El Motivo - Eugenio Sangregorio - E-Book

El Motivo E-Book

Eugenio Sangregorio

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Beschreibung

Dentro de este libro encontrarán mis más profundos recuerdos guardados en mi corazón. Les quiero compartir la crónica de un viaje, no solo a través de distancias geográficas, sino también de las profundidades del alma. Cómo un muchachito de 17 años, proveniente de Calabria, atravesó el océano y las montañas, para hallar su lugar en el mundo en la gran Buenos Aires. La vida me desafió de maneras que a menudo se asemejaban a cuentos asombrosos e inimaginables. Deseo que todos los jóvenes al sumergirse en estas páginas, encuentren un reflejo de sus propias luchas y triunfos, esperando que estas palabras se conviertan para ustedes en un faro de inspiración que los ayude a navegar sus propios mares tormentosos, y así descubrir el coraje que llevan en lo más profundo. La vida, como verán en estas páginas, puede ser un desafío arduo y apasionante, pero también nos otorga la maravillosa oportunidad de transformarnos y encontrar significado, incluso en las peores adversidades.

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Seitenzahl: 271

Veröffentlichungsjahr: 2025

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EUGENIO SANGREGORIO

El Motivo

Bajada

Sangregorio, Eugenio El motivo / Eugenio Sangregorio. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6160-2

1. Biografías. I. Título. CDD 808.883

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenido

Prólogo

CAPÍTULO 1

Belvedere Marítimo, Provincia de Cosenza,Región de Calabria, Italia

San Sosti. 1947

Palazza, otra vez

La escuela

Mi primer par de zapatos. 1951

La bicicleta

CAPÍTULO 2

1955. De Belvedere Marítimo a Buenos Aires, Argentina. 1957

El Juez

El telegrama

La partida. 1957

Puerto de Nápoles

El “Entre Ríos”

El Puerto de Buenos Aires

CAPÍTULO 3

Buenos Aires, Argentina. 1957

Mi primer trabajo

El idioma

Jefe de compras

CAPÍTULO 4

Buongiorno Italia mía. 1963

CAPÍTULO 5

Encuentro mi verdadera profesión, Buenos Aires. 1964

Il Buco, Villa Gesell. 1969

CAPÍTULO 6

Eleonor deja de ser mi novia

CAPÍTULO 7

Me recibo de padre. 1972

Reforma de “Il Buco”. Verano 1972/73

El viaje de Rosaria. 1974

CAPÍTULO 8

“Parque Natural” en trámite

Valeria, mi niña. 1976

Nuevos emprendimientos. El geriátrico

Arrivederci, babbo. 1977

Hoteles Alojamiento. “Voi tu”, San Fernando. 1978

CAPÍTULO 9

Primera comunión de Valeria. 1981

“Sei Tu”, Baradero. 1982

Parque natural para descanso de las almas. 1983

Carlos Páez Vilaró, Capilla de “Los Cipreses”. 1986

Viaje a Italia con Valeria. 1984

“Parque Natural Los Cipreses”, habilitación

En busca de un cura para la capilla

CAPÍTULO 10

Valeria cumple 15 años, Cocoyoc. 1987

EPÍLOGO

Esta primera parte de mi historia, está dedicada a mi hija Valeria, a quien le prometí este libro como regalo de 15, pero que, por diversos motivos, pude plasmarla en papel 37 años más tarde.

Prólogo

La vida en sí misma carece de sentido, tanto es así que tenemos que buscar constantemente motivos que nos impulsen a sobrellevar la carga de la existencia. Pero más allá de las motivaciones que vamos encontrando para ir hacia adelante, intuimos que hay un motivo, el motivo para vivir, que nos impulsa y no podemos descubrir cuál es hasta el día en que partimos.

Pienso que es una condena el haber venido a este mundo llamado humano ya que al nacer es como si fuésemos expulsados de un universo inmaterial sin sufrimiento, de indescriptible paz. Por eso digo, estoy tentado a decir, que al llegar aquí perdemos inmediatamente lo que teníamos: la fortuna de no haber nacido. Muchos me dirán que es un pensamiento pesimista, otros dirán que es romántico, yo creo que es bíblico. ¿Acaso no echó Dios al hombre y a la mujer del paraíso?

