Episodios republicanos - Antonio Fontán Pérez - E-Book

Episodios republicanos E-Book

Antonio Fontán Pérez

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Beschreibung

Antonio Fontán presenta una visión panorámica de los acontecimientos históricos —y sobre todo políticos— que culminaron en la proclamación de la Segunda República española. La experiencia vivida por el autor y su hondo conocimiento acerca de la realidad política española desde la Transición hasta nuestros días, ofrecen una interesante y aguda interpretación de los antecedentes políticos y culturales, hoy oscurecidos por el tiempo, y ayudan a comprender mejor la actualidad política en España.

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ANTONIO FONTÁN

Episodios republicanos

Apuntes sobre religión y política en la Segunda República (1931-1936)

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2021 by Fundación Studium

© 2021 de la edición realizada por EDUARDO FERNÁNDEZ y MARÍA TAPIAS

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe, 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Entidad colaboradora:

Fundación Marqués del Guadalcanal

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Realización eBook: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5997-8

ISBN (versión digital): 978-84-321-5998-5

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

HISTORIA DE UN MANUSCRITO

NOTA INTRODUCTORIA

EPISODIOS REPUBLICANOS (1931-1936)

I. El final de la monarquía

El GOBIERNO BERENGUER

LAS FUERZAS EN PRESENCIA

PROGRAMAS ACADÉMICOS PARA UNA SITUACIÓN CRÍTICA

LA ACCIÓN REVOLUCIONARIA. LOS SUCESOS DE JACA Y CUATRO VIENTOS, Y EL MITIN DE LAS SALESAS

NOTAS COMPLEMENTARIAS

II. Los intelectuales y la izquierda burguesa

LA BATALLA DE LAS IDEAS Y EL PROCESO REVOLUCIONARIO ESPAÑOL

LOS INTELECTUALES ACATÓLICOS Y LOS ORÍGENES DE LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

LOS OTROS GRUPOS Y EL ALCANCE DE LA ACCIÓN DE GINER

EL PAPEL DE ORTEGA

INTELECTUALES, PRENSA Y ATENEO

EL SOL Y EL ATENEO DE MADRID

LOS REPUBLICANOS DE ABRIL

NOTAS COMPLEMENTARIAS

III. Socialistas y anarcosindicalistas

UGT Y CNT EN 1930 Y 1931

LAS ASOCIACIONES OBRERAS CATÓLICAS Y EL SINDICATO LIBRE

EL MOVIMIENTO OBRERO ESPAÑOL Y LA INTERNACIONAL

SOCIALISTAS Y ANARQUISTAS FRENTE A FRENTE

LOS SOCIALISTAS ANTE LA III INTERNACIONAL Y LA DICTADURA

LA POLÍTICA ANTIRRELIGIOSA

EL COMUNISMO A LAS PUERTAS

NOTAS COMPLEMENTARIAS

IV. Políticos y organizaciones católicas

MANIFESTACIONES CATÓLICAS DEL REINADO DE ALFONSO XIII

LOS GRUPOS POLÍTICOS DEL CATOLICISMO TRADICIONAL

EL CATOLICISMO SOCIAL Y LOS PRINCIPIOS DE LA ACCIÓN CATÓLICA

LAS ORGANIZACIONES ANTIGUAS Y EL LLAMAMIENTO DE PÍO XI: FUNDACIÓN DE LA ACCIÓN CATÓLICA

LA ASOCIACIÓN CATÓLICA NACIONAL DE PROPAGANDISTAS

PROPAGANDA ORAL Y ESCRITA: EL DEBATE Y LA EDITORIAL CATÓLICA

UNIVERSIDAD, CULTURA, ENSEÑANZA

ACCIÓN PROPAGANDÍSTICA SOBRE LA JUVENTUD

LOS CRITERIOS Y LAS OPCIONES POLÍTICAS

ANTE LA REPÚBLICA

LAS FIGURAS DE LA JERARQUÍA ECLESIÁSTICA

NOTAS COMPLEMENTARIAS

V. Euforia republicana

LOS VENCEDORES DE ABRIL DEL 31 Y LAS ELECCIONES DE JULIO

LA COLABORACIÓN POSIBLE Y LOS COMPROMISOS PREVIOS

PRIMERAS DISPOSICIONES DEL GOBIERNO PROVISIONAL

UN PROBLEMA NUEVO: EL DE LA MAYORÍA RELIGIOSA OPRIMIDA

NOTAS COMPLEMENTARIAS

VI. Incendios de templos y perfil laico

IGLESIAS INCENDIADAS EN VARIAS CIUDADES

LAS SECTAS Y LA SEGUNDA REPÚBLICA ESPAÑOLA

LAS CORTES CONSTITUYENTES: CONSTITUCIÓN Y LEYES FUNDAMENTALES

NOTAS COMPLEMENTARIAS

VII. Nuevo régimen, nueva derecha

PRIMERAS ADHESIONES Y ACEPTACIÓN GENERAL

POLÍTICA AUTONÓMICA Y ESTATUTOS

REORGANIZACIÓN DE LAS DERECHAS

LA FUNDACIÓN DE ACCIÓN NACIONAL

NOTAS COMPLEMENTARIAS

VIII. Los complementos de la Constitución

LEGISLACIÓN SECULARIZADORA

LA LEY DE CONFESIONES Y CONGREGACIONES: EL PROBLEMA DE LA ENSEÑANZA

PASTORALES DE LA JERARQUÍA Y UNA ENCÍCLICA DE PÍO XI

RELACIONES CON ROMA

IX. Nuevas elecciones y bienio populista

LOS PRECEDENTES DE LOS COMICIOS DE NOVIEMBRE DEL 33

CAMBIO DE CLIMA

LAS ELECCIONES DE NOVIEMBRE

RESULTADO DE LAS ELECCIONES

EL CAMINO DE LAS DERECHAS A LA REPÚBLICA

COLABORACIÓN CON LA REPÚBLICA Y CON LOS GOBIERNOS DE CENTRO

HISTORIA POLÍTICA Y REVOLUCIÓN DE OCTUBRE

FIN DE UN ENSAYO

NOTAS COMPLEMENTARIAS

X. El Frente Popular

LAS DIVISIONES DE LOS ESPAÑOLES

LOS ELEMENTOS DEL FRENTE POPULAR

FRENTE NACIONAL: RESULTADOS DE LAS ELECCIONES DE FEBRERO

VIOLENCIA EN LA CALLE

GOBIERNO A LA DERIVA: EL MIEDO AL FASCISMO

LA CONVIVENCIA ROTA

NOTA COMPLEMENTARIA

EPÍLOGO. HACIA LA COALICIÓN NACIONAL DE 1936

LA SITUACIÓN DE 1936

EL EJÉRCITO

LOS CATÓLICOS ESPAÑOLES

LOS GRUPOS POLÍTICOS DE LA COALICIÓN NACIONAL

HACIA UNA CONVERGENCIA

NOTA COMPLEMENTARIA

AUTOR

HISTORIA DE UN MANUSCRITO

En su día, Antonio Fontán me hizo entrega de un ejemplar de un futuro libro llamado Religión y política en la Segunda República. Era una edición en fotocopia, de trescientas páginas, que en su portada hacía constar «Pro manuscripto 1999». En algún momento posterior hizo referencia a esa obra como algo pendiente de publicar. Pero como se encontraba bien de salud, no le preocupaba el tiempo.

