El gobierno de las mujeres - Armando Palacio Valdés - E-Book

El gobierno de las mujeres E-Book

Armando Palacio Valdés

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Ensayo publicado en respuesta al debate del sufragio universal en España. El texto es una ampliación de la reflexión que ya había escrito, veinte años antes, en Papeles del Doctor Angélico. En este libro, Palacio Valdés aboga por el derecho a que las mujeres participen en la vida política y analiza y demuestra, a modo de ensayo narrativo, el papel esencial que desempeñaron algunas mujeres en el desarrollo político de su país.-

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Armando Palacio Valdés

El gobierno de las mujeres

 

Saga

El gobierno de las mujere

 

Copyright © 1932, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726771879

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

El gobierno de las mujeres

Si el domingo llueve, suelo pasar la tarde en el teatro, y si en los teatros no se representa nada digno de verse, me encamino a casa de mi vieja amiga doña Carmen Salazar, la famosa poetisa que todo el mundo conoce.

Habita un principal amplio y confortable de la plaza de Oriente, en compañía de su único hijo Felipe y de su nuera. No tiene nietos, y puede creerse que ésta es la mayor desventura de su vida, porque adora a los niños.

Nadie ignora en España que la Salazar (como se la llama siempre) ha obtenido algunos triunfos en el teatro y que sus poesías líricas merecen el aplauso de los doctos, que se aproxima a los ochenta años, y que hace más de treinta que ha dejado de escribir. Pero sólo los amigos sabemos que a pesar de su edad y de ciertas rarezas, por ella disculpables, conserva lúcida su inteligencia, y que esta lucidez, en vez de mermar, aumenta gracias a la meditación y al estudio, que su conversación es amenísima, y nadie se aparta de ella sin haber aprendido algo.

Hice sonar la campanilla de la puerta y ladró un viejo perro de lanas que siempre afectó no conocerme, aunque estuviese harto de verme por aquella casa. Salió a abrirme una doméstica, reprimió con trabajo los ímpetus de aquel perro farsante, que amenazaba arrojarse sin piedad sobre mis piernas, y con sonrisa afable me introdujo sin anuncio en la estancia de la señora. Era un gabinete espacioso con balcón a la plaza; los muebles, antiguos, pero bien cuidados; librerías de caoba charolada, butacas de cuero, una mesa en el centro, otra volante cerca del balcón, arrimada a la cual leía doña Carmen.

Al sentir ruido, alzó la cabeza, dejó caer las gafas sobre la punta de la nariz, y una sonrisa benévola dilató su rostro marchito.

—El amigo Jiménez no desmiente jamás su galantería—dijo tendiéndome su mano; y añadió en seguida—: Es galantería que por recaer en una vieja setentona traspasa lo bello y toca en lo sublime.

—¡Doña Carmen, por Dios!—respondí yo confundido—. Los seres privilegiados como usted no tienen edad.

—Ni sexo, ¿verdad?

—Sexo, sí, y el sexo arroja sobre el privilegio del talento destellos que le hacen aún más envidiable.

—Eso ya no es galantería. Veo que participa usted de la opinión corriente. Las mujeres son seres destinados a no tener sentido común. Cuando Dios les otorga un poco, hay que caer en éxtasis como delante de una maravilla.

—No he querido expresar tal cosa. Para mí los espíritus tienen sexo como los cuerpos. El talento en la mujer es más amable que en el hombre.

—¿Ama usted el talento femenino?

—Amo lo femenino en el talento.

Me había sentado frente a ella en otra butaca, y teníamos la mesa entre los dos. Doña Carmen se despojó enteramente de sus gafas y me miró con expresión de sorpresa.

—¡Cuán grande el contraste entre lo que usted dice y lo que estaba leyendo hace un instante! Schopenhauer, que es el autor de este libro, dice que somos el sexo de las caderas anchas, de los cabellos largos y las ideas cortas, y añade que en vez de llamarnos el bello sexo debieran decir el sexo inestético. Esto en cuanto a lo físico. En lo moral, asegura que la inclinación a la mentira y la picardía instintiva e invencible es lo que nos caracteriza. No perdona al Cristianismo por haber modificado el feliz estado de inferioridad en el cual la antigüedad mantenía a la mujer. Los pueblos de Oriente estaban en lo cierto y se daban mejor cuenta del papel que deben representar que nosotros con nuestra galantería y nuestra estúpida veneración, resultado del desarrollo de la historia germanocristiana... Lindos piropos los que nos echa este filósofo, ¿verdad, amigo?