Desde niño en mi Belvedere natal en Calabria, mi obsesión fue ser alguien en la vida. El deseo de superarme económicamente me quitó tiempo para pensar en otras cosas que no eran materiales, pero sí muy importantes para vivir. La lucha por la vida me había endurecido. De esta manera, acumulaba dinero, pero me perdía momentos que nunca iba a poder recuperar.

En uno de mis tantos viajes, alejado del trabajo y mientras el avión atravesaba las nubes hacia la tierra donde había nacido, tuve una revelación producto de que, únicamente en estos momentos, era cuando tenía la oportunidad de relajarme para hacer un balance de los errores y aciertos que caracterizaron mi vida ayer y hoy. Comprendí que, por hacer fortuna para procurar prosperidad y bienestar para mi hija, mi mujer y toda mi familia, había dejado de lado otros valores tanto o más importantes que la riqueza.

La vida se vive para adelante, pero se comprende mirando por el espejo retrovisor. Ahora que reflexiono sobre mi historia tengo la necesidad de plasmarla en el papel para que, además de mi hija, otros jóvenes comprendan que puede ser tan duro como apasionante emprender en la vida la lucha por la vida misma.

CAPÍTULO 1

Belvedere Marítimo, Provincia de Cosenza,Región de Calabria, Italia

Podría empezar este relato diciendo que fui el segundo hijo de tres hermanos nacidos en una familia campesina y analfabeta de Palazza, lo cual es cierto, pero no estaría contando mi vida en particular. Miles de niños vinieron al mundo en las mismas condiciones que yo, sin embargo, lo que marca la diferencia entre nosotros es un misterioso “algo” que aún escapa a nuestra comprensión. Sea como sea, la historia que voy a contar es el viaje que me llevó a forjar mi identidad y a definir quién soy hoy en la vida.

Los Sangregorio y los De Luca, las familias de mis padres, representaban típicos ejemplos de la clase media campesina, terrateniente, de Palazza, un pueblito pintoresco con apenas unas cien casas desperdigadas por Belvedere Marítimo, en la región de Calabria, Italia. A pesar de tener cierta fortuna, los Sangregorio vivían de manera austera y poco práctica debido a su escaso sentido común y abundante ignorancia en asuntos financieros. Aunque tenían la capacidad de multiplicar sus riquezas, optaban por una vida modesta y frugal, desaprovechando oportunidades de prosperidad. Recuerdo, en mi infancia, andar descalzo, ya que mis abuelos consideraban que comprar zapatos para un niño era un gasto innecesario. Este inicio humilde quizás sembró en mí un deseo ferviente de progresar y acumular riqueza desde una edad temprana. Pero no se trataba sólo de la riqueza material; criado en un entorno donde la dependencia era la norma, también anhelaba el poder para dirigir mi propio destino, sin necesidad de obedecer órdenes. Desde muy joven, aspiraba a la libertad y a tener control absoluto sobre mi vida y mi futuro.

Es sabido que lograr éxito, fortuna y felicidad cuando se viene de la pobreza es muy difícil, muchos lo consideran imposible. Por eso, pese a tener perfectamente en claro qué era lo que yo anhelaba, me replanteaba constantemente mis deseos sin encontrar el verdadero motivo para vivir. Era comprensible no encontrarlo con una niñez como la mía donde no había a la vista un horizonte de esperanza y la sensación de no tener futuro me angustiaba.

Me es doloroso admitir que mi infancia transcurrió en un ambiente carente de afecto y estímulo. A pesar de todo, no voy a culpar a mi familia de nada, gracias a ellos supe lo que no quería para mi propia vida en muchos aspectos. Aprendí que si bien las situaciones adversas pueden ser un impedimento, cuando se analizan con inteligencia, los obstáculos terminan transformándose en una oportunidad. En este caso, puedo asegurar que saber muy bien lo que uno no quiere para su futuro es una de las cuestiones fundamentales de la vida.

El más claro ejemplo de lo que yo no quería ser me lo dieron mis propios padres. Las desdichas que se daban continua e inexorablemente sobre sus vidas me señalaban un camino que no estaba dispuesto a transitar.

Raffaele Sangregorio, mi padre, era un hombre muy atractivo, pero analfabeto. Era hijo único, producto del matrimonio entre dos personas de las cuales una poseía un fuerte carácter autoritario: su madre, mi abuela Vincenza. Ella se caracterizaba por su dureza, avaricia y falta de flexibilidad, al punto de parecer desprovista de emociones y raciocinio en ocasiones. Incluso mi abuelo Antonio, su esposo, se veía sometido con frecuencia a su voluntad. Desde temprana edad, mi padre fue moldeado para obedecer los dictámenes de la familia.