Cuando se recuperó parcialmente de la grave crisis cardiaca de final de octubre de 2009, Fontán había decidido que el tiempo que le quedase de vida lo iba a dedicar a sacar adelante esa y otras publicaciones. Respecto a esta, estando yo acompañándolo algún rato en su casa, entró a verlo Miguel Ángel Jusdado. Al salir este, Fontán comentó que Miguel Ángel había leído el manuscrito y creía que debía publicarse. En aquellos dos meses y medio de enfermedad hablé con personas que conocían su archivo, y me confirmaron que efectivamente existía el proyecto de publicarlo, pero que su autor quizás pensaba que hablar de la Segunda República en aquellos momentos resultaba impropio: no quería que un acto suyo pudiera hacer pensar que las cosas no iban a salir como él había querido.

Fallecido el autor, la Fundación Marqués de Guadalcanal asumió la responsabilidad de mantener viva su memoria, así como de hacer publicar sus obras. Una de ellas era esta. Averiguamos que de aquel manuscrito de 1999 se habían hecho veinte copias, que existía un archivo informático del mismo, así como que se tenía la lista de las personas a las que Fontán había entregado una copia. Para conocer la opinión de estas, en cuyo juicio él evidentemente había confiado al entregarles el manuscrito, escribí a todas ellas. También a dos personas a las que, por estar llamadas a dar una opinión cualificada al respecto, yo les había hecho entrega recientemente de un ejemplar. De varias de ellas se ha recibido respuesta (Andrés Ollero, Mons. Pedro Rodríguez, Ángel Gómez Montoro, rector de la Universidad de Navarra, y Miguel Ángel Jusdado), y todas eran partidarias de publicar la obra, si bien apuntaban la necesidad de solventar unas repeticiones o revisar algunos datos.

Miguel Ángel Jusdado leyó el libro en un viaje a Roma en 2005. El título estaba escrito a mano por el autor y era Episodios Republicanos (1931-1936). Además, me acompañaba una nota manuscrita de Fontán, que decía: «He introducido algunos cambios: cuestión de estilo, y en algún caso de adjetivación. El texto actual está en mi ordenador. Pero difiere muy poco de este: solo detalles». La existencia de una versión posterior, que decía la nota, me llevó a indagar. Gracias a nuestro archivero, Eduardo Fernández, hemos sabido que hay una versión manuscrita; otra, mecanografiada, bastante más extensa que la de 1999; que en marzo de 2007 hubo una cuarta versión (Revisión 4, se llamaba), y finalmente hay una versión de diciembre de 2007. Sobre esta, y atendiendo las sugerencias de los que han leído la versión de 1999, se ha revisado el texto que aquí se trae.

Como puede ver el lector, no es una obra de erudición. Más bien son unas reflexiones y recuerdos de los años de la Segunda República que Fontán vivió intensamente. A raíz de tener que retrasar diez días su primera comunión prevista para el 14 de mayo de 1931, por el incendio del Colegio Villasís perteneciente a la Compañía de Jesús, ocurrido el día 11, y de tener que terminar el curso 1931-32 en otro colegio porque habían expulsado a los jesuitas, sucesos que él mismo ha relatado en otras publicaciones, Fontán llegó a la conclusión de que «la política era algo que había que seguir de cerca, porque te puede afectar muy mucho». Por eso, pese a su corta edad, desde muy joven estuvo al tanto de los acontecimientos. Además, su inquietud religiosa le llevó a estudiar el movimiento católico y su presencia, o no presencia, en la universidad española, como publicó en Los católicos en la Universidad Española actual. Y fruto de todo ese interés, es este libro.

Su autor ha evitado las notas a pie de página y el aparato crítico. Se podrían haber puesto, y de hecho existen en alguna versión anterior; pero el autor no lo quiso así. Y hay que respetar la voluntad de quien quiso podar la obra de tales excrecencias. Sólo se han corregido errores de fecha y erratas, así como algunas repeticiones de hechos narrados.

Esperamos que la obra satisfaga a los lectores, y que ayude a comprender no solo los acontecimientos de aquellas lejanas fechas sino otros muy actuales. Sería un nuevo servicio prestado por Fontán.

ANTONIO FONTÁN MEANA

Presidente de la Fundación Marqués de Guadalcanal

NOTA INTRODUCTORIA

He sido partidario de la publicación de esta obra inédita por varios motivos. En primer lugar, se trata de una intención que Fontán había resuelto llevar a cabo antes de fallecer. Las distintas versiones del manuscrito original prueban su interés por pulir el texto definitivo, no tanto porque contuviera errores de tipo histórico como por cuestiones de estilo. Con ese fin, facilitó la lectura de los sucesivos borradores a amigos y conocidos —personas todas de su confianza— quienes, en su mayor parte, se mostraron favorables a la edición de este trabajo. Las mínimas correcciones que introdujo confirman, además, que sólo circunstancias ajenas al contenido del libro le hicieron desistir de enviarlo a la imprenta. Ignoro en qué consistieron los reparos a los que se alude en el epígrafe “Historia de un manuscrito” (final del segundo párrafo), aunque intuyo que estos pudieran referirse al deseo personal de que la publicación de un ensayo sobre un período especialmente convulso como fue la Segunda República no condujera a malentendidos sobre su obra y pensamiento políticos y, en último término, sobre el buen nombre ganado en amplios sectores de la vida pública española. A tenor del carácter revisionista que las dos últimas legislaturas han evidenciado respecto al quinquenio 1931-1936, es posible que Fontán entreviera que sacar a la luz sus impresiones sobre los años previos a la Guerra Civil podía representar un ajuste de cuentas por su parte. En esta tesitura, no resulta difícil imaginar que su talante conciliador, poco dado a enfrentamientos innecesarios, le desaconsejara huir de toda ocasión que pudiera sembrar discordias.

Su fallecimiento, no obstante, ha transformado en gran medida ese escenario. La recuperación de un trabajo suyo inédito ya no es un asunto atribuible directamente a su persona, sino que podría enmarcarse en los fines específicos de la Fundación Marqués de Guadalcanal. En este sentido, las objeciones que Fontán puso en su momento a la publicación de esta obra pasarían a un segundo plano ante la responsabilidad de la fundación de mantener viva su memoria. Por su temática y su enfoque, quizá Episodios Republicanos ofrezca una imagen de su autor «distinta» de la que él proyectara de sí mismo desde el inicio de la transición democrática hasta el final de su vida. Lejos de representar un inconveniente, pienso que esa hipotética lectura —a mi juicio, errónea, aunque disculpable— constituye un estímulo para tratar de delinear su figura del modo más preciso posible.

