Fragmentos de un recuerdo - Liliana Nanut - E-Book

Fragmentos de un recuerdo E-Book

Liliana Nanut

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Beschreibung

En Argentina abundan las historias de inmigrantes. La mayoría de las veces la emigración está vinculada a una historia de desgarramiento, a un viaje que —sobre todo a principios del siglo pasado— era de no retorno, un punto de partida en el que se dejaba todo atrás. Este fue el caso de Liliana Nanut, que llegó al país en 1932, a los 8 años, después de viajar en barco durante un mes junto a su madre y su hermana, para encontrarse en el puerto de Buenos Aires con su padre. Esos 8 años de infancia en Vrtojba, el pueblo esloveno recién anexado a Italia donde nació, marcaron para siempre su vida, al punto tal que siempre se consideró eslovena, italiana y argentina. En este libro la autora narra durante su último año de vida cómo fue el pasaje de esa niñez en los campos europeos signados por la escasez a la construcción de una familia propia en la Buenos Aires de las clases medias y el ascenso social, donde una enorme masa de inmigrantes de diversos orígenes trabajaban para el bien común.

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Seitenzahl: 299

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Liliana Nanut

Fragmentosde un recuerdo

De Eslovenia a Argentina en la memoria de unanonnagenaria

Editorial Autores de Argentina

Nanut, Liliana

   Fragmentos de un recuerdo / Liliana Nanut. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2017.

   Libro digital, EPUB

   Archivo Digital: descarga

   ISBN 978-987-761-215-8

   1. Autobiografías. I. Título.

   CDD 920

Para consultas, difusión y traducción:[email protected]

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: [email protected]

Coordinación de producción: Helena Maso Baldi

Diseño de portada: Justo Echeverría

Maquetado: Eleonora Silva

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Índice

Prólogo

¿Por qué escribo?

INacer, crecer, partir

IINanut y Saksida: los orígenes

IIILa generación de mis padres

IVLos años felices

VSilvia

VIAmor de primavera

VIIEl gran amor

VIIIEl casamiento

IXCasados con hijos

XLos adultos trabajan y los chicos juegan

XILos hijos crecen

XIILos viajes

XIIINonnagenaria

XIVLos continuadores

xvPalabras finales

xviFotos

xviiÁrbol familiar

Prólogo

¿Por qué escribo?

Noes fácil recordar. A mis 92 años mi memoria increíblemente no me presenta desafíos, no me oculta nada, casi ninguna cosa que viví me resulta inaccesible. Y sin embargo hacer el esfuerzo por situarme en cada lugar, por repasar cada circunstancia, por revivir todo lo ya vivido, puede resultar un desafío mucho más desgastante que cualquiera de las acciones que llevo a cabo día a día, como hacerme la cama o prepararme la comida. El simple hecho de estar sentada evocando —viendo— cómo el barco se mueve y se aleja del puerto de Trieste, o el dolor que me provocaba en las rodillas el maíz aplastado mientras una persona que no era mi mamá me reprendía… todo eso puede ser más fuerte que lo que cualquier reumatismo o achaque de la edad pueda provocarme hoy.

Sin importar cuánto requiera de mí, voy a hacer el esfuerzo de hurgar entre todos estos recuerdos, porque hace años que estoy dilatando contar esta historia, mi historia. Tal vez nunca me haya animado realmente a escarbar en el pasado, tal vez simplemente no había sido el momento propicio para hacerlo. Pero ahora por fin estoy dispuesta a narrar aquellos momentos dispersos en el tiempo y el espacio que, en conjunto, son los fragmentos que retratan toda mi vida. Y no quiero que se entienda mal, como un gesto de vanidad o de soberbia —¡nada más lejos de mí!—: no me siento aquí a contar mi vida porque la considere especial o distinta a la de otros inmigrantes, sino porque es la mía y, sobre todo, la de mi familia, y creo que los miembros más jóvenes del árbol genealógico —los de hoy y los que estarán por venir—se merecen conocer sus orígenes, al menos hasta donde yo los pueda recordar. El saber de dónde venimos siempre es un buen punto de partida para guiar nuestros próximos pasos, y este relato intentará echar luz a ese camino.

I

Nacer, crecer, partir

Mis recuerdos llegan lejos, y el primero que se me viene a la mente es de cuando tenía apenas 4 años: el funeral de mi abuela Rosalía, la mamá de mi papá, en las tierras eslovenas que me vieron nacer: el pequeño pueblo de Vrtojba (se pronuncia /ber-tó-i-ba/), que en ese momento estaba anexada a Italia.