En contraste, Rosaria De Luca, mi madre, era una muchacha con una deslumbrante belleza y, aunque también era analfabeta, se distinguía por su agudeza e ingenio, así como por su extremada bondad. Si alguien enfermaba o necesitaba algo, ya fuera un familiar o un vecino, mamá siempre estaba lista para ofrecer ayuda, cuidados y consuelo. Muchos decían que había heredado estas cualidades de su madre, mi abuela Nicoletta, una mujer de gran dulzura y amabilidad. Por otro lado, Antonio De Luca, mi abuelo materno, se caracterizaba por ser un hombre severo, de carácter duro y dictatorial.

En el momento en que mis padres se conocieron, ella estaba enamorada de otro hombre llamado Giuseppino, según tengo entendido. Desafortunadamente, este joven carecía de dinero y posesiones; simplemente era el líder de una cuadrilla de vialidad que se encargaba de construir y reparar los caminos del pueblo por un modesto salario municipal. A mi abuelo De Luca no le importaban mucho los sentimientos de su hija por un hombre sin fortuna. Mi abuela Nicoletta, aunque un poco más comprensiva en asuntos de amor, era sumisa y solía seguir las decisiones del abuelo. En aquellos tiempos, el amor y el matrimonio eran asuntos separados.

Así fue como en una tarde, en la casa de los Sangregorio, se juntaron ambas familias. Sentados frente a unas copas de licor, comenzaron a hablar de negocios, o, mejor dicho, del matrimonio de mis padres. Acordaron las respectivas dotes, intercambiando algunas propiedades aquí, otras por allá, y así se concertó aquella unión. La boda se llevó a cabo el 27 de enero de 1934, siendo ellos aún muy jóvenes.

Más allá de arreglos económicos y dotes, es necesario aclarar que Rosaria le caía muy mal a la abuela Vincenza, como si no la considerara una mujer digna para su hijo, o tal vez fueran celos y pura competencia. Lo cierto es que para ella era una especie de intrusa y no iba a tardar ni escatimar esfuerzos en hacérselo notar.

Una vez casados, mis padres fijaron residencia en tierras de mis abuelos paternos. Estos campos se extendían sobre una colina y estaban conformados por varias extensiones independientes de tierra. En las tres más importantes, de alrededor de cinco hectáreas cada una, se habían construido algunas casas. La primera era la que estaba en el terreno más bajo sobre la Contrada Palazza, el camino principal, en ella instalaron mis padres su domicilio conyugal. Era una casa de dos plantas: en la planta superior vivían ellos y la planta baja estaba habilitada para dirigir las tareas propias del campo, siendo únicamente un área de trabajo. A esa propiedad, le seguía un segundo campo con una construcción que se usaba mayormente como depósito durante las cosechas. Allí también había un gallinero y establos, donde se criaban chanchos y otros animales. Finalmente, más allá, en una tercera parcela sobre la parte más elevada de la colina, se encontraba la apodada “la casa de arriba”, donde vivían mis abuelos paternos. Dispuestos de esta manera, mamá y papá no tenían ninguna independencia ya que Antonio y Vincenza bajaban todos los días para trabajar, atravesando unos dos kilómetros, hasta la casa donde estaban viviendo. Se instalaban en la planta baja del domicilio conyugal de mis padres durante todo el día para realizar las labores cotidianas y al anochecer volvían a su casa, arriba de la colina, para dormir. Esta circunstancia obligaba a mi madre a convivir diariamente con su suegra que, por supuesto, lo controlaba todo, guiada por su sentimiento de permanente hostilidad. Esta convivencia cotidiana agravaba la mala relación entre ellas generando discusiones y peleas constantes, muchas veces a los gritos. Como es de imaginar, nada de esto iba camino a terminar bien.

