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Cuando los niños del barrio se portaban mal, los padres los amenazaban con un hombre de diferentes nombres: El Viejo de la Bolsa, El Cuco, el tipo que cocinaba a los niños en una olla. Para algunos, el linyera, el borracho, el violador del barrio.Para otros, un indigente.Para muchos, simplemente un perro.Quienes no lo conocían lo juzgaban por su zaparrastrosa apariencia. Era parte de un mundo indiferente, en un barrio en el que nadie se preocupaba por escuchar lo que él tenía para decir. Era común, en cambio, escuchar a un tipo de saco y corbata, sin importar lo que dijera. Lo que importaba, tal vez, era el saco y la corbata.Tan solo para nosotros, Jorge Casal fue alguien diferente. No solo porque hablaba y nos aconsejaba desde que éramos niños. También nos vigilaba cuando por las noches llegábamos a casa. Eso era, un guardián. Un ángel solitario y alcohólico cuya arma de protección más importante era su encomiable espíritu. Ese título de guardián fue y será pesado para nosotros.Su larga cabellera, su abundante barba y su insoportable aroma a vino barato, generaban una apariencia temible que asustaba a cuanta persona pasaba cerca. Su aspecto era hostil y amenazante para muchos, pero nunca para nosotros.
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Seitenzahl: 125
Veröffentlichungsjahr: 2014
Diaz Marquez, Carlos Jose El guardián del barrio : 25 sucesos vigentes de un linyera filósofo, apasionado, poeta y borracho . – 1a ed. – Don Torcuato : Autores de Argentina, 2014. E-Book. ISBN 978-987-711-135-4 1. Narrativa Testimonial. I. Título CDD A863
“Estos cuentos están dedicados a todos los personajes
marginales que persiguen incansablemente sus sueños”
“Cuanto más inteligente, profunda y sensible es una persona,
más posibilidades tiene de cruzarse con la tristeza”
Alejandro Dolina.
Conozco al autor de este libro desde mis 11 años de edad y puedo decir que desde entonces somos amigos. Lo incluyo en los recuerdos de mi niñez, adolescencia y juventud. Y ahora, llegados los treinta, noto que nos resistimos juntos a una madurez formal y obligada, etapa que hemos decidido cambiar por una madurez de espíritu guiada únicamente por las reglas que rigen en los sueños: nos olvidamos de los imposibles y decidimos hacer realidades.
Es así, en los senderos de este camino, que este escribano público, centro delantero hincha de Boca y fanático del rock, decidió seleccionar algunos de sus escritos, retocarlos y concentrarlos en 25 cuentos que narran a un hombre que, en la tristeza de la calle, vive de las ilusiones, las pasiones y los dolores de sus pensamientos. Está aquí la faceta más atractiva de mi amigo: su particular visión de la bohemia callejera, de lo filosófico marginal, de lo alcohólico, de lo visible, ignorado y olvidado.
No es casual que el primer libro de Carlos José Díaz Márquez (hijo) trate sobre la temática marginal. En las últimas dos décadas lo he visto interesarse por mendigos, por hombres que viajaron por el mundo y que ahora están solos, por borrachos de bares del olvido que balbucean verdades, historias infinitas y dolores incomprensibles, pero que Carlao (como le decimos los amigos) siempre escucha atento. Y por eso las comprende.
Quienes lo conocemos también en la calle –y de noche- sabemos cómo es su trato con los desfavorecidos: Carlao tiene una capacidad fuera de lo común para descubrir, mediante el diálogo, una característica especial, atractiva, reflexiva e interesante de quienes vaguean con rumbo incierto.
Tampoco es casual que sea lector de Alejandro Dolina y que de joven haya sido unos los primeros fanáticos de Los Piojos en Tucumán –al igual que el Lobo Toscano en Jujuy, el autor que ilustra con grandeza la portada de su libro-. O que le duela el cierre de los billares, que se haya criado con una canchita de fútbol a media cuadra de su casa, que se interese por las charlas de cafés, las religiones, los pensamientos lejanos y que haya estado presente el día que por última vez abrió sus puertas la última disquería que hubo en Tucumán. Digo que todo esto no es casual porque hay un punto de conexión directo en el arte que lo alimenta y en cómo mira al barrio, en cómo mira a quienes viven en el barrio. Y esa síntesis está en este libro. Léala y verá por qué escribo esto.
Quien crea que la ficción es posible se volverá a equivocar otra vez cuando lea El Guardián del Barrio. El personaje central de estas historias, el sufrido Casal, no existe de carne y hueso, pero: ¿a quién le puede importar lo finito cuando sus actos se repiten, se repitieron y se repetirán en cientos de esquinas del mundo?
Aquí encontrará a alguien que vio, pero que no conoce. A un hombre que se cruzó en la calle, pero que jamás se adentró en una conversación el tiempo necesario para saber quién es. Pero acá, a diferencia, está de cerca. Este libro es un acercamiento a lo marginal, a una conversación larga que pocos tuvieron y que ahora, mediante las palabras escritas del autor, es la presentación de una vida que cruza otras fronteras y que supera el tiempo.
