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Denisa tenía 17 años cuando rompió con su novio en 2018, tras un año de relaciones, y empezó a convivir con otro joven. Sin embargo, se vio envuelta en un extraño triángulo amoroso del que formaban parte su expareja, Mario, y la nueva compañera de este, Rocío, la cual estaba obsesionada con que Mario seguía viéndose con su anterior novia. Una fría y lluviosa noche de noviembre, Rocío creyó ver que en el teléfono móvil de su chico había entrado una solicitud de amistad enviada por Denisa. Eso causó en ella un ataque de celos que la enfureció hasta el extremo de hacer que Mario la llevase en su coche hasta la casa de Denisa en Alcorcón (Madrid), donde le asestó una cuchillada que acabó con su vida casi en el acto. El puñal de los celos es un fiel relato de cómo la Policía logró aclarar el crimen en solo unas horas gracias a una insólita casualidad, lo que evitó que el homicidio probablemente hubiera quedado impune por falta de pistas. A lo largo del texto, el lector puede ir siguiendo el discurrir de las investigaciones judiciales y escuchar las voces de los sospechosos tanto en los interrogatorios como a lo largo de las sesiones del juicio, junto con una apasionante pugna jurídica entre los abogados defensores, los acusadores y la fiscalía. El relato, además, es una fotografía viva de un grupo de jóvenes desclasados, sexualmente muy promiscuos y enganchados a la droga y a las redes sociales, que les sirven tanto para comunicarse como para verter serias amenazas de muerte. Y como telón de fondo, el atormentado sufrimiento de Daniela, la madre de la fallecida Denisa, marcada por un destino fatídico casi desde su infancia en Rumanía.
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Seitenzahl: 315
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Jesús Duva, natural de Tordesillas (Valladolid), es licenciado en Periodismo y ha desarrollado una carrera de casi cuarenta y cinco años en los diarios Pueblo, Ya y El País, dondeocupó los cargos de corresponsal de Interior, responsablede información local y redactor jefe de política y sociedad,así como del suplemento Domingo. Además de haber sido profesor en la Escuela de Periodismo UAM-El País, fue jefe de prensa de Manuela Carmena, alcaldesa de Madrid.
Reconocido reportero, es autor de libros entre los que destacan Fugitivos, Emboscada en Fago, El crimen de la niña Melchora y Vidas robadas. Este último está basadoen sus investigaciones sobre el robo de niños recién nacidos en hospitales.
Denisa tenía 17 años cuando rompió con su novio en 2018, tras un año de relaciones, y empezó a convivir con otro joven. Sin embargo, se vio envuelta en un extraño triángulo amoroso del que formaban parte su expareja, Mario, y la nueva compañera de este, Rocío, la cual estaba obsesionada con que Mario seguía viéndose con su anterior novia.
Una fría y lluviosa noche de noviembre, Rocío creyó ver que en el teléfono móvil de su chico había entrado una solicitud de amistad enviada por Denisa. Eso causó en ella un ataque de celos que la enfureció hasta el extremo de hacer que Mario la llevase en su coche hasta la casa de Denisa en Alcorcón (Madrid), donde le asestó una cuchillada que acabó con su vida casi en el acto.
El puñal de los celos es un fiel relato de cómo la Policía logró aclarar el crimen en solo unas horas gracias a una insólita casualidad, lo que evitó que el homicidio probablemente hubiera quedado impune por falta de pistas. A lo largo del texto, el lector puede ir siguiendo el discurrir de las investigaciones judiciales y escuchar las voces de los sospechosos tanto en los interrogatorios como a lo largo de las sesiones del juicio, junto con una apasionante pugna jurídica entre los abogados defensores, los acusadores y la fiscalía.
El relato, además, es una fotografía viva de un grupo de jóvenes desclasados, sexualmente muy promiscuos y enganchados a la droga y a las redes sociales, que les sirven tanto para comunicarse como para verter serias amenazas de muerte. Y como telón de fondo, el atormentado sufrimiento de Daniela, la madre de la fallecida Denisa, marcada por un destino fatídico casi desde su infancia en Rumanía.
EL PUÑAL DELOS CELOS
Primera edición: octubre del 2023
Para Josep Forment, siempre con nosotros
© Jesús Duva, 2023
© de la presente edición, 2023, Editorial Alrevés, S.L.
© de la fotografía de portada, Asun Aguinaco
© de la fotografía del autor, Antonello Dellanotte
Directora de la colección: Marta Robles
Diseño de la colección: Ernest Mateu
Editorial Alrevés, S.L.
Carrer de València, 241 4rt - 08007 Barcelona
www.alreveseditorial.com
ISBN: 978-84-19615-27-5
Código IBIC: BTC
Producción del ePub: booqlab
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.