Como él mismo señalara en la nota preliminar, en diciembre de 2007, esta obra tenía como finalidad principal «servir de introducción a unos estudios más amplios de historia política y cultural de España en el siglo XX». No era, pues, el resultado de una investigación histórica al uso, fruto del manejo de una serie de fuentes documentales no consultadas hasta entonces. Por más que examinara de manera exhaustiva toda la bibliografía disponible —incluida la más reciente—, tampoco pretendía arrojar nuevas luces sobre el problema religioso durante la Segunda República; si acaso, tan sólo, realizar un estado de la cuestión de dicho tema. De ahí, entre otras razones, la ausencia de un mínimo aparato crítico que fuera más allá de unas simples notas complementarias de carácter explicativo al final de cada capítulo. En consecuencia, el interés historiográfico que Episodios Republicanos puede tener para los especialistas es más bien relativo. Sin embargo, esta aparente falta de atractivo se compensa por la carencia de estudios que aborden las relaciones entre religión y política durante este período desde la perspectiva de aquellos sectores sociales afectados por esta problemática. Estos «apuntes», nacidos del contraste entre las lecturas y los recuerdos personales del propio autor, vendrían a cubrir esa laguna gracias a su valor testimonial que, de manera intrínseca y sin caer en un tono propio de un memorial, está presente a lo largo de todas las páginas.

A la altura de finales de los cincuenta y principios de los sesenta, Antonio Fontán se propuso analizar la actuación de los católicos en la España de la primera mitad de siglo. Estaba convencido de que la clave del caos y del desorden previos a la guerra civil residía en el ambiente intelectual que había inspirado la Segunda República y del que los católicos, por exclusión o voluntad propia según los casos, habían quedado al margen. Ante la posibilidad de que el régimen surgido tras la contienda repitiera los errores del pasado, ignorando de paso la mejor tradición cultural española ligada al catolicismo, pensaba que urgía una labor —por decirlo de algún modo— de «pedagogía histórica». En cierto sentido, ese propósito es el que le había animado a colaborar con las empresas culturales de Rafael Calvo Serer y el que, en este caso, le llevó a pensar en la necesidad de escribir una serie de ensayos que pusieran de relieve este planteamiento. Junto a Florentino Pérez Embid, concibió un proyecto ambicioso, que bautizaron entre ellos con el término de «thesis» y que, con el tiempo, desarrollarían únicamente con maestría profesional y de manera sistemática Gonzalo Redondo y, en menor medida, Vicente Cacho Viu. Los múltiples quehaceres que le tenían ocupado por esas fechas —en concreto, el Instituto de Periodismo y la revista Nuestro Tiempo— hicieron que, por la parte que le cupo, esta tarea se viera condicionada a la escasa disponibilidad de horas libres para poder llevarla a cabo cumplidamente.

Con todo, Episodios Republicanos fue un primer acercamiento a esta cuestión, centrada en una primera etapa hasta la Guerra Civil. Para abordar la segunda, que comprendería el período entre 1939-1962, Antonio Fontán dudó entre adoptar un hilo cronológico o seguir un criterio sistemático, con objeto de dotar al ensayo de una mayor coherencia. Esa disyuntiva acabó decantándole por estudiar esos años a través de la institución universitaria y de las diferentes políticas educativas y culturales articuladas por el régimen. Esa mirada se plasmó en Los católicos en la Universidad española actual (1961). Desconozco los motivos exactos por los que, pese a tener redactada la primera parte de la «thesis», esta finalmente no viese la luz y, sí en cambio, un esbozo de la segunda. Pienso que, como editor, Pérez Embid entendió que una monografía se adecuaba mejor al formato de publicaciones de Rialp —o de la colección «O crece o muere» del Ateneo de Madrid, como le sugiriera a Fontán— que un estudio más amplio y de corte general como eran los «apuntes» sobre la Segunda República. Igualmente, Antonio, en su correspondencia con Pérez Embid, llegó a plantearle sus reparos a que estudios de mayor calado que el suyo, elaborados por especialistas, pusieran en entredicho alguna de sus conclusiones. Quizá por uno y otro motivo, la opción de publicar esta obra quedó postergada.

De todos modos, a falta de que las dos primeras versiones —manuscrita y mecanografiada— lo confirmen, se puede decir que, para 1962, el grueso del texto de la última versión de diciembre 2007 estaba ya ultimado. Entre la documentación conservada en el archivo personal de Fontán, hay una nota en la que, aparte de explicar el proceso de elaboración de Episodios Republicanos, se adjunta un esquema a modo de posible índice. El título propuesto para el libro era el de Los católicos en la crisis de la España contemporánea (1930-1936) y contemplaba las siguientes tres grandes partes: una primera dedicada a la «Decadencia y crisis de un régimen», una segunda centrada en «Los personajes del drama» y la tercera referida a «El drama de la República». En la nota se comenta que la primera parte era la más elaborada, mientras que la segunda y la tercera habían de estudiarse más atentamente, siendo probable que los capítulos sufrieran alguna reordenación. Comparando este índice con una de las copias de la versión de 1999 y con la de diciembre de 2007 se observa, como aspecto más significativo, la supresión de un capítulo inicial, incluido en la primera parte, que llevaba por título «La vida política desde la Restauración». Por otro lado, según lo comentado respecto al capítulo «Hacia la coalición nacional de 1936», se trata en efecto de una adición al texto original. Fontán lo preparó al margen del resto de capítulos para una conferencia, como así fue en realidad. La conferencia fue pronunciada en el Salón de Actos del Museo de Navarra, en Pamplona, el 28 de febrero de 1962 en la clausura de un ciclo de lecciones sobre «Los antecedentes históricos de la España actual». Estoy de acuerdo en que resulta reiterativo y que lo suyo, de incluirse finalmente en la futura publicación, sería que constituyera un epílogo.

JAIME COSGAYA GARCÍA

EPISODIOS REPUBLICANOS (1931-1936)

Estos Apuntes fueron redactados entre los años 1959 y 1962. El último capítulo recoge el texto de una conferencia pronunciada el 28 de febrero de 1962. Se compusieron para servir de introducción a unos estudios más amplios de historia política y cultural de España en el siglo XX, que el autor no tuvo oportunidad de llevar a cabo.

En los más de cuarenta y cinco años transcurridos desde aquellas fechas se han publicado numerosas y valiosas investigaciones y se ha dado a conocer una rica documentación de la época, así como memorias y testimonios personales del mayor interés.

El autor de estos Apuntes conoce y ha leído atentamente una gran parte de esas obras. Pero tanto él como algunos de sus amigos políticos, y otros periodistas y estimables historiadores profesionales, que han visto y prestado atención a estas páginas, han pensado que pueden valer como ensayo de información general y análisis de esos años cruciales de la vida española que concluyeron en el gran drama de la Guerra Civil.

Diciembre, 2007

I El final de la monarquía

El GOBIERNO BERENGUER

El 26 de enero de 1930 el dictador, general Primo de Rivera, tuvo un gesto extemporáneo. Dos días más tarde se veía obligado a dimitir. No fue el gallardo final que para la dictadura querían algunos de sus colaboradores más próximos, sino algo parecido a la torpeza infantil con que un hombre que ha saltado mil obstáculos y es más poderoso que sus enemigos, acaba cayendo en una trampa tonta tendida por él mismo en un momento de precipitación.

En una de sus largas madrugadas insomnes, el dictador, vencido por la fatiga y la tensión nerviosa de seis años de poder sin tregua ni descanso, redactó una nota oficiosa, que publicaría por la mañana en los periódicos, en la que preguntaba a los jefes del Ejército y de la Armada si seguía contando con la confianza de los cuartos de banderas. La respuesta fría y correcta de una docena de generales sorprendidos, y el estupor del rey, con quien el general no había contado para continuar o dimitir, obligaron a Primo de Rivera a abandonar el poder. Era una cruel ironía del destino coronar con este final, a los sesenta años, una brillante carrera pública. Mes y medio después, el 16 de marzo, el general amanecía muerto repentinamente en un cuarto del Hotel Pont Royal de París, donde había acudido a mediados de febrero a refugiar su amargura.

