El esplendor de la señorita Jean Brodie - Muriel Spark - E-Book

El esplendor de la señorita Jean Brodie E-Book

Muriel Spark

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Beschreibung

En el Edimburgo de los años 30, la escuela femenina Marcia Blane es la institución llamada a educar a las élites del mañana. Entre la plana docente destaca la peculiar Jean Brodie: una mujer sofisticada, de ideas conservadoras y encanto arrollador. Una influencia indiscutible para seis de sus alumnas, a quienes todos llaman «el grupito de Brodie»: chicas impresionables que se reúnen con su profesora en los jardines para conversar sobre pintura, fascismo, seducción y los amoríos de las grandes autoras del siglo XIX. La señorita Brodie las acoge bajo su ala y les enseña todo cuanto a su parecer las convertirá en mujeres virtuosas. Les habla sobre su propia vida, sus triunfos, las esperanzas que deposita en ellas. Les enseña a vivir, pero a su manera. Cualquiera diría que no hay grupo en la escuela Marcia Blane más unido que el de Brodie. La amistad forjada entre ellas parece indestructible. Pero, si algo aprenderán en esas euniones clandestinas a la sombra de un olmo, es que cuanto mayor es la amistad, mayor es la herida de la traición.

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La perrita Blackie fue educada en la exclusiva escuela de la fantasía.

Soñaba mucho. Sacó sobresaliente en todo.

Índice

Portada

El esplendor de la senorita Jean Brodie

Créditos

1

2

3

4

5

6

Notas

MURIEL SPARK nació en Edimburgo en 1918, de padre judío y madre anglicana.

Como muchas mujeres artistas, tardó en encontrar su voz en medio de una vida de dificultades. Se casó muy joven, y siguió a su marido hasta África donde trabajó de profesora.

Poco tiempo después, en 1944, se embarcó en un transporte de tropas y volvió a Londres, dejando atrás Rodesia (la actual Zimbabue), a su marido y a su hijo. En Londres desempeñó diversos oficios; el más sorprendente, el de colaboradora en una oficina de contraespionaje del Ministerio de Asuntos Exteriores. Su labor allí era difundir noticias falsas para confundir a los alemanes.

Con el fin de la Segunda Guerra Mundial se consagra por completo a la escritura, atravesando duros periodos de los cuales encontramos eco en varias de sus novelas, que nos hablan de un tiempo de juventud en el cual la escritora pasó hambre.

En principio escribe poesía y crítica literaria. Después algunas piezas teatrales para la radio, la biografía de varias figuras literarias del siglo XIX como Emily Brontë o Mary Shelley, y más de una veintena de novelas.

Muriel escribía a mano, sin apenas correcciones y por un solo lado, en cuadernos especiales de espiral importados de su Escocia natal.

Tras la publicación y éxito de sus primeras novelas, se traslada a Estados Unidos para escapar del medio literario británico que sentía que la oprimía. En 1979 abandona Nueva York con destino Italia. Allí vivirá hasta su muerte, en abril de 2006, en un pequeño pueblo de la Toscana, dejando una novela inacabada.

Recibió premios y distinciones, entre ellos, el título de dama del Imperio Británico en 1993 y el Premio David Cohen de Literatura Británica, por el conjunto de su obra, en 1997, reconociendo así a la más brillante de las escritoras de posguerra de Gran Bretaña.

Tras Las voces, su primera novela, que hizo que autores de la talla de Graham Green y Evelyn Waugh viesen el brillo y el potencial que refulgía en Muriel Spark y empezasen, con impecable ojo, a seguirle la pista, y La entrometida, una de sus novelas más irónicas y aviesas, llega a Blackie Books El esplendor de la señorita Jean Brodie, aclamada por la crítica y el público como su mejor novela. La más ácida, irreverente y retorcida de su bibliografía.

