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No solo los interesados en la Historia de Cuba resultarán atrapados por este libro de Antonio del Rosal Vázquez de Mondragón, En la manigua, diario de mi cautiverio. Antropólogos, lingüistas, di-símiles lectores disfrutarán este diario, escrito por un militar de veintisiete años quien resulta ser un ameno narrador. Personalidades patrióticas tan relevantes como Antonio Maceo Grajales, Calixto García Íñiguez, Carlos Manuel de Céspedes o Flor Crombet aparecen en medio del relato y como parte importante de los sucesos. Con intimismo y singularidad, utilizando una prosa clara, casi cinematográfica, salpicada de cierto humor andaluz, el autor da una dimensión especial, humana a estos patriotas y a los hechos acontecidos durante su cautiverio cuando en una simbiosis, casi perfecta, nos hace conocer costumbres y anécdotas de los mambises. Incluso, sin proponérselo, sin abandonar su aborrecible racismo y su fidelidad a España, Del Rosal entrega en su libro un testimonio notable de los padecimientos y las grandezas de los cubanos y de lo que fue nuestra nómada República en Armas.
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Seitenzahl: 250
Veröffentlichungsjahr: 2016
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Edición y corrección: Ernesto Pérez Chang
Diseño interior y composición: Giselle Álvarez Moret
Diseño de cubierta: Rafael Lago Sarichev
© Sobre la presente edición:
Editorial Arte y Literatura, 2013
ISBN 978-959-03-0672-3
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ÍNDICE
Prólogo
Citas del prólogo
Agradecimientos
Por qué publico este diario
I. Septiembre 26
II. El campamento de los mambises
III. Mascías consigue su libertad
IV. ¡Perdidos!
V. Nuevos peligros y padecimientos
VI. Las calabazas de Manolita
VII. El río Cauto
VIII. La mujer del jorobado
IX. Un salvador providencial
X. Plátanos y boniatos
XI. Una jornada como no deseo otra
XII. Llegada de la Cámara al campamento de Bijagual
XIII. Proposiciones desechadas
XIV. Sucesos varios
XV. Una noche cruel
XVI. De cómo la destitución del presidente Céspedes influyó favorablemente en nuestra suerte
XVII. Peñalver y yo separados de los demás prisioneros
XVIII. Encontramos nuevamente a Gallurt
XIX. La mulata y el falso protector
XX. Terrible situación
XXI. ¡¡¡Libres!!!
Conclusión
PRÓLOGO
Un prisionero español entre los mambises1
Antonio del Rosal Vázquez de Mondragón es persona hoy casi desconocida en Cuba. Quizás nunca lo fue mucho, a pesar de que escribió varios libros acerca de la Guerra de los Diez Años, contienda en la que peleó desde las filas del ejército español. Sus obras han tenido escasa acogida en la amplia bibliografía histórica sobre aquel conflicto, a lo mejor porque tuvieron cortas tiradas o porque los historiadores cubanos que las han leído las han considerado textos demasiado sesgados por su declarada postura en favor de la relación colonial para la Isla.2
El hombre y su obra
Del Rosal era andaluz, de la ciudad de Loja, en la provincia de Granada, y de su nacimiento solo sabemos que ocurrió en 1846. Murió en 1907 ostentando el grado de general de infantería. Sus padres fueron Francisco del Rosal Badía y Rosario Vázquez de Mondragón y Henríquez de Luna. Su tío materno Luis Vázquez de Mondragón fue magistrado del Tribunal Supremo y senador, y a él dedicó su libro En la manigua, diario de mi cautiverio, publicado en Madrid por la Imprenta de Bernardino y Cao en 1876, con segunda edición en 1879 a cargo de la Imprenta del Indicador de los Caminos de Hierro.
Cuando escribió el texto, datado en Loja el 1 de octubre de 1875, Del Rosal acababa de ser nombrado coronel graduado y también era comandante de infantería, y esperaba su embarque de nuevo para el ejército de Cuba, que no sé si sucedió. No fue hasta 1902 que fue ascendido a general por la propia reina María Cristina, a pesar de las tantas condecoraciones recibidas que le hicieron pedir autorización para también podérselas colocar en el lado derecho y hasta por los hombros.