A pesar de todo, debo decir que por parte de mi padre sí hubo amor. Raffaele amaba a Rosaria, pero lamentablemente no fue correspondido con la misma pasión. Al contraer matrimonio, ella había tenido que dejar ir a Giuseppino, el hombre del que verdaderamente estaba enamorada. A pesar de que mi madre sufría en silencio, mi abuela no pasaba por alto que ella tuviera el corazón ocupado y no precisamente por su hijo. Vincenza tenía una mirada que parecía penetrar en la mente y alma de las personas, especialmente en el de mamá, lo cual exacerbaba sus maltratos diarios. La pasividad de mi padre respecto a toda esa situación era consecuente con su obediencia como hijo. Mi madre no tuvo otra opción y aceptó su destino, esforzándose en actuar de acuerdo a lo que se esperaba de ella: obediencia y sacrificio.

Para darles un ejemplo de la dinámica que se vivía, cuando había que ir al casamiento de un pariente o vecino, la abuela Vincenza iba con mi padre de acompañante, como si ellos fueran un matrimonio, mientras que a mi madre y mi abuelo les ordenaba quedarse en casa. Si, su propio marido también sufría las consecuencias de aquel matriarcado dictatorial.

Al poco tiempo de casados, el 25 de octubre de 1934, Rosaria dio a luz a su primera hija, mi hermana mayor, que por tradición familiar la llamaron Vincenza. Sin embargo, las cosas no cambiaron mucho, mamá, además de tener que ser mamá primeriza de una recién nacida, tenía que sobrevivir valientemente su destino de sumisión. Los malos tratos no cesaron ni siquiera en sus momentos más vulnerables, como cuando quedó embarazada por segunda vez. Cierto día, cuando papá no estaba, fue atacada en el campo por un buey enfurecido que la hirió con sus cuernos, justo en el abdomen, donde adentro me encontraba yo. Los abuelos lejos de preocuparse por ella, no movieron un dedo, y quienes la ayudaron fueron unos vecinos que la llevaron al hospital donde estuvo unos días internada. Por suerte el embarazo no corrió peligro. Al regresar mi padre y enterarse de lo sucedido, discutió con los abuelos, que daban la impresión de que no les daba lo mismo si mi madre y el hijo que cargaba en su vientre morían. Él intentaba hacer lo que podía, sufría por dentro, pero enfrentar a sus propios padres siempre resultaba una batalla perdida.

Y así, apenas unos meses más tarde, el jueves 2 de marzo de 1939, llegué a este mundo de la mano de mi hermano mellizo. Fue una sorpresa para todos, un verdadero golpe de suerte que nadie anticipaba, un dos por uno inesperado. Yo, como fui el primero en nacer, recibí el nombre de Eugenio, mientras que a mi hermano lo llamaron Filippo. Poco después, el viernes 1º de septiembre, estalló la Segunda Guerra Mundial y a punto de cumplir seis meses, no tengo recuerdos de los días de paz previos a este conflicto. Para mí, nací en medio de la guerra y viví en ella durante mis primeros seis años de vida. Sólo dos meses después del estallido de la guerra, por desgracia, mi hermano mellizo Filippo falleció, con menos de un año de vida.

Mi padre fue reclutado para servir en la Armada, dejando embarazada a mamá antes de partir hacia el frente. Así fue como el 12 de junio de 1941, con la ausencia de mi padre, mamá dio a luz a su segunda hija, Anna, mi hermana menor.

Nos tuvimos que mudar a “la casa de arriba” con abuela Vincenza y abuelo Antonio. En el hogar de sus suegros, con tres hijos pequeños a cuestas, la incertidumbre, la soledad y el desamor de una familia que la sometía prácticamente a la esclavitud, sumieron a la desafortunada Rosaria en el desamparo más absoluto. No es difícil imaginar que, a esa altura de su vida, los sueños de mamá ya estaban hechos pedazos, y había aceptado dolorosamente su destino desdichado. La guerra no daba tregua, pero, a pesar de todo, su corazón anhelaba un poco de comprensión, algo de afecto puro y simple que aliviara, aunque fuera momentáneamente, todo el dolor que llevaba dentro. Y ese consuelo lo encontró en brazos de un extraño, un hombre casado que vivía en la Marina de Belvedere. Por supuesto, era una relación indecente, pero le brindaba una emoción parecida a la felicidad y le permitía escapar, aunque sólo fuera por unos instantes, de su triste realidad.

