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Miguel Angel Lauletta relata en primera persona su experiencia como detenido en la ESMA durante la última dictadura militar argentina. A través de una narrativa cruda y emotiva, el autor desenmascara la brutalidad del régimen, reflexionando sobre su identidad y el impacto de la represión en su vida y en la sociedad. Un testimonio imprescindible para entender uno de los períodos más oscuros de la historia argentina.
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Seitenzahl: 486
Veröffentlichungsjahr: 2024
MIGUEL ÁNGEL LAULETTA
Lauletta, Miguel Ángel ESMA 1976 : la sombra de una sospecha / Miguel Ángel Lauletta. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5325-6
1. Narrativa. I. Título. CDD 323.040982
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Agradecimientos
Prólogo
Prefacio
Capítulo I - El secuestro
Capítulo II - Vergüenza
Capítulo III - ¿Quién soy? Los primeros años
Capítulo IV - Del Peronismo sin Perón al retorno del líder
Capítulo V - Del triunfo de Cámpora a la muerte de Perón y la última dictadura.
Capítulo VI - “Las muertes”
Capítulo VII - Del despojo a la recuperación
Capítulo VIII - La pérdida de la libertad
Capítulo IX - Los primeros días. Vivir una nueva realidad
Capitulo X - Un proceso acelerado. La apropiación de los cuerpos y los bienes
Capítulo XI - Más cuestiones intimidantes
Capítulo XII - Norma Arrostito viva en la ESMA y otras caídas
Capítulo XIII - El apoderamiento de los bienes
Capítulo XIV - La caída de la estructura militar, de colimbas y logística.
Capítulo XV - Rodolfo Walsh y otras caídas
Capítulo XVI - Bálsamo de sólo unos minutos
Capítulo XVII - El uso de la mano de obra esclava
Capítulo XVIII - Rapto de bebés y supresión de identidad
Epílogo
Apéndice - Identificación de Azucena Victorina Buono
Dedico estas páginas a la memoria de María Cristina Falcón, mi compañera, la madre de mis hijos, que me acompañó hasta que la muerte la arrebató de mi lado. A Magdalena, mi hija mayor, que sufrió mi ausencia. A María José y Joaquín (f) mis hijos menores, sobre los que descargaron su violencia los “justicieros”
Agradecer es un ejercicio de la memoria, este libro es un ejercicio de memoria. Fueron necesarios muchos años para escribirlo y en la mayor parte de ellos una persona trabajó conmigo y mi memoria, en él agradezco a todos los que me acompañaron. Gracias Maco Somigliana
Cuando Miguel me convocó para colaborar en la escritura de su historia, no imaginé que este trabajo me proporcionaría dos cosas tan importantes, una la sincera y férrea amistad que nos unió y la otra vivir tan cerca el dolor del recuerdo.
La tarea llevó años de encuentros, bares de todo tipo y color, atravesar la pandemia y finalmente animarnos a trabajar en casa, barbijos de por medio y ventanas abiertas, para poder utilizar dos computadoras en simultáneo y hacer la corrección final.
Recurrimos a la hemeroteca del Congreso para revisar y fotocopiar datos que reforzaran y ratificaran la memoria.
Quienes escribimos sabemos que las correcciones nunca se acaban, que siempre hay algo más para retocar. No obstante, en algún momento es necesario poner un punto final. Acá está la obra en sus manos, lectores.
La intención de este libro es aportar a la historia un testimonio directo, sin intermediarios.
Se dice que el periodismo es la primera versión de la historia. Sin embargo, hoy esa máxima no es aplicable dada la hegemonía de voces que existen en el país y en el mundo en menor medida. Queremos suplir esa falta.
La memoria retiene los recuerdos fragmentados, cada uno la recrea a su manera, acoplando lo vivido en el mientras tanto. Es en cierto sentido una herramienta de defensa que intenta evitar que lo vivido se repita.
El proceso de recordar, ordenar e interpretar todo lo sucedido a Miguel, renombrado 537 durante su cautiverio, así como a tantos otros detenidos y/ o desaparecidos fue muy duro, llevó horas de charlas, de preguntas dolorosas que nos han hecho llegar a la autenticidad del relato que permite su transmisión.
Este libro está compuesto por el testimonio del autor en primera persona, a lo que se suma un apéndice que contiene un listado exhaustivo de personas, algunas reconocidas por él mismo durante su cautiverio en la ESMA, realizado a partir de múltiples colaboraciones y testimonios en la sede del Equipo Argentino de Antropología Forense, y compilado con la inestimable ayuda de Maco Somigliana. Además, se puede leer un documento poco difundido realizado por Juan Carlos Scarpati y su pareja Nilda Haydee Orazi en 1979 “Reflexiones críticas y autocríticas acerca de la experiencia revolucionaria en la Argentina”.
También componen el apéndice transcripciones de juicios relevantes para la memoria y para el relato, como por ejemplo la identificación de Azucena Victorina Buono, la Audiencia del juicio donde se investigaron los hechos. Testimonio de Ana María Martí el 12/09/2013 ante el Tribunal Oral Federal Nº 5 en el que amplía lo declarado en otro momento del juicio de la causa 1270.
Este ejercicio de memoria es un legado, una ofrenda a las generaciones que nos suceden, tiene la importancia del valor de una persona que, habiendo sufrido el atropello del cautiverio y la tortura, se ha desnudado en cuerpo y alma para trasmitirlo.
Nora Falabella, abril de 2022
Este trabajo debería llevar otro título. De hecho, la sombra de una sospecha, es como reconocer cierto triunfo de los genocidas, no son sólo los pocos que fueron o están siendo juzgados por crímenes de lesa humanidad. La mayoría de los criminales permanecen impunes, ellos sí en las sombras. Sus acciones han sido veladas, no sólo porque han quedado muy pocos testigos vivos, sobrevivientes de sus crímenes, y todos ellos con una visión fragmentaria de lo ocurrido, sino porque contaron con una intrincada red de complicidades mediático-judiciales que, al mismo tiempo, han cubierto de sospechas a los sobrevivientes del horror y a la mayoría de las víctimas.
Digo que este trabajo debería llevar otro título porque, con un gran esfuerzo personal y familiar, y la invalorable ayuda de muchas personas que me han acompañado en este recorrido, hoy sé y puedo decir que les arrebaté su triunfo final. Pude “salir” del Campo. Estoy diciendo que del Campo no salí sólo al trasponer sus límites físicos, sino que, a través de una ardua tarea de introspección, tuve que aceptar primero mi condición de víctima en manos de mis secuestradores, cuando, como tal, no conté con la posibilidad de ejercer libremente mi voluntad, mi subjetividad había sido arrasada. De hecho, tuvo que pasar mucho tiempo hasta que esa experiencia dejó de condicionar mis elecciones y proyectos.
Hoy puedo decir que también ayudé a otros a salir de ese encierro emocional o espiritual, lo seguiré haciendo. Yo recuperé mi vida, en el camino de la recuperación tuve más hijos, tengo nietas, escribí libros, llevo una vida productiva.
Dejo el título, aunque ya no me sienta bajo sospecha, porque todavía una parte de nuestra sociedad sigue sospechando, son cada vez menos. Espero que este trabajo ayude a disminuir el número.
