El vaquerito. Jefe del pelotón suicida del Che - Larry Morales - E-Book

El vaquerito. Jefe del pelotón suicida del Che E-Book

Larry Morales

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Al meditar acerca del alcance y la forma de las modernas elegías, además de las consagradas por los críticos y por el pueblo, observo que en dos instantes supremos de nuestras luchas, dirigentes revolucionarios, de indiscutibles dotes intelectuales, han dado a la posteridad involuntarias y breves elegías al comprobar la caída de extraordinarios compañeros de lucha. En los inicios de la guerra de 1895, una bala enemiga apagó la vida llameante del general Flor Crombet... José Martí escribió en su diario de campaña: "Ya no hay flor". Y es de la misma estirpe la exclamación dolida del Che al conocer la muerte de su capitán glorioso: "Me han matado cien hombres".

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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Edición:Clara Hernández

Diseño de cubierta y pliego gráfico: Eugenio F. Sagués Días

Corrección:Ileana Ma. Rodríguez

Realización computarizada:Beatriz Pérez y Zoe Cesar

© Larry Morales, 2021

© Sobre la presente edición: Editorial Capitán San Luis, 2021

ISBN: 9789592115972

Editorial Capitán San Luis.

Calle 38 no. 4717 entre 40 y 47, Kohly

Playa, La Habana, Cuba.

Email: [email protected]

www.capitansanluis.cu

www.facebook.com/editorialcapitansanluis

Sin la autorización previa de esta Editorial queda terminantemente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta, o transmitirla de cualquier forma o por cualquier medio. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Agradezco la ayuda que me brindara el Partido Comunista de Cuba en Morón, Santa Clara y Caibarién, y el Comité Central en La Habana. El interés que mostraron los informantes por la elaboración de este libro, del cual son ellos los protagonistas.

Un grato reconocimiento al general William Gálvez, a Santiago Arias, a Clodoaldo Parada y a todos los que tuvieron que ver con esta obra.

Mi más profundo agradecimiento a la compañera Celia Sánchez Manduley, por sus emotivos relatos y por haberme estimulado a continuar escribiendo.

A todos, muchas gracias.

A mi padre, que murió sin poder ver esta obra concluida;

A mi madre y hermano por los desvelos que les causó este libro;

A mis hijos Aymara y Larry Carlos, aunque llegaron después;

A Lina;

A la memoria del Che: ejemplo de todos.

Prólogo

...armado

más de valor que

de acero.

Luis de Góngora

Perfil del guerrillero como joven héroe

Cuando evocamos al Che, nos vienen a la memoria el Cid y sus hazañas tan lejanas que parecen perderse en la bruma. También, como él mismo se encargó de insinuar en una de sus últimas cartas, el Quijote que se encajaba en el costillar de Rocinante, y de cierto, en la Sierra Maestra y en Bolivia ca- balgó en modestos mulos, y en caballos, como los antiguos caballeros, pero vistiendo el agujereado traje de campaña que Nicolás Guillén fijó en su elegía de octubre de 1967, y sin yelmo, sin adarga, sin otro escudo que el pecho. Junto al argentino, cuya acción y pensamiento lo convirtieron en la figura protagónica de su tiempo (según Jean Paul Sartre, pensador que tampoco está de moda en Europa, porque prefirió la duda, la indagación filosófica, a premios y honores, a lo que José Martí llamó «el sometimiento infructuoso»), combatieron y se desarrollaron numerosos guerrilleros que se alzaron por sus convicciones, aunque no eran letrados, sino campesinos, estudiantes adolescentes o trabajadores a veces sin alfabetizar. Unos cayeron en la marcha hacia el triunfo de enero de 1959, otros, junto al Che en Bolivia y en otras tierras, o bien, vencidos por el tiempo y las enfermedades. Entre los sobrevivientes hay una llama que no se apaga, y cuando cuentan sus experiencias, casi siempre se excluyen de las hazañas, aunque fueron también parte de la epopeya.

