Envenenadoras - Marisol Donis - E-Book

Envenenadoras E-Book

Marisol Donis

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Beschreibung

Mujeres que matan, en el ámbito doméstico siempre, por necesidad, para huir de la miseria o el maltrato, o también por inquina, por pura desesperación, incluso por compasión. Mujeres que matan con lo que tienen a mano, con imaginación, sin sangre, en silencio. La historia del crimen perpetrado por las mujeres a lo largo de la historia se resume en una palabra: veneno. Desde la cocina, haciendo uso de lo que tenían más a mano, como alcohol de quemar, cerillas o puntas de alfiler, aunque también en ocasiones haciendo gala de recursos más refinados como estricnina o arsénico, las madres de familia, cocineras, doncellas, sirvientas o abnegadas amas de casa han matado usando el veneno. Este libro, escrito por la farmacéutica y criminóloga Marisol Donis, autora de otras obras de no ficción centradas en la criminología y su historia, como la aclamada Emilia Pardo Bazán y su fascinación por la criminología (Alrevés, 2023), hace un repaso detallado de casi medio centenar de crímenes reales cometidos por envenenadoras en la historia reciente prestando atención no solo a lo ocurrido, a los hechos y a los métodos empleados, al seguimiento de la prensa, a las investigaciones de la Policía y a la atención popular que despertaron, sino también a las circunstancias personales de todas estas mujeres. ¿Por qué mataron? ¿Por qué decidieron hacerlo así?

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Seitenzahl: 353

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Marisol Donis

Farmacéutica (Universidad Central de Venezuela-Universidad Complutense de Madrid).

Criminóloga (Universidad Complutense de Madrid. Tesina calificada sobresaliente cum laude titulada Influencia del síndrome premenstrual en la criminalidad femenina y publicada por EDERSA).

Completa su formación académica con cursos de Medicina Legal y Biología Forense.

Escritora. Autora de nueve libros publicados por distintas editoriales, sobre criminología, y de más de cien artículos en revistas y periódicos. Colabora con sección propia en la revista Pliegos de Rebotica. Ha recibido tres premios de Patrimonio Histórico Farmacéutico AEFLA (Asociación Española de Farmacéuticos de Letras y Arte).

En los últimos años cambia la crónica negra por la crónica rosa histórica y publica Periodismo de confitería y Anfitrionas.

Citada en varias tesis doctorales, ensayos y artículos periodísticos. Participa en jornadas, conferencias y mesas redondas sobre criminología y crónica rosa histórica del siglo XIX y comienzos del XX.

Mujeres que matan, en el ámbito doméstico siempre, por necesidad, para huir de la miseria o el maltrato, o también por inquina, por pura desesperación, incluso por compasión. Mujeres que matan con lo que tienen a mano, con imaginación, sin sangre, en silencio.

La historia del crimen perpetrado por las mujeres a lo largo de la historia se resume en una palabra: veneno.

Desde la cocina, haciendo uso de lo que tenían más a mano, como alcohol de quemar, cerillas o puntas de alfiler, aunque también en ocasiones haciendo gala de recursos más refinados como estricnina o arsénico, las madres de familia, cocineras, doncellas, sirvientas o abnegadas amas de casa han matado usando el veneno.

Este libro, escrito por la farmacéutica y criminóloga Marisol Donis, autora de otras obras de no ficción centradas en la criminología y su historia, como la aclamada Emilia Pardo Bazán y su fascinación por la criminología (Alrevés, 2023), hace un repaso detallado de casi medio centenar de crímenes reales cometidos por envenenadoras en la historia reciente prestando atención no solo a lo ocurrido, a los hechos y a los métodos empleados, al seguimiento de la prensa, a las investigaciones de la Policía y a la atención popular que despertaron, sino también a las circunstancias personales de todas estas mujeres. ¿Por qué mataron? ¿Por qué decidieron hacerlo así?

Envenenadoras

Edición revisada y aumentada

Envenenadoras

MARISOL DONIS

Primera edición: febrero de 2025

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

C/ Torrent de l’Olla, 119, Local

08012 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

© 2025, Marisol Donis

© de la presente edición, 2025, Editorial Alrevés, S.L.

ISBN: 978-84-19615-71-8

DL B 22077-2024

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

El veneno… parece que en esta palabra se encierra y

compendia todo cuanto puede haber de infame, bajo

y criminal; hasta el homicida debe rechazar la calificación

de envenenador y decir: —Yo soy culpable, pero no tan

bajo, tan repugnante ni tan perverso.

El cobarde asesino que envenena, calcula sin riesgo

y fríamente cómo inmolará a su descuidada víctima.

Este crimen lleva siempre el siniestro acompañamiento

de la alevosía y de la premeditación, y supone un

refinamiento de crueldad y de bajeza tal que hasta las

criaturas degradadas parece que tienen derecho a

escupir al rostro del envenenador y que el verdugo se

rebaja con tocarle. Matar no de un golpe, sino

lentamente; acostarse tranquilo y dormir, cuando su

víctima vela en medio de dolores acerbos; al beber, no

acordarse de la horrible sed que la devora; al tomar

alimento, no pensar que ella siente abrasadas las

entrañas y decir ahora lucha, se desespera, y no tener

remordimiento ni compasión y consentir que si el crimen

se descubre, recaigan las sospechas sobre inocentes…

Concepción Arenal,

Cartas a los delincuentes, carta VIII, 1865

PRÓLOGO

El padre de mis hijos tiene una alergia alimentaria grave. ¿Y eso qué tiene que ver con este prólogo y este libro?, se dirán ustedes. Déjenme continuar. Amplío: el padre de mis hijos sufre una alergia alimentaria extremadamente grave. De esas que pueden llegar a provocarle un colapso por asfixia y, llegado el caso, la muerte.

