El mirón de Jagua - Jorge Luis Marí Ramos - E-Book

El mirón de Jagua E-Book

Jorge Luis Marí Ramos

0,0
5,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Conjunto de memorias que contienen rasgos de nuestra idiosincrasia. El autor recompone y recrea épocas de Cienfuegos que vivieron nuestros bisabuelos y abuelos. Sus descripciones de personas, personajes, parajes y costumbres son precisas y reveladoras y permiten explicar diversas herencias culturales. Historias de sitios emblemáticos de los que apenas se habla, sucesos sorprendentes protagonizados por personajes sencillos, sus relaciones y aportes en el florecimiento de la población. Resulta una obra importante para la identidad de Cienfuegos, así como para la Colección Ideas de Mecenas, que pretende aunar textos sobre la cienfuegueridad.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 312

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2o 1a, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España. Este y otros ebook los puede adquirir en http://ruthtienda.com

Edición: Alexis García Somodevilla

Corrección: Marianela Fonseca Fernández

Diseño de cubierta y diagramación: Roberto C. Berroa Cabrera

Imagen de cubierta: Archivo Histórico Provincial de Cienfuegos

Conversión a ebook: Madeline Martí del Sol

 

©  Jorge Luis Marí Ramos, 2024

© Sobre la presente edición:

Ediciones Mecenas, 2024

 

ISBN 9789592204386

 

EDICIONES MECENAS

Centro Provincial del Libro y la Literatura

Avenida 50 No. 3904 e/ 39 y 41, Cienfuegos

Teléfonos: 43556955 - 43518210

libro@azurina.cult.cu

 

 

Tabla de contenido
Prólogo
Arribo de los hombres con cola
El cayo de Becilides
Hombre pájaro
Zenón Cantero
Una visita de báculo y mitra
El oficio más salado del mundo
Nuestra señora
Barbarie en Camarones
El tormento de la Chancleta
Entelequia
Tiempo de gallos
Una Marianne fogosa
Genuinos procederes
Las once mil vírgenes fernandinas
Doña Petrona, la sibila de Jagua
El mirón de Jagua
La madame del Jiquiarí
Fray Loreto
Pasatiempos de la colonia
Juanín Cabezudo
La otra Numancia
Salido del Real Cuerpo de Ingenieros
El lobo del Castillo
Lirón de los mares
Sirena
Rifirrafe dramático
Risueñas esperanzas
Doña Mita
Las horas de la ciudad o un type bizarre
El audaz o el temerario
Evocación de Perejil
Los vidrios de Pedro Eduardo
Aceite curativo
Más allá de Fernandina
Manantiales del Piojo
Un criado de Napoleón
Caraqueños en Cienfuegos
Crispín Delgado
Un San Telmo maldito
Morir por la patria fue su gloria
Hijo de donde se muere
Ingreso en la cárcel
Terpsícore versus Nuestra señora
Don Pancho y Doña Águeda
Desembarco de leones
Doña Serafina
En los predios de Cabaleiro
La trinitaria
Regreso a la cueva
Antoñito y su guasa
El viejo Carbonell
El incidente de Cienfuegos
Isidro Rumbaut
La memoria de Enrique Edo
Sobre el autor

A mi Cienfuegos, antaño Fernandina de Jagua.

Es justo agradecer a Rosalía Castiñeyra y Miguel Prieto, pues sus narraciones inspiraron la escritura de estas memorias.

A Enrique Edo, Pedro Modesto Hernández, a los dos Pablo, Rousseau y Díaz de Villegas, y a Florentino Morales por las crónicas que nos legaron.

A mis padres, retoños de emigrados, por sus paradigmas de humildad y sacrificio, repletos de abundosas historias de aquí y allá.

A Diana Laura Marí, Carmen Capdevila, Ana Lidia Machado, David Martínez, Esperanza Díaz y Mirtha Luisa Acevedo, por dedicar tiempo a sanear el manuscrito.

A los que compartieron sus relatos de familia.

A todos, gracias infinitas.

 

Prólogo

Dos siglos atrás, nació la colonia Fernandina de Jagua en parte de un cacicazgo ocupado por mansos siboneyes a los que Jagua les significó todo en la vida. Según los primeros españoles llegados para explorar, esta fue tierra de muchos indios y buen oro, de naturales alegres, leal estirpe, que miraron a los intrusos con los ojos dislocados, pero mostrándose pacíficos. Aun así, al perturbar sus incólumes prácticas, aquel gentío se tornó nervioso, y guerreó para defender su paz y sus mujeres.