EL PUÑAL DELOS CELOS
— Jesús Duva —
Colección dirigida y coordinada por
Marta Robles
Prólogo
1. El crimen en directo
2. La huida
3. Una joven difícil desde la niñez
4. Los teléfonos hablan
5. Una testigo protegida
6. Mario, investigado
7. Daniela, una madre coraje
8. El juicio
9. La punzada
Epílogo
Una noche oscura, como todas las noches, Rocío, una joven de diecinueve años, acudió al domicilio de otra, llamada Denisa, y le clavó una navaja en la tripa. La mató. La asesina estaba fuera de sí, presa de los celos, y acuciada por un trastorno límite de la personalidad, que no la exime de su responsabilidad penal. Como el crimen no se produjo en medio de ninguna pelea, ni siquiera de una discusión, y llegó precedido por amenazas de muerte de la asesina, puede parecer que existió planificación —así lo manifestaron los forenses—, pero ¿la hubo? Rocío está en la cárcel y condenada, pero ¿fue suya toda la culpa de cuanto aconteció? Los comportamientos de los jóvenes, más si como es el caso están saliendo de la adolescencia, el periodo más difícil de la vida del ser humano, son imprevisibles incluso para ellos mismo. Sobre todo, porque son tan influenciables que cualquier pequeño detalle puede suponer la mecha que prenda la gasolina que llevan dentro e incendie sus emociones. Más aún si el amor o el espejismo del amor anda presente en esas vidas en estado de zozobra. El hilo conductor de este asesinato se llama Mario. Con relaciones con ambas. Él condujo a la asesina a casa de la víctima en su coche y, según ella, le entregó el arma, una navaja, abierta y lista para matar, además de ayudarlo luego a deshacerse de la misma. Rocío cumple condena y sigue siendo una chica muy problemática en la prisión a la que fue condenada por el crimen. Pero Mario, que tardó mucho en ser juzgado, continúa en la calle. ¿Quién es el asesino? ¿El que empuña y utiliza el arma? ¿El que instiga? ¿Mario empujó a rocío? ¿La Justicia ha sido justa en este caso? Este libro no solo bucea en una apasionante y complicadísima investigación, sino también en esas no menos complejas relaciones adolescentes, en esas vidas que se sostienen sobre un delgado alambre en un baile perverso, más todavía cuando las protagonizan chicos y chicas con futuros inciertos, por sus circunstancias, por sus propias actitudes y por esa malévola presencia continuada de las drogas, que lo enturbia todo. El maestro Jesús Duva, con una prosa exquisita y un rigor exhaustivo, nos regala una crónica detallada de la investigación y el juicio de este caso, pero, además, nos invita a la reflexión sobre ese mundo paralelo de la juventud del siglo XXI, en el que ni el MeToo, ni la lucha por los derechos de las mujeres ha logrado que las chicas jóvenes sigan sintiendo una extraña fascinación por los donjuanes de medio pelo, por los canallas que alternan las relaciones, embarazan a sus distintas parejas y las enfrentan entre sí. La pregunta es: ¿Mario debería estar también en la cárcel? Lean y respóndansela ustedes mismos…
MARTA ROBLES
– · –
Había llovido sin tregua durante toda la noche. Y aquel 25 de noviembre de 2018 amaneció gris, húmedo y nuboso. El otoño en Alcorcón, a una veintena de kilómetros de Madrid, no es precisamente un lugar de ensueño en que las hojas de los árboles caen mansamente y los pájaros revolotean perezosos. La urbe en la que vivían 170.000 almas era un inmenso enjambre de naves industriales, centros comerciales y bloques de hormigón y ladrillo, fruto del desarrollismo desbocado surgido en torno a 1970, en las postrimerías de la dictadura del general Francisco Franco. Ya no era solo una ciudad dormitorio, como lo había sido cincuenta años atrás.
Los boletines de radio y televisión y las webs informativas de aquel domingo llenaron la mañana repitiendo de forma cansina las noticias del día: que el Consejo Europeo había avalado el acuerdo entre la Unión Europea y el Reino Unido para hacer efectivo el brexit (el abandono de la UE por parte de este Estado); que se había suspendido la mítica final futbolística de la Copa Libertadores entre River Plate y Boca Juniors en Buenos Aires por los graves altercados habidos entre sus aficiones; y que en las próximas horas habría en todo el mundo numerosas manifestaciones y actos conmemorativos del Día Internacional por la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres.
Denisa María Dragan, de diecisiete años, y su novio Iván Medrán, de veinte, no oyeron las noticias. Tal vez tampoco les interesaba mucho lo que ocurriera fuera de sus vidas. Pasaron aquella mañana durmiendo y amándose en un local de la calle de Cuenca, esquina a la de Desmonte, colindante con un barucho, en un barrio anodino de Alcorcón. Era un bajo al que se accedía tras descender una docena de escalones de plaquetas de cemento hasta llegar a dos puertas de chapa metálica de color gris azulado, sin timbre, sin mirilla y sin llamador. Sobre las puertas, clavado en la pared, un letrero con el escudo del Ayuntamiento de Alcorcón, advertía de forma tajante y con evidente solemnidad: «Prohibido jugar a la pelota». Tal vez porque los niños del barrio consideraban que ese era un rincón perfecto para emular a Leo Messi, a Cristiano Ronaldo o a cualquier otro ídolo del balompié. En el esquinazo del inmueble, en un plano más elevado que el resto, habían puesto unas plantas y unas flores a la altura de las ventanas, lo que le confería un aspecto más humano y menos inhóspito. No era el más romántico nido de amor, sino una especie de almacén de herramientas y materiales de construcción del padre de Iván que había sido habilitado como vivienda con un sofá, una cama, un televisor, una cocina, una mesa y unas cuantas sillas.
