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Es una obra que el lector agradecerá, pues honra los valores, la entrega a la causa revolucionaria, la cubanía e inteligencia de este hombre, que desde su adhesión al Movimiento 26 de Julio y hasta los últimos instantes de su vida vinculado al Partido, la Revolución y las fuerzas armadas, hizo posible sembrar respeto y admiración en el corazón de su pueblo, así como en otras tierras hermanas. No se podrá hablar en Cuba de la lucha contra bandidos y del internacionalismo proletario sin mencionar al protagonista de esta obra.
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Seitenzahl: 285
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Edición: Hildelisa Díaz Gil
Diseño de cubierta e interior: Liatmara Santiesteban García
Realización: Ariel Feitó Trujillo
Corrección: Idania Hernández García
Fotos: Autor y Archivo de la Casa Editorial Verde Olivo
Conversión a ebook: Grupo Creativo RUTH Casa Editorial
© José Ángel Gárciga Blanco, 2014
© Sobre la presente edición:
Casa Editorial Verde Olivo, 2014
Primera edición, 2009
Edición para ebook, 2025
ISBN 9789592248366
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, en ningún soporte sin la autorización por escrito de la Editorial.
Casa Editorial Verde Olivo
Avenida Independencia y San Pedro
Apartado 6916. CP 10600
Plaza de la Revolución, La Habana
volivo@unicom.co.cu
www.verdeolivo.co.cu
La Habana, 29 de septiembre de 1975
“Año del Primer Congreso”.
Comdte Brig. Raúl Menéndez Tomassevich
PRESENTE
Tomassevich:
El pasado día 18 regresé de México y del aeropuerto me trasladé a Palacio para incorporarme a una reunión de la Comisión Preparatoria Central. Encontrándome en esta reunión, en horas de la noche, me pasaron la desagradable noticia del fallecimiento de Luisa.1
1 Luisa Tomassevich Llamos, madre del entonces comandante de brigada Raúl Menéndez Tomassevich, fallecida en La Habana, el 18 de septiembre de 1975.
Para Fidel y para mí constituyó un motivo de consternación. Ambos consideramos en ese instante la posibilidad de que vinieras; conocíamos por una carta de Senén que estarían en el Mar Negro y esto dificultaría el aviso rápido y tu traslado […] No obstante, di indicaciones de que se le comunicara enseguida a Quevedo y este lo hiciera a ti. En conversaciones con tus hermanos y, ante la inminencia de tu imposibilidad de venir en esos momentos, optaron por efectuar el entierro.
Puedes tener la tranquilidad de que todo lo posible fue hecho para evitar este desenlace.
[…] su entierro constituyó una sentida manifestación donde se evidenció el aprecio que te tienen los oficiales y las fuerzas armadas que, con conocimiento de tu ausencia, reafirmaron con su presencia estos sinceros sentimientos.
Ante este hecho realmente las palabras pueden muy poco. Nuestra lucha desarrolla los sentimientos humanos más puros en el revolucionario […] lo dota de la conciencia de imponerse a estas situaciones, comprender lo irreversible del hecho; y ante esto, son capaces de crecerse […] y acometer con más brío la tarea cotidiana.
Al compañero entrañable, al jefe militar capaz, nuestro abrazo fraterno en este momento duro y nuestra confianza plena de que sabrá imponerse y conquistar nuevos éxitos.
Raúl Castro Ruz
Comdte de División2
2 Carta facilitada al autor por Rolando Menéndez Tomassevich.
A fin de perfeccionar esta obra y sin quebrantar en lo esencial su estructura narrativa, en esta segunda edición se adicionan algunos sucesos en los temas referentes a la lucha clandestina, la batalla de Playa Girón y la captura de comandos terroristas infiltrados en la Isla.
El lector podrá distinguir a través de las más de doscientos cincuenta páginas la participación del autor —a veces narrador y otras colaborador—, y la del propio protagonista, quienes propician con un lenguaje sencillo e interesante, que se conozca con mayor profundidad la vida de uno de los generales más queridos por el pueblo de Cuba: Raúl Enrique Menéndez Tomassevich.
Además se incluyen citas de los prólogos de cuatro destacados revolucionarios, en igual cantidad de libros, convirtiéndose estas en valiosas revelaciones acerca de este héroe de la Revolución Cubana.