No pretendo que esto sea sólo una autobiografía. Al final del libro hay un largo apéndice documental. Documentos que no tuvieron mayor difusión, juegos de intereses y el manejo del mayor aparato informativo, la obstaculizaron e impidieron.
Comienzo a escribir este libro intentando salvar errores propios y descubrir algún costado todavía oculto.
Vengo a presentar mi costado1.
Redactar este, mi testimonio, me llevó más de veinte años. El tiempo transcurrido se debe a la dificultad de elaborar esta experiencia alienante.
La memoria es un archivo desordenado y cambiante. El presente re-significa al pasado permanentemente.
Los recuerdos por momentos se borran, enmudecen, y luego reaparecen como huellas que estaban perdidas.
Exponer mi experiencia ha sido un trabajo largo, titubeante.
La extrema violencia sufrida tuvo el efecto de, por momentos, privar del lenguaje. Me faltan las palabras para contar lo que viví, lo que sentí y oí. Es una experiencia intransferible. Cuando inicio este intento por transmitirla lo hago con un doble objetivo, acompañar a los que tienen sed de saber y calmar mi necesidad de comprender e integrar lo que viví fragmentado.
Es difícil poner en palabras lo que se piensa para sí mismo, así como también permitirse pensar de otro modo.
Aislado o envuelto por un microclima emocional o ideológico, me podría haber separado de la vida común del resto de mis vecinos, de haber sido así, posiblemente también me habría inventado una historia distinta; sé lo que siente el que, habiendo sido víctima, se transforma en sospechoso.
Conté con el apoyo inestimable de muchísimas personas. Gracias a ellos no me quedé hipnotizado al percibir que un amplio sector de la sociedad seguía diciendo: “por algo habrá sido”, “algo habrá hecho”.
La frase, dicha en los años de plomo de la dictadura militar cuando alguien era secuestrado, continuó repicando en los inicios de la democracia en los casos en que un sobreviviente, liberándose del terror, realizara las primeras denuncias en nuestro país.
El estigma del sobreviviente, en parte del imaginario colectivo, parece ser sinónimo de traidor.
El sobreviviente es alguien que no debería estar, un error en la máquina de matar. Para algunos, con una visión dicotómica de la sociedad, los desaparecidos fueron héroes y los sobrevivientes traidores. Todavía resuena la recomendación que me hicieron en 1994: “no vaya a ver a tal persona porque lo va a tirar por la escalera”.
Muchos de mis compañeros de secuestro sufrieron persecución en el país y en el exterior. Los que se animaron a testimoniar en el primer juicio a los genocidas, durante el gobierno democrático del Doctor Alfonsín, también fueron perseguidos, tuvieron que soportar toda clase de injurias, algunos terminaron encarcelados.
Por instinto de sobreviviente mi primer testimonio llegó casi diez años después del Juicio a las Juntas. Sentía que la democracia estaba aún tutelada por los genocidas. La sociedad, espantada ante el horror que comenzó a emerger durante el Juicio, atemorizada por la serie de alzamientos militares que ponían en jaque a la democracia, le entregó como prenda de sumisión las leyes de Obediencia debida y Punto final. Los asesinos estaban otra vez entre nosotros.
Viendo en perspectiva creo que es tan hipócrita ese “por algo habrá sido” como cuando hoy algunos afirman: “yo no lo voté”2. Es tiempo de reconocer nuestra incapacidad de hacer frente al pensamiento hegemónico, de generar políticas correctas y viables para el conjunto de la sociedad. Esas políticas necesariamente deben pasar por el desvelamiento de la verdad. La verdad del terror y la de nuestros errores.
La mayoría de los que pasamos por los centros de exterminio de la última dictadura fuimos militantes revolucionarios, delegados de fábricas, dirigentes estudiantiles, miembros de organizaciones armadas; queríamos mejorar una sociedad que, a la luz de los años transcurridos, tenía una mejor distribución del ingreso que la que hoy sufren miles de argentinos.
Muchos sobrevivientes de la Escuela de Mecánica de la Armada –ESMA– tuvimos responsabilidades en la Organización Político-Militar –OPM– Montoneros. En un estado de derecho, posiblemente, hubiéramos terminado en la cárcel purgando distinto tipo de condenas por nuestras acciones. Fue desmesurada la respuesta brutal desatada por los que habían tomado por asalto al Estado. Con ese accionar alcanzaron rápidamente un doble objetivo, aniquilar toda forma de resistencia organizada, sobre todo la sindical, y someter por el terror al resto de la población. Lo expresó claramente Ibérico Saint Jean, ex gobernador de la provincia de Buenos Aires, durante la última dictadura cívico-militar: "Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, enseguida a aquellos que permanecen indiferentes y, finalmente, mataremos a los tímidos"
Pienso que con nuestro accionar, de alguna manera, fuimos funcionales a la dictadura militar, nos separamos del conjunto del pueblo; expusimos a los compañeros que realizaban su práctica política en los frentes de masas, con operaciones militares, y finalmente volcamos todos los recursos y el esfuerzo a la creación de una estructura militar capaz de cuestionarle el monopolio de la violencia a las Fuerzas Armadas. A todos nos cabe la responsabilidad de esas políticas incorrectas impulsadas desde la Organización.
La valentía de los primeros testimonios de algunos sobrevivientes, la irresponsabilidad de una práctica mediática que recurrió a un intenso bombardeo de imágenes del horror generó, más que amnesia, el fuerte deseo de no saber en el resto de la sociedad. Esta negación de lo sucedido ya había sido experimentada por los sobrevivientes de los campos de exterminio nazis al finalizar la segunda guerra mundial. Los que lograron escapar de la deportación fueron golpeados y acusados de mentirosos en los pueblos donde intentaban contar sus historias ¿Quién podría aceptar que el destino de toda una aldea había sido la cámara de gas? El enojo y el terror se proyectaban sobre el emisario.
En mi propia familia, alguien se animó a decir: “En esto de los desaparecidos hay mucho verso”, mi respuesta fue instantánea: “pero ¿cómo podés decir eso? yo también estuve desaparecido durante dos años y medio” la expresión de su cara era de genuino asombro, como si un velo se le hubiera corrido y viera aparecer por primera vez esa verdad ante sus ojos.
Hace poco, un joven que nació unos años antes del fin de la dictadura se asombró al enterarse que, en octubre de 1976, sólo en el CCDTE3 que operaba en la ESMA habían sido secuestradas cerca de 600 personas, la mayoría aún permanece desaparecida.
Escribo este libro como un mandato del que lentamente fui tomando conciencia: estoy vivo para relatar lo que otros ya no podrán hacer. Consciente de que la experiencia es intransferible trataré de exponer, con rigor y honestidad, lo que viví y lo que pude percibir de lo que vivieron los compañeros que hoy están ausentes.
Quiero terminar este prefacio recordando lo que dice Primo Levi en su libro “Los hundidos y los salvados”
De cualquier manera, que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos ganado; ninguno de vosotros quedará para dar testimonio de ella, pero incluso si alguno lograra escapar el mundo no lo creería.
1 Desde el imperio griego el costado que no cubría el escudo era el costado vulnerable.
2 En referencia a que, tanto en el final del segundo ciclo neoliberal 1989-2001 (el primero fue 1976-1983) como durante el último 2015-2019, muchos de los que, con su voto, llevaron al poder a los presidentes de esos períodos, negaban esa realidad.
