Entre siglos. Memorias - Gladys Marel - E-Book

Entre siglos. Memorias E-Book

Gladys Marel

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Este libro atrapa al lector desde el comienzo. Narra las memorias de la protagonista desde que llega al mundo, en el paisaje de una sitiería campesina cercana a los cañaverales de un Central azucarero y a un pueblecito. Se adentra en cómo se va construyendo en lo rural y urbano la complejidad del ser, sus pensamientos, sentimientos y personalidad, en el contexto local, provincial y nacional de su vida. Muestra el devenir del personaje, contornos y consecuencias, la lógica en que se proyectan sus relaciones en el seno de la familia y en la sociedad. Proyecta y desarrolla el intríngulis de sus principios y valores sobre la libertad, la justicia, la lealtad, la verdad y la manera en que se van consolidando estos pensamientos y sentimientos... La trama se desarrolla en cuatro tiempos. En su hilo conductor aparecen como personajes principales la abuela mambisa, que cincela en su espíritu la cultura patriótica. Mientras el padre influye en ella como trabajador y maestro azucarero en su concepto de justicia social. Se escenifican: las fechas tradicionales de la navidad, las parrandas, sus relaciones con el barrio africano; la manera de romper con las normas de conducta familiar y social; el enfrentamiento a la discriminación racial y de la juventud; las relaciones de género; el interactuar en la diversidad de las religiones, amores, traiciones, amistades, lealtad y desengaños.; la manera en que se convierte en campeona nacional de básquet , siendo seleccionan para ir con el team Cuba al campeonato en Costa Rica. Carrera que se frustra al entregarse como guerrera al movimiento de liberación nacional cubano. El corazón de la historia del personaje y su protagonismo gira, se analiza y enfoca en sus métodos de lucha como combatiente en el sector estudiantil de la provincia de Las Villas al centro de la Isla de Cuba y como dirigente clandestina y guerrillera en la occidental de Matanzas, concluyendo en la capital de la República. La narración dibuja la manera en que ella influye sobre la conducta y el comportamiento de hombres, mujeres y familias para que se incorporen a la organización revolucionaria que dirige. Se trata de una muchacha común que se transforma en excepcional al sobresalir de manera heroica frente al acoso, la persecución y la muerte en el enfrentamiento al gobierno y su aparato represivo. Remembranzas que concluyen con su protagonismo en el triunfo de la Rebelión el 1º de enero de 1959, el re encuentro con la familia, los padres, las amistades, el pueblecito y el matrimonio en el inicio de una nueva vida a los veinte años de edad.

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Edición, corrección y diseño: Jadier I. Martínez Rodríguez

 

 

 

© Gladys Marel García, 2024

© Sobre la presente edición:

Ruth Casa Editorial, 2024

Todos los derechos reservados

 

 

 

ISBN: 9789962740483

 

 

 

 

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio, sin la autorización de Ruth Casa Editorial. Todos los derechos de autor reservados en todos los idiomas. Derechos reservados conforme a la ley.

 

 

 

 

Ruth Casa Editorial

Calle 38 y Ave. Cuba,

Edif. Los Cristales, Oficina no. 6

Apdo. 2235, Zona 9A, Panamá

https://ruthtienda.com

www.ruthcasaeditorial.com

[email protected]

 

Sinopsis

 

Este libro atrapa al lector desde el comienzo. Narra las memorias de la protagonista desde que llega al mundo, en el paisaje de una sitiería campesina cercana a los cañaverales de un Central azucarero y a un pueblecito. Se adentra en cómo se va construyendo en lo rural y urbano la complejidad del ser, sus pensamientos, sentimientos y personalidad, en el contexto local, provincial y nacional de su vida.

Muestra el devenir del personaje, contornos y consecuencias, la lógica en que se proyectan sus relaciones en el seno de la familia y en la sociedad. Proyecta y desarrolla el intríngulis de sus principios y valores sobre la libertad, la justicia, la lealtad, la verdad y la manera en que se van consolidando estos pensamientos y sentimientos...

La trama se desarrolla en cuatro tiempos. En su hilo conductor aparecen como personajes principales la abuela mambisa, que cincela en su espíritu la cultura patriótica. Mientras el padre influye en ella como trabajador y maestro azucarero en su concepto de justicia social.

Se escenifican las fechas tradicionales de la navidad, las parrandas, sus relaciones con el barrio africano; la manera de romper con las normas de conducta familiar y social; el enfrentamiento a la discriminación racial y de la juventud; las relaciones de género; el interactuar en la diversidad de las religiones, amores, traiciones, amistades, lealtad y desengaños; la manera en que se convierte en campeona nacional de básquet, siendo seleccionada para ir con el team Cuba al campeonato en Costa Rica. Carrera que se frustra al entregarse como guerrera al movimiento de liberación nacional cubano.

El corazón de la historia del personaje y su protagonismo gira, se analiza y enfoca en sus métodos de lucha como combatiente en el sector estudiantil de la provincia de Las Villas al centro de la Isla de Cuba y como dirigente clandestina y guerrillera en la occidental de Matanzas, concluyendo en la capital de la República.

La narración dibuja la manera en que ella influye sobre la conducta y el comportamiento de hombres, mujeres y familias para que se incorporen a la organización revolucionaria que dirige. Se trata de una muchacha común que se transforma en excepcional al sobresalir de manera heroica frente al acoso, la persecución y la muerte en el enfrentamiento al gobierno y su aparato represivo. Remembranzas que concluyen con su protagonismo en el triunfo de la rebelión el 1º de enero de 1959, el re encuentro con la familia, los padres, las amistades, el pueblecito y el matrimonio en el inicio de una nueva vida a los veinte años de edad.

 

 

Datos de la autora

 

Gladys E. García Pérez, Marel, nació el 25 de abril de 1937, en Yaguajay antiguo término judicial de Remedios en la provincia de Las Villas. Graduada de la licenciatura de Ciencias Políticas en la Universidad de La Habana y es Investigadora Titular de la Academia de Ciencias de Cuba en la especialidad de Historia de Cuba Contemporánea. Ha cursado estudios de postgrado en Historia, Filosofía Marxista, e idioma francés. En su formación profesional ha predominado el ser autodidactica. Es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC); de la Asociación de Estudios Latino Americanos (LASA) y del Creador Literario en Cuba. Ganó la Beca Rockefeller en el Cuban Research Institute, de la Universidad Internacional de la Florida (FIU) con el tema Mujer y Revolución, 1996.

Ha participado en congresos en Cuba y en el extranjero, e impartido conferencias en Cuba, Ciudad México, Guadalajara, Washington, Tampa, Gainesville, Miami, Chapel Hill Carolina del Norte, y San Francisco, California.

Tiene publicadas sus obras en Cuba y en los Estados Unidos. Entre otras Insurrection and Revolution. Armad Struggle in Cuba, 1952-1959. Editorial Lynne Rienner Publisher- Boulder London. 1998; CUBA. Tomos I y II. Editora Asociada y Autora de los temas de la Revolución cubana y de Género, Editorial Charles Scribner·s Sons, New York-London, 2012. Crónicas Guerrilleras de Occidentes. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2005; Mujer y Revolución. “Una perspectiva desde la insurgencia cubana (1952-1959)”, en 1959: Una Rebelión contra las oligarquías y los dogmas. Ruth Casa Editorial e Instituto Cubano de investigación cultural Juan Marinello, La Habana, Cuba, 2009 Confrontación. Debate Historiográfico. Editorial Requeijo S.A, 2005 Ha recibido premio de literatura con su libro: Cuando las Edades llegaron a estar de pie, Editorial Letras Cubanas, La Habana 1978 y de ensayo: Memoria e Identidad Un Estudio Especifico (1952-1958), Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1996. Y la orden Majadahonda, por el Ministerio de Cultura y la UNEAC

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Aval para el libro Entre siglos. Memorias, de Gladys Marel García Pérez

Dra. C. María del Carmen Barcia1

Profesora de la Universidad de La Habana.