Llegados en busca de provisiones de boca y agua, los castellanos notaron la feracidad de las tierras de esta comarca en la que desaguaban varios ríos y convivían animales exóticos en bosques de buena madera. En Cayo Carenas, Sebastián de Ocampo tiró anclas, calafateó sus naos poco más, poco menos de 1509, y cinco años después, en 1514, Diego Velázquez mandó a fundar las villas Santísima Trinidad y Sancti Spíritus desde la comarca de Jagua. Hoy muchos historiadores sostienen la hipótesis de que la Villa de Trinidad se fundó inicialmente en la margen oriental del río Arimao, cercana a Las Auras, justo donde Pedro de Rentería y Bartolomé de las Casas recibieron una encomienda de naturales; este último, refiriéndose al puerto de Jagua, señaló: No creo que pueda haber otro mejor en el mundo. De este punto salió el padre dominico a predicar, como su nuevo evangelio, la integridad de los naturales de tierras descubiertas.

Luego llegó el turno de los pillajes de corsarios y piratas, presentes en el mar de las Antillas durante buena parte de los siglos xviii y xix, expoliando el tránsito de mercancías entre una y otra parte del mundo. Causa de peso para construir un baluarte militar a la entrada del puerto de Jagua y, tras varias intenciones, en 1745, terminar la fortaleza Nuestra Señora de los Ángeles de Jagua. El ingeniero militar Joseph Tantete lideró las obras, aunque siguiendo los proyectos de Bruno Caballero y Elvira, quien vio provechoso ubicar las troneras en ángulo de 45 grados, apuntando hacia el cañón de acceso al puerto, lo que permitió, sin mucha astucia, que las balas de los obuses cayeran sobre los intrusos que navegaran ante sus narices. La tropa asentada allí vistió guerreras salidas del mejor taller de Barcelona, especializado en los uniformes del ejército español disperso por el mundo. Se cuenta que acompañaban sus prácticas y maniobras a toque de tamboril, porque según el dicho castizo: “No hay olla sin tocino, ni boda sin tamborino”. Y aunque militares, no iban a privarse de la tradición.

Lo más singular de los alrededores, además del castillete y su tropa, resultó el camino viejo que bordeaba el sur de la comarca y, cercano a la posta, venía a despeñarse en Pasacaballos, el punto más estrecho entre las dos orillas del cañón que da acceso al puerto, sitio bendecido por un bajo donde pasaban las bestias que, llegado el momento de no patear la arena, se aprestaban a nadar, de ahí el nombre que adquirió el accidente costero, único tramo marítimo en el camino colonial entre La Habana y la Santísima Trinidad. Por ese sendero anduvieron los miembros de la Comisión de Guantánamo liderada por Joaquín de Santa Cruz y Cárdenas, conde Mopox y de Jaruco, quien pasó a la historia con su nombre dado a los valiosos proyectos que, entre los años de 1797 y 1802, se consideraron viables para una isla sumida en el atraso.

También de esa comisión anduvieron por Jagua los hermanos Lemaur que, al regresar de sus exploraciones, se enclaustraban en la fortaleza a trazar los croquis con los que el mexicano Anastasio Echeverría dibujara en 1798 sus planos a color. En ellos, resulta curioso el dibujo de una ciudad sobre la península La Majagua y su representación en perspectiva, donde resalta su trazado ortogonal y hermosos jardines que ponen límites a la población al estilo de los Campos Elíseos o los de Versalles, elementos irrefutables que demuestran las similitudes entre el proyecto de la Comisión Mopox de 1798 y la colonia que fundó don Luis De Clouet en 1819. Por alguna razón, el gobierno superior engavetó el proyecto de Mopox junto a la no menos curiosa aspiración de José Laguardia de fundar en 1765 la Villa San José en el cercano hato de Juraguá.

Son pocas las razones para esgrimir los porqués de la demora en fundar una población en Jagua y cómo tardíamente, en 1819, se da luz verde a la Contrata de Colonización del teniente coronel de infantería Luis De Clouet. Es justo recordar a Francisco de Arango y Parreño quien hacia 1814, como Consejero Propietario de Indias, y vislumbrando las posibles reformas a la legislación colonial después del primer convenio con Inglaterra que apuntaba al fin de la trata, hizo ver al rey la desproporción entre los sexos al introducirse únicamente esclavos varones. Inmediatamente, Arango sugirió estimular la colonización blanca a la vez que abrir la Isla al comercio, tan incierto en aquellos tiempos. Por tal razón el monarca estableció que los armadores de expediciones arribaran a la Isla con una tercera parte de esclavos del sexo femenino a fin de propagar la especie.

Por otro lado, el capitán general de turno, don José María Cienfuegos Jovellanos y el superintendente general, don Alejandro Ramírez, procedieron con las órdenes soberanas para estimular el comercio y la colonización blanca: pasajes gratis, pensiones alimenticias los seis primeros meses de estancia, una caballería de tierra en propiedad para mayores de 18 años, así como derechos a naturalizarse. Estas fueron las bases con las que Cienfuegos y Ramírez acogieron el proyecto colonizador presentado por De Clouet, sobre todo gracias a la amistad que le unía con el Capitán General de la Isla entre los años 1816 y 1819. A su éxito, se suma la experiencia de De Clouet en el delta y riberas del río Misisipi fundando poblaciones junto a su padre.