Título original: The Prime of Miss Jean Brodie

Diseño de colección y cubierta: Setanta

www.setanta.es

© de la foto del autor: University of Bath

© del texto: Copyright Administration Ltd, 1961, Zug, Suiza

© de la traducción: Laura Ibáñez, 2023

© de la edición: Blackie Books S.L.U.

Calle Església, 4-10

08024 Barcelona

www.blackiebooks.org

[email protected]

Maquetación: acatia

Primera edición digital: febrero de 2023

ISBN: 978-84-19654-14-4

Todos los derechos están reservados.

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

1

Los chicos, mientras hablaban con las chicas de la escuela Marcia Blaine, se parapetaban detrás de sus bicicletas agarrando el manillar, lo que creaba una barrera protectora velocipédica entre los sexos y la impresión de que iban a marcharse en cualquier momento.

Las chicas no podían quitarse su sombrero panamá porque no estaban lejos de la entrada de la escuela, e ir con la cabeza descubierta contaba como falta. Se hacía la vista gorda con ciertas desviaciones en la correcta colocación del sombrero en el caso de las niñas de cuarto de secundaria en adelante, siempre y cuando no lo llevaran ladeado. Pero había otras sutiles variaciones en la norma general de llevar el ala subida por detrás y bajada por delante. Las cinco muchachas, que estaban muy juntas a causa de la presencia de los chicos, imprimían al sombrero su sello distintivo.

Eran el grupito de Brodie. Ya las llamaban así antes de que la directora les pusiera ese sambenito burlón cuando pasaron de primaria a secundaria, a los doce años. En aquella época saltaba a la vista que eran alumnas de Brodie: tenían amplios conocimientos de muchas materias que no tenían nada que ver con el temario oficial, en opinión de la directora, y que eran inútiles para la escuela en cuanto que escuela. Se descubrió que estas niñas habían oído hablar del buchmanismo, de Mussolini, de los pintores renacentistas italianos, de los beneficios para la piel de usar leche limpiadora y hamamelis en vez del agua y el jabón de siempre; que estaban enteradas del significado de la palabra menarquia, que conocían la decoración de los interiores de la casa londinense del autor de Winnie the Pooh, y también las vidas amorosas de Charlotte Brontë y de la propia señorita Brodie. Sabían de la existencia de Einstein y de los razonamientos de quienes dudaban de la veracidad de la Biblia. Tenían nociones elementales de astrología pero no sabían la fecha de la batalla de Flodden ni tampoco cuál era la capital de Finlandia. Todas las del grupito de Brodie, excepto una, contaban con los dedos, igual que la señorita Brodie, con resultados más o menos precisos.

A los dieciséis años, cuando hacían cuarto de secundaria y merodeaban al otro lado de las puertas de la escuela al acabar las clases y estaban totalmente adaptadas a las directrices del centro, seguían teniendo el sello inconfundible de Brodie, y eran famosas en la escuela, lo que equivale a decir que despertaban suspicacias y muy pocas simpatías. No tenían espíritu de equipo ni demasiado en común al margen de su prolongada amistad con Jean Brodie, que seguía dando clase en primaria. Y despertando grandes suspicacias.

La escuela femenina Marcia Blaine era un colegio diurno del que fue benefactora en parte la rica viuda de un encuadernador de Edimburgo a mediados del siglo XIX. Antes de su muerte, había sido admiradora de Garibaldi. Su varonil retrato colgaba del gran salón, y honraban su figura el Día de la Fundadora ramos de flores muy sufridas, como los crisantemos o las dalias. Estas se colocaban en un jarrón, a los pies del retrato y sobre un atril donde también había una Biblia abierta con un versículo subrayado en tinta roja: «¿Dónde hallaré una mujer virtuosa? Es más valiosa que las piedras preciosas».