No le duró mucho esa breve tregua que le concedió la vida. Al poco tiempo, descubre que está embarazada nuevamente. Todo se desencadenó rápidamente, como era de esperar, y no pudo ocultar por mucho tiempo el embarazo concebido sin la presencia de papá. A ese amor en migajas recibido por Rosaria lo declararon delito. En esa época el adulterio no sólo estaba penado por la ley, sino que su condición de mujer y embarazada agravaba la situación. Conllevaba una fuerte y despiadada condena social, pero además era castigado con una dura sanción penal. Su amante, por supuesto, quedó protegido por el anonimato, mientras que ella, con una entereza admirable, no reveló su identidad. Es innecesario mencionar que el hombre casado que había sido su amante no asumió su paternidad, ni tomó ninguna responsabilidad al respecto.

La indignación que causó la infidelidad, no sólo en la familia sino en todo el pueblo, fue tan intensa que mi abuela paterna la expulsó sin piedad no sólo de su hogar, donde nos alojábamos debido a la guerra, sino también de los límites de sus propiedades, sin importarle la presencia de sus propios nietos pequeños. Fuimos arrojados hacia el desamparo, la guerra y el hambre.

Tanta fue la condena que mi madre ni siquiera pudo encontrar refugio en casa de sus propios padres. El inflexible Antonio De Luca, sintiendo su apellido deshonrado por el adulterio cometido por su hija, no quiso recibirla nunca más en su casa. La nonna Nicoletta lloraba, pero el abuelo repudió a mi madre sin piedad, la desheredó y le prohibió la entrada a la casa, a la cual no pudo volver más. Tan es así, que él partió de este mundo sin perdonarla y sin dar lugar a que su hija pudiera despedirse o reconciliarse. Nunca más quiso saber de ella.

Como estaban las cosas, no sé qué hubiera sido de nosotros sin la generosidad de una familia conocida de mi madre. Ellos supieron comprender la situación y nos ayudaron a transitar ese difícil y vergonzoso momento. Así fue como nos trasladamos a Contrada Olivella de Belvedere, una localidad vecina a cinco kilómetros de Palazza, donde esta familia vivía.

Al regresar, mi padre se encontró con esta dramática situación y, como era de esperarse, una cuestión de honor lo obligaba a repudiar a su mujer. Así y todo, a través de los vecinos, papá pudo saber dónde estábamos viviendo y fue a vernos a escondidas de la abuela Vincenza. Reencontrarse con sus hijos y su mujer embarazada por otro hombre debe haber sido uno de los momentos más dolorosos de su vida. No hubo alegría en ese reencuentro, nada más que reproches y lágrimas. Lo que hayan hablado entre ellos es algo que no voy a saber nunca. Nosotros, éramos meros espectadores de aquel doloroso episodio.

Los encuentros furtivos entre papá y mamá se repitieron en un par de ocasiones más, aunque la cercanía de las localidades y la indiscreción de algún vecino pronto llegaron a oídos de la abuela Vincenza, quien reaccionó con furia. Ante la amenaza de su madre, papá cesó sus visitas, incapaz de desafiarla o de tomar partido por su esposa “adúltera”. De este modo, nos encontramos en una situación desesperada, alejados de nuestra familia y sin refugio ni medios para subsistir. Finalmente, en aquel pequeño rincón en Olivella, el 6 de febrero de 1944 nació mi medio hermano, bautizado por mi madre curiosamente con el nombre Giuseppe. Nosotros, por supuesto, lo apodamos Pino. Mucho después, ya en la Argentina, terminamos llamándolo simplemente José.

Para mantenernos alimentados, mamá se embarcaba en trabajos temporales mientras nosotros quedábamos al cuidado de la familia que nos acogía. Pero evitando abusar de su generosidad, un año después, tomó la decisión de mudarnos a Sant´Agata, un poblado rural cercano y a unos treinta kilómetros de Palazza, nuestro lugar de origen.

Con el fin de la guerra, mamá encontró una oportunidad de trabajo más lucrativa, pero también más arriesgada. En esos años, Rosaria se había transformado en una mujer fuerte, armada de entereza y de coraje. Fue entonces cuando nos trasladamos nuevamente, esta vez a San Sosti, un pueblo pequeño situado a cuarenta y ocho kilómetros de Palazza. Para ese entonces, yo había cumplido ocho años.

