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«El momento político» es una recopilación de artículos sobre la situación política de Uruguay de 1910 a 1911 escritos por Pedro Figari y publicados en origen en el periódico «La Razón». Entre los artículos que se reúnen están «Situación de los partidos», «Nuestro sentimentalismo», «Ausencia de ideas» o «El candidato».
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Seitenzahl: 78
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Pedro Figari
1910-1911
Saga
El momento político
Copyright © 1911, 2022 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726682083
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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En medio del desconcierto general que nos aturde y nos abruma, debemos serenarnos para mejor inquirir sus causas determinantes que, acaso, ellas mismas nos sugieran lo que con viene hacer.
Sería un funesto error suponer que aún hoy puede cimentarse la buena política en maquiavelismos añejos, en «vivezas», ó en simples recursos de habilidad formal porque, en el mejor de los casos, solo se cosechan bienes efímeros por estos medios.
Es necesario elevarse, poniendo cada cual de su parte toda la ecuanimidad que pueda nallar dentro de sí, y preceder con la sinceridad con que debe procederse en las cuestiones graves, principalmente. El partidarismo por más decidido que fuere no impone, ni puede imponer la intolerancia, ni la deslealtad, ni la mentira, ni la injusticia desde que, frente al país, los partidos son simples medios de acción y estos solo pueden tener derecho á exteriorizarse en forma lícita. Por lo demás, hasta es útil la diversidad de recursos y de criterios.
El fin de los partidos es servir al país, que está y debe estar por arriba de los partidos y de todos los intereses y deberes partidarios.
Yo expondré, pues, el resultado de mis observaciones con la amplitud que me sea posible, en la inteligencia de que así interpreto, mejor que de otra manera alguna, las tendencias liberales de mi partido.
Los últimos sucesos políticos, todos convulsivos, graves y congruentes: la revuelta; la abstención nacionalista; la renuncia colectiva de los miembros nacionalistas del cuerpo legislativo; la no aceptación de las proclamaciones ofrecidas á algunas conspícuas personalidades ajenas á los partidos tradicionales; el veto que opone la colectividad nacionalista al candidato de la mayoría, todo esto acusa desorganización democrática.
No es menester que examinemos muy analíticamente estos fenómenos: la revolución en instantes en que el pais marcha en vías de una prosperidad innegable, y cuando las propias autoridades del partido que se yergue así, proclamaron la necesidad de ir á la lucha comicial; la abstención, á raiz de haberse dictado una ley electoral avanzada con el asentimiento y el voto de los mismos representantes de aquella colectividad; la renuncia de éstos antes de haber dejado bien establecido qué ideales perseguían y qué decepciones han sufrido, en el alto cuerpo en que actuaban; la negativa á aceptar el ofrecimiento hecho á algunos conciudadanos ajenos á las disidencias actuales de partido, por las autoridades de la colectividad que asume el poder; el veto del partido nacionalista y la propia forma en que cada una de estas colectividades, fracciones y núcleos de opinión se han producido, sin orden, ni armonía, llegándose al extremo de no encontrar una fórmula aceptable por los que iban á asumir una misma actitud, no es necesario, digo, que acudamos al detalle — que no harla más que robustecer las conclusiones que emergen de los lineamientos generales — para ver con toda claridad que, á pesar de nuestras ampulosas proclamas, no estamos aún preparados para vivir plenamente la vida de las instituciones que nos rigen. Y se presenta así, de inmediato, este problema previo: ¿Es el caso de insistir en nuestro propósito de tomar una senda francamente institucional, ó debemos volver al régimen de los acuerdos y demás convenios extralegales, para asegurar la tranquilidad y la paz pública?
He ahí el dilema que de nuevo nos plantea este momento.
No puede negarse que la más alta aspiración patriótica de hoy día, es la paz. Por demás rudos y desalentadores y estériles han sido nuestros largos experimentos á base de sangre, y por demás claros y aleccionadores son los ejemplos que nos ofrecen todos los pueblos de la tierra, para que pueda cuestionarse al respecto. Los mismos caudillos que se levantaron en armas, formularon de inmediato excusas sobre su actitud guerrera, expresando que el movimiento en que estaban empeñados debía efectuarse sin derramamientos de sangre, y sin quebrantos materiales.
