio unos golpecitos con el teléfono en la barbilla. Al menos, ahora sabía por qué la habían llevado allí: para demostrar a los de Anticorrupción que la policía estaba unida. La Unidad Anticorrupción de la Policía de Escocia se había pasado casi medio año intentando acusar a Clarke de algo. Por ahora, habían terminado, pero ella creía que volverían a la carga. Sabía que los desesperaba no conseguir el resultado deseado. «No es usted la primera ni tampoco será la última». Sutherland le contó que él también había tenido sus más y sus menos con la UAC en el pasado. ¿El traslado de Clarke era la manera que escogía Sutherland para hacerles un corte de mangas a sus antiguos torturadores? Clarke esperaba que no. Le dijo que había oído cosas buenas sobre ella, y era cierto. Siendo buena policía y detective, lo había aprendido casi todo con gran esfuerzo.

Su teléfono empezó a vibrar. Esta vez apareció en la pantalla un nombre en lugar de un número y Clarke esbozó una media sonrisa al responder.

—Justamente estaba pensando en ti —dijo.

—¿Era un Polo?

John Rebus parecía inquieto.

—¿El qué?

—El coche que había en el bosque. Tienes que averiguar si era un Volkswagen Polo rojo.

—¿Cómo lo sabes?

—En la radio han dicho que había un cuerpo dentro.

Clarke entornó los ojos.

—¿Me estás diciendo que sabes quién es?

—No digo que lo sea; digo que podría serlo.

—¿Y piensas decírmelo?

Hubo un momento de silencio.

—¿Te han adjudicado el caso?

—Soy adjunta del Equipo de Delitos Graves.

—Bien por ti. Entonces ¿estás en Leith? —Clarke no pudo evitar sonreír y Rebus pareció notarlo—. Puede que lleve mucho tiempo jubilado, pero el cerebro sigue activo.

—Puede que el cerebro siga activo pero tú, no.

—¿Qué significa eso?

—Que solo uno de los dos es policía ahora mismo, así que dame un nombre y lo comprobaré.

—Yo le echo la culpa a la tecnología moderna.

—¿De qué?

—De la poca memoria que los de tu generación tenéis. Habéis olvidado cómo se almacena la información.

—John... —respondió Clarke con un suspiro—. Dame el nombre.

—Ni siquiera me has preguntado qué tal estoy.

—Te vi el mes pasado.

—A lo mejor, la situación ha empeorado.

—¿Es así?

—No tanto como para que tú lo notes.

—Me alegro. —Clarke hizo una pausa—. John, ¿sigues ahí?

—Estoy en camino.

—Esto no funciona así.

Pero Rebus había colgado.

Clarke se levantó, abrió la puerta del cubículo y se lavó las manos antes de volver a la oficina. El equipo intentaba mostrarse ocupado mientras esperaba la llegada de material y del personal auxiliar. Reid insistía en la necesidad de una televisión o un monitor para poder estar atentos al tratamiento que dieran los medios a la noticia. Leighton añadió que alguien debería seguir las redes sociales como fuente de información y rumores. Les faltaba una mesa, así que Yeats y Crowther compartían una, pero no parecía importarles y estuvieron charlando hasta que Graham Sutherland hubo finalizado la llamada.

—Deborah Quant dice que necesitamos a un antropólogo forense. Contactará... —consultó una anotación— con Aubrey Hamilton. Por lo visto, es de Dundee.

—Pero ¿habrá autopsia? —preguntó Callum Reid, situado junto a su mapa como si pretendiera evitar que se lo robaran.

Sutherland asintió.

—Y Hamilton ayudará a la profesora Quant. Mientras tanto, han tomado las huellas a los niños para el proceso de descarte. Creo que Haj tiene ganas de cargárselos; pisotearon toda la escena del crimen y dejaron cristales rotos por todas partes.

—¿Qué opináis de las esposas? —dijo George Gamble, que se quitó la americana y se sentó con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco.

—Buena pregunta. —Sutherland los miró uno a uno—. ¿Alguna idea?

—Parecen de buena calidad —respondió Tess Leighton arrastrando las palabras. Estaba sentada muy erguida, como si fuera una Jean Brodie hastiada.

—Son auténticas —coincidió Sutherland.

—¿Se refiere a que son de la policía?

—Aún no lo sabemos.

—Pero las llevaba en los tobillos —dijo Callum Reid negando con la cabeza—. No tiene sentido.

—A menos que quieras impedir que alguien salga corriendo —añadió Phil Yeats.

Pensativo, Sutherland se pasó el dedo por el tabique nasal.

—¿Algo que añadir, Siobhan?

Clarke se aclaró la garganta.

—Una de mis fuentes podría tener un nombre para nosotros.

De repente, la sala se llenó de energía. Reid se olvidó del mapa y se acercó a Clarke.

—Adelante —dijo.

—No me lo ha dicho.

—¡Entonces, vamos a hablar con él!

Reid se volvió hacia Sutherland esperando a que asintiera o dijera algo, pero su jefe estaba mirando fijamente a Clarke.

—¿Con quién ha estado hablando exactamente, Siobhan?

—Es un expolicía. Lleva años jubilado. Y, si lo conozco bien, aparecerá por aquí en los próximos diez o quince minutos.

—¿Le gustaría hablarnos un poco de él antes de que eso ocurra?

—¿En apenas diez o quince minutos? —dijo Clarke con un resoplido—. Dudo que eso le haga justicia.

Sutherland se recostó en la silla y se cruzó de brazos.

—Inténtelo de todos modos.

—No me dejaban pasar de recepción —protestó Rebus cuando Clarke lo acompañó al piso de arriba—. Qué tiempos aquellos...

Clarke se volvió hacia él.

—¿En serio estás bien, John?

—Todavía padezco una enfermedad obstructiva pulmonar crónica, si es a eso a lo que te refieres. No va a desaparecer.

—Lo sé. Irá a peor.

—Pero, por alguna razón, aquí sigo. —Rebus extendió los brazos—. Como el proverbial...

—¿Bicho malo? ¿Elefante en una cacharrería?

—Creo que iba a decir «fantasma en la máquina», hasta que me he dado cuenta de que no es exactamente un proverbio. —Hizo una pausa y estudió el lugar—. Como en los viejos tiempos.