Pero, con su último error o sin él, los días de la dictadura de Primo estaban contados. El general tenía razón al ver enemigos por todas partes. Los viejos políticos, el activismo sindical, abierto o clandestino, los intelectuales, la banca y la industria, todos estaban contra él. Las ilusiones despertadas en 1923 se habían marchitado en siete años. El ejército estaba dividido, minado por la acción de los grupos políticos y de las sectas y por algunos pleitos profesionales enconados, como el de los artilleros, que Primo de Rivera no había acertado a resolver.

El balance de la dictadura arrojaba, con todo, un saldo materialmente favorable: había liquidado victoriosa y dignamente la guerra de Marruecos; había interrumpido, con seis años de paz pública y de prosperidad, la discontinuidad salpicada de revueltas del primer cuarto de siglo; había fortalecido la hacienda y el poder del Estado; había hecho de España un país transitable con las carreteras del «circuito nacional de firmes especiales» y lo había enriquecido con obras públicas. Pero la dictadura, a su terminación, resultaba un fracaso político. Agotado el apoyo con que en sus primeros años la habían seguido miles, y quizá millones, de españoles, se hallaba sumergida en la esterilidad de los finales de un régimen de excepción que no había sabido volver a la normalidad ni crearse su propia sucesión, mientras, desde fuera de sus estructuras, la asediaban con su enemiga los sectores más dinámicos de la vida nacional. La herencia —damnosa hereditas— era gravosa, porque el sucesor, en virtud de una ley de la historia, no podía contar con los dos recursos de la arbitrariedad y de la fuerza en que se había apoyado durante seis años el honrado patriotismo del general Primo de Rivera. Prueba de ello es que ninguno de los políticos antiguos se adelantaba a recogerla. El rey tuvo que acudir a la lealtad y al espíritu de sacrificio de otro soldado para que en España pudiera haber Gobierno.

Así fue como a los 57 años, sin apenas experiencia personal en la política, con buena fe, y consciente de que era una víctima condenada de antemano, el teniente general Dámaso Berenguer se encargaba de formar el nuevo Ministerio al día siguiente de la dimisión de Primo de Rivera.

El de Berenguer era, necesariamente, un Gabinete puente, con hombres de cierto relieve público y no muy conocidos por intervenciones anteriores —y por eso no desprestigiados—: un Gobierno sin figuras de gran historia política sobre el que la calle, los políticos antiguos y los nuevos revolucionarios ejercerían una presión fortísima. Ceder a ella sin que se destruyera España era el único camino que parecía abierto, si además se quería salvar la Corona gravemente comprometida por la gestión de los últimos tiempos de Primo de Rivera. El dictador había gobernado en nombre del rey, legalmente apoyado en la confianza que este le prestara.

En nombre del rey, en efecto, se había puesto fin a la guerra de Marruecos, había habido paz y se habían construido carreteras. Pero en su nombre también se había mantenido la censura de prensa, se había llegado a disolver el cuerpo de Artillería. Se habían destituido profesores y juntas directivas de colegios profesionales y academias, se había aplicado, en suma, una arbitrariedad asistemática, a veces necesaria para el ejercicio del poder, a veces inútil y casi siempre blanda, suficiente para producir una hostilidad muy extendida en los sectores más sensibles de la vida nacional.

Sobre todo, no se había construido políticamente algo capaz de sostenerse por sí mismo que se apoyase sobre la verdadera realidad del país en los órdenes social, humano e intelectual. Basta considerar esto para advertir la gravedad de la situación. A los hombres de Berenguer les faltaba entonces la perspectiva que hoy posee un historiador para medirla. Pero hay testimonios repetidos y concordes que prueban que no pocos de ellos eran conscientes de que se trataba de la invitación a un sacrificio y que acudían a él sin ilusión, por patriotismo.

LAS FUERZAS EN PRESENCIA

En 1930, con los primeros aires de la libertad que, a golpe de decreto, obedeciendo a sus principios liberales, pero cediendo también al ambiente público, introducía el general Berenguer, se reorganizaron diversos sectores de la vida nacional.

La Gaceta de los primeros días del nuevo Gobierno, aún antes de que este hiciera su declaración ministerial de 18 de febrero, estuvo materialmente inundada de decretos y disposiciones de indulto, amnistía, restablecimiento de organismos, funciones, facultades suspendidas durante la dictadura, etc. Más adelante expondremos la actitud de los anarcosindicalistas que, en mayo volvían a la luz pública después de una clandestinidad de seis años, abrían sus sindicatos, promovían huelgas y fomentaban toda clase de agitaciones revolucionarias en contra del orden social y del Estado.

Los socialistas y la UGT se sentían desligados de los compromisos con la dictadura, y los republicanos del Partido Socialista Obrero Español (Prieto y de los Ríos) daban los primeros pasos para restablecer la coalición republicano-socialista rota en 1919. Los exiliados más notables, como Unamuno, volvían del destierro e iban dotando de cuadros al frente burgués republicano; mientras Ortega y Gasset, desde El Sol, marcaba sus distancias con la monarquía. Basta recordar sus artículos «Organización de la decencia nacional», de 5 de febrero de 1930; «El error Berenguer», de 15 de noviembre de 1930, y «Sobre el poder de la prensa», de 13 de noviembre de 1930, de los que los dos últimos se cierran con una versión ad usum hispanorum del famoso epifonema catoniano: Delenda est monarchia y coeterum censeo delendam esse monarchiam, respectivamente. A esos tan significativos artículos se unió el titulado «Un proyecto», de 6 de diciembre de 1930.

Frente a esos grupos, ¿con qué fuerzas contaba de verdad el Estado? ¿Qué proyectos de gobierno tenían la monarquía y el gabinete Berenguer?

Los antiguos partidos monárquicos estaban en realidad disueltos. Sus equipos dirigentes de notables se reagrupaban una y otra vez de los modos más diversos. La Unión Patriótica de Primo de Rivera apenas dejaba otro rastro que los oradores de la nueva Unión Monárquica Nacional. Surgían actitudes individuales, como la de Sánchez Guerra. Este antiguo líder conservador en el mitin de la Zarzuela el 27 de febrero, sin la más mínima invocación a la reagrupación de los antiguos liberal-conservadores, reconocía el derecho del país a ser, si así lo quería, republicano, mientras entre un jugueteo literario de oratoria al viejo estilo atacaba al rey, dando pretexto a una pequeña revuelta callejera en la que hubo golpes, palos, pedradas y unos mozalbetes que gritaban desaforadamente: «¡Viva la República!».

Alcalá Zamora, antiguo ministro del rey Alfonso XIII por dos veces, se proclamaba republicano en Valencia el 15 de abril desde el Teatro Apolo, pintando la posibilidad teórica de una república católica, conservadora y de derechas. Romanones —con otros— pedía una reforma constitucional y unas Cortes que exigieran responsabilidades políticas. Miguel Maura, hijo del líder de la derecha conservadora española y antiguo escudero de su padre, se ofrecía en San Sebastián, el 20 de febrero, a levantar la bandera republicana, si no había antes otro más dispuesto a hacer el gesto.