Cada una de las chicas que merodeaban bajo el árbol, hombro contra hombro, muy juntas a causa de la presencia de los chicos, eran famosas por algo. En ese momento, a los dieciséis años, Monica Douglas era monitora de otras niñas y se la conocía sobre todo por su destreza con los cálculos matemáticos, que podía hacer mentalmente, y por un mal genio que, cuando se avivaba, la llevaba a propinar unos buenos bofetones a quien se le pusiera por delante. Tenía la nariz rojísima, tanto en invierno como en verano, unas trenzas largas y oscuras y unas piernas gruesas y macizas, como de madera. Desde que había cumplido los dieciséis, Monica llevaba el panamá casi en la coronilla, posado allí como si le quedara demasiado pequeño y ella supiera que, de todos modos, tenía una pinta grotesca.

Rose Stanley era famosa por el sexo. Llevaba el sombrero discretamente colocado sobre el pelo corto y rubio, pero aplastaba los dos lados de la copa.

Eunice Gardiner, menuda, pulcra y famosa por su brío gimnástico y su glamuroso estilo al nadar, llevaba el ala del sombrero subida por delante y bajada por detrás.

Sandy Stranger llevaba totalmente subida el ala del panamá, y se lo echaba tan para atrás como podía: para conseguirlo, le había añadido una cinta de goma que se pasaba por debajo de la barbilla y mordisqueaba de cuando en cuando hasta que la rompía y tenía que coser otra. Era algo conocida por sus ojos diminutos, casi inexistentes, pero era famosa por su excelente vocalización, algo que, en tiempos remotos, en la escuela primaria, había embelesado a la señorita Brodie.

—Haznos el favor de salir a recitar algo, anda. Hemos tenido un día agotador.

«Ella dejó el paño, dejó el telar,

a través de la estancia dio tres pasos,

vio que su lirio de agua florecía,

contempló el yelmo y contempló la pluma,

dirigió su mirada a Camelot»*.

—Esto eleva el espíritu —solía decir la señorita Brodie extendiendo la mano desde el pecho hacia la clase de niñas de diez años que aguardaban atentas a que sonara la campana que las liberase—. La falta de visión —les había asegurado la profesora—, lleva a la gente a la muerte. Eunice, ven aquí y haznos una voltereta para poner la nota cómica.

Pero en ese momento, los chicos de las bicicletas le estaban tomando el pelo tan alegres a Jenny Gray por su forma de hablar, aprendida en sus clases de dicción. Quería ser actriz. Era la mejor amiga de Sandy. Llevaba el ala del sombrero abruptamente doblada hacia abajo por la parte de delante. Era la más bonita y airosa de todas, y esa era su fama.

—Mira que eres bruto, Andrew —dijo con su tonillo redicho. Entre los cinco chicos había tres Andrews, que se pusieron a imitar a Jenny: «Mira que eres bruto, Andrew», mientras las chicas se reían bajo sus bamboleantes panamás.

Y entonces llegó Mary Macgregor, la última integrante del grupito, cuya fama residía en ser un cero a la izquierda, un pasmarote silencioso e insignificante al que echar la culpa de todo. Iba acompañada de una intrusa, Joyce Emily Hammond, una niña rica, la delincuente escolar, a la que acababan de enviar a Blaine como último recurso, porque no había centro educativo ni institutriz que la metiera en vereda. Seguía llevando el uniforme verde de su antiguo colegio. El de las otras era morado oscuro. Lo máximo que había hecho hasta entonces había sido lanzarle algún que otro perdigonazo de papel al profesor de canto. Insistía en que la llamaran por sus dos nombres, Joyce Emily. Esta tal Joyce Emily se estaba esforzando mucho por meterse en el famoso grupito, y creyó que el uso de sus dos nombres le daría cierto estatus, pero no tenía nada que hacer y no entendía por qué.

Dijo Joyce Emily:

—Viene una profesora. —Y señaló la entrada ladeando la cabeza.

Dos de los Andrews se montaron en sus respectivas bicicletas para salir a la carretera principal y se marcharon. Los otros tres chicos se quedaron, con actitud desafiante pero mirando hacia el otro lado, como si se hubieran parado allí para admirar las nubes que coronaban Pentland Hills. Las chicas se arremolinaron como si estuvieran en plena conversación.