—No queda ya nada como en los viejos tiempos, John —dijo Clarke, que empezó a subir de nuevo las escaleras.

Cuando llegaron al descansillo, Rebus tenía dificultades para respirar. Tardó un momento en recuperarse y se palpó el bolsillo para comprobar que llevaba consigo el inhalador.

—He dejado el tabaco de una vez por todas —informó a Clarke.

—¿Y el alcohol?

—Solo una especie de solución acuosa de vez en cuando, señoría.

Echando los hombros hacia atrás y adoptando una mirada que Clarke reconoció de antaño, Rebus pasó junto a ella y entró. Sutherland ya estaba de pie, y recibió a Rebus en el centro de la sala estrechándole la mano.

—No se conoce a una leyenda todos los días —dijo.

—¿Usted o yo? —respondió Rebus.

Sutherland sonrió y acompañó a Rebus hasta una silla. Phil Yeats estaba apoyado en la pared; la silla que ocupaba Rebus era la suya. Sutherland se sentó a su mesa y juntó las manos.

—Siobhan nos ha contado que podría tener información, John. Le agradecemos que haya venido.

—Quizá no me lo agradezcan tanto cuando oigan el nombre. Fue en 2006. —Rebus señaló a Callum Reid—. Usted aún debía de llevar pantalones cortos. —Luego se volvió hacia Sutherland—. ¿Esta semana les dejan traer al trabajo a sus hijos o qué?

—El inspector Reid es mayor de lo que aparenta.

Sutherland intentaba mantener una actitud distendida, pero Clarke notó que no duraría mucho. Su tono alertó a Rebus, que volvió a echar un vistazo a la sala.

—Memoria corta, como le comentaba a Siobhan. Si no me equivoco, el coche probablemente pertenezca a Stuart Bloom.

Rebus hizo una pausa y vio que Sutherland fruncía el ceño.

—En 2006 yo aún estaba en Inverness —respondió finalmente el inspector jefe.

—¿Y tú, Siobhan? —Rebus levantó un dedo—. Ya respondo yo por ti: te habían destinado a Fife. Tres meses, diría, que coincidieron casi de manera exacta con el caso.

—¿El detective privado? —Clarke asintió—. Recuerdo que hablamos de ello. Desapareció.

—Exacto —dijo Rebus—. ¿Les suena de algo?

Luego miró a los allí presentes, pero solo vio rostros inexpresivos. Sin embargo, Callum Reid ya estaba utilizando su teléfono móvil para buscar el nombre en Internet. Los otros lo vieron y siguieron su ejemplo, todos excepto Sutherland, cuyo móvil había empezado a vibrar.

—Inspector jefe Sutherland —dijo al cogerlo.

Mientras escuchaba, miró fijamente a Rebus y, después de dar las gracias a su interlocutor, agitó el teléfono en dirección al exagente.

—Han contactado con nosotros algunos ciudadanos. Otros ciudadanos, debería decir. Tres de ellos han dado el mismo nombre que usted.

—Detective privado de Edimburgo —dijo Reid leyendo la pantalla—. Desapareció en marzo de 2006. Su compañero fue interrogado...

—¿Compañero de trabajo? —interrumpió Sutherland.

—Su amante —precisó Rebus—. Stuart Bloom era homosexual. Su novio era el hijo de un agente de la Brigada de Homicidios de Glasgow llamado Alex Shankley.

—¿El novio era sospechoso? —preguntó Sutherland.

—No escasean esos tipos —zanjó Rebus—. Pero cuando no hay rastro de juego sucio y no aparece un cuerpo...

Sutherland se levantó a estudiar el mapa y Rebus se acercó.

—¿Habrán rastreado esos bosques?

Rebus asintió lentamente.

—Creo que más de una vez.

Sutherland se volvió hacia él.

—Y eso, ¿por qué motivo?

—Por el propietario de esas tierras.

—Suéltelo ya, John —le espetó Sutherland, a quien se le estaba agotando la paciencia.

—El hombre para el que trabajaba Stuart Bloom, un productor de cine llamado Jackie Ness. La casa de Ness se encuentra en el lado opuesto del bosque desde la carretera. —Rebus miró el mapa y finalmente señaló un punto con el dedo—. Ahí, más o menos —dijo—. Y «casa» no sería la palabra adecuada; más bien se trata de una mansión.

—¿Ness sigue viviendo allí? —Sutherland vio que Rebus se encogía de hombros y se dio la vuelta—. Consíganme esa información —ordenó a nadie y a todos.

—Nos vendría bien un ordenador —dijo Phil Yeats—. Tengo el portátil en el coche. Voy a por él.

Sutherland asintió y dijo a Rebus:

—Es como llaman hoy en día a los ordenadores portátiles.

—Ya lo sé —respondió—. Y ahora, ¿qué?

Sutherland se puso pensativo.

—Trabajó usted en la investigación original. Nos sería útil conocer la información de la que dispone.

—Suponiendo —añadió Tess Leighton— que realmente se trate del coche de Bloom y que el sujeto del maletero sea él.

—Debemos mantener la mente abierta —coincidió Sutherland—. Pero, mientras tanto, John podría informarnos para llevar cierto orden. Imagino que la documentación estará almacenada en algún lugar.

—Probablemente la CCU se la llevara casi toda —dijo Rebus fingiendo que estudiaba el mapa.

—¿La CCU?

—Ya sé que ahora se llama UAC, pero en 2006 era la CCU. Unos cuantos necesitaríais recibir una pequeña clase de historia. Fue mucho antes de la Policía de Escocia. En aquel momento, aún teníamos los ocho cuerpos regionales...

—¿Y por qué intervino la CCU, John? —interrumpió Sutherland.

Rebus dudó unos instantes.

—Bueno —respondió al fin—, la cagamos a base de bien. La CCU fue solo la guinda del pastel, por así decirlo.

—No se equivoca —terció Callum Reid, que estaba mirando fijamente su teléfono y tecleando con el pulgar—. La familia de Bloom presentó más de una docena de reclamaciones durante y después de la investigación. El año pasado, volvieron a la carga.

Rebus asintió lentamente con la mirada clavada en Sutherland.

—Todo sería mucho más sencillo si quien estaba en ese coche fuese cualquiera menos Stuart Bloom. ¿Cabe alguna posibilidad de que fuera un suicidio?