Roberto Rodríguez Fernández, conocido como El Vaque-rito, es de los héroes que no sobrevivieron; un hombre que no puede ser reducido a esquemas. A más de cuarenta años de su caída en pleno combate, pienso, sin intención de establecer comparaciones, en otros protagonistas de nuestras luchas. En el brigadier Henry Reeve, un joven alegre, extranjero, sin talla física de gigante, que se convirtió en una leyenda para los mambises del 68. Y en otro extranjero por su nacimiento —levemente extranjero, no nació en Brooklyn como Reeve, sino en la cercana San Juan de Puerto Rico—, capaz de bromas sonadas, atleta de los buenos, periodista ágil quien, tras su accionar en los frentes estudiantiles y políticos en Cuba, abandonó su improvisado refugio de Nueva York y se fue a España para morir como comisario de batallón, convirtiéndose en un símbolo. Ese héroe fue Pablo de la Torriente Brau, cuyo centenario no ha pasado inadvertido para los jóvenes de hoy. Un autor escéptico escribió alguna vez: infortunado el país que necesita héroes. En lo personal, considero que es infortunado aquel que carece de héroes cuando los necesita.

En aquellos días angustiosos en que perdimos a Camilo Cienfuegos —alto ejemplo del pueblo vestido de verde olivo—, Fidel afirmó que en el pueblo hay muchos Camilos, y los hechos le han dado la razón.

Al meditar acerca del alcance y la forma de las modernas elegías, además de las consagradas por los críticos y por el pueblo, observo que, en dos instantes supremos de nuestras luchas, dirigentes revolucionarios de indiscutibles dotes intelectuales han dado a la posteridad involuntarias y breves elegías al comprobar la caída de extraordinarios compañeros de lucha. En los inicios de la guerra de 1895, una bala enemiga apagó la vida llameante del general Flor Crombet; conmovido, escueto, José Martí escribió en su diario de campaña: Ya no hay Flor. En breves líneas deja constancia del hecho, pero esas cuatro palabras quedan grabadas en el fuego: Ya no hay Flor. Y es de la misma estirpe la exclamación dolida del Che al conocer la muerte de su capitán glorioso: ¡Me han matado cien hombres!

Larry Morales era muy joven cuando comenzó a reunir testimonios sobre este guerrillero singular; apenas tenía veintidós años al aparecer su libro El jefe del Pelotón Suicida. Ahora, más de dos décadas después, acaba de imprimirse en Italia y se proyecta otra edición en España. Pero el libro y su héroe no han envejecido, porque no envejece la presencia del hombre en la Tierra, sobre todo cuando ha dejado una huella. Los jóvenes que nacieron cuando se editó este conjunto de imprescindibles testimonios tienen ahora la edad de Roberto al sorprenderlo la muerte; la que tenía Larry cuando su obra comenzó a circular en librerías.

El autor obtuvo los testimonios principales con familiares y amigos de El Vaquerito en Las Villas —actual provincia de Villa Clara— y en Morón, que no fue su lugar de nacimiento, pero sí el medio, la comunidad, donde desde niño se vinculó con numerosos parientes y amigos y estudió la enseñanza primaria. Lejos de los centros urbanos dominantes, sin recursos económicos ni instrucción, se entregó a la fantasía, y sin conocerlo pudo decir como en el poema «Dadnos un sueño» del sueco Artur Lundkvist; es decir, el sueño de los pobres del mundo. Lo que a su tiempo descubrió el Che: «El Vaquerito demostraba que la realidad y la fantasía para él no tenían fronteras determinadas y los mismos hechos que su mente ágil inventaba, los realizaba en el campo de combate».

Un niño que no tiene juguetes en la infancia, los inventa (no olvido nunca a la niña de ojos inmensos que aprieta contra su pecho una muñeca de palo), y Roberto Rodríguez fue de los que tuvieron que inventar los suyos. Nació en Los Hondones, Sancti Spíritus, el 7 de junio de 1935, aunque en su inscripción reza que vino al mundo en 1936.

Un médico generoso le curó, sin cobrarle nada a la familia, un reumatismo agudo, de no ser así hubiese sido inválido y no héroe. He ahí lo que se nos escapa en los tratados y las estadísticas, el papel del azar en la historia, ese mismo azar que lo hizo morir cuando solo faltaban unas horas para la victoria.