La iglesia del pueblo quedaba justo a la vuelta de la esquina de nuestra casa, desde donde fuimos caminando. Recuerdo el viaje al cementerio, el ruido de los cascos de los caballos, las ruedas de la carreta girando, el carro fúnebre que recorría el pueblo… Todo era muy triste, como un telón negro que se corría delante de nosotros. Era enero de 1929, sólo seis meses después de que mi madre haya zarpado sola hacia Argentina en busca de mejor suerte.

El día de la muerte lo tengo grabado así como lo cuento, como si fuesen una sucesión de fotos, o mejor, como un carrete de película antigua que rueda una imagen en blanco y negro desprolija y con los bordes cortados durante 30 segundos, hasta que la cinta se quema en el carretel y la imagen desaparece. De mi abuela Rosalía entonces es menos aun lo que me acuerdo, sólo lo que me contaron y algunas percepciones difusas que pervivieron todos estos años en mí: que era buena, que me tenía un gran cariño, que me profesaba su amor de abuela y que yo le respondía con mi amor de nieta. Según me dijeron, ella era quien más nos cuidaba de chicas; tenía plantados cerezos y radichetas y con Silvia la acompañábamos a juntar cerezas y a cortar hojas de sus plantas para la cena.

Sin mi abuela, mi hermana Silvia y yo nos quedábamos solas en una casa comandada por hombres. El abuelo Antonio quedaba viudo y a cargo de la casa de los Nanut, sin ninguna mujer que lo asista para criar a las pequeñas, hijas de su hijo mayor, Wenceslao. En la casa también vivían los hermanos más chicos de Wenceslao (menos Antonio [h.], que se había venido a Argentina antes incluso que mi madre): Agustín, Loize, Ivan y Ladislao, que tendría apenas 12 años cuando mi abuela murió.

Luego de aquel día triste que dejó a la familia de luto, llegó a la casa la hermana más chica de mi madre, tía Milica, con la intención de cuidarnos a Silvia y a mí, que teníamos 3 y 4 años respectivamente. Por un motivo u otro la cosa no funcionó —éramos chicas, son muchas las cosas que no sé por qué pasaron en aquellos años, simplemente porque los mayores no nos lo contaban—, así que tía Milica se fue, y en su lugar comenzó a cuidarnos una vecina, que tampoco duró mucho en la tarea. Por fin mi tía Olga, otra hermana de mi madre, consiguió a una empleada destinada únicamente a la tarea de cuidarnos: Krista, una mujer joven que llegaba recomendada vaya uno a saber por quién.

Hay que ponerse en situación y entender el rol de la mujer como la encargada de cuidar y criar a los niños en ese tiempo y en ese lugar. Estamos a comienzos de los años 30, en un pequeño pueblo europeo, con gente de muy buenas intenciones, pero campesinos o hijos de campesinos al fin y al cabo, en los que los roles entre hombres y mujeres estaban bien diferenciados, y ni mi abuelo, que trabajaba cultivando sus tierras, ni sus hijos, todos con distintas ocupaciones, sabían cómo criar a dos pequeñas ni qué cuidados podían requerir. Es por esto que les perdono, tanto a ellos como a mi queridísima tía Olga, el haberme dejado al cuidado de esta terrible mujer, que pasó a vivir en la casa de los Nanut en su rol de niñera de mí y de Silvia.

Krista era una chica joven y de buen semblante, y podía parecer amable a los ojos de mi familia… pero Silvia y yo sabíamos muy bien cómo nos maltrataba. ¡Nos pegaba por cualquier cosa, siempre andaba retándonos! No sé qué le habrá pasado en la vida, pero algo la había hecho ser cruel con los más indefensos: no tenía ningún amor por los niños y tenía como una necesidad de tratarlos mal. Mi hermana y yo sabíamos de esto y lo sufríamos sin que el resto de la familia se diese por enterada. No sólo hacían la vista gorda, sino que mi tío Loize hasta la cortejaba a la mala de Krista, “le arrastraba el ala” como decimos en Argentina: el muy pícaro no veía o no quería ver lo que ella nos hacía. Loize fue el único hijo de mi abuelo que no estudió, y el que se hizo cargo del campo familiar. Su historia está muy ligada a nuestra partida de Vrtojba y es trágica, pero, ¡ay, estos recuerdos que se amontonan y quieren salir todos juntos!, todo esto lo contaré dentro de algunas páginas.