—Creo que podemos descartarlo casi por completo. Alguien tapó el coche con ramas y helechos.

—Pudo hacerlo él antes de meterse en el maletero si verdaderamente no quería que lo encontraran.

George Gamble soltó una risotada áspera.

—¿Alguna vez ha visto a un suicida con esposas en los tobillos?

—¿Esposas?

Rebus miró a Sutherland, a Siobhan Clarke y, de nuevo, a Sutherland.

—Todavía no queremos que ese detalle se haga público —dijo Sutherland, que miró a Gamble con cara de pocos amigos.

—¿Esposas de la policía? —insistió Rebus.

Sutherland levantó la mano con la palma mirando hacia Rebus.

—No nos precipitemos. Deberíamos sentarnos para que nos cuente la historia.

—No me vendría mal una taza de té.

Sutherland asintió y se volvió hacia Clarke.

—Siobhan, es usted quien conoce la zona...

—Hay una cafetería en la otra acera. Probablemente sea la mejor opción.

Sutherland sacó del bolsillo un billete de veinte libras y se lo ofreció.

—Un momento —protestó ella—. ¿Quiere que vaya yo?

—Estoy delegando —respondió Sutherland con una mirada pícara.

Clarke cogió el billete y se acercó a Emily Crowther.

—Le toca, agente Crowther.

Esta frunció el ceño y parecía reacia a coger el dinero, así que Clarke se lo dejó encima de la mesa y lo deslizó en su dirección.

—Bien delegado —comentó Rebus con una tímida sonrisa—. ¿Por dónde quiere que empiece? —preguntó a Graham Sutherland.

3

Una calle con casas adosadas en Blackhall, una zona residencial bastante tranquila de no ser por los conductores que querían evitar Queensferry Road, la calle adyacente más transitada. Rebus abrió la puerta de hierro forjado. Las bisagras no emitieron sonido alguno y el jardín que se extendía a ambos lados del camino de baldosas parecía bien cuidado. En la acera había ya dos cubos, uno lleno de basura y el otro con tierra y plantas de jardín. Ningún otro vecino había sacado aún la basura. Rebus llamó al timbre y esperó. Finalmente abrió la puerta un hombre de su misma edad, aunque pareciera un lustro más joven. Bill Rawlston seguía estando delgado después de la jubilación y los ojos que se ocultaban tras las gafas de media luna conservaban su sagacidad.

—John Rebus —dijo con seriedad mientras estudiaba al visitante de arriba abajo.

—¿Te has enterado?

Rawlston torció el gesto.

—Pues claro que me he enterado, pero nadie ha dicho todavía que sea él.

—Es cuestión de tiempo.

—Sí, supongo. —Rawlston suspiró y entró en el vestíbulo—. Será mejor que pases. ¿Te apetece un té o prefieres algo más fuerte?

—Un té está bien.

Rawlston miró hacia atrás cuando se dirigía a la cocina.

—Es la primera vez que te veo rechazar una copa.

—Al parecer, he cogido una pequeña dosis de enfermedad obstructiva pulmonar crónica.

—¿Y qué es eso exactamente?

—En los viejos tiempos, se conocía como «enfisema». Parece que he comprado un boleto ganador.

—Bueno, lo siento de todos modos. Ni «crónica» ni «obstructiva» suena a premio gordo.

—¿Y tú, Bill? —preguntó Rebus.

—Beth murió el año pasado. Fumó un paquete diario durante toda su vida adulta y va un día y tropieza, se da un golpe en la cabeza y la mata un coágulo de sangre. ¿Te lo puedes creer?

La cocina estaba inmaculada. Rawlston había lavado el cuenco de sopa y el plato del almuerzo y los había dejado en el escurridor. También había enjuagado el envase de plástico de la sopa. Debía de haber un contenedor de reciclaje esperándolo frente a la puerta trasera.

—¿Azúcar? —preguntó Rawlston—. Ya no me acuerdo.

—Solo leche, gracias.

Pero Rebus no tenía planeado beberse el té. Se había hartado de él después de su visita a Leith. Sin embargo, mientras preparaban las bebidas tuvo tiempo de estudiar a Bill Rawlston, y sabía que él también habría estado aprovechando la ocasión para pensar.

—Por aquí —dijo Rawlston a su invitado, y luego le ofreció una taza y lo guio hacia el salón, una estancia pequeña con un comedor al lado. Había fotografías familiares, objetos decorativos, y una librería llena de ediciones en rústica y DVD. Rebus estudió las estanterías con gran afectación.

—Últimamente casi no se oye hablar de Alistair MacLean —comentó.

—Es probable que haya una buena razón para ello. Siéntate y cuéntame qué te ronda por la cabeza.

Al lado de la butaca favorita de Rawlston, había una mesa auxiliar con dos mandos a distancia, un teléfono y unas gafas de repuesto. Los coloridos cuadros de las paredes probablemente reflejaran más el gusto de Beth que el de su marido. Rebus se sentó al borde del sofá con la taza entre las manos.

—Si es él, es posible que se trate de un asesinato. Por la descripción del cuerpo, seguramente ya estuviera muerto cuando nosotros lo buscamos.

—¿Encontraron el cuerpo en Poretoun Woods? —Rebus asintió—. Peinamos ese bosque, John. Lo sabes. Teníamos a docenas de hombres... Invertimos cientos de horas...

—Lo recuerdo.

Stuart Bloom vivía en Comely Bank, al norte del centro urbano. La comisaría más próxima a su casa era Lothian y Borders, situada en Fettes Avenue y coloquialmente conocida como «la Casa Grande», así que instalaron al equipo de investigación en dos salas normalmente utilizadas para reuniones de los altos mandos. El inspector jefe Bill Rawlston estaba al cargo, con Rebus y media docena de agentes del DIC a sus órdenes. En la primera sesión informativa, Rawlston había anunciado que aquel era su último año antes de jubilarse.

—Para ambos —le dijo Rebus, y Rawlston lo miró fijamente.

—Pues quiero resultados. Nada de holgazanear, ni de hablar con la prensa ni tampoco de asestar puñaladas por la espalda. Si quieren jugar a la política, hay un Parlamento esperándolos al final de la calle. ¿Entendido?