3 CCDTE: Centro Clandestino de Detención, Tortura y Extermino.
El 25 de septiembre de 1976, en Córdoba, fue secuestrada Quela. Ante la noticia procedí a vaciar el departamento en que funcionaba el Servicio de documentación de Montoneros y llevar los materiales a la casa de un compañero. En la urgencia dejamos una impresora Rotaprint de un color que usábamos para imprimir la tapa de tela del Documento Nacional de Identidad (DNI). Los documentos en blanco (DNI, Registro de conductor internacional y Pasaporte Argentino) junto con los sellos necesarios para su llenado los cargué en una bolsa de marinero para poder hacer el acarreo en un solo viaje.
Después, con mi señora y nuestra hija de tres meses, abandonamos la vivienda y fuimos llevados a una casa operativa de la organización4, donde se refugiaban varios compañeros que, en la misma condición que nosotros, habían abandonado con premura sus domicilios.
Esta situación duró menos de un mes. El 13 de octubre una compañera que no tenía una militancia reconocida en ningún frente, nos ofreció su domicilio para que viviéramos con ella hasta que pudiéramos regularizar nuestra situación habitacional. Esta convivencia se realizaría respetando las normas de seguridad de la OPM, la dueña de casa nos llevaría en su coche cada vez que tuviéramos que salir y nos reencontraríamos en una cita al anochecer para que nuevamente nos llevara a su casa.
El 14 de octubre de 1976, por la mañana, la compañera que nos había cobijado en su casa nos sacó a mí, junto con mi familia, en su coche y concertamos un encuentro esa noche a las 20.30 para volver a su casa.
Cristina, mi señora, se fue con mi hija Magdalena a la casa de sus padres, mientras yo me dirigí a la casa de Pepe5, un colaborador del servicio de documentación que se encargaba de la confección de sellos.
El haber solucionado de alguna manera el problema de vivienda, hasta que pudiera alquilar otra, fue como un sedante, me aflojé. Prácticamente pasé, sin registrarlo, por el medio del dispositivo que se estaba montando para la captura de mi compañero. Subí a su departamento ubicado en la calle México 3948, 5º “D”, esquina Yapeyú de Capital Federal y después que su esposa se hubiera ido a su trabajo le pedí que bajara hasta un teléfono público para ver si había alguna novedad en el teléfono de control.
Había ido allí para participar de la reunión del Servicio donde, con la nueva responsable, decidiríamos cómo continuar trabajando y cómo nos reorganizaríamos sin la infraestructura que habíamos resignado.
Después que Pepe salió para verificar en el teléfono de control que no había ninguna novedad, me dediqué a la lectura de la revista “El combatiente” del PRT-ERP que nos había entregado la Secretaría Militar de la Organización, dejé sobre la mesa el revólver calibre 38 que había utilizado para el traslado de los materiales del Servicio a la casa de Pepe.
Fui secuestrado ese día a las 9.30 en el departamento de un ambiente que habitaban Pepe y su esposa.
Participaron de mi secuestro cinco personas vestidas de civil y fuertemente armadas, más un número no determinado de personal de apoyo. Entre ellos se llamaban con apodos. Sus nombres verdaderos los conocí con posterioridad, ellos eran: Dos veinte, Juan Carlos o Gordo Juan Carlos, Halcón, Dante y Duque.
La patota de la ESMA entró al departamento haciendo uso de la llave de Pepe, al que, luego supe, habían secuestrado al salir del edificio, por lo cual percibí su presencia recién cuando ya estaban frente a mí, sonrientes y apuntándome con sus armas. Era la escena, nunca imaginada, de una pesadilla. Lo primero que hice fue cubrir con la revista el revólver para no provocar un enfrentamiento en el que llevaría las de perder; uno de los secuestradores, a quien luego conocí como el Gordo Juan Carlos6, se acercó y me ordenó levantarme, cuando lo estaba haciendo me golpeó la cabeza con su arma y volvió a repetirme la orden, cuando le pregunté si iba a volver a pegarme me respondió que no me hiciera el gracioso y que le obedeciera, cuando lo hice y después de esposarme con las manos a la espalda me arrojaron sobre la cama del departamento y comenzaron a golpearme con sus armas largas y a hacerme preguntas, a lo que yo contestaba que cometían un error, que yo era militante de la Juventud Radical, lo que todavía hoy es motivo de risas entre mis compañeros; mientras tanto, revolvían el departamento.
La cosa empeoró cuando encontraron primero el arma debajo de la revista, luego cientos de documentos en blanco y los sellos correspondientes para su falsificación del Registro Nacional de las Personas y de la Policía Federal que en esa época producía la Cédula de Identidad y el Pasaporte Argentino.
Por algún motivo yo no sentía los golpes, sólo sentía que mi cuerpo se hundía en la cama y rebotaba. Trataba de organizar mis pensamientos. Al que llamaban Dos veinte7 comenzó a arrancar pelos de mi bigote y me dijo: “Hijo de puta cuando lleguemos a donde vamos te los voy a arrancar todos”.
En un momento vi que el Gordo Juan Carlos le sacaba el cargador a su pistola 9 mm y lo sostenía apenas con el dedo meñique de la mano con la que la empuñaba; colocó la pistola en mi boca, y me dijo perentorio: “hablá o te quemo”; no sé cómo, en esa situación, lo primero que pensé es que habiendo sacado el cargador no podía disparar, ya que el mismo opera como seguro. Era como si, desde el techo de la habitación, algo que se había desprendido de mí, mirara una escena en la que, a alguien, que era como yo, le pasaba todo eso.
No había gritos, ni ellos gritaban para intimidar, ni yo gritaba de dolor, como si no tuviera conciencia de lo que estaba sucediendo. No había en mi cuerpo ni en mi mente registro del dolor.
En algún momento entró una persona que parecía tener el mando, era llamado “Duque”8 por los otros, ordenó que dejaran de golpearme, me paró y me dijo: “Vos sos Caín, nombre por el que me conocían mis compañeros, tenés veinte minutos para cantar por las buenas mientras llegamos a donde vamos y después vas a tener que cantar por las malas”. Luego dio la orden de que me bajaran, ¿Cómo sabía mi nombre de guerra? ¿Cuánta información tenía? Ese fue un verdadero golpe. En mi cabeza, los pensamientos comenzaron a bullir.
Antes de sacarme del departamento Dante9 le dijo a Duque que le parecía que yo estaba muy nervioso, su intención era que me durmieran con un sedante, después pude ver que era su práctica habitual, a lo que éste respondió que no hacía falta. Posiblemente haya sido una suerte, ya que muchos compañeros se despertaban, desnudos y estaqueados en la pieza de torturas, como me refirió meses después Marcelo Hernández; eso me dio veinte minutos, lo que duró el viaje, para tratar, a pesar del shock en que me hallaba, de ordenar mis ideas.
Me bajaron en el ascensor con las manos esposadas a la espalda y mi saco puesto sobre los hombros. Me subieron a un automóvil Ford Falcon, en el asiento del acompañante delantero estaba sentada una compañera a quien yo conocía. No entendía nada, ¿Qué hacía ella allí? Le dije: “¿Qué hacés Pilar?” ella tenía grilletes puestos en los tobillos, algo de lo que me percaté mucho más tarde, ya en la ESMA, y el Duque le dijo: Laura mostrale que no te cortamos los dedos, haciendo referencia a la versión sobre la ESMA que había circulado en la Organización en que se decía que en las sesiones los torturadores recurrían al método de cortar los dedos.