Tiene que ver con una fruta, y no voy a decir aquí de qué fruta se trata, que después de más de veinte años editando a autoras y autores diversos de género negro me he encontrado con gente muy chunga en la vida (expolicías, expresidiarios, políticos…, ¿es necesario que siga con el recuento?). A ver si van a venir a mi casa a aliñar una ensalada y luego me cuelgan a mí el muerto.

La cosa es que, al igual que en los párrafos precedentes, llevo años haciendo bromas de mejor o peor gusto, más o menos gamberras, más o menos negras, en público y en privado, sobre el asunto. Y recurriendo a la amenaza también, porque la convivencia y la confianza, como dice el dicho popular, dan asco, y porque de tanto tratar con autoras y autores negros todo se pega.

Por hacerles corto el cuento y por resumírselo de un modo gráfico con un par de ejemplos: si en mi casa tenemos una disputa por el motivo que sea, como que por ejemplo yo sea más de Cortázar y el padre de mis hijos de Borges, o yo de Chandler y él de Hammett, acostumbro a resolver la cuestión ejerciendo mi derecho femenino y sacrosanto a la última palabra con un: «Pues tú verás si quieres seguir insistiendo en que Borges es lo más grande; cuidado con la macedonia que te comas hoy de postre, no vaya a ser que te lleves una sorpresa»; o, por ejemplo: «Ah, allá tú, tú verás si prefieres seguir insistiendo en que esa frase necesita un punto y coma en vez de dos puntos, y disfruta de la mermelada del desayuno, que usted se la coma bien». Sí, lo han adivinado, el padre de mis hijos también es editor. Ambas suegras no ganan para disgustos.

Ha llegado a tal punto la broma que el pequeño de mis hijos, a la tierna edad de cuatro años, un día que se negaba a hacer los deberes del cole (algo así como escribir una hilera de palotes en una libreta, qué quieren, cuatro años no dan para más) y su padre le insistía con el tema, exclamó indignado: «¡Mamá, a ver si le pones esa fruta en el postre a papá, se muere de una vez, y me deja tranquilo con los deberes!». Y se quedó tan pancho.

Pero observen, amigos, lectores, futuros asesinos varios, la ironía de la historia: el niño (un parricida en potencia por lo demás bastante pacífico y resalao) no pensó ni por un momento en cargarse él a su padre dándole la susodicha fruta mortal, tenía clarísimo que eso era trabajo mío. ¿Y por qué? Porque en mi casa, en el reparto de tareas domésticas, la que cocina soy yo.

Y es que por más bohemios paupérrimos (somos editores, no lo olviden) que seamos, por más equitativos que nos tengamos, los cacharros, el sofrito, el cocido, la sartén y el rebozado siguen siendo mis tareas, y la cocina mis dominios. Sí, él hace la compra, y pone la lavadora, y lleva a los niños al colegio. Pero la que aliña la ensalada (mortal o no), la que corta las frutas para la macedonia soy yo. Yo soy la que puede hartarse un día de pasarse una mañana de sábado cocinando una fuente de croquetas que, seamos honestos, se devoran en cinco minutos y, quemada del trabajo que dan y del poco reconocimiento que merecen, añadir al pan rallado puntas de alfiler.

Yo pude ser la que, cansada de las otitis recurrentes de la mayor, que aullaba de dolor por las noches y nos tuvo agotados día tras día en los inviernos sucesivos casi desde que nació hasta que cumplió tres años, tal vez un día mezclase sin querer polvos matarratas con los cereales de su papilla.

Yo pude haberlos matado a todos. Sin sangre. Sin drama. Sin grandes esfuerzos. Casi sin tener que planearlo. Un simple gesto, un ingrediente más, y asunto resuelto. Y seamos sinceras, amigas: en más de una y de dos ocasiones, ganas no nos han faltado.

Porque a ver: si vives en una aldea perdida y te obligan a casarte para salir de la pobreza, a tener hijos porque sí, todos los que te dé Dios, a trabajar el campo, a cuidar de tu marido, a perder tu vida sirviéndolos a todos sin más perspectiva que parir y criar…, ¿no te sientes en tu derecho de sacarte carga de trabajo de encima y deshacerte por tu cuenta de unos cuantos? O si eres mujer, joven, bella, y tu familia te casa con un viejo y resulta que estás en el siglo xix y en tu país no existe el divorcio…, a ver, ¿qué haces? ¿Aguantar y sufrir o solucionarlo por tu cuenta echando mano de lo que tienes, nunca mejor dicho, más a mano?

Sí, cierto, en el maravilloso libro que tienen a continuación, rigurosamente documentado y siempre deliciosamente escrito por Marisol Donis, alguna que otra asesina vocacional se nos ha colado. Hay algunas (pocas) mujeres que matan porque sí, porque disfrutan haciéndolo, porque pueden hacerlo. Y lo hicieron tan bien que no solo tardaron décadas en descubrirlas, sino que un par de ellas ostentan hoy el dudoso honor de ser consideradas las primeras asesinas en serie de su país. Ya lo decía mi abuela: «Tanto sufrimiento es vicio».