Se desconoce el momento de su arribo a Cuba, y en septiembre de 1873, al ser apresado por los patriotas cubanos, era teniente, graduado de capitán, empleo que recibió tras su regreso a las líneas españolas. Volvió a España en 1874 y participó en la guerra carlista tras incorporarse al ejército de Cataluña, donde permaneció hasta el 6 de abril de 1875, cuando fue herido en la toma de Ripoll mientras avanzaba en la vanguardia con los cazadores de Arapiles. Por su heroicidad en dicha acción fue ascendido a comandante y quedó en situación de reemplazo hasta que solicitó y obtuvo una vacante en el Ejército del Norte y se le destinó al regimiento de Luchana. Por su actuación en el ataque a los fuertes de Arratsain y Mendizorrots, en el País Vasco, se le pasó a teniente coronel.
Al parecer su primera publicación fue un folleto titulado Los mambises, que dedicara desde Santiago de Cuba el 3 de diciembre de 1873 al general Francisco de Acosta y Alvear, uno de los principales jefes españoles por entonces en Cuba. Lo adicionó al final de ambas ediciones de En la manigua y resulta un interesante escrito que revela las capacidades como observador de su autor, quien relata con lenguaje conciso, preciso y directo de militar las características y funcionamiento del ejército mambí.3 En 1899, tras la derrota española frente a Estados Unidos, publicó La pérdida de las colonias o un ejército en pie de guerra, que no he encontrado en las bibliotecas habaneras.
Del Rosal se casó con Dolores Rico y Fuensalida, con quien tuvo cuatro hijos, dos de ellos militares también: Rafael y Antonio del Rosal Rico. Ambos fueron generales y enemigos durante la Guerra Civil Española: el primero peleó en el bando republicano al frente de la famosa Columna del Rosal, formada por milicianos, y el segundo en el Ejército del Centro fascista.
En la manigua
En veintiún capítulos más la conclusión, el libro abarca del 18 de septiembre al 18 de noviembre de 1873 y relata los cincuentaiséis días en que fue prisionero de las tropas mambisas de la región oriental, tras ser apresado en el combate de Santa Rita, cerca de Holguín.
La narración es lineal y sigue el orden cronológico día por día, aunque no deja de advertirse cierta progresión dramática con algunos momentos climáticos acentuados por los propios recursos expresivos que emplea, todo lo cual permite hablar de cierta fuerza literaria en el texto.4 Del Rosal sabe escribir más allá de una correcta redacción; su testimonio es ligero, chispeante y logra sostener el interés del lector a través de la narración y de las descripciones de personas, hechos y costumbres. Tiene soltura, combina con habilidad la presentación de sus estados de ánimo con los sucesos que refiere. Es vívido y elocuente al explicar las terribles condiciones de la vida mambisa cotidiana, y no deja de mostrar la proverbial gracia natural andaluza a través de varios lances que equilibran su testimonio y aumentan su verosimilitud. Es, sobre todo, un fino observador, quizás aguzado por su profesión militar, que reitera con frecuencia sus sentimientos patrióticos de español, pero que no deja de manifestar afecto y admiración hacia sus enemigos. En su escrito, Del Rosal no es el oficial rígido, de una sola pieza, formado probablemente en una escuela militar, sino un hombre que, sin ceder en sus convicciones, es un joven simpático, sufrido y solidario con sus compañeros, que teme morir y que, al parecer, se supo ganar el respeto y hasta el afecto de sus captores.
Si la imagen que de sí presenta fuere intencional para realzarse y alejar cualquier sospecha de debilidad por parte de su colegas militares, su capacidad literaria le permite sortear los peligros del aburrimiento y del cansancio del lector al dosificar esa propia visión de sí y mostrarse con mayor frecuencia como un ser humano, al que las circunstancias convierten en una especie de héroe, como le fue reconocido de alguna manera mediante las numerosas condecoraciones que recibiera.