La editora
Entre el talud de la derecha y la puerta del yipi se cuela una onda expansiva de aire caliente, piedras y trozos de metal. Volteo el rostro y puedo ver la imagen del helicóptero envuelto en llamas que cae detrás del auto Volga y, al estrellarse, lo golpea en el trasero con el rotor de cola. El trastazo levanta el carro por la parte delantera y una lengüeta de candela penetra desde abajo cubriéndole el frente. Este desaparece entre las “rojizas fauces de un dragón”.
—¡Para..., para co..., que los mataron! —grito al teniente coronel Luis Barrera y este de inmediato frena. Desconozco las causas de la horripilante escena, pues no vi el choque de las aspas sobre la loma y creo que el impacto se debe a un misil disparado por el enemigo.
Como traigo abierta mi puerta bajo antes que los demás y enseguida recorro la corta distancia que nos separa del Volga.
Ni el auto ni el helicóptero se ven, son pasto del incendio. Nadie habla, nadie grita, solo se escucha el crujir de objetos consumidos por el fuego y las explosiones de combustible, granadas y municiones. ¡La vida arde!
Muy cerca veo al general Tomassevich, bocarriba, frotándose la espalda en la arena de la cuneta; percibe el calor e intenta apagarse. A la derecha, descubro al asesor soviético de las fuerzas armadas angolanas de la región de Huambo, quien trabajosamente se levanta.
Sucedió que, al producirse el golpe del aparato sobre el vehículo, a este se le abrieron las puertas y ambos hombres fueron arrojados hacia el exterior. Las tres personas que venían en el asiento trasero y los de la nave perecieron al instante.
—¡Vamos, vamos! —digo a los dos para separarnos del lugar y apenas podemos movernos un poco.
Dos cohetes emergen de entre las llamas y nos rozan con aire infernal; rebotan en el declive de la elevación y se pierden carretera abajo.
—¡Al suelo car..., al suelo! —vocifero, pues ambos sobrevivientes no han salido del aturdimiento y tienen perdida la noción del peligro. Nos tendemos.
Una andanada de proyectiles nos sobrevuela y a cuatro o cinco metrosdetrás del general, quien está frente a mí, veo el bloque con la mortíferacarga la que, por los efectos del calor, se sacude hacia los lados y silbacomo una serpiente: ¡Sshh..., sshh!
A escasa distancia de mis talones, la yerba se ha prendido a causa de los fragmentos ígneos esparcidos por los zambombazos. Candela alante, atrás y una avalancha de cohetes que pasan a centímetros de nuestros cuerpos me hacen clavar la barbilla en el fondo de la cuneta. Quisiera convertirme en un topo y perderme en las entrañas de la tierra.
Hoy es 18 de julio de 1981 y estamos en la carretera que conduce a Huambo, ciudad del centro de Angola. El alto oficial, desafiando el peligro de posibles minas y emboscadas, ha venido para recibiruna columna de asesores militares cubanos que, a partir de aquí, iránhacia distintas regiones del sur del país.
Por unos segundos cesan las detonaciones. Levanto la vista y veo el bloque aún encendido, pero sin moverse.
—¡Arriba..., vámonos! —insto al general y al asesor quienes,más recuperados, se ponen de pie. Corremos entre las llamas dela cuneta las que, aún no han cobrado fuerza en los yerbajos de poca altura.
Los pájaros mortíferos vuelven a las andadas, pero unas veces de piey otras arrastrándonos, conseguimos alejarnos.
Estos son los instantes en que transcurre el suceso más fuerte de mivida; sin embargo, para el general Tomassevich es el último de losmúltiples en los cuales se ha tenido que enfrentar cara a cara conla muerte.
A él los millones de cubanos que lo han conocido lo nombran por el segundo apellido, el cual suelen apocopar o transformar en: Sevich, Seviche, Tomás-Seviche y los más allegados, lo llamamos Tomás.