Pero, dejando desviaciones y sadismos aparte, lo primero que se me viene a la mente en el caso concreto de Mary Ann Cotton (la envenenadora masiva, qué digo masiva, la genocida que, si no la llegan a pillar, un poco más y se carga a su isla entera, a todita Inglaterra) fue: ¿cómo tardaron tanto en pillarla? ¿Por lo buena asesina que era? ¿Por su sagacidad? ¿Por su discreción? ¿Por la altísima mortalidad infantil, y la mortalidad en general, de su tiempo?

¿O más bien por ser mujer? Porque, a ver, ¿quién iba a sospechar de una mujer de mediana edad, de una señora (esa palabra, si lo pensamos bien, ya sugiere tantas cosas, muchas de ellas despectivas y peyorativas, que nos quita un montón de sospechas de encima) no especialmente agraciada, ni grácil, ni bella, ni culta, ni rica, que solo se dedicaba a cocinar, criar, coser, remendar, desposar y callar?

Pensémoslo un momento: a las ricas herederas, a las jóvenes viudas con «carita de ángel» que con corsé ajustado, mejillas sonrosadas y polisón de nardos transitan con pasito corto y mirada recatada por este libro excepcional, las pillaron al vuelo: un amigo joven, un marido viejo y difunto, una chica guapa y, vaya, he aquí una envenenadora que se quitó al esposo anciano de encima con un té cargado de arsénico.

Pero, ¿y las campesinas húngaras?, ¿y las señoras como Mary Ann, con sus mofletes y sus anchas caderas? Se diría que hay una relación inversamente proporcional entre el contorno de la cintura de las envenenadoras y el grado de sospechas que levantan: a menor contorno de cintura, cuanto más apretado el corsé, cuanto más lozanas y bellas, gráciles y jóvenes, más se sospechaba de ellas; cuanto más anchas las señoras, menos sospechas. Si estaban en la menopausia (desde aquí deslizo un alegato personal, no sé si se está notando), ya eran directamente invisibles… Hasta que llegaban a edad provecta, envejecían pero bien y se convertían en viejas pellejas tipo madrastras de Blancanieves: ahí sí volvían a ser sospechosas y recaían sobre ellas todos los estereotipos de la vieja bruja y se volvían a incrementar las posibilidades de acabar en el cadalso o la hoguera.

Porque, detengámonos otro momentito a pensar en ello, a repasar la historia de la religión, de la literatura, la mitología, los cuentos tradicionales: ¿por qué siempre se ha asociado a la mujer con el pecado y con la comida? No solo tenemos a la bruja de Blancanieves con la manzana, también a Perséfone, que se convirtió en reina del Inframundo por comerse unas semillas de granada, a Salomé, que pidió la cabeza de un señor «servida en bandeja de plata», y, por supuestísimo, a la madre de todas las pecadoras y, ya puestos, metafóricamente de todos nosotros, Eva, que a ver, si las manzanas del árbol del bien y del mal estaban ahí en el Paraíso colgaditas a la vista de todos para que cualquiera las cogiera, no sé yo en qué andaba Adán, o qué esperaba Adán, o por qué había que servirle a Adán que no podía él estirar la mano y tomarlas por sí mismo, ¡que todo el trabajo tenía que hacerlo Eva! Vamos, en conclusión, que por tener limpio el Paraíso, adecentar el jardín, recoger la fruta y servírsela al varón estamos pariendo con dolor, señoras.

Sea como fuere, si hacemos un poco de memoria, si nos remontamos a nuestras abuelas, si pensamos en las trabajosas cenas de Navidad de nuestra infancia y quién las preparó, si nos acordamos de nuestras primeras lecturas y de todas esas brujas junto a calderos retratadas por los cuentos de hadas e, incluso, por el mismísimo Shakespeare en Macbeth sin ir más lejos, si buscamos a todas esas mujeres relegadas a la cocina en la literatura, a todas esas doncellas resentidas, a todas esas mujeres que alguna vez tuvieron sueños de libertad y se vieron obligadas a vigilar las sopas y los fogones, a preparar las papillas, a servir el té, a cocinar para su familia numerosa, a tener la mesa lista para cuando llegara de trabajar el padre de familia… Ahí están, no hace falta rascar mucho para encontrarlas.

Las tenemos delante de nuestros ojos. Unas hicieron el acto simbólico de suicidarse metiendo la cabeza en el horno, como Silvia Plath… Y otras prefirieron, por no asumir la carga de ser la señora de la casa, suicidar a los demás. Muchas para librarse de sus diferentes opresiones, otras por buscar una salida. Alguna que otra porque sí, sin más, porque no sabían qué más hacer, porque no tenían otras vías, porque tenían acumulado tanto rencor dentro que de algún modo quisieron darle un poquito a probar a los demás.

Sí, todas ellas fueron envenenadoras, ¿de qué otro modo podían hacerlo?

Pero pensémoslo un momento: ¿quién las envenenó a ellas? ¿Fue su vida?, ¿fue su destino?, ¿fue el mundo en que vivían?, ¿fue el sistema de clases?, ¿fue un mundo que no las dejaba respirar, en el que no tenían derechos ni salidas?, ¿fue la sociedad?…

Sin duda, en este libro de la gran Marisol hallarán respuesta a todas estas preguntas, y posiblemente (ahí está su arte) terminarán de leerlo con muchas otras preguntas y reflexiones más. En todo caso, de lo que estoy segura es de que lo disfrutarán tanto como yo lo he hecho editándolo.