En no pocas ocasiones don José María Cienfuegos reconoció que, además de buenos amigos, Ramírez y “Luisín” De Clouet, resultaron incondicionales en su ministerio, piezas claves de una misma maquinaria, hermanos de trabajo, sin los cuales su labor en Cuba no habría podido realizarse. A Ramírez lo recordaba como hombre reposado y cerebral, con un concepto exacto de la justicia y la virtud. De cálculo sereno, desapasionado y preciso, hombre que en sus asuntos no dejaba un cabo por atar y enemigo de alegres improvisaciones. Por otra parte, a quien luego florecería como el fundador de Fernandina, lo evocaba con el rostro campechano, idealista, soñador, visionario e impulsivo que nunca pensaba lo que iba a hacer hasta después de realizarlo, confiando en su buena estrella. “Nada como la intuición”, o “todos los obstáculos son salvables”, son expresiones de don Luis, prendidas en la memoria popular fernandina.

Y como los estudios y condiciones de Jagua pedían a gritos fundar una población, digamos oficialmente, porque ya en la comarca, dividida en hatos y corrales, vivían estancieros explotando la tierra en el cultivo de algodón, caña, café o tabaco, y la tala de árboles, o en la cría de ganado, es bueno perpetuar a otro de los mecenas de Fernandina, a don Agustín de Santa Cruz y Castilla, quien junto a su esposa y prima, Antonia Guerrero y Castilla, vivían en el ingenio Candelaria, primer trapiche de la demarcación, heredado de su tío materno, Juan Castilla Cabeza de Vaca, el primer gobernador de la fortaleza entre 1745 y 1777.

Al recibir Santa Cruz el aviso de extraños en sus propiedades, fue a su encuentro hasta la orilla del Saladito donde conoció los propósitos de De Clouet y sus credenciales para fundar, ocasión en la que ofreció sus terrenos de La Majagua como los más idóneos, razón por la que se piensa que, por estar muy ligado a la élite habanera, Santa Cruz conocía al detalle el proyecto del conde Mopox. De manera que la única condición que puso al desprenderse de las cien caballerías de tierras que donó, fue obtener un título de nobleza. Incluso, prometió aumentar su ofrecimiento en treinta caballerías más, si al título de conde se le unía el grado de coronel de Milicias. Así nació en abril de 1819, la otrora colonia Fernandina de Jagua, hoy Cienfuegos.

Se tejieron historias del antes y después de Fernandina, de sitios emblemáticos de los que apenas se habla hoy, sucesos sorprendentes protagonizados por personajes sencillos, sus relaciones y participación en el florecimiento de la población; pero al sucederse en tiempos tan remotos donde la oralidad era, esencialmente, el medio de comunicación, por encima de la escritura, exclusiva entonces para asuntos oficiales, religiosos y comerciales, la mayoría de aquellas historias se dispersaron por boca de ganso.

Esas remembranzas pasaron de abuelos a nietos y de estos a su descendencia. Con tal suerte, muchas de ellas quedaron registradas en el libro Tradiciones y leyendas de Cienfuegos que, con motivo de las fiestas del centenario en 1919, Pedro Modesto Hernández escribió y para apresurar su paso por la imprenta las puso en manos de Adrián del Valle, quien las publicó en 1920. Otro gran número de alegorías participantes en una suerte de concurso no alcanzaron las páginas de un libro; sin embargo, el periódico local La Correspondencia las dio a conocer en años sucesivos. Así llegaron hasta nuestros días, las narraciones de José Cabrujas, Bienvenido Rumbaut, Miguel Ángel de la Torre, Manuel Casanova, Raúl Ugarriza, José Antonio Vidal Fleites o el doctor Emilio Sánchez, entre otros.

De la autoría de este último, el doctor Emilio Sánchez y Sánchez (Trinidad, 1861-Cienfuegos, 1916) hallamos el libro Recuerdos del tiempo viejo: tradiciones trinitarias, publicado en Cienfuegos en 1916, como homenaje póstumo al médico y patriota que se avecinó en Cienfuegos en el año de 1893 al casarse con Rosa Calleja Sacerio, mujer que admiraría profundamente sus aciertos en la medicina, en el periodismo o la literatura del tipo tradicionalista en la que invertía su tiempo libre. El libro del doctor Emilio Sánchez, parece inspirar al resto de los escritores locales a mirar el nexo entre pasado y presente. Su libro es pionero de este tipo de narraciones y fuente de inspiradora para El mirón de Jagua.