San Sosti. 1947

Con el fin de la guerra, las ciudades quedaron en ruinas y la mayoría de la gente se encontraba empobrecida. Los alimentos estaban racionados de manera estricta por ley. Para alimentarnos, mamá se vio obligada a recurrir a una actividad peligrosa y común en la Italia de posguerra: el contrabando. No tenía otra opción. Consciente de la ilegalidad y el riesgo, sabía que era la única manera de poner comida en nuestra mesa en tiempos de escasez. La operación consistía en llevar litros de aceite desde San Sosti hasta Salerno y regresar con kilos de sal. Un trayecto de 240 kilómetros que la llevaba a los rincones más alejados del país. A veces, al cerrar los ojos, puedo imaginarla en aquellas mañanas, cargando un cuchillo en la cintura, ocultando la mercancía bajo un disfraz de equipaje, arriesgándose a ser descubierta y encarcelada. Me pregunto qué pensamientos cruzarían su mente mientras atravesaba esos paisajes desolados en largas jornadas de tren, día tras día, en una sucesión interminable y agotadora. Cuánta soledad debió de sentir. Fue entonces, muy temprano en la vida, cuando comprendí la admirable fortaleza de mi madre.

Como era de esperarse, un día, todo salió mal y mamá no pudo conseguir el dinero necesario. Preocupada por no tener que llevarnos de comer, mientras regresaba a casa esa noche, vio un pan en la vidriera de una panadería cerrada. Sin dudarlo, rompió el vidrio, tomó el pan y nos lo llevó para que pudiéramos cenar. Desafortunadamente, un vecino la descubrió y la denunció a las autoridades. Como castigo, le impusieron seis meses de prisión. Nadie mostró piedad ni consideración por la situación en la que se encontraba, ni siquiera ante el hecho de que cuatro menores quedaban completamente solos.

Nos quedamos viviendo de la caridad de los buenos vecinos mientras mamá cumplía la condena. Sinceramente, no tengo muchos recuerdos de esos meses. Tampoco quisiera tener el poder de recordarlos del todo. A veces la mente se pone de nuestro lado y bloquea momentos dolorosos defendiéndonos de algunas memorias. Pero sí alcanzo a recordar que decidí firmemente que yo no podía quedarme sin hacer nada. A pesar de tener tan sólo ocho años, siendo yo el varón mayor, sentí la obligación de tener que ganar el sustento para ayudarla. Apenas salió de prisión, le pedí que me llevara a conseguir trabajo en algún lugar donde, además, me diera la oportunidad de aprender un oficio para asegurarme un futuro en la vida.

Mi primer intento fue en lo de Domenico, un zapatero que, al no tener hijos, se encariñó conmigo. Todas las mañanas me recibía apretándome los cachetes con tanta fuerza, que me dejaba la cara colorada como un tomate. Me acuerdo de esto y me duelen los cachetes como aquel entonces. Como es de imaginar, yo sufría bastante tanta efusividad. A pesar del aprecio que me tenía mi patrón, el trabajo me resultaba imposible. Sucedía que, dado el rigor de la posguerra, los pequeños clavos que se utilizaban en la compostura de los zapatos eran escasos, por lo tanto, se debían reutilizar los clavos usados. El caso era que, al haber sido extraídos de viejos calzados, los dichosos clavitos estaban todos doblados y retorcidos. Debido a que tenía deditos pequeños, la tarea que me asignaron, era enderezarlos a martillazos para poder reutilizarlos. El resultado fue el esperado: me terminé martillando todos los dedos. De más está decir que no tardé mucho en abandonar aquella dolorosa actividad, llevándome conmigo un buen aprendizaje sobre cómo clavar algunos clavos en las suelas… y un par de dedos machucados.

El siguiente intento laboral fue en una panadería donde, creyendo que era un arte fácil, encontraría mi oficio. No podía estar más lejos de la realidad. No es que me dieran una tarea difícil, solamente tenía que acomodar los panes recién salidos del horno en las canastas donde serían transportados para la venta. Una vez que ya estaban cocidos había que sacarlos rápido para que no se quemaran. Sucedía que las horneadas no sólo eran en grandes cantidades, sino que había que sacarlos todos a la vez. Mis pequeñas manos, otra vez protagonistas, tocaban permanentemente los panes calientes, lo cual me producía dolorosas y molestas ampollas. Como sentía que me estaba por quedar sin dedos, pregunté si me podían poner a amasar, aunque, tal vez por ser niño, no me lo permitieron. Una semana bastó para que otra vez, por el bien de mis pobres manos, decidiera irme de allí.