Devórenlo con moderación, porque les recuerdo que hay diferentes tipos de papel, y el que se usa para imprimir libros no es el mismo tipo de papel con el que cualquiera podría envolverse un bocadillo. Ese, el llamado papel alimenticio, con el que a ustedes les envuelven el jamón serrano en el mercado, tiene cualidades y tintas diferentes, de manera que no digo yo que si se comen este libro vayan a acabar como en El nombre de la rosa, pero igual un poco sí…

Sea como fuere: devórenlo, disfrútenlo, gócenlo y, eso sí, mucho cuidado, señores, con lo que sus novias, esposas, hijas, doncellas, les ponen de comer en casa.

Mercedes Castro

INTRODUCCIÓN

Esta obra consta de dos partes. En la primera, el veneno es el protagonista absoluto, y se define y diferencia los conceptos de «veneno» e «intoxicación», describiendo cada uno de los venenos más utilizados a lo largo de la historia. De esta manera se constata la evolución que ha experimentado el empleo de esos venenos; de los alcaloides a los psicótropos y sustancias medicamentosas de todo tipo, pasando por productos domésticos. Sin olvidar otras sustancias capaces de provocar la muerte, como polvos de vidrio o puntas de alfiler, consideradas por nuestra jurisprudencia, muy acertadamente, como veneno.

También ha cambiado la forma de detectar venenos y, más aún, las técnicas empleadas en la realización de autopsias.

En la segunda parte, tratamos los envenenamientos. Las víctimas y verdugos, siendo estos últimos mujeres, mujeres que han sido, y son, las reinas del veneno. A través de ellas veremos la evolución de las leyes penales. Desde condenadas a morir en la rueda, lapidadas o despeñadas, como las envenenadoras de la Antigua Roma o Grecia, quemadas y guillotinadas en la Francia del siglo hasta las ejecutadas en nuestro país a garrote o condenadas por un simple delito de lesiones.

Mujeres que podían pasar con facilidad de delincuentes ocasionales a envenenadoras múltiples y, por lo tanto, a asesinas en serie.

¿Por qué matan estas mujeres? Por rencor, cuando al cabo de años rumiando la venganza se creen con derecho a matar; por heredar, suprimiendo a todos con los que hubieran tenido que repartir la herencia; por pasión, y en este caso realizan un acto justiciero, pues se consideran víctimas, no verdugos; por frustración, porque perciben que ocupan una posición menos gratificante que el hombre, y se sienten insatisfechas, sin alicientes; por aislamiento, que es mal consejero y comienza un proceso paranoico que da lugar a crímenes sin sentido.

Historias reales de mujeres envenenadoras y ninguna de ellas es igual a otra, bien por las sentencias o por el desenlace. Y es que, aun empleando el mismo veneno o el mismo móvil, ninguna historia se parece.

PARTE I

CONCEPTO Y DEFINICIÓN

Se define al «veneno» como una sustancia con una estructura químicamente definida que, introducida en el organismo, interacciona con el mismo y genera efectos adversos, pudiendo producir la muerte. Sin embargo, esta definición sirve también para «tóxico». Entonces, ¿dónde está la diferencia entre «envenenamiento» e «intoxicación»? En la intencionalidad.

Para hablar de «envenenamiento» es necesario que exista intencionalidad, y por tanto expresa un hecho moral, mientras que «intoxicación» es envenenamiento casual y expresa un hecho fisiológico; es decir, estas dos palabras no son sinónimas.

Intoxicación debió de ser, y no envenenamiento, la causa de la muerte de Wolfgang Amadeus Mozart. Se sospechó de Antonio Salieri como envenenador, pero todo quedó en eso: sospechas. La realidad es que Mozart murió intoxicado debido a que se estaba tratando de depresión y «fiebre militar», enfermedad caracterizada por una erupción de pápulas rojas en la piel, que entonces se trataba con sales de mercurio y antimonio. El mercurio origina fallos renales, y en esa época el antimonio venía mezclado con arsénico. Por otra parte, Mozart consumía grandes cantidades de agua tofana, un preparado con arsénico.

Intoxicación también parece ser la causa de la muerte de la xiii duquesa de Alba, doña María Teresa de Silva y Álvarez de Toledo. Las malas lenguas hablaron durante siglos de envenenamiento provocado por una mano criminal, pues se decía que falleció sin padecer ninguna enfermedad. La vieron reír y disfrutar como anfitriona esa misma noche e, inexplicablemente, horas después estaba muerta. La rapidez con que se instauró el proceso tóxico hizo pensar en un hecho criminal, pero lo cierto es que esa noche de la cena, 23 de julio de 1802, en su palacio Buenavista, Cayetana ya ofrecía un aspecto muy desmejorado, alguno de sus amigos hablaba de aspecto de piltrafa, probablemente debido a un brote de fiebre amarilla, y que por ello se maquillaba más que de costumbre, con unos maquillajes que en esos años estaban compuestos por metales pesados, sin ningún control sanitario. Los cosméticos siempre han llevado en su composición sustancias tóxicas. Ya las damas romanas de la Antigüedad utilizaban el jugo de las bayas de belladona para embellecer su cutis, los egipcios se maquillaban los ojos hace miles de años y la mayoría de esos cosméticos llevaban plomo, ya que utilizaban polvo de galena y espuma de plata purificada, que es óxido de plomo.