Después de arrancar la marcha y al rato de andar me obligaron a agacharme y me colocaron una capucha de tela gruesa en la cabeza que me impedía ver.
El recorrido no fue muy largo y pude orientarme que, después de unas vueltas, habían tomado por Av. Figueroa Alcorta hacia el norte.
En un momento del viaje alguien dijo: “Selenio vuelvo a casa con dos paquetes” ¿Qué quería decir? y una voz por radio respondió: “Selenio”. Al cabo de un rato el coche disminuyó su velocidad casi hasta detenerse, giró hacia la derecha lentamente luego a la izquierda y tomó velocidad de nuevo, calculo que no recorrió un trecho muy grande, dobló a la derecha y luego a la izquierda para terminar deteniéndose.
Escuché voces, alguien me tomó de un brazo y, arrastrándome, me sacó del automóvil, en el acto otra persona me toma del otro brazo y me llevan en vilo, paso entre gente que me golpea, bajamos una escalera de caracol, se detienen, siento un ruido como un golpe de metal contra metal. Me ordenan levantar un pie como para pasar un desnivel y luego me ordenan bajar la cabeza, la orden-advertencia llegó tarde y mi cabeza golpeó fuertemente contra una viga baja que había en el lugar, peculiar forma de violencia que, con el correr de los días, pude observar cómo habitual de algunos guardias.
Oigo al que llaman Duque gritar: “Primer turno de fusilamiento” y varias voces contestan: “Yo, Yo” en ese momento pude reconocer la voz de Quique, Enrique Ramón Tapia, compañero de la Facultad de Ciencias Exactas que continúa desaparecido, militante de la Juventud Universitaria Peronista –JUP– a quien conocía, por haber sido yo uno de los organizadores de esa agrupación. ¿Qué era todo eso? Hasta se podría decir que había una nota de alegría en las voces.
Cuando se detienen me ordenan quedarme parado con la frente apoyada contra una pared.
Siento cómo, cerca de mí, torturan a Pepe preguntándole por su esposa, podía oír el sonido de algo a mucha velocidad que terminaba con un ruido seco y el gemido de mi compañero, intuía que era como si lo golpearan con palos. Presentí que pronto sería yo el que ocuparía ese lugar.
Me introdujeron en una pieza muy estrecha y me sacaron la capucha, estaban Duque, Dante y alguien al que llaman Palanca10 también estaban Pepe y Pilar, a quien Duque llamó Laura11; luego entró alguien al que llamaron Pedro, me sacó todas mis pertenencias y las colocó en una bolsa de papel madera, luego anotó mis datos en una planilla que se confeccionaba para cada detenido y me dijo que a partir de ese momento mi número sería 537 y que no me lo debía olvidar. En ese momento entró una persona al que llaman “Tigre” y me dijo que ellos eran occidentales y cristianos, en esas circunstancias me pareció que estaba totalmente desequilibrado y no entendía porque me venía a hablar de filosofía, Aristotélico – Tomista, acotó por si yo no hubiera entendido, a lo que contesté diciendo que yo era Marxista Leninista, cuando Acosta se retiró, Laura se acercó y me preguntó si estaba loco, si no me daba cuenta que eso equivalía al suicidio.
Comenzaron el interrogatorio preguntand por mi señora, igual que a Pepe y por la cita que figuraba en mi agenda; yo sentía que no iba a poder aguantar hasta la noche y no quería que secuestraran también a mi señora y a mi hija. Primero, tratando de ganar algo de tiempo, les dije que al entrar reconocí la voz de Quique, por lo que, me arreglaron la ropa, me colocaron la capucha, me sacaron del cuarto y me llevaron hasta él. El recorrido fue corto. Me hicieron agachar hasta quedar en cuclillas y me sacaron la capucha. Estaba al lado de una mesa, a su alrededor sentados: Quique, Alejandro12 a quien conocía de la JUP de Arquitectura y “Cassius Clay”13 que en un tiempo también militó en la JUP.
Quique me contó que estaban ahí desde fines de mayo y que finalmente los habían “convencido” de colaborar luego de tres meses de interrogatorio. El hecho que la tortura pudiera prolongarse por espacio de tres meses no estaba en mis cálculos, ni en los de ningún compañero y nunca se había mencionado algo así dentro de la Organización. Hoy sé que no fue así lo sucedido con ellos, pero eso no quita lo abrumado que me sentí en ese momento. Ninguno de los que hicieron desfilar por los interrogatorios de la ESMA lo pasaron bien. Sería una torpeza hacer comparaciones. También sé que todo lo vivido como secuestrado, dentro de la ESMA, fue una tortura, que no se lo debe reducir solo al momento de los golpes y la picana.
Quique me dijo que estaban iniciando un proceso, al que llamaban “de recuperación”, para el que se elegían a algunos secuestrados, al final del cual serían pasados a disposición del Poder Ejecutivo Nacional –PEN– con lo que luego se podía hacer uso de la opción constitucional y salir del país, que era lo que ellos esperaban, incluso habían armado una cita de reencuentro, una cita estanca, un día y una hora fijos en el exterior, para el caso que no fueran liberados juntos.
Parece mentira que de la misma manera en que su relato sobre la tortura abría un abismo delante de mí, la idea de un proceso que desembocaba en un pasaje a disposición del PEN, para luego poder hacer uso de la opción constitucional y salir del país, era como el brazo que evita la caída.
Luego, otro miembro de la Armada al que saludan como Fibra14 se acercó y me preguntó si quería ver a Manuel15, a quien creía muerto, la pregunta sonó como una amenaza, le dije que no, pero él me colocó una capucha, me levantó y me llevó a ver a Manuel, el único sobreviviente de la Patrulla de Monte de la organización, la que se creó en la provincia de Tucumán cuando ya combatía allí una Compañía de Monte del ERP.
Manuel, a quien conocía como Beto Ahumada de las reuniones de la Coordinadora de la Tendencia Revolucionaria de la Juventud Peronista, tenía un vendaje en el cuerpo, lo habían baleado en el momento de su secuestro, estaba esposado a la cama de metal, me saludó con un movimiento de cabeza y una sonrisa triste.
Fibra le preguntó si recordaba: “dónde estaba el depósito del que habían hablado”, le acercó una guía Filcar en la que se podía ver un sello de la Armada. Así descubrí que estaba en la ESMA.
Me sacaron del cuarto de interrogatorio en el que estaba Manuel, encapuchado me llevaron al que estaban usando para interrogarme a mí y a Pepe.
Pepe ya estaba sentado, se quejaba de dolor, lo levantaron y lo sacaron de la habitación. Me arrancaron la capucha y comenzaron a preguntarme por la cita que figuraba en mi agenda y por mi señora, yo les decía que mi señora no tenía nada que ver, hacía rato que no militaba, desde que había nacido mi hija sólo se dedicaba a su cuidado. No me creían. Comenzó esa parte del interrogatorio que yo más temía.