Denisa, una chica delgadita, de piel muy blanca, de ojos azules y cabello rubio, había nacido el 16 de junio de 2001 en Tulsea, una ciudad rumana a orillas del delta del Danubio. Pero ella lo sabía porque eso era lo que ponía en su tarjeta de residencia y en su pasaporte. Llevaba en España desde su más tierna infancia y probablemente no tuviera ningún recuerdo de su país de origen. Durante los últimos seis meses convivía con Iván, al que muchos colegas llamaban por su apellido (Medrán), tras dejar atrás una relación convulsa y conflictiva con un amigo de este, un tal Mario Tabanera, al que había conocido por Instagram, una de esas redes sociales a las que estaban enganchados los jóvenes y adolescentes en esa edad líquida y fronteriza en la que no son ni niños ni adultos.
La joven pareja se levantó a las dos de la tarde. Poco después Iván aprovechó para ir a cambiar el aceite del motor de su coche y regresó a casa sobre las seis de la tarde. Sin saber muy bien qué hacer, decidieron ir a la hamburguesería McDonald’s del Parque Oeste, un gran complejo comercial que sirve de centro de ocio y de reunión para miles de familias que matan los fines de semana entre comercios de ropa, perfumerías, pizzerías y otros locales impersonales de comida rápida. Un par de horas más tarde, el chico había quedado con unos amigos y dejó a su novia en el local de la calle de Cuenca. Ella tenía frío y no le apetecía seguir deambulando por las calles mojadas sin nada que hacer.
Aburrida, a las 21.26 Denisa marcó en su teléfono móvil el número de teléfono de Silvia Antolín Benítez, tan solo un año mayor que ella, su amiga, su confidente, de la que era inseparable desde que se conocieron en 2017 en los cursos de peluquería y estética del instituto de educación secundaria La Arboleda. Le había costado mucho cruzarse en la vida con alguien así, pero finalmente tenía una persona en la que confiaba y a la que contaba sus problemas, sus sueños, sus anhelos y sus inquietudes. Eran uña y carne.
—Silvia, ¿qué haces que no dices nada? Estoy aburrida, tía… ¿Por qué no te acercas y estamos un rato juntas?
—No, tía… Está lloviendo y no me apetece salir. Paso…
Cortaron la conversación. Pero apenas quince minutos más tarde fue Silvia quien llamó a Denisa, tal vez porque le había quedado un mal sabor de boca por haber rehusado la invitación de reunirse.
—¿Qué pasa, Denisa? ¿Sigues solita?
—Sí. Bueno…, estoy esperando a Iván, que ha ido a pillar algo para la cena. Supongo que no tardará ya mucho.
—Ah, vale. Pues entonces ya nos vemos mañana, que es lunes.
—Sí, tía. Nos vemos…
En ese momento, Denisa escuchó que alguien golpeaba la puerta metálica con insistencia y se dirigió hacia la entrada del local.
—Oye, espera… No cuelgues… Están llamando a la puerta. Supongo que será Iván…
Silvia se quedó a la espera y oyó cómo Denisa abría la puerta de la vivienda. Y después, una breve discusión con alguien con voz de mujer. Y después cómo suplicaba: «Por favor, Rocío, no me hagas nada… Estoy hablando con Silvia…». Y solo unos segundos más tarde Silvia escuchó la voz entrecortada, jadeante y agónica de su amiga que le rogaba: «Prima, por favor… Ayúdame, que me ha pinchado en la tripa…».
—¡Denisa, Denisa…! ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa? ¿Me oyes…?
El teléfono seguía conectado, pero nadie respondía a sus preguntas. Así que Silvia echó a correr. Salió de su casa como una exhalación, con el alma en vilo, sin importarle ni la lluvia ni el frío. Tenía que llegar lo antes posible. Corría como una posesa mientras en su cabeza resonaba una y otra vez la misma frase: «Prima, por favor… Ayúdame, que me ha pinchado en la tripa».
El polaco Fritz Boiche y su esposa, la rumana Ana María, vivían a unos cincuenta metros de donde Denisa había sido acuchillada. A pesar del aguacero, la pareja había salido a pasear a sus perros cuando vieron luz procedente del bajo de la esquina de la calle de Cuenca con Desmonte, que tenía la puerta abierta, y, caída en el suelo, estaba una chica que parecía inconsciente. Solamente así era explicable que alguien pudiera estar de esa forma en un día tan hosco, desabrido, desapacible y lluvioso.