Pero hubo holgazanería, cuchicheos a amigos periodistas y hasta puñaladas en el pecho cuando la espalda no estaba libre. El equipo no había llegado a congeniar; nunca fueron una familia.

Rawlston dejó la taza encima de la mesita.

—Supongamos que es él...

—Abrirán una investigación por asesinato —afirmó Rebus—. Y los medios de comunicación desenterrarán las viejas noticias, que los nuestros ya estarán repasando de nuevo. También hay que tener en cuenta a la familia.

—El año pasado fueron a por mí otra vez. ¿Te enteraste? —Rebus asintió—. Para ellos fue todo una conspiración desde el principio y nosotros estábamos justo en medio. Finalmente recibieron una disculpa oficial del gran jefe.

—Justo antes de que le dieran la patada.

—Dijo que nos habíamos comportado con «arrogancia institucional» al gestionar las puñeteras reclamaciones. Hay que ser caradura...

—Pero nadie demostró que la investigación fuera negligente —precisó Rebus y, al ver que Rawlston no decía nada, añadió—: Creo recordar que la madre era descrita como una luchadora.

Rawlston soltó una carcajada.

—Nos dejamos la piel y ni siquiera nos dieron las gracias.

—Más bien todo lo contrario.

—Me encantaba mi trabajo, John, pero al final fue un gran alivio dejarlo, —Rawlston hizo una pausa—. ¿Y tú?

—Tuvieron que sacarme a rastras. Aun así, volví a trabajar una temporada en casos sin resolver.

—¿Y ahora?

Rebus espiró.

—Por lo visto, el consenso general cree que he perdido eficacia.

—Entonces ¿qué te trae por aquí?

—Pensé que debías saberlo. Ya hay un equipo trabajando. He hablado antes con ellos para que, al menos, conozcan un poco la historia. Pero desempolvarán los archivos del caso y, en algún momento, hablarán con la familia... y con el equipo de investigación original.

La voz de Rebus se apagó.

—Tendremos que defendernos otra vez. —Rawlston parecía estar contemplando algo que se encontraba al otro lado de las paredes del salón—. Creo que, desde el comienzo, supe que iba a ser una de esas investigaciones que te llevas contigo a la tumba. En mi caso, más pronto que tarde.

Rebus esperó un momento antes de responder.

—¿Cuánto tiempo te queda?

—De seis meses a un año. Me dicen que tengo mejor aspecto que nunca. Sigo haciendo ejercicio y como verdura... Me tomo todas las pastillas. —Rawlston forzó una sonrisa irónica—. No he fumado en la vida, pero me pasé treinta años casado con una persona que sí lo hacía. ¿No te parece increíble? Y mira qué me espera al final: toda esa mierda persiguiéndome de nuevo. —Observó a Rebus—. John, ¿podrías mantener los oídos abiertos y contarme cómo avanza todo?

Rebus asintió.

—Creo que sí.

—Intentarán enterrarnos. No nos quieren aquí. Olemos a los viejos tiempos y las viejas costumbres.

—Antes has hablado de una conspiración con nosotros en medio... —Rebus dejó la taza, todavía llena, sobre la alfombra y se puso en pie—. ¿Qué me dirías si te contara que el cuerpo que encontraron en el coche llevaba esposas?

—¿Esposas?

—Los forenses pronto sabrán si eran de la policía. Eso no significa que pertenecieran a un agente, por supuesto.

—¿Los Chuggabugs?

Rebus se encogió de hombros.

—¿Tienes noticias de ellos?

—Vinieron al entierro de Beth, pero no se quedaron a tomar algo después.

—¿Siguen en la policía?

—La verdad es que no hablamos. —Rawlston se levantó, enderezó los hombros y echó la cabeza hacia atrás, pero Rebus sabía que estaba actuando. Aquel hombre sentía dolor, y el dolor no iba a desaparecer—. Yo era escrupuloso, John —dijo en voz baja—. Hice todo lo que estaba en mi mano. Es posible que a algunos no les pareciera suficiente, pero si puedes hacer algo para impedir que mi reputación se vaya por el retrete...

Rebus asintió y ambos cruzaron sus miradas sabiendo que ninguno de los dos había sido del todo sincero con el otro en aquel encuentro.

—No se trata solo de tu reputación, Bill —dijo Rebus, mientras veía cómo Rawlston se acercaba tanto que, por un momento, temió que fuera a darle un abrazo, aunque al cabo se limitó a propinarle una palmada en el antebrazo.

—Te acompaño a la salida —dijo Bill Rawlston pausadamente.

En el instante en que finalmente encontró aparcamiento para el Saab, Rebus se encontraba a pocos pasos de su edificio de Arden Street cuando oyó la puerta de un coche abrirse detrás de él.

—Me preguntaba cuándo te vería —le dijo a Siobhan Clarke.

—¿Puedo subir?

—Brillo necesita dar un paseo.

—Pues en ese caso te acompaño.

Rebus extendió el brazo hacia ella con las llaves colgando de un dedo.

—La correa está suspendida en la pared y las bolsas para las heces, en el cajón que hay debajo de la tetera.

Clarke cogió las llaves.

—¿Qué pasa, veterano? ¿Las escaleras son demasiado para ti?

—No tiene sentido subir cuando hay piernas más jóvenes disponibles.

Clarke abrió la puerta principal y entró. Tenía razón: los dos tramos de implacables escaleras de Edimburgo estaban convirtiéndose en un problema. Cada vez con más frecuencia, Rebus tenía que detenerse en el primer descansillo y, en ocasiones, debía utilizar el inhalador. Había barajado la posibilidad de vender y comprar una planta baja, ya se tratara de un piso, ya de una casa adosada. Puede que acabara haciéndolo.

Brillo estaba ladrando de alegría cuando Clarke lo bajó al mundo exterior, donde una plétora de imágenes y olores lo estaba esperando.

—¿Vamos al parque de Meadows? —aventuró al mismo tiempo que intentaba pasarle la correa a Rebus.

—Efectivamente —respondió él, que se metió las manos en los bolsillos y echó a andar.

—No se me dan muy bien los perros —le advirtió Clarke mientras Brillo tiraba de la correa.

—No lo haces nada mal —dijo Rebus para tranquilizarla.

El cielo estaba despejado y la temperatura no superaba por mucho los cero grados. Un grupo de estudiantes pasó junto a ellos con bolsas de la compra cargadas de botellas.