 

La historia de la revolución cubana está aún por hacer, requiere el asentamiento que da el tiempo y una considerable acumulación factual. Algunos de sus sujetos están vivos aun y son capaces de contar experiencias y azares, estos testimonios, recogidos en variadas publicaciones, corresponden por lo general a hombres que participaron en la lucha insurreccional, bien en la Sierra, bien en el Llano, o de otros que continuaron la saga de aquellos años en múltiples actividades que llegan hasta nuestros días.

Pero la mujer permanece, por lo general, ausente de esos relatos y si está en algunos es, frecuentemente, porque fue madre, esposa o hermana de alguna figura principal. Es cierto que las Marianas hicieron historia y esta se ha reflejado en algunos artículos y en documentales, también que existen monografías sobre figuras trascendentes como Celia o Vilma, pero es poco aún.

El testimonio de Gladys García, reconocida como Marel, que fue su nombre de combate, es una contribución enriquecedora que se remonta a sus espacios familiares donde adquirió las ideas y la ética revolucionaria que ha marcado su vida.

Inicia sus recuerdos por su vida familiar, tanto en el campo como en su pueblo, Yaguajay. Continúa por su vida como joven estudiante bajo la dictadura de Fulgencio Batista y las tareas que abordó, como dirigente revolucionaria hasta ser apresada. Luego vendrá el relato de su apresamiento, las torturas que sufrió, el análisis de las instituciones represivas en Las Villas, Matanzas y La Habana y también relata su fuga y el inicio de su vida clandestina. Luego continúa contando porque su labor revolucionaria fue intensa y abarcó un amplio territorio.

Después se referirá al fracaso de la huelga del 9 de abril y todas las acciones punitivas que se ejercieron contra sus participantes. Finalmente relatará su incorporación a la dirección provincial del Movimiento 26 de Julio en La Habana y todas las actividades que sucedieron en su vida y en la de muchos otros combatientes a partir de estas nuevas tareas.

Estamos frente al testimonio, vibrante y conmovedor de una mujer revolucionaria en el verdadero sentido de este concepto. Que entrego pedazos de su vida en cada acción que desenvolvió, que se desgarró frente a la muerte de queridos compañeros, pero no se amilanó y continuó luchado. De una mujer cuya energía insospechada la sigue manteniendo en pie para contar y enseñar, para mostrar que la lucha no se forjó con palabras, sino con acciones arriesgadas y para representar el papel que las mujeres tuvieron en ese entramado

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Aval para el libro Entre siglos. Memorias, de Gladys Marel

 

Louis A. Pérez, Jr.2

J. Carlyle Sitterson Professor

 

Estimado colega.

Es con placer y entusiasmo que evalúo las memorias escritas por Gladys Marel García Pérez, Entre siglos.Memorias, que ofrece un espléndido relato en primera persona que define a una generación que llegó a su mayoría de edad durante un tiempo tumultuoso de cambios revolucionarios.

La literatura que examina el proceso revolucionario cubano entre los años 1953 y 1959 es vasta y variada, y ofrece un panorama abarcador de estos críticos años de la historia de Cuba. Es decir, que existe una historiografía que es tan amplia como profunda.

Lamentablemente, es bien conocido que la obra del historiador, con el paso del tiempo, envejece y retrocede en el pasado lejano, a menudo para ser olvidada. Pero los relatos históricos recordados por los protagonistas que movieron la historia–para no confundirse con los relatos de la historia sobre los protagonistas–poseen un valor perdurable. Las memorias se transforman así en artefactos históricos, fuentes escritas de una vida vivida durante tiempos de transición, y como tal para servir como fuente de conocimiento duradero sobre un pueblo, un tiempo, un lugar.

Tenemos que preservar las memorias de las experiencias de los protagonistas de la historia en forma escrita, valoradas como patrimonio, y de las que se escribirá la historia en el futuro.

Así es que las memorias de Gladys Marel García Pérez, un testimonio de una protagonista en la historia, hacen visibles las vidas que antes se vivían en las sombras. Las memorias son más que una autobiografía: sirven como una crónica de una época. Memorias entre siglos tiene un significado social inmenso, mostrando cómo los individuos de una generación experimentaron la vida ordinaria en tiempos extraordinarios. Ofrece una visión de la infancia y la adolescencia, del hogar y de la escuela, de la familia y las amistades, del campo de la lucha armada y la campaña de cambios políticos: de la compleja red por la que se unió una generación.

Entre siglos. Memorias ofrece a las próximas generaciones de historiadores un poste de señales para investigaciones futuras. La crónica personal de Gladys Marel García Pérez será valorada porque señala el camino para nuevas investigaciones y, por ello, de nuevas formas de comprender un período muy complejo de la historia cubana.

 

 

Índice

 

Página legal

Sinopsis

Datos de la autora

Aval para el libro Entre siglos. Memorias, de Gladys Marel García Pérez

Aval para el libro Entre siglos. Memorias, de Gladys Marel

Agradecimientos

Introducción

El Estallido

PRIMERA PARTE (YAGUAJAY)

Entorno y semblanzas familiares

Tite y la sitiería El Guayabal

Llegué al mundo

La aventura de mi vida

El descreimiento de los abuelos mambises

Mi pueblecito

El Central Nela, Yaguajay y Bofill

Cultura guajira y pueblerina: mitos y creencias

Traspasar la frontera

La comunión

La abuela Mamí y la familia paterna

Nostalgias, tradiciones y navidad

Gitanos

La casa de Tuta, cuartería pueblerina

La muerte

Infidelidad

El kiosco: el ferrocarril, los jamaiquinos, los pordioseros y las prostitutas

Partidos y la politiquería

Preadolescencia

Rebeldía, valores y género

SEGUNDA PARTE (LAS VILLAS)

De La Habana a Yaguajay: ideas contradictorias

La Academia García Domínguez

El parque Leoncio Vidal

Mi tío Pepe y la casa de Miriam Peralta

Encuentro con Fulgencio Batista y Pilar García

Competencias de Básquetbol

Mis lecturas

Insurrección y revolución

La huelga azucarera 1955-56 y la insurrección

El desembarco del Granma y el apoyo insurreccional

Brigada de acción y sabotaje La Pentarquía

Carnavales

Mensaje manuscrito de Fidel Castro

Quema del puente Remedios-Camajuaní

El Asalto al Palacio Presidencial y Humboldt 7

Se gesta el alzamiento en el Escambray

Sucesos del 26 de mayo en Santa Clara: primera manifestación fúnebre

La manifestación y el cortejo fúnebre: el coronel se subordina a una mujer insurrecta

Los sobrevivientes

Prisionera. Causa 545 en el Tribunal de Urgencia

Custodiada por la policía

El abogado criminalista

La prensa y los juicios

La escolta: vigilancia y custodia

La prisión domiciliaria

Sublevación de Cienfuegos: 5 de septiembre de 1957

De nuevo en prisión domiciliaria

Clandestina

TERCERA PARTE (MATANZAS)

La Atenas de Cuba

Armando Huao, jefe del aparato militar clandestino y expedicionario del Granma

Laudelino González y Tony Guiteras

El apartamento de Huao: la redada del aparato represivo provincial, nacional y villareño

Persecución y acoso

La casa de Mamá Juana

Los Agentes del SIM

La Región de Cárdenas. Etapas del MR 26-7: 1955-abril de 1958

La jefatura de Acción

El Magallanes

Misiones y relaciones

Zona turística de operaciones clandestinas

Barrios, municipios y casas clandestinas

La casa de Vivian y La Gallega

La Sección y el Frente Obrero Nacional de la región

La tea incendiaria

La Yerbera, nuestro Estado Mayor

El conductor

Enrique Hart y Rodolfo de las Casas

José Ramón Zulueta, enfrentamiento y asesinato

Hacia la Hora Cero

Clandestinidad urbana y rural. Los alzados

La nueva táctica revolucionaria

El Manifiesto del M-26-7 «Al Pueblo» y los acontecimientos

La Huelga del 9 de abril

La persecución, el acoso y la muerte: abril–junio de 1958

El nuevo proyecto matancero

CUARTA PARTE (LA HABANA)

La Habana

Ajuste de la estructura Veintiseista en el país

Las Células Revolucionarias de Base (CRB)

La Habana y las CRB en las iglesias

Atrapan a Enzo Infante, Coordinador de La Habana

Los asesinatos del Castillo del Príncipe

Vacío de poder en el movimiento clandestino habanero

El «Pacto de Caracas»

Las oficinas del arquitecto Miguel Oyarzun

La nueva dirección en la provincia de Matanzas

El último trimestre de 1958

La correspondencia cruzada con el Castillo del Príncipe

La batalla de Goicuría y O’Farril

El asalto y rescate en la Cárcel de Mujeres de Guanajay

El Buró de Investigaciones me estaba acorralando

Premonición

La reunión de La Rinconada

Mentalidad: patria y humanismo

Triunfa la Revolución

EPÍLOGO

TESTIMONIO GRÁFICO

 

Dedicatoria

Para Louis Pérez Jr. Por todo. Con su amistad

y estímulo profesional en esta obra.