Si bien no tengo memoria de mis primeros tres años de vida, sí recuerdo que aquel período que le siguió a la partida de mi mamá y a la muerte de mi abuela fue uno de los más difíciles de mi vida. Cuando mi papá partió hacia Argentina en 1930, con mi hermana nos quedamos solas, solas. Con nuestro abuelo, al que queríamos mucho, y con nuestros tíos, pero sin la protección ni el amor incondicional de nuestros padres para vernos crecer. Y no sólo eso: teníamos que soportar, dentro de la casa, los retos y maltratos de Krista, y fuera de ella, un cambio político que nosotras no entendíamos pero que ciertamente nos afectaba directamente: con el fin de la Gran Guerra, Vrtojba dejó de ser parte del Imperio Austrohúngaro y pasó a ser una nueva región del Regno d’Italia, que desde 1922 tuvo como Primer Ministro a Benito Mussolini. Esto significó la prohibición total del idioma esloveno, justamente en Vrtojba, ¡que era un pueblo esloveno! Entonces con Silvia nacimos y crecimos como italianas, yendo a la escuela italiana y aprendiendo el idioma italiano, en una ciudad donde el esloveno estaba totalmente prohibido, en el seno de una familia eslovena, donde todos hablaban el esloveno y demás está decir que en casa de los Nanut, lo que estaba terminantemente prohibido era el italiano. Como éramos chicas y de niño los idiomas se adquieren más fácilmente, nosotras con tan solo 6, 7 años ya éramos totalmente bilingües, aunque teníamos miedo de confundirnos y hablar italiano en casa o esloveno en la escuela.

Como decía, crecer sin nuestros padres fue difícil, pero eso no significaba que no nos divirtiéramos o que no hayamos tenido nuestros juegos de niñas. Por empezar, mi hermana y yo éramos increíblemente unidas: Silvia nació apenas 10 meses después que yo y todo lo hacíamos juntas, como si fuéramos mellizas. Nos gustaba cantar las canciones eslovenas que nos enseñaban en casa el abuelo Antonio, y también disfrutábamos aprendiendo italiano en la escuela. Otra cosa que nos gustaba era escaparnos de la casa a juntar flores, correr por el jardín, hacer travesuras, reírnos mucho… Pero, mal para nosotros, siempre aparecía la sombra de Krista atrás de nosotras para castigarnos por lo que sea, tanto cuando nos portábamos mal como cuando no hacíamos nada.

Así como permanece vívido en mi memoria ese negro de muerte que acompañaba al carro fúnebre de mi abuela, del mismo modo no puedo olvidar uno de los castigos que nos propinaba Krista. Era de una crueldad total, sobre todo porque lo preparaba de antemano, porque no era un golpe de ira sino algo premeditado, como a los niños que les amenazan con que a la mañana siguiente les van a pegar, para que sufran no sólo el golpe en sí, sino la noche de espera. Ella no era especialmente violenta, pero sí era cruel: disponía granos de maíz en el piso y allí mismo nos obligaba a arrodillarnos, con nuestras tiernas piernecitas a donde se incrustaban cada uno de los granos, dejándonos marcas en la piel tersa. Y no era eso nada más, sino que en ocasiones llamaba a la familia para que le contásemos que nos habíamos portado mal, y nos obligaba a decir “prosim kruh” (“ruego pan”, en esloveno), a repetirlo hasta el cansancio, como si fuese un rezo, un pedido de misericordia para recibir la alimentación que, según ella, no merecíamos.

La vida cerca de Krista se hacía difícil, y si bien pudimos crecer de forma saludable y jugando como niñas con Silvia, no estoy segura de poder recordar aquellos momentos de mi más tierna infancia como años “felices” precisamente. Ser chico y haber vivido poco hace que cada hora dure un montón, y que cada día sea interminable y las percepciones se vuelven diferentes a las que hoy podemos tener. No tenía bien con qué otra infancia posible comparar la que estaba viviendo yo, así que seguía adelante día a día, y tomaba con cierta naturalidad el hecho de crecer lejos de mis padres y al cuidado de esta mujer impiadosa. Pero algo dentro de mí debía sospechar que otra realidad era posible. Seguramente imaginaba que una mamá no podía ser tan mala como lo era Krista, y que un papá seguramente sería más afectivo de lo que era tío Loize.

Sea por esta intuición infantil o vaya una a saber por qué, de algo mi recuerdo no me engaña, y de algo no tengo dudas: el día que volví a ver a mi mamá está guardado en mi cabeza como uno de los días más felices de mi vida.