—A tu piso le vendría bien un poco de orden —dijo Clarke.

—Se suponía que solo debías entrar en la cocina.

—A tu cocina le vendría bien un poco de orden —corrigió.

—¿Te estás ofreciendo?

—Ando un poco liada últimamente. Pero pensaba que quizá con Deborah...

—La profesora Quant y yo nos hemos dado un respiro.

—Oh.

—No nos hemos peleado ni nada. De hecho, probablemente debería echarte la culpa a ti.

—¿Por qué?

—Por tenerla tan ocupada. —Rebus hizo una pausa—. Tu hombre, Sutherland, parece bastante preparado.

—De momento, no puedo quejarme.

—Es el primer día, Siobhan. Hay un montón de cagadas por delante. ¿Y el resto del equipo?

—Parecen majos.

—¿No deberías estar tomando unas copas con ellos después del trabajo?

—Ya sabes a qué he venido, John.

—Cuéntame.

—Quiero oír toda la historia.

—¿No crees que es la misma que le he explicado a Sutherland?

—Hay una primera vez para todo, supongo.

—Pero no mentí, eso tienes que reconocérmelo. ¿Ha habido progresos en mi ausencia?

—La verdad es que no. —Clarke respiró hondo—. Así pues, Stuart Bloom era un detective privado al servicio de un hombre llamado Jackie Ness para que investigara un contrato de tierras. Ness mantenía una vieja rivalidad con otro empresario, Adrian Brand...

—Ahora, sir Adrian Brand.

—Brand quería unas tierras situadas en una zona no edificable para construir un campo de golf y Ness opinaba que esas mismas tierras serían perfectas para levantar unos estudios cinematográficos. Consideraba que Brand podía estar sobornando a diversa gente para cerrar el trato, pero necesitaba pruebas...

—Y ahí es donde interviene Stuart Bloom.

—Licenciado en Periodismo. Estudió Informática y aprendió a piratear ordenadores. Mantenía una relación bastante abierta con un profesor universitario que se llama...

—Derek Shankley.

—Alex, el padre de Shankley, trabajaba en el DIC de Glasgow...

—En la Brigada de Homicidios, para ser más exactos.

Habían llegado a Melville Drive y el parque de Meadows se extendía ante ellos como un gran campo de juegos rodeado de árboles con la antigua clínica y la universidad al otro lado. Rebus se agachó para quitarle la correa a Brillo, y el pequeño y nervudo perro salió corriendo. Clarke y Rebus se quedaron donde estaban, observando de soslayo a Brillo cuando este aminoró la marcha y se puso a olisquear el territorio.

—La noche en que Bloom desapareció —prosiguió Clarke— acababa de reunirse con Jackie Ness en su casa.

—La palaciega Poretoun House —confirmó Rebus.

—Que resulta que está al lado de Poretoun Woods. En cuyos bosques, al parecer, ha yacido el cuerpo de Bloom todos estos años.

—Si se trata de él.

—Si se trata de él —repitió Clarke—. Tess Leighton se queda hoy hasta tarde para comprobar si existen otras personas desa­ parecidas por aquella época. —Volvió la cabeza hacia Rebus—. ¿Y por qué intervino la CCU?

—Para empezar, la familia se quejó de que no pusiéramos demasiado empeño. El amante había sido señalado como sospechoso y pensaban que estábamos siendo muy indulgentes con él.

—¿Por ser hijo de quien era?

—El agente Alex Shankley era un tipo duro de Glasgow, el típico macho de pies a cabeza. Fútbol los sábados y asado para cenar los domingos. Se pasaba el día persiguiendo a bandas callejeras y demás escoria.

—¿Y se avergonzaba de su hijo?

—Es posible, no lo sé. Pero corría el rumor de que prefería que mencionáramos a Derek lo menos posible. Ahora no sería tan sencillo, pero en aquel momento teníamos bastantes amigos en la prensa.

—Un momento. Bloom era periodista. ¿La prensa no quería averiguar qué le había ocurrido a uno de los suyos?

Rebus se encogió de hombros.

—No estuvo en la profesión el tiempo suficiente para hacer amigos.

—De acuerdo. ¿Y qué hay de la reunión con Jackie Ness?

—Una puesta al día rutinaria en la mansión. Las instrucciones para Bloom fueron que siguiera con lo que estaba haciendo.

—¿Y qué estaba haciendo?

—Preguntar aquí y allí, invitar a unas cuantas copas, acceder a varios ordenadores...

—¿Mirasteis en su ordenador cuando desapareció?

—Yo no, pero el equipo sí lo hizo. No tenía una oficina co­ mo tal; trabajaba en casa. Pero nunca encontramos su portátil. ¿O debería decir laptop? Tampoco encontramos su teléfono. Solo sabíamos que en las semanas posteriores a su desaparición no abrió ningún correo electrónico, ni tampoco hizo llamadas ni sacó dinero del cajero automático.

—¿Creíais que estaba muerto?

Rebus asintió.

—Una pelea con su amante; se fue de una discoteca con un desconocido que no debía; acabó en el lugar equivocado en el momento equivocado...

—Supongamos que intentara entrar en casa de Adrian Brand o en su oficina —especuló Clarke.

—Interrogamos a toda la gente que pudimos, a muchos de ellos más de una vez. En aquella época no había tantas cámaras de seguridad, pero aun así era difícil esfumarse como si nada. Estábamos esperando a que alguien hablara; nadie lo hizo.

—Sus padres vienen de camino —dijo Clarke con un suspiro.

—¿De dónde?

—Ahora viven cerca de Dumfries.

—¿Crees que podrán identificarlo?

—Probablemente haya que recurrir al ADN. Pero Graham pedirá a Jackie Ness que mire la ropa. Al parecer, fue la última persona que vio a Bloom. A Derek Shankley también se lo pedirán. ¿Recuerdas cómo vestía Bloom la noche de su desaparición? —Rebus negó con la cabeza—. Según los periódicos, una camisa de cuadros roja, una chaqueta y unos pantalones vaqueros, las mismas prendas que llevaba el cuerpo que encontramos en el Polo. —Clarke se lo quedó mirando—. Necesito saber lo que no me estás contando, John.

—Más o menos es eso.

—Lo dudo.