—Buenas tardes —dijo la señorita Brodie cuando estuvo cerca del grupo—. Cuántos días sin veros. Creo que no vamos a retener más a estos jóvenes que van en bicicleta. Buenas tardes, chicos. —El famoso grupito se marchó con ella, y Joyce, la delincuente recién llegada, lo siguió—. Me parece que a esta niña no la conozco —dijo la señorita Brodie mirándola fijamente. Y, después de las presentaciones, añadió—: Bueno, querida, nosotras tenemos que marcharnos ya.

Sandy volvió la vista atrás y vio a Joyce Emily alejarse andando en la dirección contraria, y luego dando saltitos, toda piernas y energía descontrolada para su edad, y el grupito de Brodie regresó a su vida secreta, igual que seis años atrás, durante su infancia.

—Conmigo vais a aprender muchísimo —les había dicho por aquel entonces la señorita Brodie—. Quiero que sepáis que todas mis alumnas son la crème de la crème.

Sandy miró guiñando los ojillos la nariz rojísima de Monica y se repitió aquella frase mientras seguía al grupito, que iba tras la estela de la señorita Brodie.

—Me gustaría que vinierais a cenar mañana —dijo la señorita Brodie—. Liberaos de cualquier compromiso que tengáis.

—Pero el grupo de teatro... —musitó Jenny.

—Invéntate una excusa —respondió la señorita Brodie—. Tengo que hablaros de otra confabulación que hay en marcha para obligarme a dimitir. Huelga decir que no pienso hacerlo. —Hablaba con calma, como siempre, pese a la contundencia de sus palabras.

La señorita Brodie nunca hablaba de sus asuntos con los demás profesores; solo con las antiguas alumnas a las que había enseñado a no revelar sus secretos. Se habían tramado otras estratagemas para echarla de Blaine, pero todas habían fracasado.

—Me han vuelto a insinuar que tendría que pedir trabajo en alguna escuela que fuera más progresista, porque allí mis métodos encajarían mejor que aquí en Blaine. Pero no pienso marcharme a ningún colegio de lunáticos. Pienso quedarme en esta fábrica educativa. Es necesario que haya algo de levadura en la masa. Dadme una niña a una edad impresionable y será mía para siempre.

El grupito de Brodie sonrió, interpretando cosas muy distintas.

La mirada castaña de la señorita Brodie lanzaba fogonazos cargados de significado como acompañamiento a su tranquila voz. Con el oscuro perfil romano a contraluz, parecía invencible. El grupito de Brodie no dudó ni por un instante que saldría victoriosa. Antes se vería a Julio César buscando trabajo en una escuela de lunáticos que a la señorita Brodie. Jamás dimitiría. Si los mandamases querían librarse de ella, tendrían que asesinarla.

—¿Quiénes han sido esta vez? —preguntó Rose, que era famosa por su atractivo sexual.

—Mañana por la noche hablaremos de la gente que está en mi contra —dijo la señorita Brodie—. Pero no temáis porque no lo lograrán.

—No, claro que no —respondieron todas.

—Y mucho menos ahora que estoy en pleno esplendor —añadió—. Todavía estoy en los mejores años de mi vida. Es importante reconocer cuándo una está viviendo su esplendor, no lo olvidéis nunca. Aquí llega mi tranvía. Seguro que me toca ir de pie. Estamos en 1936. La caballerosidad es cosa de otra época.

Hacía seis años, la señorita Brodie se había llevado a su nueva clase al jardín para dar una lección de historia bajo el gran olmo. Cuando se dirigían hacia allí por los pasillos de la escuela, pasaron por delante del despacho de la directora. La puerta estaba abierta de par en par y la estancia estaba vacía.

—Niñas —dijo la señorita Brodie—, venid a ver esto.

Se arremolinaron en torno a la puerta abierta, mientras ella señalaba un enorme cartel clavado con tachuelas en la pared opuesta, en el que se veía la enorme cara de un hombre. Debajo se leía: «La seguridad es lo primero».