En el caso de la duquesa de Alba, el uso continuado de esos maquillajes, con sulfuros de mercurio y de arsénico en su composición, y las ocasiones en que se maquillaba con pinturas utilizadas por Goya para sus cuadros, también altamente tóxicas, compuestas por arsénico, antimonio, cobre y plomo, fueron minando su salud. La vía de entrada del tóxico, en este caso, fue cutánea. Todo ello pudo ir intoxicando de forma crónica su organismo. El bisulfuro de mercurio se usaba en maquillajes por su bonito color rojo, y ella utilizaba mucho colorete en las mejillas que llevarían ese compuesto. Antes de morir presentaba síntomas característicos de intoxicación lenta por metales pesados: náuseas, vómitos, diarrea, deshidratación y dolor abdominal. Por otro lado, parece ser que la duquesa llevaba siempre consigo una cajita de rapé, que bien pudiera contener algún alcaloide que fuera matándola poco a poco, porque los síntomas que presentó se corresponden también a envenenamiento por colchicina, aconitina, digital, opio; y toxina botulínica, hongos, y un largo etcétera. Si supiéramos qué color tenían los vómitos nos aclararía muchas dudas, pues si es verdoso fue con sales de níquel y de cobre; rosáceo, con sales de cobalto; y luminiscente en la oscuridad, con fósforo.

También se habló del curare como causa de su muerte, pero cuando una persona es envenenada por curare comienza a perder el habla y después se paralizan los músculos faciales. La historia nos dice que la duquesa, en sus últimos momentos, pidió hablar con un par de personas de su confianza.

Se sospechó en su día de que la muerte de Iván el Terrible se debió a envenenamiento, pero comprobaron que, aunque los análisis practicados en sus restos revelaron la presencia de arsénico y mercurio, se debía a que al padecer artritis utilizaba una pomada compuesta por mercurio, ya que el contenido de arsénico no alcanzaba la dosis letal.

El envenenamiento es una intoxicación que, por mediar la voluntad propia (suicidio) o ajena (homicidio), tiene las características de un hecho social. El veneno, como medio utilizado para ocasionar la muerte de una persona, ha sido considerado a lo largo de la historia algo reprochable por la cobardía y premeditación del que lo emplea, contra el que no cabe defensa. Lo han definido como «el arma de los seres débiles» y «la más cobarde de las alevosías», entendiéndose por alevosía: «Los medios, modos o formas empleados para lograr la muerte de otro que tiendan directa y especialmente a asegurar la ejecución, sin riesgo para la persona del autor que proceda de la defensa que pudiera hacer el ofendido».

El veneno eleva el homicidio a la categoría de asesinato, porque entraña una alevosía especial; un arma unida, desde siempre, a la mujer delincuente. Es más elevado el número de envenenadoras que el de envenenadores, se dice que es siete veces más frecuente en la mujer que en el hombre, y dentro de estos, destacan los médicos por el fácil acceso a esas sustancias y el control de las formalidades legales cuando ocurre el fallecimiento. Suelen emplear morfina y belladona y hasta técnicas más complicadas, como en el caso de Arthur Warren Waite, dentista de New York, que inoculaba enfermedades en los alimentos. En su pequeño laboratorio realizaba cultivos bacterianos en placas Petri utilizando como medio de cultivo agar-agar. Lo ponía a incubar y las colonias resultantes las añadía en los guisos. En 1916, «condimentó» la comida de su suegra con una mezcla de ántrax, difteria, tuberculosis y gripe. Tal como esperaba, la señora murió, fue incinerada y entonces planeó lo mismo para su suegro. Pero aquí lo tuvo más difícil: inoculándole neumonía, no lo consiguió; trató de envenenarlo con arsénico al estilo clásico y ni por esas. Ya harto de la manía del suegro por aferrarse a la vida, acabó asfixiándolo con una almohada. Entonces se recibió un anónimo en el que se recomendaba no incinerar el cuerpo y realizar una autopsia. Así lo hicieron y encontraron la presencia de arsénico en sus vísceras. Fue ejecutado en la silla eléctrica en la prisión de Sing Sing (Estado de Nueva York) el 24 de mayo de 1917. Todo lo hizo para que su esposa heredara la cuantiosa fortuna de sus padres.

Hombres envenenadores

Aunque el número de hombres que utilizaron el veneno como medio insidioso para quitar de delante a quienes les estorbaban no es muy abundante, hay algunos casos que merecen ser comentados.

A mediados del siglo xix, algunos expertos opinaban que era peligrosa la publicidad en prensa de los crímenes que lee el pueblo. Apoyaban la idea de que el hombre ha preferido siempre los malos dramas a las buenas comedias y, por lo mismo, cada vez que un crimen tiene gran resonancia es casi seguro que se comete otro igual al poco tiempo. Ese contagio moral nace de la facultad natural en el ser humano y en algunos animales, conocida con el nombre de «instinto de imitación». Les dio la razón los dos casos siguientes:

El médico homeópata Edmund Cunty de la Pommerais, ambicioso y avaricioso, no tenía suficiente para vivir con su dispensario y piensa en un matrimonio de conveniencia. La elegida es una joven que vive con su madre. El homeópata se presenta como médico, conde y rentista. Solo lo primero es cierto, y se celebra la boda en 1861.

A los dos meses fallece su suegra y la herencia que dejó no le basta. Volvió a retomar una antigua relación, una viuda con tres hijas, llamada Julia. No le costó convencerla para que asegurase su vida en una cantidad de dinero considerable, algo más de medio millón de francos, y el beneficiario fuese él. Los seguros de vida comenzaban a desarrollarse en Francia. Poco después, Julia moría víctima de la digitalina, alcaloide detectado en la autopsia. El principal sospechoso fue él. Se le acusó de asesinato, estafa, abuso de confianza y suplantación de firmas. Condenado a muerte, fue guillotinado en 1864. Se subastaron sus muebles y llamó la atención una cesta repleta de huesos humanos y un mortero de mármol en el que preparaba sus venenos. Este objeto se adjudicó a un precio muy superior a su tasación.