Años después, la fantasía popular siguió avivándose. El 22 de abril de 1939 Bienvenido Rumbaut y José Manuel Vázquez del Rey estrenan en el Terry nuestra primera zarzuela, Flor de mayo, que revisita el ambiente de la Villa Fernandina allá por 1840. En la década de 1950 la Sociedad Ateneo celebra varias ediciones del concurso Cuentos de ambiente regional cienfueguero, cuyas narraciones tampoco alcanzaron las páginas de un libro. Pero en 1965 se publicó Mitos y leyendas de Las Villas, compilación del folclorista Samuel Feijóo, con prólogo de Florentino Morales, hombre interesado en el rescate de lo más auténtico de nuestra historia chica.

Han pasado más de doscientos años de la fundación de Fernandina de Jagua y los cienfuegueros atesoramos oralmente las memorias de nuestras familias. En 2003 me encontré con la bien arropada oralidad de la familia Castiñeyra, proveniente de Trinidad y radicada en Cienfuegos desde la segunda mitad del siglo xix. Fue así como Rosalía Castiñeyra, soprano de la Coral del padre Urtiaga, actriz dramática de la Radio cienfueguera en la década de 1930, y posteriormente de la Sección de Declamación del Ateneo; la Rosita en la zarzuela Flor de mayo de 1939, una mujer con vocación de maestra, las repitió hasta la saciedad a sus sobrinos, tal como ella las escuchó.

En tardes sucesivas, si quien escribe llegaba a tiempo para una tizana o el café, ganaba el derecho de escucharlas de su boca y cuando Rosalía abandonó el mundo de los vivos, me seguí informando por su sobrino Miguel Prieto Castiñeyra, hasta que inesperadamente él la siguió.

Hoy, en ausencia de ambos, me atrevo a revelar esas narraciones de forma escrita ante el temor de que se pierdan. Otras tantas, las rescaté entre las personas de la zona del Castillo, Cayo Carenas y coterráneos, como parte de las indagaciones para el programa televisivo Semilla nuestra que desde 2001 realizo en Perlavisión.

Al escribir estas memorias no pude evitar ser el investigador de siempre. Contrasté con papeles de la época los nombres de los verdaderos protagonistas, y en algunas ocasiones, hasta con las fechas en que fueron sucediéndose. Busqué en archivos, en papelerías personales, en la Biblioteca Provincial, etcétera. Estas memorias desafían el tiempo y tal vez se han desfigurado un poco para alejarse de la exactitud histórica al vestirse con los trajes de las fábulas o de insólitas leyendas. Hablan de cómo fueron las cosas en el inicio, aquellos momentos un poco antes y un tanto después de nacer la colonia Fernandina de Jagua, luego Villa en 1829 y ciudad de Cienfuegos en 1880. Sin embargo, a pesar de los elementos de ficción, estas narraciones tienen escenario propio y muchísimo empeño en ubicarlas en un tiempo cronológico. Ojalá disfruten su lectura, las divulguen o mejoren de acuerdo con su propia experiencia, sirva para eso lo que cuenta El mirón de Jagua, pues lo que no se escribe se olvida.

El autor Cienfuegos, abril de 2019

Arribo de los hombres con cola

Los recién llegados, hombres de piel muy blanca venidos vaya a saberse de qué parte, se les presentaron en gigantescas canoas de muchos paños y sogas, pero como poseían la manía de cambiar los nombres a las cosas utilizando un lenguaje tan diferente al de los nativos, llamaban carabelas a lo que los originarios conocían por canoas. En cada una viajaban cerca de veinte y tantos individuos que a todas luces parecían disimular sus largas colas debajo de sus ropones. Aquellas telas, una encima de otras y rarísimos colores, solían cubrirle la parte alta del cuerpo como si tuvieran frío, y menos hacia la zona de las piernas. Tal fue la impresión y primeras burlas usadas por los nativos ante el destacamento explorador de Cristóbal Colón al llegar a esta isla, a la que nombraron Juana en el 1492, durante el primer viaje al Nuevo Mundo, lugar que volvieron a explorar dos años después por su parte sur, pensando que se trataba de tierra firme, pero la tal Juana no era la Catay de sus sueños, sino la atractiva y estirada isla de Cuba.

Lo que les cuento ahora sucedió durante el segundo viaje, en el ya lejano 1494, durante el desplazamiento del almirante Colón, que esa vez se apareció capitaneando La Niña, pues la Santa María quedó encallada al noroeste de la actual República Dominicana, allá por diciembre de 1492, el día 25 terminó desecha, y su maderamen se aprovechó para levantar una torre-fortaleza a la que llamaron Fuerte Navidad en recuerdo al día fatídico en que la Santa María dejó de ser barco. Desde entonces, Colón subió a bordo de La Niña y según su diario, el 3 de junio de 1494 anduvo cerca de unos ríos de la provincia de Ornofay, lo que hoy parece referirse a territorios de Sancti Spíritus y Cienfuegos, pues se mencionan los ríos Hatiguanico, el Guaurabo o el San Juan.