—Es Stanley Baldwin, que fue primer ministro, pero no duró mucho en el cargo —puntualizó la profesora—. La señorita Mackay lo sigue teniendo en la pared porque ella cree en ese lema: «La seguridad es lo primero». Pero la seguridad no es lo primero. La bondad, la verdad y la belleza sí lo son. Seguidme.

Fue el primer indicio que tuvieron las chicas de la existencia de desavenencias entre la señorita Brodie y el resto del profesorado. Es más, era la primera vez que algunas se daban cuenta de que era posible que la gente adulta amalgamada en puestos de autoridad pudiese estar en desacuerdo. Tomando buena nota de ello para sus adentros, y con la emoción de sentir que se mascaba el enfrentamiento pero sin verse amenazadas por él, siguieron a la peligrosa señorita Brodie hacia la segura sombra del olmo.

Aquel soleado otoño, cuando el tiempo lo permitía, las niñas acostumbraban a recibir la lección sentadas en tres bancos dispuestos en torno al olmo.

—Que se vean bien los libros —solía decirles la señorita Brodie por aquel entonces—. Sostenedlos en alto por si se presenta algún intruso. Si viene alguien a curiosear, estamos dando la clase de Historia... de Poesía... o de Lengua.

Las chiquillas sostenían en alto los libros, pero no tenían la vista clavada en ellos, sino en la señorita Brodie.

—Entretanto os hablaré de mis últimas vacaciones de verano en Egipto. Hablaremos del cuidado de la piel y de las manos... del francés al que conocí en el tren que iba a Biarritz... y tengo que hablaros también de los cuadros italianos que vi. ¿Qué pintor italiano es el más importante de todos?

—Leonardo da Vinci, señorita Brodie.

—Incorrecto. La respuesta es Giotto: es mi favorito.

A veces Sandy tenía la impresión de que el pecho de la señorita Brodie era plano y carente de cualquier sinuosidad, tan liso como la espalda. Otras veces, lo tenía turgente, voluminoso y protuberante; algo en lo que Sandy podía distraer los diminutos ojos cuando la señorita Brodie, en el aula, daba clase con la espalda muy recta y la cabeza castaña muy erguida, mirando por la ventana como si fuera Juana de Arco.

—Os he dicho muchas veces (y estas pasadas vacaciones me han convencido de ello) que mis días de esplendor acaban de comenzar. La plenitud es una sensación huidiza. Vosotras, pequeñas, cuando crezcáis, tenéis que estar alerta para reconocer vuestro esplendor en el momento de la vida en que se os presente, sea cual sea. Y entonces debéis vivirlo plenamente. Mary, ¿qué tienes debajo del pupitre? ¿Qué estás mirando?

Mary se quedó sentada como el cero a la izquierda que era, incapaz de inventarse nada. Era tan tonta que no mentía nunca, porque no sabía disimular.

—Unos dibujos, señorita Brodie —respondió.

—¿Unos esbozos, quieres decir?

Las demás soltaron una risita.

—Un tebeo —dijo Mary.

—Conque un tebeo. Pero, criatura, ¿cuántos años tienes?

—Diez, señorita.

—Pues ya no tienes edad para ir leyendo tebeos. Anda, dámelo.

La señorita Brodie contempló las hojas de colorines.

—Conque Tiger Tim’s —dijo, y lo tiró a la papelera. Como se dio cuenta de que todas lo miraban, lo sacó, lo hizo trizas hasta dejarlo inservible y lo volvió a tirar.

—Prestadme atención, niñas. El esplendor es el momento para el que nacemos. Ahora que el mío ha empezado... Sandy, estás distraída. ¿De qué estaba hablando?

—De su esplendor, señorita Brodie.

—Si aparece alguien durante la clase —dijo la señorita Brodie—, recordad que estamos dando Lengua. Entretanto os hablaré un poco de mi vida cuando era más joven de lo que soy ahora, aunque tenía seis años más que aquel hombre.