Era 1932, yo tenía 8 años y estaba en la escuela. Era un día cualquiera, hasta que irrumpe en el aula la directora y me llama:

—Liliana Nanut, venga conmigo, usted se va.

Yo no entendía nada. ¿Por qué me llevaban? ¿Qué había hecho mal, yo, que tan bien me portaba? Salí del salón desorientada, y más desorientada quedé cuando una señora me vio y me empezó a abrazar y a besar por todos lados mientras se le caían las lágrimas. “La tua mamma”, decían las maestras emocionadas, y yo no entendía, no sabía lo que pasaba, no me quedaban recuerdos de mi madre, de nada de lo que había pasado antes de la muerte de mi abuela. Nada me podía acordar de ella antes de su partida, pero para siempre me quedó un recuerdo que pocas personas pueden arrogarse tenerlo: el día en que conocí —o volví a conocer— a mi mamá.

Ella había venido a buscarnos a mi hermana y a mí para traernos a vivir con ella y con papá a Buenos Aires, donde ellos ya estaban afincados. Mi mamá se enteró por cartas de los vecinos de que Krista no era buena con Silvia y conmigo, y primero nos mandó a vivir a la casa de tía Olga en Tolmino, con ella, con tío Pepi y con sus hijos, donde nos trataban como reinas y nadie nos pegaba como hacía Krista. Y mientras nosotras estábamos más tranquilas en lo de su hermana, mis padres empezaron a juntar el dinero necesario para ir en busca de sus hijas y poder traerlas con ellos.

Mi mamá viajó sola en barco, y cuando llegó a Génova, telegrafió a toda la familia avisando que estaba llegando, pero parece que el mensaje no fue recibido, porque al entrar a la casa la encontró vacía, no había nadie esperándola… Así fue como se le ocurrió que si allí no había nadie, entonces sus hijas debían estar en la escuela, y ahí nos fue a buscar.

Fue algo raro y muy feliz: en un segundo mi vida cambió para siempre, ¡tenía a mi mamá! Y no sólo eso, sino que me iba con ella, en un barco, a vivir a un lugar del que no sabía nada, lejos de mis tíos y mis primos, lejos de Eslovenia e Italia, lejos de todo lo que conocía y me era familiar hasta ese momento. Y también, lejos de Krista… Además, era una nueva lengua que iba a tener que aprender, aunque en ese momento no me asustaba, todo lo vivía como natural. Recuerdo a mi madre en Tolmino, cantándome antes de irme a dormir una canción para que yo repitiese sílaba a sílaba: “Qué lindas manitas que tengo yo. / Qué lindas manitas que Dios me dio”. Y yo repetía, me salía fácil, a mis 8 añitos ya sabía perfecto esloveno e italiano, y empezaba a aprender el castellano como si fuese mi lengua materna…

En Tolmino nos quedamos unos días más, y luego fuimos con el auto de tío Pepi camino al puerto de Trieste, de donde zarparía nuestro barco. Pero antes mi mamá lo hizo desviarse: teníamos que ver por última vez el pueblo que nos vio nacer a todos, las tierras de Vrtojba, la casa de los Nanut, a nuestro abuelo Antonio, a nuestra abuela Giovanna, la mamá de mi mamá… Iban a pasar casi 60 años hasta que yo vuelva a poner pie en Eslovenia. Con apenas 8 años de algún modo comenzaba a entender el significado de la palabra “despedida”. En alguna parte de mi mente tenía que estar la partida de mi mamá, la de mi papá, ese conocimiento de que lo que se va en un barco, se va para siempre, para no volver, se va del mismo modo en que se fue la abuela Rosalía, que se había marchado en un carro fúnebre pero que había desaparecido de mi vida lo mismo que mi mamá, que se había ido en un barco. Tal vez fue por eso que abracé con tanta fuerza al abuelo Antonio antes de partir de Vrtojba, tal vez fue por eso que cuando el buque comenzaba a moverse en el puerto de Trieste, mientras el mar y el cielo se fundían en uno, gotas saladas caían una a una por mis mejillas. De cualquier modo, estas son cosas que pienso hoy, cosas que pensé durante mi adolescencia, durante mi juventud, durante mi adultez, porque la imagen reapareció durante toda mi vida una y otra vez. Lo cierto es que allí, en ese momento, cuando el barco se movía y veía cómo la tierra se alejaba, mi mamá me hizo la pregunta:

—¿Por qué llorás? —me dijo, y yo no tuve respuesta, no tuve otra cosa que decir.

—No lo sé.