Pero no voy a demorarlo más. Lo esperan páginas interesantes y después de la última, al finalizar el libro, créame, se hallará con nuevos matices en su barrio, a cortesía de la atractiva visión que comparte en este libro el autor.
Pedro Noli,
Fines de 2013, San Miguel de Tucumán
Cuando los niños del barrio se portaban mal, los padres los amenazaban con un hombre de diferentes nombres: El Viejo de la Bolsa, El Cuco, el tipo que cocinaba a los niños en una olla.
Para algunos, el linyera, el borracho, el violador del barrio.
Para otros, un indigente.
Para muchos, simplemente un perro.
Quienes no lo conocían lo juzgaban por su zaparrastrosa apariencia. Era parte de un mundo indiferente, en un barrio en el que nadie se preocupaba por escuchar lo que él tenía para decir. Era común, en cambio, escuchar a un tipo de saco y corbata, sin importar lo que dijera. Lo que importaba, tal vez, era el saco y la corbata.
Tan solo para nosotros, Jorge Casal fue alguien diferente. No solo porque hablaba y nos aconsejaba desde que éramos niños. También nos vigilaba cuando por las noches llegábamos a casa. Eso era, un guardián. Un ángel solitario y alcohólico cuya arma de protección más importante era su encomiable espíritu. Ese título de guardián fue y será pesado para nosotros.
Su larga cabellera, su abundante barba y su insoportable aroma a vino barato, generaban una apariencia temible que asustaba a cuanta persona pasaba cerca. Su aspecto era hostil y amenazante para muchos, pero nunca para nosotros.
A nivel nacional, la máxima autoridad es el presidente. En las provincias, el gobernador. Y en los municipios, el intendente.
Pero a nivel barrial nadie dijo nada. Por los menos nosotros nos sentíamos representados y cuidados por Jorge.
Hoy ya no está con nosotros. Jamás aceptó ir a un hospital, a una habitación prestada, ni a un refugio que lo cuide. Frecuentemente recuerdo que decía que a esos lugares iban a parar los infelices. Rechazó numerosos ofrecimientos de asistentes sociales de los quince gobiernos nacionales sucedidos durante su vida.
Muy por el contrario, Jorge consideraba a las calles del barrio como su hogar, y allí dejó sus huellas imborrables. Nadie sabe cómo fue que pereció. Algunos dicen que lo vieron amanecer muerto en el refugio de la canchita del barrio y que, por el estado de descomposición del cuerpo, probablemente llevaba varios días allí. Eso dicen.
Muchos chicos que lo conocían se enteraron de la muerte de Jorge muchos años después, debido a que casi todos nos fuimos del barrio. Algunos se mudaron apenas cumplieron la mayoría de edad, otros se casaron, otros emigraron por trabajo y hay otros que ya no están por motivos que desconozco.
A Pedro, su mejor amigo, se le ocurrió la idea de hacer una colecta barrial para pagar su entierro. No tenía familiares que se hicieran cargo de los gastos. Así fue que sus restos fueron enterrados en el cementerio que queda cerca del barrio, sobre la ruta.
Es de advertir que lo más valioso que nos queda para la posteridad no son sus restos.
La memoria colectiva e individual guardó en su cofre algo que valía mucho más: su vida.
Sin títulos nobiliarios, prerrogativas, ni jerarquías sociales. Sin autoritarismo y sin las barreras sociales que condicionan a cualquier líder político o social. Muy por el contrario, para nosotros fue algo mucho más importante: El guardián del barrio.
Pese a ser un tipo que creció con nosotros encontrarlo por las noches y bajo los efectos del alcohol, a veces me generaba cierto pánico. Nos conocíamos desde hacía veinte años, pero por ahí temía que me desconociera. Lo extraño era que cuando era niño no distinguía cuándo Jorge estaba borracho o cuándo estaba sobrio.
Este tipo no había sido un croto toda su vida. De eso me di cuenta cuando crecí. Cuando era más pibe, no me importaba andar analizando a nadie, simplemente aceptaba a las personas tal como se presentaban, sin indagar demasiado sobre su aspecto. Pero al dejar atrás mi niñez y mi adolescencia, me puse a analizarlo.
Recuerdo que Jorge me contaba que, hacía mucho tiempo, había sido empleado de un banco, hasta que un día su mujer se fue con otro, y desde entonces comenzó a tomar alcohol como si fuera agua. La pena y el llanto se habían mezclado en su sangre y, de allí en más, correrían por sus venas. Jorge perdió su empleo y no lo recuperó más.
De la vida estructurada al desorden, y de la rutina a la poesía, fue el itinerario forzoso. Tenía fascinación por la poesía. Aún hoy su nivel poético vuela por las nubes y regala sus frutos a los vecinos del barrio.
Jorge solía recorrer el barrio recitando sus poemas mientras los vecinos, agradecidos, le regalaban monedas, que luego él convertía en el vino que le alcanzaba.