En estas denominaciones vistas a trasluz, se advierte un mensaje de cariño, respeto y admiración, y es porque él resume una heroica historia que incluye: al rebelde, protagonista de un levantamiento armado en la cárcel de Boniato, el 30 de noviembre de 1956; al luchador clandestino en Santiago de Cuba; a uno de los pocos guerrilleros de las montañas orientales que, con audacia y valor a toda prueba, obtuvo el grado de comandante, el más alto otorgado en el Ejército Rebelde (ER); al combatiente de Playa Girón; al jefe tenaz el cual dirigió exitosas operaciones de la Lucha Contra Bandidos (LCB) en el territorio central del país; al que gracias a su desempeño capturó a numerosos grupos de mercenarios terroristasen el oriente cubano; al cinco veces combatiente internacionalista enpaíses de América Latina y África; asimismo a quien, en laotra mitad de la centuria, sería no solo general de división de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), sino también Héroe de la República de Cuba.
Afines de la segunda década del sigloxx, Enrique Menéndez Medina, nativo de Ceuta, España, contrajo matrimonio en Santiago de Cuba con Luisa Tomassevich Llamos, natural de esta ciudad. El 30 de mayo de 1929 nació el primer hijo: Raúl Enrique. En esa época ocupaba la presidencia de la nación el tirano Gerardo Machado quien, entre otros crímenes, ordenó a sus esbirros asesinar en México al líder revolucionario cubano Julio Antonio Mella.
El padre, se graduó de maestro y ejerció en colegios privados y escuelas públicas, pero después lo asignaron a una escuelita rural en El Palenque de Alto Songo, por lo que solo se podía reunir con la familia los fines de semanas, pues el matrimonio vivía en la ciudad.
La pareja tuvo otros tres descendientes varones: Rolando, Arnoldoy Enrique. Los cuatro niños y Luisa, también fueron más tarde para El Palenque, con el objetivo de poder estar todos unidos.
Precisamente en aquella escuelita rural, el general Tomassevich inició los estudios primarios y al respecto nos cuenta:
Comencé a estudiar con papá-maestro en tiempos que el principal concepto pedagógico era el de que: “La letra entra con sangre”. La cuartilla de lectura tenía una cruz y a continuación elalfabeto. Él utilizaba como puntero para señalar en el pizarrón un palito de guayabo, con el cual mostraba la cruz y uno debía decir: Cristo, acto seguido indicaba las letras del alfabeto para que las identificáramos. Pero siempre, en vez de Cristo, yo decía: Jesús. Entonces me daba un cujazo con el palito yrectificaba: ¡Cristo! No había manera que yo lo dijera, comosería imposible saber la cantidad de cujazos que recibí.
Se cuenta que Cristo murió por amor a la humanidad; peroyo, si no es porque nos mudamos para Santiago, hubiera muerto de los golpes que me propinaban a causa de esa palabra. La maestra de aquí fue más refinada, usaba una regla de veinticuatro pulgadas que a mí me parecía de veinticuatro metros.
Mi madre nos llevó para allá debido a la muerte de Enrique, el hermano menor, quien se enfermó de sarampión en días que llovía mucho y no pudo recibir el tratamiento médico a tiempo; en aquel entonces solo posible en las zonas urbanas. También padecimos de la misma enfermedad mi hermano Arnoldo y yo. A El Palenque había ido un amigo de mi padre, Lorenzo Sarlabú —masón al igual que él—, mamá decidió apoyarse en este para trasladarnos hasta Santiago y atendernos con un galeno. Los campesinos le prestaron dos caballos y ella se montó en uno con Arnoldo delante y yo detrás; Rolando lo hizo en el otro con Sarlabú. Llegamos al río crecido y detuvieron las bestias, pero mi madre azuzó el caballo y se metió en la corriente. A Sarlabú no le quedó más remedio que hacer lo mismo. Esa resolución fue lo que nos salvó la vida. La valentía, firmeza y energía de ella se pusieron de manifiesto en muchísimas otras ocasiones;para mí siempre representó una fuente de inspiración y un paradigma a seguir.
Luego, nació nuestra hermana Marlene y, pasados unos años, papá retornó a la ciudad.
Mi infancia transcurrió como la de cualquier niño pobre de Cuba, me compraban un par de zapatos para salir, cuando los anteriores no permitían más mediasuelas ni un cartón en el hueco. No teníamos casa propia, sino alquilada, porque el dinero apenas alcanzaba para comer.
En Santiago de Cuba concluí el tercer grado en una escuelita primaria; después me trasladaron a la Juan Bautista Sagarra donde estuve varios años hasta terminar el 8o grado.