—Me alegro de verte, Shiv. Ojalá no tuviera que acabar así.

Clarke abrió un poco más los ojos.

—Así, ¿cómo?

Rebus asintió hacia donde Brillo se había detenido para ponerse en cuclillas.

—Siendo tú la que lleve la bolsa.

El teléfono de Clarke empezó a vibrar y miró a Rebus con fingida decepción antes de devolverle la pequeña bolsa negra de polietileno.

—Tengo que cogerlo —dijo.

Cuando Rebus volvió, acompañado de Brillo, que ya llevaba puesta la correa, preguntó quién la había llamado.

—No es nada —dijo sin conseguir ocultar su exasperación.

—Pues no lo parece.

—He recibido varias llamadas de un 0131, pero cuando contesto, cuelgan.

—¿No reconoces el número? —Clarke negó con la cabeza—. ¿Has devuelto las llamadas?

—Una vez, pero no lo cogieron.

—¿No saltó el contestador? —preguntó Rebus señalando el teléfono—. Prueba otra vez. Así te entretienes mientras voy a la papelera.

Cuando hubo tirado la bolsa, vio que Clarke se dirigía hacia él.

—Lo han cogido —dijo—. Es una cabina de Canongate.

—¿Y quién era?

—Parecía un turista. Dijo que solo pasaba por allí.

—Es un misterio, entonces. ¿Cuántas dices que has recibido?

—No lo sé. Diez, doce, algo así.

—¿Todas del mismo número?

Clarke comprobó las llamadas recientes.

—Son dos números distintos.

—Inténtalo con el otro. A lo mejor, eso te da la respuesta. Es lo que haría un detective, inspectora Clarke.

Ambos sonrieron momentáneamente, pero Rebus empezó a toser.

—El frío es una mierda —dijo.

—¿Te encuentras bien?

—Parece que he sobrevivido a otro invierno. La semana pasada me hicieron la espirometría anual y tengo los pulmones al setenta por ciento.

—El invierno aún no ha terminado. Dicen que va a descargar nieve procedente de Rusia; tal vez, mucha.

—Una buena razón para quedarse en casa.

—Has perdido un poco de peso. Supongo que te irá bien.

—¿Quién puede permitirse comer con la pensión de un policía? Pero tiene sus ventajas.

—¿Por ejemplo?

—Si cojo una infección, podría morir. Es la excusa perfecta para no ser sociable. Además, no puedo visitar grandes ciudades contaminadas como Londres.

—¿Pensabas ir?

—No en esta vida. —Rebus miró a Brillo—. Sé lo de Anticorrupción, por cierto.

—¿Cómo?

—No eres el único policía con el que hablo. ¿Por qué no me lo contaste?

—¿Qué había que contar?

—Por el amor de Dios, Shiv, me expedientaron tantas veces que soy una enciclopedia ambulante en lo que se refiere a cómo tratar con esos gilipollas.

—A lo mejor, quería hacerlo a mi manera y no a la tuya. Además, no pasó nada. Estaban intentando pescar, eso es todo. Al igual que la CCU con el caso de Stuart Bloom. —Clarke hizo una pequeña pausa—. A menos que tú y los tuyos realmente ocultarais algo.

—No haré comentarios, señoría.

Ambos guardaron silencio durante medio minuto. Por la calle pasó un solitario corredor nocturno. Había poco tráfico y dos perros habían iniciado un concurso de ladridos en el cercano Bruntsfield Links, lo cual hizo que Brillo alzara las orejas.

—Si no te asustan demasiado los gérmenes —dijo Rebus finalmente—, podemos volver a mi casa a tomar un café.

Pero Clarke negó con la cabeza.

—Tengo que irme a casa. Probablemente vea a Deborah mañana. ¿Quieres que le diga algo?

—Nada que no pueda decirle yo mismo. —Rebus hizo una pausa—. Sobre todo, no le menciones lo de la cocina.

A Clarke se le ocurrió que Canongate le iba de paso, así que giró a la derecha en North Bridge y buscó unas cabinas telefónicas. Delante de una tienda de faldas escocesas situada cerca de la casa de John Knox, había varias. Aún estaba en la zona turística. Siguió avanzando al mismo tiempo que la calle se quedaba cada vez más tranquila —y, por lo visto, silenciosa— a medida que se aproximaba al final, donde la arquitectura contemporánea del Parlamen­ to escocés miraba de frente al ancestral Palacio de Holyrood, situado justo delante. Luego se metió en una rotonda y desanduvo el camino. Las cabinas de la tienda de faldas eran las únicas que había visto, así que aparcó enfrente y se bajó del coche. Ninguna resultaba especialmente tentadora; en los cristales había salpicaduras y restos de carteles a medio arrancar.

Clarke sacó el teléfono y llamó al número desconocido. La cabina de al lado empezó a sonar, así que colgó y abrió la puerta. El aroma a orina era muy tenue, pero aun así le saturó las fosas nasales. Echó un buen vistazo al interior, incluyendo el suelo, pero no vio nada de interés. Al cerrar de nuevo la puerta, marcó el segundo número desconocido. Como era de esperar, en esta ocasión el sonido llegó desde la cabina contigua. Clarke registró la calle arriba y abajo, y estiró el cuello para escudriñar todas las ventanas que había por encima del nivel de la calle. Su teléfono móvil mostraba la fecha y la hora de las diversas llamadas que había recibido. Dos a primera hora de la tarde, la mayoría entre las siete y las nueve de la noche y una a medianoche. ¿Sería alguien de la zona que utilizaba una cabina para resultar ilocalizable? Le pareció una solución anticuada. Si se quiere conservar el anonimato, puede hacerse con un móvil; solo hay que ocultar el número de teléfono. Pero había maneras de sortear ese obstáculo. Cualquier policía lo sabía. ¿Alguien estaba en apuros? ¿Habían facilitado el número de Clarke por error? Quizás esperaran oír una voz masculina o se tratara de una broma aleatoria. Incluso había oído hablar de llamadas automáticas para comprobar si las líneas y los equipos funcionaban. Podría ser cualquier cosa.

En la otra acera había un pub llamado McKenzie’s y estuvo tentada a entrar, pero tenía ginebra de sobra en casa, además de la tónica y el limón necesarios. Del oscuro interior había salido un hombre a fumar un cigarrillo, y Clarke se acercó a él y lo saludó.

