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Hay quienes aseguran que el pasado es irreparable, pero en este libro pretende ser un viraje critico, no para enmendar juicios erróneos, sino para sentar lo que siempre fue una verdad científica indiscutible que solo a Finlay le corresponde, el mérito inmenso de sus descubrimientos, exentos de precedencias y precursores, alejado de toda influencia que no fueran los progresos de la medicina en su tiempo. Este libro es un producto de esta época de profundos cambios económicos y sociales, determinados por la revolución socialista cubana que genera una cultura distinta, más profunda y penetrante, que permite examinar las cosas en su real dimensión histórica, sin concesiones al empirismo convencional, ni al subjetivismo tolerante.
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Seitenzahl: 1329
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.
Edición: Carlos Andino Rodríguez y Alejandro Jiménez Pérez
Dirección artística de la colección: Francisco Masvidal Gómez
Diseño interior: Julio Víctor Duarte Carmona
Realización: Yuleidys Fernández Lagos
Composición digitalizada: Bárbara A. Fernández Portal
Corrección: Pilar Trujillo Curbelo
Conversión a ebook:Grupo Creativo Ruth Casa Editorial
© José López Sánchez, 1986
© Sobre la presente edición:
Editorial Científico-Técnica, 2024
Primera edición, 1987
Primera reimpresión, 1990
Segunda edición, 2007
Edición digital, 2024
ISBN 9789590513183
Estimado lector, le estaremos muy agradecidos si nos hace llegar su opinión, por escrito, acerca de este libro y de nuestras ediciones.
INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO
Editorial Científico-Técnica
Calle 14, no. 4104, entre 41 y 43, Playa, La Habana, Cuba
www.nuevomilenio.cult.cu
CON LA APARICIÓN DEL PRÓLOGO A LAS OBRAS completas de Carlos J. Finlay (1965), se da inicio en la historiografía médica, a un nuevo enfoque sobre la significación y el valor real del descubrimiento del sabio cubano, hasta entonces constreñido solo a la identificación del vector de la fiebre amarilla. Un investigador tan sagaz como Juan Guiteras fue el primero en advertir el carácter integral que, para las enfermedades trasmisibles, tenía este descubrimiento, y pudo señalar con justicia que era la primera vez que se explicaba, de un modo científico, la propagación de las enfermedades entre seres humanos por medio de un vector biológico.
El doctor José López Sánchez, en una serie de artículos dados a conocer en diferentes épocas, fue perfeccionando sus investigaciones históricas que ahora culminan con la publicación de esta biografía que es, a su vez, el análisis más profundo y extenso que jamás se haya escrito sobre Finlay y en el que revela su personalidad científica y el lugar que le corresponde en el acervo de la cultura universal.
Se ha afirmado, con razón, que sobre Finlay y la fiebre amarilla existe una bibliografía copiosa, que incluye trabajos muy valiosos y bien documentados, y se han dedicado miles de páginas a la polémica originada en torno a la primacía, no discutible desde luego, de su descubrimiento, a los supuestos “precursores” y a otros aspectos a extremo tal, que se ha querido considerar como un problema de litigio, que algunos han denominado falsamente “el caso Finlay”. Si hubiera imperado la buena fe y el saber científico, no hay duda de que hace mucho tiempo la investigación histórica, en su caso, habría tomado un rumbo diferente y más productivo. A pesar de la trascendencia de la obra del gran investigador, es indudable que se necesitaba un estudio más prolijo y crítico sobre diversos aspectos de la vida de este hombre, de sus características personales, de su actividad médica y científica en general, así como de las consecuencias y avatares que rodearon sus contribuciones a la medicina, a la que rescató de su empirismo y le otorgó prestigio como ciencia, en lo que respecta a las posibilidades de librar a la humanidad de los azotes de las epidemias de enfermedades infecto-contagiosas.
Se requería un enfoque filosófico que situara al hombre dentro del contexto histórico de nuestro país y de la época en que vivió y, por otro lado, un análisis dialéctico marxista, tanto del proceso de la creación de la nueva teoría del contagio, como de todala trama urdida para menoscabar la gloria de nuestro compatriota, justificar las acciones político-militares que el imperialismo norteamericano llevó a cabo contra Cuba y el subsiguiente plan, perfectamente elaborado y aplicado con eficacia, para cubrir con un denso velo de confusión y dudas, el magno acontecimiento del que era teatro nuestro país y su contribución al saneamiento y desarrollo de vastas regiones del mundo.
Era necesario, pues, replantear el “caso Finlay”, porque siguen siendo actuales muchas de las circunstancias que estaban presentes en aquellas décadas y porque; a la vez, ha cambiado profundamente la correlación de fuerzas y el clima político en lo referente a nuestra posición internacional y a nuestra soberanía, plenamente lograda hoy. Las nuevas generaciones, crecidas en la febril actividad que impone una nueva sociedad, pudieran haber asumido una actitud de indiferencia ante lo que pareciera ser una cosa juzgada.
Nada más ajeno a la realidad. Recientemente, en un artículo publicado en la revista Science, vol. 223, p. 1370 del 30 de marzo de 1984, se produce una nueva tentativa, a través de la literatura supuestamente científica, de enmarañar una vez más el “caso Finlay”. En este artículo se comenta que los doctores John Franklin y John Sutherland, en su libro Guinea Pig Doctors, manejan en forma folletinesca, el “caso Jesse Lazear”. Confiesan que no hicieron ninguna investigación original en los documentos de la época, tratan de reivindicar la gloria del descubrimiento de la trasmisión de la fiebre amarilla por medio del mosquito para el doctor Jesse Lazear, sacan al doctor Walter Reed del sitial que ocupaba, con manifiesta deshonestidad científica y vuelven a ignorar lo que es ya, hoy día, una verdad consagrada universalmente. Esto no empaña, desde luego, la gloria del doctor Lazear, como mártir de la ciencia.
En uno de los párrafos del mencionado artículo (p. 1371, párrafo 5) se dice:
Nadie daba crédito a la hipótesis alternativa propuesta por primera vez, cerca de dos décadas antes por un médico cubano, Carlos J. Finlay, quien argumentaba que la enfermedad era trasmitida por mosquitos y con una brillante deducción señaló al mosquito casero Culex fasciatus —conocido ahora como Aedes aegypti— como el culpable. Continuó tenazmente sosteniendo su teoría aunque fracasó en varios intentos de trasmitir la enfermedad con mosquitos que hubieran picado a enfermos de fiebre amarilla.
Este párrafo contiene una verdad y un flagrante error. Finlay no intentó trasmitir la enfermedad con el fin de demostrar su teoría, sino producir formas leves de esta, capaces de inmunizar al sujeto inoculado y, a la vez, demostrar el papel del mosquito en la trasmisión. También se omite o se ignora, la importancia del nuevo concepto sobre el contagio de enfermedades por medio de vectores, es decir, la trasmisión metaxénica, que es, sin dudas, una de las más grandes concepciones que se hayan sostenido jamás sobre el mecanismo de propagación de una enfermedad.
El artículo en cuestión, lejos de contribuir al establecimiento de la verdad histórica, sirve para acrecentar el desconcierto, tan útil a sus fines. El doctor Lazear, para su gloria, no necesitaba de estas aclaraciones.
Finlay vive en una etapa dramática de la historia de nuestro país. La Guerra de los Diez Años, la Paz del Zanjón, la rebeldía mantenida a pesar de los reveses, la Guerra Chiquita y, por último, la guerra necesaria, organizada por José Martí, fueron acontecimientos trascendentes de los últimos treinta años del siglo; años en que precisamente Finlay desenvolvió gran parte de su actividad creadora en la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana y en la Sociedad de Estudios Clínicos. También fue dramático el período que se extendió desde la intervención de Estados Unidos, el primer gobierno de la república mediatizada y la segunda intervención yanqui.