Las memorias de Miguel Maura no añadieron ninguna información verdaderamente nueva a la que había antes. El autor cuenta una entrevista de despedida con el rey, celebrada en presencia de su hermano Honorio, a mediados de febrero, pocos días antes de la solemne proclamación de su nuevo republicanismo en San Sebastián. Ossorio y Gallardo se declaraba «monárquico sin rey», desde el Ateneo de Zaragoza, el día 4 de mayo. En el mes de junio, en unas declaraciones a la prensa en París, el liberal Santiago Alba decía que había aconsejado al rey que se convocaran unas Cortes para reformar la Constitución y asegurar que la monarquía siguiera su marcha «a cubierto de la intrusión del poder personal y de dictaduras de cualquier género». El 1 de noviembre, en el Ateneo de Valencia, Ossorio pedía sin más la abdicación del rey y la previa sanción por las Cortes de su sucesor, antes de que este ciñera la corona. A esas numerosas intervenciones personales se podrían sumar otras mil: de Cambó, de Romanones, de Bugallal, de Álvarez, de Burgos Mazo, etc. Es decir, de todos los que en el campo de la política monárquica habían tenido alguna vez un nombre. La única nota común a todas ellas era el revisionismo, unido a la incoherencia. Pero no solo había personas —quot capita tot sententiae—, sino también grupos.

En abril de 1930 se formó la Unión Monárquica Nacional (UMN), principalmente a base de elementos de la Unión Patriótica. En realidad, no ofrecía un programa político nuevo y no abogaba expresamente por la dictadura como forma de gobierno; simplemente quería defender la memoria y la obra del general Primo de Rivera y de sus colaboradores. La UMN desarrolló, entre la primavera y el otoño de 1930, una activa campaña de mítines y actos públicos en diversas provincias. Sus miembros parecían despegarse vagamente de las concepciones liberal-democráticas del viejo sistema de la monarquía, pero sin ofrecer una orientación precisa y definida. El Partido Laborista que proyectaba el exministro de la dictadura Aunós, no llegó a cuajar en realidad. Surgió el pequeño y activo grupo nacionalista de Albiñana, con uniforme y saludo romano, primera organización fascista de España.

Más tarde, en 1931, varios prohombres liberales, algún antiguo reformista, como Álvarez, y otros exconservadores, como Sánchez Guerra, constituían el grupo constitucionalista: propugnadores de la reforma constitucional, defendían la creación de una nueva Carta Fundamental para una hipotética y renovada monarquía. Por fin, en 1931, se intentaba vigorizar la vieja Juventud Maurista, conservadora, y se creaba en Madrid el Centro de Reacción Ciudadana. Poco antes, se fundó el Partido de Centro Constitucional con el duque de Maura, Cambó, Goicoechea, Silió, Ventosa, siendo una especie de alianza de los restos de la derecha conservadora con grupos regionales —de derecha también o de centro— como la Lliga Regionalista Catalana.

Esta floración inútil, vaga y contradictoria de grupos y partidos indicaba la disolución política a que habían llegado las fuerzas conservadoras en las postrimerías del régimen monárquico. Y, sin embargo, contaban con el apoyo de la mayor parte del país, como acabaron demostrando los datos oficiales de las elecciones de abril del 31. Pero se trataba de una asistencia pasiva, desilusionada y tan escasamente organizada como las propias minorías dirigentes.

Todos estos grupos políticos y la mayor parte de las personalidades enunciadas eran católicos, pero flotaban en un ambiente espiritual que separaba cuidadosamente la vida pública de la profesión privada de las creencias. Tal vez porque así lo determinaba su formación intelectual de hombres de principios del siglo XX. Tal vez porque no advertían que los republicanos de la izquierda, los marxistas y los anarcosindicalistas estaban dispuestos a plantear la cuestión religiosa y las de las relaciones con la Iglesia en el caso de que lograran el poder. Tal vez también, porque consideraban —muchos de ellos por lo menos— que pensar en una victoria de los revolucionarios era soñar con fantasías. El propio presidente Berenguer expresaba a su jefe de policía —el general Mola, mucho más realista que él— que en cualquier tipo de elecciones era segura una victoria de la monarquía.

El optimismo del Gobierno se refleja en su decisión de acudir directamente a elecciones legislativas, reiterada en sucesivas notas a la prensa. Por ejemplo, la de 21 de enero y la del 29 del mismo mes. Por otra parte, el general Mola no vacila en atribuir el fracaso del proyecto electoral del Gobierno a las corrientes abstencionistas de elementos monárquicos. Los informes que llegaban al Gobierno permitían prever un resultado electoral favorable a las instituciones monárquicas. Estos datos son los que animaban al general Berenguer a mantener con firmeza el proyecto de convocatoria electoral legislativa.

Algún grupo de católicos activos se conservaba en lo que entonces se podía llamar la primera línea: en el mundo universitario —por ejemplo, en la Facultad de Medicina de Madrid, y en las organizaciones estudiantiles entre las que poseía cierta fuerza la Federación de Estudiantes Católicos—; algún sector de prensa, con El Debate, La Época, El Siglo Futuro en Madrid, y ciertas provincias de Castilla, en las que predominaban los sindicatos católicos sobre todo agrícolas, y en Navarra, donde compartían con los desmantelados restos del carlismo la adhesión de la población, en los territorios forales de Guipúzcoa, Álava y Vizcaya (con excepción de la zona industrial próxima a Bilbao) en los que carlistas y nacionalistas vascos hacían cuestión previa de la libertad de la Iglesia y pocos lugares más. En todo el resto del país había grupos y sectores católicos verdaderamente activos, pero alejados por lo general de la máquina política y de los puestos clave de la organización social.

Los carlistas, con algunos periódicos —en Navarra, Cataluña, Madrid— eran un núcleo tenazmente conservador, pero igualmente marginal. En primer lugar, por la escisión dinástica, y, en segundo, por sus frecuentes divisiones, que habían apeado de su grupo incesantemente a gentes diversas, desde Nocedal —en el último cuarto de siglo XIX— a Mella, poco después de la guerra del 14, y prácticamente a Pradera, asambleísta de Primo de Rivera y colaboracionista por lo tanto con el régimen alfonsino establecido.

La situación del Ejército era igualmente contradictoria e indicaba que en su seno se había roto la unidad moral que trajo en 1874 el régimen de Sagunto, que lo sostuvo en 1919, mantuvo la guerra de Marruecos y, por último, había determinado y aún establecido la dictadura de Primo de Rivera.

Mola y Berenguer, en sus Memorias, sostienen repetidas veces que la unidad moral del Ejército no estaba quebrantada. Esto, sin embargo, no parece evidente. Los hombres de Primo (por ejemplo, el general Sanjurjo) eran menos monárquicos desde que cayó su líder: basta recordar la actuación del propio Sanjurjo el 14 de abril. Las guerras de Marruecos, los ascensos y el favoritismo político-militar habían producido muchos disgustos y rencores, que se sumaban al malestar creado por otras cuestiones. El Gobierno de Primo había fijado un alto porcentaje de ascensos por elección, lo cual era una fuente permanente de nuevos descontentos.