—¿Es suyo el local? —preguntó.

—Sí.

—¿Alguna vez ha visto a alguien utilizando esas cabinas? —dijo señalándolas.

El hombre dio una calada y retuvo el humo antes de exhalarlo.

—¿Quién coño utiliza una cabina en los tiempos que corren?

—No todo el mundo tiene móvil.

—Ha estado a punto de engañarme. ¿Es policía?

—Podría ser.

—¿Y qué pasa?

—Unas llamadas molestas.

—¿Se oye a alguien respirando fuerte? Dios, eso me trae recuerdos. A mi mujer le pasó una vez. Hace años, eso sí.

—¿Y el pub? ¿Ha aparecido alguna cara nueva recientemente?

—Casi todo son estadounidenses y chinos que quieren café y algo para comer. Estos últimos días el local gana más dinero con las comidas que con la bebida. ¿Desea que esté atento?

—Se lo agradecería —dijo Clarke, que buscó una tarjeta de visita en el bolsillo—. Trabajo en Gayfield Square. Siempre pueden hacerme llegar un mensaje.

—Siobhan es un nombre bonito —dijo el hombre leyendo la tarjeta.

—Eso pensaron mis padres.

—¿Puedo invitarla a tomar algo, Siobhan?

Clarke frunció el ceño visiblemente.

—¿Qué diría su mujer?

—Diría: «Robbie, no sabía que aún se te levantaba».

El hombre seguía riéndose cuando Clarke volvió a su coche.

Clarke recorrió toda la calle pero no encontró aparcamiento, así que dobló la esquina y dejó el coche en zona prohibida. Había un cartel de «POLICÍA» que podía colocar en el salpicadero, si bien sabía por experiencia que era una invitación a los gamberros, de modo que decidió acordarse de mover el Astra antes de que los guardias comenzaran su turno de mañana. Unos juerguistas trasnochadores bajaban por Broughton Street con envases de comida rápida, riéndose a carcajadas. Desde una ventana se oía música, pero afortunadamente provenía del edificio de enfrente. Había alguien en un coche estacionado. La pantalla del móvil le iluminó el rostro, aunque el interior del vehículo estuviera a oscuras cuando Clarke encontró su llave, abrió la puerta y se cercioró de cerrar bien tras de sí.

La escalera estaba iluminada y despejada, y no la esperaba más correo que los habituales folletos publicitarios. Cuando llegó al descansillo, abrió la puerta del piso y encendió la luz del recibidor. Se preguntó cómo sería eso de que la esperara Brillo u otro perro. Quizá fuera agradable tener a alguien en casa. En la cocina llenó la tetera. Al ver sus platos en el fregadero, llegó a la conclusión de que la de Rebus no estaba en tan mal estado. Mientras hervía el agua, fue al comedor y se acercó a la ventana. Solo distinguía el coche y la ventanilla del conductor, que volvió a iluminarse. Entonces, la ventanilla empezó a bajar y por ella asomó una mano con un teléfono apuntando en dirección a la puerta del edificio. El flash saltó en cuanto el desconocido tomó una fotografía.

—¿Qué coño...? —murmuró Clarke, que siguió observando unos instantes, antes de volver al recibidor, coger las llaves y salir a la escalera.

El motor del coche estaba en marcha cuando abrió la puerta principal. Luego se encendieron los faros y las ruedas empezaron a girar. Clarke no consiguió ver al conductor ni tampoco distinguir si era un hombre o una mujer. Cuando se hubo alejado, salió a la acera y se tomó un minuto para tranquilizarse, momento en el que el coche enfiló Broughton Street y desapareció. Ni marca del automóvil ni número de matrícula. Clarke observó el hueco que había dejado el coche y decidió aparcar el suyo allí.

—Mira el lado positivo, Siobhan —se dijo para sí mientras se dirigía hacia la esquina.

MIÉRCOLES

4

El aparcamiento del depósito de cadáveres estaba casi lleno cuando llegó Clarke. Había comprado un café en el bar del barrio y lo llevaba en la mano mientras se dirigía a la entrada de personal. La mayoría de los allí presentes la conocían y le dieron la bienvenida asintiendo con la cabeza mientras recorría el pasillo. La sala de autopsias se encontraba un piso más arriba, así que subió las escaleras y abrió la última puerta, la que conducía a la sala de visitantes. Dos hileras de bancos y una vidriera separaban a los espectadores de la sala en donde se llevaba a cabo el trabajo. El equipo de Sutherland ya estaba allí, concentrado en el altavoz del techo mientras las profesoras Deborah Quant y Aubrey Hamilton comentaban el procedimiento. Ambas vestían el mono reglamentario, junto con protectores para los pies, mascarillas, gorros y gafas. Quant era la más alta, lo que resultaba útil cuando se hallaban de espaldas a la sala de visitas. El personal del depósito de cadáveres se movía a su alrededor con utensilios de acero inoxidable, cuencos y bolsas de muestras de diferentes tamaños. Tenían varias básculas, aunque Clarke dudase de que hubiera órganos vitales que pesar. Graham Sutherland no fue el único que miró con envidia el café de Clarke.

—¿Qué me he perdido? —preguntó.

—Están quitándole la ropa.

Sutherland le alcanzó unas fotografías. Un técnico estaba examinando varias copias de las mismas imágenes, en las cuales aparecía Stuart Bloom en distintos momentos de su vida en diversas posturas. En una de las últimas, parecía llevar la misma chaqueta y camisa que la noche de su desaparición. Al acercarse más al cristal, Clarke vio que la cazadora vaquera y la camisa de cuadros habían sido separadas limpiamente del cadáver por secciones, aunque no pudieran evitar arrancar parte de la piel. Lo que quedaba sobre la mesa de autopsias parecía el atrezo de una película de terror. Con ayuda de unas pinzas, tomaron muestras de cabello, cejas y una uña, además de algunos fragmentos de vidrio de la ventanilla rota.

—Al parecer, los animales lo estuvieron atacando a lo largo de estos años —comentó Sutherland.

—Yo creía que el maletero estaba cerrado y las ventanillas intactas.

Sutherland se la quedó mirando.

—Me refiero a los insectos y demás. Huelen la putrefacción y siempre encuentran una vía de acceso.