—¡Niña…! ¡Niña…! ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa…? —gritó Ana María al borde de la histeria, mientras intentaba calmar a sus dos perros.
—¿Qué te ocurre…? —intervino Fritz, que en ese momento reparó en que la chica tenía subida la camiseta, estaba muy pálida, y tenía parte del intestino fuera del vientre, del que manaba un hilo de sangre. Vio que cerca de ella había un móvil con la pantalla encendida, como si su propietaria hubiera acabado de hablar con alguien muy pocos segundos antes.
La joven no daba ninguna señal de vida. Friz y Ana María casi entraron en pánico. No sabían qué hacer ni cómo ayudarla. Desesperados. Así que él le indicó a su mujer que activara su celular, que marcase el 112 y que pidiera urgente ayuda a los servicios de emergencia. Eran las diez en punto de la noche.
Un par de minutos después llegó un muchacho con una bolsa de plástico en la mano, llena de comestibles y bebida. Era Iván, el novio de Denisa. Aceleró el paso al ver la puerta abierta de su local, del que salía una luz claramente visible en la oscuridad de la noche. Al acercarse, distinguió a una pareja desconocida apostada en la parte superior de los doce peldaños que daban acceso a la vivienda situada unos metros más abajo. Al descender las escaleras de hormigón y llegar al quicio de la puerta de su local, se le saltó el corazón al ver a su chica caída en el suelo.
—¿Qué pasa? ¿Quiénes sois vosotros? ¿Qué habéis hecho…? ¡Denisa! ¡Denisa! ¡Denisa! —gritaba, sin obtener respuesta, agobiado, tratando de comprender qué demonios estaba sucediendo.
Iván dio la vuelta al cuerpo de su novia y tiró de ella hacia el interior de la casa para evitar que se mojara. Al hacerlo, se horrorizó al darse cuenta de que sangraba y tenía parte de las tripas fuera del abdomen. Tenía un color cerúleo. Aunque a él le parecía que Denisa estaba consciente, ella no era capaz de articular ni siquiera un gemido.
—¡Denisa! ¡Denisa! ¡Denisa! —volvió a gritar más fuerte, como intentando hacerse oír o como si eso sirviera para sacarla a ella del sueño profundo en que parecía sumida.
No sabía qué hacer para ayudar a la chica con la que llevaba compartiendo su vida y su amor durante los últimos seis meses. De pronto empezaron a ulular sirenas que descendían a toda velocidad por la estrecha calle de Cuenca hasta detenerse en seco al llegar al cruce con la calle de Desmonte, cerca de la clínica Galiano. Eran los primeros equipos del Summa 112. Los sanitarios saltaron de la ambulancia y echaron a correr hacia el bajo.
—Por favor, apártense, apártense —exigieron a la pareja que seguía petrificada cerca del local.
—¿Qué ha pasado? ¿Quién es usted? —preguntó uno de los sanitarios al muchacho que estaba junto a la herida.
—Me la han matado…, me la han matado… —gemía Iván mientras miraba la pantalla del celular de su novia, comprobando así que la última conversación la había mantenido muy poco antes con su inseparable amiga Silvia.
Los médicos de Urgencias vieron que la víctima presentaba una herida de arma blanca en el abdomen, muy cerca del ombligo, que le había producido evisceración y una intensa hemorragia. Tenía una respiración agónica y al poco sufrió una parada cardiorrespiratoria.
—¡Vamos, vamos, vamos…, que se nos va, que se nos va…! ¡Deprisa…, deprisa…! —se quejaba una médica con las manos enfundadas en sendos guantes de nitrilo mientras daba órdenes tajantes al enfermero y al resto de su equipo.
En una lucha desesperada contra la muerte, los facultativos procedieron a la reanimación cardiopulmonar avanzada con intubación orotraqueal y ventilación mecánica, a la vez que le practicaron masaje cardíaco externo apretándole el pecho con los manos. «¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!». Uno de los sanitarios cortó las perneras del pantalón vaquero que vestía la chica herida a fin de poner unas vías por las que inyectar en la ingle, así como en los brazos y las piernas de la víctima, unas dosis de adrenalina, atropina y fentanilo (un narcótico sintético opioide cien veces más potente que la morfina, que se usa por sus efectos de analgesia y anestesia). Después de quince minutos de aplicarle este tratamiento de choque, los médicos lograron mejorar el estado de Denisa y consiguieron sacarla de la situación crítica en que la habían encontrado. Una auténtica hazaña.
—¡Deprisa, deprisa…! Está muy mal, pero aquí no podemos hacer más. Hay que llevarla inmediatamente al hospital —ordenó el que parecía ser el jefe del dispositivo de urgencias.