Ingresé al Instituto de Segunda Enseñanza en el horario nocturno, pues de día trabajaba de mensajero en la fábrica de alpargatas Rubio. En ese centro de estudios me eligieron secretario de cultura y delegado del primer año de la Asociación de Estudiantes. Esta última era contrapartida de la dirección, pues discutíamos los intereses de los alumnos, desde los medios de vida hasta la programación más conveniente para los exámenes. La directiva en su mayoría estaba integrada por afiliados a organizaciones políticas de izquierda (en mi caso la Joven Cuba), por lo que, además, hacíamos mítines y manifestaciones de protesta. En varias oportunidades fuimos a La Habana a fin de solicitar al Ministerio de Educación recursos para el instituto o efectuar determinadas reclamaciones.
A veces permanecíamos semanas en la capital del país, porque no nos atendían de inmediato, y el dinero se nos acababa. Para ahorrar, en esos días de gestiones, dormía en una casa sucia en la calle San Miguel, en la cual pagaba diez centavos por noche, me quitaba la ropa y la colgaba en un perchero para que la guardaran y dormía en calzoncillos en una, también, mugrienta colombina. Ponía dos patas de la cama en el hueco de cada zapato, de modo que primero debían levantarla conmigo encima para poder llevárselos.
En una fonda de chinos por cinco centavos comía “un globo” (sobras de comensales vaciadas en un tanque), o de lo contrario un vaso de leche con dos esporrú.
Ya de regreso volvía a la fábrica. Era mucho el pedal que a diario daba para ganar un salario de veinte pesos al mes. Por su parte, papá en el trabajo de maestro ganaba un sueldo muy bajo y mamá para ayudar a mantenernos cosía alpargatas hasta altas horas de la noche. Eran tiempos muy difíciles.
Mis enfrentamientos con policías y encarcelamientos se produjeron a partir de la entrada en el Instituto de Segunda Enseñanza. En una visita de Batista a Santiago, los estudiantes preparamos letreros de repudio al tirano y lo situamos en varios puntos por donde se suponía que él pasaría. Con una lata de pintura y una brocha comencé a pintar uno en la vidriera de la tienda La Francia y cuando tenía escrita la palabra ABAJO, un policía me preguntó:
—¿Tienes permiso del Ayuntamiento para eso?
—¡Sí, sí! —respondí asustado, pero de inmediato lancé a su cara pintura y lata, y emprendí veloz carrera para escaparme.
Cierto día supimos que la policía había cerrado una escuela en Palma Soriano porque el Ministerio de Educación no le pagaba alquiler al dueño. Allí fuimos los estudiantes e hicimos una manifestación y me cogieron preso. Afortunadamente las protestas aumentaron, pues gran parte de la población salió a la calle y se vieron obligados a soltarme.
Por aquella época fui hasta Sancti Spíritus a un congreso de la Federación Estudiantil de Institutos de Cuba. Yo representaba a la Joven Cuba y como existían distintas filiaciones se armó una gran trifulca con golpes y tiros. Nos apresaron a tres jóvenes que portábamos armas de fuego; por suerte, los directivos de la organización lograron mi absolución en el juicio.
Entre la sangrienta tiranía de Gerardo Machado y el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 —llevado a cabo por un émulo superior en cuanto a opresión y homicidios, el otrora sargento Fulgencio Batista—, en Cuba ocurrió la Revolución del 30 que derrocó a Machado; pero a la postre, como diría el Canciller de la Dignidad Raúl Roa: “Se fue a bolina”. Los mandatos de Batista, Ramón Grau y Carlos Prío caracterizados por corrupción, atropellos, hambruna, miseria de la población, gansterismo y sumisión, siguieron a las órdenes de los amos yanquis. En ese período los mayores males internacionales con reflejos negativos en el país lo fueron: la Segunda Guerra Mundial y el florecimiento de la Guerra Fría. No obstante, como oposición a tanto infortunio nacional se mantuvo la lucha revolucionaria de cientos de miles de cubanos, se destacaron figuras cimeras como Julio Antonio Mella, Pablo de la Torriente Brau, Jesús Menéndez, Eduardo Chibás y, en cierne, el joven abogado Fidel Castro.
Durante esta poliédrica y convulsa etapa de acontecimientos políticos y sufrimientos de pobrezas material, social y espiritual, transcurrió la niñez, adolescencia y primeros años juveniles de Tomassevich a quien, desde septiembre de 1952, se le transformó la existencia.