Este suceso salió en las portadas de toda la prensa, así que el contagio moral o mimetismo se representó en el doctor Pritchard, de Glasgow, quien, finalizando ese mismo año de 1864, envenenó a su mujer y a su suegra con una mezcla de antimonio, acónito y opio añadidos a comidas y bebidas. Fue ahorcado en 1865, y su ejecución pública fue la última realizada en Escocia.

En España y Portugal no faltan casos: Palencia, 1886, Eusebio Martínez preparó un guiso de bacalao al que condimentó con fósforo proveniente de cabezas de cerillas. La destinataria de la comida era su mujer Dorotea Vázquez, quien nada más mojar un poco de pan en la salsa sintió tal repugnancia por el sabor que no comió más. La ingestión de fósforo, en dosis letales, provoca coma o paro cardíaco en 24 o 48 horas. Se le acusó de parricidio frustrado, porque según la sentencia, por parte de él se practicaron todos los actos de ejecución que conducían al parricidio, y se debió a su ineficacia, y no a su voluntad, que ella se salvara.

El primer caso forense de Portugal que demostró la importancia de la toxicología forense en el descubrimiento de los envenenamientos fue el protagonizado por Vicente Urbino de Freitas, nacido en Oporto en 1849. Este era un hombre socialmente bien considerado, profesor de prestigio y escritor de ensayos sobre la lepra. El deseo de poseer grandes riquezas lo cegó y no se paró ante nada.

En 1877 se casó con María das Dores Basto Sampaio, hija de un rico comerciante de lino que habitaba en la rúa das Flores de Oporto. Al casarse con una rica heredera pensó en ser el dueño absoluto de tanto dinero y decidió deshacerse de todas las personas que pudieran tener derechos sobre la herencia familiar. Cada vez que un miembro de la familia Sampaio enfermaba avisaban al doctor Urbino. Se valía de una lavativa conteniendo pilocarpina mezclada con agua destilada. En otros casos, el vehículo letal se encontraba en bombones, almendras amargas o bizcochos, enviados por correo. Tras morir un cuñado, presentan síntomas de envenenamiento otros miembros de la familia que degustaron los dulces. Falleció un sobrino de catorce años de edad que, antes de fenecer, pudo alertar a su abuela de «la lavativa que el tío me ha puesto me ha matado». Aun así, no se sospechó de él, sino de otra persona cuya inocencia se reconoció por completo. La opinión pública estaba dividida: ¿inocente o culpable? En las autopsias de los dos fallecidos se encontraron rastros de pilocarpina y narceína, derivados del opio. Finalmente sospecharon de Urbino. El proceso judicial comenzó el 23 de abril de 1890 y duró cuatro años. Durante el proceso existían dudas entre especialistas respecto a la presencia de veneno en las vísceras de las víctimas. Cuando estaba a punto de ser absuelto por falta de pruebas, una persona declaró que un desconocido le pidió enviar por correo una caja, dándole el dinero de portes. Fue cómplice inconsciente del envío de las almendras y los dulces. Eso alertó a los miembros del tribunal, por lo que se le condenó por un delito de homicidio, destituido de sus funciones como médico, encarcelado en Portugal y deportado a Angola, entonces colonia portuguesa. En la cárcel de Oporto cumpliría ocho años de condena y en Angola veinte años de deportación. Cuando regresó a Portugal quiso reabrir su caso, sin éxito. Falleció el 23 de octubre de 1913.

Esta historia no ha acabado aún porque, ciento treinta años después, Ricardo Dinis-Oliveira, presidente de la Asociación Portuguesa de Ciencias Forenses, recuperó documentos antiguos e informes de autopsia y opina que, hoy en día, siglo xxi, no se condenaría a Urbino. Repitió la autopsia en los restos de la primera víctima y concluye que, en su día, hubo un error de laboratorio que provocó la condena por el tribunal.

En el año 1902, un médico llamado Baldomero Sedó fue condenado como autor de asesinato intencional en la persona de Teresa Salvadó, a quien administró sulfato de atropina en dosis tóxica. Todo comenzó cuando Josefa Vediella y Prous, cuñada de Teresa, se presentó ante un notario acompañada de una mujer a la que hizo pasar por Teresa, para que esta testara a favor del marido de Josefa. El notario dio fe, por imprudencia o negligencia, de conocer a la otorgante, y autorizó la última disposición de esta, instituyendo por heredero a un hermano suyo casado con Josefa. Meses después, el médico Baldomero Sedó compró el compuesto químico que, utilizado habitualmente para dilatar la pupila, según la dosis, llega a ser mortal por paralizar los centros vitales. Al administrárselo a su paciente provocó en esta síntomas diversos como visión borrosa, alucinaciones, delirio, convulsiones, coma y, finalmente, muerte. La Audiencia de Tarragona condenó al médico como autor del asesinato, y a Josefa como autora de falsificación de documento público, con la agravante de parentesco.