II

Nanut y Saksida: los orígenes

Ningunahistoria está completa si carece de un inicio. ¿Hasta dónde se puede remontar una para encontrar el comienzo de una historia familiar? ¿Cuántas generaciones hacia atrás se pueden bucear? ¿Se puede saber realmente el comienzo de una familia? ¿Existe eso? Tal vez estas preguntas no tengan respuesta, o sólo sea posible encontrar datos en familias patricias, en grandes linajes en los que otros escriban sus memorias y pinten sus retratos. Seguramente en el futuro, con todos los avances tecnológicos —desde la fotografía y la máquina de escribir hasta Internet y las redes sociales—, rastrear en el pasado se vuelva una tarea sencilla para cualquiera. Los nietos de mis nietos hoy tendrán miles y miles de fotos en las que encontrarán a sus abuelos de bebés, a sus abuelos en filmaciones familiares, a sus abuelos en múltiples reuniones con amigos, en fiestas, haciendo deportes, estudiando, yéndose de vacaciones, en la playa, en la montaña, en las principales ciudades del mundo y ciudades impensadas de Asia o de Oceanía. Incluso puede llegar a ser que los nietos de mis nietos, al tener tanta información disponible, no se interesen tanto por esa historia familiar, por ese linaje. Tal vez les vaya a costar atesorar, como hicimos nosotros, la única fotografía de una abuela o una tía, o alguna carta que viajó miles de kilómetros y que, luego de mucho tiempo, certificó que un ser querido aún vivía o ratificó un amor que atravesó intacto los mares y el paso del tiempo.

Pero yo no quiero hacer futurología, no estoy aquí para pronosticar lo que va a pasar dentro de 50 años: mi objetivo es describir de la forma más clara posible el primer origen del que queda recuerdo en esta familia, que es la mía, y que también será la de los nietos de mis nietos. Y yo no tengo más registros que los de la gente que vi con mis propios ojos y que conocí con todos mis sentidos, de la gente con la que conviví, aunque sea por breves años. Es decir que lo más que me puedo retrotraer en la historia es hasta mis abuelos y, sobre todo, hasta la generación de mis padres y mis tíos, es decir que podré contar apenas un puñado de hitos de las primeras décadas del siglo anterior, algunas breves cosas que me quedaron en la memoria, como las que ya dije de la malvada Krista, de mi abuela Rosalía o del momento en que conocí —por segunda vez— a mi mamá. Y si estos recuerdos aún los conservo en alguna parte, todos deben ser leídos con un tamiz o con un filtro como los de las películas, donde la imagen aparece un poco borroneada, como nadando en una fina capa de agua que deforma las siluetas, que hace confusos algunos episodios y aplaca las voces que en ese fragmento se escuchan, porque todo permanece en mi recuerdo a fuerza de recordarlo, de mantenerlo vivo durante 80, 90 años.

Insisto en que desconozco cómo funciona la memoria, pero supongo que debe ser que después de tanto tiempo, una termina recordando el recuerdo antes que el acontecimiento propiamente dicho. Todo lo que yo recuerdo de ese tiempo, entonces, es lo que vio una niña, lo que pudo saber una pequeñita que fue guardando las historias en distintos lugares de su cabeza: historias que le contó o le explicó su madre, historias que reaparecieron en viajes posteriores, historias que sintió esa niñita. Sin dudas pudo haber pasado que entre mis recuerdos se cuelen algunas fantasías que me inventé o que me inventaron en la más tierna edad y que fui trayendo con los años, relatos de ficción que seguramente sirvieron para explicarme cosas que no eran explicables a los 4, 6 u 8 años.

Con las salvedades hechas, entonces, me pongo a reconstruir las vidas familiares de quienes estuvieron antes de mí, la historia de los Nanut y de los Saksida, las dos familias de las que formo parte, las dos familias que conviven en mí.

Los Nanut

Ya conté que el primer recuerdo que tengo de toda mi vida es el de la muerte de mi abuela Rosalía, la mujer de mi abuelo Antonio, el padre de mi padre. No deja de resultarme curioso que me acuerde de ese momento y no del rostro de mi propia madre antes de partir hacia la Argentina. Será que me habrá impactado ver por primera vez a un muerto, o será que mi abuela era el verdadero sostén de la casa Nanut, y que cuando ella se fue comenzó el desbarajuste que felizmente acabó con el regreso de mi mamá para buscar a sus hijitas años después.