Pero si en el ámbito familiar faltó con frecuencia la comida, el humor campesino siempre estuvo presente, lo cual no es de extrañar: el humor de los muy pobres es otra forma de sobrevivir, es la contrafigura de la tragedia cotidiana. De las comunidades más humildes es de donde suelen surgir los combatientes. Un detalle curioso es que su abuelo materno fue mensajero de la Guerra de Independencia de 1895, y que esa fue una de las primeras misiones de Roberto en la Sierra Maestra, porque fue su abuelo un paradigma para el niño rubio, de ojos azules y pequeña estatura, ferviente admirador de los Padres de la Patria entonces enajenada y oprimida.

Una sensibilidad como la del niño Roberto debe haberle propiciado el disfrute de las cosas menudas a las que también tenía acceso; traumas permanentes, como el de la muerte de su hermana Hilda, aplastada por la caída de una palma cuando salían hacia la humilde escuelita de Baeza Sardá; y en grado menos dramático, aquellas madrugadas, descalzo, bajo el rocío y a veces la lluvia, con cantimploras de leche.

Roberto fue un caso excepcional, pero no el único de aquellos jóvenes que reivindicaron la historia, de la gente sin historia, que tanto motivó a nuestro demógrafo Juan Pérez de la Riva. Uno de los testimoniantes que Larry Morales escogió es Pablo Díaz. Por él sabemos que, de un pequeño grupo de siete vendedores ambulantes que se fueron hasta la provincia oriental en busca de clientes; Roberto y cuatro más se alzaron cuando comenzó el proceso insurreccional, es decir, la inmensa mayoría de los buscavidas, que no estudiaban en ningún plantel ni pertenecían a ningún sindicato, ni formaban parte del campesinado organizado, simples trabajadores por cuenta propia, que en no pocas ocasiones se ganaban un peso gracias a sus habilidades o a su picardía, no vacilaron a la hora de la verdad. Otro de esos vendedores ambulantes que acompañó a Roberto en su accidentado viaje a la Sierra y se alzó con él fue Rolando Fundora, quien brindó informaciones muy valiosas y contribuyó a perfilar el proceso de concientización del futuro capitán del Pelotón Suicida y las peripecias de la ascensión a la Sierra.

Una de las virtudes negativas en la que no debo caer es contar el libro que presento. Aquí me detengo. Además, este conjunto de testimonios, recuerdos, revelaciones y anécdotas, no requiere prólogo ni un ensayo en el que se analicen los episodios de la guerra de liberación o la personalidad de El Vaquerito.

Muchos lectores apresurados creen aún hoy que el Pelotón Suicida se organizó en los días de la Maestra; no fue así, surgió en la Sierra del Escambray, después de la Invasión, en un momento de tensiones y desavenencias entre diversas fuerzas, mas también de coordinaciones y contactos que terminaron por hacer coincidir a las guerrillas fundamentales. La frase que El Vaquerito expresa a Leonardo Tamayo es típica de su modo de decir: «Tengo ideado formar un pelotón comando para atacar los cuarteles por asalto. ¿Qué tú crees?» Ya entonces le había subido la parada a la muerte. No creía en esa posibilidad, estaba demasiado vivo para perder el tiempo en presagios, presentimientos y temores, y detenerse a ver el lado oscuro. Así fue hasta el final, y este libro que vuelve a la calle así lo proclama.

Larga vida al capitán que valía por muchos hombres los que con él se alzaron para hacer la patria libre, como en la época de su abuelo, quien no entró en la Historia, pero lo condujo a sus páginas desde ese país único que es la infancia.

Luis Suardíaz

La Habana, 8 de octubre de 2001.

Introducción

Roberto Rodríguez no hubiera sido un mártir de la Revolución, si no hubiera vivido en el tiempo y el espacio dentro de los cuales transcurrió su existencia. Quiero decir con esto que influyeron de modo determinante los años de la preparación de la lucha contra el dictador Batista, aquellos en que ya había nacido la Generación del Centenario, en que las condiciones objetivas y subjetivas para el estallido de una revolución social ya estaban creadas y, con el espacio, la ciudad y la montaña.

Desde que el indio Hatuey prefiriera ser quemado vivo en la hoguera antes de ir al cielo junto a los españoles crueles y colonizadores, la Historia de Cuba ha sido una sucesión de capítulos de rebeldía, dignidad, resistencia e internacionalismo.