La ambulancia arrancó a toda velocidad en medio del estruendo de sus sirenas y de las del coche patrulla de la Policía Nacional que le iba abriendo paso por el asfalto. Eran más de las diez y media de la noche y las calles de Alcorcón tenían mucho menos tráfico de lo habitual. La comitiva tardó apenas unos pocos minutos en recorrer los dos kilómetros que separaban la calle de Cuenca de la calle de Budapest, donde está enclavado el principal centro sanitario del municipio.
Iván comprobó que su móvil estaba sin batería y cogió el de su novia para telefonear a Danut, el padre de Denisa, para darle la mala noticia. Y este, por su parte, llamó a su exesposa, Daniela, que en ese momento estaba echando unas horas extras en una fábrica de piezas de automoción para así ganar más dinero y poder dejar el piso que compartían con otra familia desconocida a la que no le unía nada.
—Alguien ha pinchado a Denisa con una navaja y se la han llevado en ambulancia al hospital —fue la escueta información que Danut le dio antes de cortar la comunicación.
La madre, con el alma en vilo, se puso en contacto con el Hospital Fundación Alcorcón y preguntó si había ingresado en Urgencias una chica llamada Denisa Dragan. Cuando le dijeron que sí y ella se identificó como la madre de la muchacha, una empleada del centro médico le recomendó que se acercara hasta allí, sin mayores explicaciones. Lo hizo con esa forma tan aséptica y descarnada que tienen de dar las malas nuevas quienes están habituados a hacerlo a diario.
Los médicos del box de Urgencias del hospital estaban lanzados en una frenética carrera contra reloj. La paciente apenas tenía pulso, por lo que le aplicaron respiración cardiopulmonar avanzada, sueroterapia con bicarbonato y adrenalina, además de transfundirle una bolsa de concentrado de hematíes para compensar la imparable pérdida de sangre que sufría.
Pese a los denodados esfuerzos de los médicos y los enfermeros, el estado de Denisa empeoraba por segundos. El navajazo del vientre probablemente había afectado a la aorta, la principal arteria del cuerpo humano, ocasionando una enorme pérdida de sangre y, como consecuencia de ello, un shock hipovolémico irreversible. Este síndrome se produce cuando el volumen de sangre circulante baja hasta tal punto que el corazón se vuelve incapaz de bombear suficiente sangre al cuerpo, lo que hace que el organismo active complejos y diferentes sistemas para solucionar el problema acuciante. Pero cuando la pérdida hemática es tan grave que supera la capacidad de compensación del organismo, se produce un fallo multiorgánico que culmina con el fallecimiento.
Agotados y derrotados, los médicos comprobaron que Denisa había dejado de existir y que las maniobras de resucitación cardiopulmonar habían fracasado porque el pinchazo de arma blanca le había ocasionado una herida fatal. Imposible de taponar. Eran las 23.30 del 25 de noviembre de 2018.
Daniela, que había abandonado el trabajo y había llegado al hospital autoconvenciéndose de que lo que le había pasado a su hija sería una agresión leve, esperaba en un pasillo a que alguien le dijera que le daban de alta. Sin embargo, al cabo de un rato interminable, una enfermera la invitó a esperar en una habitación.
—¿Es usted la madre de Denisa? —le preguntó un desconocido vestido con un pijama verde.
—Lo siento mucho… Hemos hecho todo lo que hemos podido, pero la herida era muy grave y al final… —El cirujano, cariacontecido, no tuvo valor para acabar la frase—. Lo siento mucho.
Daniela se echó a llorar. Se rompió. Sintió como si el cielo se le hubiera caído encima. Como si una bomba atómica hubiera estallado destruyendo todo su mundo. Su existencia no había sido nada fácil hasta entonces. Llevaba años intentando hacer realidad su sueño de que su niña Denisa y ella pudieran ser todo la una para la otra, que ella encontrara su camino, que estudiase algo que le permitiese ser útil, que abandonara las malas compañías, que se diera cuenta de que aún era demasiado joven como para vivir una vida de adulta para la que no estaba preparada… Y ahora todo se había ido al traste… Y empezó a sentirse culpable, sin ser culpable. Un horror.
El médico, como es preceptivo en estos casos, denunció el hecho al juzgado de guardia. Minutos después de las doce y media de la noche, la magistrada Raquel Zuil Tejero, jueza de Primera Instancia e Instrucción número 4 de Alcorcón, el médico forense y la secretaria judicial se personaron en una sala del área de Urgencias para proceder al llamado levantamiento del cadáver. A la vez, la comisión judicial se hizo cargo de una bolsa con la ropa de la víctima para ordenar que fuese analizada en busca de pistas del autor o autora del crimen: unos pantalones vaqueros de la marca Bershka; una camiseta negra con el rótulo del grupo de rock Guns N’ Roses, con un agujero a la altura del ombligo; un sujetador morado con corazones blancos y una bragas verdes de tipo tanga.