—Señora, deploro que Schopenhauer haya caído en tal aberración. Es uno de los escritores que más admiro y respeto por la sinceridad y el vigor de su pesamiento. Este caso es una advertencia saludable para los que buscan la verdad en los libros, y no en su propio espíritu; porque las opiniones de los autores no sólo vienen teñidas por su temperamento físico, por inclinaciones invencibles de su ser, sino que muchas veces, y esto es lo peor, se producen determinadas por los azares de su vida.

—¿Acontece ahora lo que usted dice?

—¡Ya lo creo! Schopenhauer, hombre de razón poderosa, sincero y sin preocupación de ninguna clase, rehusa a las mujeres toda capacidad superior, las considera destinadas por la Naturaleza a vivir en perpetua domesticidad; es el sexus sequior, el sexo segundo bajo todos los aspectos, creado para mantenerse siempre aparte y en segundo término. El respeto que en la sociedad actual se le tributa es ridículo y hasta degradante. Abomina, como usted habrá visto, de la monogamia, y hace la apología del concubinato... Pues bien Stuart Mill, hombre de razón poderosa también, y sincero, y aún más despreocupado que Schopenhauer, aboga con calor por la igualdad de los sexos, se prosterna ante la superioridad espiritual de la mujer, y la tributa un culto casi quijotesco. Pero la causa de tan encontradas opiniones es bien conocida. Schopenhauer tuvo una madre sin ternura, pedante, enloquecida por una ridícula vanidad literaria; y, como célibe y libertino, pasó toda su vida entre cortesanas. Stuart Mill, por el contrario, alcanzó la dicha de unirse a una esposa nobilísima, tierna, inteligente...

—¡Graciosísima razón!, es cosa de exclamar, parodiando a Pascal, que un encuentro en una tertulia o en un teatro hace variar por completo de rumbo.

—No hay que maldecir de la razón, doña Carmen. La verdad, como está desnuda, exige que nos presentemos desnudos delante de ella para obtener sus favores.

—¡Pero lo que usted dice es una obscenidad! Gracias a que una anciana es quien le escucha—exclamó doña Carmen riendo.

—El eterno espíritu de verdad vive en nosotros. Si a El nos entregamos de corazón, si no escuchamos la voz de nuestro yo inferior y ponemos siempre el oído a la que mora en la altura de nuestro propio ser, alcanzaremos la suprema sabiduría.

—Eso ya es demasiado sublime. Pasa usted, amigo Jiménez, de un extremo a otro en los abismos cerúleos con la velocidad del relámpago.

—Observará usted que a los hombres de genio los juzgamos los hombres sin genio, y los juzgamos con justicia, y vemos más claro que ellos. ¿No prueba esto que la verdad reside en todos?

—Probará lo que usted quiera, pero en este caso concreto estoy tentada a colocarme al lado de Schopenhauer. Abrigo bastantes dudas en lo que se refiere al talento femenino.

—¡Cómo ¡—exclamé, en el colmo de la sorpresa—. ¿Duda usted del talento de la mujer, usted que es una prueba viviente, irrecusable de que existe?

Doña Carmen dejó escapar un suspiro, y quedó un momento pensativa y seria.

—Sí, amigo mío; precisamente el examen imparcial y desinteresado de todo cuanto yo he producido me ha conducido al borde del desencanto. Mis obras fueron aplaudidas y celebradas más de lo justo, y lo fueron por lo mismo que soy una mujer.

—Y si hubiesen sido escritas por un hombre, igual—proferí yo impetuosamente.

Doña Carmen alzó los hombros, y respondió melancólicamente:

—No me forjo esa ilusión. Convengo en que me encuentro por encima del término medio de los que actualmente manejan la pluma, pero he respirado siempre lejos de la atmósfera en que alientan los grandes escritores... Y lo que digo de mí, lo digo de todas, absolutamente de todas mis compañeras antiguas y modernas. No se asombre usted de esta afirmación paradójica, ni la crea hija de un rapto de mal humor o de un deseo vanidoso de singularizarme. Está bien meditada. El arte no ha sido, ni es, ni será jamás, patrimonio de la mujer. Se supone que, siendo la sensibilidad la propiedad más desarrollada en el ser femenino, está llamada la mujer al cultivo del arte. Es un profundo error, desmentido por la historia del género humano. ¿Dónde está el Shakespeare, el Dante, el Cervantes o el Goethe femenino? ¿Dónde está el Miguel Angel, el Rembrandt, el Tiziano? Se citan algunas rarísimas excepciones; Safo, por ejemplo. Ignoramos el mérito de Safo. Hay que creer en él bajo la fe de las tradiciones, no siempre dignas de crédito. Los fragmentos que de ella se conservan no me parece que tienen gran valor; son gritos eróticos más que sana e inspirada poesía. En cambio, conocemos perfectamente a las literatas de nuestros tiempos...