Primero tuvimos que luchar contra los colonizadores, aunque fue una lucha perdida, que trajo como consecuencia la implantación de una raza foránea, el sesgo de nuestra identidad, o de parte de ella porque la geografía cubana continuó ahí, digna e insuplantable. Las tormentas caribeñas continuaron sucediéndose con sus posteriores y paradójicas calmas; las sierras y las transparentes llanuras con sus palmas no pudieron ser arrancadas de cuajo, como hicieron con nuestra lengua aborigen o con nuestra raza cobriza o con nuestros dioses, menos civilizados que los dioses europeos. Aún así, el indio desapareció, y el decursar del tiempo dio paso a una raza híbrida formada por hombres mestizos por cuyas venas corría, y corre, sangre aborigen, negra y europea.

Luego vinieron las guerras de independencia en busca de una patria libre, una bandera, una constitución y un himno. Muchos años de contienda en la manigua, a caballo o corriendo descalzo detrás de la caballería tuvieron que transcurrir para que los españoles cruzaran de una vez y por todas el Atlántico; pero en el momento en que lo hacían otros barcos venían por el Caribe, no a descubrir ni a colonizar, sino a aprovecharse de un país que se había desangrado por una larga guerra, a coger una fruta madura. Fue entonces cuando, en lugar de la bandera española, se izó la bandera cubana acompañada por la norteamericana. ¡Tanta sangre, tanta muerte...! solo para ganar un maldito prefijo: habíamos dejado de ser colonia de un país europeo, en lo adelante seríamos neocolonia de un país del propio continente americano.

Tras muchos años de falsa república, surge la Generación del Centenario con su lucha clandestina, su combate en las montañas, sus ansias en el exilio; estos son los años en que nacen Vaqueritos a diario y por dondequiera; esta es precisamente la fecha en que Roberto Rodríguez decide ir a la Sierra Maestra en busca de los rebeldes, de Fidel, del Che, de Camilo, y los encuentra y se convierte en uno de ellos y luego cae, convencido de que estaba luchando por la Cuba que necesitaban los cubanos.

Así nace para la historia el capitán Roberto Rodríguez Fernández, El Vaquerito, quien, desde una azotea situada frente a la Estación de Policía de Santa Clara, da un salto hacia la posteridad. Pero poco se conocía entonces de este héroe singular, si acaso los más viejos lo asociaban con la frase pronunciada por el Che ante su cadáver, «Me han matado cien hombres».

Todos los que conocieron al comandante Ernesto Che Guevara, aunque fuera de una manera fugaz; los que hayan leído sus ensayos, sus testimonios sobre la guerra, sus magníficos diarios de campaña; los que entraron en contacto con su recia personalidad a través de las vivencias de aquellos otros que convivieron con él una parte de su fructífera vida, conocen muy bien de la parquedad que caracterizaba al Che a la hora de referirse a cualquiera de sus compañeros de lucha. No eran comunes en él las frases de elogio; consideraba al hombre un reformador social y, como tal, tenía que convertir su vida en un constante sacrificio en aras del mejoramiento de la sociedad. Es por ello que sorprenden tanto las palabras que pronunciara ante el cadáver del capitán Roberto Rodríguez, El Vaquerito, jefe del Pelotón Suicida, la tarde del 30 de diciembre de 1958, en la ciudad de Santa Clara.

¿Qué significan, ciertamente, estas palabras? Significan, en primer lugar, el concepto que el Che tenía de El Vaquerito como soldado, al cual consideraba un hombre de excesivo valor en el combate, que no respetaba las balas enemigas; temerario al extremo de jugar con la muerte; dinámico e incansable al punto de pasar varias noches sin dormir y mantenerse activo en la batalla como el que más. ¡Claro que El Vaquerito en el combate valía por cien hombres!

De este mártir se cuentan distintas anécdotas en todos los rincones de nuestra Isla. El pueblo admira, sobre todo, sus hazañas y arrojo ante el peligro, en contraposición con su pequeña estatura y la corta edad que tenía. Todos esos conceptos que lo envuelven son reales, pero aún así, no dejan de ser ideas vagas y dispersas las que se tienen acerca de él.

Quien más nos habló de El Vaquerito fue el Che, en su libro Pasajes de la guerra revolucionaria, donde lo caracteriza de una forma compleja, poética si se quiere: «El Vaquerito demostraba que la realidad y la fantasía para él no tenían fronteras determinadas y los mismos hechos que su mente ágil inventaba, los realizaba en el campo de combate».