La jueza abrió las diligencias previas 803/2018 por un presunto delito de homicidio y decretó el secreto de las actuaciones, excepto para el fiscal, al menos por un plazo de un mes, dadas las «especiales circunstancias que concurren en este procedimiento». Nadie sabía ni podría saber cuáles eran esas «especiales circunstancias», pero nadie se lo iba a preguntar a la jueza ni la jueza iba a dar explicaciones a nadie. El caso es que la instructora consideraba que lo más aconsejable era que las actuaciones no fuesen conocidas por las partes, ya que eso «podría perjudicar la investigación en curso».
El pinchazo con una navaja fue un agresión que apenas duró unos segundos, como el aleteo de una mariposa, como un parpadeo. Ese es el tiempo que tarda una hoja de acero en entrar y salir del cuerpo humano desgarrando músculos, nervios y arterias hasta causar la muerte. Pero sus consecuencias son mucho más largas y, en multitud de ocasiones, eternas e irreparables.
Un crimen pone en marcha de forma fulminante una enorme maquinaria policial, sanitaria, científica y judicial para intentar aliviar el daño o detener al causante del mismo. Las instituciones del Estado movilizan todos sus costosos recursos: médicos del Samur, policías locales, patrulleros del 091, agentes de la Brigada Judicial, Policía Científica, juez de guardia, médicos forenses, expertos del Instituto Nacional de Toxicología, técnicos de las compañías telefónicas, fiscales, abogados, psicólogos, funcionarios de prisiones… Todo un ejército movilizado por la sangrienta actuación de una persona. Además del precio de una vida humana, un homicidio tiene un enorme coste económico y ético para toda la sociedad.
Sobre las 0.30 del 26 de noviembre, es decir, apenas una hora después de certificarse el óbito de la muchacha, la sala del 091 cursó a la Brigada Provincial de Policía Judicial de Madrid un telefonema alertando de la agresión ocurrida en Alcorcón, lo que hizo que el Grupo VI de esa unidad activara los resortes de investigación para aclarar el suceso. Tres funcionarios se desplazaron de inmediato a la calle de Cuenca, donde coincidieron con las dotaciones de varios coches patrulla que estaban acordonando la zona, así como una funcionaria de Policía Científica de la comisaría de Alcorcón.
En la calle húmeda y fría se hallaba también Silvia Antolín Benítez, la íntima amiga de Denisa, que contó a los agentes cómo estaba hablado por teléfono con esta cuando le escuchó decir «Rocío, por favor, no me hagas nada» y, acto seguido, «Tía, que me ha pinchado…, por favor, ven». Al ser preguntada si sabía quién podría ser esa tal Rocío, no vaciló ni un ápice al decir que tenía la fundada sospecha de que la tal Rocío era una chica que llevaba dos meses amenazando a Denisa porque esta había mantenido anteriormente relaciones con su novio Mario y sospechaba que seguía manteniéndolas, por lo que la primera estaba rabiosamente celosa.
Allí también se encontraba Iván Medrán Lorenzo, novio de Denisa. Pese a estar muy afectado por lo ocurrido, declaró a los investigadores que, tanto por lo que le había contado Silvia como porque él mismo sabía que la tal Rocío había amenazado en repetidas ocasiones con matar a su novia, no tenía la menor duda de que esa mujer era la presunta autora del crimen.
Los vecinos del barrio escudriñaban tras las ventanas el ir y venir de policías y sanitarios intentando averiguar qué es lo que había sucedido, pero ninguno se decidió a bajar a la calle. Hacía una noche del demonio. De no ser así, más de uno se habría acercado a curiosear.
Los agentes de Policía Científica realizaron una inspección ocular y encontraron en la puerta que daba acceso al local una serie de huellas que fotografiaron para su cotejo posterior. Por lo demás, en la vivienda del crimen todo estaba en orden, aunque en una habitación estaban encerrados dos pitbull: uno de ellos era Perla, la perra que Mario había regalado a Denisa cuando todavía eran novios, y el otro animal pertenecía a Iván.
Cuando estaban a punto de marcharse del lugar del homicidio, los policías se trasladaron al hospital al ser requeridos por la jueza para reconocer el cadáver, tomar las huellas necrodactilares a la fallecida y cubrir sus manos con unas bolsas especiales para evitar que pudieran perderse restos de sangre o piel que podrían estar bajo las uñas y que pudiesen servir para identificar al agresor o agresores.
Los agentes también se reunieron con Daniela, la madre de la víctima, que, pese a estar muy afectada, les contó que su hija había sido novia de Mario hasta unos pocos meses atrás y que se había quedado embarazada de él, aunque había decidido abortar. Y añadió que ese chico tenía ya una nueva pareja, una tal Rocío, que había estado enviando a su hija mensajes amenazantes por los celos que sentía. Daniela creía, además, que esa conducta tenía tintes claramente racistas por ser Denisa de nacionalidad rumana.
—Vean, aquí tengo un whatsapp que me reenvió mi hija —añadió Daniela, sin poder contener el llanto, a la vez que mostraba en su celular un texto muy inquietante.