Mi tercer intento de aprender un oficio fue en un establecimiento que construía ataúdes. Vaya a saber uno cómo surgió esa maravillosa idea. Nunca voy a olvidarme de aquel primer día. El maestro carpintero me había encomendado la tarea de sentarme en el extremo de una gran tabla haciendo contrapeso para que él pudiese cortar un listón de madera. Estar sentado no parecía tarea difícil a primera vista, pero una vez puesto sobre la tabla, con el correr de los minutos, la posición empezó a resultarme incómoda y poco a poco comencé a cansarme de estar en esa postura. En un momento dado no soporté más y cometí el error de querer levantarme. El resultado fue catastrófico. Yo salí prácticamente catapultado mientras el maestro cayó al suelo como una bolsa de papas. Voy a admitir que ahora puedo reírme, pero en aquel momento no fue para nada gracioso. La expresión en la cara del carpintero fue tal que creí que iba a matarme. Por miedo a ser golpeado, salí corriendo de la carpintería, para no volver ni siquiera a pasar por la puerta.

Así transcurrían las semanas tratando de ganarme el sustento hasta que, un amanecer, se presentaron en casa tres carabineros. Me desperté en medio de la discusión entre ellos y mi madre sin poder comprender mucho qué era lo que estaba pasando. Sólo recuerdo haber sentido demasiada angustia y amargura en mi corazón. Tal vez fuera por lo del contrabando, pensé, pero no, era algo bastante peor. Sucedió que mi padre, a instancias de mis abuelos, había formalizado la denuncia por adulterio. De ese modo, los jueces finalmente dictaminaron que nosotros tres, Vincenza, Anna y yo, volviéramos con papá. “¿Cómo un juez puede ser tan malvado?”. Ese era mi pensamiento de niño. No podía comprenderlo. A pesar de que ella trataba de mostrar entereza ante nosotros para que no nos asustáramos, pude sentir la tristeza destruyéndola por dentro. Era la misma tristeza que me estaba destruyendo a mí también. Sentía que todo era una cruel injusticia. Odié al juez, odié a los carabineros, odié a mis abuelos, odié a mi padre. Pero no siempre en ese orden.

En realidad, había fundamentos legales para esta decisión judicial. Por empezar existía una ley que protegía a los niños. Esta ley determinaba que, al ser mi madre pobre, adúltera y con un hijo extramatrimonial, lo más conveniente para nosotros era estar con mi padre en la casa de nuestros abuelos, donde se nos podía asegurar “sustento y un ambiente ejemplar”. Esos argumentos irrefutables fueron los que nos separaron de ella. Nada se podía hacer. Por su parte, Pino, que ya había cumplido cuatro años, tuvo la dicha de poder quedarse con mamá ya que, al ser hijo de otro hombre, poco tenía que ver con los Sangregorio. Quiero contar una curiosidad sobre él, haciendo un breve paréntesis, algo que se da en los pueblitos de Calabria y describe mejor la sociedad donde me crie: por pura coincidencia, el apellido de su padre biológico también era De Luca, pero como este hombre era casado y nunca quiso reconocerlo, el apellido “De Luca” que llevaba Pino era en realidad el apellido de soltera de mamá. Así es que muchos apellidos italianos son iguales y salen del mismo pueblo, pero sin ser necesariamente parientes.

De cualquier modo, sin posibilidad de apelar a nada, nos tuvimos que despedir rápidamente de mamá. Nos fundimos los cuatro en un abrazo de tristeza y amor. Hubiera querido que el tiempo se detuviese para que aquel momento durara para siempre o, que volviera para atrás. Me despedí de Pino, que a pesar de su corta edad entendía todo lo que estaba pasando, y nos rogaba llorando que no nos fuéramos. Yo estaba con el corazón completamente roto. De este modo “los hijos de Raffaele”, como decía la orden del juez, fuimos subidos a la camioneta de los carabineros que nos llevaría de vuelta a Belvedere. Mientras cerraban la puerta del vehículo, vimos el rostro de mamá con los ojos desbordados de lágrimas por última vez. Mientras la camioneta se alejaba la miraba por el vidrio trasero y agitaba mi mano saludándola, hasta que su figura se volvió completamente imperceptible.