Este planteamiento demuestra la admiración que sentía el propio Guevara por la «forma extraña y novelesca que tenía [El Vaquerito] de afrontar el peligro». En otro momento, en el mismo libro, expresa:

[...] Recuerdo que tenía el dolor de comunicar al pueblo de Cuba la muerte del capitán Roberto Rodríguez, El Vaquerito, pequeño de estatura y de edad, jefe del Pelotón Suicida, quien jugó con la muerte una y mil veces en lucha por la libertad.

Escribí un testimonio porque es un género real. Aquí hablan los que conocieron a El Vaquerito: sus amigos de la infancia; los que fueron vendedores ambulantes junto a él para poder subsistir honradamente en aquella época preñada de vicios y malos hábitos; hablan su único maestro, sus familiares, los compañeros de lucha; aquí hablan los que oyeron su voz, los que lloraron su muerte.

Las entrevistas fueron realizadas personal e individualmente. Solo en una ocasión me vi en la necesidad de reunir a varios de los compañeros que integraron el Pelotón Suicida para precisar algunos datos que, dados los años transcurridos, carecían de exactitud. Nos reunimos en la casa del coronel Hugo del Río, en La Habana y, después de un extenso diálogo, quedaron aclaradas mis dudas.

He respetado la manera en que se expresaron los distintos informantes para mantener la originalidad de sus testimonios. Además, con el lenguaje de cada uno de ellos el lector se sentirá más cerca de lo que está leyendo, penetrará en el relato y, por ende, el interés humano se intensificará.

El principal objetivo de este libro es llevar al pueblo una pequeña parte de la historia de la Revolución Cubana: la realidad —todavía latente—, de las batallas que condujeron al triunfo, contadas por los héroes que las protagonizaron.

Es necesario que los jóvenes conozcan la vida y los ideales de hombres como El Vaquerito. Con este libro aporto mi granito de arena a la historiografía y a la divulgación de la vida de los grandes hombres de la humanidad.

Mientras escribía esta obra viví emociones muy profundas. Fueron tres largos años tras las huellas de El Vaquerito, en las montañas y ciudades, en cada corazón de quienes lo amaron; frente a un inimaginable volumen de papeles, en la búsqueda de recursos nemotécnicos para organizar toda aquella avalancha de información, analizando, párrafo por párrafo, cada una de las entrevistas, valorándolas mediante un constante ejercicio de lectura y relectura. Fueron tres largos años de participar en sucesivos combates, en la toma de pueblos, en el incendio de cuarteles, en ataques comando, de combate en combate, con ese pelotón de soñadores, de frente a las balas. Fueron tres largos años, bajo las órdenes del Che y de El Vaquerito, dispuestos a romper cercos, sortear el peligro, burlar la muerte; tres años, en fin, invadiendo la Historia.

A veces me sorprendía la mañana frente a mi máquina de escribir, pero no podía dejar que el sueño me venciera, el enemigo estaba cerca y había que prepararse para el combate.

Una noche de septiembre de 1977, ya casi por terminar el libro, comencé a llorar inconsolablemente: había llegado a la página donde tendría que caer El Vaquerito, y yo no quería que muriera, era tan joven, tenía tantas esperanzas, estaba tan colmado de sueños..., pero como —según Sergio Aguirre— «de la Historia no podemos quitar aquello que no nos gusta», no pude salvarlo.

Entonces maldije mil veces el haberme propuesto escribir un testimonio. En aquellos instantes preferí hubiera sido una novela, para que El Vaquerito entrara en Columbia en un tanque de guerra —como él quería—, o para que se hubiera ido con el Che a las montañas bolivianas o, sencillamente, para que ahora estuviera rodeado de nietos que le pidieran: «Abuelo, cuéntanos esto, cuéntanos lo otro...» Pero era un testimonio, historia real, y bueno..., en aquella página tenía que morir el capitán.

Después ya no pude escribir más: había caído El Vaquerito y yo había concluido mi libro, con el remordimiento de no haberlo dejado vivo entre sus compañeros de lucha y junto a mí, que ya era su amigo.

El autor

Mi más brillante alumno de Historia se había convertido en una página más del libro grande donde están las batallas y los héroes.