Pareja de envenenadores

Menos frecuente es la pareja de envenenadores porque no se necesitan cómplices. En este caso, conoceremos la historia de los condes de Bocarmé. Una sustancia venenosa que no se revela al tomarla mezclada con alimentos o bebidas, que no altera el color, consistencia, sabor y olor de estos, es la elegida por esta pareja. Hippolyte Visart de Bocarmé y su esposa Lydie Fougnies vivían en el castillo de Bitremont, en Bury, Bélgica. Hippolyte se casó con ella por interés, suponiéndole una fortuna mayor de lo que era en realidad, por ser hija de terrateniente. El elevado tren de vida del matrimonio los llevó a una situación precaria. Lydie tenía un hermano, Gustave Fougnies, poseedor de una pequeña fortuna que no disfrutaba, porque era enfermizo, delicado y le faltaba una pierna. El matrimonio Bocarmé piensan en la fortuna de Gustave como solución para mejorar su situación económica. Su muerte los salvaría de la ruina, solo que ignoraban que Gustave inició relaciones con una joven aristócrata arruinada y pensaba llevarla al altar. Así que los Bocarmé, al enterarse, no podían perder tiempo.

Eligieron de mutuo acuerdo envenenar a Gustave con el veneno adecuado, y sin levantar sospechas, una sustancia que no pudiera detectarse; no era tarea fácil. Hippolyte tenía conocimientos de química y había leído en algún sitio que existían alcaloides de plantas, imposibles de detectar. Se decidió por la nicotina. Compró todos los libros de botánica que encontró, montó un laboratorio con toda clase de instrumentos de medición, probetas, pipetas y vasos de ensayo. Aprendió el manejo de los instrumentos necesarios para destilar y extraer los aceites esenciales de las plantas. Lo necesario para extraer alcaloides de la hoja del tabaco. Monta un laboratorio clandestino en el sótano del castillo, no permitiendo a los criados entrar allí. Explicó que su idea era dedicarse a la elaboración de perfumes. Tras varios ensayos fallidos logró obtener dos frasquitos de nicotina. El 20 de noviembre de 1850 organizó una cena privada en el castillo con un solo invitado, Gustave. Dieron la noche libre a los criados, que habitualmente servían la mesa, y sería Lydie quien serviría la cena. El veneno lo echaron en su copa de vino, y Gustave cayó desplomado, muriendo entre terribles sufrimientos. Avisaron a las autoridades sugiriendo que había sido un ataque de apoplejía, pero la autopsia determinó que por la lengua, boca y estómago había pasado un líquido cáustico. No sabían de qué tóxico se trataba. La astucia del envenenador es tal que puede convertir una intoxicación en el crimen perfecto, a no ser que… El alcaloide nicotina se había descubierto en 1809, pero nunca se había detectado en vísceras. Habían practicado la autopsia al cadáver y no detectaron nada. Paralelamente, un eminente químico, el doctor Jean Servais Stas, realizaba unos estudios sobre los alcaloides del tabaco y trabajaba en un sistema de extracción de alcaloides en vísceras. Al llegarle la noticia de la muerte de Gustave sospechó que la nicotina pudo ser el veneno empleado y da la alarma. Los Bocarmé fueron detenidos y se culparon mutuamente del asesinato de Gustave. La condesa Lydie acusó a su marido de haber derribado a su hermano al suelo haciéndole tragar violentamente el veneno, y afirmó que ella no estaba presente, pero su esposo lo confesó después. Hippolyte lo relató de forma diferente, señalando a Lydie como la que, personalmente, suministró el veneno en una copa de vino.

El juicio levantó gran expectación. El conde tiene treinta y dos años, es alto, esbelto, rubio, ojos azules y distinguido, mientras que Lydie, de la misma edad, es bella, fría e impasible. Después de dieciocho días de debates, el jurado emitió un veredicto de culpabilidad contra el marido, y de inculpabilidad a favor de la mujer. La condesa fue puesta en libertad y el conde sentenciado a muerte. ¿Cómo se logró saber que el veneno era nicotina? Hasta entonces ningún científico se había interesado por los alcaloides del tabaco, pero justo fue cuando a Hippolyte se le ocurrió que ese podía ser un veneno indetectable, el químico Jean Servais Stas fue solicitado para efectuar el peritaje y demostró que se trataba de nicotina analizando el estómago de la víctima. Había nacido la «química forense». Se confirmó con el segundo frasquito producto de la destilación de la hoja de tabaco, que estaba escondido en la habitación del conde con una falsa etiqueta: «agua de colonia».

Hippolyte de Bocarmé sería ejecutado en la guillotina. Esperó el indulto y se preocupó de advertir que la hoja de la guillotina estuviera bien afilada. Comía en su celda con apetito. El indulto no llegó e Hippolyte subió al cadalso elegantemente vestido, estrenando zapatos de cuero rojo y con la cabeza erguida.

VENENOS MÁS EMPLEADOS

La palabra «veneno» deriva del latín venenum, y posee un triple significado: sustancia medicamentosa, remedio de magia negra o brujería, y veneno propiamente dicho.

La utilización de los venenos se remonta a la Antigüedad. Los ideogramas sumerios que datan de 2500 a. C. ya enumeran plantas entre las que se encuentra la adormidera; el Código de Hammurabi (Hammurabi, rey de Babilonia de 1728 a 1686 a. C.) contiene referencias al uso de beleño; el Papiro Ebers, del siglo xv a. C., menciona, entre otros, al cannabis, y el opio conocido entonces como Schepemm. El Rigveda, texto sagrado indio, contiene poemas dedicados al hongo Amanita Muscaria.