El Duque salió de la habitación, cuando volvió a entrar me preguntó: “¿quién es la chica que fue a la casa de Da Costa?”, y agregó: “se tomó la pastilla”. De esta manera me enteré de la muerte, en la “ratonera” que habían dejado en el departamento de Pepe, de Susana Noemí Díaz Pecach, nueva responsable del Servicio de Documentación, que concurrió a la cita en la casa de Da Costa con la intención de comenzar a rearmar el Servicio.
Finalmente, sin saber cuánto tiempo más lograría ganar, con la dificultad de organizar las ideas en medio de esa situación y con la angustia de no poder mensurar las consecuencias, elegí dar la dirección donde se realizaría la cita del servicio. En ese momento, me colocaron una capucha y me sacaron de la pieza, me sentaron en un banquito con la espalda contra la pared; al rato alguien me colocó grilletes en los pies unidos por una cadena y cerrados con candados.
Ese mismo día fueron secuestrados en la cita: Abel16, Laura17, Anahí18, la Negra19 y su esposo Arturo20.
En menos de un día esa parte del Servicio de documentación del Área Federal de Montoneros que conocía había quedado prácticamente desmembrado.
Durante mucho tiempo pensé que había sido una decisión mía la que me hacía, en ese momento, responsable de la pérdida de la libertad de cinco compañeros y hoy de la desaparición de cuatro de ellos. Esta es la frase que más me costó escribir. No era lo que yo buscaba, pero algo me decía que esa era su consecuencia. Quería evitar el secuestro de mi señora y mi hija, el costo fueron esas otras vidas.
4Casa operativa era el nombre que se le daban a viviendas que tenían, como uso primordial, la organización de operaciones militares y de propaganda de la OPM.
5 Gerónimo Américo Da Costa continúa desaparecido.
6Sargento de la Policía Federal Argentina Juan Carlos Linares, alias Gordo Juan Carlos nombrado indistintamente en el relato. Prófugo de la justicia.
7 Subcomisario de la Policía Federal Argentina Ernesto Enrique Frimón Weber, alias 220, Armando o Rogelio; nombrado dos veinte o 220 en el relato. Cumple dos condenas de prisión perpetua por crímenes de lesa humanidad con el beneficio de arresto domiciliario.
8 Capitán de fragata (R) FrancisWhamond1930-2002, alias El inglés, Pablo o Duque. Falleció en prisión. En adelante indistintamente El Duque o Whamond en el relato.
9 Capitán de Corbeta (R) Miguel Ángel García Velasco alias Dante, nombrado Dante en el relato. Cumple condena de prisión perpetua.
10 Capitán de Corbeta Carlos Raúl Carella, nombrado como Palanca en el relato, fallecido.
11 Laura Di Doménico, continúa desaparecida.
12 Alejandro Calabria, continúa desaparecido.
13 Hernán Daniel Fernández, continúa desaparecido.
14 Teniente de Navío Francisco Lucio Rioja, alias Fibra, nombrado Fibra en el relato.
15 Roberto Ahumada, liberado del CCDTE ESMA.
16 Gustavo Delfor García Cappannini, continúa desaparecido.
17 Laura Tacca, liberada del CCDTE ESMA.
18 Aún hoy desconozco su nombre, continúa desaparecida.
19 María Elena Miretti, continúa desaparecida.
20 Adolfo Anselmo Eier, continúa desaparecido.
En la noche del 14 de octubre nos reunieron a todos los miembros del Servicio, menos Pepe al que nunca más vi, con el Duque en la pieza donde me habían interrogado. Cuando me sacan la capucha Anahí, que estaba a mi lado, me escupe a la cara, fue la única que no pronunció palabra, sólo ese gesto suyo bastó para enfrentarme con mi vergüenza, yo había elegido la libertad de mi señora y mi hija; por mí elección cinco compañeros habían perdido la suya. Posteriormente El Duque me reprocharía el que por mi culpa habían secuestrado a la mujer de Manuel y él se había comprometido a no hacerlo.
Para los griegos la vergüenza, la aidós (), era la base de su religiosidad. Por ella, el hombre griego descubre que no está sólo para ver, sino también para ser visto, y para ser convocado como testigo de lo que otros ven de él. Y eso más que separarlo lo unía, lo religaba. Me llevó mucho tiempo comprender eso, más aún poder ubicarlo en esa situación. Anahí me dijo, con un acto, que yo había fallado, no había hecho lo que se esperaba de mí; fue la única que se atrevió a hacerlo. Con un solo acto me rescataba, me volvía a poner en mi lugar, con vergüenza, pero rescatado.
Whamond refuerza ese sentimiento diciendo: “Todos sabemos que la esposa de Caín está en la Monta”, hoy creo que, a excepción de Anahí, todos los demás habían confirmado esa información, “pero no la vamos a tocar, lo único que queremos ahora es que Anahí nos diga quién es”, ella nunca dijo su nombre, hasta hoy no lo sé. Mi traducción de la frase del Duque fue: “Él salvó a su mujer y ustedes fueron el precio”.
Delante de todos hizo traer un teléfono y me dijo que llame a mi casa, en realidad a la casa de mis padres, para decir que estoy detenido pero bien y que no se preocupen; le digo que le voy a preguntar por la dirección de una fábrica a la que él le vendía el barrido de su empresa metalúrgica, intentando despegar a mi padre de la Fábrica de Armas ya que él era controlado por teléfono por los compañeros, al igual que yo lo hacía estando en libertad con los colaboradores del Servicio. La conversación tuvo lugar delante de todos y cuando le pregunté a mi padre si se acordaba de la ubicación de la fábrica a la que él le vendía el barrido. Si era en Villa Celina o en Villa Adelina me contestó que no recordaba. Mi intención era que esa conversación hiciera saltar la emergencia en la Fábrica de armas y se levantara, como efectivamente sucedió, a partir de ese momento pasé a ser, oficialmente, un traidor dentro de la Organización, fuera de las paredes de la ESMA.
Sin duda el objetivo de Whamond al hacerme realizar esa llamada telefónica delante de todos era mostrar las ventajas casi inmediatas de colaborar con nuestros secuestradores.
El Duque como queriendo hacerse el simpático le dijo una frase feroz a la Negra: “Me hubiera gustado sacarte la ropa de otra manera...” El torturador se travestía en conquistador.
Más tarde la Negra me diría que habían tirado una cita para Pili y otra para los compañeros que hacían la impresión de los documentos en blanco, pero que Arturo estaba muy mal porque a la cita iba a ir su hermano, le dije que yo no pensaba dar más información ni colaborar para nuevos secuestros. Cuando se la llevan me quedé solo, con la esperanza de haber construido un acuerdo.