Francisco Baeza Sardá

Primera parte

Nacimiento

María Fernández Castillo (madre)

Roberto nació en la finca El Mango, barrio de Bellamota, Perea, en un lugar que le dicen Los Hondones, término municipal de Sancti Spíritus, Las Villas. Lejos estaba yo de imaginar que aquel niño inquieto que chillaba en su cuna a todas horas y se prendía a mi teta con la avidez de un náufrago, sería un héroe de la Revolución, uno de los hombres preferidos del Che, el jefe del Pelotón Suicida.

Nadie mejor que ella, la madre del héroe, para comenzar esta historia. Cuando la conocí en su casa aquel domingo 11 de septiembre de 1977, me sentí impresionado con sus ojos azules, iguales a los de su hijo mártir. Apenas pude balbucear que estaba escribiendo un libro sobre El Vaquerito, que necesitaba datos sobre su vida. La anciana se dio cuenta de mi nerviosismo y me mandó a entrar esbozando una sonrisa franca y maternal. En la sala había una inmensa foto en colores de El Vaquerito con su Garand sobre los hombros. Miré detenidamente su imagen, hasta que fui interrumpido por la voz de María. «De mi hijo como combatiente —dijo acercándose a mí— conozco muy poco, porque él se fue sin decir nada. Yo supe que tenía un hijo héroe unos meses antes de que muriera...»

Conversamos entonces de cuando su hijo aún no se había convertido en una página más del libro grande donde están las batallas y los héroes; de cuando era Cusín, el niño inquieto de Los Hondones, capaz de subirse a un árbol con la ilusión de poder tocar una estrella, o Motica, el muchacho dicharachero, simpático y multifa-cético que le repartía la propaganda a una cartomántica y hasta se hacía pasar por adivino para darle de comer a ella, su madre, de quien heredara la honradez y los ojos azules.

Ramón Rodríguez Fernández (hermano mayor)

Nació el 7 de junio de 1935, pero cuando yo fui a inscribirlo a Morón no recordaba el año exacto y dije en el Juzgado que había nacido en 1936. Lo inscribí con el nombre de Roberto Pedro, por Pedro Fernández, nuestro abuelo, quien había sido mensajero en la Guerra del 95 y nos contaba a muy a menudo que había visto de lejos a Maceo.

De pequeño sufrió de reumatismo agudo y se vio con las piernas paralizadas, postrado en una cama. Fue tratado por el médico especialista Pedraza, quien logró curarlo. Mamá lo pudo atender con ese médico porque no le cobró nada; de lo contrario, se hubiera quedado lisiado para toda la vida.

Cuando estuvo totalmente bien, matriculó en la escuela San Abelardo no. 74. Su maestro fue Francisco Baeza Sardá, quien vive allí mismo todavía. La escuela era pequeña y de guano. Quedaba a un kilómetro y medio de donde vi-víamos nosotros, ¡y gracias!, pues no había otra por toda aquella zona.

Éramos muy pobres. Cuando Roberto contaba solo nueve años fue ayudante de una vaquería en la finca Pozo Azul, en Venegas. El dueño era un hombre muy severo nombrado Genaro González.

María Fernádez Castillo

Sí, estuvo trabajando en una vaquería en Pozo Azul cuando solo tenía nueve años. Repartía la leche por las mañanas, casi de madrugada, en Venegas. Los ríos crecían porque llovía mucho y yo le decía a mamá que iba a quitar al muchacho de allí, porque un día se me iba a ahogar con la bes-tia y las cantinas tan pesadas al pasar uno de aquellos ríos. Pero no podía hacerlo porque trabajaba allá debido a la miseria que teníamos en casa. Me consolaba con aquella idea de que un día lo iba a quitar de ese trabajo, aunque sabía que era totalmente imposible.

Jerónimo Herrera Castillo (amigo de la infancia)

Fue un muchachito muy querido, aquí en la zona, por todo el mundo. Su forma de ser era muy agradable.

¡Óigame, cuando nació era rubio, de pelo amarillo y riza-do y con los ojos azules como la madre! Parecía un albino. Tenía la cara redonda, la nariz ñata, las cejas arqueadas, y cuando comenzó a hablar lo hizo siempre enredado y arrastrando la erre.