 

 

Agradecimientos

 

Mientras escribía mis memorias fui acumulando muchas deudas de gratitud profesional y personal.

A Cristina Martínez, en el juzgado municipal de Yaguajay, pues aportó los documentos relacionados con mi origen en el contexto local. En el provincial y regional matancero o habanero, a Vivian Abreu, Isabel Zamora (Belica) y Leonor Arestuche Amieva (Sobrina), que participaron junto a mí en el movimiento de liberación nacional y con quienes manejé datos, nombres y otros elementos. A los combatientes Troadio Pérez Mirabal y José Luis Rodríguez, de Cárdenas; Mirta Pardo de Atención a los Combatientes de la lucha clandestina en Matanzas; Leyla Gómez-Lubián y Martha Anido, de Las Villas, por sus contribuciones a la localización de las direcciones de las casas, iglesias y otros lugares clandestinos; así como a Isabel Monal (Ida), miembro de mi ejecutivo en la dirección provincial habanera de las Células Revolucionarias de Base y a Amador del Valle (El Gallego), por su apoyo incondicional.

Al comandante Delio Gómez Ochoa, jefe militar del MR 26-7 en el Occidente de Cuba, con quien operé, por el enfoque de los hechos, Así como también a Ángel Fernández Vila (Horacio), responsable nacional de propaganda, encargado de dar a conocer mi designación como responsable de Finanzas operando con la dirección nacional en La Habana.

Mi agradecimiento a la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado, por su colaboración en la búsqueda de estos documentos, a Carmen Barcia por sus valoraciones y a Yailuma Vázquez por el aporte de sus sugerencias.

Mi gratitud sobre todo a mi esposo Fidel de Jesús Requeijo por su participación, apoyo, conocimientos técnicos, militares y trabajo fotográfico durante todos estos años.

Por último y, en especial, a Louis Pérez Jr., a quien dediqué mis memorias, por lo que él ha significado espiritualmente, con su apoyo de materiales de trabajo en estos momentos en que Cuba padece de limitaciones tan precarias y por insistir constantemente conmigo en escribir esta obra.

 

 

La Habana, Cuba, diciembre de 2022

 

 

Introducción

 

Este libro contiene la historia de mi vida, mis relaciones personales, familiares y sociales, en el contexto espacial de las provincias central y occidentales de Cuba. En este volumen se muestran la forja de mi personalidad revolucionaria, el anhelo de libertad trasmitido por mi abuela mambisa y la construcción de un pensamiento martiano y mambí, desde las memorias familiares del siglo XIX hasta mediados del XX. Así como la manera en que mi padre, trabajador azucarero, influyó en la construcción de una mentalidad acerca de la justicia social y las relaciones de género. También el rechazo a la discriminación de la juventud y racial, mis pensamientos y mis sentimientos. Todo esto conformó los elementos integradores de la ideología y la praxis de una mujer de su tiempo.

Contiene, en la primera parte, mi historia familiar y social, en lo rural y urbano, de una región azucarera: Yaguajay, al norte de la provincia de Las Villas. Allí se incluye mi vida en uno de sus tres centrales y una de sus colonias, donde se estableció un fuerte español y después el campamento del Estado Mayor del General Máximo Gómez, antes de concluir la guerra de independencia. Religión, tradiciones, educación e imaginario. Pordioseros, prostitutas y relaciones en el Barrio de África.

En la segunda parte desarrollo el período del movimiento social, estudiantil, juvenil, y deportista en tiempos de la dictadura de Fulgencio Batista (1953-1957), en la capital y en algunos municipios de Las Villas: la Federación Estudiantil Universitaria y el Movimiento Revolucionario 26 de Julio (MR 26-7). Hechos y reflexiones sobre el hito histórico del cual fui protagonista y que se produjo durante los preparativos del alzamiento de la ciudad de Cienfuegos, tras los sucesos en que resultaron mártires dos miembros de las familias pilongas de la capital santaclareña. Se analiza el papel de la madre de uno de los mártires —Margot Machado, dirigente Veintiseista— en la transformación del sepelio en manifestación fúnebre y la subordinación del coronel de la policía a ella en las órdenes dadas desde la funeraria hasta el cementerio.

Mi infiltración, desde el encuentro con Fulgencio Batista en su visita al Tecnológico de Santa Clara, y su repercusión en las oficinas del Gobernador provincial y profesores batistianos. Mi presidio, juicios, el Tribunal de Urgencia.

Análisis sobre las instituciones represivas: la policía, el SIM y agentes batistianos en las provincias de Las Villas, Matanzas y La Habana, relacionados con las investigaciones sobre mi caso, expresados en el expediente del Tribunal de Urgencia de Las Villas sobre mi participación en los sucesos insurreccionales.

En la tercera parte se narra mi fuga de la prisión domiciliaria en la casa de mis padres en septiembre de 1957 —coordinada por Margot Machado, de la dirección provincial del MR 26-7 en Las Villas, con la de Matanzas, la dirección Veintiseista del Central Narcisa— en Yaguajay, mi padre, la familia de Alba Medina, los enlaces matanceros: Leonor Arestuche Amieva y Alicia Pérez Bello, coordinadora de Ceiba Mocha.

El protagonismo de los asesinos Los Vaqueritos Mirabal, enviados al cuartel del ejército de Yaguajay con la orden de asesinarme; el ofrecimiento del teniente Romelio Rivera de dicho cuartel y su ayuda para escapar en su automóvil y mi evasión a la capital matancera e inicio de la vida clandestina.

Mi actividad con el expedicionario del Granma y jefe del aparato militar clandestino insurreccional en la provincia, Armando Huao. Relaciones sociales y experiencias generacionales con el doctor Laudelino González combatiente del Directorio de 1927, del Directorio Estudiantil Universitario de 1930 y de la Joven Cuba junto con su esposa Amalia del Llano. Mi jefatura como Coordinadora de la Región de Cárdenas, que abarcó los territorios de Camarioca, Varadero, Santa Marta, Guácimas, Cantel, Cárdenas; los municipios de Martí, Máximo Gómez, Itabo; y la interacción con Corralillo, Las Villas. Los Centrales azucareros Santa Amalia, entre Cárdenas y Coliseo, Dos Rosas entre Varadero y Santa Marta, Progreso, a 7 km de Cárdenas, en la carretera de Máximo Gómez a Carlos Rojas. Mi ejecutivo regional del MR 26-7 tuvo su estructura socio clasista, militar, clandestina y guerrillera.

Las actividades con el coordinador provincial Ricardo Gonzales Tejo. La jefatura militar Veintiseista de Enrique Hart en los preparativos de la Hora Cero conocida como la Huelga del 9 de abril. La organización de los focos guerrilleros en nuestro territorio. Las actividades y el plan de operaciones para el día de la huelga, acorde con las orientaciones de la dirección nacional ajustadas a las condiciones del territorio. La reunión de Altos de Mompié y la hegemonía militar en el liderazgo del MR 26-7.