Mi oficio de historiador me hace preguntarme cómo es posible que guardara con tanta exactitud la precisión cronológica, los numerosos detalles de los acontecimientos, cada uno de los recuerdos tan vívida y a menudo minuciosamente contados cuando en las condiciones de los campamentos mambises él mismo relata cómo ni los jefes cubanos tenían papel ni tinta para escribir y, por tanto, Del Rosal no pudo escribir una sola línea durante aquellos casi dos meses como prisionero.5 Luego, no hubo el tal diario que se nos dice en el título, sino que el publicado es la recreación posterior de lo sucedido dos años atrás. A ello debe haberle ayudado la redacción previa de su folleto Los mambises, para lo cual muy probablemente debe haber escrito apuntes y notas que luego le sirvieron para En la manigua. O quién sabe si desde que fue liberado comenzó a escribir sus recuerdos de inmediato.
Tal situación no permite descartar completamente la idea de que al armar el libro el autor cometiera errores involuntarios de fechas y sucesos, consecuencias de olvidos y equivocaciones dado el tiempo transcurrido, como tampoco el lector avisado puede desconocer que al escribirlo ya en Loja, su tierra natal, Del Rosal tenía instruido el expediente para recibir la Cruz del Sufrimiento por la Patria, a cuya favorable decisión final podía contribuir, desde luego, la divulgación justamente de sus sufrimientos de prisionero narrados en esta obra.
No obstante, estas imprescindibles prevenciones al valorar su carácter de fuente historiográfica, al someterse el texto a un rápido análisis crítico no hay dudas acerca de la verosimilitud de los acontecimientos que cuenta, de los múltiples aspectos de la cotidianidad mambisa y de los rasgos físicos y morales de las personalidades patrióticas que trató. Sus mismas apreciaciones a veces negativas sobre algunas de ellas, particularmente sobre los mambises negros a los cuales casi siempre rechaza con manifiesto racismo, y su declarado españolismo, convierten buena parte de sus aseveraciones en material muy útil para la mirada del historiador contemporáneo. Por no tratarse de un observador desde una perspectiva favorable, cuando sus juicios sí lo son cobran entonces mayor valor de certidumbre.
El capítulo inicial arranca con la salida de Holguín, el 18 de septiembre de 1873, junto a otras fuerzas de caballería, del teniente Antonio del Rosal al mando de la contraguerrilla montada del batallón de Chiclana expedicionario. Según el autor, esa tropa de unos ciento veinte soldados batió en San Juan de Cacocún al general Calixto García, quien andaba con unos ochoscientos hombres, acción de la que no dan noticia las fuentes cubanas. En el poblado de Yareyal se incorporaron a la columna al mando del coronel Ángel Gómez Diéguez, la cual combatió en Las Calabazas contra los patriotas. Finalmente salieron de San Andrés, con raciones para seis días, a perseguir a Calixto García, quien había atacado el fuerte del Martillo y ocupado esta pequeña localidad de la jurisdicción de Holguín.
Según Del Rosal, la columna acampó el 25 de septiembre junto a un río y el 26 reemprendió la marcha, día en que tuvo lugar el hecho de armas en que fue apresado. Según las fuentes historiográficas cubanas, el combate de Santa María de Ocujal, conocido por los mambises como El Copo del Chato, porque así era llamado el jefe español, tuvo lugar el 24, el 25 o el 26 de septiembre de 1873, y constituyó un verdadero desastre para las tropas colonialistas. Los españoles sufrieron trescientos muertos y fueron apresados dieciséis oficiales y setenta soldados, entre ellos el propio Gómez Diéguez. Los cubanos, dirigidos por Calixto García, entonces jefe del Departamento Oriental, ocuparon cuatrocientos rifles, treintaiséis mil cápsulas, el convoy completo, el botiquín y toda la caballería. En días siguientes Calixto García tomó trincheras y caseríos en las proximidades de Holguín e inflingió una severa derrota al coronel Esponda, quien había salido de Holguín a perseguirlo con una columna de mil hombres.6
Del Rosal ofrece un relato detallado de la parte que le tocó de aquel encuentro, en el que, a todas luces, sobreevalúa su protagonismo y heroicidad. Herido en la cabeza, el brazo y el costado derecho, aún tuvo fuerzas para resistir en solitario la carga de unos cincuenta mambises hasta que fue hecho prisionero por un teniente coronel que le confesó ser desertor del ejército español, y finalmente el entonces brigadier Antonio Maceo es quien lo conduce hasta el campamento, donde el teniente español piensa que le van a dar muerte.