—¿Y qué? Madame Stael…

—Madame Stael... Toda la obra literaria de madame Stael es de reflejo, y hoy la encontramos de una afectación insoportable. ¿Quién lee actualmente la Delfina y la Corina? Su talento era muy grande, pero de un orden distinto.

—¿Y madame Sand?

—Un buen estilista que no ha producido obras duraderas. Sus novelas son declamatorias, inverosímiles, sin caracteres y sin interés. Tampoco se leen actualmente.

—¡Qué dureza, doña Carmen!

—Eso mismo exclamaba Camila Seldem oyendo a Enrique Heine llamar a la autora de Indiana «bas bleu», a lo cual replicó el gran poeta sonriendo: «Bueno, bas rouge, si usted lo prefiere.» El talento de Jorge Sand era inmenso también; pero, lo mismo que el de madame Stael, era más adecuado a otra cosa que a la literatura... Pero, en fin, aun concediendo que lo fuese, ¿cuántos nombres de artistas femeninos puede usted citarme? ¿Qué originalidad ha ofrecido su talento?

—Observe usted que la mujer no ha tenido jamás una educación adecuada para que sus facultades intelectuales y sus aptitudes artísticas se desenvolviesen. Se la ha obligado a vivir apartada de la alta cultura intelectual.

—Sí, ése es el razonamiento de Stuart Mill. Para mí tiene poco valor. Cierto que hasta ahora no se ha dado a la mujer una educación literaria y artística; pero muohos de los grandes poetas que el mundo admira tampoco la han tenido. Cuando el alma está preparada para beber, con pocas gotas basta. Además, advierta usted que en la antigüedad, y también en la Edad Media, han existidomujeres muy instruídas, tanto en filosofía como en literatura. ¿Por qué, pues, si encontramos en todas las épocas mujeres sabias, no se cita entre ellas poetas inspirados o filósofos originales?... Por lo demás, usted sabe perfectamente que, desde hace ya mucho tiempo, a la mujer se le da una educación intelectual semejante a la del hombre, y en cuanto a la artística, más esmerada aún. Apenas hay niña bien educada a quien no se enseñe la música, el dibujo, la pintura, y a algunas la escultura también. ¿Piensa usted que si naciese entre nosotras un Beethoven o un Rossini, se contentarían con teclear el piano o sacudir las cuerdas del arpa? Escribirían, como es justo, óperas y sinfonías. En todo el siglo xix a la mujer no le ha faltado pluma y papel. Si no ha escrito Las noches, de Musset, Las meditaciones, de Lamartine, ni las Leyendas, de Zorrilla, es porque no ha podido.

—Quizás exista, doña Carmen, una razón metafísica para ello. Así como el conocimiento puede conocerlo todo, menos a sí mismo, de igual modo la actividad de la mujer se puede aplicar a cualquier cosa, menos a la poesía, porque ella misma es la poesía. La mujer es la primera materia para el trabajo poético. ¿No parece absurdo que actúe de poeta? Es como si un paisaje se pusiese a hacer el boceto del pintor.

—Bueno—replicó doña Carmen riendo—, esos piropos metafísicos no me los diga usted a mí. Déjelos para las jóvenes y hermosas..., como ésta que ahora entra.

II

La que entraba en aquel momento era su hija política, una hermosa mujer, en efecto, aunque tallada en colosal, y, por tanto, no enteramente de mi gusto. Alta y corpulenta, con grandes ojos de ternera como la Juno homérica, la nariz aquilina, los cabellos negros y ondeados, los labios rojos y un poco colgante el inferior, dondequiera que iba lograba atraer sobre sí la atención de los hombres. Yo encontraba su fisonomía demasiado inmóvil, una falta de expresión en ella que acusaba desproporción entre el cuerpo y el alma. Pasaba ya de los treinta años, y, no obstante, su ingenuidad era proverbial, rayaba en la tontería. Doña Carmen la adoraba, tal vez por esto mismo, porque tenía un espíritu enteramente infantil. Dentro de aquel cuerpo gigante latía el corazón de una niña de doce a catorce años.