En la cuarta parte se desarrollan análisis sobre el fracaso de la Huelga del 9 de abril. Mi vínculo con nuestro jefe militar provincial Enrique Hart; los sucesos de Villa Gloria y su muerte; el asesinato de Esteban Hernández miembro de mi ejecutivo regional y jefe de uno de los grupos guerrilleros; las operaciones de las tropas del ejército de la Dictadura contra la fuerza de los grupos de alzados en guerrillas, entre Cárdenas y Corralillo, en Las Villas. Represión, acoso y persecución a dirigentes y combatientes. Prisión y traslado de los dirigentes clandestinos, provinciales y regionales a otras provincias.

Mi incorporación a la dirección provincial del Movimiento en La Habana, como responsable de las Células Revolucionarias de Base (CRB), una nueva estructura para la creación de condiciones en el avance de la Columna Invasora N.o 2 Antonio Maceo hacia el occidente del país. Mi desempeño en la responsabilidad de Finanzas al caer preso Manolo Suzarte, responsable nacional y diferentes actividades con las direcciones nacionales de Acción, Propaganda, Movimiento Obrero Insurreccional, Movimiento de Resistencia Cívica y Frente Estudiantil Nacional. Así como otras actividades como, por ejemplo, cuando en los meses de junio-septiembre de 1958 desarrollamos la campaña de los bonos del Salario de la Libertad y el Mes del Soldado Rebelde.

Se ofrece también una reflexión sobre la desaparición de Frank País como líder del movimiento civil y militar insurgente en la nación. El MR 26-7 jugando sin serlo el papel de Partido para la guerra y la particularidad del concepto de huelga general política organizativa con brigadas obreras de acción y sabotaje. Así como, la hegemonía militar después de la reunión de Altos de Mompié, Sierra Maestra.

Se describe también, la toma del poder político el 1ro de enero de 1959, con las particularidades de las provincias de La Habana y Matanzas.

A través de esta obra, muestro como se fueron construyendo mis sentimientos, pensamientos, ideología, relaciones de género y continuidad generacional del proyecto de la Revolución.

 

 

El Estallido

 

De pronto sentí un vacío infinito, un zumbido interminable en los oídos y me quedé en el limbo momentáneamente, sin conocimiento, mientras el auto avanzaba. No distinguía lo que estaba sucediendo. Era como si hubiera cerrado los ojos sin ver nada y los volviese abrir media cuadra después

Cuando volví a estar consciente me pregunté ¿qué estaba haciendo? Tenía la mente en blanco y me respondí: «sí... ahora recuerdo... apretaba el botón del encendedor, Chiqui quería un cigarro de nuevo». Miré mis manos que aún estaban cerca del botón encendedor.

Un zumbido navegaba dentro de mi cerebro. Mi memoria continuaba nublada y un presentimiento sobrecogía el pecho. ¿Qué cosa era aquello? Sentía temor de mirar atrás. Era como si Julio se hubiera ido con un portafolio bajo el brazo y solo Chiqui estuviese a mi lado, inclinada su cabeza sobre el timón.

¿Qué le pasaba a Chiqui?, me pregunté, estaba sumamente pálido y asidas sus dos manos al volante. Lo llamé. No sabía si era mi pensamiento o mi voz. No lograba razonar bien, todo era confuso y sentí deseos de huir. El instinto me hizo tratar de abrir la portezuela, pero no tenía casi fuerzas para hacerlo. La máquina daba tumbos de un lado para otro por toda la calle Buen Viaje y la portezuela chocó contra el poste de la electricidad.

Fue en ese momento que logré tirarme del automóvil en marcha y retrocedí unos metros, caminando por la acera con el brazo chorreando un líquido raro. No me daba cuenta, con exactitud, de lo que representaba aquel líquido caliente, que me corría por el cuerpo. Parecía sangre. ¡Sí, eso era, sangre! Me dije. El brazo, parecía que se me iba a caer. Mi corazón palpitó ante el temor de perderlo. Los pensamientos de manera desordenada se agolpaban.

Alguien dijo algo, algo así como una pregunta. —Mira, la máquina le pasó por el lado y la ha dejado destrozada. Dialogué en silencio conmigo. —¡Sí! ¡fue así! En el atolondramiento sufrido afirmaba y me preguntaba, respondiéndome en instinto de conservación. Había caminado un tramo cuando encontré una puerta abierta, un salón y un baño. Entré y tomé una toalla con la que envolví el brazo.

Momentos antes, al observarlo, me aterré. Toda la carne del antebrazo izquierdo estaba como molida, parecía un picadillo, dejando libre el hueso blanco y de la mano colgaban dos dedos. Pero más que el miedo de perderlo, pudo la idea de que no podía abandonar a mis compañeros.

Me pregunté dónde estaban Chiqui y Julio, y con más claridad me respondí que tenía que recogerlos. Mis pensamientos afluían desordenadamente, unos tras otros, y de cualquier forma. Todo era muy confuso. Después de huir por instinto, fue también irracional la idea de retroceder y ayudar a los muchachos. Y después de no chorrear la sangre al empapar la toalla, salí a la calle y retrocedí en dirección al automóvil. Había un grupo de personas y, cuando me acerqué, distinguí el cuerpo de Chiqui sobre el timón del carro. Entonces exclamé. ¡Por favor sáquenlo! No discernía si era mi propia voz o mi pensamiento.

Vi a un hombre delgado con el uniforme amarillo, del Ejército, acercarse a la portezuela del auto, que se había detenido cuando chocó contra el poste. Varios forcejearon tratado de sacar a Chiqui, aún con vida.

Me aproximé lentamente, con la idea confusa de rescatarlo. No veía a Julio. Ante la conmoción del estallido, confundía las ideas entre la realidad y la posibilidad de escapar con ellos. Mi mente reiteraba que no podía abandonarlos.

El cuerpo de Chiqui tenía incrustados, en su espalda, los muelles del asiento.

Algunos hombres intentaban sacarlo del automóvil. Me detuve y, en esos momentos, alguien le dijo al guardia que yo era la muchacha herida. Algunos comentaban verme caminar, por la acera, cuando ocurrió la explosión.

El guardia se me acercó y me dijo que no tuviera miedo, me iba a llevar a curar. Fue en esos momentos que razoné que debía huir. Pero él me detuvo. Paró un automóvil y me condujo a la Casa de Socorros. Luego llegó el momento de enfrentarme al teniente coronel Cornelio Rojas, al comandante Hernández, a varios militares y agentes del Servicio de Inteligencia Militar (SIM). El triunfo de habernos agarrado los llenaba de satisfacción.

Vagamente recordaba lo que había sucedido. La cabeza me daba vueltas, vueltas y más vueltas.

Era terriblemente oscuro, era de noche ¿o acaso había muerto?

 

 

PRIMERA PARTE (YAGUAJAY)

 

Entorno y semblanzas familiares

 

He vivido entre siglos con una imaginación que se ha mantenido joven al transcurrir el tiempo. Suave, libre y carismática como la brisa, en el movimiento de las espigas de los cañaverales donde se consolidó mi sentimiento de guajira cubana, que sobrevive en mi ser cosmopolita.

Mi origen y ancestros se reencuentran en el antiguo territorio de la provincia india al norte del centro de la Isla de Cuba, conocido por «El valle de Yaguajay»: sus cayos, los poblados de Yaguajay y Mayajigua, los Centrales azucareros Narcisa, Vitoria, Nela y la finca Bofill con sus cañaverales. Comarca que originalmente se extendía desde Sagua la Grande hasta Chambas-Morón, en las tierras del Camagüey; y el valle de Yaguajay que después del siglo diecinueve se fue transformando en una región de la jurisdicción de Remedios en la provincia de Las Villas.

El valle, su entorno, creencias y tradiciones se entrelazan en la memoria, contadas por familiares y amigos. Durante el siglo diecinueve, llegaba por sus mares, a las costas entre Caibarién y Yaguajay, el comercio con la metrópolis española. También operaron en el lugar corsarios y piratas. Por mar entraba el comercio de esclavos africanos, chinos e inmigraciones canarias, entre la que estuvo la familia de don Ysidro Pérez, mi abuelo materno. Él se casó con la también combatiente de la Generación del 95, Dolores Reyes Arteaga, doña Lola, y una vez concluida la guerra se asentaron en las tierras de Bofill donde construyeron su familia.