Un guardia entró en la pieza, me colocó las esposas en las manos y me dejó sentado con la capucha puesta. Sentí que entraban personas, alguien me hizo incorporar y me sacó la capucha, frente a mí estaba un compañero que conocía de las asambleas en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, no entendía nada, ¿cómo había entrado? le pregunto: “¿qué hacés acá?”, él contesta: “eso es lo que me pregunto yo, ¿qué hacés vos acá?” luego da media vuelta y se va, recién ahí me di cuenta que no estaba ni esposado ni engrillado, era Ricardo Miguel “Sérpico” Cavallo, actualmente condenado por genocidio, así me enteré que era un oficial de la Marina, con el grado de Teniente de Corbeta
De nuevo con la capucha puesta, esposado con las manos adelante y los pies engrillados me llevaron por una escalera tomándome las manos, indicándome la baranda; deben haber sido dos o tres pisos; el tramo final de la escalera parecí más angosto porque la subida se hizo más incómoda. Cuando nos detuvimos escuché que la persona que me llevaba dijo mi número: “quinientos treinta y siete” luego, por el ruido metálico, siento que se abre una puerta y apenas la traspaso me hacen girar a la izquierda, doy unos pocos pasos y bajo, con sobresalto, un escalón no avisado. Me detienen y hacen girar, luego colocan las esposas con las manos a la espalda y me hacen echar sobre una colchoneta sobre el piso. Allí paso mi primera noche en la ESMA, ese sería mi lugar durante los primeros siete meses de secuestro. Sentía que el habitáculo era parte de un lugar muy amplio, a través de la tela de la capucha apenas se filtraban unos puntos de luz de las lámparas que lo iluminaban. La música en este lugar era tan estridente como la del sótano del que me trasladaron.
La posición, con las manos esposadas a la espalda, era incómoda y el cuerpo comenzaba a dolerme. No sé cómo, pero me dormí. Unas patadas me despertaron. Me hicieron incorporar y llevaron a otro lugar dentro de ese mismo recinto. Me hicieron arrodillar y dijeron que mantuviera los ojos cerrados hasta que ellos lo ordenaran porque iban a sacarme la capucha. Después, entre risas, me dijeron que abriera los ojos, cuando lo hice, un flash enceguecedor fue todo lo que vi, porque con un rápido movimiento pusieron nuevamente la capucha sobre mi cabeza y volvieron a llevarme a la anterior ubicación. Ya tenía foto en mi prontuario.
Al día siguiente de mi secuestro me llevaron a una cita, en la que se suponía encontraríamos a Pili en la calle Castelli, barrio de Once. La vi aparecer con su hija en brazos. Pili, cuyo nombre legal es Alcira Campiglia, muere en una cita posterior, el 8 de junio de 1977.
Me atemorizaba la idea de que alguien pudiera señalarla y yo quedar expuesto al no hacerlo.
Me preguntaba ¿Qué pasaría con su bebé si querían secuestrarla?
Había mucha gente en la calle, ¿Se atreverían a hacer algo con tantos testigos?
Todas las preguntas me hablan hoy de una extrema ingenuidad y desconocimiento, tanto mío como del resto de la sociedad, frente al terror que estaban dispuestos a sembrar los nuevos dictadores, con su escalada de secuestros, torturas, homicidios y supresión de identidad de los menores nacidos en cautiverio.
Yo estaba, esposado, en el asiento posterior de un Ford Falcon, acompañado por alguien que sostenía una ametralladora y que se mantuvo todo el tiempo en silencio.
El chofer que era un subinspector de la Policía Federal al que llamaban Bicho21 y otro ocupante del vehículo, un oficial naval, había descendido e intentaban comunicarse con alguien por medio de una radio portátil.
En sentido contrario vi venir un compañero del Servicio de Relaciones Internacionales, César Vela Álzaga Unzué, que moriría en una cita el 18 de enero de 1977, se encontró con Pili frente a la vidriera de un negocio, entraron y volvieron a salir caminando hacia la Avenida Corrientes.
Todo se mantiene en silencio, nadie avisa la presencia de Pili en la cita.
Después de unos minutos de espera los marinos levantan el operativo, avanzan por Castelli y doblan por Cangallo, al llegar a la Avenida Pueyrredón me sobresalto cuando casi atropellan a Pili que cruzaba la calle en ese momento. En la actualidad la calle Cangallo se denomina Teniente General Juan Domingo Perón.
Cuando nos alejamos del lugar sentí cierta tranquilidad, ellos no sabían todo lo que yo sabía, no podían sacarme más información porque estaban convencidos que yo estaba colaborando. Temía ser delatado por alguno de los otros miembros del Servicio de Documentación, pero en el fondo, confiaba que eso no sucedería.
En el Servicio de Documentación del Área Federal de la organización había tres colaboradores que dependían de mí; uno que hacía unos portafolios con doble fondo para el transporte de materiales y dos que se encargaron de fabricar las matrices para la realización de chapas patente del automotor. En la ESMA nunca supieron de su existencia ya que los demás sólo conocían sus apodos. De los tres sólo uno de ellos, años después de mi liberación, me manifestó su reconocimiento por haber ocultado su identidad.
21 Carlos Pérez, Subinspector de la Policía Federal Argentina.
Es una pregunta difícil de contestar, en el devenir del tiempo, con los cambios propios y ajenos, somos uno y miles, como la serie de fotogramas de una película. No, la imagen no es buena, somos como un caleidoscopio, espejos que reflejan distintas realidades, ninguna se extingue del todo, o como un rompecabezas de espejos.
Nací en enero de 1947. Promediaba el primer año del primer gobierno peronista, que fuera elegido por voto popular y mayoritario en febrero de 1946.
Mis padres no eran peronistas.
Ambos quedaron huérfanos siendo niños.
Mi padre al año y medio de vida. Al morir su madre, mi abuelo paterno lo tomó junto con mi tía Dora, que ya tenía alrededor de 5 años se los llevó a su suegra, mi bisabuela, se fue y nunca más lo vieron.
En su juventud se sumó a la Alianza Libertadora Nacionalista, liderada por Juan Queraltó. Organización que apoyaba al entonces Coronel Perón. Después del golpe de 1955 adhirió a la fracción de la Unión Cívica Radical, autodenominada Intransigente (UCRI) conducida por Arturo Frondizi.
En 1932, cuando murió mi abuela materna, unos años después de enviudar, el juez de paz de la localidad cordobesa donde vivían repartió a mi madre y sus hermanos – mis tíos y tías – como “criados” entre las “familias de bien” de la localidad.
Mi madre siempre fue radical, su padre lo había sido y siempre recordaba como él reunía a los peones de la chacra para hablar del radicalismo, como forma de oposición y resistencia a la oligarquía.
En 1945, después de casados se constituyeron en el centro de una familia extensa, varios de mis tíos/as maternos vivían en casa y algunas primas de mi madre, algunas amigas y sus novios y..., era mucha gente. El florecimiento de la economía en el área metropolitana de Buenos Aires (AMBA), durante el primer gobierno peronista, impulsaba a muchos jóvenes del interior de nuestro país pobre, sin oportunidades a dejar sus provincias y probar suerte en la Capital Federal en busca de trabajo. Se reunían en el pequeño departamento en el que vivíamos, un PH que en su planta baja tenía dos habitaciones, un patio, baño y cocina, y una escalera por la que se accedía a una pieza de material y a una terraza en la que había una habitación precaria. Esta vivienda se transformó en el puerto de arribo donde muchos migrantes hacían pie para luego instalarse, trabajo mediante, en el AMBA, una forma de solidaridad de la que aprendí sin darme cuenta.