Había también no pocos oficiales e incluso generales francmasones; había cómplices y actores de los dos complots militares de 1926 y 1929 contra Primo; estaban los artilleros, ofendidos con el dictador e incluso con el rey por los sucesos de 1926 y la disolución de su cuerpo en 1929; había republicanos, cada día más declarados y activistas, como el general Queipo de Llano y el famoso comandante de Aviación Ramón Franco, y, en fin, se habían formado grupos de acción de carácter revolucionario y aún anarquista, como el que se sublevaría en Jaca en diciembre de 1930, y los colaboradores de aquel capitán de Ingenieros de Barcelona, Alejandro Sancho, al que ha hecho famoso el general Mola contando por menudo sus pensamientos y su actuación en los libros que relatan los quince meses del autor al frente de los Servicios de Seguridad del Ministerio de la Gobernación, bajo los Gobiernos de Berenguer y del almirante Aznar.

El capitán de Ingenieros Alejandro Sancho es mencionado por el general Mola en dos lugares de su libro Lo que yo supe. Parece un idealista, de temperamento activo, sinceramente preocupado por la situación social española y presto a caer en cualquier extremismo revolucionario. Pertenecía probablemente a la misma clase de hombres que otros oficiales del Ejército coetáneos suyos, lanzados a la política con un inicial entusiasmo generoso y desinteresado y sin preparación, que aportarían a la revolución española una corriente romántica y aventurera, en la línea de las conspiraciones militares del siglo XIX. Tales debieron ser el dirigente comunista (luego convertido) Óscar Pérez Solís, Fermín Galán, García Hernández, Sediles y, hasta cierto punto, el excoronel Francisco Maciá.

Para completar el cuadro, examinemos brevemente las ideas y la acción del Gobierno, el programa que, desde el poder, se ofrecía a este pueblo dividido en todos los sentidos de la rosa de los vientos de la vida pública, la acción revolucionaria y el intento de vuelta a la normalidad política por la única vía de los comicios, en su versión frustrada —elecciones para diputados a las Cortes o en la etapa del Gobierno Berenguer— y en su versión final y liquidadora —elecciones municipales o Gabinete Aznar—.

PROGRAMAS ACADÉMICOS PARA UNA SITUACIÓN CRÍTICA

Como ya se ha dicho, el Gobierno Berenguer no hizo una declaración oficial de programa y de propósitos hasta el 18 de febrero, cuando algunas frases transmitidas por la prensa y los decretos que inundaron La Gaceta en los primeros días del mes habían indicado ya inequívocamente las metas a que aspiraba. La gran palabra del día era la pacificación de los espíritus, y el medio técnico que se empezó a aplicar a su servicio, la amnistía. Afectaba esta a los militares hasta liquidar definitivamente el pleito y las sanciones impuestas a los conspiradores de 1926 y 1929; pero afectaba también a los presos políticos, incluso a los autores de atentados que de algún modo pudieran tener carácter político.

A estos propósitos morales se unían otros mucho más concretos. El Gobierno aspiraba a restablecer el orden jurídico manteniendo la paz pública, mientras se preparaba «la reorganización definitiva de los poderes del Estado». Se constituyeron ayuntamientos y diputaciones de notables hasta que el cuerpo electoral pudiera establecer la definitiva composición a estas corporaciones. Era también idea del Gobierno Berenguer restablecer la libertad de prensa y la plena vigencia de la Constitución del 76, con sus dos Cámaras y el libre juego de unas instituciones, cuyas deficiencias de funcionamiento o de adaptación a la realidad nacional habían determinado la dictadura en 1923.

Es interesante considerar las dos perspectivas partidistas y erróneas desde las que se ha tendido a juzgar en la literatura política española la etapa de Berenguer. Unos, los partidarios incondicionales del general Primo de Rivera, solo ven en el Gobierno Berenguer un propósito deliberado de hacer «borrón y cuenta nueva» y destruir la obra de la dictadura. Otros, los panegiristas de la izquierda, consideran que se trata de un periodo de reacción enmascarada, tras cuyos actos hay que ver el espíritu absolutista del monarca o la pasión de poder de los militares, que no querían, en modo alguno, soltar los timones gubernamentales. En realidad, en el planteamiento del Gobierno Berenguer y en su gestión política hay un mayor espíritu de continuidad del que los primeros creen, y un más sincero propósito de «restablecer la legalidad» de lo que opinan los segundos.

El teniente general Dámaso Berenguer y Fusté era un militar de carrera brillante que había hecho las campañas de Cuba y Filipinas y la de Marruecos y había alcanzado el empleo máximo de teniente general antes de los cincuenta años. Después de un complejo proceso por las eventuales responsabilidades en un desastre ocurrido en África bajo su mando, Berenguer fue declarado exento de culpa y honrado con el título nobiliario de conde de Xauen, precisamente en los tiempos del general Primo de Rivera. Después había desempeñado la Jefatura de la Casa Militar del Rey, sin intervenir en la política. Una vez, antes de la dictadura, en 1918, había sido —por pocos meses— ministro de la Guerra en un Gobierno liberal de concentración. Pero hombre de familia y educación castrense —tenía otros dos hermanos generales— había sido considerado siempre como un militar apolítico. Su nombre fue uno de los tres que el propio Primo de Rivera ofreció al rey como posible jefe de Gobierno para sucederle en aquel nervioso día 28 de enero, fecha de su dimisión.

Berenguer, ciertamente, no quiso acceder a la petición de Primo de que quedaran en el Gobierno algunos de sus ministros técnicos —Economía, Fomento, Trabajo—, pero en el ambiente de la crisis esto probablemente era un imposible. En cambio, escogió otros de la lista de posibles ministros que Primo le había entregado al rey: el duque de Alba, Argüelles, Matos.

Los nuevos ministros eran, en su mayoría, conservadores u hombres sin partido. Entre los primeros estaban Estrada, Matos, Montes Jovellar (ministro desde noviembre y antes subsecretario de Gobernación), Argüelles y algunos otros. Entre los segundos, el duque de Alba y los militares Tormo y Waiss.

El nuevo Gobierno de 1930 se proponía sencillamente algo de lo que siempre había hablado Primo de Rivera: «Volver a la normalidad». Solo que intentaba hacerlo por la vía de la vieja Constitución, suspendida en 1923, en vez de soñar con producir otra nueva, como —inútilmente— había intentado el dictador. El hecho de que el conde de Xauen no lograra el restablecimiento de la normalidad ansiada por todos los políticos se debió, quizá en parte, a ciertas lenidades en la gestión del Gobierno, pero fundamentalmente a que esta normalidad era un sistema que había agotado su vigencia ya antes de 1923, incapaz de despertar ilusión en los sectores más dinámicos de la sociedad. También era consecuencia de que los demonios de la pasión andaban ya sueltos por el cuerpo de España, prontos a estallar en cuanto desaparecieran las coacciones del gobierno autoritario y de la censura, levantada por Berenguer en septiembre, y se restablecieran de algún modo las libertades públicas de asociación y de palabra.