El niño Raúl Menéndez Tomassevich, sentado al centro, acompañando a sus padres en una fiesta de los masones.
Adolescente.
La cárcel —execrable institución que la república mediatizada sustentaba como bestial escuela de afrenta y dolor—, por casi cuatro años, en la década de los cincuenta del sigloxxmantuvo cautivo al joven Tomassevich. De ese período nos narra acerca de la condena y de sus primeras impresiones al ingresar al penal.
“¡Oigan!, ¿acaso creen que viviré tanto como una tortuga?”, grité al tribunal cuando escuché la sentencia, pues estimé que ocho años de prisión eran demasiados. Recordaba esta escena y las sucesivas veces que el vivac de Santiago intentó frenar mi “equívoca rebeldía”; pero ahora, definitivamente, venía de allí en pos de un recinto menos... agradable.
Se abrió la puerta de la jaula y a la orden del custodio descendió el primero de los reclusos, después de otros muchos, bajé por inercia. Recogimos pantalón y chaqueta azul, mientras Manuel Mouriño, uno de los administrativos allí anotaba en el prontuario: veintidós años, ciento setentaidós centímetros de estatura, ciento veintinueve libras, estudiante, sancionado por el delito defalsificación de documento oficial. Mouriño disponía de los demásdatos sobre mí, tal vez por ello escudriñó con sarcasmo mi fisonomía como preguntándome “¿Así que tú fuiste el que imitó la firma del señor alcalde de Santiago, Felipe Fernández Castillo,Felipito, para extraerle un bulto de pesos de la cuenta bancaria?”
Sin inmutarme le respondí con la mirada: “¡Pues sí chico, y mucho que me divertí a costa de ese gran ladrón!”
Era la mañana del 23 de septiembre de 1952 y a partir de ese día mi “nueva casa” se ubicaba en la planta alta del pabellón 3-C, próxima al local del orden interior, en la celda No. 37 de la penitenciaría de la antigua provincia de Oriente, a la que todos conocían como Boniato, segunda en importancia del país, después del Presidio Modelo, de Isla de Pinos, que era como se llamaba en ese tiempo.
A los diez días de estar encarcelado falleció el padre y por gestión de los masones, pudo asistir al funeral, no así al cementerio. Sobre el fatídico suceso diría más tarde:
La puerta de mármol del panteón de la Logia Libertad de los masones en el cementerio de Santa Ifigenia, separó a mi progenitor del mundo de los vivos, y las rejas que cerraban tras mis espaldas, cumplían, aunque temporalmente, similar objetivo. A él podía suponérsele en la cima del paraíso, y a mí, en el punto más bajo del infierno terrenal. Mamá sufría por su muerte y por mi vida.
Como digna respuesta oposicionista al golpe de Estado perpetrado por Batista dieciséis meses antes, el 26 de julio de 1953, unos ciento sesenta combatientes comandados por Fidel Castro Ruz atacaron los cuarteles Moncada en Santiago de Cuba y el Carlos Manuel de Céspedes en Bayamo. Ambos fracasaron y más de cincuenta asaltantes fueron asesinados; Fidel y otros compañeros resultaron apresados. La acción conmocionó a todo el país y a partir de entonces nada volvió a ser igual.
Era el 1o de agosto y pasado el crepúsculo, desde el patio intermedio de los pabellones uno y dos, percibíamos un ronroneo de transporte, el paso apresurado de botas, luces, siluetas de armas, gorras militares..., los custodios nos impedían traspasar el vestíbulo del pabellón uno; pero a través del pasillo iluminado observamos la entrada de una larga fila de hombres. ¡Estaban llegando los asaltantes del cuartel Moncada!
Si en esa época se hubiera efectuado un plebiscito con los prisioneros comunes para decidir sobre la vida o muerte de Batista y sus secuaces, estoy seguro de que los hubiesen premiado con el patíbulo, porque los allí encarcelados, fueran delincuentes congénitos u obligados a delinquir por las condiciones de la sociedad, sufrían por los mismos desmanes del presidio. Es verdad que muchos no podían comprender la magnitud política de esa acción; sin embargo, acumulaban tanta animadversión hacia el gobierno, que cualquier acto de rebeldía contra este recibía de ellos una rotunda aprobación.