Mi madre, Leopoldina Polín, fue su hija más pequeña. Contaba la tía Mercedes que cuando aquella nació, la hermana mayor, Lolita, ya casada y con numerosos hijos, se encontraba también pariendo. Mis tíos decían que mi madre fue una bebé hermosa y tierna a la que todos mimaban. Creció como la criatura que siempre fue, tierna y temerosa, por haber sido criada entre las faldas de doña Lola, que la parió a los cincuenta y siete años, cuando ya sus hijos eran hombres y mujeres, y don Ysidro un hombre muy mayor. Fue muy amada por sus padres, hermanos y sobrinos mayores que ella. Los abuelos no querían separarse de «la hija de la vejez», por lo que en la casona de Bofill la enseñaron a leer, escribir, tejer y bordar, lo que en aquella época se precisaba en la educación de la mujer para el hogar.

Mi abuelo paterno Pedro García (Perico) emigró de Islas Canarias a Cuba y su esposa, Venancia Quesada, era oriunda del pueblo de Yaguajay. Ellos fueron propietarios de los terrenos que colindaban con Bofill y la playa Carbó, así como de varias casas en el pueblo. Una de estas alquilada a la Iglesia Presbiteriana, a la que asistí siendo niña. Uno de sus hijos, Rogelio, al que apodaban Tite, fue mi padre. Él conoció a Leopoldina (a la que comenzó a llamar Liopo), una joven hermosa de ojos grandes y mucha ternura, que poseía el encanto de la ingenuidad. Se enamoraron y, como Tite le simpatizó al abuelo Ysidro, se aprobó el noviazgo, aunque la abuela Lola no estaba contenta por considerarlo un mujeriego.

Mi padre adoraba a su mamá y contaba que era una mujer muy autoritaria y hermosa. Venancia se había casado a los trece años con el abuelo Perico, quien ya era viudo y tenía con su primera esposa una hija que crió su familia materna en Caibarién. Él murió de una embolia, dejando a Venancia viuda con ocho hijos y la finca hipotecada. Tanto mi abuelo materno Ysidro —a quien le decían El Manco, porque durante la guerra de independencia un soldado español le cortó la mano de un tajazo, cuando trataba de escapar del fusilamiento— como el paterno Pedro (Perico), murieron antes del matrimonio de mis padres.

La personalidad de doña Lola atraía mucho. Sus anécdotas develaban los misterios de la casona familiar de Bofill, construida sobre las destrucciones de un ingenio al que el Ejército Libertador le aplicó la tea incendiaria. Eran fascinantes los relatos sobre el asentamiento de los esclavos y cómo sus espíritus vagaban en la noche. Sobre la presencia del general mambí Máximo Gómez, al que de cierta manera ella imitaba usando espejuelos iguales que los suyos. Las historias sobre el fuerte español, entre cuyas ruinas jugaba con mis primos, me atraían por sus misterios. Se decía que, en tiempos antiguos, los esclavos habían escondido botijas con las monedas del dinero acumulado y, para encontrarlas, un espíritu te las tenía que ofrecer.

Mi memoria y mi cultura crecían a partir de las historias contadas por mi abuela Lola, sobre la presencia de las mujeres mambisas. Entre otras, Magdalena Peña Redonda, la General Llellena, en el campamento del general Máximo Gómez en Bofill, que se alojaba en Yaguajay en la Casa de Carmela, hermana del poeta Julián del Casal y la madre de Amelia Peláez, con la que mantenían relaciones familiares y conspirativas.

En el paisaje se levantaba una construcción de varios metros de altura, a la que nombrábamos El Palomar. Consistía en una caseta —con cuatro espacios abiertos como puertas ventanas, sostenida por cuatro columnas— en la que se apostaba el vigía español. Un depósito enorme de agua dentro de la tierra, con paredes sobre una base rectangular de un piso de alto, al que accedíamos por unas escaleras de piedras y descendíamos por la otra. En otras áreas del campo se mantenían algunas paredes de piedra carcomidas donde, según la leyenda, el primo Gilberto Pérez había encontrado una botija con monedas.

Al anochecer, los niños nos sentábamos sobre el brocal del pozo de agua e indistintamente, los primos mayores se nos acercaban para contarnos sobre los espíritus errantes que enseñaban dónde podía encontrarse alguna botija enterrada y custodiada por tres espíritus, dos buenos y uno malo. Y si lograbas vencer al malo te quedabas con el tesoro.

La tradición de la familia era relatarnos que la primera casa vivienda edificada en Bofill fue para el general Máximo Gómez y que después del triunfo de la guerra de independencia contra el poder español, el general partió con su Estado Mayor hacia Yaguajay. Entonces el abuelo Ysidro con su esposa Lola, se asentó en el lugar bañado por el soplo del mar, el susurro de las espigas de los cañaverales mecidas por el aire, el sonido del molino de viento sobre el pozo de agua, el chirriar de las ruedas de hierro del gascal, locomotoras y vagones cargados de caña, donde transcurrió una etapa feliz de mi vida y la de mi hermano Rogelito, entre los hijos, nietos y biznietos de nuestra familia materna de los Pérez Reyes.

Con nitidez se dibuja en el recuerdo la casona y la arboleda, envueltas por las penumbras de los atardeceres en las que merodeaba el alma de los esclavos. Perdura el hálito de botijas con dinero, la energía desprendida de los huesos de los negros esclavos que se mostraban en pequeñas lucecitas verdosas y la presencia indígena al aparecer sobre la tierra, descubiertos por el arado, pendientes y otros objetos de alfarería. Completan el enrejado del contexto los relatos sobre personajes que, tras diferentes miradas, dan forma a las remembranzas donde se mezclan travesuras, anécdotas y mitos.

La evocación del aura del movimiento en los cañaverales, llena de armonías y cadencias mi ser; una música interior, creadora del amor por la razón de ser cubana y guajira, del significado y el orgullo de ser nieta de mambises.

Siempre me pregunté por qué, entre todos los nietos, la abuela Lola inclinaba su preferencia y su atención hacia mí y mi hermano Rogelito. A veces me respondo que quizás sea porque había analizado, aunque nadie jamás la oyó decir media palabra, que podía inculcarnos su forma de sentir y pensar. En un final de todos los nietos fuimos nosotros los que nos incorporamos en los años cincuenta a luchar por la libertad y la justicia en Cuba y, en especial yo, con la ideología de los veteranos independentistas.

Ella no era analfabeta. Su hábito de lectura y carácter de mujer templada en la guerra, que no se ajustaba al qué dirán de la gente sino a lo que ella sentía y pensaba, fue prendiendo en mi idiosincrasia. Los recuerdos de la convivencia casi a diario me hacen imaginarla a través de los años. La sombrillita amarilla de florecitas rosadas que me regaló en aquel día de los Reyes; los patines que tanto ansié y que usé año tras año, como el más valioso de los tesoros; las galleticas de chocolate que guardaba en su maleta raída y compartía conmigo. Su vigilar todas las cosas. Su independencia.

La vislumbro con su pelo negro, canoso y largo, sus pómulos salientes untados de polvo de cascarilla que también embadurnaba sobre mi rostro y aquel donaire de camagüeyana, galopando la juventud por su cuerpo de mambisa. Doña Lola ha sido uno de mis seres más añorados. En las tierras de Bofill estuvo el comienzo de lo que he sido, y seré, a través del tiempo y de la historia.

 

Tite y la sitiería El Guayabal

 

Mi padre adquirió su cultura azucarera a partir del desarrollo práctico de su trabajo, con la experiencia acumulada en los campos y en el ingenio, según él mismo contaba. Al quedar huérfano con solo trece años de edad, decidió abandonar sus estudios de quinto grado de primaria para ayudar a su madre a cubrir la hipoteca familiar. Alternaba el ser obrero azucarero con diferentes trabajos que se le presentaban en el «tiempo muerto», como vendedor de leche de vaca después de ordeñarlas y durante los meses de zafra como «narigonero» del Central Narcisa. Halaba los bueyes por el narigón colocado en su nariz, enyuntados a la carreta cargada de cañas, desde la romana hasta la pesa del ingenio.