Los antiguos políticos se hallaban divididos y desorientados en la forma que hemos repasado brevemente. Frente a la agitación revolucionaria de republicanos, socialistas y sindicalistas, que pronto formaron un único frente antimonárquico, los partidarios de la Corona se hallaban infinitamente troceados en grupos, camarillas y personalidades sueltas. Muchos de ellos emprendieron una carrera demagógica de ataques a la dictadura que el Gobierno habría querido evitar a toda costa. Pero, en definitiva, el proyecto de Berenguer era casi lo único posible entonces para intentar sostener la paz pública y la monarquía. La otra solución alternativa hubiera sido una nueva dictadura, o un régimen antidemocrático, que ningún grupo político y ningún sector social estaba entonces dispuesto a aceptar en España.

Una prueba de ello es lo ocurrido con el proyecto de convocatoria de elecciones a diputados a Cortes. Su fracaso determinó la caída del Gobierno Berenguer, en febrero de 1931. El proceso de anuncios de abstención que determinaron su abandono fue el siguiente: primero los republicano-socialistas, unidos ya definitivamente desde agosto, anunciaron su abstención, después los sindicalistas, más tarde los monárquicos llamados constitucionalistas, un grupo procedente de todos los partidos antiguos que propugnaba unas nuevas Cortes constituyentes y nada más, y, por último, los desmantelados restos del partido liberal —el conde de Romanones y García Prieto—. O sea, precisamente las fracciones que tenían algunas posibilidades de salir beneficiadas del resultado electoral. Estas abstenciones hacían técnicamente imposible la celebración de los comicios, ya que, retirados los partidos, no era concebible la presentación de personalidades sueltas. Berenguer, en sus Memorias, ha publicado las conclusiones a las que llegó el Ministerio de la Gobernación en sus sondeos electorales.

Esta tarea, propiamente política, fue encomendada al subsecretario de Gobernación, Montes Jovellar, luego ministro de Justicia. Berenguer elogia este trabajo y es el único que publicó los datos. Las cifras no han sido desmentidas por nadie: anunciaban que solo en ocho distritos, de un total de casi cuatrocientos, aparecía como previsible la victoria de un candidato republicano-socialista, mientras que parecía seguro que podría triunfar un centenar de conservadores.

Una vez que se decidió prescindir de la convocatoria de Cortes ordinarias, Berenguer dimitió para dar paso a un Gobierno de concentración, calificado de pintoresco por uno de sus miembros, el duque de Maura, tejido por la mente inquieta del conde de Romanones, al frente del cual se colocó a un anciano almirante, descendido de improviso sobre la presidencia, procedente —como se ha dicho— «políticamente de la luna y geográficamente de Cartagena». Este Gobierno anunció las elecciones municipales: un panorama completamente distinto del que planteaban las legislativas, con las que solo tenían de común la desorganización y las rivalidades mutuas que distinguían a los monárquicos de entonces.

LA ACCIÓN REVOLUCIONARIA. LOS SUCESOS DE JACA Y CUATRO VIENTOS, Y EL MITIN DE LAS SALESAS

Las palabras habían comenzado con el discurso de Sánchez Guerra en la Zarzuela, y, antes aún, con el de un ateneísta poco conocido del público general, antiguo reformista de Álvarez, Manuel Azaña, que invitaba a todos los republicanos a unirse en la fraternidad del fanatismo. Estas fueron las palabras que pronunció el futuro presidente del Consejo y de la República en un banquete del 11 de febrero, conmemorativo del día de la implantación de la Primera República española del 73: es decir, del día en que, al marcharse Amadeo de Saboya, los revolucionarios no encontraron a quién poner en su lugar y decidieron establecer la Primera y efímera República de los once meses, o casi dos años, si se cuenta la llamada «república ducal» que presidió el general Serrano.

Había un proyecto, inconcreto, de república burguesa, repetido por Alcalá Zamora, republicano nuevo, y por Lerroux, que parecía ser como una monarquía constitucional, pero sin rey. Otro más radical que personificaban, por un lado, Azaña y, por otro, la tertulia de amigos que ostentaba el pomposo nombre afrancesado de partido radical-socialista, que añadía expresamente la separación de la Iglesia y del Estado, la laicización de la enseñanza y la reducción de la religión y de la Iglesia a la intimidad de los asuntos privados, sin relación con la vida pública y social.

Había otro, el de los socialistas, un partido que ahora se volvía a presentar como claramente republicano, igual que en los días de Pablo Iglesias hasta 1919. Estos eran también extremistas en cuestiones religiosas, y demagógicos en sus proclamaciones sociales. Pero había, sobre todo, una acción revolucionaria en la calle y en los secreteos de una serie ininterrumpida de conspiraciones diversas que atentaban contra el orden social, las instituciones políticas y la disciplina militar.

Los promotores de todos estos proyectos estuvieron presentes en la reunión que dio lugar al famoso Pacto de San Sebastián. El 17 de agosto de 1930 se juntaron en la casa del republicano donostiarra Fernando Sasiain entre quince y veinte personas que representaban oficialmente a los partidos republicanos y a los catalanistas de izquierda. Había acudido también como observador el líder socialista Indalecio Prieto y, a título personal, otras conocidas figuras del republicanismo español, como Eduardo Ortega y Gasset y Felipe Sánchez Román.

En nombre de sus partidos o grupos políticos estaban allí también los jefes de los republicanos radicales y del grupo de Azaña, momentáneamente unidos en la llamada Alianza Republicana desde febrero de 1926; los radical-socialistas; la Federación Republicana Gallega de Casares Quiroga; varios grupos catalanistas de izquierda de los que después, más o menos permanentemente, se reunirían en la Esquerra (Acción Catalana, Acción Republicana de Cataluña, Estat Catalá); la derecha liberal republicana de Alcalá y Maura, y una vaga e imprecisa entidad provisional, que tenía larga historia pero que entonces no era nada y se llamaba Partido Republicano Federal. El socialista Prieto acudió como observador, porque su partido aún no había ratificado oficialmente su adhesión a la naciente coalición.

De la reunión de San Sebastián no se levantó acta y no constan oficialmente sus acuerdos. Se sabe de ella lo que hizo público Prieto en una nota oficiosa, lo que han contado otros protagonistas —como Lerroux, Alcalá y Maura en sus libros sobre aquellos años— y la cuestión previa planteada por los catalanistas, que estos mismos se encargaron de divulgar. Los elementos catalanistas, para asegurar el cumplimiento de este punto de las conversaciones de San Sebastián, difundieron una relación de los acuerdos. Al iniciarse en las Cortes constituyentes republicanas de 1931 la discusión del Estatuto de Cataluña, Miguel Maura dijo, el 6 de mayo de 1932, que el problema había de resolverse en la línea del Pacto de San Sebastián.

Se acordó, por supuesto, ir unidos hacia la república, recabar la colaboración masiva y oficial de los socialistas y sindicalistas, y nombrar un comité de acción; establecer la autonomía regional de Cataluña, que había de plasmarse en un Estatuto o Constitución autónoma, ratificado en su día por las Cortes constituyentes «en la parte referente a la vida de relación entre regiones autónomas y el poder central», e instaurar un régimen de libertad religiosa «con respeto y consagración de los derechos individuales». La fórmula de «respeto y consagración de los derechos individuales» fue recogida literalmente en el Estatuto provisional de la república.