Añade en sus crónicas que un vientecillo de tierra lo echaba fuera, de esa forma el almirante se quedó con ganas de tirar sus anclas para abastecer sus bodegas con agua fresca y exuberante comida, apuntando en su diario que pasó la noche al pairo, pero complacido con el olor a tierra que le llegaba y aderezado por el canto de los pájaros y las atenciones de los indios que llevaron exquisitas ofrendas hasta su barco. Colón describió el suceso como dulce estancia.

Además del interés por descubrir las colas de los intrusos, los nativos se empeñaron en indicar que aquellas grandes canoas navegaban mucho menos que sus piraguas. Entre sus impresionantes cavilaciones dijeron por verdades a los navegantes que al paso de muchas lunas hallarían bajos fondos y muchas islas, y así fue, cercano al golfo de Batabanó tropezaron con un islote al que llamaron Evangelista, actual Isla de la Juventud, y desde allí, recurvó el almirante para tirar sus anclas en la misma desembocadura del ancho y apacible río San Juan, donde días antes estuvo al pairo.

Rodeado de montañas aquel paraje se le antojó a Colón tierra fértil, a juzgar por los verdes excesivos de la vegetación, y quedó embelesado con la apariencia de aquella gente, tan mansa como el indito que se llevó en el primer viaje. Al bajar a tierra para escuchar misas —una de sus fervientes costumbres—, además de mandar a clavar una cruz de madera o erigir una iglesia, Colón fue recibido por el cacique que, aunque añoso, logró atrapar uno de los cabos del bote que acarreaba al almirante hasta la orilla.

Aquella gente también fue un misterio para Colón, pues fijándose al detalle en el porte del cacique, le llamó poderosamente la atención los collares de piedras y conchas que llevaban y las cestas llenas de frutos que colocaron en sus manos. Para la misa, el indito que fue y regresó en el destacamento de Colón con tiempo suficiente para aprender el castellano, contó a sus semejantes que aquellos hombres no tenían ninguna cola que ocultar, que no venían de ningún cielo sino de una tierra lejana, de costumbres diferentes, aunque también respondían a soberanos que llamaban reyes y no caciques.

Antes de celebrar aquella primera misa en Cuba, el capellán se colocó muchas más ropas que los demás para sorpresa de los naturales que vieron con asombro la blancura extrema del alba de lino, cómo murmuraba una oración mientras se ceñía a la cintura un cordón, para ellos, una especie de bejuco, y se colgaba sobre los hombros una manta muy labrada en hilos brillantes, para asomarse ante una tropa que puesta de rodillas, asistió al ceremonial de aquella especie de chamán.

Todo lo observado quedó reducido a una simple experiencia, al descubrir la pequeña fogata que el religioso movía. Mientras el humo se ahogaba, quedaron rendidos al olor de la resina de incienso que se quemó en el botafumeiro. Ante la llovizna que el sacerdote rociaba cayeron de rodillas como los extraños, y así, con los ojos muy desencajados, miraban a todos lados, pero, sobre todo, reparaban en los trajes de los navegantes. Entregados a los ademanes y oraciones del religioso —según mi profesora Mirtha Luisa Acevedo—, el sacerdote Juan de Solórzano, quien todo el tiempo dio el frente a la cruz y la espalda a los congregados, que sólo se entusiasmaron al verlo levantar las manos al cielo, pues también ellos alzaban sus cabezas a las alturas.

Aquella primera ocasión, donde los mortales de grandes colas y los despojados de toda vestimenta se juntaron en la santa misa, fue un domingo 7 de julio de 1494, más de cuatrocientos años antes de Fernandina de Jagua. Ya en la tarde, los hombres de largas vestimentas y sin colas, se dirigieron a sus canoas y el cacique blanco dio las órdenes de desamarrar y hacerse a la vela, mientras desde una de las barandillas de su gran canoa, les decía adiós y retornaba por donde mismo vino: por el mar, seguro de dejar en la desembocadura del San Juan a los hombres pacíficos que conoció allí e inmortalizó en su diario, porque en verdad estaban desnudos de toda ropa, pero eran demasiado bondadosos como para olvidarlos. Además, portadores de un respeto y una tradición propia y a los que habló y creyó evangelizar en nombre de sus majestades católicas en aquella primera misa cubana en el río San Juan.