Doña Elvira, dueña de antaño del almacén donde compraba el vino, siempre trataba de aconsejarlo cuando se acercaba a buscar la tercera caja del día. Para que modere su espíritu, lo invitaba a las reuniones religiosas del vecindario. Querían convencerlo de cosas que nunca pudieron convencerlo.
—¿Por qué no viene a la reunión, Jorge? Aquí ayudamos a todos, incluso a los alcohólicos.
—Me imagino —dijo sonriendo. Él siempre imaginó que las señoras como Elvira criticaban su modo de actuar.
—¡Usted puede! —insistió la almacenera.
—¡Sí que puedo! —contestó con una sonrisa un tanto irónica.
Ese “puede” le recordó unas palabras que había escrito en algún momento en que se sintió extasiado. Y se lo recitó a doña Elvira, inmediatamente:
—Puedo ser a veces una persona cordial y mirar de lejos al odio.
Puedo creer en lo que vendrá y que ya llegó porque no debió regresar.
Puedo regresar a donde nunca fui e ir a donde jamás llegaré.
Puedo amar como jamás nadie amará y olvidarme de mi naturaleza por un rato. Podría también sentarme a contemplar todo el universo acompañado solamente por un vaso de vino, aunque no sea de los mejores viñedos.
Puedo llorar para luego reír, siendo racional con mis instintos aplacados.
Puedo fingir que soy muy feroz y agresivo, desplegando serenidad. También puedo apoderarme del viento e impregnar de locura los cielos.
Puedo consumar toda la histeria en un sueño inquieto pero no por ello menos encantador.
Puedo incendiarme hasta perecer en cenizas pero congelar todo lo que está cercano a mí.
Puedo ser otro, observar a otros, cantar sobre otros, palpar como otros e interactuar solo conmigo mismo.
Puedo ser el amor, el odio, emular a un perro o a un gato, a un cura o a un brujo.
Puedo olvidarme de lo que no pasó y recordar una historia que no existió. Puedo vivir de las fantasías.
En fin, puedo, doña Elvira, ser tantas cosas que a veces pienso poder ser Dios.
Doña Elvira quedó pasmada ante estas palabras. Silenciada, abrió la heladera donde guarda las bebidas, y sacó la caja de vino, para regalársela a Jorge, quien no aceptó tal obsequio. Luego pagó su vino y se fue apurado a beberlo en la plaza.
Mientras estaba tomando, dos vecinas que habían espiado la conversación con la almacenera, se acercaron a hablarle.
—Un tipo como usted, tan inteligente, ¿qué hace tirado allí tomando esa porquería? ¿Por qué no consigue trabajo? Le daremos ropa y le ayudaremos.
Él no respondía. Simplemente seguía tomando. Quizás entendía el gesto cortés de estas mujeres pero sabía que su suerte corría por otros carriles. La vida le había mostrado otro rol a cumplir. Pero ya estaba viejo y no iba a cambiar. Tampoco sentía la necesidad de cambio.
Después de terminar la caja de vino, y de regreso a su casa, se encontró conmigo. Pero esta vez, a diferencia de las demás, pese a la baranda a vino que portaba, lo notaba demasiado lúcido. A medida que se me acercaba, disimuladamente, yo me alejaba de a poquito, porque su forma de mirar realmente me incomodaba. Era una mirada penetrante y muy expresiva. Su mirada irradiaba seguridad. Entonces cesé en mi avance y me quedé quieto para escuchar qué era lo que tenía para decir.
Fue entonces que comenzó a recitar en voz alta, en tono imperativo, y vaya que me tomó de sorpresa:
—Vivo y despierto en la ciudad del temor, un lugar lleno de fobias, donde llueven restos de tempestad y el cáncer toma su lugar entre los barrios marginales.
Vivo donde el polvo de la tierra cubre todo horizonte y se aplaca con el agua.
Vivo y sueño con una ciudad de fantasía cuando realmente lo es, pero como corolario de una hipocresía supra mundana.
Vivo en la ciudad de la ventaja, donde el bienestar social tiene que ver con mi progreso constante.
Vivo, muero y resucito a diario entre los muertos, y éstos, a veces, denotan signos de vitalidad.
Vivo y me sorprendo ante la picardía triste de los sujetos de mi medio, reaccionando ante ellos con mi aburrida e intrascendente humanidad.
Vivo y reprocho la prodigalidad de los necesitados y la miseria de la nobleza provincial, porque todos están necesitados realmente.
Vivo y olvido que el presente no existe en la conciencia social. Aquél es un producto artificial del pasado y del futuro.
Luego se empezó a alejar de a poco, hasta que desapareció de mi vista. No lo vi durante mucho tiempo. Hoy recuerdo estas palabras y se me llenan de lágrimas los ojos. Pero en aquel entonces, dejé por un momento mis prejuicios de lado y entendí que nos había dejado un legado. Así fue que lo tomé.
Fueron las palabras de un borracho, y al escucharlas entendí que la embriaguez no necesariamente equivale a caos, ni que la sobriedad equivale a lucidez.
En la cancha de fútbol que se encuentra en el núcleo del barrio había grandes cantidades de árboles de mora (o moreras) de muchísimos colores.