Se acercó a su suegra y la besó cariñosamente después de saludarme. En pos de ella entraron dos caballeros. Uno de ellos, muy conocido mío y de todo el mundo, era el ilustre Pareja, el sabio antropólogo y sociólogo, cuya levita le han hecho famoso en todo Madrid. El sombrero de copa viejo y despeinado en la mano, el alto y huesudo torso inclinado ceremoniosamente hacia adelante, el rostro contraído por una sonrisa de suficiencia condescendiente, dejando caer sus palabras como otras tantas piedras preciosas destinadas a enriquecer y adornar la existencia del género humano.

—Embargado de emoción al poner el pie en el templo del arte, saludo a la estrella más brillante del firmamento poético, y hago votos por que su luz no se extinga jamás.

La voz era resonante; el ademán, pedagógico; la sonrisa, antropológica; el acento, sociológico; la forma de retorcer el cuerpo, dejando inmóviles las piernas, completamente evolucionista.

Doña Carmen le tendió la mano con sonrisa, donde se traslucía más burla que satisfacción.

—Esta estrellita de octava magnitud saluda con tímido centelleo al Júpiter de la sociología étnica y de la pedagogía evolucionista.

Con esto las contorsiones del sabio antropólogo fueron tantas y tan variadas, que doña Carmen se vió obligada al cabo a preguntarle si había sufrido recientemente algún ataque a los riñones.

Detrás de él vino a estrechar la mano de la poetisa su gran amigo y contemporáneo don Sinibaldo de la Puente, abogado eminente, senador por no recuerdo qué Universidad, a quien el Pontífice Romano había otorgado un título hacía poco tiempo.

Los dos visitantes se habían encentrado casualmente en la escalera. Sus ideas eran demasiado contrapuestas para que fuesen amigos.

Raimunda (que así se llamaba la nuera de doña Carmen) se despojó del sombrero y vino a sentarse en una butaquita, formando con nosotros círculo.

—Y bien, ¿qué hay de nuevo?—preguntó Pareja apoyando sus manos huesudas en las huesudas rodillas y encarándose con doña Carmen en tono de protectora admiración y disponiéndose a bajar de su pedestal, aunque sólo por breves momentos—. Esa flor de poesía, que España guarda como su más preciado tesoro, ¿se niega todavía a embalsamar el ambiente literario con su perfume?

—No hable usted de literatura en estos momentos a doña Carmen—dije yo—. Precisamente cuando ustedes llegaron, estaba pon endo verdes a las literatas antiguas y modernas de todos los tiempos y países.

—¿Cómo?

—Doña Carmen no cree en la literatura de las mujeres.

—¡Oh, querida amiga ¡—exclamó el ilustre Pareja echándose hacia atrás—. Nadie menos que usted tiene motivo a dudar de ella. Si es cierto que en el curso de la evolución literaria la mujer no ha contribuído a ella con un copioso contingente, no es menos seguro que desde sus orígenes se señalan en ella esas dotes. Entre los papúes del Africa negra oceánica, que representan un tipo de sociedad primitiva, se suele encontrar en cada pueblecillo una poetisa, a la cual se acude para embellecer con sus cantos las fiestas o cualquie acontecimiento de importancia, como la llegada de un extranjero o la botadura de una canoa.

—Pues soy de opinión de que dejemos que las poetisas canten en la Paupasia las botaduras de las canoas. Acá en Europa las mujeres tenemos otras cosas más serias que hacer.

—Mucho me complace, Carmita, escuchar en labios de usted semejantes palabras—manifestó don Sinibaldo, hombre grave, correcto, melifluo—. Dejando a salvo su prodigioso talento literario, que es una excepción, no hay que dudar que, por su naturaleza misma, la mujer no está destinada al cultivo de las letras y las bellas artes, sino al embellecimiento de nuestro hogar, a formar el tierno corazón de sus hijos, inspirándoles el temor de Dios, a consolar las tristezas de su marido, a alegrar sus triunfos, a suavizar sus reveses, a ayudarnos, en suma, a tirar del carro de la vida, que muchas veces es demasiado pesado...