El cayo de Becilides

Remando por los recovecos de la bahía de Jagua en busca de mejores peces y muchas almejas, Becilides entró al humedal conocido indistintamente como Laberinto de los naturales o Los balandros, por servir como refugio a los nativos o sus embarcaciones pequeñas en tiempos de tempestades, justo en aquella marisma ubicada en la desembocadura del río Caunao. Poco a poco, mientras advertía cómo la pesca se le tornó interesante, se descubrió varado en un cayuelo de nácar en medio de aquel laberinto a causa del vaciante de la marea. Bajó del bote y más que explorar los minúsculos alrededores, se puso a recoger ramas secas para ahumar una de aquellas rabirrubias que calmarían el rucurrucu de sus tripas. Mientras los carbones asaban el pez, descubrió cerca de él una curiosa empalizada semiderruida que, mirándola bien, se le antojó una casa sobre zancos, aunque muy rudimentaria.

Su vista, enfrascada en adivinar a los artífices de aquella construcción, reparó en las buenas condiciones que tenía, al sopesar los cambios de mareas sin perder sus atributos. Por la forma de los cortes, empalmes con cuñas y los bejucos usados como amarres, pensó que se trataba de técnicas propias de los aborígenes, con toda seguridad, aquella choza bien pudieron haberla levantado ellos. Si existía, era gracias a la tenacidad del mangle circundante que se empeñaba en abrazarla. Sin dudas, Becilides estaba en el patio de una casa. Para explorarla subió los extraños escalones, profanando cuidadosamente cada tronco del piso separado del suelo como a un metro. Asomándose a uno de los extremos, Beci descubrió que el islote de nácar donde encalló su bote no era más que un montículo artificial en el que se acumulaban muchos caparazones, conchas y caracoles marinos. Luego volvió a subirse a su atalaya para, desde arriba, comerse su manjar. Al lanzar casa abajo el espinazo, notó que este fue a dar justo al mayor volumen de conchas y caracoles y que, tal vez, fue así como se originó aquel montón de basura que derivó en cayo.

Para echar una ojeada a los cuatro puntos cardinales tuvo que doblegar su estatura de gigante y hasta componer algún que otro palo que sostenía el techo, tratando de hacer perdurar unos cuantos años más la disimulada casa. Al poco rato bajó y se fue derecho al conchal; y desenterrando algunos restos descubrió que cada uno de aquellos cobos tenía la típica perforación que hacían los aborígenes para sacar el animal de su coraza. Así llegó Becilides a su sabio desenlace: su cayuelo de nácar debió formarse de la mucha acumulación de estos caracoles, si no era así, por qué el montículo estaba a un costado de la primitiva construcción. Nadie iba a colectar tantos moluscos para trasladarlos hasta ese escondido lugar. Volvió a mirar el entorno y se dijo: esta debió ser la casa de un aborigen de Jagua y el cayo, su basurero, no por gusto al sitio se le conoce como el laberinto de los naturales.

Esa tarde trató de volver, pero la marea demoró en subir. Ya era de noche cuando intentó salirse y se vio perdido. Únicamente, atinó a recorrer a la inversa el último tramo lacustre que había desandado. Llegó a la casa sobre pilotes y se tiró a descansar, evitando con la luminosidad de su lámpara de carburo, que algún bicho subiera a comerle su pesca. Lo que nunca supo Becilides fue, si lo que escuchó esa noche fue invención de su miedo o señales de personas reales. Echado en el piso percibió cada uno de los silbidos, hachones moviéndose entre los mangles, tanto, que hasta los grillos o alguna jutía mostraron su inquietud. Con las primeras luces del sol bajó de la casa y se hizo a la mar en su cachucha repleta de buena pesca, pero, sobre todo, de la gran historia de sentirse a fines del sigloxixcomo un adelantado o descubridor de un islote de conchas, al que llamó Cayo de Nácar.

Días después volvió con un viejo marino del puerto de Andratx en Mallorca, quien al observar la casa, dijo que siempre creyó que aquel tipo de vivienda era exclusiva de su tierra, muy parecidas a las usadas por los pescadores de esponjas, pero al llegar a Cuba supo que también aquí, en sitios costeros, habitaron tribus nativas que levantaban sus casas sobre pilotes para evitar las furias de las mareas, y si bien ese tipo de aborígenes no predominó por el mar de Jagua, ahí estaba la muestra de su paso por aquí dado su perenne nomadismo por toda la isla de Cuba.

Hombre pájaro

Tantos años llevan los científicos descifrando las huellas de los primeros habitantes de Cuba, que hoy día, sus debates giran en torno a tres clases de indígenas cuyas existencias están totalmente comprobadas: el Guanahatabey, el Siboney y el Taíno. Y si bien lograron descubrir sus vestigios en las profundidades de las cuevas usadas como sitios de enterramiento o ceremonias religiosas, también desenterraron múltiples objetos de piedra como puñales, lanzas, mazas o punzones o un sinnúmero de espátulas vómicas1 usadas en los ceremoniales.

1 Es una pieza esencial en el ritual de la cohoba para provocar el vómito ritual antes de inhalar los polvos alucinógenos. (Todas las notas, salvo indicación de lo contrario, son del editor.)