La patóloga y la antropóloga estaban estudiando el cráneo, y Quant describió un círculo con el dedo alrededor de la zona dañada. Después, examinaron la mandíbula y los dientes.

—Archivos odontológicos —dijo Clarke.

Sutherland asintió y se volvió hacia George Gamble. Los demás agentes estaban de pie, pero Gamble había decidido quedarse sentado, con las manos rechonchas apoyadas en sus gruesas rodillas.

—Están en camino —dijo.

Sutherland miró a Clarke a los ojos.

—La CCU ha autorizado el acceso a los archivos del caso. Son unas veinticinco cajas y otros tantos discos duros. Nos lo enviarán del almacén.

—Alegría de alegrías —dijo Tess Leighton con desgana.

—Un poco de material de lectura para ti, Tess —terció Callum Reid con una sonrisa.

—Para todos ustedes —precisó Sutherland—. Es un trabajo en equipo, ¿recuerdan?

Leighton agitó un dedo en dirección a Reid, que resopló y volvió a centrar su atención en la autopsia. En ese momento se abrió la puerta y apareció un ayudante del depósito de cadáveres vestido con un mono y relucientes botas de goma.

—Me vendría bien que uno de ustedes fuera a recepción —dijo—. Amenazan con entrar sin permiso.

—¿Quiénes? —preguntó Sutherland.

Clarke creía saberlo.

—¿La familia?

El ayudante asintió.

—Y traen a un periodista con ellos —añadió.

—Haga los honores, Siobhan —dijo Sutherland—. Igualmente, necesitamos a uno para la prueba de ADN.

—¿Y qué les digo?

Sutherland se encogió de hombros con escasa empatía y observó de nuevo la autopsia, sobre todo ahora que los tobillos, aún con las esposas, estaban siendo fotografiados, inspeccionados y comentados.

Clarke intentó no mostrar sus emociones cuando salió detrás del ayudante hacia recepción, donde había otra empleada con blusa blanca y pantalones negros. Se había levantado y tenía los brazos extendidos, como si pretendiera formar con su cuerpo una barrera entre los visitantes y las escaleras y pasillos que tenía justo detrás. El ayudante se había esfumado y Clarke se quedó sola junto a la recepcionista.

—Soy la inspectora Clarke —anunció mostrando la placa, lo cual tuvo el efecto deseado. A veces ocurría y a veces, no. Los visitantes desviaron su atención hacia ella y reconoció a los padres de Stuart Bloom por las fotografías que había visto en Internet. Aparentaban poco más de sesenta años. La madre, Catherine, llevaba un abrigo negro de buen corte. Tenía el pelo gris y corto, y le sentaba bien con arreglo a la forma de su cara. La vida no había sido tan generosa con su marido. En las fotografías mostraba una mirada afligida y casi siempre dejaba los discursos en manos de su mujer. Martin Bloom había sido contable y probablemente siguiera siéndolo. El traje parecía de uso diario, combinado con la misma corbata apretada. Necesitaba un buen corte de pelo y le asomaban cabellos grises por las orejas.

—La familia merece una explicación, inspectora Clarke. Después de tantos años de incompetencia policial y cortinas de humo...

Clarke levantó una mano y estudió al hombre que acababa de hablar. Probablemente no llegara a los treinta años y se parecía un poco a Stuart, el hijo de los Bloom. Pero Clarke sabía que Stuart era hijo único. El hombre se dio cuenta de que la agente quería que se identificara.

—Soy Dougal Kelly, un amigo de la familia.

—¿Y, por casualidad, también es periodista, señor Kelly?

—Estoy escribiendo un libro —respondió—, pero eso no viene al caso.

Sin decirlo, Clarke pareció coincidir con esa apreciación y se volvió hacia los padres.

—Señor y señora Bloom, sé que esto es duro, pero ahora mismo no tenemos nada concreto que podamos comentar.

—Podrían empezar por dejarnos verlo —dijo Catherine Bloom con voz temblorosa.

—Eso no será posible hasta que confirmemos la identificación.

—¿Está diciendo que podría no ser él? —preguntó Martin Bloom tímidamente.

—Ahora mismo no sabemos gran cosa.

—¡Pero saben algo!

Su mujer estaba levantando de nuevo la voz.

—Imaginen que no es Stuart y dejamos que vean el cuerpo antes que la familia de verdad. Se harán cargo de la angustia que ello ocasionaría.

—¿Cuánto tardarán en saberlo con seguridad? —preguntó Dougal Kelly.

—No mucho, espero. —Clarke seguía mirando fijamente a los padres—. Si pudiéramos extraerles una muestra de ADN o, quizás, un cabello o dos...

—¿Pueden hacerlo aquí mismo? —preguntó el padre.

—Creo que sí. —Clarke se volvió hacia la recepcionista, que había regresado a su puesto para intentar hacerse invisible—. ¿Le importa que utilicemos la sala de espera mientras lo compruebo?

—En absoluto.

—¿Y podría conseguir una taza de té?

La recepcionista asintió y cogió el teléfono.

—Vengan —dijo Clarke, que los acompañó hasta una puerta situada a unos metros de distancia.

—Parece conocer bien este lugar —dijo Kelly en un tono distendido.

Clarke les indicó que entraran. Dentro tenían sillas de plástico y una mesa cubierta de viejas revistas y, en las paredes, había varios carteles en los que aparecían un campo de girasoles, una cascada y una puesta de sol. Clarke fue la primera en acomodarse y observó a los demás mientras tomaban asiento.

—¿Participó usted en la investigación original? —preguntó Kelly, y Clarke negó con la cabeza.

—Mejor que no intervenga nadie de aquella época en todo esto —dijo Catherine Bloom.

—La mayoría se jubiló hace mucho —añadió su marido, que le dio unas palmadas en el dorso de la mano—. El inspector Rawlston y todos esos.

—¡Los Chuggabugs siguen aquí! —replicó su mujer.

A Clarke le pareció haber oído mal.

—¿Chuggabugs?

Dougal Kelly se inclinó hacia delante.

—¿Es demasiado joven para Los autos locos? Yo, también. En 2006 ya eran una reliquia, pero ese es el nombre que recibían.

—¿Quiénes?

Fue Catherine Bloom quien respondió.

—Los policías que trabajaban para Adrian Brand.