Éramos una familia de clase media baja, en mi niñez estábamos en el borde de la pobreza, recuerdo que mi madre me hacía zanahorias fritas, cortadas en bastón como las papas fritas que algunos de mis amigos comían en sus casas, la diferencia era que las zanahorias venían gratis en las “verduritas” y las papas se pagaban. Todavía recuerdo el día en que el verdulero me dijo: “decile a tu mamá que las verduritas ahora cuestan diez centavos”, mientras deshacía con parsimonia el paquete que había hecho con papel de diario y yo me volvía a casa sin nada, pensando que ese día sólo habría mate cocido.
Comencé la primaria en 1953. En todas las escuelas del Estado había un espacio, a modo de altar, en que se exponía el retrato oficial con crespón negro de Eva Perón. Habían pasado más de seis meses desde su muerte, para muchos era la compañera Evita, en mi casa no se la nombró nunca, ni siquiera en el momento de su fallecimiento, a pesar de que por las noches las radios repetían “son las veinte y veinticinco, hora en que la compañera Eva Perón, jefa espiritual de la Nación, entró en la inmortalidad” a esta frase, en mi hogar, no se le daba ningún significado.
Recuerdo que debíamos hablar en voz baja, porque “los del fondo”, los padres de mi amigo Beto, eran peronistas. En esa época de mi niñez, para mí, él sólo era cartero y su esposa, como mi mamá, se dedicaba a las cosas de la casa.
A los ocho años cursaba segundo grado, ya superados el primero inferior y superior de aquella época.
El 16 de junio ensayábamos la obra que representaríamos en el aniversario de la muerte del General Belgrano. Estaba contento porque mi padre me había conseguido un sable de verdad, como el que usaban los granaderos.
De pronto, la puerta del aula se abrió y entró llorando nuestra maestra, la Señora de Nieto. Ni mis compañeros, ni yo entendíamos qué pasaba y nuestra confusión fue mayor cuando dijo: “se están matando entre hermanos”. Verla llorar me provocó una intensa angustia.
Al rato estábamos saliendo de la escuela porque ya nuestras madres nos habían ido a buscar. El alboroto de guardapolvos blancos y mamás, tan rápido como se armó, se disolvió.
Yo volví a mi hogar con mi madre y Tito, mi hermano menor, que estaba en primero inferior.
Cuando llegamos a casa ya estaba mi padre. Subimos todos a la terraza para ver pasar los aviones, que despegando de la base aérea del Palomar sobrevolaban Villa del Parque rumbo a Plaza de Mayo y a la Casa Rosada. Papá señalaba en algún punto del horizonte donde había humo y decía que eso era por las bombas.
El bombardeo fue una acción criminal llevada a cabo con aviones de la Fuerza Aérea y de la Aviación Naval a Plaza de Mayo, donde murió mucha gente. Con el tiempo fueron identificados los cuerpos de 308 personas y muchos otros no pudieron ser reconocidos por el grado de mutilación de los restos, también hubo más de 800 heridos.
La escuadra de treinta aviones de la Marina de Guerra Argentina, había estado sobrevolando la ciudad desde hacía bastante tiempo. Estaba compuesta por veintidós North American AT-6, cinco Beechcraft AT-11 y tres hidroaviones de patrulla y rescate Catalina.
Al iniciarse el bombardeo, cuatro Gloster Meteor de la brigada de Morón, de la Fuerza Aérea Argentina, salieron para combatir a los sublevados, derribando un AT-6 North American en la costanera. Al volver a su base ésta había caído en manos rebeldes, sus pilotos fueron detenidos. Esos aviones fueron utilizados después para ametrallar a la población reunida de Plaza de Mayo.
Mi padre parecía contento, yo sin entender lo que sucedía me alegraba, porque me gustaba ver los aviones que pasaban volando tan bajo.
En ese entonces se hizo circular la versión que el bombardeo había sido para matar a Perón y que él era el responsable de la masacre por no haber evitado que el pueblo fuera a la Plaza de Mayo a defender a su gobierno. Así sostenían hipócritamente, una vez más y ésta no sería la última, que la culpa era de la víctima.
La hipocresía continúa aún hoy en el discurso de quienes dicen que la culpa de los secuestros, torturas, homicidios, robos, apropiación de niños y desapariciones de militantes populares, era de estos últimos, que algo habrían hecho para ser secuestrados, torturados y exterminados.
La noche del 16 de junio, el novio de una amiga de mamá que vivía en casa, miembro del Partido Comunista contó, con mucha excitación, que habían estado quemando iglesias. Esta acción tenía su antecedente en abril de 1953, cuando miembros de la Unión Cívica Radical colocaron tres bombas en las cercanías de Plaza de Mayo. Sólo dos estallaron, con un saldo de 6 muertos y más de 90 heridos, en la estación Plaza de Mayo de la línea A de Subterráneos. Esa noche una muchedumbre enardecida incendió la sede del Jockey Club, aún hoy, símbolo inequívoco de la oligarquía argentina. El fuego abrazó también la Casa Radical y la sede del Partido Socialista. En aquella época, su secretario era Américo Ghioldi, a quien el ingenio popular señalaba irónicamente como “Norteamérico” Ghioldi, por su adhesión a la Unión Democrática financiada por la embajada de Estados Unidos.
El domingo siguiente al bombardeo, cumpliendo con un rito familiar, fuimos a la casa de “la abuelita”, que en realidad era mi bisabuela. Mi tío abuelo Antonito nos llevó, a mi hermano y a mí, hasta la puerta para mostrarnos que había escrito con lápiz y con letras muy chicas, en la pared cerca del timbre: “con las tripas del último cura colgaremos al último militar”. Estaba contento, eso era para él, algo muy importante. Estas huellas de la memoria me hablarían años después de las antinomias en el seno del pueblo.
A los pocos meses hubo un levantamiento militar que en esa oportunidad consiguió derrocar a Perón. Mi papá estaba muy alegre, hasta que mi tío Delmar trajo el comentario de un amigo que le había contado algo malo de la mujer y la hija de Lonardi, el General que condujo el levantamiento. Papá muy enojado, le dijo que peor que ellas era la madre del amigo de mi tío. No volví a ver a mi tío hasta veinte años después. Mi familia no era especial, sólo era una familia más de una patria dividida.
Eso ocurrió en septiembre de 1955, la autodenominada Revolución Libertadora había sacado a un presidente elegido democráticamente.
Los revolucionarios tenían un distintivo que era una “V” con una cruz encima que quería decir “Cristo vence”, ya en junio lo habían pintado en el fuselaje de los aviones que bombardearon Plaza de Mayo. Mi amigo Miguelito me regaló uno que tenía el símbolo en dorado sobre un fondo con los colores de la iglesia, mitad amarillo y mitad blanco. Este recuerdo me explica cómo, lentamente, por la acción de manos anónimas y creativas, la “V” con la cruz se fue transformando en “V” con una “P” encima, para convertirse en “Perón Vuelve”. Fue para esa época que se empezó a hablar del “avión negro” en que volvería el “Tirano prófugo” como lo llamaba el gobierno de facto.
En 1956, bajo el gobierno del General Pedro Eugenio Aramburu, el mayor brote de polio del siglo asolaba al país. Se produjeron casi 6.500 casos registrados, su impacto llegó a reflejarse en las tasas de mortalidad general y la de mortalidad infantil de 1957.