Lo cierto es que poco tengo para decir de mi abuela, porque justamente en el primer recuerdo que tengo de ella, ella ya no está. Por lo demás, sé que su muerte fue consecuencia de una pulmonía que la fulminó en una semana, sé que ella cuidó de Silvia y de mí el breve tiempo en que ella estuvo viva y mi madre estuvo en la Argentina y sé que era la Mujer de la Casa, así, con mayúsculas. También sé —¡pero esto no me lo explico aún!— que ella fue una de las personas que se opuso al matrimonio de mis padres, algo de lo que luego hablaré. Y hasta ahí llega mi conocimiento sobre ella. Nada de sus orígenes, de sus padres, de su familia…

De quien sí puedo hablar un poco más es de su marido, mi abuelo Antonio. Él era un campesino de aquellos años, lo que los latinos llamaron alguna vez un Pater Familias, el hombre de trabajo que ponía el pan en la mesa todos los días, un hecho que sin dudas representaba su mayor orgullo. Como puede suponerse en un hombre así, era tosco, no demasiado bueno con todo lo que se refiera a sentimientos y la expresión de sus emociones; su amor lo demostraba trabajando y proveyendo para su familia, cuidándola y haciendo lo que siempre creyó mejor para la prosperidad de los suyos.

Yo deduzco que mis abuelos eran gente simple, primitiva en sus sentimientos, trabajadora, humilde… Algo de esto tuvo que haber tenido que ver en el motivo por el cual se opusieron con tanto fervor al matrimonio de mis padres, pero yo nunca lo supe ni lo puedo saber ya. Seguramente ese deseo tan profundo de que su familia tuviese las mejores oportunidades, junto con la tozudez de hombre de campo y la poca formación de mi abuelo, han de ser los mejores motivos para explicar su rechazo total a que su hijo se casase con Rozina. Pero, de nuevo, estas no son más que conjeturas de una mujer mayor intentando reconstruir algo que le contaron hace casi un siglo…

Visto a la distancia, esta enorme pelea que le presentó mi abuelo Antonio a su hijo puede resultar hasta graciosa, aunque huelga decir que fue un drama familiar enorme. No contaré todavía aquel acto sumamente romántico que mis padres consumaron, porque esa historia les pertenece a ellos, y no a mi abuelo, pero sí puedo adelantar cómo fue que la familia primero se peleó y luego se volvió a reunir.

—Sólo si hay un terremoto voy a verlos —sentenció mi abuelo el día del casamiento de Véncili —apodo por el cual todos conocían a mi padre— y Rozina, según cuenta la leyenda familiar que luego se repitió una y otra vez. Su indignación era total, y dejó librado a un fenómeno natural lo que no se podía explicar a sí mismo de un modo racional. Con esa frase tachó a su hijo Wenceslao de entre sus hijos, desoyó tener una nuera llamada Rozina y ni siquiera participó del nacimiento de su primera nieta, es decir, de mi nacimiento.

Pero todos sabemos que la naturaleza es sabia y que ciertamente puede más que la obstinación de un campesino dolido en su orgullo. Si Rozina no daba la talla de lo que él esperaba para su familia o si simplemente no le gustaba su aspecto, eso la verdad es que no lo sé. Lo que sí sé, en cambio, es que mi abuelo era un hombre de palabra, y que si hacía una promesa la cumplía, porque para él el honor estaba antes que nada, por más ridícula que fuera esa promesa. Y así como prometió no volver a ver a su hijo a menos que un terremoto raje la tierra —y en efecto no lo hizo—, así fue como al día siguiente de que por fin se sacudieran los cerros de Vrtojba se apareció en la puerta de la casa de su hijo para conocer a su nieta y reincorporar a Véncili a la familia, junto con su esposa y su hijita. Mi abuelo, tozudo y firme en sus convicciones, recibió la señal que necesitaba para dar su beneplácito al matrimonio consumado, y al recibir esa señal la acató sin chistar, como buen caballero.

Luego de este extraño episodio en la familia de los Nanut, todo se olvidó como si nada hubiese sucedido, y mis abuelos participaron con alegría del bautismo de su nieta, a quien tiempo después le darían hogar y los mejores cuidados que ellos creían posibles, pese a que, luego de la muerte de mi abuela, el abuelo Antonio no haya dado con la persona indicada…

Los Saksida

Una pensaría que si de un lado se oponen terminantemente a un casamiento, del otro lado tampoco van a andar cantando y revoleando globos, cascabeles y guirnaldas, y esto fue exactamente lo que sucedió: mi abuela Giovanna, la mamá de mi mamá, tampoco gustó de que su hija Rozina se casase con Wenceslao Nanut. También hubo una frase fuerte de este lado, que trascendió y quedó grabada en mi memoria:

—Antes prefiero a un hijo bastardo que a ese hombre.