El libro comienza, pues, con mucha acción y movimiento para pasar luego a la vida de campamento y a las agotadoras marchas por la manigua. Ese sería un segundo momento en que Del Rosal insiste en más de un caso en expresar su patriotismo ante los mambises y en que describe con soltura cómo se efectuaban las marchas por caminos muy accidentados y montuosos. Las caminatas, bajo pertinaz lluvia y a menudo sin comida, respondían a la devolución al enemigo de un capitán preso y a la consiguiente localización y búsqueda del nuevo campamento adonde se había mudado, mientras tanto, el general Calixto García.
El punto climático de la obra es su llegada y estancia en el campamento mambí de Bijagual, donde ocurrió una concentración de tropas orientales al mando de Calixto García, más la Cámara de Representantes y el presidente, Carlos Manuel de Céspedes. Aquel fue un momento decisivo de la revolución cubana porque marcó la deposición de Céspedes por acuerdo de la Cámara, apoyada de hecho por la concentración militar.
Del Rosal siguió aquel acontecimiento y narra, en su diario, la llegada de la Cámara, sus relaciones con sus integrantes y la misma reunión en que se destituyó al Presidente. Sin poder tener la comprensión plena de todo su alcance, el prisionero se dio cuenta de que se convirtió en observador de un hecho muy significativo y su relato acerca de aquellas jornadas ocupa los capítulos XI al XVI, cincuentaidós páginas, desde el 17 hasta el 28 de octubre, de indudable interés para el historiador y el lector cubanos.
Es interesante observar que este asunto no solo es el más extensamente tratado en su diario sino que se despliega con mayor abundamiento que su propia vuelta a las filas españolas, lo más importante y deseado, desde luego, por el prisionero, asunto que constituirá el cierre de la obra, precedido por la marcha para acercarlo a las líneas españolas, recorrido que, sin embargo, no guarda similar riqueza informativa ni interés narrativo que la anterior caminata. Con la lógica de un diario, Del Rosal culmina la obra con anécdotas de su estancia en la ciudad de Manzanillo, su reincorporación a su fuerza en Holguín y su vida militar hasta el momento en que está escribiendo el relato.
Lo más significativo de este libro para el historiador y cualquier tipo de lector contemporáneo probablemente sea su presentación de la vida cotidiana mambisa en la marcha, en el campamento y hasta en el combate, el vestuario y la alimentación, más sus observaciones acerca del carácter del cubano, y la anécdotas y juicios relativos a personalidades patrióticas.
Desde su primer encuentro con los mambises el autor señala la mayoritaria composición de negros y mulatos entre sus filas, «de los que es notorio su estado de salvajismo» y por ello confieren un carácter «feroz» a la guerra de Cuba.7 Sin embargo, no sin cierta sorpresa, advierte rasgos de finura y buen trato entre varios jefes y oficiales. El primer caso, quizás el más llamativo por tratarse del jefe que le conduce prisionero al campamento donde Del Rosal espera la muerte, es el de Antonio Maceo. Lo describe como «un mulato muy claro, joven, bien vestido, limpio, de arrogante figura y con cierto sabor de perdonavidas».8 Contrastan estos rasgos de limpieza y buen vestir de Maceo, coincidentemente señalados por todos los que lo conocieron en las guerras, con las constantes descripciones que hará en lo adelante Del Rosal de la desnudez absoluta de muchos soldados y de las ropas rotas de muchos jefes y de los representantes a la Cámara. A pesar de esta positiva impresión, al saber ante quién se encontraba, el autor confiesa su miedo porque a Maceo se le tenía entre los soldados españoles como «el más sanguinario y cruel»9 insurrecto, ya que sacaba ojos y cortaba lenguas, nariz y otros miembros por odio a los blancos. Obsérvese, pues, la causal racista que el cautivo atribuye a lo supuestos actos de ferocidad del entonces brigadier Maceo.