Los familiares y los amigos tenían el convencimiento de que el nombre de Rocío que Denisa había pronunciado apenas unos segundos antes de ser acuchillada correspondía a Rocío Martínez Santamaría, de diecinueve años, conocida como la Golosina. Era hija de un guardia civil destinado en el Servicio de Protección de la Naturaleza (Seprona), que vivía en un chalé de Las Ventas de Retamosa, en la provincia de Toledo, a unos cuarenta kilómetros de Alcorcón. Aunque con frecuencia solía pernoctar en una casa de la calle de Polvoranca, en Alcorcón, junto con la familia de su novio.
La casualidad hizo que Denisa fuera atacada en el preciso momento en que estaba hablando por teléfono con su amiga y, sin ella quererlo, había transmitido en directo su propia muerte y había dado una pista clave para identificar a la persona que presuntamente la había matado: Rocío, una joven a la que jamás había tenido cara a cara, pero a la que había reconocido de inmediato gracias a que la había visto en las fotos que ella misma colgaba en Instagram, Facebook y otras redes sociales. Ese era el mundo virtual en el que vivían los adolescentes y jóvenes de los primeros decenios del siglo XXI.
A lo largo de la mañana y la tarde del día siguiente, el forense de Alcorcón y una compañera procedieron a la práctica de la autopsia, que es la primera actuación que suele aportar elementos y pruebas útiles para iniciar las pesquisas policiales y, sobre todo, para confirmar que la joven había sido víctima de una muerte violenta. Y, por ende, merecedora de reproche penal.
Empezaron por reconocer el cadáver y fueron anotando los tatuajes que tenía en la piel: en el pecho, por encima del corazón, un tatuaje que ponía «Perla» (en honor a su perra pitbull); en el costado derecho, una corona y la inscripción «Life»; en el dedo anular derecho, un corazoncito; en el antebrazo izquierdo, un dibujo de un diamante con el rótulo «One love»; en el muslo derecho, una araña y una rosa; en el tobillo derecho, el nombre de «Daniela», y en el izquierdo, el de «Daniel». Este tipo de grabados en la epidermis dicen mucho de la persona que se los ha hecho rotular, además de sus gustos estéticos.
Los expertos vieron más tarde las lesiones que presentaba: en el mentón, una contusión probablemente sufrida al caer desmayada y golpearse contra el suelo; en el antebrazo izquierdo y en la mano izquierda, diversos cortes superficiales; en el antebrazo derecho, unas pequeñas erosiones; en el tórax no apreciaron ninguna lesión; y en el abdomen, muy cerca del ombligo, observaron una herida inciso-punzante penetrante por la que salía parte del intestino delgado.
Al analizar más en profundidad la cavidad abdominal, vieron que la navaja o el cuchillo había atravesado primero la camiseta que llevaba la víctima, después su piel, a continuación el tejido celular subcutáneo y los músculos, las asas intestinales, la aorta abdominal y finalmente llegaba hasta el hueso de la cuarta vértebra lumbar. Era evidente que ese ataque con una arma blanca de un solo filo había sido el causante de las heridas letales y que alguna persona le había asestado esa tremenda cuchillada desde muy cerca y de abajo arriba, como se deducía de su trayectoria. El acero podría haber atravesado a la víctima de lado a lado, de no haber sido porque chocó con la dureza de un hueso de la columna vertebral.
Tras la observación de la herida, los forenses determinaron que el objeto que causó la muerte a Denisa había sido un arma blanca monocortante, puntiaguda, afilada y con una hoja de unos dieciséis milímetros de anchura. Sin embargo, no pudieron precisar su largura, teniendo en cuenta que la cavidad abdominal es blanda y no suele ofrecer resistencia, lo que habría facilitado que el acero penetrara en el cuerpo a más profundidad que la longitud de la hoja.
Otra deducción a la que llegaron fue que tanto la delgada Denisa como su atacante estaban frente a frente y que este (o esta) le asestó una puñalada con tal intensidad que no solo atravesó las partes más blandas del abdomen, sino que incluso penetró en el hueso de la cuarta vértebra lumbar. De no haber sido así, la cuchilla habría salido por la espalda.
Los médicos acabarían su informe concluyendo que la joven había sufrido una muerte violenta compatible con una etiología homicida; que la causa fundamental del fallecimiento había sido una herida por arma blanca a nivel abdominal con afectación de la arteria aorta; que la causa inmediata de la muerte había sido una anemia aguda; y, por último, que el óbito se había producido a las 23.30 del 25 de noviembre de 2018, después de las estériles maniobras de reanimación de los servicios de urgencia y hospitalarios.
Tomaron numerosas muestras que enviaron al Instituto Nacional de Toxicología y a otros organismos oficiales que tardarían meses en dar sus resultados. Pero el avance de la autopsia ya era bastante elocuente como para asegurar que Denisa María Dragan había sido víctima de un homicidio y que apenas había tenido posibilidad de defenderse con sus manos en un acto reflejo, como indicaban los cortes superficiales que había sufrido en las extremidades superiores.