Hoy empleamos nombres y palabras que los aborígenes dieron a sitios, ríos y cosas, además del empleo medicinal de ciertas plantas. Están presentes en la dieta cuando comemos la harina de maíz tierno rallado o los tayuyos con trozos de carne de puerco envueltos en hojas de plátano; pero, sobre todo, en curiosas leyendas orales porque al no conocer la escritura, no llevaron su vida a papel alguno. Sus descripciones más certeras fueron recogidas por los primeros conquistadores, religiosos fundamentalmente.

Una copiosa oralidad brota de uno a otro lado de la isla dejándonos recuerdos de los hombres de piel cobriza y cara achinada, aunque bajos de estatura y de complexión mediana, bien formados, con buena presencia y dados al trabajo. Así pudiéramos descifrar la existencia de uno de los últimos aborígenes de Jagua que se refugió en los pantanos de la Ciénaga de Zapata. Su historia la aprendió un cenaguero de uno de sus abuelos, y todavía la mencionan, cuando en noches oscuras se olvidan del sueño para velar el humo de sus hornos de carbón.

Contó Evelio, pues así se llamaba aquel individuo llegado de Canarias, que de tanto andar por aquellos montes, conoció cada recodo de la Ciénaga y los beneficios de las lunas. Una tarde, terminando de montar su horno, descubrió entre los matorrales un par de ojos que lo observaban. Tras mucho disimular estuvo seguro de que no se trataba de un animal salvaje, pues sus perros no mostraron inquietud alguna, pero como el tiempo siempre apremia, siguió trabajando, encendió y aventó su horno, pero volvió a sentir aquella mirada penetrante, ahora desde lo alto de un árbol y por vez primera, vio la silueta del hombre semidesnudo.

Machete en mano fue hasta el árbol para ver lo que se escondía como mono entre las ramas, era un indígena parecido a los mencionados por nuestra historia. Sus facciones y melena anochecida lo delataban, cara tiznada para el ocultamiento y un sayo de fibras vegetales. Sus ojos tranquilos se cruzaron con la mirada del canario como si adivinara que aquel carbonero venía de una isla, antaño poblada por aborígenes conocidos como guanches. Evelio enfundó su machete y le indicó que bajara, no podía hacer mucho en caso de tener que fajarse a las trompadas, una punzada en la espalda se lo impedía. No dio cuatro pasos y ya el indígena estaba detrás de él, caminando entre las espinas con sus pies descubiertos y ya imaginarán ustedes cuánto monte aún quedaba en la zona de Mangles Altos.

Al pie del horno explicó detalles de cómo armar aquella especie de fogata, a la vez que aventaba el fuego, se quejaba del dolor. Mientas se quejaba, le ofreció aguardiente de caña al desconocido en un jarro de hojalata, quien lo bebió de un trago y se fue más rápido que como llegó, pero no había pasado un cuarto de hora cuando el hombre regresó con un manojo de cogollos, corteza de almácigo y hojas de tabaco. Con gestos pidió a Evelio que lo dejara colocarlas en su espalda. Hecha la operación se apropió del sombrero del carbonero y comenzó a avivar el fuego cercano a la boca del horno. Entre alivios y trabajo pasó la noche el canario con la ayuda del nativo cubano.

El carbonero lo observaba y notaba algo raro en aquel hombre añoso, de pocas palabras. Si le hablaba rápido, no se enteraba de nada por lo que acudió una vez más al lenguaje del cuerpo, repleto de señas y algunas palabras: “casa tuya dónde”, “cómo te llamas”, “nombre tuyo es...”, “familia tuya dónde, sí, tribu dónde”, hasta volverse todo un artista. Mientras, el indígena observaba de arriba abajo al carbonero, mirándole bien a los ojos y a la cara. Al poco el rato se encogió de hombros y le hizo señas de que esperara porque los ladridos de los perros anunciaban la cercanía de otro humano.

Cuando Evelio se acercó al trillo para saludar a su paisano Juan, el indígena se esfumó. Lo esperó por varios días y cuando estaba por envasar su carbón, volvió a adivinar la figurilla del nativo ofreciéndole una especie de galleta de maíz envuelta en hojas de plátano. La comió con ganas porque los carboneros no se dan el lujo de irse a comer o dormir a sus casas. En breve, auxilió a Evelio y hasta lo suplantó en el ensacado de aquellos tizones, mas, como se le acabaron las cuerdas de amarrar las bocas de los sacos, el nativo fue por unos bejucos y en un santiamén recosió las aberturas que faltaban para terminar, ayudándolo a llevar las sacas hasta un recodo de mar donde izó una bandera roja y horas después, Evelio vendía todo su carbón a la exigua dotación de una barcaza.