Se apoyó contra el olmo. Era uno de los últimos días del otoño, cuando las hojas caen en pequeñas ráfagas. Fueron a posarse sobre las niñas, que agradecieron tener esa excusa para moverse un poco y acometer los gestos derivados de sacudirse las hojas del pelo y del regazo.

—Estación de nieblas y frutos maduros.* Me prometí con un joven cuando estalló la guerra, pero cayó en los campos de Flandes —dijo la señorita Brodie—. Sandy, ¿estás pensando en hacer la colada?

—No, señorita Brodie.

—Lo digo porque vas arremangada. No tengo ninguna intención de relacionarme con niñas que se arremangan la blusa, por muy buen tiempo que haga. Haz el favor de bajarte las mangas. Somos personas civilizadas. Cayó antes de que se declarara el Armisticio, como una hoja otoñal, aunque solo tenía veintidós años. Cuando entremos en clase buscaremos Flandes en el mapa, y el sitio donde yace mi amante desde antes de que nacierais vosotras. Era pobre. Era de Ayrshire, un campesino, pero también un estudiante muy trabajador e inteligente. Cuando me pidió que me casara con él, me dijo: «Tendremos que beber agua y caminar despacio». Así me decía Hugh a su manera labriega que tendríamos una vida tranquila. Beberemos agua y caminaremos despacio. ¿Qué quería decir con eso, Rose?

—Que tendrían una vida tranquila, señorita Brodie —respondió Rose Stanley, que seis años más tarde tendría mucha fama por el sexo.

La historia del prometido caído en la guerra de la señorita Brodie estaba en pleno desarrollo cuando vieron que la señorita Mackay se acercaba por el jardín. A Sandy habían empezado a saltársele las lágrimas de sus ojillos de lechón, y le había contagiado el llanto a su amiga Jenny, que años después sería famosa en la escuela por su belleza, quien estalló en sollozos y se buscó a tientas el pañuelo que tenía sujeto en la goma de las bragas.

—A Hugh lo mataron —siguió diciendo la señorita Brodie— una semana antes del Armisticio. Después se celebraron elecciones generales y el pueblo gritó: «¡El káiser a la horca!». Hugh fue un valeroso guerrero que será siempre recordado.

Rose Stanley se había puesto a llorar. Sandy siguió de reojo, con mirada lacrimosa, el avance de la señorita Mackay, que era puro ímpetu, por el jardín.

—He venido a saludaros pero me marcho enseguida —dijo—. Pero, niñas, ¿a qué vienen esas lágrimas?

—Se han emocionado por una cosa que les estaba contando. Estamos con la lección de Historia —puntualizó la señorita Brodie, que en ese momento atrapó con presteza una hoja que caía.

—¿De verdad que con diez años estáis llorando en clase de Historia? —les preguntó la señorita Mackay a las niñas, que habían tardado en levantarse de los bancos, todavía impresionadas por el aguerrido Hugh—. Solo he venido a saludaros y me marcho. Bueno, niñas, acaba de empezar el trimestre. Espero que hayáis pasado unas vacaciones de verano estupendas; tengo muchas ganas de leer las redacciones igual de estupendas que escribiréis para contar lo que habéis hecho. Con diez años no tendríais que llorar por un hecho de la historia... ¡Madre mía!

—Habéis hecho muy bien en no contestar a su pregunta —le dijo la señorita Brodie a la clase cuando la directora se hubo marchado—. En una situación comprometida, una hace bien dando la callada por respuesta. Conversar es un bien valioso, pero el silencio es oro. Mary, ¿me estás prestando atención? ¿Qué acabo de decir?

Mary Macgregor, un pasmarote que era poco más que dos ojos, una nariz y una boca de muñeco de nieve, que años más tarde sería famosa por ser una tonta a la que culpar de todo y que moriría a los veintitrés años en el incendio de un hotel, se aventuró a contestar:

—Oro.

—¿Qué he dicho que era oro?