Era un buscavidas, como él mismo repetía en las reuniones familiares, pasó por la universidad de la vida, llegando a ascender en la industria azucarera, primero como puntista de la Casa de Caldera, donde trabajó en los diferentes niveles, y después de adquirir un conocimiento completo del flujo de producción y dominar el proceso industrial fue nombrado Segundo Maestro de Azúcar por don Patricio, el dueño del ingenio que, en aquel entonces, se nombraba Rosa María y luego Central Nela. Para ser Primer Maestro tenía que cursar estudios universitarios y nunca tuvo posibilidad económica para hacerlo, pero en algún tiempo ejerció esta función, pagándole dicho especialista parte de su sueldo.

Me narraba que cuando conoció a Liopo era un trabajador pobre. Tenía que caminar kilómetros a pie por la línea del ferrocarril desde Yaguajay hasta Bofill para visitarla los domingos. Muchas veces no podía encontrarla porque Lola para evitarlo se la llevaba a casa de amigos o familiares. Tras ocho años de noviazgo decidieron casarse. Fue entonces que buscó un lugar en la sitiería El Guayabal, situada a la salida del pueblo de Mayajigua hacia el Central Nela, para construir el bohío de tablas de palma real y techo de guano. Iba y venía todos los días y al escuchar el silbato que anunciaba el cambio de turno en el Central, se dirigía al potrero donde montaba en su caballo alazán para ir hasta la sitiería y mientras trotaba abrazado por el aire improvisaba y cantaba décimas sobre su amor.

Cuando terminaba su turno de trabajo, volvía una y otra vez a la sitiería. Descendía del caballo frente al bohío que estaba construyendo. Amarraba el freno en el árbol próximo a la letrina, que utilizaba también como baño. Entraba por la puerta de la cocina, donde ya tenía el fogón de madera con dos hornillas de carbón, seis taburetes con piel de chivo en el asiento y el respaldar, colocados alrededor de una tosca mesa de madera. Luego se dirigía a la sala y a la habitación en la que había una sola cama de hierro, con bastidor de alambres y sobre ella una colchoneta. Medía el tamaño de las habitaciones para calcular los materiales para el piso y salía. Sacaba los sacos de ceniza del central colocados dentro de las alforjas, que colgaba sobre la zanca del caballo, y tras desnudarse el pecho, los iba vaciando sobre el piso de tierra. Extraía del pozo cercano varios cubos de agua y poco a poco iba apisonando la ceniza sobre la tierra, formando una capa gris blanca que semejaba el cemento.

De tiempo en tiempo se detenía frente al portal del bohío para imaginar el terreno donde estaría el jardín, con el colorido variado de las violetas sus preferidas, rosas y otras flores. Y en la parte de atrás, más lejos de la casa, el corral de los animales. A un costado el platanal. Pensaba que eran pobres, pero que nada les faltaría.

Me contaba que se decía a sí mismo: —Tendré un patio doméstico con aves, un corral para criar un par de cerdos, árboles frutales. Sembraré frijoles y viandas. Se detenía en sus sueños y al terminar el trabajo dentro del bohío, contemplaba satisfecho la casita donde viviría con la mujer que amaba. Su rostro se mostraba feliz no podía dejar de sonreír al pensar en ella con devoción.

La abuela se enorgullecía al contarme que Liopo, hábil en las tradiciones de las mujeres canarias, preparó todo el ajuar de novia cosiendo y bordando a mano sábanas, fundas, toallas y manteles, entre los que sobresalía una sobrecama tejida a crochet imitando encaje, con una sábana rosada de satén que colocaría debajo al tender la cama de hierro, con un único adorno en el respaldar: la virgen de la Caridad del Cobre, de la que era devota.

La igualdad racial se fue construyendo en la mente de mi madre y en la mía desde que apareció Sergida de Mayajigua en nuestro hogar. Ella me contaba que, una vez consumado el jolgorio matrimonial, mi padre temía dejar sola a mi madre cuando salía a trabajar, durante la madrugada, en la casa de caldera y decidió ir a buscarla. Vivía en el barrio marginal más pobre de las afueras de Mayajigua y le dijo que no podía pagarle un sueldo, pero si darle casa y comida si la acompañaba y la ayudaba en el trabajo doméstico.

Comenzaría a trabajar como un miembro más de la familia, sin distinción de color y clase social. Ella era prieta como la noche oscura, con dientes muy blancos. Fueron a pie hasta el bohío y cuando Liopo la vio abrió los ojos con asombro porque nunca había visto a una persona negra. En el cuarto le habían colocado una colombina con bastidor de alambre y una colchoneta, cerca de la cama matrimonial. Al oscurecer el bohío permanecía alumbrado por la mortecina luz del farol colocado en la sala, porque Liopo le tenía miedo a los espíritus y a los fantasmas.

Me narraba mi madre lo que ocurrió en la primera noche. La habitación estaba a la media luz del farol. Cuando Sergida se acostó bajo la sábana blanca, destapó su rostro, le sonrió mostrando su dentadura muy blanca y fue entonces que se percató del susto de Liopo, que temblaba al pensar que era el espíritu del chichiricú, que en aquel tiempo tanto la atemorizaba. Tardaron un tiempo en acostumbrarse la una a la otra porque Sergida, traviesa, a cada rato le mostraba en la oscuridad aquella expresión bizca de sus grandes ojos, que movía de un lado a otro.

 

Llegué al mundo

 

Evocaba la tía Mercedes que a las once de la mañana del 25 de abril de 1937 salí del vientre de mi madre bajo el signo de Tauro, parteada por una comadrona en la Sitiería el Guayabal. Me nombraron Gladys Evangelina. Transcurrían los últimos años de la tercera década de la centuria del veinte. La familia había sacado los muebles al exterior desde la noche —excepto la cama de hierro donde mi madre permaneció acostada sobre una tabla— mientras, en la parihuela del patio, descansaba la abuela Lola y cerca de ella, la tía Mercedes.

Añadía que Tite había traído la cuna y un rústico corral de madera que construyó en el batey del Central y colocó en la sala. En mi primer año de vida allí gorjeaba, dormía, gateaba sin andar por el piso de tierra cubierto de cenizas apisonadas. Me contó que transcurrieron los meses y era tan inquieta que, para comer tranquilos, mi madre me sentaba sobre sus piernas y echaba sobre el mantel de la mesa un puñado de arroz, que grano a grano me llevaba despacito a la boca.

La leyenda familiar era que dos años después nació mi hermano Rogelito, de pelo rubio, casi blanco. Ambos nos parecíamos mucho y todos creían que éramos jimaguas. Vi a Liopo muchas veces tejiendo y bordando nuestra ropita infantil. Con la agujeta entretejía, con hilos de colores, las piezas que el zapatero montaba sobre una suela, conformando las sandalitas que yo usaba. Tras vestirme y calzarme, colocaba cintas en mi cabeza y me enseñaba, desde bien pequeña, a presumir.

A la abuela le gustaba recordar con nostalgia en voz alta, mientras yo la escuchaba, que después de mi nacimiento ella nos visitaba a menudo en la sitiería. Viajaba al amanecer en el gascal desde Bofill hasta Mayajigua. Se sentaba al lado de la ventanilla, para contemplar el paisaje, en el que sobresalía expeliendo humo hacia el cielo, la torre del Central Narcisa y más hacia el mar la torre del Central Vitoria. Luego en la parada del pueblo de Yaguajay —donde descargaban los grandes latones de leche de vaca que embarcaban los guajiros en uno de los vagones para ser vendida en el pueblo— contemplaba a los viajeros que subían al vagón de pasajero, para dirigirse al paradero de Mayajigua donde se bajaba. Siempre la recuerdo manteniendo su porte erguido de camagüeyana distinguida. Llevaba su moño enredado sobre la nuca y amarrado el pelo entrecano y fibras plateadas con un gancho de carey que enmarcaba el rostro, sobre cuyos ojos mostraba los espejuelos montados al aire. Su mamá, de la familia de los Arteaga en el Camagüey, fue desheredada por casarse con un carpintero. Pero a pesar de las privaciones en las que vivíamos, su cultura, educación e higiene me fue trasmitida por ella desde la cuna.