En otro momento describe a un cubano que llega a una prefectura como «un negro joven y guapo», pero añade a seguidas: «hasta donde puede ser guapo un negro».10
Todo ello evidencia que es el autor quien tiene serios prejuicios racistas al extremo que es de notar que en momento alguno de su diario refiere la existencia de la esclavitud, no ya para condenarla sino al menos como hecho constatable a lo largo de la Isla: pareciera que la infame servidumbre del negro no existía en Cuba o que ello era algo tan natural y lógico que no le llamaba la atención en lo más mínimo.
Ha de advertirse, no obstante, cómo Del Rosal escribe que Maceo le instó a seguirlo con «halagos y contemplaciones» y que fue amable, a pesar de que el estado físico del prisionero y sus varios intentos por quedarse echado y no andar retrasaban la marcha.
Otra muestra de su sorpresa ante la ruptura de su esquema mental respecto al negro, es cuando relata en otra parte del diario que durante una acampada nocturna escuchó la conversación de unos mambises negros acerca de su persona y sus expresiones de respeto por su andar sin queja a pesar de no tener calzado y por su ayuda constante a sus compañeros presos, y cómo por ello decidieron compartir con él unos plátanos que estaban asando, el único alimento tras una extenuante caminata.
De todos modos, hay una especie de fiesta dentro de sí a su arribo al campamento mambí y al tratar a los jefes blancos. Allí fue conducido ante Calixto García, quien lo trató con amabilidad y le dijo que iba a proponer, aunque sin mucha esperanza, el canje de los españoles apresados en el combate.11 Y luego narra que conoció al jefe de Estado Mayor, Herrero, y a los entonces comandante Salvador Rosado y al coronel Limbano Sánchez. Todos lo trataron «con agrado y finura». Y de Sánchez dice que es «guajiro y rudo, pero tiene un excelente corazón y es apasionado de los valientes».12 Es notable este último enjuiciamiento que buscó en lo hondo de la personalidad del patriota más allá de las maneras impuestas por su cultura campesina.
El 27 de septiembre el mando patriota decidió poner en libertad a un capitán español cuyas heridas eran sumamente graves y Del Rosal fue sumado al grupo que le conduciría hasta las líneas hispanas. Esa caminata ocupa de los capítulos III al XI, algo más de la tercera parte del libro, y abarca veintiún días, hasta el 17 de septiembre, cuando llegan a Bijagual.
Fueron indudablemente tiempos de grandes vicisitudes para el prisionero, aunque también para sus custodios, sometidos todos al agotamiento de largas jornadas a pie y sin alimento casi siempre. Según Del Rosal, el jefe que le condujo fue un capitán llamado Justo Barona, «mulato y cojo», a quien teme todo el tiempo, de quien sufre desmanes, pero con el que establece cierta complicidad para la propia supervivencia, y que se convierte en una especie de coprotagonista de aquellos terribles días cuya actuación da pie, en contraste, a momentos de distensión y jolgorio.
Según Del Rosal, al inicio de la marcha tuvo que entregar sus polainas a Barona por lo que tuvo que hacer todo el trayecto descalzo. Así, el capitán mulato se nos presenta como la causa de su mayor sufrimiento que apenas pudo mitigar muchos días después al hacerse una especie de cutaras o sandalias muy primitivas. Pero es el enamoramiento de Barona por una jovencita de una prefectura lo que les permite descansar unos días, y a Del Rosal sostener una especie de idilio imaginado con la muchacha, que le curó las heridas, y ayudar a otro de sus compañeros cautivos que se hallaba muy enfermo.