Haber trabajado tesoneramente por establecer una doctrina científica de la magnitud y la trascendencia de la que fue autor, en las condiciones en que se vivía entonces, acosado por infinidad de factores adversos, entre los que no eran menores la indiferencia, la incomprensión y hasta la burla; haber desafiado la oposición a su doctrina por parte de los más conspicuos “expertos” norteamericanos que, ignorantes de sus trabajos, desdeñaron siempre aceptar el reto de someter a prueba lo que él afirmaba y probaba; haber asistido al fracaso de las tentativas por las que se encaminaron otros. Esto le da a la vida de Finlay un sentido heroico, uno de los aspectos más relevantes de este libro sobre el sabio cubano, que lo señalan como paradigma del hombre de ciencia, forjado con material ciclópeo, imbuido de los más nobles propósitos y dueño de los más puros valores del ser humano.
En sus páginas se expone, con copiosa información, el absoluto desconocimiento que tenían los médicos norteamericanos sobre los principales aspectos e incógnitas que planteaba la fiebre amarilla, uno de los más importantes enigmas epidemiológicos de la época. Su ignorancia sobre la etiología de la enfermedad era legítima e insoluble, porque todavía no era conocida la existencia de los virus, ni su papel en las enfermedades. La microbiología, en aquella época, se sustentaba en la existencia de los gérmenes bacterianos que eran identificables a través del microscopio de luz y, en múltiples ocasiones, cultivables. Los postulados de Koch, formulados en 1882, establecieron las premisas para esta identificación, que también Finlay las había señalado, aunque de un modo distinto.
La ignorancia de aquellos médicos se extendía también al terreno de la epidemiología de la fiebre amarilla, y esto si era más grave. Por esta causa se obstinaban en la búsqueda infructuosa de un agente causal y desdeñar cualquier interpretación que se apartase de ese objetivo.
Para suponer la existencia de un vector, era necesario tener un conocimiento profundo del modo cómo se presentaba la enfermedad, cómo se extendía en forma epidémica y cuáles eran sus características clínicas. El testimonio del doctor J. G. Hava es elocuente, cuando afirmaba: “la experiencia demuestra que la fiebre amarilla es una enfermedad endémica, es decir, que puede desarrollarse en la localidad independientemente de toda importación”. Pero era opinión extendida entre las autoridades sanitarias de Estados Unidos, que la fiebre amarilla erauna enfermedadimportada. La prepotencia yanqui ha creado un estado de conciencia entre los dirigentes de aquel país, que en numerosas ocasiones los ha cegado, impidiéndoles ver la verdad.
Como bien señala el autor, lo más importante en el complejo problema que planteaba la fiebre amarilla, no era la identificación del germen causal, sino el modo de trasmisión de la enfermedad. El conocimiento del agente etiológico no hubiera sido suficiente para explicar los misterios de la epidemiología del vómito negro.
En esta obstinación de los sanitarios norteamericanos de no admitir que la fiebre amarilla pudiera originarse en cualquier punto de la Unión, están implícitas concepciones racistas y discriminatorias que, a través de la historia, han matizado las relaciones de Estados Unidos de Norteamérica, con sus vecinos.
La larga polémica entre los partidarios del contagio directo y sus oponentes es analizada por el autor con claridad meridiana. En brillante exposición, sitúa el problema, en el marco histórico en que tuvo lugar y lleva al lector, en un proceso rigurosamente lógico, hacia la concepción de la síntesis, obra del genio de Finlay. Quedan detrás, desvaídos, los supuestos “precursores” que, como afirmara Guiteras, tenían ideas que no se diferenciaban en nada de las de los primitivos habitantes del África.
Uno de los aspectos más importantes tratados en este libro, y que merece por ello ser señalado con predilección, es el constituido por las observaciones que hace el autor sobre la personalidad de Carlos J. Finlay, que lo sitúan en la verdadera dimensión que alcanzó en el campo de la investigación científica. Las más destacadas facetas de la personalidad de este extraordinario compatriota, son señaladas con acierto en esta biografía. En esta se muestra un hombre estudioso, desinteresado, bondadoso, culto, tenaz y paciente, humano y sencillo, que se yergue en esta páginas como una figura impoluta y excelsa. Presentándolo así, no solo se rinde tributo a la verdad histórica, sino que se le propone como personaje ejemplar, digno de figurar en esa gran constelación de los forjadores de nuestra nacionalidad, en sitial homólogo al de los más grandes investigadores de la ciencia. Tampoco se exagera si se le coloca entre los que lucharon en los terrenos ásperos de las gestas libertadoras o en el campo,todavía virgen, de la ciencia o en el ámbito trascendente de las ideas, donde morannuestros más altos pensadores.
Mérito grande de este ensayo es el haber esculpido con audaz cincel la figura de Finlay, con los hábiles golpes de un Rodin o el poderoso aliento y la majestuosa serenidad de un Miguel Ángel, para presentarlo ante las nuevas generaciones y propiciar así que estas recojan ese brillante legado, siguiendo la carrera iniciada por los grandes de la Patria, ahora liberada y feliz, solidaria de todos los pueblosdel mundo y sensible a todas las causas nobles, proyectada hacia un futuro depaz y de trabajo creador. Aquí se destacan con rasgos indelebles, las virtudes del hombre que quisiéramos formar y que solo podrá lograr su plena realización, en un mundo donde impere la generosidad, la disposición al sacrificio y el culto a los valores fundamentales por los que ha luchado durante siglos la humanidad, que serán universales cuando sea abolida sobre toda la extensión de la tierra, la filosofía del despojo y sea una realidad, por la supresión de la opresión, el concepto del hombre hermano de su semejante.
No es menos importante en este estudio, el acento que pone el autor en el proceso intelectual que se operó en Finlay cuando “abandona sus creencias de muchos años” y, con un coraje que admira, inicia el recorrido por un camino nuevo, no hallado por nadie antes que él, para lo que era necesaria una personalidad poseedora de esa extraordinaria estructura mental que, en un período de pocos años, lo hace abandonar el cauce conocido y trillado, pero pleno de contradicciones, del contagionismo y del anticontagionismo, y le plantea como hipótesis, la necesidad de una síntesis dialéctica que dé respuesta a los enigmas encerrados en aquellos términos antagónicos. “Las rígidas antítesis de la vieja epidemiología contagionista y anticontagionista se conjugan ahora en una indiscutible unidad”, dice el autor y, más adelante, añade lo que es, sin dudas, uno de los juicios más certeros que se hayan emitido en torno a la obra de Finlay:
En el caso de Finlay, hay dos grandes y cimeros descubrimientos,: Uno, la teoría científica del contagio de las enfermedades y, otro, la identificación del mosquito como agente de trasmisión de la fiebre amarilla. Elprimero es la aportación teórica conceptual, lo segundo es su significativa aplicación práctica.
El carácter ético de la obra de Finlay se hace evidente en el capítulo donde serelatan sus primeras inoculaciones en seres humanos, reproduciendo por primeravez en el mundo, formas leves de la fiebre amarilla y creando de manera experimental el primer caso de inmunidad contra la enfermedad. Es, precisamente, de esta preocupación ética y de su práctica consecuente, que se valieron después sus enemigos para afirmar sin pudor, que Finlay había “fracasado en varios intentos de trasmitir la enfermedad con mosquitos que hubieran picado a enfermos de fiebre amarilla”. No parece haber sido esta la preocupación que guió los pasos de la Cuarta Comisión Norteamericana encabezada por el doctor Walter Reed.
Los capítulos fundamentales de este libro sirven para poner en evidencia los disímiles intereses que se movían, entonces y después, en torno al descubrimiento del investigador. Estos intereses se extendían, en amplio espectro, desde la lucha entablada en el terreno científico, oponiendo tenazmente viejas concepciones, arraigados prestigios y nombres reconocidos, que se resistían en admitir una concepción revolucionaria, hasta las actividades de la tenebrosa mano guiada por los apetitos hegemónicos del Imperio con su cohorte de turiferarios y sometidos, cegados ante la evidencia o con aviesas y deshonestas intenciones. Ahí están, para crear un caldo de cultivo propicio, los esfuerzos por exhumar pretendidos “precursores” y la ignorancia de un cuantioso caudal de información sobre la enfermedad, incluyendo por supuesto, la bibliografía cubana. Nada faltó para crear con piezas dispersas, una nebulosa en la que una espúrea estrella se hacía brillar sobre frentes indignas, sin respeto siquiera para Lazear, que sí creía en la doctrina finlaista.
No fue fácil entonces, ni lo ha sido después, iluminar la sombría conjura para sacar a la luz la verdad resplandeciente y deslumbrante. Polemizar sobre el caso, en los primeros años de la República mediatizada, entrañaba la adopción de posturas que suponían intenciones políticas que para muchos, no era fácil asumir, aunque en el fondo de las conciencias se refugiaran sentimientos de justicia, decoro y soberanía. Pocos fueron los valientes que levantaron el tupido velo, y a ellos hay que rendir justohomenaje. Deben estar situados en el mismo honorable rango de los que impugnaron la Enmienda Platt, la intervención foránea en los asuntos de la República y los que elevaron sus voces en múltiples foros en pro de la real y absoluta independencia de Cuba. Aunque muchos lograron romper el muro creado en torno a la verdad, las brechas carecían de amplitud y universalidad y no dejaban apreciar la magnitud de las artimañas, los subterfugios y las falsas investigaciones históricas que se cubrían con frecuencia con la piel de oveja de una erudición, cómplice, en su raíz, con los usurpadores. No podían hacer más en los tiempos que corrían, pero hicieron bastante, si tenemos en cuenta que otros dramas, de mayor dimensión y trascendencia, urgían a las mentes y a las plumas, fieles a los principios de la verdad y el patriotismo.
Aquellos que hubieran deseado un Finlay combatiente en la manigua o en las tareas de la conspiración o del exilio, encontrarán en el libro del profesor López Sánchez una respuesta cabal a sus preocupaciones. Aquí están expuestos los ingredientes de la personalidad del sabio; sus antecedentes familiares; su origen y su clase social; su educación, desde el comienzo hasta su graduación en países y medios culturales diversos y ajenos; su vocación irrefrenable por la investigación científica, asentada sobre un afán permanente de beneficio para sus conciudadanos y semejantes. Sería erróneo juzgarlo con los mismos códigos, aplicables a otros valiosos cubanos de su época, sin tomar en consideración este complejo de características.
El arma que hubo de esgrimir fue tan poderosa como cualquier otra que se pudiera empuñar para salvar la vida de millares de seres humanos, para elevar el prestigio de su país, desde la lóbrega etapa colonial hasta el concierto de naciones con personalidad propia y aún después, ha seguido inspirando a los higienistas cubanos que, hoy día, luchan contra un enemigo sin ética ni escrúpulos, que en innumerables ocasiones nos agrede, desconociendo que en el terreno de la medicina de las enfermedades trasmisibles, somos dueños de una tradición que, a partir de Finlay, es nuestro patrimonio, enriquecido con las obras de Guiteras, Díaz Albertini, Le Roy, López del Valle y de decenas de hombres excelsos.
Los estudiosos de la anatomía patológica encontrarán en este libro numerosos elementos que muestran una faceta de la actividad de Finlay poco divulgada y quizás opacada por su extraordinario aporte a la epidemiología, la entomología y la clínica de la fiebre amarilla. Aquí verán, cuando relata su polémica con el médico francés Armand Marie Corre, cómo, para Finlay, la histología patológica fue una base de sustentación de gran solidez dentro de la estructura de su doctrina, que no se nos ofrece como una suma aritmética de conocimientos dispersos, sino como una compleja ecuación en la que sus componentes se concatenan como funciones matemáticas, por lo que no es posible considerarlos aisladamente, sino tomarlos e interpretarlos como un conjunto armónico.
Finlay no fue, como destaca el autor, “exclusivamente un profesional de la medicina. Su categoría científica, en lo fundamental, es la de investigador”.
Debe señalarse otro rasgo del biografiado, que lo caracteriza como un precursor y que el autor destaca con afilado relieve cuando, comentando un artículo de aquel, publicado en la Gaceta Médica de La Habana, en junio de 1879, dice:
En dicho artículo, Finlay da a entender claramente que la “medicina no puede circunscribir su objeto al solo tratamiento de las enfermedades y a la prevención de las epidemias, sino que es mucho más integral, pues debe ocuparse de la creación de condiciones óptimas para que el ser humano pueda disfrutar de salud”.
La polémica con Melero es un episodio que nos muestra un Finlay de carácterfirme en la sustentación de sus criterios científicos y aún, dentro de su innata timidez, no utilizó otros recursos que la modestia y la sencillez, apoyadas en una constante preocupación porque los hallazgos de la ciencia pudieran ser, constantemente, comprobados de forma experimental, siguiendo en ello los impulsos de su total identificación con la escuela del Gran fisiólogo francés Claude Bernard. Por ello, Finlay fue, sin duda alguna, “un naturalista que profesó el materialismo espontáneo, tendencia progresista en esa época”.
A través de estas páginas es posible percibir cómo el autor se ha esforzado en mantenerse dentro del más acendrado rigor dialéctico-materialista, en contraposición a las corrientes de snobismo e idealismo que permean, en la actualidad, muchas obras de este campo de la historia de la ciencia.
Otro aspecto digno de atención, es el propósito del autor de darle a la historia, belleza literaria; abundan las páginas que denotan una creatividad artística-literaria. Se ha empeñado en sustituir, y lo consigue, la frecuente aridez de los conceptos analítico-históricos, por una narración rodeada de figuras en las que se entrelazan las más variadas formas de la expresión retórica. Cuando uno finaliza la lectura de este libro, siente como si un fresco aliento lo hubiese invadido, y le deja en la mente el recuerdo de una lectura elevada y amena.
Este libro constituye, en suma, una exposición diáfana y permanente de la vida, así como el trabajo de un médico, un sanitario, un investigador, un descubridor y un audaz y genial experimentador científico.
Sin Finlay, los grandes aportes de Pasteur, Koch, Laveran, Manson y otros grandes nombres inscritos entre los conquistadores del trópico, yacerían en la inercia, porque el problema más importante era no solo conocer la causa de una enfermedad, sino como podía propagarse y expandirse, invadiendo a otros seres humanos, de modo que se afectaran tantos en un corto período de tiempo y, sobre todo, cómo podría ser posible eliminar estas enfermedades. Esta fue la más grande contribución que hizo la medicina del sigloxixpara asegurar que, con los progresos de la civilización, se pudiera acometer la gigantesca obra de extinguir las grandes endemias de enfermedades trasmisibles o las epidemias, llevando a la práctica las campañas antivectores.
No constituye una sorpresa que este competente biógrafo acometiera con originalidad y riqueza de contenido, este exhaustivo estudio sobre Carlos J. Finlay, ofreciendo una panorámica clara y precisa del medio en que vivió y se desarrolló lapersonalidad del sabio. Mas aún, nos ofrece una historia resumida, pero reflexivay brillante, de los acontecimientos políticos y sociales que tuvieron lugar en Cuba,en un período de tanto valor y significación para la historia, como fueron losañosen que irrumpió en la conciencia de la nacionalidad cubana, la aspiración suprema a ser independiente y soberana. Ya nos había anunciado, en su bien escrito libro sobre Tomás Romay, su talento y capacidad en este género literario-científico, de tanta importancia y significación en la historia de la medicina y como medio excelente para la educación médica.
La lectura de este libro es importante, no solo para conocer a Finlay, al hombre, a la verdad científica de sus descubrimientos y a los atributos de su genio, sino porque ha de servir como aliciente y estímulo para las jóvenes generaciones de médicos que encontrarán en sus páginas inspiración, razones e impulsos para hacer contribuciones de tanto valor como las que hiciera Carlos J. Finlay.
El destacamento de jóvenes, futuros médicos, que lleva el nombre glorioso de nuestro sabio compatriota, constituye el mejor homenaje a su memoria, materializado en el pujante impulso que estas legiones mostrarán hacia formas integrales, nuevas, de la medicina, inspiradas por nuestro Comandante en Jefe y puestas al servicio de la sociedad, tanto de la que forjamos con el heroísmo de nuestro pueblo, como de aquellos que allende el mar, yacen en la insalubridad, la muerte precoz y el dolor humano más acuciante.
Los jóvenes del Destacamento “Carlos J. Finlay” adquieren, por ello, una alta y hermosa responsabilidad ante la historia y ante nuestro pueblo, al emprender un recorrido por el camino que su vocación les señaló y al pertenecer a una generación de médicos, fieles seguidores de la huella luminosa que dejó el gran benefactor de la humanidad. Tenemos la certeza de que nunca defraudarán la esperanza que hemos depositado en ellos.
Dr. Sergio del Valle Jiménez
Ciudad de La Habana, septiembre de 1985.
Al Comandante en Jefe Fidel Castro, bajo cuya guía Cuba ha alcanzado el más alto nivel de salud pública de su historia, y por su creación del internacionalismo de la salud, tributos permanentes al ideal de Carlos J. Finlay.
A los finlaistas cubanos y de nuestra América, de ayer y de hoy, que defendieron con tesón, inteligencia, coraje y honor el patrimonio de la creación científica de Carlos J. Finlay.
Al destacamento médico “Carlos J. Finlay”, cuya misión es la de promover la salud en Cuba y en las naciones del mundo subdesarrollado.
A:
Fidel Castro Ruz, Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, por su sugestión de que escribiera este libro y su apoyo irrestricto para que lo lograra.
Enrique Finlay Seigle, por confiarme los recuerdos de la tradición oral de la familia.
Federico Sotolongo Guerra y Rafael Octavio Pedraza mis compañeros de más de medio siglo de luchas en la revolución y en la medicina, por sus estimables consejos. Agustín Rodríguez Guzmán, por su benevolencia en escuchar la lectura del manuscrito y ofrecerme sus impresiones como lector.
Araceli García-Carranza, de la Biblioteca Nacional “José Martí” y Alberto Moreno, del Museo Histórico de las Ciencias Médicas “Carlos J. Finlay”, por su colaboración bibliográfica.
Eduardo L. Ortiz delImperial Collagede Londres y Cristina Hauville Quesnot, por sus búsquedas documentarias en Inglaterra y Francia respectivamente.
Carmen Parra, mi esposa, que me dedicó todo su tiempo y me alentó constantemente para que pudiera realizar este trabajo.
A todos aquellos que me estimularon y se preocuparon por la marcha del libro, cuyos nombres siempre estarán en mi recuerdo.
DURANTE MUCHOS AÑOS, MIS LECTURAS DE LOSTRA-bajos de Finlay constituyeron un tema preocupante y absorbente. Los incidentes, favorables unos, infortunados otros, en torno a su descubrimiento capital relacionado con la fiebre amarilla, me obligaban a repasar, una y otra vez, sus artículos originales. La pregunta que me surgía era esta: ¿Por qué si todo su trabajo experimental es claro, preciso y convincente, se disputa tan acerbamente la cuestión de la prioridad? Hallar una respuesta adecuada a esta interrogante consumió bastante tiempo, más del que creía poder disponer.
La sistematización del conocimiento de la obra de Finlay, sobre todo en lorelativo a la fiebre amarilla comenzó cuando el compilador de susObras Completas.César Rodríguez Expósito, me urgió a que escribiera el prólogo. La AcademiadeCiencias había acordado su publicación y era una tarea imprescindible hacerlo,porque debía de aparecer enseguida el primer tomo. Esto fue en aquel entonces uningente esfuerzo que recababa no solo dedicación para verificarlo en solo unospocosdías, sino que debía precisarse una valoración de la importancia y la significaciónde las investigaciones de Finlay y de sus descubrimientos. Fue así que apareció porprimera vez una interpretación que difería de aquellas que habían sido el nerviovivo en la defensa de los finlaistas. Se afirmaba que la aportación más valiosa, la queabrió la senda para al identificación delAedes aegypticomo agente de trasmisiónde la fiebre amarilla, fue su genial concepción teórica sobre el contagio de las enfermedades.
A la luz de investigaciones y reflexiones posteriores no se pueden ocultar las deficiencias y limitaciones de este trabajo, ni eludir aceptar las críticas que se le formulan de su falta de concatenación con otros hechos también importantes, como el de haber producido la enfermedad, por medios experimentales, en el ser humano. No obstante, puede permanecer como un valor histórico genuino, al advertir que los trabajos anteriores no habían penetrado en la esencia misma de la creación científica de Finlay. En verdad, no me decidía a acometer la empresa de escribir un libro sobre Finlay, y para suplirlo publicaba, alguna que otra vez, artículos de mayor o menor interés. Esto lo motivaba, de una parte, la insuficiencia de datos relativos a la familia, a su propia vida, porque Finlay prefirió no dejar ni apuntes, ni notas que sirvieran de pauta para una biografía; de otra, que su descubrimiento era tan sombroso y tan sañuda y resentida la oposición de sus detractores, que los finlaistas se consagraron más bien a entablar polémicas para defender lo prístino de su doctrina, y olvidaron que las generaciones posteriores ansiaban conocer la naturaleza humana de Finlay, su juventud, sus estudios y también la historia ancestral de su familia, junto al debatido problema del robo quese fraguó para desposeerlo de su creación científica.Todo ello ha tenido que ser reconstruido con un poco de imaginación y un dilatado proceso reflexivo gnoseológico, pero siempre sobre bases testimoniales y documentarias.
Su obra, sin embargo, no presenta estas dificultades para su estudio y su análisis. Puede asegurarse que es una fuente abrumadora de información que permite seguir, como un libro abierto, sus ideas, métodos, experimentos, resultados positivos y negativos. Siempre estuvo franco al acceso del investigador histórico, porque sus trabajos originales, fueron reproducidos más de una vez, y existe una abundante literatura que han dejado tras de sí sus colaboradores, los historiadores médicos y, porque no, sus opositores. Se ha afirmado con razón que pocas veces se encuentra en la historia de la medicina un cúmulo tal de escritos y discursos sobre un gran médico. Este es el caso de Finlay.
Su obra semeja a una exposición de grandes maestros de la plástica que uno, recorre continuamente, y a ratos vuelve sobre sus pasos para, repasarla y buscar nuevos detalles; algunos que creyeron ver y requieren una más escrupulosa observación; otros que a primera vista parecieron imprecisos, en la forma o la tonalidad. Al fin, uno acaba por comprender que en ocasiones se es impotente o incapaz para poder desentrañar la multifacética sutileza del creador. Como en toda obra original, uno tropieza con algo que de inmediato no columbra con nitidez, pero que está seguro que es elquidvigoroso y vivificante de la obra. Esto explica porqué, críticos y panegiristas tracen planos y ángulos diferentes, sin que puedan ofrecer toda la profundidad y la perspectiva del producto de su personalidad científica, de la creación generadora de sus descubrimientos. Él supo exponerlos, razonarlos, probarlos y defenderlos, guiado por su fe en el progreso indefinido de la ciencia. Fue un ardiente defensor de sus ideas científicas y jamás rehusó el combate polémico contra sus adversarios con entera independencia de sus intenciones.
Su mente tan bien encauzada hacia la síntesis no pudo, sin embargo, inducirlo a hacer una sistematización de sus ideas en torno a su saber teórico.Este fue un vacío que dejó, porque él originó una metodología de la investigación científica, cualitativamente distinta de la de Claude Bernard pero, obviamente, una de sus derivaciones más luminosas al aplicarla a las enfermedades epidémicas, las más importantes y desconocidas en su época. Sin proponérselo, consiguió con este método revelar el modo más importante de propagación de esta clase de enfermedades, y de paso darle solución adecuada a la antinomia contagio-infección, que durante siglos perturbó la mente de los médicos.
Confieso con toda honestidad que daba por seguro que jamás escribiría un libro sobre Finlay, porque estaba más allá de mi capacidad. Su vida y su obra eran muy complejas y llenas de incidencias que tocaban otras ramas del saber, incluso por el hecho mismo de que mis ocupaciones fueran de otra índole. Trabajaba en un campo muy alejado de la medicina, solo se mantenía en pie el deseo de seguir cultivando su historia, pero como una afición. Después de participar en elXVI Congreso Internacional de Historia de la Ciencia, celebrado en agosto de 1981 en Bucarest, donde leí un trabajo relativo a la concepción científica del contagio,descubrimiento principal de Finlay, renació esa inquietud, pero me faltaba aún confianza en mí mismo para emprender un trabajo de la envergadura que se requería para analizar la obra de Finlay.En la noche del 3 de diciembre de ese propio año, durante una conversación con el Comandante en Jefe Fidel Castro, en el acto de imposición de la Orden “Carlos J. Finlay”, hablando sobre los resultados sorprendentes y espectaculares en la liquidaciónde la epidemia de dengue, introducida en nuestro país, y recordar las vicisitudes que se vivió para lograr la conquista de la fiebre amarilla, se puso de relieve que por tozudez de las autoridades sanitarias, particularmente de los Estados Unidos, la humanidad tuvo que sufrir los estragos de esta peste por casi veinte años más, cuando ya la solución había sido dada desde 1881 por Carlos J. Finlay. Él entonces me dijo: “Usted debe escribir sobre esto”. Desde ese momento pensé que no podía eludir esta responsabilidad. De no hacerlo, sería no ya un temor intelectual, sino rehuir al deber y al honor que esto implicaba. Recibí cuanta ayuda me fue necesaria, y al margen de toda otra obligación, asumí la tarea de escribir este libro que entregué luego de tres años de intenso trabajo.
No puede ser ajeno a las insuficiencias, ni a las críticas de que pueda ser objeto, y sobre todo de que se me acuse de tendente. De antemano, declaro que comparto estos calificativos porque estoy consciente que es una obra de contenido tan alto que me es difícil alcanzar. Lo que sí defenderé es el interés que he puesto en descubrir la verdad, y por ende denunciar toda la injusticia que ha representado desconocer o tergiversar los postulados científicos establecidos por Finlay. La ecuanimidad ha sido necesaria, para sobreponerse a la indignación que causa ver preterido un descubrimiento, que de haberse ensayado en su tiempo —como obliga, si no la ética científica, por lo menos el deseo de comprobar una teoría, aunque a juicio del verificador no se trate más que de una hipótesis— habría salvado del sufrimiento y la muerte a cientos de miles de vidas humanas, lo que forma parte de la empresa civilizadora de la humanidad. En efecto, la pasión no me ha dejado ni un solo instante, porque la defensa de la verdad la exigía, aún más, para contraponerla a la frialdad de la insidia que deformaban los hechos.
Hay quienes aseguran que el pasado es irreparable, pero este libro pretende ser un viraje crítico, no para enmendar juicios erróneos, sino para sentar lo que siempre fue una verdad científica indiscutible, que sólo a Finlay le corresponde, a él solo, el mérito inmenso de sus descubrimientos, exentos de precedenciasy precursores, alejado de toda influencia que no fueran los progresos delamedicina en su tiempo. Con énfasis afirmo queno se ha tenido el propósito dehacer erudición muerta en la reconstrucción del pasado en la obra históricadeFinlay, ni utilizarla como un medio de acrecentar su prestigio como médico devasta cultura, sino de alejarlo de las mentes que quieren ver al hombre de ciencia como tocado por el mito de la revelación.
Este libro es un producto de esta época de profundos cambios económicos y sociales, determinados por la revolución socialista cubana que genera una cultura distinta, más profunda y penetrante, que permite examinar las cosas ensu realdimensión histórica, sin concesiones al empirismo convencional, ni al subjetivismo tolerante. Una cultura que no está marcada ni por el temor, la vanidad, la gloria estéril y, menos aún, por la animosidad internacional. Partimos del hecho de que la sociedad es infinitamente perfectible y que la historia podrá ser desnaturalizada un lapso determinado, pero no todo el tiempo.
Nadie mejor que yo para admitir que este libro no es más que una débil luz en el amanecer de la cultura médico-histórica cubana y que vendrán en un futuro no muy distante los que lo lleven a su cénit. Esto me da derecho a solicitar indulgencia y reclamar benevolencia con sus faltas. No puede, ni pretende ser una obra exhaustiva, queda mucho trabajo por hacer todavía para darle su tamaño real, pero reúne, sin duda, informaciones útiles y quizás enjuiciamientos ciertos. No aspira más que a servir de estímulo, a motivar a una juventud mejor formada y capaz que la nuestra, para que escriban un libro más completo que este, en la seguridad que transitando de nuevo por las ideas y los trabajos de Finlay, encontrarán un rico venero y un asidero firme para preservar la verdad científica.
Por último es mi deber afirmar que quienes piensen que es la obra de unasola persona yerran. Aquí sin poder delimitarse están expresados pensamientosy juicios de numerosos médicos y trabajadores intelectuales que a lo largo de un tiempo, que ya se va haciendo muy prolongado, han trasmitido en forma oral o escrita sus opiniones, y han dejado un sedimento muy valioso y fructífero.
El autor
La Habana, 12 de marzo de 1985.
LA VIDA Y LA OBRA DE FINLAY HAN SIDO OBJETO, de diversas publicaciones en el decurso de unos decenios, en perío dos históricos muy diferentes. En cada uno de ellos se ha dado una visión y una interpretación de su obra según las características epocales y la ubicación política, científica y social del autor. Es innegable que hay aportaciones valiosas y prístinas, e incluso valientes, en las que se defiende íntegramente la originalidad, la paternidad y la exclusividad de su teoría científica.
Pero la culminación de los esfuerzos de las mejores tradiciones cubanas por reivindicar la gloria de su descubrimiento, solo ha sido un producto de la revolución cubana con sus grandes éxitos en la educación y la salud pública.
La bibliografía sobre Finlay es ciertamente numerosa. Podría hasta afirmarse que pocos científicos pueden acumular en su haber una cantidad tal de artículos —científicos unos, otros no— en revistas, periódicos, libros e incluso enciclopedias. La razón de esta prolija literatura quizás se justifique por dos motivos: el primero, la espectacularidad del descubrimiento de los vectores biológicos, que creó una nueva forma, nunca antes conocida por la medicina, ni por los científicos; la otra podríamos atribuírsela al hecho, también insólito, de que se tratara de despojar a su autor del producto de su creación científica. Durante 20 años la doctrina finlaísta había recibido poco apoyo de los hombres de ciencias, con honrosas excepciones, no obstante haberla dado a conocer a lascorporaciones e instituciones científicas, en esos años, a través de una prolija correspondencia y publicaciones de artículos en revistas médicas nacionales y extranjeras. Tampoco nadie había disputado la pertenencia del descubrimiento, ni persona alguna había reclamado para sí la precedencia, y por consiguiente el título de precursor. Las comisiones médicas de Estados Unidos, cuatro en total, que habían venido a Cuba a estudiar la fiebre amarilla, hicieron pocas aportaciones significativas y ninguna sobre el modo de trasmisión, pues las hipótesis de sus módulos experimentales estaban condenadas al fracaso, ya que en ese tiempo no era posible identificar al agente causal de la enfermedad que era el objeto de sus investigaciones; solo cuando se guiaron por la concepción enunciada por Finlay en 1881, lograron acercarse a una comprobación cierta.
El hecho de que la comisión presidida por WalterReed, mayor del ejército de ocupación de Estados Unidos en Cuba, se anunciara como el descubridor del agente trasmisor de la fiebre amarilla despertó la atención del mundo de la ciencia, y los científicos serios regresaron al estudio y la comprobación de la abundante literatura médica producida por Finlay acerca de este descubrimiento.
¿Por qué ese silencio en torno a este gran descubrimiento científico cuya aplicación podría liberar a la humanidad de uno de sus más terribles azotes? La explicación es esta: la concepción de Finlay constituía una discontinuidad en el pensamiento médico y sanitario imperante en la mente de los hombres por más de tres siglos. Parece sorprendente que lo que hoy admitimos como una cosa sencilla y lógica, haya costado tanto tiempo y trabajo en ser comprendida. El problema en sí, en la historia de la ciencia, no resulta extemporáneo porque en la asimilación y la utilización de un descubrimiento desempeñan un papel primordial, el nivel de instrucción, la plasticidad mental, la capacidad crítica, el juicio desapasionado, no prejuicioso, con los que se estudia y valora la verdad científica. El caso de la teoría acerca del contagio de las enfermedades y el descubrimiento del agente trasmisor de la fiebre amarilla efectuado por Carlos J. Finlay no puede explicarse de la manera analítica ordinaria, porque lo medular de su teoría es su capacidad dialéctica de haber comprendido que el concepto del contagio, tal como se aceptaba universalmente en su tiempo, era incapaz de explicar la forma de propagación de la fiebre amarilla.
La historia de la ciencia realiza una purificación sin fin de los hechos eideas científicas, ha afirmadoSarton, y esto nos permite asegurar que también es cuestión de excepción que el descubrimiento de Finlay, en el que se cumplen todos los postulados de la investigación y la experimentación científicas, haya sido objeto detantas controversias y regateos vulgares, pues por su propia esencia y naturalezano engendra duda alguna, ni da lugar a necesidades de verificación. Además, este satisfacecon rigor la explicación epidemiológica, la clínica y el lógico desarrollo interno de enfermedades de esta naturaleza. La práctica sanitaria derivada de su teoría constituye el índice probatorio más absoluto de su certeza científico-social.
La personalidad de Finlay se destaca, en lo esencial, por su sobriedad y su modestia. Hombre enérgico, perseverante, acucioso, ajustaba su conducta a las normas más rígidas de costumbres hogareñas y quehacer académico. Sus biógrafos han creído ver en las manifestaciones de su carácter un resultado de su doble origen nacional, escocés por línea paterna y francés por la materna. El doctor JuanGuiteras fue el primero en proclamar que como resultado de la fusión de los elementos que integran el perfil socio-psicológico de su ancestro, que se expresa en el lenguaje cultural de aquella época, con la frase de que “por sus venas corrían mezcladas sangres de ambas naciones” —un remedo del concepto cartesiano de las ideas innatas— era la causa determinante de su carácter. Es por esta circunstancia que él lo compara con otro prominente hijo de las Antillas, AlexanderHamilton.
Bien es verdad que existe esta similitud de origen, pero no identidad en vocación, ni en otros atributos personales. Hamilton buscó siempre la gloria mediante el encumbramiento como militar y hombre de Estado, y gustaba expresarse en tono grandilocuente y, aunque tenía suficiente mérito para ello, no era este precisamente el camino que transitó Finlay, quien se conducía y expresaba con humildad, claridad y sencillez. Quizás Guiteras quiso enaltecer a su maestro y amigo pensando que si los unía en el recuerdo, en lo que el creía que eran cualidades comunes, podría redundar en una más justa comprensión y reverenciaal carácter de Finlay, bondadoso y discreto, pero a su vez ripostante, tesonero a intransigente en la defensa de sus convicciones, principios morales y científicos. Recuérdese que esta pequeña biografía deGuiteras apareció en los postreros años de la vida de Finlay, la primera que se le dedicó, cuando aún vivían algunos de sus opositores y muchos de sus amigos.
Finlay tuvo que enfrentarse y vencer muchos obstáculos y dificultades a través de toda su vida. Sufrió dos enfermedades graves, como resultado de una de estas le quedó una secuela que en otro hombre que no tuviera que realizar actividades sistemáticas de exposición y discusión podría haber pasado inadvertida. Solo su indoblegable espíritu, y la constancia en los ejercicios cotidianos que él se impuso, lograron aminorar esos defectos de pronunciación, haciendo casi insignificante su tartamudez. Desde sus primeros tiempos como médico, con entera independencia del ejercicio de la profesión, Finlay se dedicó con abnegación e inteligencia al estudio de la más grave endemia del país, lafiebre amarilla.
Su consagración a la investigación científica primero, y a la labor sanitaria después, que llenaron toda su vida, lo alejaron de todo interés monetario en la práctica privada de la medicina, para la cual estaba altamente calificado, siguiendo en ello el ejemplo de otro ilustre médico, prócer de la medicina científica cubana, el doctor TomásRomay.
HOYcuando las campañas antivectores y la vacunación han reducido y domi-nado la fiebre amarilla, y otras enfermedades trasmisibles, resulta difíciladmitir que esta enfermedad, más que alguna otra, fue una de las pestes másmortíferas, implacables y temibles que ha padecido la humanidad. Se olvida que hasta los albores de este siglo, después de continuos brotes y ataques durante 300 años, lapeste amarilla—como la han denominado algunos historiadores—, ha dejado tras de sí un número incalculable de muertos, ciudades devastadas y desoladas, y una fabulosa riqueza social perdida.
La aparición de los primeros casos desencadenaba el pánico en la población; la gente se aterrorizaba, y aquellos cuyos medios se los permitían huían hacia otros lugares, en tanto el fuego devoraba bienes de toda naturaleza con la ilusión de contrarrestar la epidemia, limpiando el ambiente de miasmas y suciedades, método inducido por la creencia de que esta enfermedad era originada por estas causales. Si impresionante era el número de enfermos, y también la indefensión médica para la curación de la enfermedad, quizás lo fuera aún más el aspecto de los afectados por la fiebre amarilla y los síntomas concomitantes que iban desde la amarillez hasta la palidez cérica del cadáver, a lo que debe añadirse los repetidos vómitos de sangre, la fiebre altísima y los trastornos entéricos. Pocos sobrevivían, como lo expresa el coeficiente de mortalidad que alcanzaba hasta 80 % entre los invadidos y la morbilidad era de 122 por 1 000 habitantes. El término de la enfermedadoscilaba entre 3 y 5 días después de iniciados sus primeros estragos amarílicos. En las estadísticas aparece que los hombres eran más propicios que las mujeres, los blancos que los negros, y los europeos más que los nativos. Esto último a causa de la inmunidad que adquiría la población por haberla padecido, de uno u otro modo, es decir por su carácter benigno o haberla sobrevivido en silencio. El historiadorLópez Cogolludo, quien ofreciera una magistral descripción de la epidemia de 1648, y sobre todo del cuadro nosológico de la enfermedad, fue el primero en mencionar que “no vio enfermarse, como tampoco murieron en recaída, habiendo salido del primer accidente”.1
1López Cogolludo, citado porFinlay: “Yellow Fever, Before And AfterDiscovery of America’. en T. S., pp. 214-216.
Hasta donde es dable conocer, no existe un cómputo total de muertes a causa de esta enfermedad, a lo largo de la historia del tiempo como ha sido el caso de la peste. Esto puede explicarse por el hecho de que la fiebre amarilla no solo permaneció actuante durante siglos, sino que atacaba en muy diferentes lugares, con niveles sanitarios totalmente disímiles, a lo que puede añadirse que durante mucho tiempo permaneció confundida con otras fiebres. Esto ha contribuido a la imposibilidad de establecer con relativa exactitud su origen. Sobre esta cuestión Finlay emitió su opinión basándose en investigaciones históricas de cronistas de las Indias, sosteniendo que la fiebre amarilla existió en América antes de la llegada de las expediciones de conquista de los europeos, en tantoCarter piensa que su probable ocurrencia data de no antes del sigloxvii, y la sitúa en las regiones costeras de África Occidental, relacionándola “con cierta justicia poética” con el abominable comercio de esclavos, como se admite en relación con la viruela.
Dejando a un lado, por ahora, estas incidencias históricas acercade suorigen, sus primeras epidemias, lugares en los que apareció, períodos de duración de estas, daños causados y otros aspectos epidemiológicos de la enfermedad, debemos concentrar toda la atención en los índices de morbi-mortalidad,es decir, en la cantidad de personas que enfermaron y murieron a consecuencia de esta, su diseminación por todos los continentes, pues pocas nacionespudieronpermanecer indemnes a sus agresiones. Por supuestoque nofue tan dramáticamente espectacular como la peste, o muerte negra, que devastó y asoló Europa en el medioevo, dejando un saldo de 25 000 000 de muertos, según opinión de los historiadores,2y numerosas ciudades desiertas, lo que hizo exclamar patéticamente aPetrarca: “¿Ha visto alguien nada semejante?” Este no fue el cuadro de la fiebre amarilla, pero no debe olvidarse que la peste duró solo unos años, 6 en total, mientras que la fiebre amarilla estuvo causando víctimas y asolamientos, por un período de tiempo 50 veces mayor. A esto debe añadírsele que no existe una casuística que incluya el número de habitantes que en África perdieron sus vidas, ni la población india autóctona de América que se vio sacrificada al Moloch amarillo. De seguro que las tablas necrológicas no los registran, y menos aún, por supuesto, los libros parroquiales.3
2Riesman, D.: The Story of Medicine, p. 250.A. Pare, refiriéndose a esta epidemia, dijo: “la enfermedad vino de la ira de Dios, furiosa, súbita, violenta, monstruosa, espantosa, contagiosa, terrible, llamada porGaleno labestia primitiva, salvajey cruel sin compasión”,Winslow, loc cit., p. 135.
3Finlay dice que no hay registro de nacimientos, sino de bautizados, por lo que en las defunciones no cuentan más que estos últimos, de ahí que pueda afirmarse que las estadísticas están viciadas de errores.
La fiebre amarilla recorrió en América todas las costas, del Atlántico ydel Pacífico, viajó tierra adentro desde Estados Unidos hasta el Cono Austral, sin dejar de ascender por las laderas del compacto macizo de la Cordillera de los Andes, hasta ciertos límites.
En unos países fue un aliado contra el extranjero, invasor y ocupante, como en Haití, en las que diezmó a los contingentes franceses, que pudieron escapar a la acción bélica del ejército independentista. En Cuba, en alguna forma, desempeñó un papel parecido, aunque no de tanta magnitud como en aquel país, porque en las tropas españolas había un mayor grado de resistencia a la enfermedad que entre los franceses, ya que en la península ibérica la fiebre amarilla flageló sus costas mediterráneas desde Cádiz hasta Barcelona. Pero por extraño que parezca, también sirvió para que España defendiera sus posesiones en el Nuevo Mundo de las incursiones expedicionarias británicas, como sucedió en 1741 en Cartagena de Indias, y en 1762 en La Habana. Aquí frente al Morro, LordAlbemarle exclamó: “Estoy seguro de que si mis soldados (que se me están poniendo muy enfermos) resisten, podré tomar el fuerte y la ciudad.4
4Thomas, H.:La Habana, Grijalbo, p.190, 1984.
En los Estados Unidos estalló la primera epidemia de fiebre amarilla en 1693 y desde esa fecha no dejó de ser un asiduo azote, particularmente en el sur, pero sin excluir que más de una vez causó estragos en Filadelfia, Nueva York y Boston. Las víctimas ocurridas por casi 20 años, desde 1881 hasta 1901, es decir desde el momento que Finlay proclamó al mosquito como el agente de trasmisión hasta que las autoridades sanitarias de Norteamérica aceptaron las normas antivector, puede calificarse como un sacrificio inútil en aras de la ignorancia prepotente.
En África no fue hasta 1778 que se identificó una real epidemia de fiebre amarilla. Hay quienes piensan, sin embargo, que las tripulaciones de FrancisDrake (1585) grandemente mermadas por las fiebres, y la deVan der Does (1599) yMascarenhas (1638), fueron de fiebre amarilla.5
5Carter, H. R.:Yellow Fever, pp. 229; 233.
En la popular novela deLever, “Charles O’Malley”, el mayor Monsoon le manifiesta a este: “con todo y las seducciones de las plantaciones de café, de la caña de azúcar, los monzones, los negros, la época de lluvia y la fiebre amarilla nos establecimos aquí. Es muy difícil dejar las Antillas”.
Europa no pudo tampoco mantener sus puertos libres de enfermedades que, abriéndose paso hasta España, ocasionaron aproximadamente 200 000 muertes en medio siglo, y solo en Barcelona, 20 000 entre 1822y 1824. Como reseñaPeset: “la enfermedad hizo su aparición en el cálido y largo verano de 1821 y se mantuvo allí hasta los fríos de invierno (...) La población de la ciudad tembló ante la enfermedad (...) Los fallecimientos diarios son centenares. Casi todas las casas están abiertas y la mayoría vacías de seres vivos. El hambre amenaza a sus habitantes, las tiendas son asaltadas (...) El 24 de Noviembre cesa la epidemia y se entona el consabidoTe Deum...”.6
6Peset, J. L.:Muerte en España, pp. 136-137.
La fiebre amarilla fue el problema más serio que tuvieron que enfrentar los constructores del Canal de Panamá. Cuando le preguntaron aAspinwall, el contratista del primer ferrocarril, cuántas vidas había costado la obra, respondió: “Unhombre por cada traviesa, prácticamente todos muertos por fiebre amarilla. De los82 000 empleados, 52 000 padecieron de vómito negro y 22 000 fallecieron de fiebre amarilla o paludismo”.
En La Habana, las estadísticas, insuficientes y mutiladas, arrojan entre1853 y 1900, 36 000 muertes, de las que unas 12 000 corresponden a la década del 70 al 80.7Según A. Moll: “fue el espectro cuya horrible cabeza se irguió amenazadoramente ante las tropas norteamericanas, justamente en la mañana de su victoria en 1898 contra España, postrando a un tercio de los miembros del Estado Mayor del Gobernador General”.8
7Trelles, C. M.: “Estadística de mortalidad de fiebre amarilla en la isla de Cuba en elsigloxix”, en5to. Cong. Med. Nac., 2, pp. 891-897.
8Moll, A.:Aesculapius in Latin America, p. 437.
En América española está debidamente consignada que la epidemia devastadora de los años 1648-1649, que acumuló el mayor número de víctimas en Veracruz y La Habana, fue la fiebre amarilla, intuida magistralmente por Finlay y comprobada de manera estadística porLe Roy.9En La Habana hubo 562 defunciones en total, de las que 443 ocurrieron en los meses de julio y agosto, en tanto en el resto del propio año el promedio normal y habitual por mes era solo de 10. Las estadísticas de esta enfermedad evidencian que lejos de disminuir con el tiempo, o irse agotando como otras enfermedades, se hacía cada vez más agresiva, hasta alcanzar el pico más alto en la epidemia de 1893 que sacudió a Río de Janeiro y que fue fatal para 94,5 % de los afectados.
9Le Roy, J.: “La primera epidemia de fiebre amarilla en La Habana en 1649”, en 7mo.Cong. Med. Nac.
La fiebre amarilla fue una de las más implacables y terríficas de todas las enfermedades que asolaron a los países costeros de América. Infundía horror entre los habitantes de las regiones o zonas endémicas, porque era la que causaba el mayor número de víctimas entre los atacados. Golpeaba repentinamente y arrasaba en su marcha a numerosas conglomeraciones humanas.
FINLAY dio inicio a sus trabajos experimentales sobre fiebre amarilla en 1857, cuando solo contaba con 25 años de edad, y recién acababa de graduarse de médico. Sus primeros ensayos los dirigió a buscar una explicación racional del por qué se producía la enfermedad, cuál era la causa y si esta se relacionaba en alguna forma con los factores ambientales, según el contenido químico de la atmósfera. Él no podía escapar, como todo científico que inicia una investigación, de los conceptos aceptados en su tiempo. Lo que distingue precisamente a un investigador consecuente, serio y capaz, de aquellos que no son más que sesudos presumidos en busca de esnobismo y espectacularidad, es que estos intentan inventar tesis nuevas, sin comprobar la veracidad o lo erróneo de los conceptos prevalecientes, es decir, fuera del nivel sociocultural de la época. En las ciencias no se puede negar el valor, cualesquiera que estas sean, de las verdades existentes. De ahí que se requiere analizar si dentro del contexto de las teorías o doctrinas que generan estas verdades, se incluye un modelo aceptable, capaz de ser trasformado, mejorado o no, o en su defecto sustituido por otro más congruente con los resultados de la experiencia.
Finlay procedió correctamente al seleccionar su primera hipótesis, pues tenía que partir del examen de si el concepto imperante acerca de la trasmisión de las enfermedades, en este caso, el denominado “anticontagionismo”,10que las atribuía a los miasmas, los elementos deletéreos de la atmósfera y a la suciedad, podía ofrecer algún esclarecimiento de la causa o la propagación de lafiebre amarilla. Después de llegar a la conclusión tras muchos años de meditaciones, reflexiones y experimentos, que esta forma de contagio no era la que podía aplicarse a la fiebre amarilla, tomó un nuevo camino.
10A pesar de titularse “anticontagionistas” no negaban de modo definitivo el contagio, ni la existencia de cualquier enfermedad contagiosa. Esta concepción se apoyaba básicamente en 4 enfermedades: la peste, el tifus, la fiebre amarillay el cólera morbo. Los “anticontagionistas” se oponían a la cuarentena, porque esta no podía controlar lo que se trasmitía por el aire, la atmósfera.
Es importante expresar que ante este fracaso, se puso de relieve su incapacidad de abordar este problema, con posibilidades de éxitos, Finlay no se desalentó, sino que rebasó la gran crisis que siempre engendra en la mente del investigador un fracaso, resolviéndola de modo positivo, ideando una nueva hipótesis. Muchos investigadores no bien dotados espiritualmente para acometer empresas de esta magnitud, frente a su primer desengaño o revés, y que algunos exageradamente califican como escollo insalvable, desisten y se sumergen en la indiferencia o el derrotismo, pero su temple de investigador lo llevó a comenzar de nuevo, tras 14 años de infructuoso trabajo. Hizo un último intento y reanudó sus experimentos mejorando la calidad de las técnicas, pero adherido todavía a la misma concepción teórica, y una vez más llegó a conclusiones incorrectas y resultados falsos. Esta fuesu primera gran victoria. Tenía que desechar la cualidad primera de su investigación y sus posibles modificaciones químicas. No estaba en la composición del medio ambiente la explicación del modo de aparecer de esta enfermedad, tampoco eran los miasmas, elementos imposibles de identificar en su naturaleza y acción, los que promovían las epidemias.
Si fuera factible poder desentrañar los procesos que en su mente tuvieron lugar ante estos fracasos y la alternativa de encontrar otros caminos inexplorados,podríamos explicarnos el cambio operado en su creatividad científica entre losaños de 1872 y 1880. En este período, él rompe con todas las teorías y los conceptos reinantes y se decide a buscar una explicación original y distinta, para lo cual tiene que superar el nivel de los acontecimientos médicos de su tiempo, yendo a indagar en otras fuentes científico-biológicas.
SINGER ha afirmado que la doctrina de las epidemias puede resumirse en una sola sentencia: “como una lucha entre las ideas del miasma y el contagio”. A lo que podría añadírsele que la solución debía ser fácilmente previsible, por cuanto el miasma resultaba ser un ente sin base material o real. Ahora bien, ¿cómo probar que los miasmas eran simples especulaciones? Algunos trataron de encontrar una respuesta razonando teóricamente, preguntándose ¿es el miasma algo que puede vivir por sí mismo en el aire?, y, si así fuera, ¿cómo puede trasformarse en un medio o una causa para la trasmisión y la propagación de las enfermedades? La solución definitiva la dio Finlay. Existen historiadores que afirmaron que el contagio vivo, en lo general, no desplazó al miasma hasta la década del 80 del sigloxix.Esto es enteramente exacto, pero lo que no señalan es que fue Finlay en 1881, quien afirmó la necesidad de la presencia de “una causa material transportable”, “algo tangible” en sustitución de los miasmas, para que “la enfermedad pueda comunicarse del hombre enfermo al hombre sano”. Este concepto no previsto, definido, ni descrito por nadie antes que él, puso fin a la querella entre miasma y contagio, entre contagionistas y anticontagionistas.