Según mi mamá, estas fueron las palabras de mi abuela al enterarse del inminente casamiento de mis padres.

Nunca entendí bien esta expresión. Quiero decir, la expresión la entendí, lo que nunca entendí fue por qué mi abuela no habría de querer a mi padre: él era técnico en telefonía, tenía estudios, era un hombre muy calificado en el pueblo, mucho más que casi todos los otros candidatos posibles. Realmente me cuesta encontrar los motivos por los cuales mi abuela Giovanna no lo querría a mi padre, aunque me veo en la obligación de aventurar alguna hipótesis.

Hacerse la imagen de Vrtojba en la cabeza puede que ayude a comprender hoy lo que no comprendí entonces: un pueblo rural en la ladera de la montaña, habitado por poquísimas familias donde todos se conocían con todos, devastado por la guerra y por las consecuencias políticas y sociales que ésta produjo… En ese marco, podría haber sido perfectamente posible que haya existido alguna vieja rencilla familiar entre los Nanut y los Saksida que excediese a mis padres y que impidiese de antemano la unión de ambas familias a través del matrimonio, por significar una ignominia para las generaciones anteriores, casi al modo de los Capuletos y Montescos en la Verona de Romeo y Julieta. Honestamente, lo desconozco, pero si en algo coincidieron mi abuela Giovanna Saksida y mi abuelo Antonio Nanut fue en la reprobación del matrimonio de sus hijos y en el desprecio mutuo que sentían. Y, hasta lo que a mí me consta, sólo en eso coincidieron, porque en el resto…

Por razones obvias yo no pude vivenciar aquella coincidencia que tuvieron a raíz del inminente matrimonio de mis padres, pero sí fui testigo de todo lo que siguió, incluso cuando ellos dos ya se habían ido de Vrtojba. Y hasta lo que a mí me consta, mis abuelos de una y otra familia se llevaban como la peste. La nonna Giovanna vivía muy cerquita de la casa Nanut, y pasaba a menudo por allí preguntando por nosotras cuando mi mamá ya se había ido para Argentina. Sin embargo sus intentos eran en vano, porque ni el abuelo Antonio ni el tío Loize ni nadie le querían abrir. Yo sé que hubo un asunto de dinero detrás: tanto Antonio como Loize —sobre todo Loize— eran muy ambiciosos y tacaños con la plata, y mi mamá enviaba dinero desde Buenos Aires para mantener a sus hijas, porque ellos nos cuidaban, sí, pero tampoco es que lo hacían gratis. Entonces, cuando mi abuela pasaba para ver a sus nietas, ellos sospechaban que ella podría ir para reclamar el dinero que giraba mi mamá (del que no me sorprendería que ellos dos se guardasen una parte para sus propios gastos), y siempre que podían, no le abrían la puerta.

La última vez que estuve en casa de los Nanut —en uno de mis viajes de regreso a Vrtojba— noté que había rejas en el patio, y que la puerta también era de rejas, por lo que se podía ver al interior; cuando yo era chica, en cambio, la puerta era toda de madera, enorme, pesada, oscura, y no me olvido los golpes de mi abuela Giovanna desde afuera exigiendo ver a sus nietas, pidiendo entrar. No recuerdo muy bien, pero yo creo que con Silvia, en alguna de las escapadas que hacíamos a juntar florcitas, pasábamos por lo de mi abuela y la visitábamos, aunque es algo ya demasiado vago en mi memoria, se me escurren esos recuerdos como agua entre los dedos…

Lo que sí no me olvido fue un hecho puntual, en uno de esos golpes a la puerta que se oían desde dentro de la casa como un vendaval escandaloso e imperturbable, que no se detenía. Nosotras estábamos jugando en la sala, sentadas en el piso, vaya una a saber ahora con qué, pero siempre nos arreglábamos para divertirnos. Mi abuelo Antonio también estaba en la sala, sentado a un costado de la mesa, con sus pies metidos en uno de esos baldes construidos con pequeños tablones de madera con junturas de hierro que existían en aquellos tiempos, remojándolos y limpiándolos con un poco de agua que había calentado un rato antes en la olla.

Los golpes en la madera gruesa es escuchaban uno tras otro, y se veía notoriamente que la puerta se movía ante cada palmada que daba mi abuela, que entre golpe y golpe gritaba:

—¡Antonio! ¡Abra la puerta, Antonio! Antonio, abra, ¡déjeme ver a mis nietas!