Nos describe a la joven, de unos catorce o quince años, de «raza blanca, pero trigueña y pálida, como casi todas las cubanas»13 y a la que llama Manuelita. Del Rosal se admira ante la frescura y encanto de la joven, que despierta su hombría, aunque al paso de los días advierte la rudeza de las manos de la campesina y la rusticidad de su carácter, a la vez que evita cuidadosamente cualquier gesto o comentario que pudiera levantar los celos de Barona, al que, habilidosamente, incita a visitar a la muchacha en su compañía para así obtener él algún alimento. Ese episodio funciona como un descanso, como una especie de divertimento en medio del triste relato de las penurias, y en él hasta se humaniza a Barona, enamorado y despechado al verse rechazado, quien se hace la pregunta propia de la sociedad cubana de la época: «¿Se creerá que porque es blanca vale más que yo?».14
Mas, Del Rosal no olvida nunca que es un oficial español y así, el 11 de octubre el grupo descansó en un campamento de las tropas de Jiguaní, donde hallaron comida, y confiesa que estudió cuidadosamente la forma de organizar la acampada y sus avanzadas, y se interesó por conocer cómo un teniente mexicano dirigía la fabricación de cartuchos para los fusiles.15 Algunas de esas observaciones forman parte de su librito Los mambises.
Con un cierto sabor antropológico, Del Rosal describe escenas del acontecer diario mambí, que no son más que la aplicación de la vida rural en las condiciones bélicas. Así, por ejemplo, cuenta minuciosamente la caza de una jutía, cómo se fabrican las cutaras o cómo se construye un techo en medio de un fuerte aguacero.16 Y no deja de acotar, con cuidado, en decenas de notas al pie el significado de cuanta voz o locución antillana o palabra pronunciada a la cubana escucha. En verdad, En la manigua nos entrega una valiosa muestra del habla popular de la época muy útil para cualquier estudio lingüístico y de la cultura popular.
Tales minuciosas preocupaciones, si las sumamos a sus referencias literarias como El Quijote, permiten comprender que el autor tenía ya al redactar su libro un cierto ejercitamiento de lector y una cultura libresca, evidenciados en su estilo y en la composición de la obra.
Bijagual
El 17 de octubre, Del Rosal llega al campamento como parte del grupo que dirigía el capitán Barona, quien así cumplía las órdenes del jefe superior de Oriente, Calixto García, en cuanto a que le fueran conducidos vivos los prisioneros. Allí se encontraba ya Manuel Calvar, Titá, con unos mil hombres, entre otros, los batallones de Tempú y del Gato, de la jurisdicción de Guantánamo, «formados de negros y algún mulato».17
Según el prisionero, Bijagual era una finca abandonada, cubierta de malezas, por la que pasaba el camino a Baire. Extrañamente, el autor no explica el origen de ese nombre como lugar poblado del árbol llamado bijagua, de flores medicinales. No le fue mal allí pues cuenta que le curaban sus heridas, comía bien y se sentía atendido, tanto, que intimó con más de uno de los dirigentes cubanos.
Al presentarnos a la tropa y sus jefes, y al relatarnos los acontecimientos, Del Rosal exhibe cierta dramaturgia teatral.
El primer acto sería ese día inicial en el campamento. A su entrada halla un centinela negro: descalzo, con espuela en el pie derecho, indicio quizás de que era de la caballería, vestido solamente con una levita de rayadillo, prenda tomada por tanto del cadáver de algún soldado español, y una canana a la cintura. Nada marcial en su atuendo aquel centinela, como tampoco lo sería la mayor parte de las personas blancas que Del Rosal iría tratando durante su estancia en el campamento, muestra por tanto de las extremadamente duras condiciones de existencia de los patriotas insurreccionados.
Calvar entregó los prisioneros a la custodia del teniente coronel Flor Colomber, obviamente Crombet, jefe del batallón de Tempú, descrito como un joven de veintidós años, «guapo y simpático», «presumido y quisquilloso, pero de corazón excelente», y a quien mencionará Del Rosal varias veces en lo adelante.