Palazza, otra vez

Una vez en Palazza nos llevaron directamente al campo de mis abuelos. Como era la época de la cosecha de granos, todos estaban ocupados con esa tarea. La camioneta policial arribó a la casa del medio, aquella que usaban como granero, y nos hicieron bajar para entregarnos a nuestra familia, como lo había dictaminado el juez.

Tanto los abuelos como mi padre nos recibieron con una gélida bienvenida, carente de un beso, un abrazo o incluso sin hacer la más mínima pregunta para saber cómo estábamos. Más bien fuimos des-recibidos. Esa iba a ser nuestra realidad a partir de ahora, ninguno nos quería. Nos hicieron traer sólo para que el peso de la ley cayera sobre “la adúltera”, únicamente deseaban castigarla, querían que mi madre “pagara por sus pecados”, como escuché una vez decir a mi abuela. No les importaba si nosotros fuésemos a sufrir. Los carabineros le hicieron firmar a papá un remito como si le estuvieran entregando una mercadería. Luego de eso, nos dio la orden de que nos quedáramos a un lado, sentados, sin molestar. Me sentía cansado, deprimido, con hambre y preso de una incertidumbre indescriptible, al igual que mis hermanas.

Mi padre y mis abuelos continuaron cosechando granos junto a los vecinos, quienes nos miraban de lejos y se reían de nosotros haciendo comentarios por lo bajo, debido al aspecto andrajoso que teníamos. Me abracé a Anna que estaba sentada al lado mío, quien estaba a punto de llorar. Después de casi dos horas, largas e interminables, nos dieron de comer un sándwich de jamón y queso hecho con pan casero, pero sin dirigirnos la palabra.

Perdí la cuenta de cuántas horas pasaron, pero llegué a pensar que se habían olvidado de que estábamos allí sentados. Así fue que, alrededor de las cuatro de la tarde, hastiado, aburrido, nos miramos con mis hermanas y les susurré que nos fugáramos de ahí aprovechando de nuestra condición de “invisibles” al parecer. En efecto, nadie reparó en nosotros cuando nos levantamos tomados de las manos, y salimos bajando por una pendiente. Así sucedió que, esa tarde, nos alejamos del campo sin rumbo.

En un momento, como por instinto, estábamos dirigiéndonos hacia el mar. Avanzamos confiados y decididos hasta que llegamos a un riacho que nos cortó el paso. Quedamos detenidos en su orilla sin saber por dónde cruzarlo ya que éramos muy chicos. Empezábamos a preguntarnos entre nosotros para decidir dónde ir. Avanzábamos para un lado, luego retrocedíamos y avanzábamos hacia otro, cambiando el rumbo todo el tiempo, tratando de ver por dónde podíamos cruzar el río o encontrar un camino que nos llevara a alguna parte.

El atardecer iba oscureciendo el cielo y la noche comenzó a caer. En un momento nos quedamos paralizados, desorientados, sin saber hacia dónde ir. Estuvimos detenidos sin movernos del lugar por un buen rato. Empecé a sentir miedo, estábamos perdidos, pero trataba de que no se me notara para que mis hermanas no se asustaran más de lo que ya estaban, sobre todo Anna, la más pequeña. La verdad es que no tenía idea de lo peligrosa que se estaba volviendo la situación en la que nos habíamos metido. De pronto, apareció papá con unos vecinos amigos y nos llevaron de vuelta a la casa. No sentí alegría al verlos, pero sí un enorme alivio.

Nuestra nueva vida se había vuelto un calvario debido no sólo al maltrato de nuestra abuela Vincenza, sino también a la indiferencia y poca actitud de nuestro padre, que era un sometido. A pesar de que no era necesario que me ganara el sustento ya que era sólo un niño, y el mismo juez había determinado que debía ser criado por mis pudientes abuelos, me llevaron a conseguir un trabajo: aquí mi cuarto intento de aprender un oficio. Esta vez papá me llevó de un sastre en Acquara, a 500 metros de Belvedere. Por supuesto, como sucedió en los anteriores intentos, no sólo no era hábil, sino que mis dedos de nuevo fueron los verdaderos damnificados en todo esto. En primer lugar, al no entender cómo tomar medidas, me pusieron a coser botones, y sí… vivía pinchándome los dedos. No sé qué esperaban, ¡tenía diez años! Conclusión, me di por vencido, no quise escuchar hablar de aprender ningún otro oficio más, y por eso mi abuela tomó la decisión de que yo, de ahora en adelante, colaborara con las tareas del campo.