Mary miró a su alrededor y luego al cielo. Sandy le susurró:

—Las hojas caducas.

—Las hojas caducas —respondió Mary.

—Es obvio que no estabas atendiendo —dijo la señorita Brodie—. Niñas, si prestaseis atención a lo que os digo, haría de vosotras la crème de la crème.

2

Aunque Mary Macgregor vivió hasta los veintitrés años, nunca llegó a darse cuenta de que Jean Brodie no compartía sus confidencias con el resto del profesorado, ni de que solo les contaba su historia de amor a sus alumnas. Mary no había pensado demasiado en Jean Brodie, por la que desde luego nunca sintió antipatía, cuando, un año después del estallido de la Segunda Guerra Mundial, se alistó en la marina británica y fue torpe, incompetente y la culparon de muchas cosas. En una ocasión especialmente penosa (cuando su primer y último novio, un cabo al que conocía de dos semanas, la abandonó al no presentarse donde habían quedado y no se dignó a acercársele otra vez), echó la vista atrás y sopesó si acaso había sido feliz de verdad en algún momento de su vida; entonces cayó en la cuenta de que los primeros años que pasó con la señorita Brodie, escuchando sentada aquellas historias y opiniones que nada tenían que ver con el mundo corriente, habían sido los más felices de su vida. Fue un pensamiento fugaz, y nunca más volvió a pensar en la señorita Brodie: se sobrepuso a su pena y volvió a caer en su habitual estado de aturdimiento antes de morir en el incendio de un hotel cuando estaba de permiso en Cumberland. De una punta a otra del pasillo corrió Mary Macgregor a través de la espesa humareda. Corrió hacia un lado y luego, dándose la vuelta, corrió hacia el otro, y cada vez que llegaba al final, se topaba con las llamas de aquel alto horno. No se oía ningún grito, porque el rugido del fuego los acallaba, y ella tampoco gritó, porque el humo no la dejaba respirar. La tercera vez que fue a dar la vuelta, se tropezó con alguien, se cayó y se murió. Pero a principios de los años treinta, cuando Mary Macgregor tenía diez años, se la veía sentada como un pasmarote entre las demás alumnas de la señorita Brodie.

—¿Quién ha derramado tinta en el suelo? ¿Has sido tú, Mary?

—No lo sé, señorita Brodie.

—Me da a mí que has sido tú. Eres la niña más patosa que he visto en mi vida. Y si lo que estoy explicando no te interesa lo más mínimo, por lo menos esfuérzate en disimularlo.

Aquellos eran los días que Mary Macgregor, al echar la vista atrás, recordaría como los más felices de su vida.

Sandy Stranger ya sentía por entonces que esos habrían de ser los días más felices de su vida, y en su décimo cumpleaños se lo confesó a su mejor amiga, Jenny Gray, a la que había invitado a merendar a su casa. El plato estrella del festín fueron unos dados de piña con nata, y lo más especial del día fue que las dejaron estar solas, a sus anchas. Para Sandy, tanto el sabor como el aspecto de aquella piña tan chocante representaban la esencia misma de la felicidad, y clavaba los ojillos en los pálidos dados dorados antes de servirse una cucharada, pensando que el sabor agrio que notaba en la lengua era el de una felicidad especial que nada tenía que ver con el acto de comer, y que era distinta a la que se sentía jugando, que te embargaba sin que te dieras cuenta.

—Pequeñas, vosotras vais a ser la crème de la crème —dijo Sandy, y Jenny espurreó toda la nata en la servilleta.

»—¿Sabes qué? Estos tendrían que ser los días más felices de nuestra vida —continuó Sandy.

—Sí, siempre nos repiten lo mismo —dijo Jenny—. Nos dicen que exprimamos nuestros años de colegio porque nadie sabe lo que pasará en el futuro.

—La señorita Brodie dice que los años de esplendor son todavía mejores —intervino Sandy.

—Sí, pero ella no se ha casado como nuestras madres y padres.

—Ellos no tienen esplendores.