Narra el interrogatorio acerca del ejército español a que fueran sometidos los prisioneros la misma noche de su llegada, el 18 de octubre. En ello participaron los «principales cabecillas»: el «mulato» Titá Calvar; Juan Cintra, «negro y feo»; el auditor de la división de Cuba, Francisco Maceo Osorio; y el brigadier Jesús Pérez, a quien confiere la condición de ministro de Marina.18 Aquí parecen fallarle los recuerdos, pues Calvar era blanco, Cintra siempre es descrito por los demás patriotas como un mulato achinado y el ministerio atribuido a Pérez nunca existió. Quizás la confusión venga porque este jefe lo era de la zona de Cambute, en plena Sierra Maestra, por cuyas costas había una comunicación más o menos regular con la emigración cubana de Jamaica.
El día siguiente, 19 de octubre, fue la llegada de la Cámara a Bijagual. Sería el segundo acto. La entrada del cuerpo legislativo no deja de sernos presentada con cierta solemnidad, a pesar de la precariedad de sus protagonistas. Obviamente impresionado por el acontecimiento, Del Rosal se extiende en detalles que por sí solos, además de cierta ironía del lenguaje, pudieran estimarse como una ridiculización, pero que en su conjunto, sin embargo, realzan el momento, pues revelan la dignidad patriótica de aquellas personas en condiciones de indigencia.
Dice que sucedió sobre las tres de la tarde y la marcha era encabezada por veinte o treinta negros desarmados, desnudos y descalzos, cargados de jolongos. Tras ellos, el presidente de la institución legislativa, el camagüeyano Salvador Cisneros Betancourt, el marqués de Santa Lucía:
hombre alto, flaco y velludo, muy parecido al hidalgo manchego: oprimía los nada robustos lomos de un caballo de edad madura, cojo y con una oreja cortada. El traje de este padre de los padres de la manigüera patria, era seductor: pantalón corto, tan corto, que apenas le cubría medio muslo; se conocía que en sus buenos tiempos había sido largo, solo que a consecuencia de sus dilatados servicios, había ido perdiendo, pedazo tras pedazo, todo lo que faltaba a sus perniles, para dejar a la vista de los amantes de lo bello las piernas de nuestro personaje, que si no eran bellas, eran, sí, velludas, y muy velludas. Un tosco gabán de pelo largo cubría su cuerpo, velludo también; pero no lo cubría completamente, pues ciertas roturas que lo adornaban, permitían admirar las formas de su dueño: la mayor parte de estas roturas, prestaban interinamente el servicio de bolsillo, y las ocupaban, un pedazo de periódico, un cigarro, medio plátano, un trozo de boniato y otras riquezas. Sombrero de yarey, cutaras de yagua, y una espuela, cuyo caballo, galanamente enjaezado con media manta, refrenaba con una cuerda de majagua.19
Tras Cisneros iban los nueve diputados, a pie o a caballo, «medio desnudos los más, mejor vestidos algunos, y todos desastrados».20 Allí estaban Eduardo Machado, el secretario de la Cámara, «hijo de una de las principales familias de Villaclara, se había criado en Europa, recorriéndola casi toda. Y poseía seis o siete idiomas. Tal vez era el más instruido de todos los insurrectos, y sin duda alguna, uno de los de mejores sentimientos». Tomás Estrada Palma, «también muy bueno. Era casado y tenía una hija, que con su esposa estaba en los Estados Unidos: hablaba constantemente de ellas y parecía quererlas mucho». Marcos García «me fue también muy simpático». «Este y Machado eran los que más se reunían conmigo, y yo llegué a quererlos muchísimo: creo que a ellos debo en gran parte mi salvación». Miguel Betancourt Guerra, «buen orador y muy satírico». Ramón Pérez Trujillo, «educado en España, donde había concluido su carrera de abogado, no carecía de talento y agudeza, pero era muy malo. Jamás fue a vernos».21
Durante los días siguientes van llegando los principales jefes orientales: Calixto García, Antonio Maceo, el coronel Silverio del Prado y Belisario Grave de Peralta, además de Fernando Figueredo, «joven ayudante de Céspedes».22 Mientras se hallan todos a la espera de Carlos Manuel de Céspedes, el presidente, Del Rosal aprovecha para hacer nuevas amistades entre los mambises como el médico Félix Figueredo, siempre con el ánimo de evitar que se le aplicase la pena de muerte según un reciente decreto de Céspedes referido a aquellos soldados enemigos que no aceptasen el indulto y no se pasasen a las filas mambisas.