Tomás Camacho Díaz (amigo de la infancia)

La familia de Roberto era muy humilde, pero de mucho respeto. Llevaban tiempo viviendo aquí en este sitio. Fíjese que la bisabuela de él nació en este lugar. Sus abuelos, Valentina Castillo y Pedro Fernández, hicieron su prole aquí. Y..., eso sí, jamás tuvieron problemas con nadie; se llevaban bien con todos los vecinos, y aunque pasaron hambre, coño, no le pidieron un favor a ninguno de los acomodaítos que vivían por aquí. Nada, que hay gente así, con mucha dignidad.

María Fernández Castillo

Casi no tuvo niñez. Él no pudo jugar como otros niños. Desde pequeño tuvo que trabajar, y luego, si le quedaba tiempo, jugaba a las yuntas de bueyes, que no era otra cosa que un par de botellas amarradas a un trozo de madera, o se metía un palo de escoba entre las piernas y corría como si fuera un jinete en su caballo —¡qué imaginación!—, o se subía en lo alto de los árboles y decía que era el vigía de un barco que andaba buscando tesoros, o cazaba lagartos con una vara y un lazo en la punta... Lo poco que jugaba era con juguetes fabricados por él mismo, porque nunca tuve dinero para comprarles juguetes a ninguno de mis hijos. ¡Qué caray, si casi no había ni para comer!

Esto puede parecer mentira, pero Roberto viene pasando trabajos desde mi vientre, ya que me vi gravemente enferma cuando tenía seis meses de embarazo. Por poco me muero.

Jerónimo Herrera Castillo

Desde pequeño fue muy ocurrente. Le voy a hacer un cuento de una maldad que le hicieron mi hermana y mi novia —actualmente mi esposa— cuando él tenía cinco o seis años.

Íbamos para la casa de mi novia, mi hermana y yo, pero ese día llevábamos a Roberto. Ellas siempre estaban velando al muchacho para hacerle maldades y sucedió que esa noche, cuando se quedó dormido, cogieron una horquilla de tender ropas y se la pusieron en el rabito. Roberto despertó asustado, diciendo:

—¡Ay, carajo, ustedes me pusieron una taquilla en la picha! ¡Me duele, coño!

Y cuando pasó el susto, se echó a reír de la misma maldad que le habían hecho.

Pero la mayor de las ocurrencias fue la que hizo con el par de zapatos que le quedaban apretados. María se los había comprado con tremendo esfuerzo y el primer día que se los puso, cogió un cuchillo y les cortó las puntas para que los dedos salieran porque, según él, los tenía engarrotados.

El escolar

Francisco Baeza Sardá(maestro)

Matriculó en la escuela en el año 1942. Fue una mañana lluviosa cuando Juanillo —porque así le decíamos todos a Juan— se apareció aquí con su hijo para que yo le diera entrada en la escuelita.

También era lluviosa la tarde que en conocí al maestro Francisco Baeza, hombre nacido para enseñar, dueño de una voz grave y cadenciosa; un mulato de estatura y porte respetables. Llegué hasta la misma falda de la loma donde Roberto solía corretear y vi las ruinas del bohío en el que nació y de la escuela en la que aprendió que el mundo se extendía un poco más allá de Los Hondones.

En aquella ocasión el maestro evocó su pequeña aula de guano y monte, con la bandera cubana en lo alto del asta, colocada al lado de un sencillísimo busto de José Martí; a sus alumnos, guajiritos todos, desesperados por terminar las clases para ir a cazar tomeguines o a pescar biajacas en el río. También evocó a Roberto, el muchachito simpático y rubio que salía al recreo saltando como una liebre, cuando nadie sabía, ni podía imaginar, que con el transcurso del tiempo fabricaría con su Garand una hermosa epopeya, y que un símbolo llamado Che, al enterarse de su muerte, diría: «Me han matado cien hombres».

Cuando empezó no sabía coger el lápiz, le gustaba estudiar, por lo menos, le agradaba estar en la escuela. Era muy vivo y juguetón, tenía un carácter fuerte y temperamental.

Una vez hice una especie de huerto, con veinte canteros de cebolla, en el patio de la escuela. Repartí un cantero por cada tres o cuatro alumnos para que lo atendieran y de esa forma educarlos en la responsabilidad del trabajo. Evaluaba de Bien al que tuviera el cantero siempre limpio y en condiciones óptimas.