Por tal motivo, desde su llegada a este lugar, los participantes en el Moncada generaron un sentimiento de simpatía entre los presos comunes, que aumentó al transcurrir los días y contactar estos con esa juventud sin mácula, la cual, también, hacía patente a diario su espíritu de lucha, se oponía a cuanta maniobra sucia se fraguara contra ella y retaba dignamente el poder autoritario.
Para esa fecha yo fungía como oficinista y auxiliar del listero general del orden interior, cargo que me facilitó verlos en diversas ocasiones, en especial en el recuento, cuando acompañaba al oficial de guardia. En esos momentos, amén de venerar el altruismo y valentía de ellos, al contarlos, sentía envidia y apocamiento; me dolía no estar intercalado en esa fila y haber luchado por la consecución de tan nobles y puros ideales.
Este sentido de culpabilidad disminuyó en algo al hablar con algunos de esos jóvenes y, aunque casi siempre la conversación giraba en torno a cuestiones relacionadas con el estado de salud o de la estancia en prisión, hasta mí llegó el hálito fresco del patriotismo a través de la plática sencilla y límpida que sosteníamos.
Al transcurrir los días de relación con los moncadistas, la simpatía hacia ellos aumentó; por eso, cuando determinaron realizar una huelga de hambre, propuse a otros muchos hacerlo y, en solidaridad, rechazamos el almuerzo. La administración de la cárcel le atribuyó a esta conducta una connotación mayor a la real, me acusaron de cabecilla y encerraron en la celda de castigo.
La actitud de intransigencia de Tomassevich ante los abusos, mantenida desde el primer día de entrada a la cárcel; una reyerta a machetazos con otro recluso que ocupaba el cargo de listero general (en la que salió victorioso); el abierto desafío a un cabo del cuerpo de vigilancia, quien le lanzaba cubos de agua cuando estaba en la celda de castigo (como respuesta a esta ignominia le echó al policía un jarro deexcremento);y su nivel cultural, muy por encima del promedio educacional que tenían los encarcelados y las autoridades, le dieron una imagen de tipo duro.
Considerando estos elementos, a los pocos meses, lo nombraron listero general. Pero no solo conoció a convictos malvados y magistraturas corruptas. Allí trajeron en 1954, a Braulio Curuneaux3 Trimiño, exsargento del ejército, el cual manifestó su desacuerdo con el proceder criminal de los órganos represivos hacia los moncadistas. Como sanción, el coronel Alberto del Río Chaviano lo licenció y le tendió una trampa para que lo juzgaran y encarcelaran por delito común. Entre Tomás y Curuneaux fructificó una sólida amistad.
3En el registro de nacimiento del central Soledad, Guantánamo, tomo 16, folio 363, 29 de marzo de 1929 está inscripto Curuneaux, aunque popularmente era conocido como Coroneaux. Sus compañeros le decían Curunú.
A finales de octubre de ese año, internaron en Boniato a los revolucionarios Otto Parellada, César Pascual y Casto Amador. En los meses posteriores y hasta mayo de 1955 —fecha en la que el tirano Batista decretó una amnistía general para los presos políticos—, en múltiples ocasiones Tomassevich conversó con ellos y al transcurrir el tiempo estableció magníficas relaciones, por lo que años después diría: “Cuando Otto se marchó del penal dejó tras de sí el estigma de la amistad, del ejemplo y de la vocación revolucionaria; yo no sospechaba entonces que dichas huellas y su permanente actitud valerosa nos serviría a muchos como acicate y guía perenne para la acción”.
Entre abril y junio de 1956 fueron recluidos, los combatientes Carlos Julio Iglesias Fonseca, Nicaragua; Orestes Álvarez Calunga, Indio Sabú y Orlando Benítez Hernández, con quienes de inmediato también se identificó. Nicaragua y él fraguaron un plan para realizar un levantamiento armado y evadirse de la penitenciaría; en este concibieron apoderarse de las armas existentes allí y aportarlas al Movimiento 26 de Julio, de Santiago de Cuba. La idea fue aprobada por el líder revolucionario y jefe de Acción, de dicho Movimiento, Frank País; solo esperaban el momento oportuno para ejecutarla. Estaban incluidos Curuneaux, Sabú y Benítez.
El 29 de noviembre de 1956, a través de Josué País, Iglesias Fonseca conoció que al día siguiente se produciría un alzamiento revolucionario en Santiago de Cuba; entonces solicitó el permiso para, al unísono, ejecutar el proyecto. Frank País lo autorizó.