Hay autores que defienden la teoría de que el opio, con el nombre de ROXH, se cita en la Biblia, y que fue opio mezclado con vinagre lo que dieron a beber a Jesús en la cruz para que se atenuaran sus dolores. En Asia, desde tiempos inmemoriales, se utilizaba el cornezuelo de centeno, un hongo de ese cereal, que si se molía junto a este la harina resultante originaba una intoxicación masiva.

El conocimiento y uso del veneno estuvo en la Antigüedad reservado a la élite. Así lo expresa Juvenal: «No se bebe acónito en los vasos de arcilla; por eso lo tiene solo el que se lleva a los labios un vaso incrustado de piedras preciosas».1

En el empleo de los venenos se observan varios períodos históricos. Desde cuando se empleaban los venenos presentes en la naturaleza y los utilizaban con fines defensivos, criminales y suicidio, o como las tribus primitivas que impregnaban las puntas de sus flechas con sustancias tóxicas, como el curare o el manzanillo de playa; en Grecia, los venenos se empleaban de forma legal como «pena de muerte». Hasta cuando en el siglo xvi y xvii en Francia aparecen las leyes represivas contra el empleo de los tóxicos, debido al auge del envenenamiento con arsénico que llegó a llamarse «polvo de sucesión». En la Italia del Renacimiento, el envenenamiento adquirió cotas insospechadas que transcurrían entre el mito y la leyenda. A partir del siglo xviii el veneno se democratiza, pasa a todas las categorías sociales, y aparece la toxicología. A mediados de ese siglo se afirmaba que los venenos en estado incandescente despedían un olor nauseabundo, por lo que se comenzó a tratar los cadáveres con brasas encendidas para averiguar si habían sido o no envenenados.2 En Inglaterra, en 1851, el «Decreto sobre el arsénico» intenta impedir a personas ajenas y niños la compra de arsénico a voluntad. Ese decreto obligaba a mezclar el arsénico con hollín antes de venderlo.

Galeno manifestaba:

Tienen muchos por cosa dificultosa, o por imposible del todo, que los que mueren por haber bebido algunos venenos mortíferos, se puedan conocer y distinguir de los que murieron por alguna enfermedad del cuerpo, y se puede distinguir lo uno de lo otro, en cuando un hombre tiene de su naturaleza buenos humores, y ha sido bien regido y vivido sano; este tal muriendo de repente, como acontece habiendo tomado por boca algún veneno mortal, si luego se le pone el cuerpo de color plomo, o negro, o de otros colores diversos; o huele a cosa podrida, se presume haber tomado veneno.

Las primeras causas de enfermedad que lograron explicarse científicamente fueron los venenos, que eran, hasta comienzos del siglo xix, el prototipo de lo misterioso y oculto. La situación cambió radicalmente al constituirse la moderna toxicología, gracias a Mateo José Buenaventura Orfila, médico nacido en Mahón en 1787, autor de la obra Tratado de los venenos, y que fue catedrático de Medicina Legal de la Facultad de Medicina de París. Alcanzó una gran fama a raíz del caso de la envenenadora Marie Lafarge, de quien ya hablaremos posteriormente en las páginas de este libro. En 1813, estudiando las propiedades del ácido arsenioso, se dio cuenta de que la mayoría de los venenos no podían detectarse y se puso manos a la obra para crear esa toxicología que aún no existía. No se limitaba a buscar el veneno en el aparato digestivo, como se hacía entonces, sino en el hígado y en el cerebro.

Orfila consiguió crear técnicas para detectar el veneno y explicar su mecanismo de acción. Según manifestaba: «En ningún caso la existencia de un veneno en una materia sospechosa es suficiente para declarar un envenenamiento; y es de absoluta necesidad añadir a este elemento importante de la investigación médico-legal las pruebas deducidas de los síntomas experimentados por los enfermos, y muchas veces también de las alteraciones de tejidos encontrados después de la muerte».

En esos años, la toxicología se restringía al conocimiento de los venenos y su uso criminal. Actualmente ya no es como en el pasado, y no se trata solo de conocer los venenos, sino los efectos adversos de todas las sustancias que rodean o emplea el ser humano, desde medicamentos a plaguicidas, pinturas, etcétera.

Otro autor, el penalista italiano Giovanni Battista Impallomeni, opinaba: «El veneno se oculta fácilmente, tiene escaso volumen, se adquiere de un modo anónimo y con poco esfuerzo, no implica un desembolso económico importante, mata de pronto y ahorra el derramamiento de sangre. Dar muerte sin que sufra la víctima con el único propósito de que no haga sufrir al homicida no es la consecuencia de la piedad, ni de la compasión, sino del egocentrismo».

Pero las ventajas no son tales, porque lo de «sin que sufra la víctima» no está tan claro, teniendo en cuenta que la mayoría de los venenos corroen el aparato digestivo y la muerte sobreviene después de atroces sufrimientos para la víctima. La acción de los venenos es muy compleja, a veces múltiple. Puede ser una acción local, como en el caso de los cáusticos; degeneraciones orgánicas, y lesiones de las vías de administración, como es el caso del riñón, pulmón y aparato digestivo.

En caso de sospecha de envenenamiento, lo primero que hay que efectuar es eliminar el tóxico mediante el lavado de estómago, transformarlo en producto no tóxico, es decir, los ácidos con álcalis; los álcalis con ácidos. Se administran antídotos como el BAL para casos de envenenamiento con arsénico o mercurio. BAL son las siglas de British anti-Lewisite y es un compuesto de dimercaptopropanol.