—A reproducir eternamente el viejo cliché del ángel del hogar, ¿verdad?—interrumpió impetuosamente doña Carmen—. Ya estamos al tanto de lo que eso significa. En el fondo no es otra cosa, hablando en los términos claros en que se expresa un filósofo contemporáneo, que debemos ser para siempre lo que hemos sido al comienzo de las civilizaciones, el descanso y el recreo del guerrero. Hoy también se lucha y se combate en la vida, y a estos modernos luchadores, la mujer, con su gracia y su belleza, debe indemnizarles de sus fatigas. Hablemos en términos más claros aún; la mujer debe seguir siendo el consabido instrumento de placer.

—¡Oh, Carmita, por Dios!— exclamó el pudibundo don Sinibaldo poniéndose rojo—. Usted interpreta de un modo torcido mis palabras. Cuanto he dicho, ha sido para honrar a la mujer, no para denigrarla.

—Pero, en fin—apunté yo—, si la mujer no tiene capacidad para las artes bellas y la poesía...

—Puede usted darlo por seguro. La mujer es un ser esencialmente prosaico—interrumpió doña Carmen.

—¡Cómo!, ¡cómo!... Eso que está usted diciendo es una abominable herejía—exclamó don Sinibaldo.

—Es una verdad que todo el mundo puede comprobar. En el fondo, a la mujer le interesan poco o nada las bellezas de la Naturaleza o del Arte. Cuando se encuentra frente a un paisaje, o una estatua, o un cuadro, hace lo que puede por entusiasmarse, pero no lo consigue, y sus alabanzas suenan a falso. ¡Cuán diferente su actitud estudiada y frívola de la profunda emoción que se advierte en los hombres!

—Pues querida amiga, yo he observado siempre que las mujeres se conmueven en el teatro más fuertemente que los hombres.

—No es la belleza lo que las conmueve, sino el principio moral, más o menos humillado o amenazado en el curso de la obra. De aquí que las mujeres lloren más con los melodramas que con los dramas, con las antiguas novelas sentimentales que con las realistas de ahora. Crean ustedes que las bellezas de una obra de arte, sus proporciones, su elegancia, su pureza de dicción, no le importan. Lo que le tiene con muchísimo cuidado son los elipses pasajeros que la bondad y la justicia experimentan en ella.

—Acaso esté en lo cierto—dijo en tono concentrado don Sinibaldo.

—Eso es otra cosa. Yo no quiero discutir ahora la primacía de la bondad sobre la belleza: sólo hago constar un hecho.

—Pero, en fin—dije yo, volviendo a la carga—, si la mujer no tiene capacidad para las artes bellas, la tiene muy grande para las artes útiles. Esas labores tan necesarias en las casas, el arreglo y la comodidad del nido, a ella está encomendado. ¿Qué sería de nosotros si las mujeres no se encargasen de coser, de planchar, de bordar nuestra ropa, de mantener en orden y dignidad nuestra vivienda?

—El amigo Jiménez, como se halla en vísperas de casarse, ambiciona ya una petite ménagère—dijo doña Carmen sonriendo; y añadió dió en seguida poniéndose seria: ¿Qué sería de ustedes?... Pues lo pasarían a las mil maravillas, porque los hombres cosen, y planchan, y bordan, y guisan, y limpian, y lavan mejor que las mujeres. No hay oficio de los encomendados ordinariamente a la mujer que el hombre no llegue a poseer con mayor perfección. Hasta en la confección de los mismos trajes femeninos nos aventajan. Ya saben ustedes que las grandes modistas de París no son modistas, sino modistos.

Pareja soltó una estridente y pedagógica carcajada.

—No cabe duda; nuestra insigne poetisa odia a su propio sexo, y no le encomienda otro empleo que el de la perpetuidad de la especie.

—Pues sí cabe duda, amigo Pareja—replicó doña Carmen un poco picada—. Su profunda intuición en este caso ha hecho quiebra. No sólo amo a mi sexo, sino que su suerte futura es mi constante preocupación desde que he renunciado a la literatura.

—Pero si no sirve para nada, ¿qué quiere usted que hagan los hombres con ese sexo más que perpetuar la especie?

—Yo no he dicho que no sirviese para nada.

—No tiene aptitud para las ciencias, para la literatura y las artes; no la tiene tampoco para la industria, ni aun para los menesteres de la casa: ¿qué clase de tarea quiere usted encomendar a la mujer?

—Una sola, pero muy importante.

—¿Cuál?

—La política.

Don Sinibaldo dió un salto en su butaca. Pareja abrió los brazos como un derviche de la India, y yo no pude menos de dar muestras de sobresalto. Tan sólo Raimunda permaneció inmóvil y en estado de perfecta calma.