Antes de las siete de la mañana del día 30, Curuneaux y Tomás salieron por las puertas de los edificios de presos 5 y 1, respectivamente, sus nombres aparecían en las tablillas de los seleccionados para trabajar, como era habitual, en los almacenes, el primero, y en la dirección, el segundo. En este último local, donde se unieron ambos conspiradores, estaban el del oficial de guardia, y el dormitorio de policías y soldados, ubicado en la planta alta.
Con sigilo entraron a la habitación donde aún dormían los custodios.Tomás se apoderó de un revólver y regresó al edificio 1 para entregarloa Nicaragua quien, a partir de ese momento, junto a los otros compañeros, se mantuvo al tanto de lo que debía acontecer en el edificio 5.
Tomassevich regresó adonde estaba Curuneaux, el cual se había apoderado de una ametralladora Thompson. Luego de comprobar que la situación en el dormitorio no había cambiado, le susurró que se mantuviera allí, en tanto, él traería al supervisor militar con quien se había cruzado cuando retornaba del edificio 1. Antes de saliren pos del objetivo, tomó un fusil Springfield con la canana ylo situó en una esquina del pasillo, a un lado de la escalera...
De cómo sucedieron los hechos Tomassevich recuerda:
Bajé sin llamar la atención del oficial de guardia y me sentí aliviado al comprobar que el supervisor militar, el sargento de primera Roberto Silverio, permanecía en el mismo sitio.
—Sargento, arriba está Curuneaux y quiere informarle sobre un asunto —le dije en voz baja.
—¿Qué es? ¿Por qué no baja él?
Más que preguntas fueron dos morterazos, porque el lugar conveniente para capturarlo en ese momento era en la segunda planta y, por tanto, hasta allí debía conducirlo.
—¡Oiga!, él sabe quien robó las latas de leche condensada, pero no quiere que lo vean hablando con usted.
Días atrás, del almacén habían sustraído unas cajas de leche y el supervisor estaba interesado en encontrar al culpable.
—¡Anjá, pues vamos para allá! —fue su respuesta.
En realidad Curuneaux no tenía la menor idea sobre el autor del hecho. Además, de tener nosotros esa información, nunca se la hubiésemos dado.
Subí delante del sargento, sin apresurarme, y al rebasar el último escalón, me hice a un lado para tomar el arma.
—¡No se mueva, no le pasará nada si está tranquilo, esto es un levantamiento revolucionario! —así le dijimos, mientras lo encañonábamos.
—¡Entre en esa oficina y siéntese! —lo introdujimos en el localde la mayordomía, no sin antes quitarle la pistola que portaba.
Sin pronunciar palabra obedeció las órdenes.
La habitación mantenía abierta la puerta de salida y desde el pasillo Curuneaux observaba la del dormitorio de los custodios y al prisionero.
—¡Ahora voy por el oficial de guardia! —susurré a mi compañero cuando dejaba el Springfield y la canana en la misma esquina que la vez anterior.
—Teniente, el supervisor está en mayordomía con Curuneaux y dice que usted suba a verlo —trasmitía ahora una indicación a la cual el teniente Rondón no podía oponerse. Al llegar a la segunda planta actuamos de forma similar a como hicimos anteriormente; no obstante, Rondón al vernos armados se sonrió y exclamó:
—Pero... ¿y esta broma a qué viene?
—¡Quédese quieto, esto no es una broma, es un levantamiento revolucionario! —le aclaró Curuneaux.
Al convencerse de la seriedad del asunto el oficial de guardia le agarró el arma a Curuneaux y comenzó a forcejear. De inmediato le tomé el revólver de la cintura al tiempo que la Thompson dejaba escapar una ráfaga corta. Levanté mi fusil y le propiné un culatazo en la espalda, este gritó y se lanzó escaleras abajo.
El supervisor militar, que aún permanecía sentado en la oficina, al sentir los disparos cerró la puerta de un tirón. Mi compañero corrió hacia el dormitorio de los custodios y yo me desprendí en pos de Rondón.
La pagaduría situada en la planta baja, próxima a la escalera, tenía una puerta seccionada de forma transversal; por lo general la parte superior estaba abierta y la inferior cerrada, ya que esta última tenía adosada de manera perpendicular una tabla a manera de mostrador, por donde se efectuaban las operaciones financieras. Sin embargo, cuando el oficial de guardia llegó sucedía lo contrario. El teniente muy nervioso se trabó y no logró penetrar por el hueco. Al llegar junto a él lo empujé y ayudé a entrar en el local.