La única meta común era la república. La autonomía de Cataluña contaba con la oposición o el freno de los radicales y de los socialistas. La cuestión religiosa, con el de la derecha liberal, que había exigido que se incluyera bajo la forma de libertad religiosa y la consagración de los derechos individuales, con intención de evitar el enfrentamiento con la Iglesia al que estaban dispuestos a lanzarse otros grupos. La autonomía catalana se realizaría después —en la república— en forma minimalista, para las aspiraciones de los elementos más intransigentes o radicales de la región. La cuestión religiosa vería pronto desbordada la fórmula de compromiso, en cuanto la experiencia demostrara que Alcalá y Maura no lograban obtener un apoyo masivo de los católicos, y que se podía prescindir de unos escrúpulos que estos hombres tampoco estaban dispuestos a permitir que rompieran la colaboración republicana.

La acción en la calle comprendía pequeñas algaradas con ocasión de los actos públicos de carácter político. Así, por ejemplo, las promovidas en Madrid a raíz del discurso de Sánchez Guerra en la Zarzuela, y las que en Galicia acompañaron a los mítines de propaganda y defensa de la dictadura de los dirigentes de la Unión Monárquica Nacional. Había también revueltas estudiantiles, y manifestaciones de agitación social de los sectores sindicales obreros.

Los estudiantes de la Federación Universitaria Escolar (FUE), excitados por los profesores repuestos en sus cátedras —Jiménez de Asúa, socialista; Roces, comunista; Unamuno, unamunista—, por otros que no se habían separado de ellas nunca —Negrín, socialista, etc.— y por sus propios dirigentes, relacionados con los partidos y grupos revolucionarios, promovían principalmente en Madrid toda clase de desórdenes. Los hubo en marzo de 1930, con ocasión de la vuelta del destierro de Antoni Maria Sbert, un estudiante revolucionario que había escapado de la detención por la vía del exilio, y el 1 de mayo, a la llegada a Madrid, también desde el destierro, de Unamuno (un muerto y diecisiete heridos en unos tiroteos). Los incidentes universitarios culminaron el 24 de marzo de 1931 con un enfrentamiento a tiros entre los estudiantes y la fuerza pública en la Facultad de Medicina de San Carlos: murieron un guardia civil y un paisano —no estudiante—, y hubo otros diecisiete heridos.

Las huelgas, totales o parciales, fueron constantes desde febrero de 1930, principalmente en Barcelona, en Zaragoza, en la zona industrial del norte y en algunas comarcas campesinas extremeñas. Había varios grupos o centros promotores de estos disturbios sociales. Por una parte, los anarcosindicalistas, en periodo de reorganización y deseosos de restablecer la vigencia de la antigua mística de la huelga general; por otra, los primeros núcleos comunistas, en Andalucía y Cataluña (en Barcelona principalmente trotskistas), y también los socialistas de la UGT, que iniciaron su acción con una huelga declarada con ocasión del hundimiento fortuito de una casa en construcción en la calle Alonso Cano de Madrid y con ocasión también del entierro de las víctimas.

La conspiración militar no era muy extensa entre el cuerpo de oficiales. Tuvo dos brotes violentos el 12 y 15 de diciembre en Jaca y en Cuatro Vientos, el aeródromo militar próximo a Madrid. El primero de estos fue promovido por el capitán Fermín Galán, hombre de brillantes actuaciones en Marruecos y de cierto prestigio personal y militar, cuya actividad conspiradora era conocida por la policía y el Gobierno. Galán era un espíritu soñador y ambicioso, que pensaba que adelantándose se convertiría en el líder único de la revolución próxima a triunfar. Hubo varios muertos y dos consejos de guerra: el primero, sumarísimo, condenó a muerte a los dos capitanes, Galán y García Hernández, que fueron inmediatamente ejecutados. La revuelta de Cuatro Vientos fue más bien un episodio cómico, en el que los sublevados se entregaron sin dificultad: el principal de ellos, el comandante Ramón Franco, logró escapar al extranjero.

Las dos revueltas formaban parte de un mal hilvanado plan de acción conjunto, trazado o aceptado por los directivos de la coalición republicano-socialista, constituidos en Comité revolucionario, con unos cuantos enlaces militares y los representantes de las entidades sindicales. Se debía actuar simultáneamente por medio de la acción militar y la política, y con el apoyo de una huelga general en toda España que respaldara el movimiento. La organización era deficiente, los enlaces, algunos —al parecer— tuvieron miedo, como se dijo de Casares Quiroga, que debía llevar a Jaca la orden de que se aplazaba el movimiento y no lo hizo. Pero, sobre todo, el país no estaba preparado para secundarlos. Las octavillas llenas de amenazas que unos aviones de Cuatro Vientos regaron por las calles de Madrid el día 15 de diciembre, anunciando la inminencia de un bombardeo si no se entregaban los cuarteles, fueron acogidas con indiferencia por la población, en la que ninguno de los grandes sindicatos consiguió hacer cuajar la idea de la huelga general.

Pero la conspiración, si no enérgica y resuelta, era por lo menos tenaz. A ella se sumó la acción de los grupos catalanistas radicales, encabezados por el antiguo coronel, Francisco Maciá, que prometía a sus paisanos el establecimiento del Estat Catalá, y las explícitas declaraciones, referidas en otro lugar de este libro, de los intelectuales al servicio de la República.

Por su parte, los miembros del Comité revolucionario se reunían tratando de establecer un programa común, lanzaban manifiestos —especialidad del veterano periodista y fogoso orador Alejandro Lerroux— y acabaron por ser parcialmente encarcelados con motivo de su participación en los mencionados sucesos de diciembre.

A la caída del Gobierno Berenguer se intentaron dos posibilidades, entre varias más: una, el pacto con los revolucionarios —frustrado intento de Sánchez Guerra—; otra, que fue la que prosperó: el Gobierno de concentración nacional, patriótico, medio reformista y medio inútil, pretendido por Romanones para convocar algún tipo de elecciones, aunque fueran municipales.

La convocatoria de estas continuó con la vista pública del proceso contra los miembros encarcelados del Comité revolucionario. Esta se celebraría en los locales del Tribunal Supremo —las Salesas— y tendría lugar ante el Consejo Supremo de Guerra y Marina, presidido por el general Burguete, cuyas simpatías por la causa de los políticos acusados no se ocultaban a nadie. El acto fue calificado por un conocido periodista de ideas afines a los revolucionarios, Roberto Castrovido, con el nombre que hizo fortuna de «el mitin republicano de las Salesas». En este acto, con la abierta complacencia del presidente del Tribunal, general Burguete, los abogados defensores y los propios acusados dejaron repetidamente al margen la cuestión central de la participación en la preparación de un movimiento revolucionario, del que eran simples eslabones las rebeliones de Jaca y Cuatro Vientos, para hacer una verdadera y violenta acusación contra la monarquía, contra el Gobierno y en defensa de cualquier intento revolucionario.

Todos los periódicos de España, y a la cabeza de ellos los de mayor circulación, dedicaron día a día amplios espacios a proyectar el eco de tales manifestaciones sobre la opinión nacional, y a crear la imagen subconsciente de lo inevitable que se avecinaba. Condenados a penas livianas —la mayor, de seis meses—, a las que además alcanzaba una cláusula de indulto, los revolucionarios fueron enseguida puestos en libertad.