El silencio que sobrevino al ver cómo se alejaba aquel barco, lo rompió el nativo con unas palmadas y, de inmediato, tras un breve gesto, sugirió lo alcanzara. Vestido con un escaso faldellín, dejó caer sobre sus hombros una escuálida telilla que, sin ser lienzo, a Evelio se le antojaba fibra de una rara especie de palma y sobre ella colocó un racimo de buenos plátanos. Tan pronto caminó los escasos cinco metros de tierra, enrumbó hacia un trillo de aromas y piedras puntiagudas hasta alcanzar un recoveco de ciénaga y, sin tocar o sujetar rama alguna o mojarse los pies, desapareció de inmediato, mientras el canario que se sintió rendido al tratar de alcanzarlo, llegó a pensar que aquel hombre avanzaba como pájaro y así lo nombró: hombre pájaro.

Al rato retornó la pintoresca figurilla y se paró a contemplar al hombre blanco enfundado en ropas tiznadas con manchas de fango. Ya se disponía a ayudarlo cuando, con habilidad pasmosa, precipitó su diestra en las aguas y atrapó un pez medianamente grande por la cabeza. Sonrió mostrando la criatura que aún se sacudía entre los dedos firmes del anciano. Bien sabía Evelio que entre aquellas uñas de mangle que forman en la ciénaga barreras impenetrables, se refugian moluscos y peces muy estimados para la dieta de los hombres de hoy y aborígenes de antaño.

El hombre pájaro, de extremidades tan delgadas como las de las garzas, salió de su camino de mangle, y extendió su mano al canario, ayudándolo a entrar en un terreno fangoso, que era más accesible que el del mangle. Tres leguas caminaron por el monte, adentrándose en una selva de aromas y bejucos. Fue entonces cuando se escuchó un silbido y Evelio comprendió que el nativo avisaba la presencia de un extraño. Cuando llegaron a un claro de monte, media docena de personas de aspecto similar al del aborigen los esperaban. Tras reverencias y un cazo con agua, los individuos de piel cobriza, de todos los sexos y tamaños, recibieron al hombre blanco. Sentados en torno del anciano indio, empezaron a conversar y, entonces, fue Evelio el extravagante en aquella reunión.

Usando gestos, algunas palabras y sin mucho alboroto, indicaron cómo su tribu consiguió preservarse en aquel recodo de la ciénaga. Los indígenas de Zapata dijeron clarito y sin señas, que eran de Yaguaramas y Jagua, que hombres de piel como la del carbonero los espantaron de su tierra. El anciano se hincó de rodillas al suelo, unió sus manos y palabreó algo mirando muy arriba y luego muy abajo. “Evelio no entiende”, dijo el carbonero, mientras negaba con la cabeza y se encogía de hombros. Siguió el indio de rodillas y tras repetir su pantomima, hizo y dijo dos cosas más, sacó de entre los objetos de su choza una laminita de una virgen empeñada en borrarse de la hoja y un rosario remendado. Ya estaba Evelio al entender, cuando el indio dijo: “cura Las Casas”, y haciendo como que rezaba aquel rosario de cuentas de plata, demandaba su salvación al cielo.

De tal encuentro con la tribu del hombre pájaro salió el humilde carbonero meditando cómo se las ingenió el cura encomendero Bartolomé de las Casas allá en la zona de Las Auras, Yaguaramas, Camarones o Cumanayagua, para en tan sólo dos años, sacar de la corriente del Arimao minúsculas pepitas de oro, meterles en la cabeza el catecismo cristiano y, a la vez, enseñarlos a que pusieran tierra por medio para salvar su estirpe y su paz de la furia del castellano conquistador, y tras un simbólico sermón, poner fin a su encomienda y salir en 1515 por el mundo en defensa del indio americano.

Han pasado los años y amén de que Evelio ya no está, su entrevista con los insólitos aborígenes se repite mucho en los días de cortes de leña y en noches de quemazón, y no son pocos los que han creído ver, entre las raíces de los mangles o las líneas de costa, a los indios de Zapata, enterrando uñas del mangle para proteger de la erosión aquella, su ciénaga, y las especies que en ella viven, como mismo lograron salvarse de la explotación en aquellos años de la conquista de Cuba.

Zenón Cantero

Juro que el apellido de Zenón nada tiene que ver con Justo Germán Cantero, importante productor de azúcares en la centuria decimonónica trinitaria, quien dejó a un lado sus saberes de Medicina para embutirse de lleno en la sacarocracia, y en las extravagancias, al hacerse de las propiedades de don Pedro Iznaga, incluyendo su esposa, con la que llegó a casarse, tuvo descendencia y manoseó su fortuna. No, nuestro Zenón Cantero, tiene historia propia y nunca dio pócima alguna para mandar a alguien al más allá, aunque sí dispuso sus reglas y delimitó posesiones.



Tausende von E-Books und Hörbücher

Ihre Zahl wächst ständig und Sie haben eine Fixpreisgarantie.