Rememoro ya de muchachita su llegada a la sitiera al finalizar la mañana y al punto del mediodía. Había crecido, pero, aunque grande, después de los trajines de la casa me cargaba en su regazo para dormirme balanceándose y cantando en murmullo como si ronroneara estrofas patrióticas de la canción «El Mambí»:

Allá en el año 95

y por las selvas del Mayarí

una mañana de frío invierno

a la manigua se fue el mambí

 

Una cubana que era su encanto

y a quien la noche llorando

vio una mañana de frío

invierno dejó el bohío y lo siguió…

 

Y en forma de décimas los versos de José Martí:

 

Cultivo una rosa blanca

en julio como en enero,

para el amigo sincero

que me da su mano franca.

 

Y para el cruel que me arranca

el corazón con que vivo,

cardo ni ortiga cultivo;

cultivo una rosa blanca.

 

No olvido durante esos años cómo nos contemplaba a mi madre y a mí con cierto arrobo. Ella comentaba que, desde que era un bebé, se produjo esta empatía entre ambas y a pesar de mi flaquencia y cabeza pelona, yo poseía desde mis primeros años, un atractivo especial en el brillo de la mirada. Mi nacimiento suavizó sus relaciones con el yerno. Aunque lo consideraba un mujeriego, fue más comprensiva al ver que era un hombre serio y trabajador, que luchaba siempre por hacer progresar a la familia y al comprobar la felicidad del matrimonio que se reflejaba en las relaciones y mimos de la pareja. El susurrar de ella en mis oídos, su calor y olor me aletargaban y en la evocación me provocan emociones que, aún hoy, permanecen intactas en la nostalgia del recuerdo.

Tampoco olvido el movimiento de la comadrita en la que mi padre me acunaba durante la infancia, acariciando con su mano mi espalda e improvisando décimas sobre su niña querida y fumando su tabaco, cuyo humo y aroma envolvían mis sentidos. Del mismo modo la ingenuidad y sensibilidad de Liopo, que nos mimaba con la candidez de una niña grande y al dormirme repetía con amor maternal:

Duérmete mi niña

Duérmete mi amor

Duérmete pedazo

De mi corazón…

 

Todo era paz y amor en el bohío y en la casa del Central donde vivíamos durante la zafra. Nunca faltó lo imprescindible durante el «tiempo muerto»: el arroz, los frijoles, la harina de maíz, las viandas, los huevos de las gallinas criadas por mi madre —el fin de semana siempre se cocinaba uno de sus pollos— leche y queso blanco hechos por ella, café, pan. Y un saco de azúcar prieta, que compraba en la tienda del central, para que merendáramos agua con azúcar y también una botella de melao para comer con pan. Como mi padre criaba un puerco todos los años, lo mataba y guardaba las postas dentro de su manteca, que se ponía a la mesa de vez en cuando, así como también picadillo de carne de res en alguna ocasión durante el mes.

Alimentos que alcanzaban para que Sergida llevara a su familia. En una ocasión, ella acababa de parir a uno de sus hijos y fui con mi padre caminando por las calles de tierra hasta llegar a la choza que habitaba con su marido. Le llevamos una caja de leche condensada y otra de botellas de malta que se compraban a crédito en la tienda del Central, porque Liopo había insistido en que, al mezclar ambos alimentos, tendría suficiente leche para amamantar al bebé.

Los niños jugaban por los alrededores, unos desnudos y otros poco vestidos. Los hombres conversaban y yo perseguía a las gallinas y los pollitos que ellos criaban para consumir o vender los huevos y los polluelos. Ella regresó a nuestro hogar, después de los cuarenta y cinco días que debía guardar la parturienta. En aquel entonces era tan grande la miseria que los muchachos mayores cuidaban a los más pequeños, incluso al bebé para que ella todos los días les llevara lo necesario para comer. En los atardeceres caminaba hasta su vivienda, servía los alimentos y tras amamantar al bebé, regresaba a la sitiería.

El tema de los misterios del espíritu era conversación cotidiana en nuestra familia. La abuela Lola decía que cuando yo tenía dos años, una mañana al despertar fui hacia ella y le pregunté si veía al cura al lado de mi primita y velas a su alrededor. En esos momentos había muerto en Bofill una de las niñitas del tío Ysidro. La abuela y Liopo creían ver en mi algo sobrenatural. Narraban que, en otra ocasión, lloraba sin consuelo repitiendo que mi padre estaba tirado sobre la tierra echando sangre. Cuando él regresó, le corría sangre por la nariz a consecuencia de haber sido embestido por un toro en el potrero, se creó una aureola sobre mis poderes místicos, un poco al credo espiritista de la época. Credos que fueron desapareciendo con el tiempo, pero mantuve aquella superstición en descifrar el significado de mis sueños, cuando al interpretarlos reflejaban situaciones a las que me debía enfrentar. A lo que añadí el instinto de percibir, sentir y representarme a una persona o entorno que me haría daño.

Desde pequeña me escapaba del bohío tras dos gatitos que se convirtieron en juguetes y los perseguía por el campo. Les costaba trabajo encontrarme entre los hierbazales. Cuando tenía entre los dos y tres años de edad decidieron enviarme en las tardes a casa de una señora que daba clases por veinte centavos al mes. A todos les parecía gracioso que después de aprender y repetir las vocales a, e, i, o, u, me acurrucaba, para dormir, en la espaciosa butaca de madera. Fui creciendo y al ver mi interés por aprender, continuaron enseñándome a leer y a escribir. Fue así que gané la única muñeca que tuve en mi vida.

Sucedió que un día vino el tío Roberto de visita y mis padres le dijeron que sabía escribir. Incrédulo, todos recuerdan que dijo que si yo le escribía «quiero una muñeca» me compraba el bebé grande de la tienda del Central. Lo miré fijamente y me senté en un taburete apoyando los codos y el papel amarillo de cartucho sobre la mesa. Luego escribí en garabatos, pero legible «quiero una muñeca». El tío, aún desconfiado, sonrió al tomar el papel en sus manos y orgulloso me dijo: —¡Te la compraré!

Tite me cargó y llevó en andas recorriendo la casa. Pero la alegría fue mayor al tener en mis brazos, por primera vez en la vida, una muñeca con cuerpo, brazos y piernas de trapo, pero con una hermosa cabeza de otro material, igualita a la de un bebé, con sus ojos azules que se abrían y cerraban; manitos y pies del mismo material a los que se les podía poner medias y zapatitos.

Enseguida la vestí con el gorro y el cargador blanco que Liopo había bordado para mi bautizo. La mimaba constantemente y la acostaba en una cunita pequeña construida por mi padre, que se podía balancear. Durante la tarde y la noche la ponía a dormir tapada con una colchita, pensando que sentía frío como yo. Le puse por nombre María Teresa y fue mi juguete más preciado y el único comprado en la tienda. En aquella época el sueldo de mi padre nunca alcanzó para esos lujos.

 

 

 

 

La aventura de mi vida

 

La manera de sentir y pensar en mi preadolescencia transcurrió entre Yaguajay, Bofill y el Central Nela, territorio donde se asentaban el campesinado, los colonos y los trabajadores azucareros. Una parte de estos se engrosaba con la emigración peregrina durante el tiempo de zafra que, en general, se alojaba en los barracones del Central.

Los dueños de los ingenios vivían en la capital o en el extranjero, mientras un grupo de técnicos, especialistas y trabajadores residían en el lugar todo el año para ocuparse del mantenimiento de la maquinaria, la industria, el ferrocarril y las líneas férreas. Durante la zafra azucarera que duraba solo unos meses, el Primer y Segundo Maestros de azúcar, a quienes se les proporcionaba la vivienda, organizaban el proceso productivo; y los obreros en migración peregrina, que habitaban en barracones próximos al batey, cuando comenzaba la molienda, ejecutaban la producción azucarera.