En la escuela había un muchacho bastante problemático, se nombraba Pedro Aguiar —murió hace algún tiempo—, que echaba la basura de su cantero para el cantero de al lado, el cual pertenecía a tres muchachitos mucho más pequeños que él. Uno de los niños vino a darme las quejas y cuando Roberto lo escuchó, me dijo:

—Maestro, deme ese cantero a mí para que vea que no le siguen echando basuras.

Yo se lo di porque me gustaba probarle el carácter a mis alumnos.

A los pocos días ordené una limpieza al huerto. Pedro volvió a echar la basura donde mismo la había depositado la vez anterior. Sucedido aquello, Roberto lo llamó y le dijo autoritario:

—Oye lo que te voy a decir: si vuelves a echar basura en mi cantero, me voy a fajar contigo.

Pasó aquel incidente sin que, como decimos los guajiros, la sangre llegara al río; pero a la siguiente limpieza, Pedro repitió la acción. Al momento, Roberto le fue para arriba y le dio varios puñetazos sin apenas darle tiempo de ponerse en guardia. Enseguida corrí y los aparté.

A pesar de que el otro era más grande, Roberto lo dominó. ¡Qué manera de coger genio! Fíjese que se ponía de media lengua, y la cara, colorada como un tomate. Esta era una de las formas en que actuaba. Repudiaba los abusos.

Tomás Camacho Díaz

Algo que lo caracterizaba era eso de no permitir los abusos. Fueron muchas las ocasiones en que lo vi enfadarse porque un muchacho grande le pegara a uno pequeño. Ya el maestro seguramente le hizo el cuento de Pedro Aguiar, bueno, así era él siempre.

Cuando yo terminaba la escuela con Baeza, él entraba, porque yo era más viejo que él. Mire qué cosa, en aquella época, terminar de estudiar en la escuelita de Baeza era como terminar ahora el preuniversitario. ¡Cómo cambian los tiempos!

Francisco Baeza Sardá

Yo tenía la costumbre de dar clases bastante profundas, me gustaba indagar, claro, de acuerdo con la capacidad de los alumnos, pero no crea, muchas veces los ponía a pensar y, sin embargo, Roberto jamás tuvo problemas con ninguna asignatura. Era inteligente y además, puntual.

Ayudaba a los demás niños en Matemáticas, pero la asignatura que más le gustaba era Historia, no como ciencia ni mucho menos, sino por lo que había de aventura en ella.

Su abuelo por parte de madre había sido mensajero durante la Guerra del 95 y le hacía muchos cuentos de las batallas y peripecias de los mambises. Le hablaba de El Águila de la Trocha, al que le habían puesto así sus compañeros de tanto cruzar este bastión y burlar la vigilancia enemiga. Le hablaba de Máximo Gómez y de su gran campaña de La Reforma, librada muy cerca de allí..., quizás por eso le gustara tanto la Historia.

Cuando aquello, el maestro escogía al niño que más aptitud tuviera en una asignatura determinada y lo nombraba su ayudante. Yo lo nombré mi ayudante en Historia. Cuando daba las clases sobre Maceo, Agramonte, Martí, se quedaba embelesado y, al terminar me decía que su abuelo había peleado con ellos para liberar a Cuba de los españoles.

En cierta oportunidad, terminada una clase sobre la Protesta de Baraguá, al salir del aula, me dijo:

—Maestro, ¡Maceo era guapo de verdad, no le tenía miedo a nadie!

Yo me atrevería a asegurar que las clases de Historia y las anécdotas de su abuelo acerca de la Guerra del 95 lo llevaron a hacer lo que hizo. Y diría, más concretamente, que toda aquella inclinación y simpatía que sintió desde niño por los patriotas, repercutieron después en su madurez.

Jerónimo Herrera Castillo

Era bastante puntual. Yo siempre lo veía pasar por la casa donde trabajaba cuando iba para la escuela. Era extraño el día que no iba.

Una vez pasó por aquí junto a dos de sus hermanos, Eneido e Hilda, que era la única hembra. Iban para la escuela y llegaron, porque la señora de la casa había dado a luz la noche anterior. La muchachita, muy educada y familiar, después de celebrar al recién nacido, le dijo a la señora: