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El presente libro constituye un esfuerzo por ofrecer en toda su magnitud el pensamiento y la significación histórica de Tomás Romay. Esta obra fue presentada en el año 1949 a un concurso público convocado por el Colegio Médico Nacional, donde mereció el premio de la Federación Médica de Cuba. También se le otorgó el premio Francisco González del Valle por la Sociedad de Estudios Históricos e Internacionales en el año 1950. Sirva esta segunda edición como un homenaje más a este destacado científico, médico insigne, hombre de carácter firme y científico audaz y persistente, considerado el primer higienista cubano por su tesonera labor en la prevención de enfermedades y promoción de la salud. Su nombre quedará para siempre en la historia de la medicina cubana por introducir y propagar la vacuna contra la viruela en Cuba.
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Seitenzahl: 715
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Tomado de la edición realizada por la Editorial Librería Selecta, La Habana, 1950.
Edición revisada por: Lic. Mercedes Caparrós Chávez
Diseño de cubierta: Lic. Carmen Padilla González
Diseño interior: Julio Víctor Duarte Carmona
Corrección: Pilar Trujillo Curbelo
Composición digitalizada: Bárbara A. Fernández Portal
Conversión a ebook: Grupo Creativo Ruth Casa Editorial
Primera edición, 1950
Segunda edición, 2004
© Herederos del Dr. José López Sánchez, 2004
© Sobre la presente edición:
Editorial Científico-Técnica, 2024
ISBN 9789590513121
Instituto Cubano del Libro
Editorial de Ciencias Sociales
Calle 14 no. 4104, Playa, La Habana
www.nuevomilenio.cult.cu
Dedico esta obra a mis padres
cuyas vidas modestas y virtuosas
me sirven de guía.
La presente obra, seleccionada por su valor histórico e investigativo para formar parte de nuestra Colección BIOGRAFÍA, corresponde a la publicada por la Editorial Librería Selecta en el año 1950 con el título Vida y obra del sabio médico habanero Dr. Tomás Romay Chacón. Por deseo expreso de su autor, se respetó el estilo de la primera edición y solo se realizaron las correcciones imprescindibles propias del proceso editorial actual.
Queremos hacer también patente aquí nuestro agradecimiento al doctor José López Sánchez, fallecido en los días finales de la preparación de este libro, por su cooperación irrestricta con nuestra Editorial y por habernos permitido la publicación de varias de sus más relevantes obras.
La Editorial
“Nec me pudet, ut istos, fateri nescire, quod nesciam”.
Este libro es un esfuerzo. Un esfuerzo por ofrecer el pensamiento y la significación histórica de un médico, TomásRomay, en el alumbrar de la cultura cubana. Su obra, lo más valedero y sustancial de ella, está recopilada en Obras Escogidas. Pero no hubiera bastado su estudio para hacer plástica la vida del hombre. De ahí que durante años viviéramos acodados sobre amarillas páginas de Diarios y borrosos casi ininteligibles —por viejos o por la incuria— documentos de la época. Lo difícil, sin embargo, no ha sido el reunirlos, sino pergeñarlos en forma que brindara la posibilidad de la lectura. A este fin nos hemos encaminado con ardoroso empeño.
A última hora, cuando la brega molesta de la búsqueda rendía su tensión para dar paso a ese impulso —que denominan fuerza o espíritu creador— que es un afán inusitado, una inquietud dolorosa por fundir en palabra o en acción la energía íntima que se siente, se interpuso un deber. Tenía que escribir con el acicate del tiempo y bajo la férula de un límite. No se permitió el vuelo, cuando más un salto. Y así hubimos de comenzar la faena.
Ningún signo más adverso podía aparecer en el hontanar que habría de alimentar sus páginas. Sin embargo, brezábamos la ilusión de que ahí se detendrían las dificultades. El augurio empero rompió en realidad. ¡Qué azaroso peregrinar! Las encrespadas ondas de los intereses creados han pretendido interrumpir el periplo que esta frágil barca proyecta realizar en el piélago de la historia.
Sabemos que el juzgar una obra es empresa ardua. No tanto por lo que ésta pueda representar en sí para quien la escribe, sino porque hay que graduar cuánto estímulo oculta, cuánta verdad encierra, qué próvida contribución presta en la dilucidación de un hecho, pivote para la superación cultural o el progreso patrio. Éste no es nuestro caso. Lo propio es un aporte, diríamos una hendija por donde puede penetrar el haz denso de vibraciones de la historiografía para componer una obra.
El valor de un libro no puede aquilatarse por el gusto o por el particular criterio del examinador, como hacen algunos profesores con sus pobres alumnos de quienes exige la opinión que les ha formado, o deformado. Eso es una aberración. Lo que se les pide es que siendo consecuente y respetuoso del estilo y método del autor avalúen la dedicación y el trabajo, descubran el acierto, mensuren el conocimiento y exposición de los hechos y lo califiquen en atención a su originalidad y a la capacidad interpretativa que haya evidenciado. En lo negativo la labor es más delicada. Hay que saber desechar y aquí es donde el prejuicio se relame. Se tacha y las ínfulas crecen hasta obsesionarlos, haciéndolos creer que poseen el dominio absoluto de la verdad y la sabiduría.
No pretendemos concitar contra la curia de examinantes. Como en todos los tribunales de hombres los hay buenos y justos. Ni siquiera pretendemos excitar contra los malos. Bastante castigo tienen con saber que su pertinaz infecundia no empece el progreso cultural.
En este trabajo hemos pretendido aplicar como método analítico la interpretación materialista de la historia, por considerarlo el más certero en la investigación sociológica y el más ponderado para justipreciar las acciones del hombre. Y aunque tanta desazón causara a algunos, no es, por demás, nada nuevo ni excepcional, y menos aún exclusivo de una ideología determinada, y ni tampoco de una clase o nacionalidad. Cada cual debe tener la libertad de elegiradlíbitumel tema, el método y el estilo para escribir un libro. El reverso es la intolerancia.
Frente a un mismo acontecimiento pueden hacerse juicios muy distintos. Lo importante, sin embargo, es tratar de desentrañar la función de utilidad social para el progreso humano que él pueda representar o significar. Lo perdurable estará dado siempre por la verdad. La verdad histórica correctamente expuesta e interpretada. Quien más se acerque a ella, más razonable hará su permanencia en el tiempo y en la estimación de los que inexorablemente ascienden a formas más altas y perfectas de vida.
La historia patria ofrece multiplicidad de estos ejemplos. Ante las pupilas avizoras de quienes entrevieron nuestra independencia y se dieron a forjarla habrán lucido minúsculos en tamaño aunque grandes para el escollo los predicantes del autonomismo. Y éstos, en cambio, haber considerado al materialismo de la idea de la emancipación como un fenómeno nefasto. Las sentencias pudieron invertirse, pero el libro de la historia se cerró y sólo los primeros quedan burilados en sus páginas de oro. El historiador tiene que aceptar la lección y no querer forzar especulativamente, tildando de resabios materialistas estos conceptos, aunque puedan parecer un sacrilegio ante los ojos de la apostasía autonomista.
A fuer de sinceros dejemos consignados los temores que nos asaltan de no haber cumplido con fidelidad el cometido que nos impusimos de ofrecer una versión materialista del proceso histórico que a TomásRomayle tocó vivir. De todas maneras preferimos este intento, a tratarlo con aquel otro método por el que abogan algunos, de crear un artificio agradable desfigurando la realidad social e histórica.
Ni por vocación, ni por capacidad hubiéramos podido escribir una biografía novelada. Ni aun siquiera esa otra que sin aspirar a tanto, porque no son artífices consagrados de la pluma, se contentan con entresacar de la vida del personaje sus momentos más emotivos para referirlo pleno de gracia o patetismo en las suaves volutas o giros de elegantes figuras literarias. Nos hemos contentado con reseñar la obra de TomásRomaycon espíritu crítico, vinculándola al gran movimiento de reforma económico-cultural que le dio carácter y en el cual dejó impreso el tamaño de su huella gravitante. Mostrar su profundidad y perennidad objetiva es nuestra intención. Si lo hemos conseguido, aunque no haya sido más que por el interés que despertemos en otros, de cavar mejor y más hondo en busca de una más rica veta, nos sentimos satisfechos. Es más de lo que podíamos aspirar.
Ahondar en los caracteres y la evolución del pasado es siempre útil. Con razón se ha dicho que la historia-relato es, fundamentalmente, una rendición de cuentas, porque cada generación y, apurando el análisis, cada individuo, pone en claro las cuentas sociales que forman el conjunto de realizaciones del pueblo. Labor tanto más fructífera cuanto menos desarrollo tenga la comunidad como entidad social con tradición unitaria y perspectivas comunes. No se está afirmando que los pueblos sean resultado de una destilación de su espíritu a través de la obra de los historiadores, sino solamente que a éstos incumbe el recoger, condensar y describir las experiencias con el ánimo útil de cancelar algunos caminos y de abrir el horizonte. Si no se hiciere con este objeto se correría el riesgo de trabajar por el puro amor a la rebusca erudita, que no es por cierto despreciable, aunque con toda evidencia insuficiente, o por el solaz propio, que se explica como forma elemental del sentimiento de la curiosidad.
Cada historiador tiene libertad para escoger el momento, la forma y el tema. Los hay que son conscientes de su actualismo, esto es, de aquella pugnaz intervención, por lo general ineludible, del presente en sus afanes investigatorios, lo cual le sitúa en la magnífica posibilidad de enfrenar los juicios y de conducirlos adecuadamente. A diferencia del que ignora u olvida su propia humanidad, que entonces burlonamente le brota, por detrás de una inconquistable objetividad enturbiando todo el panorama.
El Dr. José López Sánchez, cuya especialidad no le exonera del conflicto, pertenece, sin duda, al primer grupo de historiadores, aquellos que, conscientes de su propia experiencia vital, se adentran en el pasado con el ánimo de dilucidar el origen y la mecánica de las ideas, los sentimientos y los intereses.
Confieso que para mí la lectura de su obra ha sido una enseñanza y un estímulo. Aborda un tema por lo general descuidado en nuestra bibliografía: la vida múltiple y afanada del médico Tomás Romay, que se pierde en el complicado panorama de la primera gran época de creación nacional. Y digo que se pierde, no porque la figura fuera desconocida, sino porque hasta hoy la mirada de los investigadores se limitaba al sentido profesional y técnico de su obra. Se necesitaba un espíritu más amplio y de más nobles ambiciones culturales para enfocar debidamente la vida de Romay. Sería interesante el preguntarse cómo ha sido posible que la historiografía nacional perdiera de vista la universalidad de la figura de Romay, no obstante la copiosa huella documental que dejó y que el autor ha manejado con dedicación ejemplar. Quizás se confió demasiado a la ligera en la univocidad aparente de la vida de Romay; se aceptó sin más que un médico, notable por alguno de sus hallazgos profesionales, no podía ser más que médico a los ojos de la posteridad.
Sin embargo, la realidad fue otra, diferente y por muchos motivos de más alta significación que esos hallazgos profesionales, no obstante su importancia. Es imposible, a nuestro entender, conocer la época en que Romay se revela a la historia como uno de los constructores de la nueva vida colonial cubana sin recurrir a las páginas de esta biografía.
La vida de Romay fue, por lo pronto, una de las más significativas del período que transcurre entre 1790 y 1830. Nació en el último tercio del sigloxviiiy murió en 1849. Presenció los acontecimientos esenciales del tránsito de la colonia a la nacionalidad militante y contribuyó a formarlos y a darles sentido. Es una vida notablemente pareja a la de otros criollos contemporáneos y, sobre todo, su pensamiento y acción públicos —hoy diríamos sociales— no desmerecen ni se apartan de las grandes líneas trazadas por los hombres más representativos de aquella etapa de formación. A tal punto la obra del Dr. López Sánchez sugiere esta conclusión que podría hablarse de un redescubrimiento de la vida de Romay.
La figura de Romay se alza en aquel panorama de una manera que no admite su exclusión. Fundador del Papel Periódico de la Havana, ciudadano actuante en los organismos y grupos políticos de su momento, miembro y directivo de la Sociedad Económica deAmigos del País, protector de estudiantes, promotor de la enseñanza de las artes, profesor activo y médico en ejercicio, casi no hubo actividad en la que no dejara huella de su presencia. Con razón sus enemigos políticos le identificaban con el grupo aristocrático de criollos, promovedores de la vigorosa reformainstitucional y cultural del país.
Con una fidelidad encomiable, el autor toma a Romay desde la cuna y nos lo entrega en la multiplicidad de su quehacer. La impresión es fuerte. Romay fue algo más, mucho más que un médico. Si quisiéramos forzar el análisis, cabría decir que su calidad profesional se pierde un poco en medio de las más diversas y básicas actividades relacionadas con el bienestar público de su tiempo. Fue un extraordinario “trabajador social”, un hombre con la atención puesta en el servicio de la comunidad, en su lucha tenaz por alcanzar las pequeñas victorias, aquellas que parecen no ir al fondo de las cosas, o que sólo rinden sus frutos a favor del tiempo y de sus perspectivas.
Claro está —como puede apreciar el lector—- que Romay ejerció y desarrolló el campo de su profesión. Pero no ha pasado a la historia —o cuando menos, no debía pasar— por esta razón, sino por el sentido público que imprimió a sus desvelos. Tuvo conciencia de los beneficios económico- -sociales deducibles de la propagación de la vacuna, comprendió el alcance de la reforma de los estudios y, en especial, aspiró a crear médicos, más que discutidores de textos obsoletos. Se lanzó, ya anciano, a servir en la línea de fuego contra el cólera morbo, en el momento en que faltaban ciudadanos y médicos para luchar en medio de una comunidad aterrorizada y fugitiva, contra la cruel epidemia. En su actitud profesional descuella siempre la conciencia del servicio a la comunidad. Su actitud en defensa del becario Estévez, y su labor en el Papel Periódico —cuando inicia su carrera—, y su preocupación por las artes ¿que son, sino el empleo útil de sus fuerzas al progreso posible, de inmediato, de su tierra y de sus coterráneos?
No fue grande al estilo de los subvertidores de un sistema. Lo fue entre los que abren camino a los cambios que culminan en la subversión. Es cosa de subrayar que en la historia nacional la obra de los hombres de 1868- -1895 no se explica más que como la necesaria superación de la obra realizada por los primeros reformadores, en 1790-1820. Todos pertenecen a una gran onda histórica, que se ensancha y se enriquece, sin perder su unidad, a medida que cada generación añade nuevos elementos de juicio y propone nuevas metas.
Si el Dr. López Sánchez se hubiese limitado a la compilación de datos, a poner en prosa propia, la prosa de los documentos, no podría tenerse igual impresión de su obra, pues el compilador siempre deja una puerta abierta a la duda sobre su capacidad de aprovechar los momentos significativos de la historia. Abordó correctamente el tema, sin, por otra parte, aspirar a una novelización comprometedora, cuando no se es un virtuoso de la expresión, dando sentido a los hechos y a los personajes no en la confusa externidad del suceder, sino en la profunda conexión social de su origen. Su método ha sido uno de los más nuevos en la Sociología de la Cultura. Ensanchó su horizonte crítico sin imponerle en rebajamiento de la figura noble de Romay ni la beatería del pasado, dos extremos en que caen los historiadores desprovistos de un mensaje.
Algunas de las fórmulas a que llega son notables. Considérese, por ejemplo, la manera cómo incorpora a Romay, hombre del “tercer estado”, de esa clase que despuntaba como factor del desarrollo nacional, a la clase superior formada por los remanentes de la primitiva aristocracia colonial y los nuevos ingredientes resultantes de la expansión económica. De un trazo nos está poniendo en claro, el fenómeno, uno de los más olvidados y, sin embargo, más elocuentes, de toda la transformación social que se opera entre 1790 y 1820. Por mi parte, he tenido la ocasión de señalar algunos de estos aspectos a través de la vida del historiador Valdés y coincido, salvo diferencias de léxico, con la tesis del autor.
No es menos densa la comparación que establece entre el Padre José Agustín Caballero, Francisco Arango y Parreño y el biografiado. En este sentido, el Dr. López Sánchez ha situado históricamente al hombre, en la medida de los demás hombres. Finalmente, el capítulo sobrelas ideas filosóficas de Romay es muy instructivo, pues a través de todo él se aprecia hasta qué grado la lucha contra el escolasticismo fue el arma teórica de la modernidad colonial de Cuba entonces naciente.
Los momentos dramáticos de la vida de Romay son tratados con la misma serenidad investigativa con que se aprecian los demás momentos. Díganlo si no las páginas que el autor dedica a las primeras polémicas sobre inoculación, o a los episodios políticos que suscita el demagogo antiaristocrático Gutiérrez de Piñeres, o a su participación en la lucha contra el cólera, a su lenta y cruel muerte. Se tiene la impresión de que el autor ha sabido comunicar a su relato, la misma serenidad y fuerza que caracterizaron la vida de Romay.
Todo esto lo podrá apreciar el lector cuando recorra las páginas que siguen. Por mi parte no creo justo demorar su lectura. Y ojalá que pueda suscribir este prólogo cuando, sobre el libro ya cerrado, una vez satisfecha la curiosidad y enriquecida la experiencia historiográfica, reconozca que se trata de una obra en la cual se ha realizado un gallardo esfuerzo por cumplir con las exigencias más perentorias de investigación, de juicio y de exposición desinteresados.
JulioLeRiverend.
La vida de un hombre que se afana por alcanzar un siglo de existencia es siempre difícil de enmarcar en la historia de un país que, como Cuba, necesita pugnar a saltos su progreso. Y si esta vida coincide históricamente con una época de sustancial transformación, de surgimiento de nuevos modos de vivir, de relacionarse y de pensar, el propósito se hace ímprobo.
Después de más de dos siglos de colonización, la Isla se encontraba fuera de toda civilización y progreso, sumido su pueblo en la ignorancia y la miseria. El sistema económico estaba basado en el monopolio y el social sobre la esclavitud. Podíamos comerciar con un solo puerto, el de Cádiz, el cual nos abastecía de todo lo que debíamos consumir, esmerándose porque no nos llegara ni el más rudimentario elemento de instrucción y cultura. Por otra parte, ¿qué falta nos hacía, si la existencia insular se reducía a un grupo de españoles que habían puesto sus plantas sobre esta tierra para criar ganados o vender mercaderías, y, de vez en cuando, para defenderse de la rapacidad de piratas y filibusteros, que la asaltaban en busca de fácil botín?
Arduo es precisar en qué momento del tiempo comienza a crearse una nueva necesidad, como resulta difícil determinar en qué instante adviene el día, en el lapso de tiempo que transcurre entre la salida del sol y el momento que nos llega su luz hiriendo nuestras retinas. Todos los fenómenos naturales y sociales transcurren en progresión insensible, hasta que un cambio brusco nos los revela, produciéndonos la conciencia del mismo. Se crece hasta un instante en que la suma de partículas da lugar a una nueva y distinta. Así, en el sustrato oscuro de nuestra vida social, se están operando constantemente cambios tan pequeños que escapan aún a la percepción de los mismos que los producen. Pero llega el momento en que estas transformaciones se hacen evidentes, que cobran fuerza objetiva, y comprendemos que vivimos una situación diferente, que reclama y hace imperiosos nuevos aportes en la vida económica, social, política y cultural de la nación.
El factor desencadenante, para que el fenómeno se opere, va a ser para la Isla, en este caso, la conquista y toma de la Habana por los ingleses que, a juicio de todos los autores, hace despertar a la Colonia del sueño en que estaba sumergida y le ofrece la oportunidad de mostrar ante España cuál puede ser su valor real, tanto desde el punto de vista militar como del económico.
La ocupación inglesa motivó dos hechos importantes para la creación de nuevas condiciones subjetivas entre los habitantes de la Isla. El primero, que al obligar a tomar las armas a los residentes para defender este suelo como suyo de una agresión extranjera, originó en ellos un espíritu patriótico que fue una contribución más a la modelación del sentimiento de nacionalidad. El otro, fue la revelación de que no es ni tiene por qué ser una forma permanente de relación comercial el sistema monopolista que imponía la Metrópoli, y que en cambio había un modelo superior que era el comercio libre, cuyos beneficios habían podido percibir ampliamente las clases productoras insulares.
De ahí que pueda afirmarse que si bien no determinó ningún cambio sustancial en el régimen social de la Isla, es indudable que dejó impresas huellas indelebles en la conciencia de sus habitantes, pues siempre es revolucionario recibir el aporte extraño de una concepción social superior, más aún, si tiene lugar en un ambiente propicio, gestante ya de nuevas formaciones sociales.
A impulsos de este fenómeno van a acelerarse y profundizarse los cambios en las relaciones sociales y a madurar las características para la formación de la nacionalidad, la cual cristaliza en la integración de sus diversos factores, a fines del sigloxviiiy principios del sigloxix. Es en este período quevemos aflorar en los hombres más representativos del país una actitud que traduce una rebeldía, acaso sin querer, contra la imposición de España. Esta actitud va a manifestarse con rasgos propios y afilados, peculiares y diferenciados, en ese impulso de independencia al tutelaje español en su formación cultural y científica. Es una fuerza inconsciente que, nacida de las transformaciones de las relaciones sociales, da vida a las actividades del grupo que ha madurado en nación.
Es también en este tiempo que comienzan a surgir, separándose de los tradicionales moldes hispánicos, formas nuevas de expresión. El lenguaje se hace crítico; se canta líricamente a lo propio o a lo que se desea reformar; surge la polémica y se desea instruir e instruirse en ciencia, filosofía, economía y bellas artes.
Esta época habrá de producir hombres públicos eminentes y útiles, que serán capaces de interpretar estas urgentes necesidades y de contribuir a su completa satisfacción. Entre estos hombres habrán de figurar principalmente, Arango y Parreño, José Agustín Caballero y Tomás Romay. Ellos serán los más fieles propugnadores de la reforma, y por ende, originadores de la primera fase del movimiento científico y literario cubano. No importa que en estas primeras manifestaciones se muestren débiles y confusos y que recurran a un lenguaje de halagadora hispanidad, de términos poco diáfanos, de exagerados giros que tocan el pedantismo, y de influencias griegas o latinas.
Ellos habrán de ser enciclopedistas, pues como líderes de la clase de los criollos que pretenden dirigir ideológicamente la nación, estarán obligados a poseer vastos conocimientos que les permitan ir encontrando soluciones a los conflictos que la lucha va a depararles. Estos conocimientos serán amplios en extensión, pero de mínima verticalidad. De ahí que en sus obras se entremezclen el concepto nuevo con la forma antigua, o la seria formulación doctrinal con un ingenuo y arcaico razonamiento.
Hace tiempo que se ha hecho la observación de que los genios aparecen, siempre, y en todas partes, allá donde existan condiciones favorables para su desarrollo. Esto significa que este período histórico, que transcurre en su primera etapa desde 1762 hasta 1823, lleva en sus entrañas los elementos creadores que permiten manifestarse efectivamente a estos talentos.
Estos elementos están dados por la transformación de las relaciones sociales y ellos reflejan, quieran que no, el choque y dirección de sus corrientes. En tanto no se consolide lo nuevo, tendremos un período de transición que se caracteriza por lo inestable; por el avance y retroceso alternativos de las conquistas, que imprimirán en la mente de los hombres exponentes ese sello de desequilibrio intelectual que los lleva a veces a aciertos notables y en otras ocasiones a errores y superfluidades. Éste es el signo que preside el pensamiento y la conducta de estos tres hombres; y de ahí que nos expliquemos el diferente juicio que de su actividad forman muchos historiadores. No obstante, si lo analizamos bajo este prisma, tomándolos en conjunto, podremos convenir en que no hay defraudación; que presentan la orientación general del desarrollo necesario; que alcanzan lo que aspiran y que las semillas de sus obras fructificarán en el surco que abre la dinámica de las leyes del desarrollo social.
Cada una de estas personalidades imprimirán sus particularidades individuales en el curso general del proceso de transformación que, independientemente de ellos, se está produciendo en la vida cubana. A veces estas particularidades nos lucen, y se hacen efectivamente más patentes, que las causas generales. Es por eso que nos inclinamos a considerar a D. Francisco de Arango y Parreño como el héroe que subvierte un régimen; o a Caballero como el temido gladiador que limpia de impurezas el campo de las ideas; porque ambos descuellan más y penetran más profundamente en la hondura de lo objetivo. Pero ésta es una forma parcial de apreciar los hechos. El proceso en gestación exige, para salir a la claridad, un ambiente nuevo y distinto, y éste sólo puede obtenerse con una reforma integral de lo que anteriormente existía. Esta reforma jamás se produce espontáneamente; precisa siempre la intervención de los hombres, los cuales habrán de resolver los problemas que se les crean, desde todos los ángulos de la actividad material y espiritual de la vida. Cada uno dejará la huella de su acción en la profundidad y sesgo de su inteligencia y de sus fuerzas morales, pero cada uno también la marcará, más o menos ostensiblemente para el futuro, cualquiera que sea la acción que ejecute.
Romay es, en la triada, el de más anchura en la ilustración, aunque el de menos solidez y definición en el propósito. Él es un hombre incorporado por atracción a la clase de los capitalistas cubanos, lo que lo hará más tímido en sus resoluciones, y más vago, aunque a veces más sutil en la exposición o formulación de sus aspiraciones. Donde únicamente habrá de moverse con acción propia y decisión inquebrantable es en el terreno científico. Sin temores, y con el mínimo de vacilaciones, orientará su revisión. Será el iniciador de su reforma, dándole a esta palabra la proyección que le señaló Carlyle: «ver más lejos y desear más fuertemente que otros».
En La Habana, en la calle que se le llamó de lo Empedrado y en una casa marcada con el número 71 próxima al Hospital de San Juan de Dios, vivía D. Lorenzo Romay, casado con Doña María de los Ángeles Valdés y Chacón. No poseían bienes de fortuna, aunque él descendía de una familia que llegó a tener una posición económica relativamente desahogada. Su padre, D. Benito Runmuay, fallecido tempranamente, habíase casado con Doña Ana Xaviera de la Oliva y Castellanos, la cual había recibido como herencia de sus padres, Antonio Francisco y María Gertrudis, y de su tío Fray José, seis casas, que hubieron de repartirse entre sus ocho hijos, el mayor de los cuales seguirá la carrera eclesiástica en el Orden de los Predicadores, y adoptará como nombre, el de Fray Pedro de Santa María.1
Ella, María de los Ángeles, era hija expósita; pero adoptada por la Condesa de Casa Bayona, María Teresa Chacón, recibirá de la familia un apellido ilustre que usará durante toda su vida, y que legará a sus hijos.
A los 14 meses de matrimonio, el 21 de Diciembre de 1764, tienen su primogénito, que recibe por nombre los de Tomás, José, Domingo, Rafael del Rosario, siendo bautizado por su tío Fray Pedro, y su madrina su abuela adoptiva, Doña María Teresa, según reza en el libro de Bautizos de la Catedral.2
Su infancia transcurrirá como la de todos los hijos de familia de la clase media, envuelto en ese sueño de la vida, tan feliz como transitorio, que engendra la rutina del hogar, y alimentando la esperanza de que cuando llegue la adolescencia emprenderá el estudio de alguna carrera que le permita labrarse un porvenir.
La educación del muchacho correrá a cuenta de su tío paterno, Fray Pedro, quien lo instruirá en las primeras letras. Tomás era su primer sobrino, pues aunque Lorenzo, su padre, era el tercer hijo, la segunda, Rita Ubaldo, fallece sin sucesión. Este hecho, unido a la modesta posición económica de los padres, hará que su tío lo prohije y se convierta en su protector y mentor. La familia Romay-Chacón tuvo en total diez y ocho hijos, de los cuales sobrevivieron a su muerte: Domingo José; Joaquín, que falleció dejando sucesión legítima y a cada uno de cuyos hijos se les mandó a entregar veinte y cinco pesos por considerarlos huérfanos de padre y ser los más infelices de la familia; José Ignacio, que casó con Josefa Reymóndez con la cual tuvo por hijo a Antonio J. Romay que cursó estudios de cirujano romancista; Mariano; Manuel; José María, que falleció dejando por hijos legítimos a Bárbara y a Miguel del matrimonio con Francisca de Bretos; Teresa, desposada con el Capitán Francisco Borja Lima; María Loreto, que falleció desposada con el Lcdo. Tomás de Palma, entre cuya sucesión se encuentra el poeta D. Ramón de Palma y María Rosario que se casó con el propio Lcdo. Palma al enviudar éste de su hermana.3
Tomás principia sus primeros estudios en el Convento de Predicadores, y después de haber cursado latinidad y filosofía con el Lector de Elocuencia, Fr. Francisco Pérez, el de Artes, Fr. José María de Rivas y los catedráticos de Texto Aristotélico, D. Nicolás Calvo de la Puerta y D. Ignacio O’Farrill, recibió el grado de Bachiller en Artes el 24 de Marzo de 1783, a los 18 años de edad. Poco después obtiene por oposición la Cátedra de Texto Aristotélico, en 12 de Marzo de 1785 y en consecuencia se le confiere la licenciatura y el magisterio en Artes, cuya borla tomó el 19 de Abril del mismo año.4
Ahora llega la encrucijada: ¿hacia dónde dirigirá Tomás sus pasos? O mejor aún: ¿hacia qué carrera lo destinará su Mentor? É1 no podrá encaminarse hacia el sacerdocio ni a la carrera de las armas, porque él no es hijo de familia rica, ni de las de abolengo de su país.
Debe escoger pues, una profesión liberal, ya que para triunfar en las primeras necesitará fortuna o relaciones sociales y familiares de alta alcurnia colonial, y su abuelo sólo ha llegado a ser un Capitán del regimiento de infantería y su padre no ha logrado reunir capital, pues como reza en su testamento deja al morir, en 1810, cuando Romay ya ha conseguido fama y gloria, una casa en la calle que titulan de Mercaderes de alto y bajo con los gravámenes que constarán de la escritura de adquisición, de la cual se ha enagenado una accesoria de ella con pacto en la cantidad de tres mil quinientos pesos que percibió su hijo Domingo; y un sitio compuesto de cuatro caballerías en el paraje que titulan San Marcos, sus fábricas, siembras y esclavos, con su ajuar y homenaje de casa; declarando asimismo estar debiendo cerca de cinco mil pesos a distintos deudores, así como a la Real Hacienda.5
Del análisis de estos antecedentes familiares puede fácilmente colegirse que Romay fue de modesto origen. Pero si alguna duda se albergase al respecto, ahí está su propio testimonio, en 1793, de que «no me es concedido disminuir con las riquezas las adversidades de mis semejantes, porque la fortuna me las ha rehusado», o el de su biógrafo oficial Ramón F. Valdés, tan dado a lo ampuloso en el elogio y a la exageración en el calificativo, haciendo una larga digresión justificativa de su humilde procedencia al tratar de demostrar que no es necesario buscar en la cuna y en el origen los elementos que elevarán a rango de superior eminencia a un hombre.6
Fray Pedro, que al decir de sus biógrafos sorprendiera en el muchacho una perspicaz agudeza y que previera con la sagacidad de la experiencia y sabiduría todo el fruto que pudiera obtenerse de aquella precoz inteligencia, lo destina a la abogacía, cuya carrera comienza a cursar con notable aprovechamiento. Pero es él mismo quien lo hace desistir poco después, para que comience la de Medicina, porque «el abogado —dice él— estaba expuesto a mayor responsabilidad de conciencia».7En este brusco viraje han querido ver algunos el atisbo de una inclinación vocacional, cuando lo más seguro es que Fray Pedro haya querido para su ahijado una profesión que estuviera exenta de las dificultades que por aquella época entrañaban los estudios jurídicos, ya que la prevención contra los abogados era tradicional en las colonias al estimarse que podían despertar más fácilmente que cualesquiera otras la conciencia política de los colonos, al extremo de haberse dictado por esa fecha una Real Orden que prohibía la expedición de títulos de abogados.
Sea por este motivo o por otros que escapan a la investigación, lo cierto es que ya Romay ha decidido el futuro de su vida: será médico.
La enseñanza de la Medicina constituyó el primero de los estudios profesionales que se siguieron en la Isla. Antes de crearse la Real y Pontificia Universidad del Máximo Doctor Jerónimo, fundada en el Convento de San Juan de Letrán de La Habana, el Prior de este Convento, «con motivo de tener autorizado ya Universidad, permitió que se ofrecieran cursos de Medicina que fueron profesados por el Dr. D. Francisco González del Alamo».8Y aunque esto constituye un señalado honor en los fastos de nuestra historia cultural, no impide que dejemos consignado también, que los estudios de medicina marchaban con un evidente retraso, pues hasta el año de 1842 en que se seculariza nuestra universidad y se procede a reformar la enseñanza, la que se impartía era propia del sigloxvi.
Las asignaturas que debían cursarse para aspirar al bachillerato en Medicina eran cuatro: Prima, Vísperas, Anatomía y Método. La Anatomía era puramente teórica y como afirma Cowley constituía «un inconcebible absurdo que nos obliga a compadecer a los profesores que la enseñaron y mucho más a los desgraciados alumnos, que asistían a unas lecciones tan indispensables y así explicadas tenían que ser poco menos que útiles».9
En la cátedra de Prima (Fisiología), durante los 4 años siempre se repiten los teoremas de Lázaro Riverio, «cuya fisiología lejos de dar el conocimiento necesario de la economía animal, contiene una metafísica y física tan erróneas, que se debe mirar como obstáculo para gobernarse en la práctica».10Y en la cátedra de Patología sólo se conocían las enfermedades por el nombre. En resumen que «en ninguna cátedra de las cuatro que ocupan los médicos en la Universidad, se enseña la materia médica. Se puede asegurar que no llegan a veinte y cinco aforismos de Hipócrates los que aprenden en la clase en todos los cuatro años».11
Ésta fue la Universidad en la que hubo de cursar sus estudios de Medicina Tomás Romay. Una Universidad sujeta al yugo del escolasticismo, en la que la Iglesia y el Latín dominaban el espíritu y la lengua de sus alumnos. De otra parte, nada obligaba todavía a transformarla. La Isla no había consolidado aún los factores sociales de una cultura propia que exigirían más tarde la reforma de la enseñanza.
Romay toma el grado de Bachiller en Medicina en 1789. Fue su profesor de Fisiología D. Lorenzo Hernández, quien desempeñó esta cátedra durante tres sexenios. Y si como dice Cowley «fuese permitido juzgar del mérito del maestro por sus discípulos, favorable sería para el Dr. Hernández el que le correspondiera en esta época, pues de su enseñanza disfrutaron Romay, Pérez Bohorquez y Pérez Delgado».12Fue este catedrático uno de los que con más entusiasmo profesó su asignatura, y cada año que pasaba incorporaba nuevos y más amplios conocimientos a sus discípulos, llevando por primera vez las enseñanzas de Boerhaave, Morgagni y Haller a llenar de luz las salas claustrales de nuestra Universidad, disipando un tanto las vetustas sombras de Avicena, Galeno e Hipócrates.
En Anatomía y Patología lo fueron respectivamente, el Dr. Don Félix José Gutiérrez, “joven de alguna reputación y de aspiraciones demostradas” y el Dr. D. Agustín Florencio Rodríguez Bedía, quien “no profesaba a la medicina todo el amor que ella merece e inspira, ni mucho menos se lo despertaba su enseñanza, porque en las mismas horas en que ésta debía absorberle toda su atención se consagraba a estudiar Teología, para vestir como vistió, hábitos religiosos”.13
No fue pues muy afortunado Romay con los profesores que le tocaron en suerte, pues las progresistas enseñanzas de Hernández correspondieron a una época posterior a la de él. Asombrará después, ver cómo Romay llegó a convertirse en una figura señera de la Medicina científica, y cómo pudo adquirir aquí, en esta Isla, en que la cultura nos llegaba a paso de vapor de vela, una tan sólida preparación médica. Romay fue por entero un médico del siglo xviii; y estos trescientos años que lo separan de su instrucción universitaria, los ganó, como autodidacta, con su solo esfuerzo. Él fue el trigésimo tercer graduado en Medicina: y ninguno antes que él logró hacer aporte alguno para elevarla al rango de una verdadera ciencia, que fuera reflejo de la de su época. Fue él quien le imprimió carácter científico en nuestra Isla, y quien dio a conocer los más renombrados autores extranjeros. Dejemos pues, que lo sigan llamando el Hipócrates cubano.
Romay alcanzó el grado mayor de Licenciado en Medicina el 8 de Diciembre de 1791, no sin antes cumplir con el requisito que lo obligaba a tener dos cursos de práctica, para lo cual venía obligado a andar, por lo menos durante dos años continuos, con algún médico de los recibidos en el Protomedicato, y que en su caso fue con el Dr. D. Manuel Sacramento. Cumplido el término se presentó a examen ante el Real Tribunal del Protomedicato el día 12 de Septiembre de 1791. El Protomedicato estaba integrado por los Dres. Julián Recio de Oquendo y D. Matías Cantos, quienes le admitieron al uso y ejercicio de la medicina, concediéndole licencia para poder ejercerla, enseñarla y hacer todo lo demás que deben los maestros examinadores.
En ese mismo año aspira y obtiene la cátedra de Patología, de la cual se le dio posesión el 6 de Diciembre, lo que le valió, además, que se le confirieran los grados de Licenciado y de Doctor en Medicina. Este último lo recibió el día 24 de Diciembre.
Su paso por esta cátedra está registrada en la notable y siempre útil obra de CowleyBreves Noticias sobre la Enseñanza de la Medicina,única fuente donde es posible hoy beber acerca de la historia médica del país, pues los documentos, expedientes, libros de acuerdo, etc., correspondientes al sigloxviiise han perdido, o por lo menos, no aparecen en nuestros archivos. Es por esta razón que el expediente universitario de Romay no se ha encontrado, lo que obliga a aceptar las noticias que de él se ofrecen en esta erudita obra. Afirma Cowley que publicada la vacante de Patología por renuncia del Dr. Rodríguez Bedía, su profesor en esta asignatura, que prestó como excusa su calidad de sacerdote para renunciar la misma, «se presentó como aspirante el Maestro en Artes y Bachiller en Medicina D. Tomás Romay a quien precedía en estas oposiciones el buen y bien justo nombre que había adquirido en el desempeño de la cátedra de Texto Aristotélico».
Al oponerse a la cátedra sostuvo Inter causas pro-catharticas quoe est sanguinis vomitum, phtisium et puri purgationen sursum producere possunt, non infimum locum obtinet contagium. La expuesta tesis ya prejuzga mejores días para la asignatura de Patología; la idea del contagio de la tisis es estudiada.
Romay se limitó en su cátedra a tratar de lesiones, indagar síntomas y a enseñar a inquirirlos, imprimiendo a su asignatura una importancia extraordinariamente superior a lo que en el pausado movimiento de aquellas horas correspondía. Su regencia puede estimarse como una de las causales que produjeron la regeneración médica por él iniciada.
De sentirse fué que sólo hubiese completado su sexenio, y aunque en nuestros labios jamás podrá tener una amarga censura el Dr. Romay, sí le culpamos el que no hubiese hecho nuevas oposiciones, cuyos éxitos indiscutiblemente le hubieran sido seguros, porque continuando en la cátedra, su inteligencia, ilustración y celo lo hubieran llevado hasta hacerse nuestro primer profesor de Patología.14
No obstante ello, Romay permanece vinculado a la Universidad, ora fungiendo como miembro de tribunales examinadores, unas veces como Asistente Real, otras como simple vocal; ora como Maestro de Ceremonias o Tesorero y por último, en 1832, siendo Decano de la Facultad de Medicina.
Hasta aquí hemos visto cómo ha recorrido con celeridad y brillantez sus estudios profesionales. Es precisamente en esta época cuando Romay va a comenzar una actuación pública relevante; cuando hará que su nombre figure en la constelación de los forjadores de la nacionalidad cubana.
La directriz general de su pensamiento sigue la orientación que le imprimiera su protector y mentor Fray Pedro de Santa María, quien sembró, con el sello firme que deja en la mente del niño un amor reverente a Dios, el culto al orden y la devoción política por el sistema organizado. Y de ahí que Romay fuera, durante toda su vida, un creyente fervoroso del cristianismo, católico sincero y además, un admirador e intransigente defensor de la monarquía española. Y si agregamos que estas ideas de Fray Pedro se conjugaban con la imperante realidad social —el período aúreo del gobierno español en la Isla— resulta fácil aceptar que prendieran y se conservaran con un sentido casi permanente en su mente, pues cuando se hace imprescindible cambiar de actitud frente al gobierno de la Metrópoli, por las cada vez más crecientes e insuperables contradicciones en las relaciones entre la colonia y España, Romay tiene una avanzada edad y una formación mental que le impide adaptarse al nuevo ritmo histórico-social de la lucha por el progreso patrio.
1 Testamentos de la familia Romay. Doña Ana Xaviera de la Oliva. Apéndice A.
2 Domingo treinta de Disiembre de mil setesientos sesenta y cuatro años, Yo Fray Pedro Romay del Orden de Predicadores con Lisena in scriptis de S. Sa Illma Bapte, y puse los Stos Oleos a un niño qe, nació a veinte y uno del corriente hijo lexmo de dn. Lorenzo Romay y de d.a Ma de los Angs. Chacón, nats de esta ciudad y en el exerci. las sacras seremonias, y presses, y le puse por nombre Thomas Jph. Domingo Rafael del Rosario, fué su Mad.a la Condesa de Casa Bayona Da Teresa Chacón, a quien previne el parentesco Espiritl qe. contraia y lo firme con el The de Cura qe. se ayo presente. Fr. Pedro Romay Dr. Xptoval de Sotolongo, Catedral Lib. 12, Fol. 840. Genealogía de Romay. Dr. M. Pérez Beato. El Curioso Americano. Octubre de 1939.
Ramón F. Valdés, Obras Escogidas. Notas, pág. 61. Por error dice “veinte y cuatro del corriente” .
3 Testamentos de la familia Romay. María de los Ángeles Valdés y Chacón. Apéndice A.
4 Cowley, R., Breve noticia sobre la enseñanza de la medicina, pág. 326.
5 Testamentos de la familia Romay. D. Lorenzo Romay. Apéndice A.
6 Valdés Ramón F., Noticia histórico-biográfica. Obras Escogidas. Tomo I, págs. 11-12.
7 lbid. Tomo I, pág. 15.
8 Cowley, R., loc, cit., pág. 82.
9 Ibid., pág. 88.
10 Ibid., pág. 95, Nova Sint Omnia, Recedant vetera.
Este artículo se publicó en las Memorias de la Sociedad Económica 7: 16-23, 1823, y posteriormente reproducido por R. Cowley en su obra Breves Noticias, págs. 94-100. Trelles lo atribuye erróneamente a Romay en su Bibliografía de la Universidad de La Habana, pág. 26.
11 Ibid., pág. 99.
12 Ibid., pág. 137.
13 Ibid., pág. 209.
14 Ibid., pág. 211.
Los elementos que potencialmente viven y que permanecen ocultos a la angustiosa y anhelante vista de los nacidos en esta tierra insular, a influjo de las fuerzas históricas, se harán pronto visibles.
Ellos cristalizarán plásticamente en instrumentos apropiados para materializar las ansias nacionales que bullen ya con forma más o menos definida en la conciencia de la sociedad cubana. A impulsos de iniciativas fecundas e imperativas, va a comenzar un reagrupamiento de los hombres más representativos de estas ambiciones, aportando cada uno de ellos en la gran obra de todos, el producto de su capacidad y de su inteligencia. Uno de estos hombres lo será Tomás Romay.
Para comprender bien el proceso de integración que ellos dirigirán y que dará forma y colorido a su acción, debemos reseñar en rasgos gruesos, pero precisos, el complejo social de la época y la incorporación del individuo a la misma.
El amanecer de nuestra vida como nación se vio envuelta en las resplandecientes luces del sigloxviii. Éste nos colocó como a frágil barco, a navegar en las encrespadas olas de un mar sacudido por poderosas y gigantescas fuerzas sociales. Él nos traerá, en su radiante ocaso, la llamarada convulsionante de la Revolución Francesa, con sus reclamos de un vivir más humano. A este acontecimiento habrá de referirse el historiador Pezuela, cuando al anunciar «el advenimiento de uno de los mandos más felices de la Gran Antilla», advertirá que éste tendrá lugar «cuando porningún rincónde la atmósfera asomaban anuncios de buen tiempo».1
Suerte que esta coincidencia histórica se produjera, pues aunque los hombres ilustrados del país no percibirán en forma consciente su aliento, y menos aún su anuncio, ya que España no era país maduro para absorber el ejemplo, de todos modos habrán, sin embargo, de estremecerse de inquietud al influjo de estas ideas que iluminaban el espíritu humano. El pensamiento social a partir de esta conyuntura, tanto en lo universal como en lo nacional, asumirá una forma sistemática de expresión: los derechos de los hombres y la garantía de la propiedad privada de los medios de producción.
La Isla verá alzarse, como fuerza histórica de insospechada vitalidad, a una clase integrada en su mayoría por una semi aristocrática casta de cubanos ricos, dueños de ingenios azucareros, de hacendados que han desplazado en la sórdida lucha por la hegemonía económica a los antiguos competidores agricultores y ganaderos. Ellos se han enriquecido a costa del libre comercio y en la compra y venta de esclavos; y con ostensible alarde manifestarán sus apetencias, plenamente convencidos de que un emporio de riquezas les provendrá si logran imponer y mantener un liberal sistema mercantil en el que se debiliten o desaparezcan las trabas que a su desarrollo opone la legislación española y en el que se asegure la oportunidad de comerciar con todos los puertos extranjeros para hacerles llegar azúcar, mieles y aguardientes.2Audazmente tomarán la dirección del movimiento reformista cubano y lo dirigirán hacia la satisfacción de sus intereses básicos y vitales, que son, en esta etapa, los de la nación.
Por otra parte, aguijoneada por el ansia de lucro y espoleada por la competencia extranjera, se verá forzada continuamente a clamary luchar por métodos científicos y racionales de producción que los obligarán a impulsar un movimiento de superación cultural.3Así pues, como indeclinable necesidad dialéctica, surge elansia de propiciar un clima apropiado para una mayor libertad; una más urgente necesidad de comunicación e intercambio de ideas y proyectos, y una más amplia difusión de la instrucción, en laque se incluye el estudio de ciencias cuya aplicación sirva para mejorar laproducción agrícola e industrial.
La conjunción de factores favorables para el surgimiento de esta situación tiene lugar cuando comienza a ejercer sus funciones de Gobernador D. Luis de las Casas y Arragorri, en el año índice de nuestra historia, en 1790. Además, el desarrollo y progreso de este orden interno se va a ver favorecido, y en cierta forma promovido, por la situación exterior: el advenimiento de un nuevo monarca, Carlosiv, la independencia de los Estados Unidos y su vivo interés por comerciar con Cuba y en especial, el hecho de que España se encontrase en paz con las demás naciones.4
Esta nueva clase, deseosa de empujar al país hacia adelante, aspiraba a ganarse al nuevo Gobernador como suyo, a los fines de que les facilitara el desarrollo de normas adecuadas y favorables a sus propósitos. Y pronto lo consiguió, pues Las Casas fomentó un ingenio y se convirtió en hacendado. De ahí que en 1793, cuando estalló la guerra entre Francia y España y las comunicaciones de la Isla con la Península quedaron interrumpidas, Las Casas, y el también nuevo Intendente de Hacienda, D. José Pablo Valiente, asumieron la responsabilidad de abrir los puertos a los barcos extranjeros amigos y a los neutrales. Como resultado de esta política hubo una prosperidad general que permitió a Las Casas desarrollar sus iniciativas, y favorecer las apremiantes necesidades de la naciente burguesía cubana.
Estas iniciativas suyas o del grupo de hombres ilustrados que tempranamente lo rodearon, pueden sintentizarse en estas tres grandes instituciones: El Real Consulado, el Papel Periódico y la Sociedad Patriótica de Amigos del País. La burguesía criolla comienza ya a ejercer una profunda atracción entre los elementos de la clase media, que ven en ella la posibilidad de alcanzar gloria y fortuna. Por otra parte, ella requiere el concurso de hombres ilustrados para alcanzar su objetivo: la dirección hegemónica de la nación, tanto en lo espiritual como en lo material.
Mientras todo este proceso está en marcha, Romay, por su esfuerzo individual, va mejorando su instrucción y adquiriendo una amplia cultura. Hasta este momento no ha tenido una oportunidad pública que le haya permitido mostrar sus dotes morales, su ilustración y su talento. Ésta va a ofrecérsela, D. Luis de las Casas. ¿Pero, cómo se ha enterado Las Casas de quién es Romay? Cuenta su biógrafo Valdés, que el Capitán General no conocía a éste más que por su nombre y elogios, pero que
una tarde en que precisamente venía por la calle del Obispo, oyendo 1o que el Sr. D. Nicolás Calvo le decía del joven médico, éste marchaba a pie, seguido de su carruaje, en dirección opuesta. A tal encuentro se detiene el Jefe, e invita a Romay con las más vivas instancias y las demostraciones más afectuosas a que tome asiento en su coche, acepta Romay, ruborizado por tan inesperada y simpática solicitud, le cede el Jefe su derecha con extrema cortesía y es conducido a Palacio donde el Ilustre Mecenas le detiene hasta las altas horas de la noche, en constante plática que dió a conocer su vasto talento, puro patriotismo y entusiasmo público. Se despide al fin, pero al estrechar su mano el elevado personaje, que desde aquel momento debía ser su íntimo amigo, le dice a todos los circundantes: «Hombres como éste son los que necesito a mi alrededor para mis proyectos».5
Ciertamente, lo que esta anécdota revela es que Romay ha sido atraído y conquistado por la nueva clase, y que uno de sus más destacados exponentes, el Dr. D. Nicolás Calvo, su maestro, es quien lo introduce bajo el protector manto de su influencia. Quien observe las relaciones entre estos dos hombres podrá notar cómo NicolásCalvo le ofrece a Romay posibilidades para ir ganando posiciones cada vez más importantes. Primero lo llevará a la cátedra de Texto Aristotélico, o influenciará sobre él, para la aspiración a la cátedra; después lo recomienda a D. Luis de las Casas; más tarde le facilita el trato con D. Martín de Sessé cuando el asunto del establecimiento del Jardín Botánico y por último, cede en su favor el “Elogio de Las Casas”, el discurso consagrador de Romay en la Sociedad de Amigos del País, en el cual hace una mención especial de su nombre llamándole ilustrado patriota. Y así nadie podrá leer el discurso de Las Casas sin recordar también a Nicolás Calvo.
Su incorporación, sin embargo, no va a estar desprovista de dificultades, pues hasta su propia profesión de médico es un obstáculo, ya que tomándose como arte propio de gente de pueblo, se le mira con desdén. Él tendrá que empeñarse en la tarea de dignificarla, de elevarla al rango de una ciencia útil y valedera para las aspiraciones humanas. Sólo así el médico podrá ser considerado como un ente representativo de la sociedad.
Para ello habrá de demostrar con cuánto respeto se le mira en el extranjero, sobre todo en España; por eso su clamor entusiasta “de cómo se revaloriza esta ciencia, la más útil a la humanidad, en la patria de los Sénecas y los Columelas”.
Su artículo publicado en el Papel Periódico, en 1793, como un homenaje a la constitución de la Sociedad Económica, es a la vez un documento reivindicativo de su persona y su profesión. Es un documento de inapreciable valor porque traduce fielmente su programa de acción.
En él precisa con limpia sinceridad que su contribución al progreso de la patria lo hará como médico, pues afirma: «Yo no puedo defender mi patria con los filos de un acero; yo no puedo decorarla con magníficos y suntuosos edificios; tampoco me es concedido disminuir con las riquezas las adversidades de mis semejantes, porque la fortuna me las ha rehusado, y aquel coraje intrépido que nos hace prodigar la más preciosa sangre; pero siendo árbitro absoluto de mis potencias, la desearé, al menos, las mayores prosperidades, la ofreceré mis pensamientos, y los comunicaré a los dichosos ciudadanos que más favorecidos de la Naturaleza, fueren capaces de conseguir o aproximarse a la perfección de sus obras».6
Proclamará a las sociedades económicas como instrumento de humanidad y patriotismo, sólo para parangonarlas con las sociedades médicas, fuentes de beneficencia y de salud, donde el hombre hallealivio a sus penas y desolaciones, en los días más terribles de su vida. Para él, la fundación de la Academia Médica Matritense y otras erigidas en distintas ciudades, es anuncio de un despertar de la medicina española y promesa de los progresos que deberá esperarse en la misma.
Las enfermedades, más aún cuando se presentan en forma epidémica, constituyen una rémora para el progreso económico. Las disenterías y las fiebres intermitentes, estos dos principios más poderosos que las armas—diráél— han sido los que han obstaculizado el avance de la Isla desde los tiempos de los conquistadores. La misión del médico es reducir sus estragos y si es posible, erradicarlas, salvando así vidas humanas, para el trabajo, para el fomento de la agricultura, de la industria y del comercio.
La riqueza de la Isla se crea por el trabajo esclavo, y éste representa un valor que hay que cuidar, de ahí que los dueños sientan la preocupación de mejorar la salubridad del país y Romay, haciéndose intérprete de ello, finaliza su artículo señalando las causas que perturban la salud y las medidas que son de aconsejar para evitar sus nocivos efectos.
Romay ha probado la utilidad de la medicina y su valor social. El futuro evidenciará con sus resultados su acertada previsión. La Isla verá acrecentar su población y los hacendados comprobarán las disminuciones del riesgo en el contagio entre las dotaciones, y una mayor seguridad para sus propias vidas, procurándole mayor bienestar y goce de sus riquezas.
Ahora bien, en la lucha contra las epidemias hay que utilizar medios racionales y científicos y es por eso que sin desmayo Romay clamará por la reforma de la enseñanza de la medicina, por la superación individual del médico, y por la aplicación de toda nueva conquista valorándola por la observación y la experiencia. La tribuna que utilizará para librar estas batallas serán al principio el Papel Periódico y la Sociedad Económica.
Así, Tomás Romay se convierte en un representante neto de nuestra acaudalada aristocracia criolla, a pesar de que ni por su origen, ni por la carrera que profesó, podía esperar tal distinción. Pero es que esta clase estaba en plena integración y crecimiento y necesitaba de hombres ilustrados que como Romay, hecho en el estudio y en la ciencia, pudieran serle de utilidad a sus fines. Ya no soñarían en dedicar a sus hijos a vestir el uniforme de oficial o el hábito seglar, sino que les interesará más que sean abogados, ingenieros y hasta médicos. Lo que importará no es el título, sino la fortuna.
Y para consolidar esta posición, Romay penetra en el propio seno de los ricos propietarios en un rango que no desmerece, a través de la familia González-Álvarez Guillén, con una de cuyas hijas, Mariana, se casa el 4 de Enero de 1796. Eran sus cuñados dos hombres importantes, que luego se hicieron célebres; uno, D. Rafael, jurisconsulto famoso, consultor del Excmo. Ayuntamiento, del Real Consulado y del Real Tribunal Mercantil y otro, Fray Juan, orador sagrado, panegerista de D. Luis de las Casas.
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Para avaluar en toda su penetración científica a Romay, hay que hacerlo en función de la medicina de su época. De ahí que resulte necesario que bosquejemos ligeramente las ideas y conquistas de este siglo médico, para a la luz de él, medir su capacidad de asimilación de conocimientos nuevos, justificar sus limitaciones y errores y comprender su pensamiento médico, como producto de la influencia que ejercieron las teorías o sistemas que dirigen o explican el complejo nosológico.
El sigloxviiien Medicina es, como afirma Garrison, tan pesado y tontamente formal como el período árabe.7Hay un afán desmedido por sistematizar racionalmente los conocimientos médicos en doctrinas concebidas con un alto espíritu especulativo.