Durante la epidemia pude participar del que quizás haya sido la última manifestación de solidaridad comunitaria, cuando todos los vecinos de los barrios salían a baldear las calles con desinfectante, a pintar árboles y cordones con cal, y otras medidas similares que si bien no tenían efecto sobre la epidemia ayudaban a combatir el miedo.
El combate al peronismo en que estaba embarcada la dictadura llegó a extremos de no permitir el uso de los pulmotores que llevaban la inscripción “Fundación Eva Perón”
En junio de 1956, tres meses después que el general Pedro Eugenio Aramburu, presidente de facto de la dictadura autodenominada Revolución Libertadora, sancionara un decreto ley mediante el cual prohibía pronunciar los nombres de Perón y Evita, así como cualquier mención referida al peronismo como parte de la política llamada de "desperonización". Un intento de recuperar el poder por parte de civiles y militares adictos a Perón, terminó con el fusilamiento de sus jefes militares en la Penitenciaría Nacional y de los civiles en algunas comisarías del Gran Buenos Aires y en los basurales de José León Suárez. Los fusilamientos no se ajustaron a ninguna legalidad, todos los fusilados en José León Suárez habían sido detenidos antes de haberse dictado la Ley Marcial y el Estado de Sitio, con lo cual ellos eran los únicos que no podían violar esas disposiciones22.
Con el Partido Justicialista proscrito, que era la expresión político-partidaria del peronismo y con los gremios intervenidos por la dictadura, las peleas por el poder dividieron a los partidos tradicionales, así hubo dos Radicalismos, uno pasó a llamarse del Pueblo –UCRP– y el otro Intransigente –UCRI– y varios Socialismos, el Partido Comunista fue legal por un tiempo y se sumó a la larga lista de partidos que se disputaban el poder. Una asamblea constituyente ilegal, integrada por los partidos legales anuló la Constitución de 1949, la que, con los años, fue considerada la más avanzada de América Latina, volviendo a la de 1853. Se llamó a elecciones donde triunfó la Unión Popular, un acuerdo entre la UCRI, el Peronismo proscrito y algunos partidos provinciales menores.
Arturo Frondizi, el presidente electo, traicionó los acuerdos a los que había llegado con el peronismo, gracias a los cuales había triunfado e inauguró otra era de inestabilidad en el país. Mi padre que no era peronista, sin embargo, había apoyado a este gobierno, no así mi madre, radical y profundamente anti-peronista había votado por la fórmula de la UCRP, encabezada por “el Chino” Balbín.
En esa época, y desde el derrocamiento del gobierno peronista, los grupos católicos habían luchado por la hegemonía en la superestructura contra los partidos tradicionales de izquierda. En la juventud eso se verificó primero por la lucha entre la alternativa de educación libre o laica. En diciembre del `55, la dictadura de Aramburu promulgó la ley 6403/55, cuyo artículo 28, define que “la iniciativa privada puede crear universidades libres”, es decir, que pueden emitir títulos oficiales, siempre y cuando se sometan a reglamento. La ley estaba hecha a la medida de la Iglesia Católica, y estaba impulsada por el Partido Demócrata Cristiano, apoyada por sectores de la burguesía más conservadores y personalidades como Álvaro Alsogaray que demandaban la “libertad” de enseñanza contra el “monopolio” estatal.
En junio del `57, el presidente Arturo Frondizi, apoyado por sectores laicistas como el Partido Socialista y el Partido Comunista, se pronunció contra “el monopolio del estado sobre la enseñanza”, y en agosto del `58 avanzó sobre la reglamentación del artículo 28. La respuesta del estudiantado no se hizo esperar, esta vez incorporando a un sector nuevo, los estudiantes secundarios. Los sectores en pugna se identificaban con cintas, verdes para los que propugnaban por una enseñanza “libre” y violeta para los partidarios de la enseñanza laica. El 15 y el 19 de septiembre de 1958, se realizaron las concentraciones de los dos grandes frentes en pugna. El 15 de septiembre en la Plaza del Congreso se reunió el sector de “libres”, encabezado por el Arzobispo de La Plata Monseñor Plaza. Los principales medios de comunicación conservadores, describieron ese encuentro como una lección de orden, frente a las anteriores movilizaciones de los secundarios “laicos”. Ésta concentró alrededor de 60 mil personas, y contó con la participación activa y el debut público del grupo nacionalista católico Tacuara.
Para el 19 de septiembre estaba decretada una huelga universitaria por tiempo indeterminado, unas 350 mil personas se movilizaron ese día en la concentración. En la Plaza del Congreso se encontraron la FUA (Federación Universitaria Argentina), la FUBA (Federación Universitaria de Buenos Aires), y la FEMES (Federación Metropolitana de Estudiantes Secundarios), se contó con la adhesión de la CGT, y los gremios de la Construcción, Gastronómicos, Municipales, Telefónicos, etc. Entre los ejes programáticos no sólo se pedía por las demandas propias, sino también por la defensa de los recursos patrimoniales como el petróleo en manos de las multinacionales privadas.
El 30 de septiembre se votó en el parlamento la Ley Domingorena, lo que resultó en una derrota parcial para el movimiento estudiantil. Se autorizaba a que las Universidades privadas extendieran títulos habilitantes, pero sin financiamiento del estado. Si bien por medio de la ley, se estableció la victoria para los “libres”, el proceso significó la incorporación de amplios sectores de clases medias a la movilización para defender la educación pública.
Las consignas nacionalistas encontraron adherentes en muchos grupos juveniles. Unos años después, en una esquina de mi barrio de Villa del Parque, estaba con un amigo que dirigía un grupo nacionalista católico, a menudo charlaba con él sobre estas propuestas que en algunos puntos me atraían. De pronto aparecieron dos conocidos de él, de lejos se veía que eran hermanos, cuando llegaron hicieron el típico saludo nazi que los identificaba, mi amigo les contestó de igual manera. Eran Fernando y Juan Manuel Abal Medina, con el tiempo se convertirían el primero en uno de los fundadores en Buenos Aires de Montoneros y el otro en el delegado personal del General Perón. Se fueron con mi amigo y minutos más tarde pasaba, por la misma esquina, un grupo de personas con una bandera argentina gritando ¡Perón! ¡Perón! Era 17 de octubre. Ese fenómeno social, el peronismo, seguía vivo.
Ese año, con un poco más de catorce años de edad, me detuvieron por primera vez. Volvía de un asado, con unos amigos, y de pronto, de una casa, salieron dos policías. Comprendí que las cosas no iban bien cuando los policías sacaron sus armas y nos ordenaron ponernos de cara a la pared con los brazos en alto. Luego llegaron unos coches de los que bajaron más policías y uno que tenía una ametralladora dijo: “A estos hijos de puta habría que matarlos a todos”. De pronto me encontré temblando como una hoja. En la Comisaría dijeron que nos llevaban detenidos por el Plan Conintes23, después dijeron que era un error, producto del miedo de los dos primeros policías que custodiaban un local del Partido Comunista Argentino que había sido declarado ilegal en agosto de 1959, y nos separaron. A los mayores los dejaron detenidos por averiguación de antecedentes y a los menores nos iniciaron un sumario por vagancia y mendicidad y permitieron que llamáramos a nuestros padres para que nos vinieran a buscar. Semanas después tuve que presentarme con mi padre ante el Juez de Menores, éste no encontró explicación para justificar el arresto y me sobreseyó.