Mi abuelo ni se mosqueaba, seguía tirándose agua sobre los pies con un cucharón de sopa, como si estuviese en un sauna. Nosotras ya no jugábamos más, pero tampoco decíamos nada; no queríamos hacer enojar a mi abuelo.

Finalmente, luego de por lo menos un minuto de golpes a la puerta y del sonido de los gritos de mi abuela amortiguados por el grosor de la madera, mi abuelo retiró el balde de delante suyo, se secó los pies con una toalla y se paró de su silla con toda parsimonia. Acto seguido, tomó el balde de agua tibia y sucia de una de sus manijas, se acercó a la puerta cuyos goznes estaban a punto de saltar, la abrió, y vació todo el contenido del balde sobre mi abuela sin mediar palabra.

Ésa era la relación que tenían y que tuvieron siempre las familias de mis padres, más allá del amor que ellos dos se profesaban uno al otro.

Por lo demás, los recuerdos de mi abuela son buenos. Tengo en mi memoria a una mujer valiente, que se encontró viuda de muy joven, con un montón de hijos a los que cuidar, y con un enorme corazón para llevar adelante esa tarea. Era sin dudas una luchadora, una mujer que primero peleó por sus hijos y luego hizo lo mismo por sus nietas.

En cuanto a su marido, mi abuelo, murió cuando mi madre era una niña, y poco sé de él, más que el episodio trágico y confuso que puso fin a su vida. Cuenta mi mamá que le contaban a ella que mi abuelo, como soldado, participaba también de una compañía teatral. La historia dice que en un ensayo él tenía que hacer una pirueta simulando una acción militar. El problema fue que se patinó mientras intentaba hacer el número, con tanta mala suerte que su propia espada le atravesó el vientre en un movimiento que me cuesta describir, pero que terminó siendo fulminante: nada se pudo hacer para rescatarlo y murió en el escenario, actuando. O al menos así cuenta la historia que mi mamá repetía una y otra vez. Creer o reventar. Y eso es todo lo que sé de mi abuelo materno.

A diferencia de los Nanut, los Saksida son más “nómades”, con un espíritu más aventurero, se movían más. Ni siquiera eran originarios de Vrtojba, sino que venían de Privaĉna (se pronuncia “privachna”, con “ch”, porque la “c” tiene sombrerito). A mi mamá los otros niños del pueblo le decían privaĉnoka, es decir, oriunda de Privaĉna, aunque eso fuese falso, puesto que mi mamá sí había nacido en Vrtojba: sus padres habían adquirido un terreno allí poco tiempo antes de su nacimiento. Era un terreno grande que bajaba hasta el río y que todos conocíamos como “la casa de los Saksida”. Yo misma la visité cada vez que volví a Vrtojba, y la última vez que la vi vivían allí un montón de niños negros que correteaban felices por el jardín porque la dueña se había casado con un etíope.

Este detalle de los pueblos hay que entenderlo en su contexto: Privaĉna está pegado a Vrtjoba, es la misma distancia que puede haber de San Isidro hasta Martínez o hasta Béccar, tampoco fue una mudanza radical. Sí fue más importante el viaje que emprendió mi abuela una vez que llegó la que por entonces fue conocida como la Gran Guerra. Ahí mi abuela Giovanna toma a todos sus hijos (en total tuvo doce, aunque muchos murieron al nacer o a los pocos meses; yo sólo conocí a mi mamá y a otros cinco) y se escapa a Maribor, la segunda ciudad más grande de Eslovenia, después de la capital, Ljubljana. Que se escapa por la llegada de la guerra siempre lo tuve claro: durante la Primera Guerra Mundial toda la región balcánica estaba en conflicto y de hecho Vrtojba fue destruida durante la guerra. Mi abuela fue muy instintiva, de eso no me quedan dudas. Ahora, lo que no sé es si no hubo otro motivo por el cual se fue del pueblo.

Se conocía que mi abuela tenía un amigo, Sivec (“el gris”, en español), que la visitaba con frecuencia luego de la muerte de mi abuelo. Es más: cualquiera que haga cuentas se podía percatar de que la hermana más pequeña de mi mamá había nacido más de un año después de la muerte de mi abuelo, no sé si me explico… Ser viuda reciente y tener un hombre en casa, que encima le da un hijo por fuera del matrimonio, no debe ser lo más sencillo del mundo en un pueblo, y quizás éste sea otro motivo válido para que mi abuela tomase a sus hijos y a sus pocas pertenencias para partir rumbo a una ciudad más grande donde los rumores no fuesen tan veloces…