—No se asusten ustedes… ¿Qué es la política en el fondo? El arte de relacionarse los hombres unos con otros sin perjudicarse. Pues yo sostengo que este arte lo conoce la mujer por intuición mejor que el hombre.

—¡Oh, Carmita!—exclamó don Sinibaldo—, me es imposible suponer que habla usted en serio. La mujer, por su naturaleza, por la historia del género humano, por las palabras de las Santas Escrituras, por la opinión de los Santos Padres y la de los grandes filósofos que la Humanidad respeta, es un ser subordinado, se halla destinado a obedecer, y no a mandar.

—Pues yo creo todo lo contrario, que es el hombre quien está destinado a obedecer... Y de hecho así sucede en cuanto ustedes dejan de ser bárbaros. Esta ley natural convengo en que se ha contrariado hasta ahora casi sistemáticamente, pero es una ley, y así que se apartan los obstáculos que se oponen a su libre funcionamiento, se pone en marcha de nuevo.

—No se ofenderá usted, Carmita, si le digo que San Juan Damasceno afirma que «la mujer es una mala traidora, una horrible tenia que busca su guarida en el corazón del hombre».

—A mí no me ofenden las citas, me aburren.

—Y de que San Juan Crisólogo la llame fuente del mal, autor del pecado, piedra del sepulcro, puerta del infierno..., y San Gregorio el Magno la niegue el sentido del bien.

—Tampoco.

—Platón, el divino Platón, tiene tan en poco el sexo femenino que trueca en mujer en la otra vida al hombre que haya pecado en ésta.

—Platón ha dicho cosas muy sublimes, pero ha dicho también enormes tonterías. Que me diga el amigo Pareja, gran autoridad en la materia, qué concepto tiene formado de la sociología de Platón.

El ilustre Pareja se esponjó y arqueó el espinazo como un gato a quien se acaricia.

—Señora, la sociología de Platón se halla perfectamente desacreditada entre los sabios. Su concepto del Estado, que es el mismo de toda la antigüedad, no resiste al más somero análisis...

—Dejemos a Platón—interrumpió doña Carmen, sin permitirle comenzar su análisis, por si no era tan somero como anunciaba—. Hablemos de los Santos Padres, a quienes respeto más en estos asuntos de moral... Para mí es absolutamente seguro que los Santos Padres, al hablar en términos tan duros y despreciativos de la mujer, sólo se referían a las mujeres que la depravada sociedad griega y romana ofrecían a su vista. Si hablasen en un sentido general, si sus dardos acerados fuesen directamente al corazón del sexo femenino, a la mitad del género humano, se pondrían en abierta contradicción con el pensamiento y la doctrina del divino fundador del Cristianismo. En el Evangelio la mujer es perdonada, es respetada, es iniciada en los misterios de la religión, sigue a Jesús como los hombres en sus peregrinaciones, escucha sus palabras y las propaga. Muerto Jesús, ella es la que se encarga de revelar su gloriosa resurrección. Después..., después..., cuando llega el momento de confesar su fe ante los verdugos, a pesar de su naturaleza frágil y sensible, sufre crueles martirios con idéntico valor que los hombres, y sabe morir como ellos. ¿Es posible que los Santos Padres, teniendo en la memoria a las Santas María Magdalena y Verónica, a Santa Olimpia, a Santa Paula, a Santa Mónica y a tantas otras sublimes mujeres, hablasen de nuestro sexo con tanta ira? La Iglesia Católica no distingue entre santos y santas, y en sus oficios celebra con igual veneración el día de una humilde doncella que el de un sabio doctor. Y, por fin, mi querido amigo La Puente, no olvide usted que por encima de todos los santos la Iglesia ha colocado una mujer.

—¡Sí, yasabemos que el Catolicismo tiene una diosa!—exclamó Pareja en un tono burlón, que contrajo fuertemente el rostro de don Sinibaldo.

—Una diosa, no—repuso doña Carmen—. Eso queda para la gentilidad. Dios es algo incomprensible e inefable que se halla a infinita distancia de la separación de los sexos. Pero lo que la humana inteligencia puede concebir de más puro y de más excelente después de Dios, está encarnado en la Virgen María, esto es, en una mujer.

—Considere usted, Carmita, que Dios ha hecho a la mujer más débil de cuerpo, y también de inteligencia, indicándole con esto un papel subordinado.

—Dios no la ha hecho más débil ni de cuerpo ni de alma; han sido ustedes.

—¡Nosotros!—exclamó don Si, nibaldo, en el colmo de la estupefacción.