La escalinata de la calle de Desmonte se llenó al día siguiente de decenas de velones rojos, flores, fotos y carteles escritos a bolígrafo formando una especie de altar improvisado en memoria de la chica asesinada. Los reporteros de las televisiones utilizarían este tétrico escenario como telón de fondo de sus conexiones para informar del terrible asesinato de una chica que estaba despertando a la juventud. El crimen tuvo una amplia cobertura mediática, sobre todo por lo inusual que resultaba que una chica mate a otra en España. Noticia es lo insólito, lo que se sale fuera de lo común, lo que no es habitual, y por tanto, este asunto encajaba plenamente en esa categoría.
Unas pocas personas acompañaron a los padres de Denisa al cementerio de Alcorcón, donde fue enterrada. Sobre la placa de granito rosa y puntos negros que cubría el nicho, solamente estaba escrito el nombre de Denisa María Dragan, su fecha de nacimiento y la fecha de su muerte, así como la silueta de una luna en cuarto creciente, un símbolo que ella solía usar en su WhatsApp junto con el lema «Hasta en lo más oscuro sigue brillando la luna», todo un canto a la esperanza. En los años siguientes, al menos en dos ocasiones, una mano demencial y anónima prendería fuego a un osito de peluche y a unas flores de tela que adornaban la tumba. Hay gente que ni siquiera es capaz de dejar descansar a los muertos.
Daniela, a sus cuarenta y dos años, no hacía más que rebobinar su propia vida desde que llegó al mundo en Tulcea (Rumanía). Como si estuviera marcada por un destino fatídico, siempre estuvo rodeada de dramas, cuando no tragedias. Recordaba que su padre maltrataba a su madre, quien un mal día ingirió sosa cáustica y tuvo que someterse a múltiples operaciones durante diez años para reconstruirle el esófago. Recordaba que un hermano que era mayor que ella murió aplastado bajo las ruedas del coche de un vecino cuando jugaba en las calles de su barrio con un trineo. Aquel chico se llamaba Daniel, y cuando nació ella, su padre decidió imponerle a ella el mismo nombre para no olvidarlo jamás. Recordaba cómo empezó a trabajar muy joven de profesora suplente en Cârjelari, un pueblito del condado de Tulcea, antes de emplearse en una empresa que fabricaba anuncios publicitarios y pegatinas.
Conoció a Danut, un mecánico de coches, en una fiesta de cumpleaños en Tulcea y se casó con él en mayo de 2000. Justo al cumplirse el primer aniversario de su boda alumbró a Denisa, que vino al mundo por cesárea, tras un parto muy complicado. Al poco tiempo, su marido abandonó Rumanía y se trasladó a Alcorcón (Madrid), donde un amigo le había ofrecido trabajo en el sector de la construcción. De modo que Daniela se quedó sola con su niña, aunque poco después siguió los pasos de su marido, viéndose obligada con todo el dolor de su corazón a dejar a su niñita al cuidado de la abuela paterna.
Los primeros trabajos de Daniela fueron precarios (como suele ser habitual, sirvienta doméstica y cuidadora de ancianos), hasta que más tarde logró un empleo mejor en una empresa que preparaba profesores de educación física. El sueldo era escaso, y su vida, llena de agobios y estrecheces. Pero echaba de menos a su hijita e hizo que un amigo de su marido trajese a España, de forma irregular y sin tener la documentación en regla, a la pequeña Denisa cuando acababa de cumplir tres años.
Para colmo de males, el matrimonio no se llevaba bien, de tal forma que acabó en divorcio en 2005. Más tarde, una amiga presentó a Daniela a Florin, un rumano residente en Guadalajara, trabajador en una empresa de alquiler de coches, y empezaron a convivir. Fruto de esa relación amorosa nacería David en septiembre de 2009.
La vida del inmigrante siempre está plagada de problemas y la de Daniela y los suyos no lo era menos. Aparte de las dificultades del desarraigo, la escasez de dinero y la precariedad del empleo, tuvieron que enfrentarse al hecho de no poder pagar una vivienda, viéndose obligados a compartir un piso con otra familia desconocida, lo que originaba incomodidades, molestias y fricciones constantes entre unos y otros.
La pequeña Denisa fue a varias guarderías y, al llegar a la edad escolar, entró en el colegio público Federico García Lorca y posteriormente en el instituto Jorge Guillén. Tenía problemas de atención, estaba como perdida, desorientada y no llevaba bien los estudios. De poco valían las clases de refuerzo a las que asistía los martes y los jueves. En los chicos de esa edad son frecuentes los suspensos, las faltas de disciplina, las conductas de riesgo… Y Denisa tuvo que repetir el primer curso de la Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO), lo que suponía, además, separarse de los compañeros de clase con los que había empezado a congeniar. Un problema más. Y una preocupación más para su madre, que, acorralada y superada por los acontecimientos, no sabía muy bien cómo enderezar el rumbo de su existencia.