No se queda atrás, dibujada en las remembranzas, La Guarandinga, el transporte sobre ruedas de hierro que nos conducía por la línea del tren desde Mayajigua hasta el Central. Nuestra casa se encontraba, después de cruzar el batey, frente a la línea del ferrocarril, por donde se viajaba en dicho transporte a la costa y también se trasladaba por mar la venta de los sacos de azúcar prieta. En el litoral sobresalía un caserío, habitado por pescadores.

Recuerdo como si ocurriera hoy mismo las correrías con mi hermano, José Ignacio, y Tintín, los niños que vivían en la casa de al lado. Caminábamos por el potrero, en el que había una laguna no muy grande, donde bebían agua los caballos y, en dirección contraria, como si te dirigieras al batey el edificio de madera conocido como El Alambique, de una altura de más de cuatro metros. En uno de los costados de las paredes en ruinas estaba situado un tanque de agua, llenito siempre de ranas y guajacones.

Eran tiempos de zafra y solíamos jugar bajo la arboleda, situada a un lado de mi casa haciendo ingenios con un pedazo de tubo grueso con base, que colocábamos sobre cuatro ladrillos. Debajo encendíamos gajos y hojas a los que prendíamos candela para que el humo saliera por la parte superior del tubo. Para nosotros era la torre del central. Barríamos un cuadrado en el que situábamos la sala de la casa, representada por cuatro piedras grandecitas colocadas en cada esquina como asientos y en el centro una botella con flores: frente al tubo como ingenio, una tienda de víveres. Sentaba a mi hermano en el área de la casa como el padre de la familia, a los dos amiguitos propietarios de la tienda y yo del central unas veces y otras con mi hermano en la casa. Después conversábamos sobre nuestras familias y negocios.

Para jugar a la cocinita, nos abastecíamos en el desvencijado alambique de madera, que prácticamente se estaba cayendo y nos habían prohibido jugar dentro de él.

Como yo era la mayor, me tocaba siempre subir a cazar las ranas, en el tanque de agua del edificio. En una de esas ocasiones, estando encaramada sobre el borde del tanque, sosteniendo en mi mano un cuje afilado por la punta, con el que las cazaba, se aflojó la tabla en la que me paraba y fui a dar al piso de abajo enterrándome debajo de la rodilla de la pierna izquierda un clavo mohoso que estaba sobre un pedazo de madera rota. La pata del pantalón largo de mezclilla que me ponía mi madre para resguardar mis piernas del sol y de los arañazos provocados en los hierbazales se llenó de sangre, manchando, además, al doblarme sobre la rodilla, el pullover que traía puesto.

Los muchachos gritaron y corrieron a la casa para buscar ayuda. Liopo asustada y nerviosa cuando me vio, cogió una cáscara de caña como cuje y llorando exclamaba: ¡Yo te lo decía! ¡Te lo decía! No paras de hacer maldades. Al mismo tiempo que me golpeaba nerviosa las piernas con el cuje. Aguantando mi rodilla le grité: —¡Mala!, no me quieres, se me van a salir las tripas por ahí.

Entonces reaccionó y mientras la vecina traía una botella de luz brillante ella les dijo a los muchachos que buscaran telaraña en el Alambique. Mezcló las dos cosas que untó sobre la herida. Era una de las formas de curar en ese entonces. Los pobres no teníamos posibilidad de acudir a un médico, comenzando con que en el Central no había ninguno. Todas las noches dormía profundamente acurrucada bajo la colcha. Ya estaba acostumbrada a coexistir durante las noches y las madrugadas con el bufar y silbido de las locomotoras arrastrando los vagones repletos de caña por la línea del ferrocarril, situada frente al jardín de nuestra casa. El ruido fuerte de la armazón de hierro de la locomotora me despertaba con su trepidar. En mi subconsciente y en lo más profundo del sueño sentía temblar la casa cuando pasaba a unos metros de nuestras camas exhalando el vapor: Shu-shu-shua… y sentía el traquetear seco de los frenos. Como la vivienda quedaba en una curva, el maquinista hacía sonar el pito de manera estridente por si algún animal se encontraba cerca. Pero mi sueño era tan profundo, por las correrías, que continuaba soñolienta y volvía a dormirme.

Estos lugares, urbanos o rurales, formaron parte de mí y yo de ellos, al relacionarme con las familias, sus hijos, las actividades religiosas, sociales y culturales.

Las vacaciones y fines de semanas los pasaba en Bofill. Pervivía en estas tierras la cultura e historia de los indios, de la esclavitud, del campesinado, de las guerras de independencia contra el poderío español. En Yaguajay las familias más pudientes, entre otras propietarias del comercio, de los dos cines, de la fábrica CAWY, de las plantas de electricidad y de hielo; casa-tenientes; trabajadores por cuenta propia, participaban todos los años en la organización de las fiestas, los carnavales y otros medios de algarabía.

La radio y el cine fueron medios de distracción que imponían la moda en el vestir, la influencia de la música, las novelas radiales, las películas, en especial las de vaqueros, las de conflictos familiares y/o amorosas argentinas, mexicanas y españolas.

Existía en el pueblo un grupo de mujeres veinteañeras que se consideraban de la High Life, a las que no quería parecerme. Algunas de ellas estudiaban en La Habana y venían al pueblo en sus vacaciones. Alardeaban en su forma de vestir sofisticada y libertad social, más bien libertinaje. Nunca me gustó esa forma de vida tan ligera. Las veía los domingos en la mañana, cuando nos congregábamos en el parque al frente de la iglesia, para entrar a la misa. Ellas aparecían luciendo sus galas y velos o pañuelos de colores cubriendo la cabeza, con aires de superioridad y creyéndose mejores que los demás.

Las convicciones y valores humanos de mis padres, la abuela Lola y la familia materna —diferente a la paterna— forjaron mis principios. En especial la lealtad, el amor, el agradecimiento, la justicia, la verdad, la sencillez y la unidad de la familia en la lucha por la vida. Valores cincelados en mi alma con sentimientos, voluntad y decisiones firmes. En especial, mi padre fraguó el sentido de la justicia, las relaciones de género con los varones, en las que yo podía hacer los mismo que ellos hacían, y la decencia; Liopo el agradecimiento, la bondad, la ingenuidad, la ternura; y ambos el amor. Doña Lola asentó en mi cabeza el honor, la ideología y la cultura nacionalista de libertad de la Generación revolucionaria del 95 a la que perteneció.

En las palabras de la abuela sobresalía el universo portador de las lecciones de José Martí, Maceo y Máximo Gómez. Los míos se fueron esculpiendo, además, con la imagen de la cubana vestida de bandera, alzando con orgullo sobre sus cabellos el gorro frigio con la estrella solitaria que fulguraba en el poema «Yugo y estrella» de José Martí, portador del símbolo de levantarnos sobre el yugo y alzar la estrella «que ilumina y mata».

Este fue el camino que escogí y en mi imaginario inmortalicé para siempre el querer parecerme a la cubana vestida de bandera, que admiraba al visitar el Centro de Veteranos de Yaguajay, donde buscaba el libro con estos símbolos y en el que aprendí de tanto leer el poema «Mi bandera» de Bonifacio Byrne:

 

[…] si deshecha en menudos pedazos

llego a ver mi bandera algún día,

nuestros muertos alzando los brazos,

la sabrán defender todavía.

 

Mientras los veteranos conversaban, me sentaba sobre el piso. Tatareaba en silencio y admiraba el escudo de Cuba, en el que como parte del paisaje sobresalía la palma real con sus penachos verdes.

 

El descreimiento de los abuelos mambises

 

Siempre me había intrigado cómo siendo el abuelo Ysidro alférez del ejército mambí, querido y admirado en los alrededores de la finca Bofill, al igual que doña Lola, no se habían incorporado a la Revolución del 30.