El autor expresa que estuvo presente en la sesión de la Cámara del 27 de octubre de 1873 que acordó la destitución de Céspedes, invitado por Marcos García. Aunque varios testimonios de aquel día han referido que la sesión fue pública y que muchas personas estuvieron presentes en ella, no deja de sorprenderse el lector contemporáneo por este hecho de que a un prisionero enemigo se le permitiera la asistencia a la reunión del cuerpo legislativo, máxime cuando su único punto en la agenda era analizar la conducta del Presidente y pronunciarse acerca de su permanencia en ese cargo.
Vuelve a llamar la atención las frases que escribe Del Rosal, pues, a pesar de que antes le ha llamado «célebre y funesto caudillo»,23 al saber cuál era el motivo de la sesión cameral expresa una opinión positiva acerca del hombre del 10 de Octubre: «¡Céspedes! ¡El iniciador de la insurrección! ¡El alma de ella! ¡El único presidente de los rebeldes desde el principio de su rebelión! ¡El de las grandes simpatías!».24
Reunidos en el rancho de Titá Calvar fue Pérez Trujillo quien lanzó la propuesta anticespedista. El oficial español dice que al escucharla, «vio la sorpresa retratada en todos los semblantes, pero nada más». No ocurrió una lucha a tiros y machetazos entre partidarios y enemigos de la medida. De inmediato Estrada Palma y Castellanos25 apoyaron la proposición y los demás congresistas acusaron de tirano a Céspedes por lo que la deposición fue decidida por unanimidad al igual que el nombramiento de Cisneros Betancourt en su lugar. Añade que al comunicarse la información a la concentración de tropas esta fue recibida «pacíficamente» y sin «la más ligera murmuración».26
Al día siguiente, 28 de octubre, la fuerza se puso en marcha con los prisioneros en la retaguardia bajo la custodia del batallón de Flor Crombet. Acamparon en Guaninao y allí la Cámara decidió liberar a todos los cautivos sin condición alguna. Así se cierra el segundo acto, como dice Del Rosal en el título del capítulo XVI; la destitución del presidente Céspedes influyó favorablemente en su suerte.
El tercer acto es el proceso de liberación del prisionero. El 29 de octubre mientras el grueso de la concentración de tropas marchó a Baire, la Cámara lo hizo hacia Cambute. Los presos, con el cuartel general, fueron en dirección a Bayamo. Antes, Del Rosal se despidió de los diputados, «no sin que mi corazón experimentase una triste sensación».27 En verdad el escritor no vaciló en narrar aquel momento con afecto y dolor por las amistades que se iban y que probablemente nunca más volvería a ver. Y dice que Eduardo Machado le dio un abrazo y le dijo: «No se olvide usted, de su amigo el mambí».28
Esta caminata fue una vuelta a las terribles condiciones de las anteriores extenuantes marchas a pie, con lluvia, mosquitos y hambre, mucha hambre. La falta de alimentos le sirve para recordar una anécdota graciosa protagonizada por Antonio Maceo. Estando el 5 de noviembre en Sabana Buey ocurrió una disputa entre el brigadier y uno de sus asistentes, negro, que había ocultado una jutía. Molesto por las mentiras del asistente, Maceo le golpeó con la misma jutía mientras el apaleado, o ajutíado, decía que había «suao mucho para cazarla» y que era «sinvelgüensura que tóo un brigadiel» se la disputase. A pesar de que el castigo terminó con varios golpes de machete propinados por Maceo, el autor se extraña de este trato entre el jefe y el asistente y de la frescura de lengua de este para con su superior, algo, desde luego, inimaginable en el ejército peninsular.