—Quédese ahí y manténgase quieto, que a usted no le va a pasar... —innecesariamente le advertí, pues apenas estuvo dentro cerró la portezuela sin darme tiempo a terminar de hablar.
A las seis y cincuentaidós estaban autoencerrados el supervisor militar y el oficial de guardia. En la práctica dejamos el dispositivo de seguridad sin mando; aunque ya muchos uniformados corrían hacia el edificio central y se aproximaban por sus dos entradas.
El ómnibus de transporte público procedente de Santiago se detuvo frente a la posta 1 y descendieron dos policías y tres o cuatro civiles del personal administrativo de la prisión. Los primeros escucharon los disparos y corrieron hacia la dirección con las manos en los revólveres, sin desenfundarlos. Por la otra entrada, colindante con el interior del penal, apareció uno de ellos con violencia, revólver en mano.
—¡Párate...! ¡Suelta el arma! —le ordené, mientras le apuntaba al centro del pecho. El individuo se detuvo asustado y la dejó caer.
Después que Rondón se encerró en la oficina de pagaduría, detecté la presencia de los guardias que se aproximaban, me situé de espaldas a la pared y con el fusil en posición de abrir fuego observaba las dos entradas del inmueble; así logré capturar al que por sorpresa irrumpió desde el sentido opuesto.
—¡Alto ahí y las manos arriba! —grité a los dos que al entrar aminoraron la carrera y desenfundaron sus armas. Ambos obedecieron y les ordené:
—¡Suéltenlas...! ¡Déjenlas caer al piso! ¡Y pónganse uno tras otro en fila!
Por el tramo de la carretera que circunvalaba la cárcel, otros tres venían corriendo separados entre sí ocho o diez metros. En la medida que llegaban al recinto, solo pude decirles:
—¡Quieto ahí! ¡Quieto ahí! ¡Quieto ahí!
Cuando fueron despojados de sus armas y formaron fila, me dirigí al primero:
—¡Tú coge la llave del locutorio y ábrelo!
El hombre tomó el llavero de la tablilla situada en el local del oficial de guardia y abrió la reja.
—¡Tíramelo!
Con precaución lo arrojó a un par de pasos frente a mí.
—Bien. ¡A entrar todos!
Luego que estuvieron dentro esperé unos segundos por la llegada de otros; pero al cerciorarme que nadie se aproximaba,cerrélas rejas y tiré las llaves detrás del buró del oficial de guardia.
Curuneaux, en el segundo piso, posterior a escapársele la ráfaga de su Thompson y terminar el forcejeo con el teniente Rondón corrió hacia el dormitorio, donde esta vez sí estaban todos despiertos y de pie. Dos de ellos habían cogido sus fusiles.
—¡No se mueva nadie! ¡Y todos ustedes, suelten esas armas! —se impuso, mientras los amenazaba con el cañón de la ametralladora.
—¡Esto es un levantamiento revolucionario y no un plante! ¡Si obedecen nada les pasará! —aclaró, sin dejar de apuntarles.
Los armados colocaron sus fusiles y cananas en las cabeceras de sus respectivas camas y se dispusieron a cumplir las órdenes dadas.
—¡Ahora salgan todos al pasillo! ¡Frente a las camas! ¡Así! ¡Atención! ¡Arriba, asuman la posición correcta que ustedes son militares!
La voz de mando de Curuneaux fue obedecida con más rapidez.
—Si desean rascarse pidan permiso; pero para el baño olvídenlo, que no se los voy a dar —fue la última proclama dirigida a los soldados.
Lucían verdaderamente ridículos aquellos representantes del ejército y de la policía de gobernación, pues contrastaban sus anchos calzoncillos blancos, de rayas y de bolitas, con las piernas flacas o gordas, lampiñas o peludas y los pies descalzos o con botas desacordonadas. Curuneaux no les había dado tiempo para ponerse las camisas ni los pantalones. En el frío de la mañana algunos temblaban.
Quien no podía hacerlo era él, pues qué se hubiera hecho si aquellos prisioneros se percataban de que la Thompson estaba encasquillada.
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