La paz, empero, no depende exclusivamente del partido gue ejerce el poder. La paz efectiva, la verdadera paz tampoco es ni puede ser obra de la imposición de la fuerza. Se requiere también el concurso de todas las agrupaciones, porque demasiado sabido es entre nosotros, por lo menos, que en nuestra despoblada campaña puede siempre alterarse el orden, con mayor ó menor intensidad y duración, y basta cualquier couvulsionamiento para causar graves daños al país. Este sumo bien, pues, tiene que ser el resultado de un convencimiento unánime; más aún, de esta conciencia íntima: La paz es una común necesidad imperiosa; es un tesoro insuperable, como el honor y la dignidad nacional.
Sólo así podrá ser positiva y fecunda.
Hasta que este postulado no pueda penetrar en lo íntimo de las conciencias todas, siquiera sea en la de todos los dirigentes; hasta que la cultura del pueblo no haya eliminado radicalmente la violencia de entre los factores normales de acción, no seremos dignos del nombre de republicanos que tanto nos enorgullece, y la paz será un bien precario.
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Las causas de nuestras conmociones no deben buscarse en el plano de las actitudes y gestos de las partidos, en cada caso. Estos son efectos; y las causas deben hallarse pues, en un plano más fundamental.
La causa principal de nuestros conflictos está en la ausencia deideales concretos, de gobierno y de partido. Nuestras agrupaciones partidarias lejos de definir con precisión sus programas, han adoptado simples generalidades que dejan libre campo á lo arbitrario, en cuyos dominios caben todas las ilogicidades, y de ahí que puedan tan á menudo preferirse los tanteos empíricos á las reglas de gobierno más admitidas en las sociedades regulares.
Con el fin de engrosar las legiones partidarias, ó bien para que éstas no se debiliten, en vez de fijarse un programa cada día más preciso, se han adoptado vaguedades que permitan la entrada á todas las gamas de la opinión, — incluso las que son radicalmente opuestas: desde el clérigo tonsurado hasta el mismo tragafrailes.
Este ardid ha tenido por fuerza que producir las peores consecuencias, porque si es discreto determinar coaliciones entre elementos más ó menos heterogéneos, no es sonsato ni eficaz mancomunar definitivamente tendencias diversas hasta el antagonismo.
Es absurdo que se asocien de un modo permanente los que opinan en oposición—clericales y liberales, verbigracia — porque es fatal que una de las dos tendencias en caso de triunfo, tendrá que subordinarse á la otra, y para la parte sometida, el triunfo significará una derrota. Una derrota campal.
Apenas se observe cómo se reclutan las unidades de nuestros partidos tradicionales, se comprende que debe reinar en ellos la más antojadiza promiscuidad de ideas y tendencias, por cuanto se prescinde enteramente del modo de pensar de los afiliados sobre las grandes cuestiones públicas.
Así, por ejemplo, se plantea á menudo esta interrogación: ¿Es equitativo que el Partido Colorado se mantenga en el poder indefinidamente, utilizando para ello las mismas influencias oficiales, en tanto que el Partido Nacionalista (que, según se dice, representa á medio país) se halla fuera del poder, y con visos de perderlo sin esperanza alguna?
Por escasa que sea nuestra ecuanimidad, contestaremos con una rotunda negativa. Eso no es de equidad.
Así encarada la cuestión, no pueden caber dos opiniones; y por lo común no se inquiere más. No es que se trate de averiguar si se ha comprobado eficientemente la representación numérica que se alega, pero es que ni se indaga con minuciosidad, como debiera hacerse, qué tendencias diversas determinan la oposición con el partido que asume el poder. Se juzgan hechos y precedentes que pueden, si acaso, enardecer pasiones, mas no seleccionan ideas. Se rehuye así el debate, en las cuestiones que más lo requieren.
Y lo más singular es qúe las mismas tradiciones no se aducen por el partido nacionalista, como bandera de lucha. Por el contrario, se ha dicho y repetido que sería una «obra santa el que se descoloren las divisas». confundiéndose todos los ciudadanos en una sola aspiración común, nacional. Ha habido días, no muy lejanos, en que se creían extinguidas las divisas que hoy parecen enardecernos. Pero hay algo más sintomático aún y es que, por repetidas veces, ha proclamado el partido nacionalista, por medio de sus porta-voces, que dicha colectividad «tiene idénticos ideales» que la nuestra.
El propio documento de renuncia colectiva de los legisladores del credo nacionalista, lo establece categóricamente así.
Todo eso significa que estamos á un paso de la solución. Si esto es verdad; si son sinceras esas manifestaciones como debe suponerse, para realizar una tan honda aspiración nacional, no falta más que reconocer con franqueza la enormidad de la aberración que implica una recia lucha en contra, cuando se está de acuerdo; y nos hallaríamos así en el epílogo de nuestras discordias.